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El fracaso de la revista «El Artista»

Robert Marrast






ArribaAbajoBalance del romanticismo según lo entendía «El Artista»

En España, al igual que en otros lugares, las sucesivas concepciones del romanticismo no son divergentes, sino complementarias, habida cuenta de factores extraliterarios, como la personalidad y cultura de los autores que las han expuesto. El Artista defiende y representa ideas que se han abierto camino a través de las páginas de El Europeo, el Discurso de Durán, el prólogo de El moro expósito, y las columnas de El Siglo merced a la pluma de Espronceda; ideas tales como: el abandono de las convenciones mitológica y pastoril; la búsqueda de nuevas fuentes de inspiración y de un nuevo lenguaje; la renuncia a respetar ciegamente las reglas extraídas de las obras de los Antiguos por algunos doctrinarios; la revisión del juicio desfavorable que el siglo XVIII manifestaba por el teatro del Siglo de Oro; la necesidad de recurrir a la historia nacional para hallar temas que serán tratados según la inspiración de cada cual, sin atenerse ya a formalismos. En su artículo sobre el Discurso de Durán, Larra había resumido en dos frases el carácter irreversible de la evolución de los géneros literarios, que con buen tino había puesto en relación con la evolución general de la sociedad:

Una nación, al abrazar un género literario, no hace sino obedecer a las leyes necesarias de su existencia moral... La cuestión del género clásico y del romántico no puede nunca ser absoluta, sino relativa a las exigencias de cada pueblo.1



El Artista tiene en su haber el combate librado contra unas formas literarias estancadas y debilitadoras. Lo que nos distancia de los clasiquinos -escribe Ochoa-, «no es el ver observados unos preceptos que pueden ser buenos o malos, sino el ver que carecen de toda centella de genio, que quieren reparar esta falta irreparable con el prestigio de las reglas».2 Con razón los editores de la revista podían escribir en el artículo de despedida a los lectores:

Hemos hecho una guerra de buena ley a Favonio, a Mavorte insano, al Ceguezuelo alado Cupido, a Ciprina, al ronco retumbar del raudo rayo, y a las zagalas que tienen la mala costumbre de triscar, y a todas las plagas, en fin, del clasiquinismo. Pero esto hicimos mientras vivió este malandante mancebo con peluquín; ahora ya murió. Requiescat in pace.3



Hay que entender con ello que estos jóvenes escritores intentaron crear un nuevo lenguaje capaz de sustituir el que les había transmitido la última generación del siglo XVIII. Ésta utilizaba en los cuadros descriptivos un vocabulario convencional, un repertorio de metáforas obligadas, gracias a los cuales, seres, animales, vegetales y objetos podían alcanzar la «dignidad poética». Lista transmitió a sus alumnos este uso erigido en principio contra el cual ya había reaccionado Quintana. En la Academia del Mirto, el Guadalquivir sólo podía ser mencionado en los versos con el nombre de Betis; la aurora era ineludiblemente «refulgente» o «sonrosada»; el batir de los remos, «blando»; el Turco, «fiero»; la espada, «el acero crudo»; el océano, «el piélago undoso»; el francés, «el galo mañoso»; el inglés, el «bretón sombrío»... Basta con ojear las obras juveniles de Espronceda y de sus condiscípulos para hallar, cien veces repetidos, semejantes estereotipos, que todavía serán usados durante algún tiempo por algunos poetastros como Juan Bautista Alonso.

No obstante, tampoco en este ámbito fueron innovadores los redactores de El Artista. Unos años antes, en su discurso de ingreso en la Real Academia Española pronunciado el 19 de julio de 1827, Javier de Burgos había planteado de un modo más abierto y en un tono más moderado el problema del lenguaje4. En él proponía elevar «a la clase de hidalgas ciertas palabras y expresiones que pasan ahora por villanas». Citando la Sátira a Arnesto de Jovellanos, demostraba que ciertas palabras «bajas» pueden ser empleadas en poesía; señalaba que si bien algunos animales raros -león, pantera, tigre, dromedario- eran nombrados comúnmente sin calificativo, en cambio se escribía en verso «el asno sufrido», «el caballo ligero», «el buey lento», «la cabra trepadora», «la oveja golosa». De ello deducía Javier de Burgos la regla siguiente: «Toda palabra que designa un objeto de que se habla sin rubor entre personas bien criadas, puede entrar en cualquier composición poética, sin excluir las del género elevado, siempre que se les asocie convenientemente», es decir, siempre que se realce dicha palabra por medio de un epíteto. Agregaba que la poesía no puede admitir el uso de palabras o giros de la prosa «común o trivial», y que era conveniente que la Academia estudiase estos temas; en efecto

para la calificación de lo que se llama frase humilde, no hay siempre un principio constante, una regla segura a que referirse, de que resulta que nunca es general o uniforme la opinión que uno o muchos individuos tienen de la bajeza de una expresión, mientras que para calificarla de prosaica, basta referirse al uso común.



La elección de las palabras depende del carácter de cada género poético, pero si la Academia quiere resolver la cuestión, no debe someterse «siempre a la tiranía del uso, aunque éste se califique con razón de árbitro supremo de las lenguas». Ciertamente, el muy conservador Javier de Burgos no incitaba a poner «un bonnet rouge au vieux dictionnaire» («un sombrero rojo al viejo diccionario»), según señala A. Rumeau; pero cuando menos tiene el mérito de poner de manifiesto, ya en 1827, el carácter artificial del lenguaje poético heredado del siglo XVIII. El arte de «choisir et de cacher» («escoger y esconder») que Chauteaubriand consideraba condición necesaria para la descripción de lo «beau idéal» («bello ideal»), le parecía algo ya superado al autor de Los tres iguales; por otra parte, Moratín hijo había abierto la vía en la renovación del diálogo de teatro. Mucho antes que El Artista, el principio del abate Batteux, adoptado por Lista e inculcado a sus discípulos, según el cual el escritor debe inspirarse en los maestros consagrados y no en la naturaleza, había sido severamente criticado en el propio seno del neoclasicismo. El «vieux plâtrage qui masque la façade de l'art»5 («viejo yeso que enmascara la fachada del arte») estaba ya muy agrietado en 1835.

Ochoa y Madrazo no pretenden en modo alguno hacer tabla rasa, sin distinciones, de la obra de sus mayores. En las páginas de la revista, panegíricos de Lope y Calderón alternan con versos de Lista, Juan Nicasio Gallego y Gallardo; junto a biografías de escritores de la antigua escuela -Lista, Quintana, Martínez de la Rosa- hallamos las de jóvenes literatos- García Gutiérrez, Trueba y Cosío-, e incluso una de ellas está dedicada a Bretón, pese a que le acusaran de caricaturizar el romanticismo según lo entendía El Artista. Según opinaban los animadores de la revista, la importación de obras extranjeras no era sino un medio provisional que contribuía a fomentar en el público aquella «ilustración» que iba a permitir el nacimiento a corto plazo de una nueva literatura española digna de la de los países vecinos. Así pues, no resulta sorprendente ver a Eugenio de Ochoa dedicándose a traducir a Hugo, a Dumas o a George Sand, antes incluso de la desaparición de El Artista.

D. A. Randolph ha subrayado con acierto que no existía contradicción entre el internacionalismo de Ochoa -ya apreciable en las páginas de El Artista- y su racionalismo, fruto del deseo de devolver a su patria, luchando contra la rutina en todos los dominios, la brillantez perdida desde largo tiempo atrás. Los artículos políticos que publicó a finales de 1835 en La Abeja revelan su fe en el liberalismo moderado y las reformas que éste podía aportar a España. De ahí su decepción y preocupación tras el motín de La Granja en 1836; predice a su amigo Campo Alange el próximo advenimiento de la república y de los desórdenes que desembocarán en la anarquía y en el posterior triunfo del carlismo6. No hay que olvidar que en 1835 Ochoa tenía apenas veinte años y que sus ideas no se basaban en una reflexión clara y profunda. Así escribía en El Artista, para justificar su defensa del romanticismo:

He aquí por qué no basta en el día la tan decantada literatura del siglo de Luis XIV, porque es más bien la expresión de una sociedad idólatra y democrática que no de una sociedad monárquica y cristiana, en una palabra, porque estaba fundada en el error... ¡Oh! si la causa de Dios hubiera sido defendida no sólo por la virtud sino también por el genio, la filosofía de Voltaire y Diderot hubiera hallado un obstáculo invencible en las santas creencias del pueblo... Pero los poetas paganos del siglo de Luis XIV prepararon la disolución de la sociedad.7



Semejantes argumentos demuestran que Ochoa no había meditado lo suficiente los problemas que planteaba. Su visión simplista de las relaciones entre literatura y sociedad, aplicada a su época, le llevaba a considerar a los escritores franceses que amaba -Dumas, George Sand, Hugo- como los paladines de una emancipación sólo en el modo de expresar los sentimientos. Al contrario de Lista, que veía en ellos a peligrosos perturbadores del orden. Será más tarde cuando descubrirá cuántas «ideas disolventes» contenían estas obras, mientras que en 1835 sólo veía en ellas inocentes desahogos de la imaginación y de la pasión. En efecto, en 1851, después de que la revolución de 1848 le iluminara, escribió:

¿Qué trascendencia podían tener aquellos elegantes extravíos de Jorge Sand en sus novelas, y de Dumas en sus dramas? En esta confianza insensata, se dejó que cundiese el desorden literario y aún se fomentó en gran manera aceptándolo y patrocinándolo como un capricho de moda. Y ¿qué sucedió? que aquel supuesto inocente desahogo de la imaginación, sin consecuencias prácticas posibles, las tuvo veinte años después tan posibles y tan tremendas cual todos las hemos visto; sucedió que aquel supuesto desahogo, no era en realidad más que una audaz tentativa para subvertir el orden social, puso a este orden veinte años después a dos dedos de su ruina.8



Y el año siguiente, siendo censor de los teatros, Ochoa votará en contra del reestreno de Antony, obra de la que era el traductor9.

El error fundamental residía en un malentendido: el deseo de conciliar una especie de Romantik a la alemana, católico y monárquico, con el romanticismo francés de 1830 que, en su evolución progresiva, se iba apartando cada vez más del romanticismo primitivo de la Restauración. Dicha actitud suponía olvidar estas sencillas verdades que Larra enunciará así en diciembre de 1836:

La pretensión de los clásicos que quieren detener y estancar el teatro cuando las revoluciones marchan es un delirio que sólo podría verificarse si se diera en la Naturaleza el desnivel. Pero una unidad admirable lo encadena todo, y cuando los románticos han innovado, no es porque de pensado y por un fantástico capricho hayan querido innovar, sino porque son hombres de nuestra época... Víctor Hugo y Dumas han querido y creído ser originales, cuando no eran más que unos plagiarios de la política, porque la literatura es y será siempre no una causa, sino un efecto.10



Ochoa sólo se preocupaba por aproximar lo más posible el pasado al presente, por modernizar el lenguaje y los temas, y promover así una forma española del romanticismo. Éste debía incluir conjuntamente el culto regenerador de las épocas gloriosas -o consideradas como tales- y la libre expresión de los sentimientos contemporáneos, rechazando cualquier traba académica. Pero con tal objetivo, ¿cómo era posible proponer el ejemplo del drama francés según Dumas y Hugo, incitando a la vez a volver a una Edad Media idílica o a la comedia del Siglo de Oro? En ningún momento aparece en El Artista la respuesta a esta cuestión primordial porque ninguno de los defensores de esta concepción de la nueva literatura se la había planteado. En efecto, en las obras o épocas que admiran, sólo buscan materiales decorativos sin preocuparse de perspectiva histórica. De ahí que repitan hasta la saciedad temas imitados para llegar a un subjetivismo descriptivo o lírico, en ocasiones con una carga moralizante más o menos implícita. Este es, todavía a comienzos de 1835, el caso de Espronceda que da a la revista sus fragmentos del Pelayo en los cuales explota lo pintoresco oriental y los temas del sueño aterrador o de la visión horrenda. Por cierto que hallamos en El Artista algunos fragmentos de Henrik Wergeland traducidos de su poema La Création, l'Homme, le Messie publicado en 1830 (y según recordaremos, tomados por Ochoa de L'Artiste de París), en los cuales se exalta el siglo XIX sin que aparezca mencionado el nombre de ningún rey ni pontífice, sino sólo el de la libertad; hallamos también dos poesías de Ochoa en honor de la resistencia griega frente al opresor turco. Sin embargo, no aparece ninguna composición en verso o en prosa dedicada a las «tempestades políticas» que conmovían por entonces el país. En una reseña de la Historia del levantamiento y revolución de España del conde de Toreno, un redactor se exalta al recordar episodios gloriosos de la guerra de la Independencia, la «cólera e intrepidez españolas» que se opusieron al «torrente de injustos opresores» y exclama: «¡Cuadros admirables para el pincel y las trovas!»11 Así pues, para estos jóvenes escritores, la historia no es sino un marco abstracto en el cual proyectan sus sentimientos, un simple almacén de accesorios exóticos que utilizan para ambientar sus ficciones; de ahí que sitúen en un mismo plano la revuelta de Antony y el espíritu caballeresco de los cruzados, o que transfieran a las aventuras del don Álvaro de Rivas o del Alfredo de Pacheco -víctimas de una incierta fatalidad- una insatisfacción mal definida, o aun a las hazañas de Mudarra, su confusa necesidad de acción.

La Edad Media es preferentemente el objeto de su culto casi exclusivo. Exaltan su civilización, su arquitectura, sus costumbres; es una época que aparece tanto más someramente idealizada en visiones fragmentarias, cuanto que conocen mal su auténtica realidad. El Medioevo se convierte así en el marco privilegiado de proezas o nobles amores más o menos imaginarios que constituyen la alternativa mítica al prosaísmo de la sociedad en la cual viven. La discusión sobre el mundo contemporáneo se efectúa por esta vía y a través de esos medios superficiales exentos de toda trascendencia, ya que ni éstos ni aquélla permiten sacar las consecuencias de la confrontación entre el pasado y el presente. Este romanticismo histórico, vuelto hacia el pasado, es por esencia reaccionario, en la medida en que conduce a quienes lo practican a la pasividad, o bien a la exaltación lírica. En 1857, un colaborador de El Museo Universal define las características y los límites del mismo en unos términos que merecen ser citados:

Prefiere la tradición a la historia, el cuento a la tradición, el mito al héroe; se complace en vagar por entre las nieblas de la edad media, evoca lleno de amor las hadas y las hechiceras de otros tiempos y hasta intenta sustituirlas a las deidades paganas, haciéndolas su Deus ex machina. Emancipa el genio poético, más sólo formal y no materialmente. Le da nuevos medios de manifestación, pero sin dilatarle el campo en que se mueve.12



El Artista contribuyó al establecimiento de este nuevo formalismo que, a otro nivel, constituye un fenómeno de legitimación de ciertos «valores tradicionales» (caballería, cruzadas, sentimiento religioso, ascetismo, amores sublimados). La rebeldía contra la razón, así como la reivindicación de la libertad del yo afectivo, de los derechos de la imaginación y de la primacía de los sentimientos apartan a estos jóvenes de un mundo que rechazan, por ser el de una nueva civilización en la que, desde su óptica, dichos valores se encuentran amenazados. Según ha señalado Vicens Vives, este romanticismo conservador y legitimista de tono arcaizante constituye la expresión artística de la ideología reformista de los liberales moderados. Estos partidarios más o menos conscientes del justo medio, representado por Martínez de la Rosa, encuentran en la resurrección de un pasado brillante y glorioso los argumentos que les permiten justificar, tanto su condena del carlismo reaccionario como la del liberalismo «exaltado» del que reprueban las tendencias revolucionarias13. Según escribía Ch.-V. Aubrun en 1947, «à la vérité, le romantisme européen a servi à asseoir définitivement la "romantique" ou "romanticismo", forme non virulente, dans les lettres espagnoles»14 y este avatar de la Romantik según Schlegel y Madame de Staël «va bientôt déboucher sur un idéalisme mièvre, abâtardi, doublé de traditionalisme obtus».15 Sin tener clara conciencia de ello, los jóvenes amigos de Ochoa acaban por encontrarse en un callejón sin salida: queriendo ser hombres de su siglo, le dan resueltamente la espalda. Las posturas de El Artista son reveladoras de una situación que no es nueva en España, y que aparece reflejada con exactitud en las siguientes palabras de Llorens:

Ocurrió entonces lo que había de ocurrir otras veces, no sólo en el aspecto literario, en la España moderna. Un largo y penoso esfuerzo para ponerse a tono con el espíritu del tiempo, y cuando el objetivo parecía logrado, ya el tal espíritu había tomado una nueva dirección. De ahí la confusión, el tropel innovador y el persistente anacronismo de la cultura española, que vive en los tiempos modernos no sólo en una posición de inseguridad, sino moviéndose constantemente a contratiempo.16



Confusión, innovaciones apresuradas, indecisión de una cultura a contratiempo, estos son en efecto los caracteres que presenta el género que abarca al más amplio sector de público: el teatro. En mayo de 1835, en su crónica sobre Mérope de Voltaire traducida por Bretón, Ochoa señala lo siguiente:

El público silba indistintamente lo clásico y lo romántico, lo original y lo traducido: todo le cansa, todo le fastidia: va al teatro con la misma indiferencia que un inglés millonario que ha agotado ya todas las sensaciones gastronómicas va a un opulento banquete.17



La introducción al tomo III de El Artista incluye un balance muy optimista del año dramático de 1835; su autor -de nuevo Ochoa, sin duda- celebra el declive de popularidad de las obras de Scribe que ha redundado en provecho de las de Hugo, Dumas, Casimir Delavigne y de autores españoles18. Entre estos últimos, los que han obtenido un éxito apreciable son Rivas con Don Álvaro (17 representaciones) y Bretón con Todo es farsa en este mundo (14 representaciones). El Alfredo de Pacheco sólo se representó tres veces, mientras que El Arte de conspirar, traducido de Scribe por Larra, estuvo veintiséis veces en cartel; la ópera, los melodramas de Ducange y, como era de esperar, La pata de cabra, obtienen un éxito que no decae. De Víctor Hugo, se representan sucesivamente Lucrèce Borgia (en julio) y Angelo (en agosto); de Dumas, Richard Darlington (en septiembre); aunque el verdadero triunfador del año es Casimir Delavigne, del que se llevan a las tablas Marino Faliero de 1829 (en septiembre, traducido por Vega), Los hijos de Eduardo de 1833 (en octubre, en traducción de Bretón) y Las vísperas sicilianas de 1819 (en noviembre); estas tres obras se representan veintidós veces en total en el curso de los tres últimos meses del año, mientras que los grandes dramaturgos del Siglo de Oro sólo muy rara vez figuran en la cartelera de los teatros19. El aspecto caótico de semejante repertorio, antes refleja incoherencia e incertidumbre, que demuestra el triunfo de las nuevas tendencias como proclamaba El Artista; el público se encuentra más desconcertado que definitivamente cautivado, por estas obras importadas sin discernimiento alguno. ¿De qué otro modo iba a ser si se le ofrecía, en batiborrillo, dramas originales torpemente imitados, obras históricas de «justo medio» de Delavigne, vodeviles de Scribe, una tragedia de Voltaire y traducciones de obras de Hugo, una de dos años atrás (Lucrèce Borgia), y otra de Dumas de apenas unos meses (Angelo)? Suponía ignorar lo que Larra denominará «la unidad admirable» que existe entre el movimiento de las ideas y las figuraciones literarias, en especial en el teatro.

El Artista es un buen reflejo de esta confusión ampliamente extendida en Madrid, tanto entre los espectadores como entre los críticos, si bien por razones variadas y complejas20. El deseo, reiteradas veces expresado en la revista, de encauzar los efectos espectaculares y los sentimientos desbordados dentro de los límites de la «razón» y del «buen gusto» revela una difusa preocupación por la influencia que tales dramas podían ejercer en las costumbres. La revista de Ochoa y de Madrazo no constituye realmente el órgano de una vanguardia literaria: se limita a seguir lo que, tanto sus redactores, como también sus adversarios, consideran como una moda. Tanto unos como otros, sólo se plantean entonces de modo superficial las implicaciones sociales del romanticismo francés posterior a 1830; no ven en él más que un medio de expresión literaria, como tal loable o condenable. En cuanto al público en general, y en particular el público de teatro, seguía desinteresándose de estos problemas, para él puramente teóricos.




ArribaCausas de la desaparición de «El Artista»

La desaparición de El Artista a los quince meses de existencia sería, según Peers, prueba evidente del fracaso de la revolución romántica en Madrid21; por otra parte, denomina eclectismo la tendencia a condenar, tanto la imitación exclusiva de Byron, Hugo o Dumas, como la obediencia a las teorías neoclásicas. Pero si descartamos el concepto abstracto de romanticismo latente que escapa a cualquier definición relativa, concepto al que Peers se remite constantemente, sin precisar su contenido, este supuesto eclectismo es en realidad una simple fase del «nacional-romanticismo» del que el Discurso de Durán había sentado las primeras bases. En efecto, las razones por las que la revista dejó de publicarse no radican en algunas posturas consideradas desmedidas que podían haber hecho perder audiencia a El Artista. Sus adversarios se dedican a criticar a veces ciertos aspectos externos de obras publicadas o alabadas por los jóvenes autores (sentimientos exaltados hasta el ridículo, tópicos, estilo desenfrenado, abundancia de crímenes, suicidios, adulterios, incestos y violencias de todo tipo); este es el caso de El Eco del comercio que, aun cuando se muestra riguroso en la reprobación de tales excesos, emite juicios en general equitativos sobre las obras dramáticas importadas o imitadas del repertorio francés. Pero en La Abeja, cuyas ideas políticas moderadas se hallan próximas a las de Ochoa, encontramos reservas similares ante este tipo de obras, y Bretón -quien por otra parte sigue confundiendo melodrama y drama- las expresa claramente, aunque en términos menos tajantes que sus colegas de El Eco22. Antonio María Segovia había lanzado pullas contra El Artista en el Correo de las damas aprovechando precisamente estos mismos aspectos desmesurados; la revista de Ochoa siguió siendo blanco de su ironía en el periódico moderado El Jorobado. En éste encontramos, por ejemplo, a comienzos de 1836, la historia de un hombre que, sufriendo de pesadillas de tanto leer revistas, ve aparecérsele «una descomunal figura» que se dirige a él en estos términos:

Yo soy el demonio de la literatura, grande amigo de Víctor Hugo y de todos sus secuaces. Yo tengo puesto el abasto de los dramas románticos para los teatros de París, de donde vosotros los tomáis para traducirlos y echarlos a perder. Yo soy el que dicta al Artista las novelejas de trasgos, duendes y fantasmas con que se engalana todos los domingos...; ¡Miserable! tan apegado estás al clasicismo, que piensas todavía que todo cuanto se escribe ha de querer decir algo!23



No obstante, un mes más tarde, en el mismo periódico «El Estudiante» dedicaba a El Artista un artículo necrológico en el cual escribía:

El único papel de alguna cuenta que teníamos dedicado exclusivamente a la literatura y a las artes, el periódico de la ilustración y del buen gusto, el ARTISTA, el joven, el galán, el enamorado, el poeta, el músico, el romántico ARTISTA... ha concluido su carrera. La muerte de este apreciabilísimo y amado colega nos ha llenado de tristeza, ha hecho correr nuestras lágrimas y excitado en nuestra mente mil ideas tristes y reflexiones melancólicas. ¡Es posible! Un periódico tan lindamente redactado, tan bonitamente impreso; un periódico en donde lucían su ingenio las elegantes plumas de la juventud literaria madrileña... que ha procurado picar la curiosidad del público, excitar el amor propio nacional, despertar la afición a las letras y a las artes, perpetuar la memoria de españoles ilustres antiguos y modernos... ¡Y vive el Nacional!; ¡Y vive el Eco!24



Seguidamente, lamentaba la ingratitud de los escritores, artistas y mecenas quienes, aun cuando algunos de ellos habían visto publicado su retrato en El Artista, no habían dado apoyo a la revista cuya tumba «será un monumento de baldón para la edad presente»; luego finalizaba su artículo con un soneto-epitafio que concluía así:



Más versos hizo, que cobró pesetas;
más retratos que tuvo suscritores.
España que no está por los poetas

ni se le da una higa de pintores,
al versificador, y al retratista
ingrata abandonó. ¡Mísero ARTISTA!

La Revista española publicó, el 11 de diciembre de 1835, un artículo cuyo autor, que firma «M. F.», se quejaba del uso abusivo del adjetivo «romántico», que se aplicaba indistintamente a la muchacha que robaba el dinero de su padre para huir con su amante, como al calavera, asesino, candidato al suicidio, o joven excéntrico viviendo al estilo de los Jeunes-France según los describirá Théophile Gautier; en resumen, a todos los que desacreditan «el elevado romanticismo». Aunque el autor no lo especifique, la idea que se trasluce parece próxima al concepto de romanticismo que tiene El Artista. Un artículo muy elogioso para la revista de Ochoa salió (con la firma «M.F.M.», que tal vez se refiere al mismo colaborador) en la Revista española del 10 de febrero de 1836 y, más adelante, el 21 de marzo siguiente, un suelto anunciaba en términos afligidos la próxima desaparición del semanario. Por último, El Español, en su número del 5 de abril, afirmaba que el fracaso de la empresa de Ochoa y Madrazo era una vergüenza para el país que no había sabido respaldar como se lo merecía la única publicación que contribuía en España a la difusión de la cultura literaria y artística. Tan sólo el Eco del comercio se abstuvo de cualquier comentario, lo cual entraba dentro de la normalidad, puesto que las ideas del liberalismo «exaltado» que éste defendía en política eran incompatibles con una concepción «reaccionaria» de la literatura. Cabe añadir que Larra nunca tomó partido por El Artista en ninguno de sus artículos. Esta cuasi unanimidad demuestra que, a pesar de algunas reservas sobre aspectos menores o ciertas bromas burlonas provocadas por episódicos excesos juveniles, los textos contenidos en El Artista no fueron objeto de una reprobación global. En concreto, en ningún momento fue puesto en tela de juicio en la prensa contemporánea uno de los principios más gratos a la revista; la defensa e ilustración del pasado nacional.

Se desprende claramente del artículo de despedida a los lectores publicado en el último número de El Artista que, según lo da a entender un verso del soneto de Segovia, se renunció a la empresa debido a su carácter deficitario: «así lo exigen... las defraudadas esperanzas, los perjudicados intereses de los que firman estas líneas.» Los editores acusaron no sólo a «los autores de anónimos, los pedantes», sino también a «los que se suscriben por varios ejemplares y luego no pagan más que uno».25 Ya en el artículo de introducción al tomo III, pedían a sus lectores que recompensaran con su fidelidad «sus trabajos, disgustos y sacrificios pecuniarios».26 La publicación de El Artista coincide con un período crítico de la crisis económica de los años 1830-1840 y con una época de inestabilidad política; además, la guerra carlista hace difíciles las comunicaciones con ciertas provincias. Tales condiciones eran desfavorables para que prosperara una revista de arte y de letras en un país en el que también hay que tener en cuenta los particularismos provinciales; que sepamos, la prensa de Barcelona nunca publicó artículo alguno sobre la revista (de la que no obstante sacaba a veces algunos textos para reproducirlos, acompañados de un comentario favorable), ni lamentó que dejara de publicarse. Aparte de estos factores, El Artista era una publicación cara: la suscripción costaba 30 reales al mes, 78 al trimestre, 178 al semestre o 240 por un año, mientras que el texto de una obra de teatro salía por 4 reales y un volumen de la colección de novelas históricas de Delgado, por 8 reales. Ahora bien, según vimos anteriormente, dichos folletos y libros se vendían bastante mal; la publicación más leída y de mayor difusión era el diario, cuya suscripción salía por 20 reales al mes. Podemos comparar estas cifras con las de algunos salarios y precios en 1834-1836: Quintana, ministro del Consejo Real, percibía 50.000 reales al año; García de Villalta, jefe político de Lugo, 28.000; Antonio Bernabeu, oficial primero de rentas provinciales en Alcaraz (en la Mancha), 5.000; Eugenio de Ochoa, funcionario en la Gaceta de Madrid, sucesivamente 800 (oficial segundo), 1.000 (oficial primero), 1.200 (redactor segundo), y 1.400 (redactor primero)27. Pascual Madoz nos proporciona otros puntos de referencia en relación con el segundo tercio del siglo XIX, aunque podemos fecharlos con menos precisión: un profesor del Conservatorio de Madrid ganaba de 10.000 a 14.000 reales; un maestro, 8.800 (en Chamberí, tan sólo 3.500); un director de hospital, 12.000; un cirujano municipal, 2.200; un empleado del servicio de parques y jardines de Madrid, 6 reales por jornada laboral28. Por último, recordemos que la madre de Espronceda, viuda de un general, sólo tenía derecho a una pensión de 6.000 reales al año. Un viajero que se preocupó por llevar las cuentas narra que en 1835 la entrada al baile de máscaras de los teatros de Madrid, se pagaba a 20 reales, y una localidad para la función a 4, 8 o 12 reales (más 2 cuartos para la Casa de Misericordia); y que una pensión completa sin lujo sale por 10 reales al día29. A finales del mismo año, la cuota de los socios del Ateneo está fijada en 40 reales30; en enero de 1838, los socios del Liceo artístico y literario deben abonar 100 reales en concepto de derechos de inscripción, y luego 20 al mes31. A principios de 1836, Larra alquila un piso amueblado por 24 reales al día, ganando él a la sazón 20.000 al año por sus artículos en El Español32. Pero ¿cuántos miembros de la clase media de la que él procedía, incluso entre los literatos, disponían de tales ingresos?

En las tres categorías que componían la sociedad de la capital española según la describió «Fígaro», era poco probable que El Artista encontrase lectores asiduos, capaces de apoyar a largo plazo la empresa de sus fundadores. Si descartamos la «multitud indiferente a todo», que es pobre e inculta; la «clase media que se ilustra lentamente» y acude al teatro o lee algunas novelas en busca de ilusión y evasión, nos queda la «clase privilegiada». Ésta se compone de nobles, intelectuales y artistas que han adquirido en el extranjero o del extranjero una cultura que, erróneamente, imaginan ampliamente difundida entre sus compatriotas33. En cuanto a la aristocracia, el llamamiento que le hizo en El Artista el conde de Campo Alange34 pone de manifiesto que eran escasos los miembros de la misma que tuvieran por entonces alguna afición por las letras y las artes. Tiene la excusa -escribe el amigo de Ochoa-, de haber sido «desterrada de toda intervención en el gobierno durante muchísimos años, no por la aristocracia del saber, la más respetable de todas, sin duda alguna, sino por las intrigas de algunos advenedizos, sin otra religión que su interés, sin otros principios políticos que la adulación; humillada, puesta en ridículo y, a veces, hasta proscrita»; el papel político que ahora está destinada a desempeñar en el seno del Estamento de próceres debería obligarla a salir de su letargo. Por lo tanto, debería dedicarse al mecenazgo, y desempolvar los archivos y bibliotecas familiares a fin de publicar los textos raros y olvidados; e interesarse por las obras de los artistas contemporáneos en lugar de comprar chucherías chinas, frivolidades o cuadros de pacotilla para simular lujo y buen gusto. La severidad de los juicios emitidos por Campo Alange no era lo ideal para ganarse la simpatía de aquellos a quienes se dirigía, como tampoco la de los capitalistas o de los hombres en el poder, tratados de advenedizos sin escrúpulos.

Por último, hay otro motivo que puede explicar la desaparición de El Artista, y es que sus colaboradores asiduos eran jóvenes desconocidos. En la revista no encontramos texto alguno de Mesonero, Estébanez Calderón, Larra, Rivas, Martínez de la Rosa o Bretón. Algunos de éstos eran amigos de Ochoa y Madrazo; ¿acaso dudaron en participar en una empresa que les inspiraba cierta desconfianza, a pesar de los elogios que se les dispensaba en las reseñas o biografías a ellos dedicadas? ¿O bien por el contrario se les mantuvo al margen por cierto espíritu de clan, según da a entender Cotarelo35?

En diversos grados (que la ausencia de documentos relativos a la tesorería y la administración de la revista no permite calibrar con precisión), hubo un gran número de factores que condujeron a la desaparición de El Artista. No todos son, ni mucho menos, de orden literario. Lo cual nos induce a pensar que la posteridad ha sobrestimado la importancia y el papel de este semanario dentro de la historia de las ideas. El lujo de su presentación material así como la calidad de su tipografía y de sus ilustraciones son indiscutibles, pero no deben hacernos olvidar que su difusión fue muy reducida, según confiesan sus propios fundadores. Por otra parte, por muy estimable que fuese el talento de Ochoa, Pastor Díaz, Bermúdez de Castro, Salas y Quiroga o García y Tassara, no estaba a la altura de las ambiciones expresadas en los artículos teóricos de la revista. Sólo dos de los colaboradores de El Artista dejarán un nombre célebre en la poesía española: Espronceda y Zorrilla. Dotado de una gran facilidad, este último irá explotando sistemáticamente todos los recursos que ofrecía el romanticismo histórico primitivo, y popularizará la imagen del eterno trovador tradicionalista, respetuoso de la moral y del orden, aunque no tanto de la lengua y del verso castellano. Zorrilla ha sido el versificador y Espronceda, el poeta. Poeta, lo fue de verdad, porque comprendió, hacia 1835, que el romanticismo ya no podía ser sólo una estética (un vocabulario y un repertorio de imágenes o de temas nuevos) que permitiera expresar más libremente sentimientos y pasiones o recurrir a los valores consagrados de una remota tradición, sino que debía ser una ética de las relaciones sociales, políticas y económicas aplicable a una España en plena transformación.





 
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