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«El golfo de las Sirenas» de Calderón: égloga y mojiganga

Teresa Ferrer Valls





El golfo de las Sirenas es considerada hoy por la crítica como una obra perteneciente a un género, el de la zarzuela, que tomó su nombre del lugar en donde se celebraban algunas de las fiestas reales: el palacio de la Zarzuela, en el Pardo, sitio de caza y esparcimiento de la familia real1. Sin embargo en 1657, cuando se representa esta obra de Calderón, el término no tenía todavía el significado de pieza dramática en la que se combina canto y declamación, significado que adquiriría en los años siguientes. Así, en los libros de cuentas contemporáneos al estreno y en las ediciones de 1672 y 1674 (Cuarta parte de las comedias de Calderón), se alude a ella como la «fiesta de la Zarzuela», tan sólo por el lugar en el que se estrenó, y al que en la obra se alude en varios momentos. De hecho Calderón no dio a su obra el nombre de «Zarzuela», sino el de «égloga piscatoria», quizá recordando otro experimento teatral, esta vez de Lope de Vega, que en La selva sin amor, representada en 1627 ante Felipe IV, ya había tratado de adaptar el espectáculo musical italiano a la escena española, y había denominado a su obra «égloga». M. G. Profeti ha llamado justamente la atención sobre esta pieza de Lope que, en sus propias palabras, «constituye un fruto excepcional, un fruto único [...] ya que los sucesivos textos calderonianos serán un intento de adaptar el módulo italiano a las costumbres peninsulares; frente al resultado de esta adaptación, es decir la zarzuela calderoniana, La selva nos transmite un documento escalofriante de lo que hubiera podido ser la ópera española»2. Aunque la obra de Lope, a diferencia de la de Calderón, fuese enteramente cantada, ambos autores denominaron a sus experimentaciones dramáticas «églogas», y concibieron un texto breve, no dividido en actos. Cosme Lotti se encargó de la escenografía de La selva sin amor y Baccio del Bianco de la de El golfo de las sirenas y, en ambos casos, se utilizaron también decorados de ambientación marítima.

Aunque no se ha conservado la música que acompañó al texto de El golfo de las Sirenas ni tenemos detalles descriptivos de la escenografía utilizada en el estreno de la obra, sabemos por el testimonio de Barrionuevo, en sus Avisos, que el gasto ocasionado por el festejo ascendió a 16000 ducados y que la representación tuvo lugar después de un gran banquete al que asistieron, siempre según cuenta el mismo cronista, 3000 o 4000 personas3. Hay que tener en cuenta que en este tipo de festejos, que tienen un carácter excepcional, la representación podía ser una parte de un conjunto más amplio, el de la fiesta, en la que se podían integrar otros elementos, como aquí el banquete, e incluso otros espectáculos y diversiones como danzas, o juegos ecuestres. Por otro lado, aunque el número de invitados a la fiesta mencionados por Barrionuevo parece exagerado, no hay que olvidar el carácter fundamentalmente exhibicionista, el deseo de ostentación que es inherente a este tipo de fiestas, en que la monarquía y el rey se muestran ante la propia corte, pero también ante diplomáticos, embajadores, invitados de naciones extranjeras..., ante cuyos ojos la fiesta adquiere la función, más allá del puro divertimento, de una operación de prestigio, que busca la resonancia del acontecimiento, y que puede verse reflejada en las cartas transmitidas por embajadores y particulares de otras naciones o en las relaciones de los cronistas4.

Por esta fiesta Calderón recibió del marqués de Heliche 200 ducados5, y sus decorados fueron el último trabajo de Baccio del Bianco, que moriría este mismo año (y que se había iniciado como escenógrafo en la corte con la representación en 1651 de Fieras afemina amor6. La obra la representaron el 17 de enero conjuntamente las compañías de Pedro de la Rosa y Diego Osorio, que dejaron de actuar en el Corral de la Cruz y del Príncipe por este motivo, tanto este día como el anterior, que dedicaron al ensayo de la representación. Hay constancia de una representación el 12 de febrero, lunes de Carnaval, ante el Rey, de una «fiesta de la zarzuela», generalmente identificada con una nueva representación de El golfo de las Sirenas, ejecutada también por ambas compañías, pero esta vez en el Retiro7. Y todavía consta una nueva representación, ya muerto Calderón, en la Real Casa de Campo, el 6 de agosto de 1684, aunque probablemente con algunas modificaciones, pues en el documento se indica que se incluyeron sainetes y fin de fiesta «todo nuevo»8. En la representación de 1657 participó el famoso Cosme Pérez, apodado «Juan Rana», que tuvo un papel principal como encarnación del gracioso Alfeo.

El golfo de las Sirenas forma parte, pues, del grupo de piezas de Calderón, inspiradas en la mitología, y de gran aparato, sobre las que durante muchos años pesó el juicio negativo de una autoridad como la de Menéndez y Pelayo, que las juzgaba obras de escaso valor, obras para recreo y solaz de los reyes y de su corte, puro espectáculo visual, sin gran valor literario y sometido, además, a las exigencias áulicas propias de un género de encargo9. Hay que señalar la importancia que en el replanteamiento de este modo de comprender el género supuso el artículo de W. G. Chapman10, de 1954, en que señalaba el valor de la alegoría y la moralidad como claves para comprender las comedias mitológicas y sus propósitos, propósitos que en la intención de Calderón -según destacaba Chapman- eran fundamentalmente serios, a pesar de que una parte del público que asistía a este tipo de representación pudiese disfrutar más con el espectáculo que halagaba los sentidos que con la reflexión que se le proponía a partir del mito, y que le señalaba el camino del sentido oculto, de la «filosofía secreta» agazapada tras él, por utilizar la expresión del título del famoso tratado de J. Pérez de Moya, publicado por primera vez en 1585 y que, junto con el Teatro de los dioses de la gentilidad de Baltasar de Vitoria (1620), tanto influiría en la recepción moralizada de la mitología clásica por parte de Calderón y de sus contemporáneos11. El teatro cortesano barroco vendría a constituir, así, en palabras de S. Neumeister, una suerte de interpretación emblemática del mundo12. En la línea de búsqueda de la relación con la realidad histórica del momento, o con las circunstancias políticas de la monarquía y también con las personales del monarca, o con las propias obsesiones y preocupaciones morales del autor, expresadas aquí al igual que en obras de otros géneros, han abierto nuevos caminos en la interpretación del teatro cortesano de Calderón, aunque no siempre desde idénticas posiciones, trabajos como los de Charles V. Aubrun13, Sebastian Neumeister14, o más recientemente Frederick A. De Armas15, Margaret Rich Greer16, Susana Hernández-Araico17 o Luciana Gentilli18, entre otros, mientras se seguía avanzando en el estudio de los aspectos espectaculares de su teatro, de la escenografía, de la música, o de su relación con otras artes como la pintura19.

S. Neumeister, a la hora de estudiar Fieras afemina amor, ya reclamaba la necesidad en 1973 (y después en su estudio de 1978, ahora felizmente traducido20) de estudiar la fiesta mitológica en su contexto como medio para alcanzar una mejor comprensión de su función histórica, teniendo en cuenta el conjunto de la fiesta, esto es las loas y textos breves que podían acompañar a la comedia mitológica, y que parte de ellas conserva. El golfo de las sirenas se benefició en este sentido de la revalorización del teatro mitológico de Calderón, que trajo consigo, sobre todo a partir de la década de los ochenta, ediciones muy cuidadas de algunas de estas piezas, como la ofrecida por Sandra L. Nielsen en 1989 de El golfo de las Sirenas21, en que incluía la Loa y la Mojiganga, y que venía a responder a la crítica manifestada por algunos investigadores, como el propio Neumeister o Thomas O'Connor22, en contra de la conocida edición de las Obras de Calderón realizada por Valbuena Briones para la editorial Aguilar, que ofrecía el texto dramático despojado de estas piezas complementarias. Hay que advertir que en el caso de las piezas cortesanas, a pesar de la decisión de Valbuena, fundada en que «no guardan relación directa con el mito de la pieza»23, los textos complementarios pueden estar bastante vinculados al resto de la representación, como es el caso de los que nos ocupan, y su ausencia desvirtúa el sentido global del espectáculo, su propósito serio y a la vez cómico, e incluso paródico, aspecto que queda eclipsado con la eliminación de las piezas breves.

Para El golfo de las Sirenas Calderón eligió como tema dos episodios de la travesía de Ulises y sus hombres por el estrecho de Mesina, tras haberse librado de los encantos de Circe: el de su enfrentamiento con Escila y Caribdis, y el de su huida de las Sirenas. La interpretación cristianizada del mito de Circe como alegoría del triunfo de la virtud sobre la sensualidad, fue ya utilizada por Calderón en la comedia mitológica El mayor encanto, amor, y en el auto sacramental Los encantos de la culpa24. La lectura moralizada de la mitología facilitaba su utilización, tanto en los dramas cortesanos, como en los autos. Pero ya Chapman advertía, al referirse a las dos obras que acabo de citar, de los peligros de interpretar los dramas mitológicos como autos:

«El auto es "sacramental", y la interpretación de la fábula se hace en términos teológicos. Es ésta una diferencia esencial con la comedia [...]. La alegoría fundamental es, sin embargo, la misma, pues en la comedia (en donde el conflicto no está planteado entre las abstracciones teológicas, sino en los estados morales -la pasión y el deber, la razón y el instinto-) Ulises es asimismo el símbolo del Hombre, y Circe, de la Lujuria [...] La comedia se halla concebida en términos humanos; el auto en divinos; pero el paralelismo es obvio y muestra cómo la seriedad del propósito dramático de Calderón no quedaba confinada única y exclusivamente a los autos [...]»25.



Aunque es evidente, pues, que Calderón escribe desde su condición de católico, en los autos el objetivo de exaltación religiosa es más notorio, y además se aúna al propósito eucarístico, mientras en los dramas cortesanos se busca la aplicación de la lectura moral en un sentido más humano26.

La interpretación habitual de los viajes de Ulises, consagrada en manuales como el de Pérez de Moya (Libro IV, cap. XLV), relacionaba la experiencia del héroe con la experiencia del hombre sobre la tierra:

«Por esta fábula quisieron los antiguos declarar toda la vida del hombre, assí hazañas, como govierno y costumbres, para informarnos a que tengamos sufrimiento en los encuentros de fortuna, y no demos oídos a los halagos de los vicios. Por Ulises se entiende un hombre sabio y prudente, que passa por las tempestades del mar deste mundo con sufrimiento, sin temor [...] Passar Ulysses por Scilla, y Circes, y Sirenas sin daño alguno denota que la sabiduría, entendida por Ulysses, menosprecia la luxuria»27.



Ulises representa así al hombre sabio y prudente que sabe enfrentarse a los halagos de los vicios. En la obra de Calderón, Escila y Caribdis no tienen el aspecto de los monstruos marinos descritos en Homero y otras fuentes, sino el de dos bellas damas que tratan de seducir a Ulises, una por su belleza y la otra por su voz, haciendo sucumbir al héroe a través del sentido de la vista y el del oído. Resuenan aquí también temas, como el del hado y el libre albedrío, característicos del teatro calderoniano

ESCILA
Veamos qual de las dos vuelve
con mayores triunfos de essa
gente, que a merced del hado,
quando los demás se anegan,
náufraga viene arribando
a la orilla.


Caribdis acepta el reto de Escila, pero con una condición:

Que ninguna pueda
dezirles de la otra el nombre,
dexando la competencia
a lo libre del arbitrio28.


El héroe descubre a tiempo, gracias a las advertencias de la villana Celfa, la identidad monstruosa que se oculta bajo la aparente belleza de las damas y huye, siendo atacado en la huida por Escila, que trata de ocasionar el naufragio del navío arrojando rocas, y por las Sirenas, enviadas por Caribdis para atraerlo con sus cantos. Calderón aquí concreta en la atracción amorosa, ocasionada por la pasión que seduce a través de los sentidos, el peligro que acecha al hombre. En sus manos Escila y Caribdis se convierten en otra cara de la lujuria, como las sirenas, y cumplen idéntica función. Toda una tradición interpretativa relacionaba a las Sirenas con el poder de atracción de la mujer.

Así, Alciato (Emblemas, 1549) ya había incluido en uno de sus emblemas la imagen del navío, con Ulises atado al mástil y las Sirenas con sus instrumentos musicales tratando de atraerlo, explicando en la subscriptio:


Atrae la muger, y en accidente
muy triste acava, como en negro pece,
que monstros haze aquel inconveniente.
El cantar, el mirar nos adormece [...]
Ulises pasa por su niñería
y burla de ellas como hombre entendido
a quien no ha de mover la burlería,
que solo aplace al exterior sentido29.



Diego López, a la hora de glosar este emblema en su Declaración magistral de los emblemas de Alciato (1615), cargaría las tintas sobre este aspecto, identificando a las Sirenas como rameras:

«Pues Ulises con su sabiduría pasará por las Sirenas, porque el hombre prudente, y sabio significado por Ulises no tiene que ver con las rameras, como aquí dize Alciato. Por Ulises, que atapadas las orejas escapa de las Sirenas, y no haze caso de su música, y dulce armonía, son significados aquellos, que atapando los oídos a los gustos, entretenimientos, vicios y deleites del mundo los menosprecian, y tienen en poco, y siguiendo la virtud escapan dellos30».



Juan de Horozco y Covarrubias o Sebastián de Covarrubias Horozco, en sus respectivos Emblemas morales (1589 y 1610), insisten en la interpretación del episodio como advertencia al prudente para que huya de la lujuria, encarnada en la mujer. Así, Sebastián de Covarrubias aconseja: «En muchos y diversos lugares nos advierte el Espíritu santo, en la sagrada escritura, huyamos de la ramera. La qual yo pongo en esta emblema con figura de sirena, que con halagos, blanduras, y suave canto atrae a sí los hombres, y al fin sacándolos de juizio y sentido, los mata»31. Otro de los emblemas de Alciato ofrece asimismo a Escila como figura de la desvergüenza, y en el comentario de Diego López se la presenta como una ramera: «La qual [Scilla] se pone por la desvergüença en esta Emblema, porque la ramera significada por Scilla, es avarienta, atrevida, y hurta a los hombres lo que tienen, y aun a muchos lo que no tienen, ni es suyo»32. Toda una tradición emblemática y moral vinculaba el pasaje de Ulises por el golfo de Mesina a los peligros de la carne.

M. Rich Greer, Luciana Gentilli o Marcella Trambaioli33 han insistido, sin descartar otros acercamientos, en la importancia, a la hora de interpretar el teatro cortesano de Calderón, de considerarlo también en cuanto medio de interlocución entre el poeta y el monarca, dentro de una concepción de la pieza dramática cortesana como instrumento de educación del príncipe, en la línea de ideas como las expuestas por autores como Saavedra Fajardo en su Idea de un príncipe político-cristiano (1640). En esta línea sería inevitable leer, más allá de una advertencia al género humano sobre los peligros que le acechan, una advertencia personal al monarca, cuya afición por las mujeres es bien conocida, así como los tormentos, temores y sentimiento de culpa que esto le ocasionaba, y que se reflejan de manera sincera en su correspondencia con la monja María de Jesús de Agreda. Justo un año antes de la representación de El golfo de las Sirenas, en enero de 1656, María de Jesús se lamentaba, en carta a don Francisco de Borja -personaje que la informaba regularmente sobre los asuntos de la corte, incluidos los galanteos del rey-, de que el monarca hubiese vuelto a sus «mocedades antiguas», en referencia a los rumores sobre la existencia de una nueva amante del monarca34. El sufrimiento del monarca, que veía en su debilidad la causa de los desastres que aquejaban a la monarquía o relacionaba sus problemas de descendencia legítima con sus pecados, no se hubiera visto ciertamente aminorado por sentencias como las de Saavedra Fajardo, que probablemente Calderón hubiera suscrito: «[...] la mayor enfermedad de la república es la incontinencia y lascivia. Delias nacen las sediciones, las mudanzas de los reinos y las ruinas de los príncipes, porque toca la honra de muchos y las castiga Dios severamente»35. En El golfo de las Sirenas es el propio Ulises, en referencia a su aventura con Circe, el que esboza la idea de que la corrupción del príncipe transciende el ámbito de lo privado para proyectarse sobre el ámbito de lo público, al reconocer el peligro que encierra que «se presuma», o «entienda», es decir, que se haga público, «que en la encantada prisión /de una hermosura discreta / Ulises envilecía / el antiguo honor de Grecia»36.

Si el teatro cortesano calderoniano puede ser entendido también como un instrumento ético para aconsejar al príncipe, no resulta extraño el papel relevante que en el desarrollo de la acción seria cumplen en El golfo de las Sirenas los criados de Ulises, Anteo y Dante, verdaderos consejeros de su señor y, en cierto modo, cada uno de ellos, alter ego del poeta, investido también él de consejero leal. A diferencia de lo que ocurre en el relato de Homero, Ulises no tiene todo el protagonismo a la hora de tomar decisiones. Son sus consejeros quienes recomiendan la huida de Escila y Caribdis como remedio a la tentación de Ulises, y son ellos también quienes, una vez embarcados, aconsejan al héroe dejar la nave a la deriva, con la esperanza de arribar a otra playa mientras, siguiendo las instrucciones de Ulises, permanecen con los oídos y los ojos cubiertos para huir del encanto de las Sirenas37. Ulises, a pesar de sus buenas intenciones, se muestra incapaz para vencer sus sentidos. Por eso cuando Dante le interpele («¿No dizes que los sentidos / tú solo sabes vencer»), Ulises reconocerá: «¡Ay, que es fácil de dezir, / pero no fácil de hazer!». Su prudencia reside, no tanto en saber vencer al primer embate los sentidos, sino en reconocer su debilidad ante sus criados, al solicitar su ayuda («¿Qué he de hazer?»), y en darles licencia -y en esto Calderón sí sigue el relato homérico-, para actuar cuando sea necesario:

si me viéredes bolver
el rostro, que los oídos,
y los ojos me vendéis,
atado al árbol; y aun todo
no basta si oigo otra vez38.


Sin embargo, como ya Nielsen observó, Calderón ofrece un cambio respecto a la versión homérica, en la que Ulises es atado a un mástil y sus oídos, al contrario de los del resto de sus compañeros, permanecen descubiertos y atentos al canto de las Sirenas39. Calderón pudo inspirarse en algún emblema, como el de Alciato, comentado por Diego López y mencionado arriba, en que también se presentaba a Ulises atado al mástil y con los oídos tapados. Pero el héroe de Calderón reconoce la necesidad de cubrir no sólo sus oídos, sino también sus ojos para vencer la tentación. Y llegado el momento, cuando Ulises sienta la tentación de dejarse vencer por los cantos de las Sirenas, serán sus criados Dante y Anteo quienes, sirviéndose de la licencia previamente concedida, le cubran ojos y oídos:

ANTEO
¿Harás que la licencia
que nos diste usemos hasta
passar el golfo?
ULISES
¿Qué fue?
DANTE
Que al árbol atado vayas,
vendados ojos, y oídos.
ULISES
¿A qué loco no le atan?


Calderón parece apuntar una lección moral, ciertamente interesada, si se entiende la pieza como un intento tácito de apelación al monarca: la prudencia del héroe, o del príncipe, cuando es débil y humano, «loco» e incapaz de vencer por sí solo las tentaciones que se ofrecen a sus sentidos, reside en saberse rodear de buenos consejeros que le ayuden a mantenerse firme en sus decisiones, a poner en práctica sus buenos propósitos, dándoles licencia para actuar o aconsejarle, aun cuando eso pueda suponer, como en el caso de Ulises, atentar contra su gusto.

Pero El golfo de las sirenas no sólo traslada un mensaje ético, sino que nos lleva de la mano de la fiesta al terreno de lo cómico y a un tipo de discurso autoirónico. Algunos aspectos de la fiesta global hay que comprenderlos en el marco de los festejos que generaba en la Corte la celebración del Carnaval, con comedias de carácter burlesco, o que integraban elementos burlescos a través de las piezas breves que las complementaban. Aunque el estreno de la fiesta tuvo lugar unos días antes del comienzo oficial del Carnaval, la pieza aparece contaminada del espíritu de estos festejos, en cuyo marco, no hay que olvidarlo, se repondría unos días más tarde. La acción dramática seria tiene su contrapeso en la figura del gracioso Alfeo y, en menor grado, de la villana Celfa. Pero la comicidad penetra también la Loa, convirtiéndola en una suerte de loa entremesada, y alcanza sus máximas cotas en la mojiganga o fin de fiesta con la que se cierra la representación. En este caso las piezas complementarias no son autónomas, pues están indisolublemente vinculadas a la acción principal de la que son una especie de contrafacta antiheroica, de parodia40. El personaje del gracioso Alfeo funciona como nexo de unión entre las tres partes.

La Loa cumple su función áulica y circunstancia la representación41. Así, contiene las consabidas alusiones a la familia real, a quien, también según los tópicos del género cortesano, se eleva a la categoría de divinidades mitológicas: el palacio de la Zarzuela se convierte así en «breve Alcázar de los Dioses», asentado sobre un «pardo peñasco» que da nombre al lugar. La villana Astrea describe la alegre comitiva de damas que ha visto llegar al palacio en sus «festivas carrozas», como ninfas que rodean a las deidades a quienes acompañan, y a cuyos nombres se alude mediante juegos de palabras, estableciendo conexiones cifradas bastante evidentes en referencia a la reina Mariana de Austria, y a las princesas María Teresa y Margarita. También se alude a la presencia de Felipe IV, a quien el pescador Sileno dice haber visto en los bosques del Pardo practicando la caza. La alusión al monarca también se hace de manera cifrada y tópica, es el sol, Apolo, Cuarto Planeta. Las villanas y pescadores, finalizan la Loa cantando, acompañados por los coros, la llegada del Alba (la reina), del Sol (el rey), de las ninfas del Alba (las damas de la reina) y las estrellas del Sol (los caballeros que acompañan al rey), cuyos «rayos» ahora «se ven más de cerca», en alusión a la entrada y presencia del monarca en la sala. La entrada de las personas reales en el recinto teatral constituía, debido a las normas de la etiqueta, todo un espectáculo en sí mismo, que hacía que los ojos de los espectadores fijasen su atención sobre el rey y su familia, convirtiéndolos en parte del espectáculo.

Pero, aparte la función áulica, que evidencia, la loa despliega ya toda una estrategia paródica respecto a las convenciones del género cortesano, gracias al efecto distanciador y desmitificador que producen las intervenciones del gracioso42. El villano gracioso está encargado de divertir al público, en parte gracias a una serie de atributos muy codificados por la tradición teatral: su habla conserva todavía ciertos rasgos del dialecto cómico que se consolidó como caracterizador de habla rústica en los lejanos tiempos de Juan del Encina. Es ignorante hasta el punto que, como en las viejas piezas pastoriles, otros personajes lo equiparan a un animal (su mujer, Celfa, lo llama «bestia»43). Pero al mismo tiempo puede ser ingenioso cuando conviene a sus intereses. La tradición teatral también había convertido en proverbial su cobardía: Alfeo se niega a unirse a los coros que cantan las alabanzas de las deidades de la Casa de Austria, por miedo a que las deidades de la ficción, Escila y Caribdis, se vuelvan airadas contra él, y se resiste echándose al suelo, de donde se apresurará a levantarse cuando escuche atemorizado el ruido del terremoto, que preludia el naufragio de Ulises y viene a poner fin a la Loa. La gestualidad cómica, las exageraciones, la falta de decoro corporal, son elementos que acompañan al personaje. Pero al mismo tiempo su presencia y actitud subrayan la naturaleza ficticia de la representación. Con sus comentarios se convierte en pieza de engarce entre la realidad y la ficción, subrayando el carácter embellecedor que tiene la ficción respecto a la realidad, y cuestionándolo. Alfeo se muestra desde el principio de la Loa enojado «con todos quantos Poetas / dizen que ríe la Aurora / y si llora, llora perlas...», o con los que pretenden que el mar es de «plata», los arroyos de «cristal», o los árboles de «esmeralda». Alfeo increpa a los poetas:

enamorada caterva,
que reazia en el buen tiempo,
nunca del malo te acuerdas,
sal al campo si eres hombre,
con todas tus copras llenas
de rosicleres, y albores,
verás si mientes, cubierta
de ceños, hallando al Alva,
al Sol de tupidas nieblas.
Las aues mudas, y tristes,
las flores mustias, y yertas,
y al mar enojado, tanto
que hidrópica su sobervia
se quiere beber los montes [...]44.


Los elementos, el Aire, el Agua, el Fuego y la Tierra, vienen a confirmar con su canto las palabras de Alfeo, conectando con el tiempo real, estacional, en que sucede la representación, el del mes de Enero, al que invocan como causa de que la Naturaleza muestre una cara diferente a la descrita por los Poetas:

Que porque el Enero con ellos embiste,
las flores se pasman, los rayos tiritan,
las ondas se quexan, los pájaros gimen45.


Sin embargo, cuando inmediatamente aparezca la villana Astrea anunciando la llegada de las deidades extranjeras, es decir, la familia real y su séquito, apelará a la transformación de la Naturaleza que con su presencia se produce, con todos los tópicos de los que momentos antes Alfeo se ha burlado. Enero se convertirá en Primavera, el aire transformará sus gemidos en ecos suaves, el agua transformará la oscuridad, el «embozo» de su superficie, en «espejos de plata», y todos los Coros unánimemente vendrán a confirmar con su canto:

Que a la vista de tales Deidades felizes,
los pájaros cantan, las luces se alegran,
las flores renacen, las ondas se ríen46.


En la Loa subyace un gesto autoirónico de Calderón hacia su propia actividad como poeta áulico, y una mueca de burla hacia las pautas a las que obligaba el género. Si en la representación cortesana las Loas concentran las alabanzas alusivas al público, la Loa del Golfo de las sirenas es al mismo tiempo una Loa áulica, y una parodia de sí misma y de todas las piezas de su especie.

Y otro tanto ocurre con la mojiganga. La mojiganga, como otros géneros breves de origen popular, estuvo vinculada primitivamente a festividades de Carnaval y a una estructura de desfile o comitiva ridícula de danzantes. En su adaptación a la corte sufre un desarrollo dramático convirtiéndose en una especie de réplica cómica a la acción seria. Catalina Buezo, en su estudio monográfico sobre la mojiganga teatral, la ha definido como «un texto breve en verso, de carácter cómico burlesco y musical para fin de fiesta, con predominio de la confusión y el disparate deliberados explicables por su raigambre esencialmente carnavalesca»47. El ámbito de representación de la mojiganga dramática es de tipo palaciego. El esquema de desfile de personajes disfrazados entronca con las mojigangas más primitivas y con las mascaradas callejeras. En particular los desfiles de personajes disfrazados de animales parecen haber sido muy del gusto cortesano48. La mojiganga de El golfo de las Sirenas incluye un desfile de animales que van transformándose ante los ojos del público en personas de carne y hueso, liberados de encantamientos. En boca de Alfeo se evoca lo grotesco de los personajes de los cuadros del Bosco como referente: «Ya lo miro y ya reconozco, / que hazéis el bosque quadro del Bosco»49. Ya en 1617, en el contexto de unas fiestas cortesanas tan elaboradas como las que tuvieron lugar en la villa de Lerma, y que precedieron a la caída política del valido de Felipe III, se había representado una Máscara de los Fantasmas de la Noche consistente en una danza-desfile de figuras y animales monstruosos, y otras máscaras que incluían animales «naturales e imitados», también comparadas en aquella ocasión por el cronista con las figuras imaginadas por el Bosco50. La deformación grotesca, en este caso a través de un vestuario extravagante, enlaza así, en la representación de El golfo de las sirenas, con el ambiente carnavalesco de la fiesta.

Los comentarios graciosos de Alfeo producen fisuras en la ficción que conducen hacia la realidad de la representación, provocando un efecto cómico de distanciamiento respecto a la acción seria, como ya analizó S. Nielsen51. Así se refiere a Escila y Caribdis como dos «deidades de la legua», en alusión a las actrices que las representan o, al ser arrojado desde la nave de Ulises al mar, alude a su propia condición de actor y al apodo por el que se hizo famoso: «Aunque so un Juan Rana / miren que no se nadar»52.

La propia mojiganga se sustenta en la parodia de los espectáculos y comedias cortesanos de inspiración caballeresca. En ella Juan Rana/Alfeo, tras haber sido vomitado por un pez, de cuyo interior surge vestido de salvaje marino, esto es, cubierto, no de largo y espeso vello, sino de escamas, se verá empujado sin quererlo a desencantar a su esposa, la villana Celfa, encerrada en una torre por Escila, y a enfrentarse a un salvaje. Los miedos de Alfeo y las chistosas situaciones que conducen, sin que el propio interesado se lo proponga, al desencantamiento, y lo convierten, a pesar suyo, en un héroe, nutren la trama paródica de la mojiganga. De la parodia no escapan, como ya en su día observó N. D. Shergold53, los efectos de tramoya, característicos del espectáculo cortesano y Juan Rana es elevado, no en una sofisticada nube de maquinaria escénica, sino en una simple canasta prendida de una cuerda, que se va enredando, provocando el espanto cómico del personaje, que acaba dando con sus huesos en el tablado.

La pieza completa, con sus tres partes, ofrece una propuesta de género y contragénero, de pieza cortesana seria y con mensaje moral, según es costumbre en Calderón, y piezas cómicas breves desde las que se parodian las convenciones del género, y encuentra su justificación, en buena medida, en el marco de las fiestas cortesanas de Carnaval. La parodia tiene que ver, sin embargo, con las fórmulas más externas y convencionales del teatro cortesano, con el tono áulico que se ve obligado a adoptar el poeta cortesano o con el uso de la tramoya escénica que exige toda fiesta palaciega, pero no con el contenido ético que Calderón propone. Al final de la Loa el gracioso, al escuchar los lamentos de los náufragos y el canto áulico de los villanos, ya anticipa ante el público ese carácter híbrido que tiene el conjunto de la representación:


Bien muestran lamento, y canto,
que de alegría y tristeza
este siempre voraz monstruo
de los siglos se alimenta,
¿mas quién me mete en moral
siendo almendro?54



La referencia al moral y al almendro, árbol este último con el que se identifica el gracioso, apunta hacia los dos objetivos de la fiesta, el moral y el cómico, el permanente y el fugaz, encarnados en dos imágenes de tradición emblemática, la del Moral, o morera, símbolo de la prudencia, porque florece tardíamente, sin exponerse por ello a que las heladas puedan malograr su fruto, y la del Almendro, símbolo de la alegría, porque su floración es precoz y anuncia la primavera, pero también de la imprudencia y de la falta de reflexión, de la «locura» que le hace exponerse a que las heladas echen a perder sus frutos, como expone Sebastián de Covarrubias Horozco en uno de sus Emblemas morales:


El moral como bobo55 es perezoso,
opuesto al antuviado almendro, y echa
quando ha pasado el tiempo riguroso,
y su fruto se goza y aprovecha.
El ingenio precoz y fervoroso,
tras grande muestra, danos ruin cosecha,
el tardo, y manso, vase poco a poco,
Este es moral, y el otro almendro loco.



Calderón ha construido su fiesta con la madera del «moral» y del «almendro loco», pero con el puntero de la emblemática señala una vez más hacia el sentido oculto, hacia la interpretación ética, hacia el fruto permanente, que subyace en su particular modo de entender el teatro cortesano.





 
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