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Puede hablarse de su madurez a partir de las innovaciones de Griffith, a mitad de la segunda década del siglo, que garantizaron su independencia como medio artístico frente al teatro; sólo a partir de entonces comienza a atraer la atención de los intelectuales y de los públicos cultos que hasta entonces lo habían considerado un espectáculo popular.

 

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A ello habría que añadir la utilización de proyecciones cinematográficas que comienzan a incorporar algunos directores de escena a la representación como complemento de ésta en un intento de romper las limitaciones del decorado naturalista.

 

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El proceso se produce también en otros países europeos, aunque no con tanta intensidad, pues el divorcio entre los intelectuales y la escena no alcanzaba el grado que tuvo en España. Sobre los aspectos de esta polémica en Francia puede consultarse el documentado estudio de KIEHL, 1953.

 

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Vid. Torrijos: 1989 y Heinik & Dickson: 1990.

 

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«Hay muchos personajes en escena, cuantos más veamos más divertidos estaremos. La mayoría son viejos extraños que no hablan. Bailan solamente, unos con otros, o quizá, con alegres muchachas que no sabemos de donde han salido ni nos debe importar demasiado. Entre ellos hay un viejo lobo de mar vestido de marinero... Hay un indio con turbante, o hay un árabe. En fin, un coro absurdo y extraordinario que ambientarña unos minutos la escena, ya que a los pocos minutos de levantarse el telón, irán desapareciendo por la puerta de la izquierda» (p. 67 de la edición de Cátedra, Madrid, 1979).

 

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«El incorporar la fantasía y la inverosimilitud a la escena era el blanco al que, desde mis primeros ensayos, dirigí las flechas, haciendo diana unas veces, clavándolas en un anillo exterior otras y perdiéndolas en el vacío cuando fallaron los nervios o el pulso [...] Y en todas las comedias que he producido hasta el presente, incluso en aquellas no susceptibles de incluirse en el grupo de las «sin corazón», se encuentra la fantasía -la imaginación, la inverosimilitud- presidiendo el tema, la acción, los tipos y el diálogo, conducta, fin y objeto que pienso guardar asimismo fielmente en el futuro. Pues ¿valdría la pena sentarse ante una mesa, dispuesto a producir una fábula teatral sin haber contado previamente con edificarla elevándola hacia lo fantástico? [...] Lo inverosímil es el sueño. Lo vulgar es el ronquido. La Humanidad ronca. Pero el artista está en la obligación de hacerla soñar. O no es artista». (Pról. a Los habitantes de la casa deshabitada, en OO.CC., II, Barcelona, AHR, 1970, 6º ed., pp. 501-502). Vid. al respecto Mariano DE PACO: 1993 y Mª José CONDE GUERRI: 1993.

 

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Incluso algún autor de los más representativos del naturalismo escénico como es Benavente intenta en alguna ocasión romper con el estatismo del decorado tradicional multiplicando los cuadros gracias a la contribución de los efectos luminosos. Recuérdese su obra Vidas cruzadas (1929), subtitulada significativamente como «cinedrama».

 

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Resulta interesante la propuesta del profesor Gregorio Torres Nebrera de interpretar los dos actos siguientes de dicha obra como la película a cuya proyección asisten los personajes que llenan la sala de cine donde se desarrolla el prólogo (TORRES NEBRERA: 1993).

 

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Véase como ejemplo este parlamento pronunciado por el personaje de Pepe en Margarita y los hombres, la comedia de Neville estrenada en 1934: «Nueva York emana una poesía delicadísima, que brota entre el cemento, el hierro y el estrépito del tren elevado. Ninguna ciudad duerme tan profundamente como los domingos Nueva York. Todo queda desierto, y las obras quietas, esos cimientos sobre los que se levantan luego los rascacielos, esos tremendos agujeros, como muelas careadas que en ese día están mudas, como si ya hubieran encontrado los hombres el brillante que buscaban y se hubieran marchado a vendérselo a la corona de Inglaterra». Cito por la edición publicada en el volumen Teatro, Madrid, Biblioteca Nueva, 1955, p. 111.

 

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Véase un significativo fragmento de la conversación que mantienen dos personajes al comienzo de Francisca Alegre y Olé, de Tono:

DOÑA PAULA.- [...] Oiga, ¿es ya la una?

MAYORDOMO.- (Consultando el reloj.) Las doce y media menos veinte.

DOÑA PAULA.- ¡Qué hora tan rara! Pero no me extraña que sea esa hora, porque hoy es un día de aúpa... Y es que esto de casar hijas no es cosa que se haga todos los días; sobre todo cuando no se tiene más que una... ¿Usted, cuántas hijas tiene?

MAYORDOMO.- Nunca las he contado, señora.

DOÑA PAULA.- Hace usted bien... Y, a propósito; todavía no sé quién es usted. (EL MAYORDOMO va a responder pero DOÑA PAULA le interrumpe.) No me lo diga, no me lo diga... Por supuesto, usted no es la nueva cocinera...

MAYORDOMO.- No. Creo que no soy la nueva cocinera.

DOÑA PAULA.- Claro que no. La nueva cocinera tiene más bigote que usted y más cara de tonta que usted...

MAYORDOMO.- Muchas gracias.

DOÑA PAULA.- ¿Sabe por qué se fue la que teníamos?... Porque decía que cuando hacía bien la mayonesa, nos la comíamos en la mesa, y que cuando la hacía mal para que no nos la comiéramos en la mesa, no se la podía comer ella... Además, usaba gafas de aumento y, claro, nos daba unas raciones pequeñísimas... Y, luego, de una desvergüenza... Figúrese que el día que la despedí me había puesto en la cuenta ciento veinte pesetas por un pollo.

MAYORDOMO.- Sería un adulto.

DOÑA PAULA.- Entonces yo le dije que me parecía una canallada matar a un animalito de tanto valor y fue ella y me echó una taza de caldo por el escote.

MAYORDOMO.- Bien hecho.

DOÑA PAULA.- ¿Cómo?

MAYORDOMO.- Digo que el caldo estaría bien hecho.

(Pp. 11-12; cito por la edición de Colección Teatro nº 25, Madrid, Ediciones Alfil, 1952).