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El ideal moderno

Manuel Ugarte





Cada época trae, en medio del remolino contradictorio de las tendencias, una aspiración, una finalidad especial que la caracteriza. Poco importa que se alcance o no a realizar ese ensueño, que acaso resultará después, mirado serenamente, un tanto utópico y hasta nocivo para la salud del conjunto. En su renovación ininterrumpida, la Humanidad transforma las moléculas intelectuales, y la verdad de ayer se transmuta en error, pesada la oportunidad que le dio la vida. Lo esencial no es el triunfo, sino la existencia del empuje optimista y creyente que arrebata los espíritus en un momento dado, haciendo florecer en el curso de la lucha verdades nuevas.

Así hemos visto sucederse en la historia de los ideales, no como concreciones eternas que se imponían en los siglos, sino como resplandores que iluminaban la ruta en un momento dado. La filosofía del siglo XVIII, el autoritarismo napoleónico, la mediocracia de Luis Felipe, el ímpetu revolucionario que caracterizó el comienzo de este siglo, fueron, en su hora, el eje de los entusiasmos y de las resistencias, dentro de la pugna ciudadana.

La guerra barrió después muchas construcciones ideológicas. Fue un terremoto dentro de la vida intelectual. Las regiones devastadas en el reino de las ideas son tan grandes quizá como en el reino material. Y lo que más sorprende, en medio de las perspectivas rotas y los principios en ruinas, es la ausencia de la luz nueva que debe inspirar el esfuerzo o animar la trepidación de la era en que estamos. Han pasado cinco años desde que enmudecieron los cartones y aún dura la desorientación que hace nacer en tantas almas la misma pregunta:

-¿Cuál será el ideal moderno?

Claro está que no nos referimos al que individualmente puede alimentar cada uno, de acuerdo con gustos, inducciones o supervivencias que operan aisladamente sobre la consciencia individual. Hablamos de una corriente poderosa y vasta que marque derroteros y empuje las voluntades hacia un fin. Cuanto más buscamos, más honda aparece la indecisión de los cerebros, inmovilizados por una expectativa nerviosa. Las dos violencias extremas nacidas en los campos de batalla, bolchevismo y fascismo, no representan en realidad más que gestos ocasionales, dentro de la lucha enconada entre fuerzas que por su misma exasperación están destinadas a evolucionar o a desaparecer.

Explorado el ambiente intelectual, la dirección más atendible parece ser la que M. Leon Deguit, decano de la Facultad de Burdeos, señala en su reciente libro Soberanía y Libertad; la que M. Paul Gaultier propicia en su estudio L'idéal moderno, del cual acaba de aparecer una nueva edición.

M. Gaultier, autor de La pensée contemporaine, La vraie éducation, Les leçons morales de la guerre y tantas obras que han tenido influencia segura sobre la mentalidad de nuestro tiempo, es uno de los pensadores más profundos y brillantes de la Francia actual. Algunos de sus libros alcanzan la más perfecta serenidad filosófica. Por eso es particularmente interesante su opinión sobre tas nuevas orientaciones.

El ideal de las épocas residirá, según él, en un deseo de conciliar las oposiciones. Vamos hacia el equilibrio entre las diversas tendencias. Al margen del axioma y de la afirmación decisiva, la aspiración más pura consistirá en armonizar preceptos, enlazando y reconciliando el alma de las ideas divergentes en nuevas fórmulas nacidas de un deseo de estabilidad y de elevación general. La autoridad tiene su virtud social, benéfica para todos, como la tienen también los principios democráticos. Si la disciplina y la igualdad parecen inconciliables, es porque vemos los hechos a través de los silogismos, en vez de deducir los silogismos de los hechos. El porvenir nos lleva, no al oportunismo, pero sí a la ecuanimidad.

En L'idéal moderno, M. Paul Gaultier indica, adelantándose a las horas que están viviendo algunas naciones europeas, una aspiración sana y fecunda, que puede servir de base para vastos movimientos. Y tan feliz circunstancia bastaría para dar excepcional valor a su obra, si ésta no abundase en consideraciones interesantes sobre el individualismo, la moral social, la injusticia del derecho moderno y otras facetas del gran problema único, que es la felicidad humana. Porque a través de los nombres, los sistemas y los partidos, éste es el anhelo supremo que las generaciones encaran con criterio diferente, según las épocas y la situación de cada uno, haciendo un problema temporal o individual de lo que, visto en forma colectiva y eterna, podría ser más fácil y propicio para todos. Ya lo decíamos en latín: «Consensus omnium».





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