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El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra


Francisco Navarro y Ledesma




ArribaAbajoDedicatoria

Al señor DON JOSÉ ORTEGA MUNILLA, amparador generoso de todo esfuerzo intelectual, su admirador y amigo muy obligado

F. NAVARRO Y LEDESMA.

Madrid, 19 de marzo de 1905.




ArribaAbajoDos palabras al lector

Lector, si eres cervantista de oficio o erudito de profesión, te aconsejo que no leas esta obra, donde nada o casi nada nuevo podrás aprender. Pero si te contentas con amar a Cervantes y a la patria llanamente y sin ismos comprometedores, yo te convido a que leas, porque, de seguro, los sucesos te interesarán, cuando no te guste la manera como, según mi humilde posibilidad, los he contado. El poema de la vida de Cervantes requería ser cantado por un gran poeta y no escrito por un pobre gacetero. Verdad y poesía pudieran llamarse estas narraciones si de la verdad descubierta por tantos pacientes y beneméritos investigadores como en estos últimos tiempos han estudiado la vida de Cervantes me hubiera sido asequible sacar la poesía que de los documentos brota y en los hechos resplandece; pero aun cuando no lo he conseguido, confío en que, sabiendo la verdad, contada con buena fe, tú la engalanarás con la poesía que tu amor a Cervantes te inspire, la cual por ser tuya, íntima, callada y falta de aliño literario, te será grata y satisfará tus anhelos.

Los testimonios en que se funda esta narración, donde nada hay fantástico ni siquiera improbable, a mi entender, han sido publicados no hace mucho por el insigne literato don Cristóbal Pérez Pastor y algunos muy curiosos por el meritísimo profesor don Julián Apraiz. Muchas de las noticias referentes a la estancia de Cervantes en Andalucía las debo a la bizarra liberalidad de mi querido amigo el ilustre poeta, crítico e historiador don Francisco Rodríguez Marín. Sirvan estos prestigiosos nombres para acreditar la verdad del libro y por muy feliz me tendré si, al contártela, acierto a avivar en tu ánimo el afecto que todo buen español debe sentir por el Ingenioso Hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra.

F. N. L.






ArribaAbajoCapítulo I

Patria. -Padres. -Nacimiento. -Bautizo


Sucedió, pues, que la ventura de los pobres, por otro nombre bendición divina, la cual consiste en tener hijos sin haber holgura para criarlos y mantenerlos, favoreció aquel año 1547, como ya lo había hecho en los anteriores de 43, 44 y 46, con un nuevo descendiente al honradísimo cirujano Rodrigo de Cervantes y a su mujer la cristiana señora doña Leonor de Cortinas, vecinos de la ilustre Alcalá de Henares, habitantes en la collación de Santa María.

El otoño era entrado, estación de calma y sosiego en toda parte y más en la llanura alcalaína, donde el sol radia suave, el aire es sereno, los abundantes pajarillos de la tierra trigal hacen la salva a los amaneceres, y a los anocheceres forman hermoso concierto en álamos y acacias, cuando no tras los apretados terrones. Los labradores alzan y binan los barbechos, cachan las rastrojeras, no dejando reposar aquel suelo fertilísimo; los hortelanos del Henares abren las tierras migosas, aparan atalaques y caceras para regar sus hortalizas. Cruzan las llanas y anchurosas calles de la ciudad los cantantes carros de la vendimia, chorreando alegría báquica de los mostosos cestos, al restallar del látigo que anima a las mulas, cuyos campanillos destemplan y escandalizan la gravedad académica de las calles. Desde la viña al lagar siguen, requebrando a las morenas vendimiadoras, nubes de estudiantes pardales del colegio mayor de San Ildefonso que fundó Cisneros. Van vestidos de buriel terroso aragonés, cuáles con espada, cuáles sin ella. Es domingo y la turba escolar se ha desparramado por la campiña riente; quién ha subido la cuesta de los Santos de la Humosa, quién ha corrido hasta Anchuelo o Ajalvir, donde se hospedan muchos pobres alumnos de Minerva a los que la pensión o congrua paternal no alcanza para vivir en la angostura y carestía de la villa universitaria. Los dialécticos, que estudian Filosofía de Aristóteles en el colegio de Santa Balbina, se han ido, naturalmente, de excursión peripatética hacia Camarma o hacia Meco. Los metafísicos del colegio de Santa Catalina se han alargado hasta el Jarama a probar la paciencia, como a un primerizo ontólogo conviene, echando la caña de pescar al barbo o a la trucha. Los del colegio mayor de la Madre de Dios, tomistas o escotistas, han depuesto sus odios para poner teológicas ballestas o tender de mancomún engañadoras redes a las alondras y a las terrericas del campo del Val. En fin, los alegres humanistas y gramáticos de los colegios de San Eugenio y San Ildefonso, tal vez, han llegado hasta los famosos viñedos de Santorcaz y vuelven coreando el chirriar de los carros cargados de uva, con el viejo himno, macarrónica salutación de la Universidad joven al grato y eternamente mozo don del vino:


Ave, color vini clari,
Ave, sapor sine pari,
tua nos inebriari
digneris potentia



o bien aquel otro más añejo y vulgar estribillo:


Gaudeamus igitur
juvenes dum sumus...



cuyas estrofas resuenan al mismo tiempo en Salamanca y en París, en Heidelberga y en Bolonia.

La tarde es plácida. Tibia benevolencia otoñal parece descender del cielo para aquietar los ánimos exaltados de estudiantes y vecinos. No hay temor de que vuelvan a oírse a prima noche los temerosos gritos de ¡Pavor al colegio! y ¡Favor a la villa! que en tiempos no lejanos ensangrentaron las calles de Alcalá. La división profundísima de ánimos con que las Comunidades rajaron a España entera en dos partidos y que en la Universidad formó el bando de los cismontanos, donde se agrupaban los estudiantes béticos, extremeños, murcianos y manchegos y el de los ultramontanos o comuneros, que formaban y hacían burgaleses, vallisoletanos, avileses toledanos y segovianos, ha venido a términos más pacíficos. Con mano dura gobierna la villa y tiene a raya a la Universidad el arzobispo de Toledo don Juan VIII Martínez Guijarro, hombre dogmático y vinagriento que malcontentó su hambre y cebó su curiosidad de mozo ardorosamente aplicado en las cátedras de la Sorbona parisiense; gran teólogo, matemático eximio, primer catedrático de Historia natural que hubo en Salamanca y después ayo y maestro del príncipe don Felipe, hijo del César Carlos V; que tal discípulo seco y anguloso había de sacar un teólogo geómetra, naturalista y, con todo, tan lleno de pedantería que siendo su apellido en romance Guijarro, quiso apodarse a la latina Silíceo.

La villa y la Universidad de Alcalá, que supieron resistir a su incómodo pero espléndido huésped el arzobispo prócer compostelano don Alonso de Fonseca, y después aborrecer al orgulloso y autoritario don Juan Tavera, ya no resisten ni odian, pero temen a Silíceo. La villa y la Universidad olfatean que ha pasado el tiempo de las rebeliones y sobreviene el de la sumisión y el aquietamiento. A los rectores de ayer, enérgicos y celosísimos del fuero universitario, ha sucedido el doctor Fuentenovilla, amigo de las contemporizaciones. Sostienese con dignidad en su puesto el cancelario Luis de la Cadena, abad de la iglesia magistral de Santos Justo y Pastor; pero el espíritu de rebeldía huyó años antes con el teólogo frustrado, luego jurisperito en Salamanca, y después pacificador del Perú, don Pedro de la Gasca; con el valiente rector comunero Hontañón; con el famosísimo comendador griego Hernán Núñez Pinciano, a quien su condición de rebuscador de refranes no le hizo tan apacible y manso que no le fuera menester fugarse a Salamanca con un brazo estropeado por una estocada que le dio cierto matón, Alfonso Castilla, comprometido con él por causa de las Comunidades. La Universidad va ablandandose y con esta blandura hay más alegría en rostros y palabras.

A la voz elocuentísima del omnisciente humanista toledano Juan de Vergara, que por tantos años supo hacer penetrar en las mentes españolas la sabiduría de Salomón, la de Jesús de Sirach y la de Aristóteles, ha venido a juntarse el claro verbo del sevillano Alfonso García Matamoros, para quien el Lacio no tiene secretos; gran escritor y gran patriota, primer español que aseveró y probó los méritos de España en todas las artes y disciplinas. Aún crujen día y noche incansables los tórculos en que Arnaldo Guillermo de Brocar imprimió la Biblia Políglota Complutense. Quizás se ve, de paso, cruzar la calle de Libreros o la de Escritorios un robusto y sólido personaje, de corrida barba, recios cabellos y ojos sagacísimos, que se llama Benito Arias Montano; acaso va conversando con el médico del príncipe don Felipe, Antonio de Morales, o con el hijo de éste, un mozo llamado Ambrosio, cuya juventud consume el estudio de la Historia; quién sabe si no terciará en la conversación cierto sujeto de clásica fachenda, que se llama Gonzalo Pérez, el cual dice andar metido en la faena de traducir la Ulixea de Homero, y lleva de la mano a un muchachillo revoltoso de siete años, que responde al vulgarísimo nombra de Antonio Pérez.

La paz que anhela Alcalá de Henares, tras tantos años de pasión desatada, la ansían asimismo naciones y príncipes. Ha muerto Lutero. Carlos V ha logrado en Mühlberg uno de los días grandes a que puede aspirar un César. Se ha reunido la dieta en Augusta, que hoy llamamos Augsburgo; allí trabajan los teólogos romanos Sflug y Helding, y el teólogo protestante Agrícola, por buscar una componenda, un arreglo decente o siquiera pasadero para suspender la lucha fratricida. El emperador ha ido a Augsburgo, desciñéndose el casco del airón blanco y rojo, soltando la pica y descabalgando el ligero trotón sobre el cual le retrató Ticiano. El emperador, que ya tiene la barba rucia y la sonrisa amarillenta, se ha calado el semi eclesiástico bonete y ha vestido las luengas hopalandas doctorales...; mas, ¡ah!, no cuente con italianos quien a vivir en paz aspire. La conjuración de Fiesco ha traído una cola trágica. Los Dorias, protegidos del emperador en Génova, y el virrey de Sicilia, Fernando de Gonzaga, han hecho apuñalar al duque de Parma y de Plasencia, Pedro Luis de Farnesio, hijo del Papa Paulo III. El soberano pontífice, padre de la cristiandad, arde en deseos de venganza. El papa y Carlos V se enemistan una vez más. Sino parecía del cristianísimo emperador pasarse la vida enfoscado con el vicario de Cristo en la tierra.

En Alcalá se saben todas estas noticias rápidamente. No había entonces periódicos, porque era periodista todo el mundo: el mercader y el soldado, el fraile limosnero que recorría la tierra a pie mendigando y el pícaro del hampa, a quien convenía saber un punto más que el diablo. Y con saberse todo, no más abultado ni deslucido que se sabe hoy, la vida iba deslizandose más abundosa y más descuidada, el individuo no estaba sujeto a tantas cavilaciones, la lucha era más fácil, los cambios y vaivenes de la fortuna y del azar no menos súbitos. Acababan de abrirse a la curiosidad del dicho o de la noticia y a la avidez del hecho dos inagotables arcanos que encerraban cuanto no pudo soñar la fantasía medieval; el mundo nuevo de la conciencia libre, descubierto por el fraile de Witemberga y el Nuevo Mundo del otro lado del Atlántico, inventado por el marino genovés; y digo que acababan de abrirse, porque ni Lutero ni Colón hicieron más que franquear las puertas, pues sólo ellos poseían esa llave que el destino da a sus elegidos. Todos los días, entonces más que hoy, era dable a todo hombre dirigir su pregunta a lo ignorado.

Por entre el bullicio y estruendo del domingo, un hombre joven, pero avejentado, caminaba llevando en brazos, abrigada con la capa, una criatura recién nacida. Era el cirujano Rodrigo de Cervantes, a quien acompañaba su amigo Juan Pardo. Marchaba derecho, con la cabeza alta, con ese aire entre distraído y retador que tienen los muy sordos. Parecía un hombre que no se hubiese enterado de la mitad de las cosas en el mundo existentes: no oía campanillear a las mulas, ni gritar a las vendimiadoras, ni cantar a los estudiantes. El compadre Juan Pardo, que iba con él, tampoco pensaba molestarse en hablarle a gritos, por excusar la rechifla de la gente moza. El sol doraba de través los tapiales de los caserones que se parecen a ambos lados en la calle de Roma, y envolvía en una caricia suave la puerta del templo a donde Rodrigo y Juan se encaminaban.

No era la iglesia de Santa María la Mayor, como es hoy, un vasto y redundante embolismo ojival sobrepuesto a otra más anciana construcción: era la antigua ermita de San Juan de los Caballeros, erigida a mediados del siglo XIII y recamada en el XIV y en el XV con prolijas labores de estuco y de piedra, primero por algún elegante alarife mudéjar, después por no se sabe qué decoradores flamencos o alemanes, discípulos de los Copines o de los Egas. En la capilla de Santiago mostrabanse los bultos marmóreos de los fundadores, el caballero de la Banda don Fernando de Alcocer, noble cortesano de don Juan II, y su esposa doña María Ortiz, con talares ropas vestidos ambos, y el señor tocado con dantesco becoquín. Para entrar a la capilla del Oidor, donde se hallaba la pila bautismal, pasabase bajo un hermoso arco del noble y amplio estilo mudéjar usado en Castilla, cuyas labores no son tan diminutas y empalagosas como las granadinas, aunque tampoco sean tan linajudamente arábigas. Leíase entonces entera la inscripción gótica trazada en una imposta, sobre las arquerías que franjean la pared junto al techo, y veíase claro el nombre del oidor y refrendario Toledo, fundador de la capilla.

Revistiéndose, ayudado por el sacristán Baltasar Vázquez, aguardaba el reverendo bachiller Serrano cura de Santa María amigo muy afectuoso de Rodrigo de Cervantes, a cuyos hijos Andrés, Andrea y Luisa había bautizado también.

La ceremonia fue breve, como de bateo pobre, aunque no tanto que no aguardase la muchachería en el ámbito y a la puerta de la iglesia en ademán pedigüeño. Terminado el acto religioso, el bachiller Serrano pasó con los demás a la sacristía, y por su mandado escribió Baltasar Vázquez lo que sigue:

«domingo nueve días del mes de otubre Año del señor de mil e quits e quarenta e siete años fué baptizado miguel hijo de Rodrigo de cervantes e su muger doña leonor fueron sus conpadres juº pardo baptizole el Rdo señor bre seRano cura de nra Señora tsº baltasar vazqz sacristã e yo que le baptize e firme de mj nõbre

El Bachiller
seRano»



No faltaron las naturales felicitaciones del párroco a su buen feligrés, quien melancólicamente satisfecho las recibía, como aquel que no sabe si agradecer al cielo un favor o pedírselo en cuentas a la tierra. Malcontenta se fue la turbamulta muchachil con unos pocos cornados, chanflones y tarjas y un cuarterón de anises que Juan Pardo extrajo de sus faltriqueras. Como de costumbre, y más tratándose de un parroquiano tan asiduo para bautizar, el bachiller Serrano acompañó a Rodrigo a su casa, para pedir las albricias a su feligresa doña Leonor, tan conocida ya que ni era menester mencionar su apellido.

Vivían los Cervantes muy cerca de la iglesia, en una casita baja, contigua a la huerta de los Capuchinos.

El lujo y apaño de la casa no eran excesivos ciertamente. El oficio de cirujano ministrante a nadie ha hecho rico. Rodrigo, por su sordera, no pudo estudiar de la médica facultad, que entonces se explicaba muy por lo metafísico, otras partes sino las empíricas y prácticas. En suma, aprendió a tomar sangre, a gobernar con tablillas un brazo roto, a topiquear y cataplasmar aquí y allá, por mandato de los doctores. Las obras del insigne Andrés Laguna, del pediatra Pedro Díaz de Toledo, del divino Nicolás Monardes, no le hicieron quemarse las cejas. En la lucha constante entre la Universidad y la villa, el Hospital de San Lucas, que estaba fuera de la puerta de Santiago y lejos de las emanaciones tercianarias del Henares, se llevaba la clientela de estudiantes y profesores. Rodrigo de Cervantes vivía, pues, sacándoles la sangre, emplastando y bizmando a los alcalaínos, lo que era un oficio triste y de escaso lucro en un pueblo sano, donde sólo se padecían fiebres cuartanas, tercianas y cotidianas, que no han menester el auxilio del cirujano menor.

Entraron, pues, en la humilde casa el nuevo cristiano y sus acompañantes. Retozando por los suelos estaba una niña de tres años, vivaracha y bella como un ángel; llamabase Andrea, y era la hija mayor del matrimonio. En brazos de la buena señora Luisa de Contreras, amiga de la casa y madrina de Andrea, se hallaba otra niña de catorce meses no cumplidos: Luisa, hija segunda de los Cervantes. Doctorando en un sillón frailero, mostraba su reverenda personalidad el licenciado Cristóbal Bermúdez, clérigo, padrino de la pequeña Luisa. Todos besaron al recién nacido y dieron a la madre los parabienes propios del caso. El niño se durmió pronto, al calor del lecho maternal.

Caía la tarde. La blanqueada habitación iba quedando a obscuras. En la huerta de los Capuchinos habían cesado de cantar los pájaros, al recogerse en la arboleda, y habían comenzado a chirriar los grillos y los alacranes. Lejanas iban apagandose las tonadillas estudiantiles. La noche llegó. Esquilones alegres de voces niñas, y graves campanas de voces viejas tañeron la oración. A su toque marcharonse los visitantes, gimió dulcemente la recién parida, despertóse lloroso el pequeñuelo, y Rodrigo de Cervantes, el padre, que no oía vagir a la criatura ni plañir a doña Leonor, quedóse mirando a ambos con sus escrutadores ojos de sordo enormemente abiertos, como si interrogase al porvenir obscuro.




ArribaAbajoCapítulo II

El abuelo


El cuarto conde de Ureña, don Juan Téllez Girón, hijo tercero de don Juan Téllez Girón y de su esposa doña Leonor de la Vega, era, contra la costumbre de su época, un sabio y erudito caballero. Nació en Osuna hacia 1494 o 95.

No pensaban sus padres que don Juan llegase nunca a ejercer el gobierno de sus anchurosos estados, y por esto dejaron que el prudente joven se instruyera a todo su sabor en Cánones y Letras humanas y cultivase las Bellas Artes. Correcta y elegantemente escribía en latín, tañía y cantaba con primor, achaque de segundones y tercerones ricos, y algo se le alcanzaba del divino arte de la pintura, que entonces comenzaba a cobrar autoridad en Andalucía, donde siempre repercutieron, antes que en otras partes del Reino, los ecos de la gran producción artística italiana. Murió en 1531 don Pedro Girón, tercer conde de Ureña, hermano mayor de don Juan, y casado con doña Mencía de Guzmán; y antes falleció, soltero, don Rodrigo, el segundo hermano, por donde vino a encontrarse el humanista don Juan al frente de la casa de Osuna, que, con la de Medina-Sidonia y la de Alcalá de los Gazules, eran lo más encumbrado en la nobleza de Andalucía.

Don Juan, no educado en las armas, era varón de ánimo pacífico, antes atento a edificar que a destruir, condición desusada en aquellos tiempos en que a la destrucción, y no a otra cosa, se tiraba. No menos piadoso que su hermano don Pedro, el grande amigo del clérigo Juan de Ávila y del P. Fray Luis de Granada, era don Juan mucho más ilustrado y emprendedor. Mientras don Pedro Girón se contentaba con una devoción mística y quieta, don Juan, no bien se puso al frente de su casa, dio en gastar las más saneadas y cuantiosas rentas de ella en fundaciones pías. Elevó a colegial la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de Osuna, edificándola un magnífico edificio del estilo greco-romano, que a la sazón dominaba, y doce o catorce años antes que Felipe II pensara en labrar un panteón bajo tierra, para los reyes de España, hizo el conde de Ureña un subterráneo sepulcro para los señores de su casa en el mismo templo por él construido. El pensamiento de la muerte comenzaba a invadir los más grandes ánimos españoles. En el sepulcro de los Ureñas había una capilla denominada De Profundis, y otra consagrada a Nuestra Señora del Reposo. Mientras, la nación vivía atropellada entre Pavia y San Quintín.

No contento don Juan Téllez Girón con establecer la Colegial de Osuna, dotó, sólo en la misma cabeza de sus estados, un convento de observantes de San Francisco, otro de novicios recoletos del Calvario, otro de dominicos, con casa de estudio, otro de carmelitas calzados, otro de agustinos en la colina de Santa Mónica, dos de terciarios y otro de mínimos de San Francisco de Paula. La excelentísima señora doña María de la Cueva, esposa del conde, fundó, por su parte, un monasterio de monjas clarisas y otro de carmelitas calzadas. Y para que, teniendo los señores de Osuna tan rico sepulcro, no les faltase a los criados de la casa digno panteón, ambos consortes fundaron el convento de San Pedro para sepultura de la servidumbre.

Pero al cielo no sólo se llega por el camino de la virtud, sino también por el de la ciencia, y don Juan Téllez Girón, inspirándose en unas discretas palabras de su virtuosa madre doña Leonor de la Vega, pensó cuán conveniente era la sabiduría a las personas eclesiásticas para encaminar almas al cielo y, llevado de este designio, fundó la Universidad de Osuna, aquel gran establecimiento docente donde se graduaron los ilustres Pedro Chirino, Luis de Molina, Rodrigo Caro, Fray Hernando de Zárate y el ilustrísimo doctor Pedro Recio de Tirteafuera y un no menos memorable loco de Sevilla que afirmaba ser el dios Neptuno.

Desprendido hasta tocar en manirroto, era don Juan Téllez Girón digno hermano de aquel don Pedro de quien cuenta el P. Roa que habiéndosele huido un criado suyo con ocho mil ducados en oro, hizo prender, pasado algún tiempo, al pobre diablo ladrón y, llevándole maniatado a la capilla del Cristo, le echó de bruces en la bandeja que, para las limosnas a los pies del crucifijo estaba, y diciendo: -Ahí tenéis, Cristo mío, ocho mil ducados que os entrego de limosna para las ánimas del Purgatorio -dejó ir libre y perdonado al criminal.

Atento a salvar su alma y a los negocios intelectuales más que al gobierno de sus tierras, el cuarto conde de Ureña confiaba esta misión a una Audiencia compuesta de tres «Magníficos señores jueces del audiencia del conde y gobernadores de sus tierras y estado del Andalucía», el cual formaban cinco pueblos: Osuna, el Arahal, Morón, Archidona y Olvera.

Estos tres señores, en los últimos meses del año 1545 y primeros del 1546, se llamaban el licenciado Bustamante, el bachiller Alonso de Villanueva y el licenciado Juan de Cervantes, padre de Rodrigo de Cervantes y abuelo de Miguel. Cinco veces figura la firma del licenciado Cervantes en las actas de la Audiencia de Osuna. Es la suya una letra alta, imperiosa, de rasgos perpendiculares, autoritarios, como de quien tiene en mucho su título y categoría. Debajo del apellido Cerbantes hay siempre una letra S con un rasgo que no puede ser casual ni meramente decorativo, sino que, a no dudar, representa la a del apellido Saavedra, nunca abandonado por los Cervantes, por ser el de más nobiliario empaque entre los suyos. De la misma letra y con idéntica firma, hay otros dos elocuentísimos documentos: uno redactado en Córdoba a 9 de octubre de 1555, y en el cual, el señor licenciado Juan de Cervantes, vecino de Córdoba en la collación de Santo Domingo e Santiago «declara, entre otras cosas, ser de hedad de sesenta e cinco años»; y otro, aún más precioso que el anterior y al cual por primera vez se hace referencia aquí, gracias a la bondad de un ilustre escritor andaluz, el señor don Francisco Rodríguez Marín. Ese documento forma parte de una prueba testifical y aparece firmado en Córdoba por el licenciado Juan de Cervantes en el año 1511.

Este indubitable y señaladísimo documento explica varios puntos obscuros todavía más importantes para la Estética y la Filosofía que para la Historia.

El licenciado Juan de Cervantes en 1511 ejercía de abogado en Córdoba; tendría veintiuno o veintidós años. ¿Qué se debe inferir de aquí?, ¿que era castellano?, ¿que tenía algo que ver con Castilla? Abogado en Córdoba desde 1511, nada extraño es que en 1545 hubiese logrado la fama suficiente para que hombre tan discreto como el conde de Ureña don Juan Téllez Girón le eligiese juez de su Audiencia y gobernador de sus estados; ni es maravilla que, cesante a poco en este cargo, regresase a Córdoba y abriera de nuevo bufete, pues en él seguía diez años después.

¿Qué ocurrió para que el licenciado Juan de Cervantes abandonase el puesto que en Osuna desempeñara unos pocos meses? ¿Salió -pregunta un autor- malparado de la residencia especial y amplísima que don Juan Téllez Girón encargó al licenciado Hernando de Angulo, de Granada, en 15 de marzo de 1546? ¿Hubo algo en esa residencia -apunta otro- que ofendiese la dignidad del abuelo de Cervantes y le obligara a dimitir?

Ni enteramente ciertas ni completamente falsas parecen ambas suposiciones. Las letras hablan, como que son el gesto de la mano, donde rara vez cabe fingimiento o disimulo, y las letras nos muestran que era el licenciado Juan de Cervantes hombre recto, altivo, nada inclinado a condescender ni a doblegarse. En 1545 llevaba treinta y cuatro años de abogar, dueño y señor de su bufete, como el rey de sus alcabalas. Cansado y aun harto de pedimentos y alegaciones, se le ofrece ejercer en Osuna más sosegada profesión, nada ajena a la suya, y allá va, dejando la independencia de su despacho y el tráfago de sus clientes. Acaso tropieza allí con el carácter de don Juan Téllez Girón, que abría sepulturas para sus servidores, queriendo tenerlo todo seguro y afianzado en la vida y en la muerte. Acaso no se aviene bien con el bachiller Villanueva y con el licenciado Bustamante o con el corregidor licenciado Alonso de Tebar, hechuras del señor de Osuna, tal vez recomendados por la nube de frailes que afluía al regoste de la desprendida piedad del señor. Luego, el licenciado Juan de Cervantes, que ha venido de Córdoba, y a quien se llamó a Osuna por su fama de jurisperito, se encuentra a los cuatro o cinco meses de llegar con que el generoso príncipe fundador de conventos, Universidad y hospitales, desconfía de él y de sus compañeros y nombra un juez superior, Hernando de Angulo, para que les tome residencia y averigüe e indague todos sus procederes.

¿Quién, puesto en semejante situación, no hubiera saltado, como saltó el licenciado Juan de Cervantes? ¿Quién no se hubiera vuelto, como él lo hizo, a la fatiga del bufete en Córdoba, prefiriendo las impertinencias de los pobres litigantes a la desconfianza de los ricos y poderosos amos? ¿No veis en este arranque del abuelo, no habéis visto en su anterior sumisión, dos movimientos de ánimo dignos de notarse? Fijadlos bien en la memoria, porque en el nieto los veréis reaparecer tarde o temprano. Son el sustine y el abstine que gobiernan la vida española: los dos impulsos que aprovechaba Nuestro Padre Séneca, el Cordobés: la sumisión por cansancio, por hastío o por repugnancia que inspiran las molestias del trato humano, y después de la sumisión, la rebeldía, la renuncia a toda comodidad, la vuelta al sufrir y al trabajar. Entre ambos polos pasó la vida Miguel. Veamos cómo aparecen también claros en este incidente, hasta ahora menospreciado, de la vida de su abuelo, digno precursor del hombre grande que hubo en la familia.

Y ¿es indiferente, cual lo ha sido para tantos biógrafos y críticos como indagaron este asunto, el hecho de que el licenciado Cervantes viviese en Córdoba desde los veintiún años?

Puede ser que naciese en Córdoba, lo cual explicaría muchas cosas; pero si en Córdoba no nació, allí estuvo lo más de su vida, parece probable que se casara allí, que en Córdoba naciese alguno de sus hijos, que por las venas de éstos corriese algo o mucho de sangre cordobesa.

Córdoba es una ciudad dogmática, nieta de Séneca, hija de los califas; Córdoba es una ciudad fatalista y melancólica. Córdoba, en fin, es una ciudad intransigente y acérrima. Existe un genio cordobés, como han comprobado los historiadores de nuestra literatura y lo hubieran probado aún mejor los historiadores de nuestra filosofía, si hubiesen nacido. La realidad, en Córdoba, es tan bella, que fantasía o ensueño parece: y esta fantasiosa realidad medio ensoñada empuja a los espíritus hacia lo ideal y les induce a empeños románticos y a descabelladas empresas. Lucano el cordobés compone en La Farsalia el primer libro de caballerías que han visto ojos latinos y su Pompeyo tiene mucho del caballero andante vencido por la fuerza del número, por la perversa intención de los malignos encantadores y por su malaventura. ¿No os hace pensar el que Lucano cante a un héroe derrotado como lo canta Cervantes? ¿No veis en Pompeyo al Don Quijote de Roma? ¿No oís correr por entre los duros troncos de la selva mágica marsellesa, en La Farsalia, el mismo aliento épico misterioso que circula por los bosques encantados del Amadís y que orea las selvas de Ardenia en la comedia fantástica cervantina, tan parecida por el ambiente a algunas de las comedias silvestres shakespearianas? Y si después os fijáis en lo que siguió a las imaginaciones un tanto enfermizas de Lucano ¿es nonada el hecho de que vengan por Córdoba el Antar y las caballerías andantescas del Oriente?

Si el abuelo es de Córdoba, si es cordobesa la familia, podemos entrever hasta las más hondas raíces del espíritu del nieto. La sangre romántica y fatalista de Córdoba nos da el primer dato para ello: lo demás que sobrevenga, ya nos lo explicarán las circunstancias y vicisitudes de la vida, que moldean y reforman los temperamentos humanos; y más que esto nos lo harán comprender todos los años de Cervantes en Italia, en Argel y en Sevilla.

Ahora, venid a Córdoba conmigo, en 1547. En una casita baja, blanqueada, con un portalejo enladrillado, con un patiecillo umbrío, el licenciado Juan de Cervantes, en vísperas de ser sesentón y roída el alma por los desengaños, trabaja en su bufete. Es un aposentillo enjalbegado con reja a la calle. Hay en él una mesa de renegrido nogal, de patas anchas trabadas por hierros torcidos. Los apergaminados infolios de Derecho se apelmazan en dos alacenillas cuyas portezuelas pintorreadas de almagre parecen vociferar, desafinar en medio de la blanca pared. Dos o tres cuadros viejos, de obscura tabla, donde apenas resalta la. amarillez de un rostro, de un brazo o de una pierna que entre la pátina emergen, autorizan y medio enriquecen la habitación. Entre los cuadros un reposterillo de damascos muy traídos, ampara a un crucifijo de anciana catadura. El rayo de sol que entra por la reja no alumbra nada que no sea grave y austero.

El licenciado inclina su rostro aguileño entre las dos hojas pajizas de las Ordenanzas reales de Castilla, que está releyendo con la displicente atención de quien recorre la vereda cotidiana. Luego, requiere la pluma de ganso que en el tintero de loza blanca y azul se erguía, la moja, va a escribir con su letra segura y señorial no sé qué cosa. Llaman a la puerta. El licenciado se detiene. Vuelven a llamar: -¡Deo gratias! -dice una voz. -A Dios sean dadas. Entrad -contesta el licenciado-. Y entra el cosario de Almodóvar, un manchego carirredondo, cazurro, afeitado, con guedejas apegotadas de polvo y de sudor, con una carga de tamo en cada ceja. -Traigo -dice- con licencia de su señoría una carta para su señoría. Es un real el porte -añade viendo la perplejidad del licenciado, que, por fin, se levanta y recorre los cajoncillos de un vargueño hasta dar con la moneda. -Dios guarde a su señoría -se despide el cosario calcando el tratamiento porque no es bien tratar de su merced a quien paga sin rechistar, caso poco visto, según están las cosas y los portes de correspondencia.

El licenciado se arrellana otra vez en su butacón, mira el sobrescrito, conoce la letra fanfarrona, un poco vacilante, de su hijo Rodrigo. Involuntaria y amarga sonrisa de compasión descaece en los labios finos del sagaz letrado. Aquel pobre hijo suyo no puede noticiarle más que desdichas. La lectura de la carta le anubla aún más el rostro. Rodrigo cuenta que le ha nacido un hijo más, que en Alcalá los negocios cada vez están peores, que él ya no sabe cómo hacer para sacar adelante a la familia. Tal vez inicia la idea de un viaje próximo a la corte o a Andalucía...

Una gran compasión, la más triste de todas, la compasion del padre inteligente y activo por el hijo inhábil e irresoluto, se lee en la cara larga y fina del licenciado. Tiene un nuevo nieto, al que han puesto por nombre Miguel. El licenciado Juan de Cervantes hace con la lengua ese chasquido elocuentísimo que tan bien denota la contrariedad, se pasa por la oreja las barbas de la pluma y sigue escribiendo con su hermosa letra rectilínea de rasgos magistrales.




ArribaAbajoCapítulo III

Alcalá de Henares. -Valladolid. -Los primeros héroes


Tropezando y cayendo, a trancas y barrancas, un día de vos y otro de vuesa merced, vivía la familia del cirujano Cervantes en Alcalá por el año 1550. El número de estudiantes crecía, la incomodidad y estrechez de hospedajes y posadas iban en aumento, y no porque fuese mayor la población escolar había más abundancia en la villa. Digase claro que si Alcalá siguió gozando crédito en Europa entera por lo selecto de sus estudios, y si, sobre todos, el famoso colegio trilingüe de San Jerónimo, que en 1528 fundara el ilustre rector Mateo Pascual Catalán, era oficina incansable y colmena laboriosa de la ciencia, y en él todos los días laborables pasabanse en ejercicios de traducción y composición en los tres idiomas, griego, latino y hebraico, y los sábados se sostenían conclusiones públicas o sabatinas, que eran como las conferencias de ahora, tal refinamiento y sutilidad científica no atraían a los estudiantes poderosos de España. Los nobles, los largos de bolsa, los que no se podían mover sin la autoridad de una caterva de ayos, pajes y escuderos, preferían ir a Salamanca, donde ya desde siglos antes se hallaba todo apercibido para la huelga, y las Musas, blandas y apacibles, ofrecían sus brazos, más como seguidoras de Venus que de Apolo. Ved los libros de matrículas en Salamanca y tendréis una guía de los linajes famosos españoles. Allí fue donde se llegó a decir el refrán escolar graecum est, non legitur, con que los cuellierguidos estudiantes daban a entender que, desde la alfa a la omega, les estorbaba lo negro. A singular honra tenía Alcalá el no conocerse en sus aulas tal frasecilla denigrante. Allí había dejado lo mejor de su alma el griego de Creta Demetrio Dukas, y si bajo las frondosas alamedas que conducen a la Virgen del Val camináis, recitando por gusto, que hoy parece y es pedantería, la despedida de Héctor y Andrómaca o el convite de Alcinoo, rey de los Feacios, no creáis que aquellos venerables troncos seculares van a estremecerse de sorpresa.

Nunca la erudición y la riqueza fueron amigas, y así en Alcalá abundaba más el saber que los ducados. Estudiantes pardales, como se ha dicho, eran aquéllos. No resultaba caso poco visto el de que los arrieros se retrasaran en el camino y los estudiantes hubiesen hambre y sed, ni el festivo Lope de Rueda inventó nada nuevo al pintar los apuros del licenciado Jáquima, cuando, metido en la fragancia del estudio, no acertaba a recibir a un señor de su pueblo, y de puro corrido, por no tener blanca ni bocado de pan para el convidado, escondíase bajo la manta, donde le descubrió su amigo y burlador el bachiller Brazuelos.

Con el no haber harina vino a juntarse la mohina que en Alcalá causó el destemple y rigurosidad del cardenal Martínez Silíceo, quien, prevalido del favor en que le tenía su regio discípulo el príncipe don Felipe, y quizás aprovechando la ausencia de éste, que andaba con su padre el César Carlos V a las partes de Alemania, cambalacheando y aderezando con el elector de Sajonia y con otros pájaros gordos la magna cuestión del interim, prosiguió el pleito con la Universidad y vino a enfurecerse de modo que mandó poner presos al rector Fuentenovilla y al abad y cancelario Luis de la Cadena. Resistióse éste y fue llevado al castillo de Almonacid con los canónigos Bernardino Alfonso y Alonso de Almenara, anciano y achacoso el último. Tan desatentado proceder encendió el ánimo de los estudiantes. Toda Alcalá era gritos de pendencia y rebeldía. Amotinados los pardales, acudieron a una sala baja del colegio mayor, en la que se conservaban, como gloriosos trofeos, las armas que el gran fray Francisco Ximénez llevó a la conquista de Orán y un búzano, pequeña pieza de artillería cogida a los moros. Poco faltó para que la guerra civil estallase en la villa consagrada al estudio. Por fin, se aplacó la discordia, pero la intranquilidad y los malos pagos y la escasez subsistieron.

Para colmo de apuros, al pobre cirujano Cervantes le dio en aquel año su esposa doña Leonor otro hijo varón que tuvo por nombre Rodrigo, a quien bautizó en Santa María la Mayor, a 23 de junio de 1550 el bachiller Juan García, sucesor del bachiller Serrano. Fue padrino del recién nacido el doctor Gil Verte, ¿médico?, ¿eclesiástico?, ¡quién sabe! De todos modos no es indicio de mayor prosperidad en los Cervantes el que Rodrigo tuviese padrino doctor, porque en Alcalá había más doctores que moscas y cuenta que de éstas hay adunia.

Hacíase allí la vida imposible y no más cómoda y fácil era en lo demás de España. La desaforada y constante agitación de Carlos V, los enormes gastos de tanta empresa diplomática y militar como llevó de frente y el desasosiego moral en que la nación vivía, temiendo a cada instante nuevas aventuras de difícil salida, esperando siempre dinero de las Indias que a muy pocos en particular aprovechaba, viendo sucederse levas y aprestos belicosos y desaparecer de las casas los mozos útiles y no tornar o volver a la bigarda con calzas y conciencia acuchilladas, hechos a la nómada vida del campar e inclinados a las artes de la picaresca, ponían a la nación recién soldada, o mejor, zurcida, en estado de zozobra estéril y de inútil anhelo. No había ni siquiera ciudad que fuese capital de la monarquía; errantes el rey y el príncipe, gobernado interinamente el país, un hombre medio de oficio, medio de profesión, como Rodrigo de Cervantes, vacilaba, sin saber adónde encaminarse en busca del sustento. No había corte, hablando con propiedad, ni existían aún los cuantiosos intereses que en toda corte se forman y que dan de vivir al menestral y a los que profesan artes liberales. Repartida la nobleza, poco o nada ligados entre sí los antiguos linajes, pues ni los Palafox y Lanuzas de Aragón ni los Moncadas y Cardonas de Cataluña sabían apenas de los Pérez de Guzmán ni de los Girones de Andalucía, y exhausta además la tierra, perseguidos los industriosos descendientes de los judíos y en perenne recelo de la Inquisición cuantos eran capaces de sembrar ideas fructíferas, se vivía mal en todas partes.

Rodrigo de Cervantes y su familia se trasladaron, pues, a Valladolid entre 1550 y 1554. La interinidad perpetua de aquel reino sin corte no podía durar mucho tiempo, y los valisoletanos tenían esperanzas grandes de que allí se estableciera la capital de la Monarquía. Funcionaba en Valladolid, con gran actividad, la Inquisición, deseando limpiar la ciudad de toda inmundicia judaica y luterana, para que pudiese residir tranquilo el monarca, ya que no se viera libre de las pestíferas emanaciones del señor Esgueva. Lo importante era entonces mundificar el alma, aunque el cuerpo se pudriese; y si se pudría, mejor; pues para la gloria más almas salieron de los cuerpos podridos que de los sanos y lucios. Había, como es consiguiente, en Valladolid calenturas pestilenciales de todas las especies conocidas, carbuncos y bubas a manteniente, y la intervención del sangrador y sajador cirujano era a cada instante necesaria. Allí fue, pues, Rodrigo de Cervantes con el saco de sus bisturíes al cinto y el de sus desdichas y desengaños a la espalda.

Allí nació, hacia 1555, su sexta hija, Magdalena. Allí, de seguro, aprendió Miguel a leer y a tomar en la memoria los romances que, en pliegos de cordel, se ostentaban y vendían en la acera de San Francisco y junto a las tapias de la Antigua; y allí, escuchando la entonada habla de los tiesos ciudadanos y gallardos campesinos de Castilla, hidalgos en palabras y gestos entonces como ahora, se le pegó a la oreja el más sacudido y al par el más espeso castellano que se habla en el mundo, dicho sea sin ofensa de Burgos ni de Toledo.

Llegaba la feria de Medina del Campo, y cruzaban la ciudad marchantes y compradores de todos los lugares de España y de allende, por el camino francés; pero los que a Miguel embelesaban y seducían eran, sobre todo, los romancistas y oracioneros. El tropel de la vieja poesía épica de Castilla y el de los cielos caballerescos del Norte y de Oriente le entraba en el alma y se apoderaba de ella, señoreándole el intelecto y aprisionándole la memoria. ¿Quién duda que a los ocho o diez años soñaba el muchacho alcalaíno con el rey Artús y con el emperador Carlomagno, con los Doce Pares de Francia y con los caballeros de la Tabla Redonda? ¿Quién creerá que su hermana Andrea no tuviese algún gozque o faldero que llevara el nombre de Amadís, como tantos que suelen verse en estatuas sepulcrales echados a los pies de las hermosas dueñas en algún apartado monasterio? Desde niño fue Miguel inclinado a recoger hasta los papeles rotos de las calles; y ¿dónde hallar más papeles rotos de romance e historia que en las calles de la gran ciudad castellana? Presentóse muy luego a su mente el cerrado escuadrón de los héroes antiguos, y por dicha suya y de la Humanidad, no eran aquellos tiempos muy distintos de los otros en que floreció la caballería. Aborrecido el emperador, cuando joven, por toda España, sus bizarrías homéricas fueron ganándole los ánimos. Aquí y allá iban saliendo nuevos paladines, tanto más hazañosos que los del Romancero, y nuevas Caballerías andantes llenaban el mundo con la gloria de España. Los caballeros de América, los de Italia, los de Flandes... Hernán Cortés, el duque de Alba, el señor Antonio de Leiva, don García de Toledo, Pescara, Navarro, eran los Amadises y los Esplandianes, los Rolandos y los Cides de la nueva Era; y en Valladolid, antes que en sitio alguno, resonaban y repercutían todos los gritos de gloria con que se desayunaba, comía y cenaba a diario el hambriento pueblo español. Para que nada faltase al gran libro de Caballerías, el héroe César, antes de envejecer, se retiraba a Yuste, y en pos suyo seguía una estela de consejas y cuentecicos poéticos que agrandaban su figura al dejarla esfumarse en la penumbra del bosque, bajo el sayal frailesco. Moría el emperador, y ocupaba el trono su enigmático hijo, a quien no habían querido los flamencos, a quien habían desechado los alemanes y a quien los ingleses no estimaron, tras haberle causado el desplacer de hacerle casar con la feísima reina María. Nuevas Ilíadas se veían asomar por el Océano Atlántico, al saberse la enemistad de Felipe con la reina virgen Isabel I de la Gran Bretaña, y por el Mediterráneo, al sentirse cada vez más insoportable la osadía de los corsarios argelinos.

Pero Felipe II, el adusto discípulo del enjuto cardenal Guijarro, no era rey guerrero. A la exuberancia, entre homérica y rabelesiana, de la vida exterior de su padre el César, sucedió la hondura y la sutilidad de la vida interior de este hombre blanco y rubio, que no tenía cejas, por lo cual le ofendía y enfadaba la luz: de este hombre que amaba a todas las mujeres muy en secreto, gozándolas confesionalmente: de este hombre que aprendió los encantos del misterio en una edad en que todos vivían hacia afuera: de este hombre que vestía de terciopelo negro y sabía callar y poner igual semblante a lo favorable y a lo nefasto. Un día, sin avisar a nadie ni hacer más prevenciones que las necesarias, allá por el año 1561, los señores que custodiaban el sello real, los cortesanos y la servidumbre de palacio salieron del Alcázar de Toledo, en cuyas cuadras anchurosas pateaban aún los caballos de Carlos V, y yendo a dormir a Illescas, llegaron a la siguiente jornada a un gran lugarón de veinticinco a treinta mil almas, que entre olivares mustios, encinares y madroñales resecos, mostraba su recinto amurallado.

La corte se había trasladado a Madrid, y aquel año o el siguiente llegaron a Madrid los Cervantes.

Había en Madrid un estudio costeado por el cabildo o concejo de la Villa: se enseñaba en él gramática latina y castellana, y estaba dividido en tres secciones, con arreglo a la edad de los alumnos. En la de mocitos o medianos debió de entrar Miguel, entre 1561 y 1562. Acaso oyó las lecturas y explicaciones del licenciado Vallés, quien se retiró de la clase en octubre de 1562, «por haberle atacado la lepra», según se dijo en el cabildo, si bien era costumbre dar ese terrible nombre, cuando de personas graves se trataba, a la molestísima y vulgar sarna perruna, de que pocos seres elegidos se veían libres entonces.

Para sustituir a Vallés fue elegido el licenciado Jerónimo o Hierónimo Ramírez, discreto y elegante poeta latino, de cuya patria y vida sólo se conoce una versión recogida por el docto Jorge Cardoso, que, en su Bibliotheca Lusitana, le supone hijo de Évora. El licenciado Ramírez, ayudándose con la gramática del maestro Elio Antonio Nebrisense y con el vocabulario de maese Rodrigo Fernández de Santaella, imbuyó a Cervantes el conocimiento de los clásicos latinos. De ellos recordaba Miguel no pocos versos y pasajes sueltos, aunque no con tan feliz memoria, siéndolo mucho la suya, que no achacase a Catón el dístico Donec eris felix multos numerabis amicos, etc., que es de Ovidio, en la sexta elegía del libro I de las Tristes, ni dejase de confundir a la ninfa Calipso de Homero con la Circe de Virgilio, ni se trascordara al citar el Non bene pro toto libertas venditur auro, que es de la fábula esópica Canis et lupus, y él atribuye a Horacio o a quien lo dijo.

Probado y visto está, no obstante, que Miguel supo y entendió muy lindamente la lengua latina y si no compuso versos en ella, fue capaz de componerlos y aun quizás le indujera a ello el maestro Jerónimo Ramírez, a quien ya desde entonces le escarabajeaba en el magín cierto poema latino que publicó en 1592 con el título De raptu innocentis Martyris Guardiensis, donde en hexámetros pulquérrimos cuenta la crucifixión del niño toledano Juanito por los infames judíos de La Guardia y de Dosbarrios Benito García de las Mesuras, Hernando de Rivera, Pedro y Juan Garci-Franco, Juan Gómez y otros que fueron quemados en Ávila.

Por boca del licenciado Jerónimo Ramírez y envuelto en sus reposadas razones, apareció a Cervantes y le alumbró con extraña claridad el mundo clásico. Pronto le fueron conocidos y familiares la serena faz de Horacio, el bello semblante de Virgilio, atezado en la guerra y en el arate cavate, la contristada figura de Ovidio el enamoradizo. Cómo estos hombres y sus obras se mezclaron en el espíritu de Miguel, con los hombres y las obras de la heroica leyenda andantesca y del Romancero, y con los hombres y las obras que paría la realidad en su propio épico siglo, ¿quién podría puntualizarlo? Sólo se tiene por cierto que la humanidad amable de Horacio le hizo operación a la edad debida, porque es Horacio el poeta de los cuarentones: que las marrullerías amorosas y las plañidas tristezas de Ovidio le causaron menos efecto que los devaneos mitológicos de su Metamorfosis; por fin, juzgase como averiguado que quien se le quedó en el corazón reinando triunfal fue el mantuano Virgilio, cuyas huellas hondas, en el barro del camino que sube al Parnaso, sirvieron de horma a las plantas de todos los grandes creadores del Renacimiento. Como Dante pudieron todos ellos exclamar:


Tu duca, tu signor e tu maestro



y Cervantes pasó la vida entera entre los dos grandes amores virgilianos, el campo y las armas, ya ensayando la silvestre avena como Títiro, lentus in umbra, ya cantando egressus silvis, los combates del errante piadoso paladín que a Eneas y aun a Aquiles aventajó.

La revelación que el clasicismo es para todo espíritu mozo llovió sobre mojado en el alma de Miguel. A veces se pasaba horas y horas luchando con las aventuras y los lances del piadoso Eneas, y, rendido por la fatiga, tornaba los ojos amorosamente al querido Amadís de Gaula, al incomparable, al único y solo despertador de las grandes energías españolas; y sin saber que Ignacio y que Teresa le habían devorado también cuando mozuelos, sentíase grande y capaz como Ignacio y Teresa juntos. Lejos huían las borrosas imágenes de los héroes latinos y griegos, y la romántica estampa del Doncel del Mar crecía gigantesca. En una lejanía confusa se ensoñaba la gloria.

Miguel tenía quince años.




ArribaAbajoCapítulo IV

De Madrid a Sevilla. -El Colegio de la Compañía. -El amigo Mateo


Triste y menesterosa era la vida madrileña por los años de 1561 a 1564. Los ensanches necesarios al establecerse la corte se hacían sin orden ni concierto. No se derribaban del todo las murallas, sino que se apoyaba en ellas la balumba de los nuevos caserones, tan feos y mal pergeñados, que viejos parecían. Corríanse únicamente, como huyendo la invasión del ladrillo y la teja, las antiguas puertas de la villa. La puerta del Sol se mudaba, camino de Alcalá adelante, y en su antiguo lugar abríase una plaza esquinuda y poco espaciosa. La puerta de Balnadú escapaba también camino de Fuencarral, y dejaba en su puesto la Red de San Luis. La puerta de Atocha bajaba desde Antón Martín al arroyo y olivar del Ángel, en lo que después se llamó cerrillo de San Blas. Los campos circundantes de la villa, al llegar el invierno, veían desaparecer primero las ramas, después los tocones de las encinas y del olivaje para proporcionar leña a los cortesanos en el friísimo invierno de Madrid. Las alamedas, las olmedas, los acebales y pinares que, siguiendo el curso del río apretaban el recinto edificado, iban cayendo también para construir los nuevos palacios y casas vivideras. Como nadie creía que Madrid hubiera de ser en definitiva la corte, nadie hacía por procurar comodidades ni lujos en su residencia. La vacilación, propia del carácter de Felipe II, como de toda alma sutil, parecía comunicarse a cuanto le rodeaba, y sólo cuando fueron alzandose ingentes los murallones del Escorial, hubo la seguridad de que se había hecho algo duradero y macizo.

Por todas estas y otras razones, vivir en Madrid era caro y dificultoso. Rodrigo de Cervantes, a quien había nacido su séptimo hijo, Juan, viose en nuevos y grandes aprietos. Fue necesario que la familia se partiese. Doña Leonor volvió a Alcalá de Henares, a la sombra del licenciado Cristóbal Bermúdez, padrino de Luisa, la cual ya tenía diez y seis o diez y siete años. Parece muy probable, casi seguro, que Luisa no acompañara a la familia en sus andanzas, sino quedase en Alcalá, donde el licenciado Bermúdez, hombre piadoso y previsor, a quien no inspiraban confianza los arrestos ni los talentos del cirujano Rodrigo, inclinaría la voluntad de la niña hacia el claustro, haciéndola frecuentar los conventos y contraer espirituales y santas amistades. De esto debió de tratarse largamente en familia. Doña Leonor, discreta y sagaz señora, de muy otro temple y de muy distinta disposición que su marido, resolvió aprovechar tan buena coyuntura para procurar a su hija segunda la paz asequible en la tierra. Entretanto, por acuerdo de la misma doña Leonor, Rodrigo y sus hijos Andrea, Magdalena, Miguel, Rodrigo y Juan se trasladaron a Sevilla.

Quien no se haya fijado alguna vez en las llamas de curiosa y ardiente inquietud que brotan en los ojos de esos muchachos cuya familia anda errante de ciudad en ciudad, sin encontrar oportuno acomodo, no podrá imaginarse el estado de exaltación en que Miguel se hallaba cuando emprendió el camino de Sevilla entre 1563 y 1564. Un camino largo a pie o a Caballo y cuatro o seis noches en posadas y ventas enseñan y ensanchan más el cuajo que siete cursos académicos. Paso tras paso, cruzó la caravana de los Cervantes la grave y cruel llanura manchega. Allí vio Cervantes por primera vez brotar el sol de la tierra como si de ella fuese fruto, y hundirse en ella, como si tras el horizonte no hubiese más mundo conocible; porque allí no nace el sol mandando como corredores y mensajeros de su venida haces de nubes doradas que cairelen los picos y dientes de los montes. No hay montes, parece que el mundo es llano y se acaba en las veinte leguas a la redonda, que alcanza la vista; y cuando la noche viene, el desamparo de la creación desolada es abrumador. La llanura cría los grandes valores, los arrojos ciegos, las fes inextinguibles. ¡Qué lugar limpio y claro -pensaba Miguel- para un combate entre gigantes y caballeros! ¡Qué espaciosidad para una batalla entre ejércitos de innumerables combatientes! ¡Cuál se revolverían los hipógrifos clavando en el polvoriento terruño sus garras y meneando sus colas escamosas y batiendo sus alas ganchudas! Aquí, no hay temor de asechanzas, emboscadas ni trampantojos, como en terrenos quebrados o en boscosos montes. Aquí la valentía del corazón y la fuerza del brazo triunfan sin otro artificio. ¡Oh, tierra de poema; oh, tierra de andantes caballerías! Y al cruzarla Miguel repasaba en su memoria, no ya los latinados adalides de los poetas clásicos, sino los duros barraganes del romancero; y con la crudeza y asperidad del terreno le crecía el ya hambriento corazón.

Pasada Sierra Morena, imágenes nuevas, desconocidas, se le presentaban. Ya el rayo del sol era una halagadora caricia, ya el soplo del aire un aliento perfumado y puro y el sonreír de las mujeres, rayándoles de blanco el oro de la morena faz, alegraba la vida y su habla ceceosa, arrastrada, era música a los oídos. La hembra, como el sol y como el aire, se revelaba al ávido Miguel, quien iba atracandose de vida. Retozadora alegría le brincaba en el cuerpo al ver que en el mundo había más y mejor que la adustez valisoletana y que el oficial ajetreo de Madrid. Líneas interminables de esmaragdinas y agachadas chumberas partían las heredades. En procesión solemne formados a marco real ostentaban los olivos sus grandes cabezotas reflexivas. En vagos e indisciplinados pelotones trepaban por los oteros y alegraban las colinas los naranjos, dejando asomar entre el follaje arropadas sus promesas de oro. Las agudas pitas, como gitanas garbosas, dejaban desceñirse y caer al suelo en jirones verdes y amarillos los faralaes de su graciosa vestimenta. A pocas jornadas, haciendo recodos, jugueteando con el paisaje, apareció el rey de los ríos, el claro, el gracioso, el noble Guadalquivir, de corriente mansísima en la que naranjales y saucedas se miraban. Miguel corría de gusto, triscaba, bromeando con su hermana Andrea, moza de veinte años y de bellísimo parecer. Miguel sentía la virilidad victoriosa: era un hombre hecho y derecho.

Por fin, cierta hermosa mañana, en que el sol se repartía afable, igualitario por cima de todas las cosas y los seres, vio en lo más lejano de una dilatada llanura, junto al río, amplio manchón blanco. Acercándose poco a poco, se veía señorear la ciudad, una cosa extraña, bella a no dudar, que de lejos semejaba un árbol de oro, y más cerca una hermosísima giganta desnuda, con todas las rosadas carnes al aire, y, por último, se conoció ser la Giralda, la torre que ríe. Mirando hacia la izquierda vio Miguel surcar la llanura, al parecer, pero en realidad el río, oculto entre las frondas, unos altísimos palos con unos blanquísimos lienzos blandamente agitados por la brisa. Eran galeotas, bergantines, falucas que en el Guadalquivir se ajetreaban. Las penas y pesadumbres se habían acabado. Miguel se encontraba en Sevilla.

Los padres y hermanos de la Compañía de Jesús habían comenzado once o doce años antes la conquista de Sevilla. De puerta en puerta mendigaron, de casa en casa se metieron, de conciencia en conciencia fueron albergandose, y al llegar en 1554 a Sevilla el converso marqués de Lombay, a quien hoy en los altares veneramos llamándole San Francisco de Borja, hubo de felicitar por su celo al provincial, y a los buenos padres el sevillano Basilio Dávila, el P. Bautista, el P. Luis Suárez y el P. Bartolomé de Bustamante, después provincial. Habían comenzado los padres por recoger en su cuestación diez maravedís y cuatro mendrugos de pan y hete aquí que a los cuatro años poseían un alojamiento espacioso para residencia y escuela, tan noble y bien prevenido que el santo Francisco mandó a los padres trasladarse a otro más humilde en la collación de San Miguel, frente a la portería de Nuestra Señora de Gracia. No fue, pues, por los aumentos materiales por lo que Lombay congratuló a sus hermanos en religión, sino antes bien por sus espirituales triunfos. Gracias a la cautela y al talento por ellos desplegado pudo atajarse la pravedad herética del detestable doctor Constantino Pérez de la Fuente, magistral de la Santa Iglesia Metropolitana, el cual, con arrebatadora y diabólica elocuencia, traía soliviantados y enajenaba un día y otro los ánimos de toda Sevilla, apartándoles del único sendero de la verdadera religión. Día hubo en que el P. Benito, de la Compañía, viendo el estrago que las proposiciones vertidas por el doctor Constantino causaban en el auditorio, subió lleno de celo y arrebato a la cátedra que el doctor acababa de dejar y refutó sus argumentos con gran victoria suya y descanso de los atortolados y confusos oyentes. En buenas llevaban ya los jesuitas la lucha contra el protervo defensor de la conciencia libre, cuando el santo Borja, al salir de oírle un sermón, dijo, meneando la cabeza, aquel conocido verso virgiliano:


Aut aliquis latet error: equo ne credite, Teucri...



Y días antes se expresaba en parecidos términos personaje tan granado y sesudo como el magnífico caballero y cronista cesáreo Pedro Mexía. Luchaban los jesuitas desde su pequeña casa de la collación de San Miguel, y en la otra orilla del río les prestaba ayuda poderosa, desde el Castillo de la Inquisición de Triana, su grande amigo el inquisidor Carpio, sujeto de altas prendas y de gran penetración. Al doctor Constantino fueron abandonandole o huyéndole sus partidarios; vendieronle sus amigos del Cabildo. Murió en la cárcel de Triana y no abriéndose las venas como Séneca, ni rasgándose las heridas como Catón Uticense, pero haciendo cachos un vaso de vidrio y tragándoselo para que le desgarrase las entrañas, acción horrible y muy propia de hombre tan contumaz e intransigente.

Triunfantes los jesuitas en la lucha contra la herejía luterana, achicharrados además en el quemadero del campo de Tablada los más de sus secuaces públicos, entre ellos el noble don Juan Ponce de León, segundón del conde de Bailén don Rodrigo, y hombre tan extraviado por las malas ideas del doctor Constantino, que malrotó lo más de su fortuna en desatentadas limosnas a los pobres y en fundar un asilo para los innumerables niños perdidos que vagaban por Sevilla, el Colegio de la Compañía se vio pronto lleno de estudiantes de las mejores y más nobles familias sevillanas. Con esto y con ocho mil ducados, compraron los buenos padres en 1556 una gran casa en el barrio de don Pedro Ponce, junto a la iglesia de San Salvador, y comenzaron a leer gramática en dos salas grandes. Eran de ver -decía muchos años después Cervantes en el Coloquio de Cipión y Berganza «el amor, el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la virtud, que juntamente con las letras les mostraban». Era de considerar «cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia, los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con cordura: y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios y les dibujaban la hermosura de las virtudes para que aborrecidos ellos y amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados».

Quien con tales persuasivas razones lo declara no fue sólo testigo de vista, fue casi de fijo uno de los discípulos a quien la lectura y enseñanza de los padres aprovechó. Miguel asistía probablemente a una de las dos aulas. Sólo habiendo en ellas aprendido lo que de aprenderse fuera y obligado por la gratitud sin premia ni fuerza de ningún género, pudo el perro Cipión decir «desa bendita gente que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él, y para guiadores y adalídes del camino del cielo, pocos les llegan; son espejos donde se mira la honestidad, la católica doctrina, la singular prudencia, y, finalmente, la humildad profunda, base sobre quien levanta todo el edificio de la bienaventuranza». Reflexión que no pierde nada por haberla puesto su autor en boca de un perro locuaz.

La suavidad y mansedumbre con que los Padres dirigían a la juventud, según aquí se ve, y acaso la sencillez de sus estudios, que a leer gramática por el texto de Antonio (como se llamaba al maestro Lebrija) se reducían, casaban tan bien con el clima indulgente y dulce de Sevilla, que no podían menos de llevarse en pos suyo a la gente. Contrastaba tanta benevolencia con la sequedad didáctica y la severidad doctrinal de los estudios en el antiguo Colegio de Maese Rodrigo, primer embrión de la Universidad sevillana, el cual, cercado por mármoles unidos con cadenas, enriquecido con una linda capilla y soleados alegremente sus descubiertos patios, se hallaba junto a la puerta de Jerez. Acaso Miguel se acercó a veces al Colegio de Maese Rodrigo: acaso encontró ásperos y desabridos los estudios que en él se hacían, y volvió a la gramática y a los consejos de los padres ignacianos, en cuyo colegio hallaba, en confusión gustosa, junto a mozuelos pobres como él, otros hijos de las más pudientes familias de la ciudad.

Entre ellos conoció a un cierto Matihuelo o Mateo, que era de los avispados del estudio: mocito despabilado, inventivo, fecundo en trazas. Contaba él de sí mismo haber nacido en el cautiverio de Argel, por hallarse su madre en prisión de los piratas berberiscos, sin que, una vez libertada la buena señora, volviese a tener noticias de su marido, que en la isla de Córcega quedó. A este propósito enredaba mil ingeniosas patrañas, con paz y contento de quienes le oían, porque en la hermosa indulgencia de la gran Sevilla poco más o menos valor tienen la mentira y la verdad. Entre los otros muchachos se susurraba que Mateo, por apellido Vázquez, era hijo de un gran señor eclesiástico a quien llamaban don Diego de Espinosa. Mateo y Miguel se encontraron muchas veces camino del estudio. Miguel y su familia habitaban en el barrio del Duque, donde se alzaba el suntuoso palacio de los Medina-Sidonia, tan grande y rico, que al llegar Felipe II a Sevilla preguntó si no era el palacio real aquél, cómo tenía él un vasallo bastante poderoso para gozar tan espléndida mansión. Los dos amigos solían encontrarse y pasear juntos; el uno, hijo de un humilde cirujano, el otro, que ni siquiera conocía a su padre, pronto se vieron ligados por esa estrecha amistad en que fanáticamente se cree antes de los veinte años. Miguel le recitó a Mateo los inmortales versos de Garcilaso; Mateo a Miguel los de Fernando de Herrera. Justamente por aquellos días se hablaba de que la bellísima señora doña Leonor de Milán, adorada por el poeta sevillano, había sido prometida en matrimonio al conde de Gelves, don Álvaro de Portugal. El grande, el admirado vate, había de renunciar a sus únicos amores, retorcerse el corazón, hundirse en su pobreza, no volver a acordarse de la mujer idolatrada, porque no poseía el cuitado otros bienes que los de su inspiración divina.

El que subió por sendas nunca usadas cayó en una desesperación profunda. El adolescente Miguel, que admiraba y reverenciaba a Herrera, aprendió entonces aquellos versos suyos, que por toda Sevilla circularon:


    «Y lo que más me condena
es el bien de la memoria,
que quien más sabe de gloria
sabe más sentir de pena».






ArribaAbajoCapítulo V

Las gradas de Sevilla, escuela. -Lope de Rueda, maestro


Las gradas de la catedral sevillana en aquel tiempo eran lo que después fueron las gradas de San Felipe en Madrid, y mucho más que esto. En la acera ancha que rodea la catedral junto a los muros de piedra formaban una costra de humanidad y de materias más o menos vendibles los vendedores de frutas y hortalizas, con sus tenderetes de madera adosados al paredón, los merceros, los pasamaneros o cordoneros que trenzaban al aire libre, los percoceros o plateros de martillo, que en un santiamén ponían graciosas iniciales de alambre en hebilla, sortija o medallón, o bien repujaban una chapilla de plata o de oro con labores moriscas, dejándola desconocida para su legítimo dueño. Con estos medio industriales, medio hampones, alternaban en el disfrute de los poyos de fábrica arrimados a la catedral las almonedas, en donde se vendía y regateaba cuanto desperdicio innumerable da de sí una gran ciudad, los boneteros y medieros de lana, los bancos, cambiantes y banqueros al menudeo, con sus puntas de usureros y sus ribetes de ladrones. Apoyados en los marmolillos, que unidos entre sí por grueso cadenaje de hierro dulce venían a cerrar la acera, y también esparcidos por los cuatro o cinco escalones que la alzan sobre el piso de la calle, lanzaban a los vientos sus caprichosos e inverosímiles gritos los pregoneros, oficio netamente sevillano que allí constituye una bella arte en que hay mucho de música arábiga para modular las voces del pregón, tanto más sugestivas e incitantes cuanto menos inteligibles, mucho de escultura para colocarse en la facha y emplear el ademán que vaya bien con el grito, y muchísimo de literatura picaresca y de conocimiento del corazón humano.

Algunos días, en el mismo sitio donde el pregonero anunciaba ventas o prometía galardones y hallazgos por joyas perdidas, plantificabase un peregrino de Roma o de Santiago, un fraile llegado sabe Dios de qué sitio, y comenzaba a predicar contra todas las ostentaciones, vanaglorias y demoníacos lujos que aquellos montones de venal miseria significaban, a su parecer. Arremolinabase la gente curiosa y baldía a escucharle, y entre el montón no faltaban ciertos venerables viejos de bayeta negra con anteojos o con visera verde, a favor de la cual deslizaban miradas escrutadoras hacia los bolsillos, que muy luego eran visitados por las manos listas y por las ágiles tijeras de los ganchuelos y traineles por allí pululantes. Acababa el fraile o el peregrino su sermón y venía tartaleando un ciego con su gozque a la cuerda, rezando y cantando jirones de viejos romances aderezados a lo divino y devotas ensaladillas, o proponiendo enigmas y adivinanzas que venían a parar en loores al Santísimo Sacramento. Al ciego, al fraile, al peregrino, al almonedero, rodeaban descuidadamente cuidadosos unos soldados sin compañía, con los bigotes encerados, que casi horadaban la tendida halda de los sombreros, unos guapos, jaques y majos de la fanfarria, de estos que entonces y ahora se llaman hombres en Sevilla. Ser hombre era ser bravo conocido, pregonero de cabezas, índice de matonerías, un poco rufián, dos pocos borracho y a todo ruedo ladrón.

El ladronicio reinaba e imperaba en Sevilla día y noche. Los ladrones en grande venían de Italia al tufo de las galeras de Indias, y habitaban provechosos despachos en la calle de Génova: eran los florentinos y genoveses a cuyas manos vino a parar un tiempo todo el dinero que antes tomaba la senda de las bolsas judaicas. Ladrones al menudo eran los abonados a las Gradas, los concurrentes al Baratillo que se hacía junto al Arenal, los pupilos y pupilas del Compás, los pescadores de la Costanilla, los jiferos y sus comparsas del barrio de la Carne. Con estos hombres gustaban de tratarse y conferir, como hoy con los toreros y cantaores, los señoritos de más rancia nobleza, a quienes el título de hombres parecía más razonado y meritorio que los heredados blasones de sus abuelos. Ladrones eran, por fin, todos los seres componentes de la gusanera que en torno a la iglesia mayor se formaba. Gruñían los canónigos al ver la casa del Señor circuida por mercaderes peores que los del templo hierosolimitano; pero ninguno había tan virtuoso y horro de culpas que fuese capaz de alzar el azote contra ellos. Por su parte, el Ayuntamiento, la gran casa de corrupción que se pavoneaba orgullosa en la plaza de San Francisco, desafiando a la casa de enfrente, que es la Audiencia, su eterna enemiga, cobraba un fuerte arrendamiento por los poyos de las gradas, y no quería renunciar a él. Servidores del Cabildo municipal eran muchos de los ladrones, y sus encubridores y cómplices.

Cuando llegaba la noche, comenzaban a recorrer las calles desiertas y obscuras los animeros, quienes, pagados por el Municipio, iban tocando una lúgubre campanilla, para que el descuidado durmiente o el regalón cenante se acordaran de las ánimas del Purgatorio y de sus padecimientos y quemazones. Al paso, los buenos animeros escrutaban por esta reja o por aquel patio, hurgaban los goznes de una puerta, aplastaban una pelota de cera contra una cerradura, descuidaban unas calzas o unas camisas a secar, olían el negocio por todas partes.

De estas y de otras muchas cosas iba enterandose Cervantes y en el alma le entraba la alegría y el garbo y rumbo de la picaresca, porque esto que narrado hoy nos parece triste y aun horrendo, era un regalo y un convite para los valientes ánimos de entonces. El quemadero del campo de Tablada para los perseguidos por la Inquisición, y la horca de la plaza de San Francisco para los condenados por la justicia civil, eran dos espectáculos gratísimos a la mocedad, y dos aulas al aire libre donde a grandes y chicos les daba casi diaria lección la muerte, no estimada en más ni en menos que la vida. Las muecas de un ahorcado, los gestos de un sambenitado, la paciente resignación de una alcahueta emplumada o enmelada eran plato de gusto tan sabroso como las regocijadas farsas y los pasillos del gran Lope de Rueda, que por entonces quitaba la amarillez y las ojeras a los tercianarios de toda España. Tanto como verle representar el bobo, el negro o el vizcaíno, era interesante y curioso para los mozuelos como Miguel, metidos de hoz y de coz en aquella vida intensa y abundante, de que hoy, encanijados y temblones, no tenemos idea, salir a las afueras, ya hacia Brenes, ya hacia Castilleja o la Algaba, y ver cómo se pudrían al sol implacable las enjauladas cabezas y los colgantes miembros de los descuartizados, a quienes por entretenerse, muchachos, arrieros y caminantes solían tomar como blanco de sus hondas, saltándoles los ojos a pedradas; o bien, junto a la riqueza que preñaba los vientres de las galeotas y al par de los fardos en donde Italia, Oriente y las Indias enviaban sus más ricos presentes, ver cómo perecían roídos por la miseria, carcomidos por la peste, agarrotados por las bubas, consumidos por el cáncer o simplemente extenuados por el hambre, tantos y cuantos hombres a quienes casi todos los días se recogía muertos por las calles, sin que sesenta o setenta hospitales y casas de caridad, repletos siempre, pudieran recibirlos.

La necesidad cotidiana ya no era un secreto para Miguel cuando llegó a Sevilla, pero sólo en Sevilla pudo hacer el cotejo de las grandes opulencias con las miserias últimas; sólo allí entró en contacto diario con las asperezas del vivir y del morir, y se hizo a mirar con semblante animoso cuanto después presentarsele pudiera. Los que no hemos visto un muerto hasta que teníamos treinta años, los que huimos de los hospitales y de los patíbulos, de las tascas y de los chamizos donde la miseria hierve, no podemos ni debemos alardear de que hemos visto vida ni darla de que conocemos a los hombres. Ved aquí al más grande ingenio que ha engendrado España, ya desde los diez y siete años hundido en la realidad, viendo todas sus lacerias, palpando sus llagas, oliendo sus pestes, oyendo sus ayes, paladeando sus amarguras. Seguid sus pasos por las angostas calles de Sevilla. Camina sin rumbo, como quien sabe que doquiera ha de encontrar algo que le importe y cautive. Es un mozo rubio, delgado, de abierta fisonomía, de ademán resuelto, terciada la gorra, prevenido el estoque. A los pocos pasos ve encaminarse hacia la iglesia de San Miguel un lucido cortejo, al que precede y sigue chilladora escolta de muchachos.

Es un bautizo de los de rumbo. En medio de la turbamulta descuella la vara alta, el sombrero a la chamberga, la blanca gorguera y el barbudo coramvobis del señor don Sancho, alguacil mayor de la ciudad, quien marcha a pie, sudoroso y embarazado con el embeleco de la capilla de velludo y del gorguerón, arambeles engorrosísimos en el día, que es de los calurosos del verano, el 18 de julio de 1564. Acompañan a don Sancho su teniente mayor Alonso Pérez y la habitual ronda volante de alguaciles, porquerones y corchetes, unos con gorras, otros con sombreros, quién con vara, quién con espada, de ellos con dagas de ganchos al cinto, de ellos con el acero en la mano o bajo el brazo por no tener cinto ni tahalí. Junto a don Sancho van el rico sevillano don Pedro de Pineda, a quien Miguel conoce por ser vecino suyo, y el respetable oidor Hernando de Medina, todos gente de suposición y de posibles. A Miguel no deja de sorprenderle tan gran aparato para un bateo; pero su sorpresa se cambia en admiración vivísima, al ver que el protagonista de toda aquella procesión es ¡quién lo pensara! el gran Lope de Rueda, «varón insigne en la representación y el entendimiento, hombre excelente y famoso». Sí, sí, Lope de Rueda es; aquellos son sus ojillos hirvientes de malicias, aquellas sus barbas cerradas y ya canosas, aquel su inquieto semblante. Miguel recuerda entonces que en el barrio se comentaba la alegría del gracioso representante al saber que iba a ser padre y lo que se decía de su mujer Rafaela Ángela, de quien aseguraban algunos que no se llamaba así ni era valenciana, como decía el propio Lope, sino que era una danzarina andariega a quien su marido conoció hallándose ella vestida de hombre, como paje, en el servicio del melancólico y entristecido señor don Gastón de la Cerda, duque de Medinaceli, quien pasaba años ante sus hipocondrías negras en el palacio de Cogolludo, sin que nada le contentase ni le diera consuelo, sino los cantares, danzas, chistes y meneos de la endiablada mujer... Decíase también que la tal se llamaba Mariana o algo así, y que, habiendo servido sabe Dios cómo y en qué por más de seis años al duque, no cobró de él ni un maravedí, por lo cual hubo pleito que ella sostuvo, ya casada con Lope de Rueda. Como quiera que fuese, Lope de Rueda era el hombre más popular de Sevilla, el que mejor entretenía a sus conciudadanos, y aquel a quien éstos debían sus más sazonadas horas de regocijo. «Fué admirable en la poesía pastoril, y en este modo ni entonces ni después acá ninguno le ha llevado ventaja». Y ¿que diversión podía haber para las gentes de complicada y enérgica vida que poblaban la ciudad como aquellos sencillos y amorosos coloquios de Cilena y Menandro, y sus galanas frases de rebuscada y artificiosa simplicidad?


    «Anday mi branco ganado
por la frondosa ribera,
no vais tan alborotado,
seguid hacia la ladera
deste tan ameno prado.
Gozad la fresca mañana,
llena de cien mil olores,
paced las floridas flores,
por las selvas de Dïana,
por los collados y alcores...»



Oía Miguel, todo oídos, y veía, todo ojos, las tales farsas infantiles, donde está en esencia y embrión todo nuestro teatro: la comedia Medora, la Armelina y la Eufemia, reflejos de Italia con españoles cambiantes, y aún más que esto le cautivaban y seducían los pasos inmortales de este primer Lope, víspera del otro Lope y abuelo de Molière. En medio de la tiesura y almidonamiento que a la poesía de los grandes sevillanos y de los grandes castellanos agarrotaba, entre imitaciones de los clásicos latinos y griegos y sacras reminiscencias de la Biblia, con que empedraban sus versos y empañaban los rayos súbitos de su inspiración, a vueltas de esa literatura oficial y de oficio, ensalzada como cosa de escuela y consagrada como cosa de iglesia, la franca, la humana, la restallante carcajada de Lope de Rueda venía a sonar en los oídos de Cervantes como la primera fresca voz del verdadero genio español, que al sol andaba y por las calles se movía, mirando y copiando la realidad como ella es: y por ante sus sombrados y regodeados ojos cruzaban el burlón Salcedo y el bobo Alameda, el ladrón Samadel y el hidalgo tramposo Brezano, el pedante y mísero doctor Lucio y el complaciente marido Martín de Villalba, su descocada mujer Bárbara y el agudo estudiante Jerónimo, la negra Cristina y el lacayo Vallejo, el rufián cobarde Sigüenza y su colérica coima Sebastiana, y por fin, las cuatro figuras eternas de Las aceitunas, donde sin acrimonia didáctica se muestra y castiga, entre risas y bromas, las ilusiones y vanas esperanzas de que nos mantenemos en el mundo.

Lope de Rueda, creador del diálogo teatral en cuanto a la técnica, fue el Bautista del humorismo español, del cual Cervantes había de ser el Mesías. El claro, risueño y generoso concepto de la vida que el afortunado batidor de oro poseyó y expuso en los pasos era el positivo, el verdadero, el sano, el concepto copiado por Miguel en los entremeses, afinado en las Novelas ejemplares, magnificado y sublimado en el Quijote. Lope de Rueda fue el aguijón de Miguel y de todos los grandes conocedores de la realidad baja y de la alta realidad. Pero no penséis que hubiera sido indiferente el que Miguel escuchase y viese representar a Lope de Rueda, como se ha dicho, en Segovia o en Córdoba o en Madrid. No; donde hubo de oírle y admirarle y prendarse de su talento y de la especial manera de su genio, fue en Sevilla, donde Lope, ya viejo, sacaría todos sus más variados y hondos recursos para sorprender y agradar a sus paisanos, a los que le habían conocido pobre oficial, laminando panes de oro; en Sevilla, donde cielo y suelo, aire y habla regocijan el ánimo, y la muerte y la miseria son ocasión de burlas y nada hay absolutamente irreparable. No en otro sitio apreció y admiró Miguel a aquel hombre sin par, que «con cuatro pellicos blancos, guarnecidos de guadamecí dorado, y con cuatro barbas y cabelleras metidas en un costal, y con cuatro cayados y una manta vieja tirada con dos cordeles de una parte a otra» iba con la fuerza de sus carcajadas despertando al espíritu español, que roncaba soñando caballerías guerreras y místicas aventuras. Siglos de pesadumbres y desdichas pasaron por cima de Cervantes, y el manco sano, hallándose en conversación de amigos donde se trataba de comedias, y siendo el más viejo de los presentes, rumiaba gustoso la impresión que, muchacho, le causó el ver representar a Lope de Rueda. Bien claro está cómo se le quedó albergada en el corazón desde entonces para siempre la más alta cualidad literaria, la que sólo alcanzan los genios, la devoción y fidelidad a Nuestra Madre y Señora la Ironía, que salva a los hombres del olvido.




ArribaAbajoCapítulo VI

Las hermanas de Miguel


El convento de carmelitas descalzas de la Concepción, vulgo de la Imagen, en Alcalá de Henares, era un gran edificio compuesto de varios caserones apiñados en diferentes épocas. Llegaban a él los últimos ruidos de la población escolar, que hasta la vecina calle de Santiago se extendía, y los ruidos primeros de la población solariega, que en el arranque de la calle Mayor empezaba. Cercano al palacio arzobispal, salpicaron el convento de la Imagen algunas de las finezas arquitectónico-escultóricas del gusto plateresco, prodigadas por Fonseca y por Tavera en los patios y salones de aquella mansión que Cisneros dejó a medio hacer. Esa arquitectura cortesana, elegante, hija de las Loggie de Rafael Sanzio y del refinado vivir del Vaticano; ese arte que trata grandiosamente lo pequeño y regresa a la imitación del natural sin despreciar el esfuerzo de la fantasía, irrumpe en la castiza severidad del convento trepando por una escalera palaciana que une los blanqueados claustros del piso bajo con los enlucidos claustros del piso principal. Puede ser que esa ostentosa balaustrada, digna de que en ella apoyen sus manos largas y exangües las princesas de Pantoja y Sánchez Coello, la pusiese allí aquel don Juan Tavera del rostro delgado, de la perspicaz mirada, de la muceta color de vino, a quien retrató, vivo, el Greco, y muerto el anciano Berruguete, y de quien decía Carlos V que «en faltando don Juan Tavera de su corte faltaba su mejor ornamento».

El día 11 de febrero de 1565, el bello pasamanos de piedra rosácea se ve acariciado por diez, por veinte, por treinta manos blancas, que por él van saltando al bajar la escalera, como bandada de palomas inquietas al posarse en los surcos de un algarrobal. Las monjas carmelitas descalzas van al coro y de allí al locutorio. Van vestidas sin igualdad en los hábitos, atento a su mucha pobreza, unas de jerga, otras de sayal burielado sin tintura, aparejo redondo y sin pliegues; el escapulario cuatro dedos más arriba del hábito; las tocas de sedeña o lino grueso, no plegadas sino a su caer; el calzado, alpargatas abiertas, de modo que por bajo de la túnica, al andar, se ve rebullirse dos talones rosados que entre la jerga de la halda juegan al escondite. Sobre la túnica llevan grandes capas de coro, de jerga blanca. El manto de sedeña tapa el rostro de las profesas, no el de las novicias, que no llevan sino toca echada hacia atrás. Al llegar al claustro bajo, las monjas se forman militarmente en dos filas, la priora y superiora delante, asistidas de las clavarias, detrás la rectora y portera mayor, luego la sacristana con las demás profesas; en pos la maestra de novicias con su gorjeante grey. Por los desamparados claustros corre un viento frío que el blancor lúcido de las paredes devuelve y arroja a los rostros. Las monjas tiritan; de entre las encorvadas túnicas de las viejas salen carraspeos rebeldes y secas tosecillas. Una novicia estornuda y las otras mueven regular algazara para decirle que Jesús, María y José la ayuden. La maestra las reprende suavemente, que aquello frisa en juego, y bien claro dice la Regla sapientísima que la doctora de Ávila dictó: «Juego, en ninguna manera se permita, que el Señor dará gracias a algunas para que den recreación a otras», y añade que «las burlas y palabras sean con discreción». El día es alegre para la comunidad. Se recibe como religiosa a una linda y honestísima joven, ahijada del devoto licenciado Cristóbal Bermúdez. Las monjas la conocen de haberla visto en el locutorio acompañada por el dicho licenciado y por una señora, doña Leonor, madre de la novicia. Es una amable y tierna criatura, y parece, por su conversación, dotada de aquel punto de agudeza que es lícito a una monja y que tan bizarramente sazona las largas horas conventuales y en particular aquellas dulces sobremesas en que «todas juntas -la Regla lo dice- pueden hablar de aquello que más gusto les diere como no sean cosas fuera del trato que ha de tener la buena religiosa», porque -dice también- la experiencia enseña que en la parlería no puede faltar pecado».

La joven neófita se llama Luisa de Cervantes o de Carvantes, que esto las monjas no lo saben bien, pues no han de tener cuenta con las cosas del mundo. La priora ya conoce por informes respetables y fidedignos, que es recia y persona que quiere servir al Señor, con salud y entendimiento y habilidad para rezar el oficio divino, que escrupulosamente le ha sido enseñado; y demás de esto, posee un apacible y gratísimo genial. Otras, al conferir sus deseos con el confesor y la priora, arrebatadas por místicas exaltaciones, declaran que quieren llevar en religión un nombre terrible: Sor Jerónima de las Llagas, Sor Inés de la Expiración, Sor Angustias de la Agonía. Ésta, en el nombre que ha de tomar demuestra la ternura de su genio y aficiones; quiere llamarse Sor Luisa de Belén, evocando con tan suave apelativo la más dulce imagen de la vida de Cristo, como quien ama y estima sobre todo el divino y alegre misterio del Nacimiento de Dios niño; como quien ha preferido quizá en sus lecturas las candorosas páginas del cartujano Ludolfo de Sajonia a las aterradoras y cortantes líneas del Contemptus mundi, cilicio del alma, al cual hoy llamamos Kempis. ¿No veis aquí la sangre de Cervantes y de sus hermanos y hermanas, gente alegre y sacudida, gente de alma joven que sólo a fuerza de pesadumbres continuadas se ha de avejentar?

Las monjas de la Imagen, y singularmente las novicias, están contentas de recibir en su gremio y comunidad a tan simpática y agradable hermana. Por eso van risueñas al coro en aquella fría mañana de febrero y con amorosas y gratas expresiones la reciben, aunque siempre con esa distanciada frialdad y religiosa cortesanía que la Regla previene. «Ninguna hermana abrace a otra ni la toque en el rostro ni en las manos ni tenga amistad particular». Previas unas ligeras ceremonias, Luisa queda en el convento. Hasta el día 17 no ha de darsele el hábito con bendiciones. Aflojada un poco la severidad de la regla, se permite a veces entrar en la clausura a las que aún no han hecho votos.

El día 17, a pesar de la frecuencia de tales funciones, acude lo mejor de Alcalá a presenciar los votos y toma de hábito de Luisa. Curiosos y desocupados, personas de piedad notoria y ostentosa, clérigos, beatas y frailes llenan la pequeña iglesia y el encalado zaguán, amén de algunos estudiantes ganosos de ver si es guapa la novicia. En los rincones de los altares, apoyados contra confesonarios y pilastras, en actitudes dolientes, los galanes devotos de monjas, que en Alcalá abundan, como en Toledo y Sevilla, lanzan miradas de condenado en el purgatorio hacia lo que creen divisar tras los velos. Los hay ardientes fetichistas que están enamorados de unas manos, y no conocen el rostro que las manda; y las manos lo saben y sin dejar de atender al rezo de la boca, se pasean provocativas por el escapulario, tal vez suben audaces a componer el manto, cuya obscuridad las avalora y ponen con ello mil brasas en los corazones de sus penados amantes, adoradores de lo imposible, tataranietos de Platón, a quien no han leído.

Llega el momento solemne de pronunciar los votos. El sacerdote es un jovenzuelo primerizo en tales ceremonias. Acercase a la reja del coro, espesa red de barrotes negros, de cuyas cruces salen amenazadores y agudos pinchos de retorcido hierro. La iglesia está casi a obscuras. En cambio, del gran ventanal del coro desciende fría claridad inverniza, azota los velos y se detiene en la línea de oro formada por los cirios que las monjas mantienen en la diestra. Toda la luz parece afluir al rostro de la novicia. El sacerdote es un jovenzuelo primerizo que no sabe de memoria las fórmulas rituales. Un caballero, que ha tenido por honra hacer oficio de acólito, quizás por ver más de cerca las manos o los ojos que le atormentan, alumbra con un cirio pequeño la lectura. El sacerdote lee despacio, penetrando palabra por palabra el misterio de la Regla dada a Brocardo y a los ermitaños del Monte Carmelo en el siglo XIII. El sacerdote está muy emocionado, la voz le tiembla, los ojos azules de Luisa de Cervantes, abiertos con avidez, se le clavan entre ceja y ceja. Al concluir la lectura, el sacerdote advierte o su acompañante echa de ver que el libro está manchado de sangre: sangre corre también por las vestiduras sagradas, sangre mancha los hierros de la red y chorrea al suelo. El sacerdote, embebido en lo que leía, se ha clavado uno de los pinchos en la frente. Muevese en la iglesia gran rebullicio; todos tratan de acercarse, comienzan a correr rumores absurdos, creídos instantáneamente por hombres y mujeres ansiosos de que lo sobrenatural aparezca. Las monjas se percatan de que alguna gran profanidad ha debido de ocurrir rejas afuera. La superiora, con un gesto, manda correr la cortina. Invisibles manos la cierran y en medio del coro lleno de luz, curiosos, espantados, entre el brillar de los cirios, los grandes ojos azules de Luisa de Cervantes Saavedra miran por última vez al mundo. Su madre, doña Leonor, cuyo ánimo no perturba el tumulto que se ha movido en la iglesia, llora, mitad de pena, mitad de alegría.

Entrando el mes de marzo, llegan a Sevilla noticias de que Luisa ha tomado el hábito. No mejoraba entretanto la fortuna de los Cervantes. Ni los excelentes deseos del cirujano Rodrigo, ni los buenos oficios de su hermano Andrés, que de antiguo moraba en Sevilla, fueron parte a lograr comodidad ni holgura a la familia desdichada. Por aquel entonces le habían sido embargados y secuestrados a Rodrigo los bienes, a petición de un Francisco de Chaves, sin duda por esa tragedia vulgar y diaria que en el lenguaje judicial moderno se llama cruelmente pago de pesetas. Pero con Rodrigo seguía viviendo su hija doña Andrea, mayor de diez y siete años y menor de veinticinco, la cual se mostró parte en el pleito, alegando que entre lo embargado, como de su padre, había ciertos derechos y acciones a ella pertenecientes; por lo cual pedía que se le nombrase un curador ad litem, que primero se pensó fuera Alonso de las Casas y luego fue Alonso de Esquivel, escribano de Su Majestad. Aparece en este documento una valiosa firma de doña Andrea de Cervantes S. (Saavedra), trazada con grande y resuelta letra, que varonil parece por lo decisivo de sus rasgos, pero femenina por lo apasionado de su inclinación. Y he aquí que el comentarista, al examinar esta escritura, comprende, ya mirando a su contenido, ya a la letra de la firma, quién era y quién había de ser la hermana mayor de Cervantes. Siendo aún moza de veinte años, alega ya derechos y acciones sobre los bienes secuestrados a su padre, con lo cual acredita poseer bienes propios. ¿De dónde proceden estos bienes y qué títulos podía invocar doña Andrea, menor de edad, para reivindicarlos?

Sin que al indagar esto demos oídos a la suspicacia ni asenso a la malicia, bien se puede afirmar que nacían entonces, para las mujeres listas y despejadas como doña Andrea, nuevos modos de adquirir sin deshonor, y desde su mocedad supo ella ponerlos en juego y aprovecharlos.

Doña Andrea era, en realidad, la cabeza de la familia. Faltaba allí la autoridad de la madre, y ella la recogió, mostrando, desde luego, una gran perspicacia y un extraño conocimiento de la vida, por los cuales su hermano la admiró siempre como a maestra y precursora. En Sevilla, todo, desde el aire que se respiraba y el sol que lucía, hasta la forma y colocación de casas y calles y las costumbres y hábitos de la alta sociedad y de la baja, estaba organizado para una vida fácil y placentera. Recordad cuán poco le aprovecharon, en aquella ciudad, al celoso extremeño Carrizales todas sus extremadas y rigorosísimas precauciones, y comprenderéis cómo doña Andrea, moza, y doña Magdalena, mocita, y ambas dotadas de hermosura, como se vio y probó después, hubieron de tener cortejantes asiduos, amadores generosos y liberales, a quienes no dolían dádivas ni promesas. No penséis que hay en esto nada malo ni deshonroso. Hoy mismo ocurre mucho de esto, sin consecuencias graves. La casa está sola, abierto el portal, como es de rigor en Sevilla. No hay madre, porque doña Leonor de Cortinas vive en Alcalá o en Arganda, al cuidado de la suya, enferma. El padre anda en sus ocupaciones de cirujano. Los mozos Miguel y Rodrigo viven lo más del tiempo en la calle, aquél en sus estudios y paseos, éste arrimado a las barbacanas del Guadalquivir, viendo pelearse a los pícaros, jurar a los marineros, descargar de los barcos mercancías y cargar soldados para Italia y aventureros para las Indias. En la casa entran y salen diversas gentes. Algunos aposentos se hallan subarrendados a un Juan Mateo de Urueña, mercader, a quien ha sido preciso demandar para cobrarle ciento treinta y seis reales y treinta y dos maravedís por los alquileres.

A la husma de los buenos palmitos de las Cervantas no faltan galanes que sigan de día, que ronden y den serenatas por las noches. No hay en ello mal grave, ni las conciencias se han hecho aún tan pacatas y asombradizas como lo fueron, o aparentaron serlo, sesenta años después. El concepto inhumano y anticristiano del honor familiar, tal como el teólogo Calderón de la Barca había de teorizarlo, ilustrándolo con sus dramas, ejemplos, teoremas y postulados de una Metafísica altisonante y huera más bien que sucesos del mundo, se estaba elaborando ya, pero aún no había aherrojado las conciencias ni ennegrecido las costumbres. Era menester que el tal concepto fuese alquitarado en El Escorial, consagrado en los confesonarios del padre Aliaga, acicalado y abrillantado en las alamedas del Buen Retiro, aplaudido por regias manos adúlteras. La comedia de entradas y salidas, de ruido y de revuelo, de capa y espada, existía ya; el drama trágico de los celos y de la venganza no se dibujaba claramente aún.

Comedia de entradas y salidas, de galanes y damas enamoradizas, de compromisos y promesas amorosas, sin llegar a mayores, debió de haber, desde luego, en casa de Miguel, puesto que en años posteriores la hubo, y ni doña Andrea ni doña Magdalena fueron tan torpes que en el juego salieran perdiendo cosa de estima, ni dejaron de aprovechar y de asirse a las palabras y promesas de sus galanes. Desde entonces, desde mucho antes quizás, era el patio de Sevilla escenario gustoso para estos enredos en que, si la mujer es discreta, nada hay que temer. Y de esta comedia sólo aprendía Miguel escenas sueltas, fragmentos de coloquio, graciosas frases y alegres galanteos. Sevilla, la indulgente, la bonachona y perdonera Sevilla, no pide en estas cosas más que un poco de gracia y delicadeza, y sin duda en casa de Cervantes la hubo.

Doña Andrea tenía bienes propios, derechos y acciones. Puede ser esto muy bien una añagaza curialesca urdida hábilmente por el procurador, tal vez por ella misma, que siempre tuvo maña y habilidad pasmosa para los pleitos, como la hubiese tenido para lo demás, si en España las mujeres pudieran hacer cosa mejor que ofrecer su mano y pleitear con sus reacios o remisos adoradores. El caso este se repitió muchas veces, para que no veamos en la intriga la mano de la listísima doña Andrea. Antes que su hermano las escribiese, forjaba doña Andrea, con arte y sutilidad, novelas vivas y comedias reales.

A últimos de 1565 o primeros de 1566, la desasosegada e inquieta familia tomaba de nuevo el camino de la corte.




ArribaAbajoCapítulo VII

Vuelta a Madrid. -La Mancha. -Getino de Guzmán. -El maestro López de Hoyos. -El Duque de Alba


Volver de Sevilla a Madrid, aunque se vuelva a los diecinueve años, cuando las esperanzas hinchen el pecho como el aire los pulmones mozos, siempre es volver. Tanto vale decir que es despertar, que es hacerse cargo, caer en la cuenta, desilusionarse. Para Miguel era tornar de la vida gustosa y llena de incitaciones, donde sus ojos tenían a diario pasto nuevo y sus nervios a cada instante inesperada sensación que los estirase, a la monotonía, angostura y tristeza de la naciente corte. Mientras su hermana Luisa se hallaba enclaustrada para siempre, renunciando a la ciencia del mundo para vivir en la soledad, donde, según decía entonces el rey de España, «se enseña sin hablar y se aprende sin oír», y mientras su hermana Andrea cursaba los primeros estudios de la facultad amorosa, en cuya cátedra nacemos y en cuyo aprendizaje no pocos perecen, Miguel llevaba ya hecha buena parte del noviciado en la escuela del vivir. Mal a gusto salía de Sevilla y aunque le contentase, como entonces alegraba a todo hombre despierto, lo inseguro del porvenir, le desagradaba el regreso a la corte fea y triste. Con todo, templabale este enojo la presunción de que en la corte se está más que en parte alguna en potencia propincua de llegar a todo, y su espíritu se había hecho ya tan flexible y capaz, que ni el extremo de la opulencia, ni el horror de la miseria última le espantaban.

Sin que parezca verosímil que a los diecinueve años y después de pasar dos en Sevilla, tuviese Miguel concepto ni siquiera noción clara de las más de las cosas que veía, sí debe asegurarse que llevaba almacenado un cúmulo de impresiones cien veces superior al que hoy posee cualquier mozo de su edad. Había, además, reflexionado como reflexionan los hijos de padres incapaces, defectuosos o blandos en el gobierno de su casa: como reflexionan los hermanos de muchachas casaderas y muy cortejadas. Una psicología de baratillo cree y afirma que los diecinueve años no son edad de reflexión. La experiencia acredita lo contrario. A esa edad, el espíritu está nuevo, tiene sed y le sobra tiempo. Luego viene la acción, y la reflexión ha de ser rápida, concisa, formulada entre dos hechos que la atropellan. Por último, sobrevienen los achaques y desmemoramientos de la vejez y ¡adiós reflexión!

Miguel debía de tener entonces unos ojos alegres, pues así los conservaba cuando viejo, pero la alegría de sus ojos y de su alma no empecía a la claridad de su visión. Mejor se ve con ojos regocijados que con ojos lúgubres. Los tristes son miopes o présbitas. Los ojos que ven bien, sólo al ver bien experimentan una satisfacción, y con ella, inconscientemente, ven mejor cada día. ¿Queréis representaros los ojos de Cervantes y aun toda su facha y apostura por aquel tiempo? Id al Museo, mirad el retrato famosísimo del príncipe don Carlos que Sánchez Coello, con factura italiana y con italiana intención, dejó pintado. Penetrad bien hasta el fondo ese retrato, cuya contemplación hiela los huesos y luego salid a la calle, a la luz caliente del Mediodía y confrontaos con un mozuelo alegre que por las calles del Retiro va requebrando a un corro de modistas, la risa pronta, la mano larga, el libro bajo el brazo.

Pronta la risa, larga la mano, bailando de curiosidad los ojos, vuelve Miguel con su familia a Madrid: maleta no tiene, pero en las faltriqueras lleva lo que ha menester. ¿Sabéis lo que es? Un Amadís de Gaula y una Diana de Jorge de Montemayor; ¿supondréis temerariamente si os imagináis que entre las hojas de estos dos libros no hay pedazos de papel escriborreados de versos y ennoblecidos por tales o cuales declaraciones amorosas donde los viejos conceptos de Platón aparecen alambicados en señoriles endecasílabos de acentuación imperativa y dura?

Miguel sigue otra vez el curso del olivífero Betis, quizás pasa por Córdoba, de seguro se espacía en la contemplación de la misteriosa Sierra Morena, cuyos dientes tajan en dos pedazos distintos y aun opuestos la vida espiritual de España. La llanura manchega se ofrece de nuevo a sus ojos, surcada por las reatas de la arriería, labrada por las yuntas, musicada por el cantar lento de los gañanes que roturan, binan y tercian sus bancales y por el campanilleo de las mulas. La gañanada, canto largo de moriscas cadencias que acompaña al labriego besana adelante, resuena halagadora, medio poética, medio prosaica, como la vida, en los oídos de Miguel. Es una añeja cantilena de este lado de los olivos en la que se ve una punta de odio contra la corruptora Andalucía.


       «La niña-á
que vino de Sevilla-á
       y trujo-ó
un delantal de lujo-ó
       y ahora-á
porque se le ha rompido-ó
       la niña llora-á».



De los barbechos de trigo y cebada se pasa a las tierras donde el aurífero azafrán se cosecha. En medio de la llanura, impertérritos o trepando en fila amenazadora por la pendiente de un gollizo, los molinos de viento aparecen, rechonchos y achaparrados los cuerpos, rebeldes e inquietos los brazos de loco; la boca, que es la puerta, de par en par; los ojos, que son las ventanas, avizores e insultantes. A ellos se encaminan otras reatas de arrieros y de mozos y mozas, aquéllos andando, éstas a sentadillas en las ancas del burro, el cual, si va mohino, volverá rucio con el espolvoreo de la harina, que emblanquinará los cabellos de las muchachas. También el molino canta, pero no la gañanada grave y honda, sino la seguidilla liviana y loquesca, en versicos fáciles, picardeados de imágenes lascivas referentes a la tolva, al picado de las piedras y a otras palabras y usos de la maquila, donde hormiguean las metáforas de cazurra intención. Un estribillo panaderil desgarra el aire con lascivo ritmo de zaranda:


    Cuatro panaderos
entran en tu casa,
que el uno lo cierne,
que el otro lo amasa,
que el otro lo coge y
lo mete en el horno
que el otro lo saca...
y yo me lo como,
mi bieeen...



La dilatada estepa, que desierta pareció a Miguel, y por desierta muy al caso para una lucha de gigantes y poemáticos campeones, se halla poblada por una vida menudita, picante, maliciosa, que reluce en los ojillos de los enharinados molineros, de los sudientos gañanes, de las andariegas mozas, de los arrieros ladinos y hasta en el meneo garboso y femenil de las ancas de las mulas y en la cómica tiesura de las asnales orejas. Miguel contempla, con jovial atención, los molinos de viento, que gigantes le parecían, y sale de su cavilosidad y suspensión aparentes soltando una extemporánea y sonora carcajada, prima hermana de las que le arrancó en Sevilla su admirado Lope de Rueda, contrahaciendo el rufián cobarde y dejándose pegar por su oíslo unos pasagonzalos en las narices.

Esta risa de Miguel ante los molinos es su primera creación, quizás de todas la más grande: los ojos, rebosantes de alegría, ven ya claro. El que vuelve de Sevilla, por muy mozo que sea, si no es un bausán, se hace cargo, después que Miguel, quien nos lo ha enseñado a todos, de que el mundo entero es un molino de viento al cual muchos toman por gigante, y sólo tardan en ser hombres de veras el tiempo empleado en volver de su error. Miguel mira el ancho desierto de la Mancha, ve la mansedumbre de la tierra, entra en los pueblos cercados de tapias terrosas, con bardales de tobas y de cambroneras, que al sol se tornan de verdes en cárdenas. Apoyados en las paredes toman el sol los hidalgos macilentos, a cuyos pies lebreles barcinos, no más flacos que sus dueños, se acurrucan bostezando. Apenas hay aldea sin convento o casa de religión; apenas hay morada grande sin cuatro o seis o veinte cuerpos de libros que tratan de cosas nunca vistas, de estupendas y ensoñadas aventuras. En la sacristía ergotizan dos estudiantes hambreados, que piensan oponerse a una capellanía o a un beneficio de diez maravedís diarios, como dos canes a una taba seca y sin tuétano. En la plaza, los muchachos pasan mañana y tarde apuntando al cielo con la vara de derribar vencejos o cernícalos. En los escalones del rollo, el tonto del pueblo deja sosegadamente que las moscas le paseen a todo su beneplácito la cara mocosa y babosa, mientras alguien pasa propicio a darle un cantero de pan a cambio de cualquier simpleza cruel y divertida. El barbero tiene cátedra abierta todo el día, a ratos desollando a sus convecinos o arrancándoles las muelas, o abriéndoles una fuente por donde mane la podrición heredada o adquirida; a ratos punteando la vihuela, otras veces comentando la bajada del turco, inagotable y principal cavilación de todos los habladores. A la tertulia barberil no falta un soldado viejo, a quien mancaron en Ceriñola, según él, en la taberna de Alcocer, según otros, ni un soldado nuevo que asomó las narices a Cartagena, vio las galeras cargadas de gente de armas, y estimando que no era de importancia su ayuda allí, donde acudía tan buena tropa, dio la vuelta al pueblo, coronado de bizarras plumas, vendiendo vidas y espurriando reniegos.

Miguel ve todo esto, nota, recoge, guarda, sin pensar que pueda aquel gusto y curiosidad suya servirle de algo, pasado el tiempo. El camino amaestra, el camino adoctrina y agudece. ¡Bien haya el camino!

Llega la familia a Madrid. Doña Elvira de Cortinas, madre de doña Leonor y abuela de Miguel, se hallaba en grave trance de muerte. Doña Elvira murió. Nada sabemos de esta señora, sino que dejó herencia que recoger. Pero entonces se llamaba herencia a cualquier cosa. Como el testamento se hacía más por el alma que por los bienes, heredaba todo el mundo y todo el mundo andaba pobre después de heredado. Así ocurrió a los Cervantes, quienes, llegados a Madrid, necesitan vender uno de los pocos y magros bienes que tenían: una viñica de quinientas tristes cepas en el término de Arganda, por la cual les dio el vecino Andrés Rendero siete mil quinientos maravedises, que hoy decimos doscientos veinte reales y unos mais. Con estos dineros se estableció en Madrid la familia.

En dos o tres años, Madrid había cambiado mucho. Madrileños y residentes en la corte iban habituandose a la idea de que la estancia regia había de ser definitiva. El concejo, con el aumento de población y el poco o ningún cuidado que se tomaba en mejorar la villa, andaba bien de dineros a temporadas y podía permitirse lujo y ostentación en fiestas y funciones ya que no en cosas de provecho. Pero lo que más variaba el carácter y aspecto de la villa era el ambiente moral que en ella venía formandose, la murmuración y el chichisbeo constante que salían del Palacio real o de las salas del Consejo de Castilla o de los confesonarios y locutorios e iban desparramandose por mentideros y juntas de gente ociosa, abultándose en los patios de los mesones, encogiéndose para entrar en las casas particulares. Las desazones que a Felipe II le daba su hijo, el príncipe don Carlos, trascendían pronto a la calle. Como el príncipe era endeble y estaba lleno de cicatrices en la frente y en los ojos, causadas por las operaciones que fue menester hacerle en Alcalá cuando rodó la escalera de Tenorio persiguiendo a la joven doña Mariana de Garcetas, a quien metieron después monja en el convento de San juan de la Penitencia, la gente, que no amaba al príncipe, decía de él: -Está señalado; no puede ser bueno.- Un día, el gracioso representante Alonso Cisneros se ufanó ante nutrido concurso de haber sido él causa para que el príncipe amenazase con un puñal al presidente del Consejo don Diego de Espinosa. Otro día se dijo que don Carlos y su tío natural, don Juan de Austria, habían metido mano a las espadas en un aposento del palacio, y fue menester que los cortesanos les desarmasen. Susurrabanse también desazones y malestares de la hermosa y garrida reina doña Isabel de Francia, motivados por la ardiente y enamoradiza condición de su marido, tan callada por los historiadores como sabida por el pueblo, quien veía renacer en Felipe II la leyenda de misterio amoroso con que los romancistas habían poetizado ya la historia de don Pedro de Castilla.

De todas estas y de otras muchas cosas sabía Miguel, no sólo por sí mismo, sino por los conocimientos y amistades de su familia. Frecuentaba su casa un Alonso Getino de Guzmán, alguacil de la villa, hombre de treinta y tantos años, de buenas partes y de sutil ingenio. En tal opinión era tenido por los señores del ayuntamiento, quienes le encargaban, confiados, todo el barullo y máquina de arcos, colgaduras, iluminaciones y demás muestras de público regocijo que entonces se daban por cualquier ocasión o pretexto.

Getino de Guzmán era un buen amigo de la familia y, sin duda, estimó grandemente el ingenio de Miguel, sus salados prontos y la soltura con que versificaba. No era entonces el levantar un arco o poner una colgadura mera faena de carpintero y tapicero, sino que para ello se necesitaban singulares dotes retóricas, gran conocimiento de la mitología pagana y todo lo demás concerniente a la elaboración de simbólicas cartelas y de alegóricos figurones, en cuya consideración pasaban los cortesanos horas y horas y los poetas y críticos tenían pie para burlas y sátiras. Probable es que Miguel compusiera algunos de los versos que adornaron los arcos alzados en 1567 por el feliz alumbramiento de la reina; casi seguro que acompañó a Getino de Guzmán, su buen amigo, en todo el atareo de holgorios y diversiones oficiales con que andaba siempre afaenado.

Miguel iba de día en día creciendo en ingenio y fertilidad de pensamiento y palabra. Asistía al estudio de la villa, donde recibía primeramente las lecciones del licenciado Francisco del Bayo, quien por 25.000 maravedís de sueldo y dos reales mensuales que pagaban los alumnos pudientes, leía gramática. Hacían la contra al estudio de la villa los teatinos, quienes intentaron llevarse los 25.000 maravedís y enseñar gratis; pero la villa acordó sacar a oposición la plaza, y en ella fue proveído, tras cuatro días de lecciones y argumentos, el maestro Juan López de Hoyos, protegido del omnipotente don Diego de Espinosa y varón de gran prudencia y de singular doctrina.

Las relaciones cortesanas, por López de Hoyos escritas, no nos permiten imaginarnos su figura y persona, en realidad, como algo distinto de lo que entonces solían ser les maestros y preceptores de gramática, y, sin embargo, veneramos y reverenciamos a este maestro con harta razón, pues sabemos que fue la suya una vida clara y provechosa, y nos conmueve y nos lleva a alabar su memoria el hecho de haber sido él quizá, después del avisado alguacil Getino de Guzmán, el primero en calar y conocer lo que de Miguel podía esperarse; y, en medio de la ingratitud y del despego con que tantos hombres, al parecer ilustres, abrumaron a Cervantes, vibran conmovedoras y dulces en nuestros oídos aquellas palabras del venerable clérigo de San Andrés a Miguel referentes: mi caro y amado discípulo. Poco amará a Cervantes quien no ame al maestro López de Hoyos y no sienta un escalofrío de gratitud y de filial afecto, al recordar esos dos bienhechores y elocuentes adjetivos ¡Mi caro y amado discípulo! ¿Qué honor más grande que éste podía soñar el honrado maestro, como premio a su vida laboriosa?

Era entonces la clase de Gramática lo que hoy se llama en todos los planes de estudios composición. No iban los alumnos tan sólo a escuchar inconscientes la lectura y a repetir la lección con mecánico sonsonete. Componían todos, cuál en prosa, cuál en verso, temas que el maestro señalaba. Ninguno en aquel tiempo lo hizo mejor que Cervantes. Oyéndole hablar, leyendo sus versos primerizos Juan López de Hoyos sentía la santa complacencia del maestro a quien sus discípulos honran en vida y prometen gloria después de la muerte.

Miguel adquiría poco a poco, en esa edad perturbadora de los veinte años, lo que más necesita el hombre, la conciencia de su propio valer, que desde entonces no le abandonó jamás, ni en medio de las mayores tristuras y adversidades. Así, desde muchacho, crió la serenidad y altura de pensamiento, la clareza y precisión de palabra que habían de salvarle la vida y hacerle admiración de los siglos.

Un día Miguel, saliendo del estudio, vio subir la Cuesta de la Vega un tropel de caballeros, bizarramente engalanados. En medio de ellos, bajo un sombrero con pocas pero muy ricas plumas, unos ojos acerados cortaban el aire con su mirar. Miguel creyó releer en aquella mirada infinitas cosas que había leído en libros y poemas; pero ¡qué diferencia del poema escrito y enterrado o embalsamado en las páginas del libro, al poema que aquel mirar trazó en los campos de batalla! Presentaronse al azorado espíritu de Miguel, en dos pasos de terreno, las dos sendas que a la gloria conducían. Volvió la cabeza al viejo caserón del Estudio de la villa, miró después con ojos abrasados de curiosidad a los gallardos caballeros que trotaban ya por la calle Mayor. Miguel quedó sumido en una meditación grata y penosa al par. El señor de los acerados ojos salía de Palacio, donde se había despedido e iba camino de Flandes. Era el duque de Alba, don Fernando Álvarez de Toledo.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Los italianos en Madrid: Locadelo. -Murmuraciones cortesanas. -Don Carlos. -Doña Isabel de Valois. -Primeros versos de Cervantes


Desde que Madrid fue corte, y a medida que iban afluyendo a ella las casas grandes de toda España y las riquezas que en pasados tiempos se desparramaban por la nación o se escondían, temerosas de las inconsideradas peticiones del César, una nube de italianos cayó sobre la villa. No hacía un siglo que los moros fueron arrojados de España, y la tierra intranquila, faltos de seguridad los caminos y aun las calles, ocupada la grandeza en las guerras constantes o en la ociosidad, que llegó a ser una ocupación verdadera, malviviendo pobremente el pueblo mísero, toda la balumba de los negocios que en una poderosa y agitada nación se desenvuelven, no encontró una burguesía activa y despierta, capaz de consagrarse a ellos. Comenzaba entonces la industria del dinero a sobreponerse a todas las demás industrias. Expulsados los judíos, y con ellos todas las malas y buenas artes de la finanza, pronto ocuparon sus sitios los sagaces, los astutos, los amorales comerciantes y banqueros venidos de las plutocráticas señorías y de los opulentos ducados de Italia, y en particular, de Génova, de Florencia y de Milán. Italia era un Argos que tenía cien mil ojos abiertos en España; nos chupaba el dinero, nos intervenía los negocios de toda clase, nos perturbaba la política, nos husmeaba los secretos domésticos, y suavemente, desfigurados, según su conveniencia particular, los difundía en pérfido susurro por toda Europa. Los florentinos y genoveses de Sevilla, de Valencia, de Barcelona, manejaban a su gusto y desviaban a su placer las canales maestras, los alcorques, las tornas, por donde circulaba el dinero de España y de América.

Entretanto, los embajadores acreditados en la corte y los secretos ministros y agentes que en ella mantenían los Estados de Italia entremetíanse y deslizabanse como escurridizas sierpes por todas partes. El astuto y dúctil carácter de los italianos, la facilidad de su idioma y la maña y buena gracia que se dan para todos los oficios de la destreza mundana y social, y hasta para todas las artes de manual habilidad les abrían las puertas, y cuando uno de ellos veía una puerta abierta ante sí, en breve era dueño de la casa o por lo menos de la parte explotable y aprovechable de ella. Medio jesuitas, medio masones, los italianos de Madrid se entendían muy guapamente unos con otros, y el regatón o el percancero que vendía baratijas en una batea junto al atrio de San Pedro o de San Andrés, sabía muy bien ser útil y entenderse pronto con el embajador veneciano cargado de joyas y revestido de recamados ropones. A cambio de esta especie de constante y dilatada inspección policiaca, nos traían los italianos un poco de literatura, de que ellos estaban hartizos, y unas migajas de su riqueza pictórica y escultórica para aderezar las frías y enormes paredes del Escorial. Hombres de una actividad pasmosa y de increíble aguante, se avenían a ser hoy pasteleros y mañana secretarios áulicos de algún príncipe a quien el día anterior raparon las barbas o prestaron cien florines. Los graves hidalgos madrileños les miraban por cima del hombro. Los grande de España aparentaban no sospechar su existencia siquiera, y así ellos vivían, crecían, se enriquecían y una mañana tomaban el portante, hecha la pacotilla, y no se les volvía a ver.

De estos italianos conocía muchos la familia de Cervantes, ya fuera por el oficio del cirujano Rodrigo, ya por sus relaciones con los de Sevilla. Concurrían a la casa un Pirro Boqui, romano, un Francisco Musaqui, florentín o milanés, un Santes Ambrosi, florentín, que siempre miró con ojos codiciosos la hermosura de doña Andrea.

Un día del 1567 o del siguiente año presentóse, por indicación de alguno de esos amigos, otro italiano, un tal Juan Francisco Locadelo, comerciante rico y generoso, que se hallaba enfermo por la desigualdad del clima de Madrid, o que tal vez necesitaba curarse alguna herida, pústula o llaga, de las que entonces se padecían por lo inseguro del vivir y el general desaseo. Más parece que debía de ser esto último y que Locadelo necesitó ayuda de hilas, parches o vendas, algo que requiriese la blandura y mimo de las manos femeninas. Había probado ya el doliente italiano diversos remedios; se había aplicado los famosos tópicos del Pinterete, un moro valenciano que con un ungüento blanco repercusivo y otro negro caliente, decía curar todas las llagas y postemas del mundo; pero lo que más falta le hacía al buen Locadelo era lo que médicos y medicinas no procuran, asistencia cariñosa, cuidado y vigilancia. De nada le servía su riqueza en este hosco Madrid, donde, como extranjero, no había quien le consolase y aliviara su espíritu, pues para ello no le bastaban sus relaciones mercantiles. Doña Andrea de Cervantes fue, para Locadelo, hermana de la Caridad, enfermera, amiga y consoladora en sus pesadumbres. Con nobleza italianesca lo declara Locadelo bajo su firma. «Estando yo ausente de mi natural en esta tierra, me ha regalado y curado algunas enfermedades que he tenido assi ella como su padre e hecho por mi y en mi utilidad otras muchas cosas de que yo tengo obligacion a lo remunerar y gratificar... por las causas susodichas e por otras muchas buenas obras que de ella he recibido e porque tenga mejor con que se poder casar e honrar e para ayuda al dicho su casamiento, sin que en ello otra alguna persona, ni sus padres ni hermanos ni alguno dellos tenga ni haya cosa alguna contra la voluntad de la dicha doña Andrea, la qual los tenga e posea, goze y emplee como ella quisiere e por bien tuviere e los gaste e distribuya a su voluntad...»

Este regalo del agradecido italiano es más que un regalo de boda: treinta y seis piernas de tafetanes amarillos y colorados, una saya de raso negro bordada, cuatro basquiñas de rasos y terciopelos, una ropa de tafetán y terciopelo, tres jubones, seis cofias de oro y plata, dos mantos de burato de seda, dos escritorios, diez lienzos de Flandes, ocho colchones de Ruan, sábanas, alfombras, escribanías, bufetes, sillas, almohadas, platos, fuentes, jarros, mantelería, colchas, frazadas o mantas, braseros, candeleros, espejos, botones, rosario, una caja de peines, una vihuela y trescientos escudos de oro en oro; en suma total, el ajuar de una casa de entonces alhajada con lujo, excepto la cama. Bien se ve que Locadelo, contento y curado, regresó a su patria y quiso dejar a doña Andrea todo cuanto en casa de él había, añadiendo al regalo aquello que más puede estimar una mujer, vestidos de coste y de moda nuevos y tela para cortar otros muchos, un devoto rosario y una guitarra quitapenas.

Doña Andrea, presente al acto de la donación, dice y confiesa «que recibo de mano del dicho señor Juan Francisco Locadelo los dichos treszientos escudos de oro en oro y todos los bienes y joyas de suso declarados y que acebto la merced y donacion que de todo ello me haze e le beso las manos».

¿Queréis ver en ese espléndido presente algo más que el justo pago de los desvelos de una enfermera? ¿Sospecháis en las tiernas expresiones de Locadelo un sentimiento que no sea simple gratitud? No seré yo quien os induzca a hacer un malicioso comento ni a formular un juicio aventurado. Cierto que no se ve todos los días regalo de tamaña entidad; cierto que doña Andrea era de muy buen parecer, como lo prueba el hecho de que tres veces se casó, no siendo nunca rica; pero sin suspicacia ninguna, me parece que será bastante a explicar tal largueza de Locadelo algo que debía de haber en doña Andrea, como reflejo de lo que sin duda había en su hermano Miguel, por lo cual fue de éste la hermana más querida; un incentivo misterioso, una inefable atracción que encadenaba las voluntades y les granjeaba el amor dondequiera. Necio es adoptar el criterio corriente, según el cual hombres vulgares son los que tomamos por genios y como tales hombres comunes proceden y hay que estimarles en su particular existencia. Desconocimiento de la realidad acusa el no creer en la oculta y arcana influencia del hombre genial, desde niño comunicada a cuantos le rodean. Cortejos donantes tuvo doña Andrea en Sevilla y no lo hemos de achacar sino a su gracia y donosura.

Donante cortejo fue también Locadelo el italiano; pero no hay precisión de que en nada toquemos a la honestidad para suponer que la dulce compasión dispensada al enfermo y en hechos conmovedores manifestada pudo interpretarla el paciente, acaso en horas de fiebre y de desvarío, como un sentimiento más hondo, que, siendo imposible llevarlo a términos de boda, mereciera ser recompensado o indemnizado con mano liberal. Si pudieramos preguntar a las hermanas de la Caridad y ellas hablasen, ¡cuántos secretos amorosos como el de Locadelo no veríamos revelar en derredor de las tocas! Pero no es verdadero amor el nacido entre los sudores de la fiebre y con la flaqueza del mal; por eso no fue amor verdadero el del italiano a doña Andrea. Repuesto de su dolencia, volvió a su pais, con un poco de melancolía en el alma, pero con la conciencia tranquila de haber cumplido su deber. De fijo muchas veces en Italia recordó a aquella tierna y agradable criatura que le sacó de las agonías de la soledad, y evocó su avispado semblante, sus prontos dichos, su ingenio y su amorosa condición. Al marchar, pagó también su cuenta Locadelo a Rodrigo de Cervantes, de seguro la más cuantiosa que el humilde cirujano cobró en su vida; ochocientos ducados, que Rodrigo tuvo el desacierto de prestar a su amigo el licenciado Sánchez de Córdoba, de quien no los recobró jamás, después de haber andado muchos años en pleito con él.

La liberalidad de Locadelo mejoró la existencia de los Cervantes y engendró en Miguel la simpatía entusiástica más tarde, que siempre tuvo a Italia y a los italianos. Posible es, que, en las conversaciones con los que a su casa concurrían, aprendiese de la lengua toscana lo bastante para regalarse el oído con las marciales octavas del Ariosto, a quien de por vida adoró. Ariosto era el último gran poeta de las Caballerías andantes, como Lucano había sido el primero. Bien se le alcanzaba a Miguel cómo el Orlando era la cumbre y desde ella no se podía hacer sino bajar rodando y despeñarse o bajar paso a paso riendo, manera de bajar que vale más que subir.

El trato con los italianos, por otra parte, adobó y acicaló su ingenio. Veía y notaba en ellos una ligereza y soltura de que en su conversación y trato carecían los españoles. El carácter alegre de Miguel se avenía mal con la gravedad felipesca de la corte. Por ella habían comenzado a circular negras historias. Desde el mes de enero, el desmandado y tontiloco príncipe don Carlos había sido preso en palacio secretamente. El rey, a quien muchos de sus fieles vasallos comparaban con el patriarca Abraham, forzado por mandatos del Señor a sacrificar a su hijo, había participado la nueva a todas las cortes de Europa y a todos sus reinos propios. En ninguna de las cartas que dictó se echa de ver la amargura paternal, salvo en la que dirigió al duque de Alba, es decir al hombre de temple más afine al suyo. Después de anunciada al mundo la terrible noticia el rey quiso que el mundo callase; pero ni Felipe II ha logrado que las lenguas abandonen su oficio.

Sabíase que el príncipe don Carlos, reincidiendo en su locura, cometía nuevas necedades, que ponían en riesgo su vida y destrozaban su menguadísima salud. Decía el pueblo lo que el rey y los cortesanos nunca quisieron declarar, que el príncipe estaba loco, a causa de la descalabradura de Alcalá. Nadie ignoraba que la herida de la cabeza fue tan grave, que hizo menester legrarle el cráneo, y aun así quedó materia por dentro, como atestiguaron los doctores Chacón, Colmenares y Gutiérrez, presente el eminentísimo Andrés Vesalio. A nadie extrañó, pues, que el príncipe macilento y extenuado que desde niño padeció cuartanas, muriese en el palacio de Madrid, a 24 de julio de 1568. Sólo la poca diligencia de los historiadores españoles y, hablando claro, la falta de patriotismo propia de nuestros siglos XVIII y XIX, pudieron consentir que se formase la estúpida leyenda del príncipe don Carlos, en la cual nadie creía en 1568. Por no declarar que su hijo estaba loco, ha cargado Felipe II con las maldiciones y execraciones que acaso por otros motivos mereciera.

A los dos meses y medio de muerto el príncipe, murió también la joven reina doña Isabel de Francia, mujer de Felipe II, a quien éste recibió en sus brazos siendo casi niña y se la devolvió al cielo cuando ella aún no había cumplido veintiún años.

Ambos tristísimos sucesos, no sólo dieron mucho que hablar al vulgo, pero también no poco que hacer a la musa oficial del buen maestro Juan López de Hoyos, a quien su protector el ya Ilustrísimo y Reverendísimo Cardenal, don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza, presidente del Consejo Real, inquisidor apostólico general, etcétera, etc., encargó una Relación de la muerte y honras fúnebres del S. S. Príncipe don Carlos, hijo de la Majestad del Católico Rey don Felipe II, Nuestro Señor en la que el maestro pasó trabajando todo aquel verano, y que se acabó de imprimir en casa de Pierre Cosin, tipógrafo francés que habitaba a espaldas del convento de la Victoria, donde hoy es la calle de Espoz y Mina, a 5 de noviembre de aquel año. Aprobó la obra fray Diego de Chaves, dominico, confesor del príncipe don Carlos, a 9 de octubre. Declara el maestro López de Hoyos que él compuso los epitafios, hieroglíficos y versos «en el poco tiempo que de mis ordinarias lecciones y estudio me queda, con harta brevedad de tiempo (lo cual deseo advierta mucho el pío lector)», y manifiesta que «ultra de lo sobre dicho en nuestro estudio, los estudiantes hicieron muchas Oraciones fúnebres, Elegías, Estancias, sonetos muy buenos con que dieron muestra de sus habilidades». No se imprimieron los versos de los alumnos y por ello no conocemos las primeras obras de Cervantes que en público fueron leídas, pero, indudablemente, dieron tanto gusto a quien las conoció y, en particular el maestro López de Hoyos, que al llegar, muy en breve, la triste ocasión de la muerte de la reina, el maestro, y aun todo el estudio (que entonces no se hacía nada en clase sin contar con los discípulos), acordaron fuese Miguel quien escribiera los versos castellanos lamentando la regia desgracia.

Figuran estos versos en la Historia y Relación verdadera de la enfermedad, felicísimo tránsito y sumptuosas exequias fúnebres de la Serenísima Reina de España doña Isabel de Valois nuestra señora. Con los Sermones, Letras y Epitafios a su túmulo, etc., etc., impresa en la muy noble y coronada villa de Madrid en casa de Pierre Cosin, año 1569. «Ha hecho discretamente el Maestro López -dice fray Diego de Chaves en la aprobación del libro- en poner aquí algunos Sermones de los que a este propósito se han predicado, porque son de muy buena doctrina y aunque están en vulgar, ninguna ocasión tomará dellos el pueblo para hacerse bachiller, como de algunas cosas semejantes él se la suele tomar...»

Tanto han repetido unos cuantos majaderos, faltos de finura crítica y de todo olfato artístico, la ridícula opinión de que Cervantes no era poeta en verso, que desde este primer instante en que sus poesías salen al mundo es menester fijarse en ellas, estudiarlas, analizarlas, considerar los pocos años del autor, tener en cuenta su índole de obras de encargo y de tema impuesto... y luego compararlas con todo cuanto se escribía en su época, por ejemplo, con la elegía que por aquel mismo tiempo compuso el maestro fray Luis de León a la muerte del príncipe don Carlos:


    Quien viere el sumptuoso
túmulo al alto cielo levantado



y su famoso epitafio:


Aquí yacen de Carlos los despojos...



que por andar tan citado y repetido en todos los librucos de Retórica, es familiar y suena bien a las orejas habituadas a él. Los versos de Cervantes en sus veinte años no son mejores ni peores que los del maestro León entonces y ahora príncipe de la poesía lírica, cuarentón y en todo el vigor del estro, y estoy por decir que el propio Homero no los hubiese escrito más hermosos con motivo semejante, si se le hubiera exigido que elaborase un soneto, una redondilla o sean dos quintillas del sistema antiguo, cuatro quintillas dobles y una elegía en tercetos, dirigida, en nombre de todo el estudio, al cardenal don Diego de Espinosa, la cual por cierto comienza con estos tres versos de gran poeta:


    ¿A quién irá mi doloroso canto,
o en cúya oreja sonará su acento
que no deshaga el corazón en llanto?...



El triunfo de Miguel fue, a no dudar, grandísimo, cuanto podía serlo en ocasión tan famosa. Se hombreaba aquel poeta principiante con su propio maestro, con el gravísimo doctor Francisco Núñez Coriano y con otros escritores de nota y autoridad. Justificado era ya el orgullo del maestro López de Hoyos. Su caro y amado discípulo daba seguro y firme el primer paso, tratando «cosas harto curiosas con delicados conceptos» y «usando de colores retóricos». Reparad en este singular elogio. Entonces, no había elegía ni canción buena si el autor no ponía en ella conceptos y colores retóricos. Recorred las obras mejores, las más celebradas y populares de fray Luis de León, apartad las estrofas en que sentís arder la misteriosa llama y hallaréis en lo demás conceptos y más conceptos.

Así, pues, no erró ni exageró en sus alabanzas el maestro López de Hoyos: Miguel de Cervantes era ya un gran poeta que a los veinte años saltaba a la más alta cima del Parnaso. Y bueno será que ahora, pasados tres siglos y medio, hagamos memoria de sucesos más recientes y, pues Miguel se reveló como gran poeta con motivo de un funeral, no olvidemos a aquel otro poeta grande del siglo XIX, que brincó a la celebridad también a los veinte años y en un entierro. Y no será malo que comparéis la elegía de Zorrilla, del gran Zorrilla, a la muerte de Larra, con la elegía de Cervantes, de nuestro gran Cervantes, a la muerte de la reina doña Isabel de Valois. Nació Cervantes, como Zorrilla, gran poeta en verso, pero el discurso de su vida y la superioridad de su genio le forjaron gran poeta en prosa. Parad siempre la atención en esos adolescentes pálidos que leen o escriben versos al borde de las tumbas de poetas desventurados o de princesas muertas en la juventud, y no os fijéis mucho en lo que dicen, que acaso no valga nada, sino en cómo lo dicen y en cómo lo sienten. Un verso solo que en esa primera obra febril haya bueno tal vez es la llave que les abre la puerta de la inmortalidad.



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