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Capítulo XLII

LA ACADEMIA DE PACHECO. -LOS LIBROS DE CABALLERÍAS. -DON QUIJOTE CRECE. -MUERE ANA FRANCA. -«QUAE EST ISTA...?»

     El pintor y poeta Francisco Pacheco, a la verdad, mediano pintor y poeta desapacible, nos dejó en su Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones una joya valiosísima. Merced a ese peregrino libro conocernos mejor que por ningún dato ni reseña escrita lo que era la sociedad literaria y artística sevillana en los últimos años de Felipe II y primeros de su hijo. Ese libro nos muestra, sin quererlo su autor cómo en el reinado de Felipe II comenzaron a hacer asiento y a cuajar y a trabarse y a formar una conglomeración sólida y maciza los ingenios de las diversas ciencias y artes. Los ilustres y memorables varones en él retratados constituyen, sin proponérselo ellos, ni su retratista, una academia con todos los bienes y todos los males a este nombre inherentes.

     Hay en ella sujetos de tan marcado temple académico cual el doctor Luciano de Negrón, todo escuálido, todo blando, tiernos los ojos, tímida la cara, lleno de fingida modestia y de contrahecha bondad y que lo mismo se colaba, sin ruido, en el provisorato de la sede vacante por muerte del cardenal don Rodrigo de Castro, que asistía con la mayor mansedumbre evangélica a la degradación y ejecución en la horca de dos frailes portugueses, dominico y franciscano, a quienes él mismo condenó por complicados en la impostura de Marco Tulio Carsón, que decía ser el rey don Sebastián perdido en Alcazarquivir: y con esto, grande amigo y corresponsal de los sapientísimos varones Juan Voberio, Jacobo Gilberto y otros que tales. Hay allí médicos como el doctor Bartolomé Hidalgo de Agüero, discípulo del famoso doctor Cuadra y que después de haber ejercitado veinte años la vía común, trepanando, legrando y usando de los hierros conocidos, vio que por tan cruentos medios no se obtenían grandes resultados e inventó modo más suave de curar, «desechó los instrumentos y medicinas fuertes, los digestivos y fármacos húmedos y usó en su lugar de cosas desecantes y conservativas, que llaman cefálicas, como sus polvos magistrales, el olio benedito que llaman de Aparicio y otras cosas propias para levantar huesos y sacar materias y humores con lenidad suma», con lo cual logró tantas curas que bravo o jaque herido en Sevilla, aunque tuviese todos los huesos quebrados, decía lleno de fe: Encomiendenme a Dios y al doctor Hidalgo... porque todo lo sanaba con suavidad y tiento. Hay allí frailes de ojos bajos y de salientes quijadas, como el padre maestro Juan Farfán, el cual evangelizó desde el púlpito a la estragada y corrompida Sevilla y en sus ratos de ocio supo darle a la pluma satírica con tanto aire y desaprensión como demuestra aquel soneto suyo casi desconocido. A un cornudo, que empieza:

                               Oh, carnero muy manso, oh buey hermoso,
asno trabajador siempre contento,
de tu mujer frazada y paramento,
mastín blando al que viene deseoso...

Hay pintores correctos, amañados, para quienes el arte de la composición era una parte de la Teología dogmática y el del colorido un estudio pendiente del de la Liturgia, como el racionero Pablo de Céspedes, cuyos insoportables cuadros en Sevilla existentes son el preludio de toda la pintura académica, fría y razonadora del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX (si en esta época se puede llamar pintura a lo que no es Goya), es decir, que marcan, por caso maravilloso, una decadencia anterior a la prosperidad y al florecimiento. Hay jesuitas lacios, chupados, lamidos y pálidos, agudos, ojerosos, ojiclaros, fríos, viscosos, como el P. Luis del Alcázar, fino y sagaz personaje que vemos aparecer en esta obra acedando y amargando la alegría de los demás. Hay sabios arqueólogos y amantes de las antiguallas, como el maestro Francisco de Medina, catedrático de Osuna y secretario del cardenal Castro, y otros coleccionistas y dueños de museos y bibliotecas como el alférez mayor de Andalucía, ingenioso analista, historiador, bibliófilo y hombre de mundo Gonzalo Argote de Molina. Hay monstruos de la sabiduría como el gran Benito Arias Montano, y de la elocuencia como fray Luis de Granada, junto a poetas e historiadores cortesanos como Gutierre de Cetina, y Cristóbal Moxquera de Figueroa. No falta el burgués enriquecido que sabe hermanar la administración con el trato de las regocijadas musas, como el gran Baltasar del Alcázar, servidor o mayordomo del duque de Alcalá en los Molares, gran conocedor de las virtudes de piedras, hierbas y metales y famoso por la Cena y por el Diálogo de Borondanga y Handrajuelo; ni su hermano Melchor del Alcázar, alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla.

     Esta mezcla de burgueses y aristócratas, frailes y gentes de orden, amigas de que se ahorque a quien deba ser ahorcado y de que se conserven los tesoros de la antigüedad y los buenos puestos y prebendas de la edad presente, ¿cabe dudar que es una academia sesuda, reposada, conservadora, llena de esa apacible y grata serenidad que embellece y ennoblece las senectudes fecundas y justifica las estériles?

     Todos estos sujetos son afables, sosegados, y si se les ocurre alguna picardigüela, comunicanla en secreto de boca a oreja, ríenla brevemente y con cierto diapasón, y luego vuelven a quedar graves. Como pidiendo perdón, sin biografía al pie, sin nombre siquiera, se ha deslizado en el libro un caballero de Santiago, de ganchudos bigotes, de ojos parlanchines, de enormes lentes redondos. Le conocéis al punto, pero el autor, el prudente y mesurado Pacheco no ha querido apuntar su nombre: es don Francisco Gómez de Quevedo. Por aquellas páginas anda también otra figura aguda, iluminada con una risilla de conejo: al pie lleva el nombre, pero no la biografía. Es Juan Sáez de Zumeta. Se echa de menos entre los verdaderos retratos, el del caballerizo de la reina, don Juan de Jáuregui, a quien, sin duda, no pintó Pacheco por ser del oficio; falta el retrato del gran poeta sevillano Juan de la Cueva de Garoza. Faltan, por fin, el retrato de Vicente Espinel y la efigie de Miguel de Cervantes.

     Â¿Qué significa esto? Significa, a mi entender, que Cervantes perteneció desde luego a la casta de los satíricos, de los independientes, de los pobres, de los antiburgueses, de los contra-académicos. Puede ser que conociera y tratara a algunos, quizás a muchos de los sensatos y serenos varones a quienes Pacheco retrató; pero de seguro que ni le entendieron bien (aparte que muchos eran ya viejos por entonces) ni él los apreció, acaso porque no eran muy apreciables. Miguel, en estos años en que no tuvo oficio ni ocupación constante, como en los anteriores, era poco más que un vagabundo, era siempre un necesitado, un menesteroso.

     Miguel andaba por las calles, por el Arenal de Sevilla, con las manos ociosas, el estómago vacío y la imponente máquina del Quijote en la cabeza. Y no sólo pensaba en el Quijote, pues de seguro algunas novelas ejemplares (señaladamente Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El celoso extremeño y quizás Las dos doncellas) las compuso en este tiempo. De ellas y de la parte del Quijote que iba componiendo leía trozos a escritores y no escritores amigos suyos. El primero de sus oyentes y admiradores fue quizás el graciosísimo, el experto, el sabio y simpático representante Agustín de Rojas Villandrando, cuyo genial humanísimo y cuyo amor a la vida le cayeron muy en gracia a Miguel. Entonces se le aficionó, y de seguro hubo de prestarle ayuda, un caballero toledano, algo emparentado con la casa de Alba, el cual se llamaba don Fernando Álvarez de Toledo, señor de Higares, pariente asimismo del duque de Lerma, con quien no andaba en mucha armonía. En aquellos días cultivó también Cervantes el trato de su antiguo conocido el licenciado Francisco Porras de la Cámara, a quien leyó sus obras, con gran contento de ambos, y entonces, o poco después, conoció a un tal López del Valle, algo poeta, contador de la casa ducal de Béjar y amigo del poeta Pedro de Espinosa.

     Con estas amistades, que conoció serle útiles, el porvenir iba abriendose ante los ojos de Miguel. En febrero de 1599 sabemos que se hallaba en relaciones de dinero con su pariente don Juan Cervantes de Salazar, hijo o sobrino del gran filósofo Francisco Cervantes de Salazar, continuador del Diálogo de la dignidad del hombre, que escribió el maestro Pérez de Oliva. Don Juan Cervantes de Salazar, que era también poeta muy tierno y exquisito, por cierto, debía a Miguel noventa ducados, y se los pagó en aquella fecha. Había, pues, en la misma familia de Miguel quien necesitaba del auxilio del Ingenioso Hidalgo.

     De su mujer y hermanas poco sabía, ni ellas debían de acongojarse gran cosa por lo que pudiera sucederle. Miguel se sentía y se encontraba solo ya en el mundo, y por eso se le ve rebuscando asideros para salir adelante, procurando halagar a los caballeros nobles, como el señor de Higares y el joven duque de Béjar, intentando lograr, por Porras de la Cámara, el amparo de la Iglesia, cada vez más poderosa, en particular (y piensen en esto lo que quieran los historiadores miopes) desde que, muerto Felipe II, faltó al Poder civil una mano fuerte y decidida que reprimiese los crecimientos y demasías del Poder eclesiástico. Miguel entonces, mientras azotaba las calles de Sevilla buscando una combinación como el trato con el galletero Pedro de Rivas, u otros semejantes para ganar el sustento, recordaba con nostálgica pesadumbre la abundancia del Vaticano, en que algunos meses vivió, la esplendidez y boato de aquellos Aquaviva y aquellos Colonna, a quienes rehuyó cuando joven. Veía, por otra parte, a todos los señorones a quienes conocemos por el libro de los retratos, tan lucios, llenos y felices por haberse acogido al gremio y acorro de la Iglesia, o por hallarse con ella en excelentísimas relaciones.

     Los tiempos iban cambiando. Felipe II había sido un hombre capaz de afrontar las iras de los papas y de las demás naciones católicas; gran pecador, la varonil entereza que heredó de su padre y que en él se ofrecía entreverada de apocamientos y desmayos, hijos del alma amorosa y débil de su madre, lograba sobreponerse en los casos de apuro, y dominándose a sí mismo, dominaba a los demás.

     Su hijo Felipe III era, en cambio, todo blandura linfática; era un pequeño pecador, y sus deslices, en aquel tiempo mínimos, le pesaban sobre la vacilante conciencia y necesitaba depositarlos, soltar aquella carga que oprimía su alma floja, confiárselos a cualquier santo varón que los absolviese y perdonara. Fue entonces cuando comenzaron a turbarse las conciencias y cuando la Iglesia, y más particularmente los frailes, principiaron apoderándose de las casas, conquistando todos los castillos interiores, domeñando a la empobrida y trémula sociedad, que al perder la alegría, desterrada de España por las negras voces de los predicadores biliosos, perdió la confianza en sí misma y en la ayuda que Dios prestó antes y presta siempre al individuo que en sí propio tiene fe, sin valerse de intermediarios ni correveidiles. Perdieron los ánimos la fuerza para resolver sus conflictos interiores y salir de sus espirituales apuros. La corte y su crecimiento, el cambio en las costumbres cortesanas contribuyeron también a esta situación, arrancando de su soledad bravía a la nobleza territorial, zambulléndola en las promiscuidades más enervantes y desmoralizadoras.

     Miguel, que en sí propio, en su espíritu rendido y martilleado incesantemente por los golpes de la adversidad, notaba este desfallecimiento, iba haciendose cargo de cuán necesarias eran las personalidades superiores, las individualidades poderosas absorbentes, capaces de conducir a los hombres, de encauzar los hechos, de excitar los sentimientos y de guiar las ideas. Miguel veía desaparecer de la escena de España los héroes de la realidad y ser reemplazados por los de la ficción disparatada.

     Ni las peticiones de las cortes de Valladolid en 1555, seguidas por numerosas protestas de los hombres más sabios y eminentes, como los maestros Luis Vives y Alejo de Venegas, Melchor Cano y fray Luis de Granada, ni las razones que el venerable Arias Montano, hombre de ojos sagaces siempre abiertos, formuló, consiguieron desterrar la peste de los libros de caballerías, cuya lectura estragaba las almas ansiosas de ver repetirse y abultarse las pasadas aventuras de mar y de tierra hasta tocar en lo imposible y cruzar los linderos de la honesta ficción para entrar en los del desvarío. ¿Acaso no eran libros de caballerías en cierto modo aquellos tratados de las espirituales conquistas, de los ocultos y secretos reinos y de las moradas invisibles y de los interiores castillos? ¿No lo eran también las relaciones habladas y escritas que a Sevilla la ardiente y la imaginativa y a Cádiz la fantasiosa llegaban de las proezas de los conquistadores y descubridores en el Nuevo Mundo?

     Contra el empuje imaginativo, contra la avidez insaciable que reclamaba constantemente lecturas de este género en que la épica llega a la insania, cuyas lindes ya tocó en el poema de Ariosto, no había recurso que oponer. Endeble reparo a tal invasión fueron las novelas pastoriles y harto lo conoció Cervantes, que había sido de los primeros en oponer la dulcedumbre y suavidad arcádicas al estrépito y baraúnda de las caballerías. Persuadido iba estando de que ni sus esfuerzos en seguir la senda de Montemayor y de Gil Polo, ni los de Suárez de Figueroa, Gálvez de Montalvo, Lope de Vega, Valbuena y demás patrulla de los bucólicos bastarían a otra cosa que a empalagar al público.

     Darle poesía pastoril y novela bucólica a quien pedía caballeros andantes era como querer saciar con miel y hojuelas el estómago hambriento que pide carne cruda y bodigos de pan de tres libras. Llamar la atención, de la gente hacia lo bajo y prosaico de la humanidad, como lo había hecho el autor del Lazarillo y lo intentaban ya el propio Miguel y su amigo Mateo Alemán, podía ser un medio para acabar con la balumba de las caballerías, si el libro picaresco lograba entrar en todas las casas y llegar a todas las esferas sociales, lo cual su misma índole impedía que se consiguiese. Las novelas novelescas, como hoy dicen, o de amores y de aventuras cortadas por el patrón del Teógenes y Cariclea de Heliodoro y tales como la Selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, el Clareo y Florisea de Núñez de Reinoso y el Persiles y Sigismunda, no se habían presentado aún a la imaginación de Cervantes como un remedio ecléctico y contemporizador para el mal de que se trataba. Las imitaciones de los novelistas italianos, en el estilo de las Novelas ejemplares eran, sin duda, arbitrio insuficiente para lo que se pedía. Al mundo y al vulgo, como él dijo, coincidiendo con su amigo Alemán, convenía tratarle como a niño mal educado, no poniéndose de frente con sus gustos, sino llevándole el genio y trasteándole con maña, consintiéndole y halagándole.

     Por eso, para combatir los libros de caballerías, tan aventajados y lozanos en el sentir del mundo y del vulgo y con tan grandes raíces que al Romancero, a las gestas antiguas y a los orígenes mismos de la nacionalidad tocan, y prosiguen por la Edad Media en verdaderas historias de reales y efectivos caballeros de ventura, como Suero de Quiñones, como el conde de Buelna don Pero Niño, como los famosos mosén Luis de Falces y mosén Diego de Valera y como el condestable Miguel Lucas de Iranzo, cuyas crónicas pudieran intercalarse sin desdoro en lo más intrincado del Amadís, no cabía sino escribir otro libro de caballerías mayor que todos los anteriores y sacar a plaza un caballero de carne y hueso y hasta hacerle pelear ya con gigantes imaginados, ya con reales y cogotudos villanos, mercaderes y yangüeses y con fingidas tropas de Alifanfarones y de Pentapolines, en quienes se personificase, para el discreto y advertido, a todos los personajes engendrados por la fanfarria y ficción andaluza y portuguesa, que a tales términos iban llevando a la nación.

     Con fruición deliciosa hundía la mirada Cervantes en todo aquel increíble cosmos de vaciedades y absurdos, venido Dios sabe de dónde. Resonabanle en los oídos las antiquísimas historias del caballo mágico que de la India vino tal vez a posarse en el poema homérico y desde allí corrió por las viejísimas leyendas de Clamades y de Clarimunda, convertidos en Pierres y Magalona o en el príncipe Caramalzamán y la princesa Badura. Montados también en mágicos corceles, en hipogrifos y alfanas, en cebras y dragones, iban corriendo por su imaginación los primitivos héroes de las caballerías y de los maravillosos cuentos, Fierabrás, Partinuplés, Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe y Tablante de Ricamonte, revueltos con los de las leyendas demoníacas y piadosas, como el San Amaro, gallego, y el Roberto el Diablo, de Bretaña o Normandía, y con las verdaderas relaciones de viaje y andanzas del infante don Pedro de Portugal, que anduvo las cuatro partidas del mundo.

     A este primer escuadrón seguían la infinidad de caballeros imaginados por gentes que ni siquiera tenían la menor noción de las caballerías, como el famoso y archi disparatado Feliciano de Silva, padre de Florisel de Niquea o de don Rugel de Grecia y de tantos otros dislates; como Bernardo de Vargas, sevillano, autor de don Cirongilio de Tracia, hijo del noble Elesfrón de Macedonia; como Pedro de Luján, a quien debemos el invencible Lepolemo, también llamado el caballero de la Cruz; como el burgalés Jerónimo Fernández, que, desde su bufete de abogado en Madrid, lanzaba al mundo a don Belianís de Grecia; como la dama portuguesa que continuaba la historia de Primaleón y Polendos, como el curioso dialoguista, poeta y secretario del conde de Benavente, Antonio de Torquemada, que, alternando con su Jardín de flores y sus Coloquios satíricos, compuso el don Olivante de Laura, príncipe de Macedonia; como el caballero don Melchor Ortega, que sacó de entre los cerros de Úbeda, su patria, al príncipe Felixmarte de Hircania; y el señor de Cañadahermosa, don Juan de Silva y Toledo, que, en aquellos mismos días en que Cervantes pensaba el Quijote, componía el desaforado don Policisne de Beocia; y el sesudo traductor de Plinio, Jerónimo de Huerta, que imaginó el Florando de Castilla; y el fraile observante fray Gabriel de Mata, que en 1589 había hecho caballero andante nada menos que al seráfico padre San Francisco de Asís, intitulándole El caballero Asisio. Frailes, damas, caballeros, poetas, naturalistas, secretarios, contadores y gente de toda laya se entregaban a la composición y a la lectura de los descomulgados libros de caballerías.

     La empresa de atacarlos y derribarlos era una de las más grandes que podían ser intentadas por ingenio alguno, y este propósito, no anterior, sino subsiguiente a la gran concepción del contraste humano, como base de una composición grandiosa y definitiva, debió de aparecer entonces claro a los ojos de Miguel, persuadido de las enormes consecuencias morales y literarias que tendría el derrocar la ficción caballeresca, en la que iba envuelto el eterno mal crónico de los españoles, lo que en tiempos recientes se llamó la leyenda dorada, aquel embaimiento y elevación en que viven los espíritus de España cuando fatigados de la acción por exceso de heroísmo y de energía, se tumban a la bartola pensando en mundos ignotos y en conquistas fantásticas.

     Este desequilibrio entre la acción y el pensamiento, esta falta de sangre de hechos que a nuestras ideas suele caracterizar y, como consecuencia de ella, la ausencia o carencia de jugo ideal que a los hechos distingue, este divorcio pura y netamente español de la teoría y de la práctica, que nos conduce o a la utopía del caballero andante o a la rutina del panzudo escudero y de sus compinches y congéneres los destripaterrones del arado celta..., no diré que Cervantes lo meditó y reflexionó sobre ello, sí que la sensación y el presentimiento de todas estas cosas y de otras muchas iba posesionandose de su ánimo y añadiendo nueva substancia de realidad a lo ya pensado de su obra.

     Antes que ningún político lo olfateara, excepción hecha de aquellos sagacísimos embajadores italianos, quienes desde los primeros tiempos de Felipe II andaban por toda Europa procurando el descrédito de España, conoció Miguel que ya comenzábamos a bajar la pendiente.

     También él iba descendiéndola ya. Sin pena y sin recelo se encontraba en el claro otoño de la vida, lleno de visiones de gloria y de inmortalidad, como en tantos otros otoños de su malgastada juventud.

     Por aquel entonces, para más espiritualizar y desinteresar su vida, le ocurrió una gran desgracia, de la que no podía lamentarse. Murió Ana Franca, Ana de Rojas o Ana de Villafranca, esposa de Alonso Rodríguez, la mujer a quien Cervantes había amado cuando se dieron a casarse él con doña Catalina, y Ana con Alonso Rodríguez.

     Â¿Se ha pensado bastante lo que fueron estas dos existencias rotas por siempre para el amor? Murió Ana Franca, esa desconocida hembra que fue para Cervantes fecunda y de la cual no encontramos rastro alguno en todas sus obras. Antes quizás, había muerto Alonso Rodríguez. Isabel, la hija de Cervantes y Ana Franca, su hermana menor, quedaron huérfanas.

     Miguel, a quien su hermana Magdalena comunicó la noticia, pensó en su vejez cercana, se acordó de su hija a quien no conocía casi y que era ya una moza, y desde Sevilla arregló un modo de recogerla, echando mano de los buenos sentimientos de la generosa y benigna doña Magdalena. Buscóse a ambas huérfanas un tutor postizo, que era cierto Bartolomé de Torres, alquilón que se ocupaba en tales menesteres, y a los tres días de nombrado curador este buen hombre contrató el poner a Isabel en servicio de doña Magdalena, quien había de enseñarla a hacer labor y a coser y darla de comer y beber y cama y camisa lavada y hacerla buen tratamiento. Claro está que de todo esto hubo de enterarse doña Catalina de Salazar. Miguel se proponía, de esta manera, preparar suavemente la entrada y acogimiento de su hija natural en su familia legítima; columbraba cercanos los días de la senectud, sentía cada vez con mayor apremio la necesidad de estar tranquilo para poder con todo sosiego llevar a cabo su obra que iba entre los puntos de la pluma hinchándose y creciendo. No veía aún claro que Don Quijote muriese cuerdo en su cama, sí que había de volver a su casa, por fuerza o por su voluntad, después de bien apaleado.

     Un hecho muy sonado en Sevilla acabó de remachar su convicción de que íbamos cayendo, despeñándonos. En los días postreros de septiembre de 1599, el asistente de Sevilla, don Diego Pimentel, recibió una carta con firma del rey Felipe III, encargando que se hiciese muy buena acogida a la marquesa de Denia, que había ido a Sanlúcar para asistir al parto de su hija la condesa de Niebla. La marquesa de Denia era mujer del privado de Felipe III, de aquel inepto Lerma progenitor de toda la polaquería española. Decíase que Felipe III, casi niño, habíase dado buen tiempo con la marquesa, y que esta amable señora fue quien inició al devoto monarca en los misterios dulcísimos que la astuta Lycenion mostró al inocente Dafnis. Lo cierto es que todo cuanto hoy suele llamarse elemento oficial de Sevilla se dispuso a agasajar y regalar a la buena señora. El famoso veinticuatro y elegantísimo poeta don Juan de Arguijo recibió a la ilustre viajera en su finca de Tablantes, y para ello hizo tales y tan lujosos preparativos que echó la casa por la ventana, quedando arruinado para siempre.

     La ciudad, asolada por la epidemia de carbuncos y tabas y por la miseria consiguiente, vio tirar sus dineros en mascaradas, comedias, simulacros de batallas navales en el Guadalquivir, cañas y toros, que resultaron mansos, en la plaza de San Francisco. Por si esto era poco, el cabildo acordó regalar diez mil escudos de oro a la andariega señora, en cuyas manos puede decirse que se hallaba entonces la fortuna de España entera. El ayuntamiento de Sevilla procedió en esto como el más adulador cortesano, y sólo hubo en él dos hombres independientes y dignos, Diego Ferrer y Juan Farfán, que se opusieran a despilfarro tan loco e injusto.

     Aquella repugnante connivencia o contemporización de todos los representantes del pueblo con las debilidades del monarca, era una señal de los tiempos. Todos los poetas satíricos de Sevilla, los que no estaban retratados en el libro-academia de Francisco Pacheco, soltaron sobre el asunto chorretadas de versos burlones. No es enteramente descaminado creer que la pluma ocupada en el Quijote borrajease en un rato perdido este soneto:

                               -Quae est ista quae ascendit de deserto?-
preguntó un socarrón a un licenciado
in lege bellacorum graduado,
de bigote engomado y cuello abierto.
     El cual le respondió, de risa muerto:
-Tiéneme esta braveza, seor soldado,
tan absorto y sin mí, tan abobado
que aun a informarme de lo que es no acierto.
     Dicen que nace este alboroto y fiesta
de que Sevilla a una mujer recibe
que pago le hará con un pax vobis.-
     Luego entró en su litera muy compuesta
y él, dándose en los pechos, dijo: -Vive,
gran marquesa: ya el Rey ora pro nobis.


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Capítulo XLIII

MIGUEL TRATA DE ACOGERSE A SAGRADO. -VE «LA ESPAÑOLA INGLESA». -LOPE LLEGA A SEVILLA. -AGRESIÓN A MIGUEL. -EL OTOÑO DE LA VIDA

     El cardenal don Fernando Niño de Guevara, a quien conocemos personalmente por haberle retratado de cuerpo entero y de tamaño natural nuestro gran Theotocópulos, era un hombre de mediana estatura, el rostro trigueño, la barba entrecana, la boca grande, los ojos curiosísimos asomados tras unas antiparras enormes, con recia armadura de concha, limpia y desembarazada la frente, poderoso y grave el entrecejo; era un hombre fino, elegante, magnánimo, de largas manos dadivosas, donde relucían cuatro anillos, de espléndida vestidura, amplia muceta de raso duro, alba impecable con lujosísimos encajes de Venecia. En él todo indica una gran perspicacia y un aristocrático refinamiento. Era un cardenal español que italiano parecía y lo que en su antecesor don Rodrigo de Castro, retratado por Pacheco, era socarronería sevillana, en Niño de Guevara más bien se creyera imperceptible sorna, muy en consonancia con sus gestos y sus gustos mundanos. En resumen, decirse puede que don Rodrigo de Castro, muerto en 20 de septiembre de 1600, era un hombre del siglo XVI y don Fernando Niño de Guevara, nombrado poco después para sucederle, era un hombre del XVII, y aun cuando ésta de los siglos parezca una división arbitraria, en el caso presente no resulta así.

     Del siglo XVI son Felipe II y todas sus grandezas y todos sus decaimientos; del siglo XVI La Galatea, las comedias de Cervantes, la parte heroica de su vida y las novelas en que se refleja lo que vio y aprendió en Italia; del siglo XVII son Felipe III y Felipe IV, son las novelas ejemplares de asunto picaresco, es el Persiles, son las comedias posteriores de Cervantes y el Viaje del Parnaso. Sólo el Quijote se levanta por cima de los dos siglos y de todos los demás, pero sin apartarse del XVI ni del XVII sobre los cuales cabalga, como que en él se contiene la gran crisis española, que es, en suma, la de la humanidad entera en los tiempos modernos.

     Nombrado Niño de Guevara arzobispo de Sevilla, quiso ante todo conocer el estado en que se encontraba su diócesis. Supo que proseguía la epidemia o, mejor dicho, las varias epidemias por la miseria acarreadas y envió muchos miles de ducados para remediar lo que remedio tuviere. Supo también que las llagas, carbuncos y roñas del cuerpo eran nada en comparación con la podredumbre moral y social que invadía la ciudad y la diócesis, y para mejor enterarse, recurrió a una información directa y desapasionada que encargó al racionero Francisco Porras de la Cámara, amigo de Cervantes y sujeto de tal clarividencia como era menester para desempeñar con acierto semejante comisión.

     Porras de la Cámara había formado, para su particular recreo, un archivo de papeles y escritos en prosa y en verso, el cual contenía tres partes, una de poesías profanas, que ha desaparecido, otra de poesías divinas, que para en poder del ilustre hispanista norteamericano Mr. Huntington, y otra que es el traído y llevado códice cuyo título Compilación de curiosidades cervantinas vulgarizó don Isidoro Bosarte.

     Estas curiosidades recogidas por Porras de la Cámara eran sucesos fabulosos o que el buen racionero quería hacer pasar como tales: chistes y ocurrencias del ya citado maestro Juan Farfán, chascarrillos y anécdotas de otros ingenios sevillanos, una relación en prosa y verso de un viaje hecho a Portugal en 1592, un cuadro del estado de la poesía sevillana al mediar el siglo XVI, una biografía laudatoria del licenciado Francisco Pacheco, canónigo, tío del pintor de los Retratos, y, por fin, los manuscritos sin nombre de autor y con variantes notabilísimas, de La tía fingida, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño. Con todos estos y otros simples bien pudo formar Porras de la Cámara un compuesto de tanto jugo como la carta confidencial en que informó al cardenal Niño de cómo se encontraba su diócesis. La verdad y el estudio de las cosas nos dicen hoy que Porras de la Cámara se quedó algo corto en su pintura; pero el hecho notable que de esta noticia se saca es que para mostrar el estado de la sociedad de su tiempo no halló mejor cosa que copiar las tres obras de Cervantes, por cuya pluma hablaba sin disimulos la verdad.

     Infierese también de aquí la gran amistad que Miguel tuvo con Porras de la Cámara, quien debió remunerarle en algún modo la largueza con que le prestaba sus manuscritos, aún no publicados. Quizá desde el momento en que recibió Porras de la Cámara las preguntas de don Fernando Niño, vislumbró Miguel la esperanza de acogerse a la Iglesia, como último recurso, dada su penuria; quizá entrevió la protección futura de un Mecenas generoso y rico, tan italianizante y espléndido como el nuevo arzobispo de Sevilla. Seguro es (y ya casi es un locus classicus entre los cervantistas) que Porras de la Cámara leyó al cardenal Niño en las largas siestas del verano los manuscritos de Cervantes, hallándose ambos fugitivos del calor de Sevilla en la posesión arzobispal de Umbrete. No es dudable que Porras de la Cámara habló al arzobispo de la triste escasez en que vivía un hombre de tan peregrino ingenio. Tocó entonces Miguel como tantas otras veces en las puertas de la esperada tranquilidad y no logró pasar los umbrales.

     A vueltas con sus pensamientos, iba un día caminando por las callejuelas que en gracioso enredijo se enmadejaban junto a la parroquia de San Marcos. Enorme concurso de gente bien arreada acudía a la plazoleta que se hace delante del convento de Santa Paula. El compás o patio que hay antes del convento se hallaba también lleno de gente. El sol acariciaba los magnolios, laureles y toronjiles que adornan el patio, y dejaba en sombra la noble ojiva de barro cocido y de grandes baquetones amarillos y rojos, en la cual un tímpano muestra las armas de los Reyes Católicos en gayos colorines de mayólica y unos medallones de azulejo en relieve enseñan a las avecillas y palomas los episodios de la santa vida de la titular.

     Movido por la curiosidad, entró Miguel a la iglesia, que vestida de fiesta relumbraba desde el artesonado mudéjar de vigas al aire hasta el piso de azulejos formando aguas, como los de algunos aposentos del alcázar de don Pedro el Cruel. En los dos altarcillos laterales un San Juan Bautista y un San Juan Evangelista, recientes obras del ya famoso Martínez Montañés, parecían contarse sus penas, cantándolas bajito al son de angélico guitarro. En las dos pilastras del arco toral, dos angelitos, dislocados de puro gusto, volaban, bailando seguidillas, con candelabros prendidos en la diestra. En el coro, al fondo, tras los cortinajes, se oía el zumbar de la comunidad, ceceosas voces de monjas sevillanas, que son las más blandas y amables de todas las monjas del mundo, y hablan de Dios como de una dulzura infinitamente superior a la de las yemas ricas por las blancas manos de la comunidad fabricadas.

     Miguel se enteró de que había monjío nuevo. Miguel vio acercarse el cortejo que a la nueva religiosa seguía, «uno de los más honrados acompañamientos que en semejantes casos se habían visto en Sevilla». Miguel vio a la novia de Cristo, tan gallarda, hermosa y bien aderezada que era una bendición de Dios el verla, y todos los circunstantes se estrujaban y se afanaban por contemplar más de cerca tan gran extremo de galanura. Miguel divisó antes que nadie cómo se abría paso entre la muchedumbre un hombre vestido como él mismo vistió cuando venía en el barco de maese Antón Francés, ya rescatado por la Trinidad, con su cruz de un brazo azul y otro rojo en el pecho y su bonete azul redondo en la cabeza. Miguel conoció en los ojos turbados de aquel hombre no ya sólo la castigada alma de un cautivo, como él mismo lo fuera, sino la terrible situación en que él tantas veces se encontrara, asiendo o creyendo asir a la felicidad por la fimbria de la túnica y dejándola escapar para caer de nuevo en la desdicha negra. Miguel oyó aquella voz del libertado cautivo que echando fuego por los ojos, gritaba: -Detente, detente, que mientras yo fuere vivo no puedes tú ser religiosa...- Presenció luego el desenlace de aquella dramática escena y se volvió a su casa con el alma oprimida por la angustia. ¿Quién sabía si aquello era anuncio de que por fin a él también como al desdichado cautivo la suerte le volvería la cara?

     El suceso fue muy comentado en Sevilla. Miguel, con el alma aún dolorida, se lo contó a su amigo Porras de la Cámara y éste le rogó «que pusiese toda aquella historia por escrito, para que su señor arzobispo la leyese». Ésta es la historia de La española inglesa, modificada y aderezada por Miguel para dar mayor solaz al arzobispo Niño de Guevara; compuesta después que las de Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, y como ellas basada en sucesos vistos en Sevilla.

     Comenzaba, pues, Miguel, según su opinión, bajo buenos auspicios, su carrera de escritor favorecido por los poderosos. Quizás, si es suyo el soneto contra la marquesa de Denia, no fuera ajeno a su composición el señor de Higares, con quien la marquesa, parienta suya, estaba reñida. De fijo que con La española inglesa hizo Miguel una obra de encargo, como las que Lope y otros tantos ingenios hacían. No sabemos si le fue recompensada ni cómo.

     A últimos del año 1600 llegó Lope de Vega a Sevilla. Había dejado de servir al marqués de Sarriá y se hallaba cada vez más zambullido en enredos amorosos. Traía consigo a Camila Lucinda y a sus dos hijas, Mariana y Angelilla. Traía además, gallardamente y con desembarazo, la carga enorme de su ingente fama, que por toda España corría, creciendo hasta llegar a nunca visto extremo. Vivía Lope en Triana, quizás en casa de su tío el inquisidor. Por dondequiera, una estela de envidias le iba siguiendo.

     Si para todos el oficio de escribir no era sino un modo de vivir muriendo, cuando no habían protección, para Lope la poesía fue una manera gloriosa, feliz, agradable, de llevar vida regalada y holgona, dejando encenderse y arder con fuertes llamas sus bravías pasiones. Sus comedias y sus poesías fueron para él lecho en que descansó, arca de donde sacó los menesteres de la diaria subsistencia, confidentes y medianeras de sus amores y amoríos, perdonadoras de sus deslices y disparates, agenciadoras de abundantes y generosos Mecenas. Sobre esto había otra cosa, hasta entonces por ningún escritor lograda, otra cosa que fue Lope el primero que en España la disfrutó, y era la popularidad, el universal aprecio, el ser conocido y amado por sus éxitos, que no se contenían ni paraban su carrera, como otros anteriores, en el círculo de los demás literatos, sino que penetraban, como el libro de caballerías o como el libro místico y ascético, en los apartados camarines de las damas y se abrían paso por entre la muchedumbre, que ya comenzaba a tornar la cabeza cuando alguien decía: -Ahí va Lope-. Este sol de la popularidad, al que ni siquiera se había puesto nombre aún, salió por primera vez en España para alumbrar a Lope. No tardó en hacer lo mismo con Cervantes; pero a lo cierto que, cuando Lope llegó a Sevilla, le daba de lleno en el rostro.

     Siendo así, natural fue que le hicieran la salva los satíricos ingenios sevillanos, aquella musa callejera, salvaje y desgreñada que Pacheco había tenido buen cuidado de no retratar en su libro. Fue de los primeros homenajes con que se le agasajó un soneto de cierto desenfadado sevillano, medio rufián, medio poeta, llamado Alonso Álvarez de Soria. Es la célebre invectiva que comienza así:

                          -Lope dicen que vino. -No es posible.

y concluye con estas poco limpias frases:

                               Si no es tan grande, pues, como es su nombre,
cá... me en vos, en él y en sus poesías...

     Lope, que lo veía todo y todo lo oía, aunque estuviese entonces apartado de los escritores de poco pelo y sólo tratase con su tío, con el noble y elegante caballero don Juan de Arguijo y con alguno de los reposados académicos del Libro de los retratos, se enteró del soneto, no hizo por lo pronto caso de él ni de otras sátiras, jácaras y letrillas en que le daban vaya, como a recién venido; pero aconteció lo que siempre en casos tales. Viéndole callado, arremetieron con más furia contra él, y como hubiese acabado Lope su famoso libro El peregrino en su patria y le enviase a su amigo Arguijo, para que éste le honrara con un soneto de los suyos, de guante de ámbar y rizada lechuguilla, el maleante Álvarez de Soria volvió a la carga, con una décima de cabo roto, de las primeras que se compusieron en tal forma:

                               Envió Lope de Vé-
al señor don Juan de Argui-
el libro del Peregrí-
a que diga si está bué-
y es tan noble y tan discré-
que estando, como está, má-
dice es otro Garcilá-
en su traza y compostú-
mas luego, entre sí, ¿quién dú-
no diga que está bellá-?


     El tono agresivo de la décima, el desgarro de romperle los cabos, como para presentarla descosida y procaz, haciendo visajes y garatusas, y la circunstancia de atribuir a su amigo el noble Arguijo un piadoso fingimiento sobre el valor de su obra debieron de soliviantar a Lope, a quien no habían hecho sus padres para aguantar ancas. Buscó y preguntó quiénes podrían ser los autores de aquellos versos, y como Alonso Álvarez de Soria era un desconocido y los demás escritores satíricos acaso eran amigos suyos, no se le ocurrió pensar en otra persona que en Cervantes, con quien seguía desabrido por la cuestión antigua de Elena Osorio, y quizás por recientes resentimientos con el cómico Morales, grande amigo de Miguel. Lo cierto es que a los ataques pasados contestó Lope con este venenoso y feroz soneto:

                               Yo que no sé de la-, de lí-, ni le-,
ni sé si eres, Cervantes, co- ni cu-
sólo digo que es Lope Apolo, y tú
frisón de su carroza y puerco en pie.
     Para que no escribieses, orden fué
del Cielo que mancases en Corfú:
Hablaste buey, pero dijiste mú.
¡Oh, mala quijotada que te dé!
     Honra a Lope, potrilla, o ¡guay de ti!
que es sol, y si se enoja, lloverá;
y ese tu Don Quijote baladí,
     de cu... en cu... por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará.

     No había olvidado por cierto, Lope, como no suele olvidarse nunca al imprudente e inoportuno testigo de sus aventuras juveniles, y bien se vengaba, llegado ya a la cumbre de la gloria, de aquel infeliz poeta a quien sólo conocía por La Galatea y por algunas obras teatrales que forzosamente habían de parecerle mal, por ser cosa de su facultad, en la que él mismo se había aventajado tan señaladamente.

     Pensó Lope soterrar para siempre a Cervantes con aquel soneto. No conocía el Quijote sino de oídas, por reseñas o referencias dadas con mala intención entre gentes a quienes quizás Miguel sólo había leído algunos capítulos. No conocía tampoco a Cervantes bien, puesto que no se daba cuenta aún de que era quien únicamente pudiera algún día hacerle sombra. Se ve claro, no obstante, que desde aquellos días, Cervantes fue despreciado por Lope, como un envidioso vulgar de tantos que habían querido morderle: y en tal error vivió durante algún tiempo.

     Por otra parte, nada de extraño ni de inhumano tendría el que, en efecto, Cervantes sintiera celos de Lope, a quien, en el injusto reparto de la vida sólo habían caído satisfacciones y halagos de la fortuna. Lope, de puro solicitado, rechazaba los protectores, desechaba las queridas, renunciaba a la tranquilidad del hogar bien abastado, vivía en perpetua guerra consigo mismo, por no tener necesidad de luchar para vivir. Lope triunfaba, Lope era famoso, Lope reía, se le disputaban las damas elegantes y los caballeros de mejor sociedad, había saltado a la cumbre en dos brincos, se alzó con la monarquía cómica, era el monstruo de la Naturaleza, mientras que Miguel vivía poco menos que obscurecido y asendereado, corriendo aún a sus años del corral de los Olmos, donde a la sazón triunfaba el jácaro Álvarez de Soria, al corral de don Juan o a la huerta de doña Elvira, coliseos sevillanos donde estaba seguro de tropezar con obras de Lope en las tablas y con cómicos amigos o siervos de Lope en la escena. Y para que se vea cuán injusto fue el engaño de Lope al achacar a Cervantes el soneto y la décima citados, no hay sino pensar que toda la venganza de Miguel se redujo a la prudente, mesurada y puramente literaria crítica del comediaje de Lope, hecha en el diálogo entre el canónigo y el cura, que debió de añadir entonces a lo que ya llevaba escrito del Ingenioso Hidalgo.

     No estaba Cervantes para impetuosidades y violencias: su espíritu otoñal se iba amansando. La inmortal obra en que andaba había engrandecido y afianzado su talento, como sucede siempre que el escritor es humilde y no piensa sino en echar parte de su alma en las cuartillas, digan y piensen los demás lo que quieran. Miguel nunca desconoció lo que valía su obra, pero según iba adelantando en su composición, lo comprendía con mayor claridad, y se lo hacían notar asimismo los amigos a quienes leía trozos del Quijote.

     Llegó a ser éste popular en Sevilla mucho antes de verse impreso, y los nombres de Sancho Panza y Don Quijote sirvieron de apodos, como sirven ahora para señalar a éste y al otro sujeto conocido. Posible es que, incitado por la curiosidad, al ver la obra de Cervantes en boca de mucha gente, quisiera Lope conocerla, y entonces procurara acercarse a Miguel. No es justo suponer que durara entre ellos la animadversión, puesto que en 1602 se publicó la tercera edición de La Dragontea y llevaba un soneto de Cervantes, extremadamente laudatorio, que empieza así:

                          Yace en la parte que es mejor de España...

     Parece probado, sin embargo, que en la reconciliación no hubo entera sinceridad por parte de Lope. Es casi indudable que Cervantes suavizó muchos conceptos de los más crudos en el coloquio del canónigo y el cura del Quijote; y que no bien conocida la obra de Miguel, ya Lope modificó su juicio, en cuanto era posible que hombre tan lleno de sí mismo le modificase. Es admirable y digno de considerarse atentamente cuán poco amargaron estos disgustos el alma de Cervantes, quien seguía viviendo, sabe Dios cómo, hasta dejar terminado su libro, quizás al amparo del cardenal Niño y de Porras de la Cámara, aunque parece raro que, siendo él tan agradecido, no consignase en algún lugar su gratitud.

     Nuevos golpes de la fortuna adversa le esperaban aún, cuando ya creía tener la llave de la tranquilidad en su mano. En 2 de julio de 1601 murió heroicamente en la batalla de las Dunas su hermano el alférez Rodrigo de Cervantes, a quien Miguel había enseñado el oficio de las armas, y que con tanta gloria le siguió en la Tercera y en otras ocasiones. La soledad en torno de Miguel iba creciendo.

     En 14 de septiembre de 1601 los contadores de relaciones hacían cargo a Cervantes por los 136.000 maravedises que le pagó Francisco Pérez de Vitoria en Málaga y no mucho tiempo después mandaban al proveedor general Bernabé del Pedroso, residente en Sevilla, que detuviera y encarcelase a Miguel hasta que rindiese cuentas o diera fianzas suficientes para trasladarse a Valladolid y dar allí sus descargos. A últimos de 1602 se vio, pues, Cervantes metido en la maldita cárcel de Sevilla, no se sabe si por muchos o por pocos días o meses. Aquel receptor de Baza Gaspar Osorio de Tejeda a quien reconocimos en 1594 como uno de los precursores del triunfante caciquismo, fue quien hizo hincapié con el fin de que Cervantes se presentara a dar cuentas, más por perjudicarle que por otra cosa. En 24 de enero de 1603 los contadores se hicieron cargo de que lo no satisfecho por Cervantes era sólo un descubierto de dos mil trescientos cuarenta y siete o dos mil seiscientos y tantos reales que probablemente serían partidas fallidas y no cobradas por Miguel; manifestaban también aquellos señores que habían ordenado a Pedroso que soltara a Cervantes de la cárcel de Sevilla, sin que éste se hubiese presentado, como consecuencia de quedar en libertad. Era necesario por consiguiente, que Cervantes se trasladara a Valladolid, en donde estaba la corte de España desde enero de 1601.

     Salió Cervantes de Sevilla, adonde no había de volver, a principios de 1603. Al echar la mirada última a las torres que el sol blanqueaba al amanecer y al anochecer doraba, no pensó que para siempre se despedía. No conoció que entonces era cuando definitivamente, irremediablemente, había entrado en el otoño de la vida. Quizás no le importaba mucho. Consigo llevaba su maletín y en él... en él iba encerrada la inmortalidad.

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