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ArribaAbajoCapítulo XXIX

Esquivias. -Los Salazar, los Palacios. -Miguel busca y encuentra novia. -Se casa. -Muere Rodrigo de Cervantes. -Miguel saluda a Lope y Lope no le contesta


Las márgenes del Tajo, en cuanto se sale de Aranjuez hacia Toledo, pierden el aderezo y abrigo de los árboles que refrescan y ensombrecen las aguas, y éstas vuelven a correr, abrasadas en estío, heladas en invierno, por en medio de unos campos adustos, donde nada sonríe ni halaga la vista ni convida al descanso. La tierra, junto al río y en larga extensión a él ateniente, es honda y de mucha miga. Casi todo el año chirrían en las riberas las cantuérganas de las azudas, que vierten el agua espumosa en los altos atalaques y la distribuyen y reparten por las eras, donde el regador, azadón en mano, deja sorber a la tierra, y después vuelve las tornas. Allí se crían los mejores melones y sandías que en el mundo existen. Siguiendo la orilla derecha, se empina en un cabezo cortado el famoso pueblo de Añover.

Trepáis por la cuestecilla y veis que el cabezo, o que tal parecía, no es sino una llanura, o mejor dicho, una serie de suaves ondulaciones amarillentas, manchadas aquí y allí por matojos de retamas, calvos cornijales de esparto y gollizos de aulagas. Domina la llanura una torre que desde muchas leguas se divisa: es el campanario de Illescas, una Giralda en pequeño, tan gallarda y elegante como la torre jacarandosa de Sevilla. Mas hay una diferencia absoluta. La Giralda de Illescas no ríe, antes parece, en medio de la desolada grandeza de los campos, llorar por las palmeras ausentes y por los lejanos naranjales. Aquella torre es triste como un musulmán converso a viva fuerza.

Pero no es menester llegar a Illescas, villa noble, y grave, donde reposó el espíritu enjuto del gran político Cisneros, galga envuelta en manta de jerga, como le llamaba con exactitud admirable don Francesillo, el bufón del emperador. Antes de Illescas tropezamos con una loma, coronada por cierta ermita donde se venera, no se sabe por qué, a la virgen Santa Bárbara. Recostadas en la halda del morro, unas cuantas casas de labor se agrupan al lado de una vieja iglesia. Todas ellas son casas anchurosas, redundantes, envueltos los cuerpos en muchos refajos de tapias y zagalejos de bardazos, como envuelven las aldeanas de aquella tierra en sobrepuestas y cebollientas capas de bayetas de colores sus flacos cuerpecillos. Casi todas las casas tienen una gran puerta falsa cubierta con un tejaroz para entrada de carros, y una portada principal con entablamento de piedra más o menos lujoso, y escudo encaramado orgullosamente entre el arco y el balcón saledizo. En los pisos principales alternan con los balcones grandes rejas voladas de monástico aspecto, que engendran la sospecha maliciosa de escalamientos posibles.

En Esquivias hay mucha gente hidalga. El lugar es famoso por sus ilustres linajes, y más aún por sus ilustrísimos vinos. En primavera y verano templa y enlozanece la aridez de la campiña el pampanoso viñedo, si bien las cepas no son alegres parrones como los de Sicilia, Nápoles y Grecia, en donde los pámpanos envuelven los cuerpos de las vendimiadoras y acarician sus cabezas soleadas. Las cepas de Esquivias son cortas, cenceñas, achaparraditas, que apenas les llegan al tobillo a las vendimiadoras, y para coger la uva es menester agacharse, combar el cuerpo, doblar la raspa como para segar.

Además, no consentiría la severidad de los espíritus criados en aquella desolación que hubiese cepas solas. La cepa es demasiado alegre, gusta de retozar, trabando amigable sus brazos de sarmientos con los de sus compañeras, como si fuese a emprender una danza desenfrenada. Para corregir y moderar su báquica alegría, se planta entre las cepas un olivar, y así ya tienen los alocados arbustos una tropa de austeros pedagogos, siempre verdes grisaceos, que son los olivos, los cuales, en doctoral pasividad, parecen aconsejar juicio y prevenir ascéticamente que la pompa y verdor de los pámpanos perecerá con los fríos invernales, y la cepa, convertida en muñón, tiritará engurruñida y cárdena, pensando en la muerte.

Una familia de estos hombres serios y tristes que plantaban olivas entre las cepas, no por granjería, pues la experiencia dice que la oliva de majuelo prevalece poco y no tarda en morir, sino porque les molestaba el verdor juvenil de los pámpanos, es la familia de doña Catalina de Salazar Palacios y Vozmediano. Los Salazares son gente de rancia hidalguía, que han vivido en Toledo; acaso proceden de una familia andaluza; de seguro, en Andalucía tienen parientes. Los Palacios son toledanos, avecindados en Esquivias desde muy antiguo; gente seria, ordenada y devota. Los varones, todos clérigos o frailes; las hembras, muy mujeres de su casa, calladas, ahorrativas, madrugueras. Saben poco de amor unos y otros. No es tierra aquella de amores, menos de amoríos; ni suelen oírse de noche otros cuchicheos que los de la perdiz en celo, que besa y da de pie en los sembrados de algarrobas y de alcarceñas.

Cuando Miguel va a Esquivias por primera vez, hondo pavor se apodera de su ánimo. No basta haber estado en la batalla naval, ni haberle visto tantas veces la cara a la muerte, para no temblar ante la tiesura y empaque de uno de estos caserones toledanos do viven estas familias solariegas, terribles en su hosquedad, como si el mundo entero no les importase nada.

Miguel es un pariente lejano de los Salazares. Ambos Salazares han muerto: Hernando, padre de doña Catalina, y don Francisco, su tío, que la educó muy bien, y la enseñó a escribir y a leer libros devotos, entre los cuales, tal vez, deslizó a hurtadillas alguno de caballerías. Quedan tiesos, enhiestos, duros e incomportables los Palacios: Catalina, viuda de Hernando de Salazar, una mujer de estas del pelo estirado y reluciente, de raya en medio, de higa en el moño, de justillo apretado, indiferente, asexual, y su hermano, el clérigo Juan de Palacios, santo varón atento a la ganancia y supremo negocio del cielo, sin descuidar los de la tierra. Juan de Palacios es teniente cura de la iglesia de Santa María de la Asunción, parroquia de Esquivias; la patrona del pueblo es Santa Bárbara, que está en la ermita.

Esquivias es una villa del cabildo de Toledo, al que ha de pagar dos tributos irritantes, el onzavo por las fanegas de trigo y de cualquier otro cereal y el alajor, que son tres mais y medio por cada aranzada de viña.

Es muy posible que los clérigos y gente influyente con el cabildo retrasen sus pagos o los supriman sin peligro. El cabildo es rico aún y puede permitirse estas liberalidades. El cura Juan de Palacios se las arregla muy guapamente para redimir tales cargas, yendo con frecuencia a Toledo y nunca deja de llevar en sus viajes orza de arrope, olla de aceitunas aliñadas o pichel de vino añejo. Los canónigos le estiman como a hombre de pro. Saben además que posee y cobra rentas de una casa de Toledo, contigua a Santa Ursula.

En la familia se nota la diferencia entre los Palacios y los Salazares. Los Palacios son tipos puros toledanos: el clérigo Juan ha criado y hecho a sus mañas a su sobrino Francisco de Palacios, después cuñado de Cervantes. Francisco de Palacios es también un clérigo administrador, como cien que había y hay en Toledo. Con mano maestra los ha pintado nuestro gran Galdós.

Estos buenos presbíteros, fieles cumplidores de sus deberes eclesiásticos, tienen una devoción que va muy bien con la aritmética. Dios -piensan ellos- es el creador de todos los bienes del mundo. Nosotros, ministros del Altísimo, estamos aquí para administrar con pulso y conciencia esos bienes. Y lo hacen a las mil maravillas y en ello nada pierden. No se les hable a estos hombres de Teología, ni de otras puras especulaciones. La moral práctica es su única ciencia, cuyos preceptos se les ofrecen precisos, indiscutibles e invariables como la tabla de multiplicar: viven así felices.

Vease, como contraste, al otro hermano de doña Catalina: no ha querido tomar el apellido de Palacios, sino el paterno, y se llama Antonio de Salazar. No ha querido ser clérigo administrador, sino fraile contemplativo. Ha despreciado la tabla de Pitágoras y se ha dado a la lectura de libros. Cuando su hermana Catalina otorga testamento, al acordarse dos veces de fray Antonio de Salazar, le manda cantidades para que compre libros, y hay en esta manda suya una previsión afectuosa que enternece tanto cuanto molestan los legados hechos a la codicia del clérigo Francisco de Palacios.

¿Quién es, pues, esa doña Catalina de Salazar Palacios y Vozmediano, a quien Cervantes pretende por esposa? Tengase por cierto que no es una mujer fría, calculadora y atenta a los intereses mundanos, ni tampoco una devota a la usanza de su tiempo. Doña Catalina de Palacios es una doncella de diecinueve años, enterrada en un lugar triste, por donde jamás pasa la alegría. Como ella, hubo entonces y hay ahora en todos los pueblos de Castilla millares, millones de muchachas que en sus pechos martirizados por los justillos guardan corazones ardientes, a los que atormenta la espera de algo que no viene nunca en la mayoría de los casos. La energía femenil en España no se ha manifestado más que en las reinas o en las monjas, pero ¡qué reinas y qué monjas hemos tenido! Pensemos en las innumerables almas femeninas fértiles y jóvenes que en esos secos pueblos de Castilla y de León y de Andalucía se han mustiado sin provecho ni amor para nadie y reconozcamos un grande error de nuestra historia y de nuestra educación, el cual no lleva trazas de ser corregido.

Doña Catalina es una de estas pobres muchachas que a los diecinueve años columbran y otean el panorama de la vida insípida y estólida que les aguarda. El caserón donde vive tiene una porción de aposentos y salas, friísimos en invierno, calentísimos en verano. Hay un estrado, con unas sillas de moscovia, un bufete, unos paños franceses de figuras muy traídos en las paredes, de donde cuelgan también una imagen de Nuestra Señora con un Niño Jesús de alabastro, puesta en su caja de nogal con molduras, otra imagen de Nuestra Señora de Loreto, de plata, puesta en tabla, y otra imagen de San Francisco al óleo, sin duda uno de esos San Franciscos pardos y amarillos que hoy se achacan sin vacilar al Greco, y que a centenares pintaron su hijo Jorge Manuel, Luis Tristán y otros discípulos.

En sendas mesas de pino de patas torneadas, tienden, aburridísimos, sus brazos, dos niños Jesús, con sus ropitas y sus camisitas labradas. En el estrado y en todas las habitaciones de la casa se arrima a los muros innumerable familia de arcones, arcaces, arcas, arquetas y arquillas, cuáles forrados, cuáles claveteados, cuáles barreteados de hierro, y todos o casi todos llenos de chucherías inservibles, de paños viejos, de apolillados pergaminos, de restos y rebojos de hierro que irán a la fragua para pagar al herrero las aguzaduras de las rejas en tiempo invernal, cuando la tierra se aterrona y gasta reja y reja sin medida.

Para el conforte de los helados cuerpos en aquellas salas frías como páramos, hay un braserillo pequeño de azófar, que sólo se enciende los días de visita o solemnidad familiar. En el suelo se ponen unas esteras de pleita, tejida en los temporales lluviosos por los gañanes y mozas de la casa. En las alcobas, inmensas y desamparadas, con un ventanillo de pie a la calle o al corral por toda ventilación, se tirita muy bien, bajo unas frazadas de lana de Sonseca, que ya sirvieron como capotes o como mantas de mulas; pero la cama es muy señoril, de columnas, con su paño azul con rodapiés para cobertor y su cielo de angeo colorado: una cama hecha para morir con dignidad como en los cuadros de historia. Por allí ya se ve que el amor no anduvo nunca; y si intentó acercarse huyó, espantado y patidifuso al ver la colcha azul y el cielo colorado de angeo.

Saliendo de las habitaciones vivideras, se recorren los inmenso corrales, a donde caen caballerizas, pajares, trojes y otros aposentos. En los corrales y establos picotean cuarenta y cinco gallinas. En un rincón de la cuadra cacarea por la noche, cantando las horas, un hermoso gallo relojero. En los pesebres mascullan paja corta, con muchos granzones y ligeros indicios de cebada, algunos cuartagos, mulas y burros de largo pelo. Como en toda casa regular, no falta el horno de pan cocer, un cuarto para la harina y el salvado, un cajón para la recentadura, una tabla para heñir, cedazos y cernederos; ni tampoco la alquitara de cobre, la serpentina y el refrigerante para destilar los espíritus del vino; ni un lagar pequeño con su viga de apretar y sus tinajones, tinajas, tinajitas y candiotos. Allí se elaboran los famosos vinos de Esquivias, vinos serios, tristes, alevosos, que enajenan los cerebros, o dulzarrones y embocados, que hacen arder los estómagos: el vino del hidalgo imaginativo, el del místico que piensa ascender al cielo, desvariando entre flatos y pirosis, con el estómago llameante y el hígado acorchado.

Todo esto y lo otro que se calla es hostil al poeta. Comienza en aquellos tiempos a formarse el duro bloque de la burguesía propietaria, en el que no han entrado ni penetrarán nunca las ideas. Presentaos hoy en una casa burguesa de provincias o de Madrid, sin más títulos que la gloria literaria incipiente: intentad por todos los medios ablandar la roca, y no lo conseguiréis. Considerad ahora la diferencia que va de tiempos a tiempos, y caeréis en la cuenta del trabajo que a Cervantes le costó llegar hasta donde se proponía.

Los Palacios ¿qué sabían de novelas, de comedias ni de proyectos a su ver poco inteligibles y disparatados, que Miguel traía en el magín? Quiere una tradición infundada que fuese aquel tío de doña Catalina, llamado Alonso Quijada de Salazar, quien se opusiera a los amores de ella con Miguel. No es creíble tal aserto. Bastaba el espíritu mezquino de los Palacios para oponerse, si hubo oposición, como lo hace pensar la desconfianza mostrada por Catalina la madre, respecto de su yerno el soñador Miguel, puesto que dejó pasar dos años del matrimonio de éste sin cumplir la promesa de dote. Y sí parece probable y verosímil, en cambio, que el don Alonso Quijada fuese, como de la familia de Salazar, un hidalgo dado a la lectura de caballerías, y un tanto alucinado por ellas, quien sirvió de primer boceto o de dato sugestivo a Miguel para su más grande creación. Es ridículo e imbécil suponer que Miguel no amaba a Don Quijote, y creer que se propuso construir una figura grotesca para burlarse de un pariente que se opusiera a su boda. No es, en cambio, desatinado imaginar que en tal o cual parte de la figura recordase al bueno e iluso hidalgo Alonso Quijada de Salazar, pariente suyo, muerto ya cuando se publicó el Quijote, y no movido por ruin afán de sátira personal, sino, al contrario, deseoso de fijar un grato y amable recuerdo.

El triunfo de Miguel en Esquivias no fue sobre Alonso Quijada, sino sobre aquellos cicateruelos de los Palacios, ánimas chicas, que hubieran preferido casar a doña Catalina con otro hidalgo del mismo Esquivias, de Seseña o de Borox, con alguno de los Ugenas, que eran grandes amigos de la familia, o con otro por el orden. Aquel Miguel que a los treinta y siete años no tenía sobre qué caerse muerto ni hallaba otro medio de vivir sino el negro ejercicio de la poesía, aquel Miguel que no había sabido aprovechar sus triunfos de soldado ni salir lucio y rico de la corte, donde tenía amigos; aquel poeta decidor y atropellado, que trataba a diario con representantes, cómicas y gente de mal vivir, y cuya familia, por añadidura, andaba siempre empeñada y viviendo sabe Dios de qué recursos, no era novio conveniente y proporcionado para una doncella tan apañada y tan señora como doña Catalina.

Pero al discurrir así los Palacios no contaban con la propia doña Catalina; quizá no sabían que la recatada y silenciosa doncella había leído a escondidas el Amadís; de seguro no evaluaban el irresistible atractivo de las palabras de Miguel, el encanto indecible de sus relatos de proezas y desgracias, de los peligros y ocasiones en que se había visto; ni tampoco la elocuencia de aquellos ojos alegres, la hermosura de aquella blanca frente soñadora y el marcial y fiero continente del soldado barbirrubio, gallardo, y hasta la honrosa gracia de su mano izquierda, muerta... Como Desdémona a Otelo, como todas las mujeres de este linaje aman a todos los hombres de esta condición, amó doña Catalina a Miguel porque le vio desgraciado, por la compasión que infundían en su pecho juvenil las desdichas contadas y el entusiasmo que le produjeron las proezas y bizarrías de su novio.

Vanas fueron la hostilidad y reserva de los Palacios. El 12 de diciembre de 1584 se desposaron Miguel y doña Catalina en la iglesia de Santa María de Esquivias. Dio la bendición el teniente cura Juan de Palacios, ya anciano. Fueron testigos Rodrigo Mejía, Francisco Marcos y Diego Escribano. De las dos familias no asistió, al parecer, nadie. Los Palacios habían transigido por no dar que hablar, pero es casi seguro que los Cervantes no pudieron o no quisieron asistir a la boda. Pronto hubo, sin embargo, un acuerdo amistoso entre una y otra familia.

Se ha exagerado mucho lo de que Cervantes se casó con una mujer rica. La riqueza de doña Catalina, según se ve en la dote, era menos que mediana y casi de seguro inútil para quien no viviese en el mismo lugar de Esquivias, con los ojos puestos en la cepa y en el gañán, levantándose a medianoche para abrir el arcón de la cebada y volviendo a levantarse al pintar el día para dar las migas a los hombres del campo, como de seguro hacía la viuda de Hernando de Salazar. Miguel, por su oficio, había de vivir en la corte, y en Esquivias dejaba a su suegra y a su cuñado el clérigo administrador, que le irían muy a la mano en lo de enviarle dinero. No contó, pues, Miguel con lo que las fincas de su mujer produjesen y, llegado a Madrid, volvió a sus representantes y a sus comedias.

Suponese que el matrimonio vivió con la familia de Miguel, siendo éste el verdadero jefe de la casa. El viejo Rodrigo de Cervantes, que siempre fue muy poca cosa, estaba lleno de alifafes y lañas. En la primavera de 1585 se puso muy malo y el 8 de junio otorgó testamente, estando echado en la cama. Asistían como testigos dos buenos padres de la Merced, fray Antonio de Ávila y fray Alonso de Zurita, y un Alonso de Vega, clérigo, lo cual prueba que la familia de Cervantes siguió en grande amistad con los mercenarios y que en aquella casa iban entrando ya más bien gentes de iglesia que caballeros galanes, como en los pasados tiempos. En el testamento nombra Rodrigo albaceas a su mujer doña Leonor y a su consuegra doña Catalina de Palacios, viuda de Hernando de Salazar, lo cual demuestra la armonía que entre ambas familias hubo a esta sazón: e instituye herederos a sus hijos Miguel, Rodrigo, Juan, doña Andrea y doña Magdalena. ¿Qué había sido de este Juan de Cervantes, a quien sólo en la partida de bautisino y en un par de documentos sueltos vemos aparecer? Nada se sabe; se supone que murió poco después.

A los cinco días de testar, murió el pobre cirujano Rodrigo de Cervantes y se le dio sepultura, según sus deseos, en el convento de sus amigos los mercenarios. No debió de ser inconsolable el dolor que su muerte produjo a la familia. Ni la de Rodrigo de Cervantes es, como se ha dicho, una noble y hermosa figura, ni en toda la obra de Miguel se ven como cosa sentida hondamente y personalmente grandes vestigios de amor filial. Rodrigo de Cervantes fue siempre un pobre hombre, cuya escasez espiritual aumentaba y remachaba la sordera. De él no aprendió Miguel gran cosa y no es tan insignificante como parece el hecho de que cuantas veces nombra a los cirujanos, los llame de una manera despreciativa y hamponesca sacapotras, reservando en cambio toda su admiración y su respeto para los médicos de facultad. Bien se ve que al hablar de los cirujanos se acordaba de su desdichado padre y al hablar de los médicos le venía a las mientes la bella figura magistral. del sabio doctor Gregorio López, que le sacó de la muerte en el hospital de Mesina.

Muerto el padre y aumentados los cargos y responsabilidades de Miguel como cabeza de familia, procuró estrechar sus relaciones con quienes podían auxiliarle en sus proyectos. Para ello, entró en la intimidad y trato del famoso representante y autor de comedias Jerónimo Velázquez, a quien propios talentos y favor de la corte habían levantado al oficio de primer actor y empresario de teatros, desde la ínfima clase de albañil y solador de pisos a que pertenecía. Las ganancias logradas como representante debieron de ser cuantiosas, por cuanto Velázquez hizo abogado a su hijo, el cual, con el orgullo propio de los advenedizos, no dejó nunca de firmarse el doctor Damián Velázquez, e hizo brillante carrera, llegando a ser Fiscal de la Inquisición en Cartagena de Indias.

Tenían además Jerónimo Velázquez y su mujer Inés Osorio, una hija llamada Elena, que gozaba la reputación de ser una de las más bellas mujeres de la corte. Siendo casi una niña casó con Cristóbal Calderón, de quien nunca hizo el menor caso; y apenas casada entabló relaciones con un guapo mozo, al que aún no le apuntaba el bigote, pues no contaba sino diecisiete años, pero que en tan temprana edad daba ya muestras de que llegaría a ser uno de los ingenios mayores de España.

Las relaciones de Elena y de su amante llegaron a ser la comidilla y el escándalo de la corte. Los Velázquez vivían en la calle de Lavapiés, al comienzo de la cuesta, en piso bajo; una reja del piso daba a la calle y estaba tan baja que formaba como un escalón sobre las losas de la acera; era además honda, de modo que en su hueco muy bien cabía un hombre delgado, cual el que solía allí esconderse, ocultándose a las miradas de los curiosos.

Los favores de Elena Osorio fueron tan grandes y la pasión de los dos amantes tan incendiaria que, con durar varios años, no se extinguían en el pecho del enamorado los fuegos de amor ni los de celos. Un día, hacia 1585, habiendo elogiado Elena a un caballero que justó lindamente en la Plaza Mayor, el amante celosísimo, hecho una furia, olvidó que era caballero y cruzó el rostro de su amiga con una colérica bofetada.

Elena merecía tan loca pasión: era hermosa, morena de rostro, blanca de hombros y pecho, el pelo castaño tirando a rubio, los ojos claros y habladores. Todas las partes y beldades de su cuerpo conocemos y conocía la corte por infinitos romances, silvas y canciones en que Belardo ponderaba los primores de Filis. Particular y detenida historia, que algún día se hará, merecen estos amores. Pronto la murmuración fue tan grande que, aun cuando Jerónimo Velázquez era hombre duro de cutis, su mujer Inés Osorio no lo pudo soportar: maltrató a Elena, arañó su rostro, acardenaló sus carnes, arrancó sus cabellos cruelmente. Por casualidad llegó Miguel y se interpuso entre la enfurecida madre y la enamorada moza. Al entrar en la casa había visto Cervantes al galán rondador, que fingió no verle.

A los pocos días, volviendo Miguel a casa de su amigo Velázquez, vio a Elena que, por la reja, daba a su amado una trenza hecha con los cabellos que su madre le arrancó. Como eran tantos los rondadores de Elena, quiso Miguel fijarse en si aquél era el mismo de días pasados. El mismo era. Miguel le vio y le hizo con la mano un breve, amistoso y discreto saludo. El otro volvió la cara, como quien no quiere bromas ni tratos en ocasión semejante. Miguel calló y entró en la casa. El galán de Elena era el secretario del marqués de las Navas. Belardo (ya lo sabe el mundo entero) era Lope Félix de Vega Carpio.

Lope y Miguel se miraron entonces y no se entendieron... ni entonces ni nunca.




ArribaAbajoCapítulo XXX

La farsa de los romances moriscos. -Miguel se harta, tiene otras cosas en qué ocuparse, vuelve al camino


Hay en la poesía española castas y géneros cuya fecundidad parece eterna, como la de algunas antiguas familias prolíficas de los priscos solares. Así es la casta ilustre del Romancero. De él sacaron primeramente Cueva y Virués, luego Cervantes, y en fin Lope, comedias innúmeras y de éstas chisporrotearon nuevos romances que durante siglos han pasado plaza de populares y para el pueblo escritos, siendo así que en realidad se compusieron por deporte y ejercicio de la pluma en los ratos ociosos y para significar intrigas amatorias y cortesanas en las que tomaban parte unos cuantos poetas amigos o enemigos, quienes se alababan, se denostaban o referían sus chismes y cuentos o las alternativas y los lances de sus amores, tomando para ello nombres moriscos, arcádicos y aunque menos veces, sacados de la vieja tradición épica.

Poco ha tenido que trabajar la crítica en estos tiempos para descubrir nombres relacionando hechos y averiguar quiénes eran los moros fingidos y los pastores disfrazados. De ellos, los había poetas y autores dramáticos conocidísimos, como Lope, Cervantes y Góngora; de ellos, no tan conocidos, pero no menos inspirados, como Pedro de Padilla, el licenciado Pedro Liñán de Riaza, Juan Bautista de Vivar y otros muchos. El romance puramente épico se dejaba la parte de acción al pasar por las tablas del teatro, y salía más pomposo y hojarascudo, pero lírico por completo, amoroso y descriptivo de las manos de los poetas. En los labios de las damas y los galanes del teatro fue dulcificando su rudeza y doblegando su rigidez, trabajadas ya con el golpeteo del diálogo.

En manos de Cervantes, Lope, Góngora y Quevedo, que eran grandes poetas, había de conservar, no obstante, una energía, rapidez y vibración que perdió muy luego en la pluma de los poetas menores, como Padilla y señaladamente el príncipe de Esquilache, poeta de indudable decadencia.

Estos romances, conviene mucho advertir que nacían de una ocasión cualquiera, del más fútil pretexto: eran la moneda fraccionaria del ingenio, como hoy lo son las frases graciosas y los chistes de Ateneo, de saloncillo y de tertulia literaria; sólo hay la diferencia de que, siendo entonces el ingenio oro, para el cambio y comercio de entre horas se usaba moneda de plata por lo menos, y la de hoy es calderilla. Pero su uso era tan corriente y diario que, por ejemplo, Lope tenía que salir de la corte unos días acompañando a su amo don Pedro Dávila, marqués de las Navas, y antes de salir improvisaba con el pie en el estribo el romance que dice:


    El lastimado Belardo,
con los celos de su ausencia
a la hermosísima Filis
humildemente se queja...



Recordaba entre sueños que su amada Elena era esposa de Cristóbal Calderón, y componía, entre dos prisas, aquella obra maestra que en los Romanceros se ha llamado El nido de tórtolas:


    El tronco de ovas vestido
de un álamo verde y blanco
entre espadañas y juncos
bañaba el agua del Tajo...



Pintaba el famosísimo Felipe de Liaño el retrato de Elena, por los mismos días en que andaba pintando el de don Álvaro de Bazán, para el emperador Rodulfo II de Alemania, y al verse Lope en posesión del retrato, lanzaba, como exclamaciones de asombro y de gusto, unos cuantos romances de


    El mayor Almoralife
de los buenos de Granada,
el de más seguro alfanje
y el de más temible lanza...



en donde no hay morisco nada sino los nombres.

Era tan sabido y vulgar ser Cervantes de los poetas que por entonces forjaban romances a todo evento, que, en el proceso formado a Lope de Vega dos años después de éste de que se habla, un desconocido, Amaro Benítez, estante o residente en esta corte, declara haber oído decir en el corral del Príncipe a don Luis de Vargas, comentando el romance o sátira de Lope contra los Velázquez, estas curiosas palabras: «Este romance es del estilo de cuatro o cinco que solos lo podrán hacer: que podrá ser de Liñán y no está aquí, y de Cervantes y no está aquí, pues mío no es, puede ser de Vivar o de Lope de Vega.» Ved aquí un testimonio fehaciente del aprecio en que a Miguel se tenía, y de cuán cierto es que Cervantes se hallaba metido en los tratos y sociedad de los más conocidos y estimados poetas jóvenes de entonces. El estudio de los romances de esta época podrá algún día suministrarnos nuevas obras de Miguel, puesto que él mismo dice que compuso innumerables, de todo género y asunto. De ellos sólo se tienen por seguros hasta ahora el de Los celos:


    Yace donde el sol se pone
entre dos tajadas peñas
una entrada de un abismo,
quiero decir, una cueva...



el de El desdén:


    A tus desdenes ingrata,
tan usado está mi pecho
que dellos ya se sustenta
como el áspid del veneno...



y los dos tan sabidos de Elicio y Galatea.

No tiene quien esto escribe autoridad, y bien lo siente, ni pruebas irrebatibles para dar por de Cervantes algunos, no pocos romances, que suyos le parecen. De todas maneras, la declaración de Amaro Benítez y las palabras de otros muchos escritores acreditan que Miguel tomaba parte un día y otro en aquel tiroteo, y que su nombre sonaba en Madrid junto a los de lo más florido. Habiéndose representado, como parece casi seguro, por los años de 1584 a 1585, las comedias de Miguel, ya por Pedro de Morales, ya por Jerónimo Velázquez o por sus compañías, y logrando éxitos como el de La Confusa, que


pareció en los teatros admirable,



lo cual prueba que se hizo en varios y en muchas ocasiones, y como aquella otra La bizarra Arsinda, citada con elogio grande, no sólo por su autor, sino por otros como el fecundo Mates Fragoso, y en fin, El trato de Argel, cuyo excelente éxito está probado, parece un caprichoso e inverosímil concepto el de quienes aseguran haberse desengañado Cervantes del teatro, que abandonó al ver lo poco que el público estimaba sus obras y cómo crecían, en cambio, cada vez con más fama, las de Lope.

Mentira parece que se haya hecho tan poco caso de las palabras del mismo Cervantes, tan claras, sinceras y explícitas, «... se vieron -dice- en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destrucción de Numancia y La batalla naval, donde me atreví a reducir las comedias a tres jornadas de cinco que tenían; mostré o, por mejor decir, fuí el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro; con general y gustoso aplauso de los oyentes, compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritos ni baraúndas; TUVE OTRAS COSAS DE QUÉ OCUPARME, DEJÉ LA PLUMA Y LAS COMEDIAS y entró LUEGO el monstruo de la Naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica, avasalló y puso debajo de su jurisdicción a todos los farsantes...» etc., etc.

¿Es posible decir las cosas más claras? Por su mérito, por la energía y el vigor popular que en sus comedias había y por las amistades de Miguel con Velázquez y con Morales, farsantes a quienes aun no había avasallado Lope de Vega, representaronse veinte o treinta comedias de Miguel en los teatros de la corte, y en el breve espacio de dos o tres años. Ciego hace falta estar para decir que Miguel fracasó en el teatro o que abandonó la pluma porque no le daba para vivir; injusticia monstruosa es tachar de ingrata a la patria y de desconocido al público que aplaudió todas las comedias de Cervantes y concedió a La Galatea el más alto galardón y a sus romances la mayor popularidad.

Sin rencor alguno, como cosa natural y corriente, lo dice él: Tuve otras cosas de qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias. Y pocos párrafos después añade, recalcando este concepto: «Algunos años ha que VOLVÍ YO A MI ANTIGUA OCIOSIDAD, y pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño... etc.» ¿Se quiere más clara explicación?

Cervantes, cuando habló de sí mismo, fue siempre absolutamente sincero, como que era la suya un alma clara y sin doblez. Amargura indudable hay en el prólogo de las comedias que publicó un año antes de morirse, pero no se ve arrepentimiento grave de haber dejado el teatro. Era la cosa más natural del mundo y el concepto más corriente en aquella época. Las comedias y la poesía eran fruto de la ociosidad, y cuando un hombre tenía otras cosas de qué ocuparse, tiraba la pluma y se iba a los negocios serios y de entidad, en donde podía ganar la vida o hallar esperanzas de lograr comodidades futuras. ¿Cuántos escritores hay, hoy mismo, en España que, sin ser ricos por su casa, no sean otra cosa que escritores y vivan solamente de sus comedias y de sus novelas, sin tener oficio ni cargo o empleo público, cosas en qué ocuparse? Si se descuenta a algunos autores de piececillas a quienes, con toda propiedad, sería excesivo llamar escritores, no llegarán a media docena, y me corro mucho. Pues si España hoy, con tanta cultura como tenemos, no mantiene a sus poetas, ¿había de mantenerlos en tiempo de Cervantes? Algunos años después, y cuando reinaba un escritor como Felipe IV, ¿no sabemos que Velázquez, el gran pintor, cobraba un sueldo en Palacio en la nómina de los barberos y de los ayudas de cámara?

No vivía entonces el artista sólo de su arte, ni la literatura, a pesar del gran empuje que ya comenzaba a darse al teatro, era medio de vivir para nadie. ¿Queremos conceder además que en la resolución de Cervantes al tirar la pluma y dejar las comedias influyesen también deseos manifestadospor su mujer doña Catalina que, si amaba a su marido, no podía gustar de verle envuelto en intrigas de cómicas livianas y en lances de mocitos alocados y sin seso, como Lope de Vega y sus amigos los de la sala de armas del maestro Paredes? Pues concedámoslo también, pero reconociendo que éste fue un motivo secundario para la resolución de Cervantes, puesto que las nuevas cosas en que tuvo que ocuparse antes le alejaban de su esposa que le unían con ella.

La principal razón que hubo era la ya dicha. Ni estaba bien, ni era posible en aquel tiempo, como no lo es aun hoy, sino en excepcionales casos, que un hombre viviera decentemente y sin faltar al arte o a su propia estima y dignidad, de la merced de los cómicos y del favor del público. Por andar en amistad y trato con Jerónimo Velázquez, ya se había ganado Miguel la antipatía de Lope. ¡Quién sabe por qué humillaciones tuvo que pasar para ver representadas sus veinte o treinta comedias en los teatros de Madrid! Quien no haya entrado hoy mismo en uno de ellos con su drama o su comedia bajo el brazo a someter lo que pensó y meditó quizás años enteros al juicio de un empresario, que lo es de teatros como pudiera serlo de toros o de abastos de cerdos y vacas para el Matadero, y al dictamen de un histrión afortunado o halagado por sus compinches, quizás no comprenderá por qué Cervantes dejó el teatro cuando vio que le salían otras cosas en que ocuparse. Que sean francos los hombres que hoy día se dedican a llevar comedias y dramas a los representantes, y si lo son, no se maravillarán de que Miguel, que no había servido para la corte, no sirviese tampoco para el trato de los cómicos.

El hombre de acción se rebeló entonces contra el hombre de pensamiento. Mucho había pensado él en su vida, pero mucho más había hecho y como sus pensares se asientan y afirman y arraigan sobre sólidos y graníticos cimientos de hechos por él vistos y palpados, por eso vale más que todos los pensadores de España juntos cuanto vale más un árbol secular de raíces hundidas veinte estados en el suelo que otro más frondoso y lozano, pero sin raigambre firme. El hecho le atraía en sus treinta y ocho años, la vida le halagaba, el aire del camino le cosquilleaba el rostro y el corazón, el mundo parecía abrirse de nuevo ante sus ojos, lleno de curiosas y risueña incitaciones. ¿Merecía la pena de seguir viviendo en aquel otro mundo ruin, pintado y fingido de las tablas, el colorete y el papel dorado? ¿No era acaso un entretenimiento casi infantil todo aquel matalotaje amanerado y falso de los Belardos y las Filis, los Zaides y las Zulemas, las Galateas y los Elicios? Sus ojos, criados y educados en la anchura de la vida soldadesca, sus ojos que habían visto tantas tragedias de verdad y alimentado tantos idilios reales en los sitios que para la tragedia y para el idilio parecían creados, veían ahora claro el apresto, la inconsistencia de las ficciones en que los poetas todos de España andaban metidos. Aquel tiempo de los romances moriscos y pastoriles primeros fue un paso de peligro para la robustez y realidad de la Literatura española.

Por fortuna, lograron salvar el riesgo, primeramente el monstruo Lope, después el mismo Miguel, cuando volvió a las letras, cuando sobre los hechos acumulados en su alma se alzaron las más gallardas y fuertes torres de pensamientos que en nuestra patria han sido la cabeza picuda y huesosa de Don Quijote y la redonda cabeza de Sancho.

Vanas son, pues, las lamentaciones usuales al llegar a este punto de la biografía de Miguel; necio, maldecir o tachar de estériles los años en que se ocupó en otras cosas que no eran literatura; inocente, pensar que sin estas cosas hubiéramos tenido el Quijote o que le habríamos gozado si esas cosas hubieran empinado a su autor a los más altos puestos.

En tanto él volvía al tráfago del mundo, su grande amigo Pedro de Padilla se apartaba de éste por completo y tomaba el hábito de carmelita calzado,


porque llevado del cebo
de amor, temor y consejo,
se despoja el hombre viejo
para vestirse de nuevo,



como dijo Miguel en unas quintillas adoloradas al hábito del nuevo fraile.

Mientras tanto, en casa de Miguel seguía padeciendose necesidad, puesto que en septiembre de 1585 sus hermanos Rodrigo y Magdalena se veían obligados a vender al prestamista Lomelino en 523 reales los paños de Locadelo. Por entonces, había nacido ya la hija de los amores de Miguel con Ana Franca y se le había bautizado con el nombre de Isabel de Saavedra. Por esta razón, si la supo o la presumió, o quizás por la mala situación en que la familia de Miguel se hallaba, doña Catalina tornó a su casa de Esquivias, con su madre y su hermano el clérigo administrador, Francisco de Palacios.

Miguel no había de llevar en Esquivias la vida holgona del casado con mujer pudiente. Estuvo allí algunos meses, quizás sólo algunos días. Pronto le salió una comisión para hacer ciertas cobranzas en Sevilla.

Volver a Sevilla es algo con que sueña todo el que allí ha estado una vez. No hay que decir el gusto con que Miguel volvía, ganoso de paladear lo que, siendo casi niño, le rozó los labios apenas. No hay tampoco manera de ponderar el placer con que tornaba a la vida sabrosa del camino, después de haber corrido por tantas y tan diversas vías, ni el buen humor y alegre talante con que volvía al hato de los arrieros y a la risueña estrechez de las posadas y mesones.

Aquellos venteros gordos y pacíficos cuyas hijas miraban medio serias, medio burlonas al estropeado hidalgo que las requebraba gracioso; aquellas mozas del partido que iban camino de Sevilla incesantemente para pasar a las Indias próvidas donde faltaban mujeres: aquellos muchachos que machacaban el camino, con los zapatos al hombro y la media espada al cinto, cantando la vieja copla:


A la guerra me lleva
mi necesidad...;



aquellos ladrones en cuadrilla que llevaban en el pecho la S y la H de los cuadrilleros de la Santa Hermandad y en el alma todas las raterías sabidas en el mundo y otras muchas nuevas: aquellos golosos de uñas de vaca que parecían manos de ternera o manos de ternera que parecían uñas de vaca: y las mozas retozando y pisando el polvico a tan menudico o pisando el polvó a tan menudó, y los frailes de San Benito caminando en mulas grandes como dromedarios y los escuderos vizcaínos y los negros pegajosos y los estudiantes capigorrones de las Universidades chicas, dándola de esgrimidores y ergotizantes y toda la inmensa e indisciplinada masa popular que al través de España se movía, sin saber de cierto por qué ni para qué, aquello sí que era la verdadera imagen del mundo. En cada hombre y en cada mujer podían hallar los ojos sagaces una novela o un drama harto más interesantes que cuantos se escribieran hasta entonces. El mundo era el grande y el único teatro, la vida la única gran novela.

Miguel notaba cuán lejos se hallaba todo ello de la corte y de su vida engañosa y artificial, mezquina y limitada. Al cruzar la llanura manchega, los molinos de viento le saludaban con sus aspas andrajosas, le sonreían con sus puertas-bocas abiertas, le guiñaban con sorna uno de sus ojos-ventanas. A un arriero o a un caminante le oyó cantar el antiguo son de La niña, con letra más apicarada y graciosa que nunca:


       La niñá
cuando me ve, me guiñá:
       la llamó
se me viene a la manó:
       la cojó
debajo del embozó:
       la digó
cara de sol y lunaá
       vente conmigó...



y la voz ronca y hamponesca añadía, tras una pausa, la coletilla:


que no eres la primeraá
       que se ha venidó...



¡Oh, vida alegre, canciones del camino, con qué ansia os sorbía Cervantes y cómo le hacíais recordar primero las negruras de su cautividad, después los hermosos días de Italia!

La comparación no era halagüeña para nuestro país. Aquí era malo y pobre cuanto allí rico y sabroso. En estas imaginaciones, apareció a los ojos de Miguel la antigua, la buena y graciosa amiga Giralda, con su cuerpo de mujer lozana y halaguera. Y Miguel añoró su juventud, que ya se había alejado.

Pasó en Sevilla pocos días, ocupado en las cobranzas que le cometieron; pero en estos pocos días conoció y trató a uno de sus mejores amigos, al mejor que tuvo en aquella ciudad. Era un cómico pobre, pero de gentil disposición y de alma generosa. Se llamaba Tomás Gutiérrez. Fue testigo y fiador de Miguel en distintas ocasiones. Fue mesonero, cuando se cansó del teatral ejercicio. Tomás Gutiérrez y Pedro de Morales, dos actores, fueron acaso y sin acaso, los hombres que más se interesaron por Miguel y a quienes más estimables favores debió.

No tardó mucho en este su segundo viaje a Sevilla: pronto cobró una cantidad importante y recibió un encargo de cierto Gómez de Carrión, así como una letra de los banqueros Diego de Alburquerque y Miguel Ángel Lambias, expedida el 5 de diciembre de 1585 y cobrada en Madrid el 19 del mismo mes. Poco tiempo estuvo Miguel en Sevilla, pero el sabor sevillano se le quedó en el paladar y él se juró a sí mismo volver pronto.




ArribaAbajoCapítulo XXXI

Intervalo lúcido y momento de prudencia. -Los discretos: Lupercio Leonardo, Alonso de Barros. -Dos amigos: Pedro de Isunza, don Esteban de Garibay


En los lúcidos intervalos de su casi crónico desvarío, ha tenido España cien ocasiones de rehabilitarse y salir con bien y prósperamente de la mala situación a que la habían conducido su exceso de generosidad y su escasa constancia. Según iba acercandose Miguel a los cuarenta años, comprobaba esto día por día. Permanente era aquí la demencia inútil, epidémico y pasajero el raciocinio provechoso. En un punto surgía alborotada una floración lozana y espléndida de buenos propósitos, nacidos para agostarse en breve espacio; a la tarde, los buenos propósitos huían con el sol a otros climas, tras haber durado justamente lo que los razonamientos cuerdos de don Quijote.

Abandonado estaba de nuevo el Mediterráneo a la piratería turca, sin que nadie se acordara, poco ni mucho, de los cautivos de Argel, ni de los males infinitos consiguientes a la inseguridad en el Mar Nuestro. -¿Para qué perdí yo esta mano? ¿Para qué estuve cinco años en el cautiverio?- pensaba entre sí Cervantes muchas veces. Y luego, acordándose de Portugal y de la reciente gloria de las Azores, pensaba en la angustia y sobresalto que había visto en los rostros de los nautas regresantes de Indias a Sevilla, porque el Océano estaba asimismo abandonado a la piratería inglesa. Miguel se acordaba del señor don Juan, ya difunto, y le tenía por bien muerto, puesto que su heroísmo había resultado infructuoso; luego, acudía a su memoria la imagen del admirado y temido marqués de Santa Cruz, y aún abría el pecho a la esperanza.

Como ya había visto por su personal experiencia que nada valen las glorias si no acarrean un poco de tranquilidad, no le persuadían gran cosa los ruidosos triunfos que en Flandes lograba un día y otro aquel bravo capitán parmesano Alejandro Farnesio, a quien conoció en el desembarco de Navarino. ¿Qué era lo más que en Flandes podía ganarse comparado con lo que el mar nos llevaba un día y otro? Y Miguel, quizás antes que ningún otro político español, miraba a España como lo que es: una nave que tres mares azotan y que ha menester muy expertos navegantes que sepan conducirla y no dejarla escorar de un lado ni de otro.

Así lo entendía don Alvaro de Bazán, aquel gran político y gran guerrero, mal pagado y peor agradecido, como todos los hombres ilustres de su época. Y si no pensaba como él, como él sentía el pueblo, para quien no era dudable la necesidad de fuerte y poderosa escuadra que combatiera a los turcos en el Mediterráneo y en el Atlántico a los ingleses. Mayor era, si cabe, el odio contra el hereje inglés que contra el mahometano. Ya no escandalizaba los pueblos el pasado grito de: «¡El turco baja! ¡Baja el turco!», sino aquel otro más temible, que aún se conserva en algunos pueblos de España como voz de coco y espantachicos: «¡El inglés viene! ¡Viene el Drake!»

No había entonces periódicos que comunicasen las noticias políticas y guerreras; mas, por lo mismo, la curiosidad era mayor y las nuevas corrían aumentadas. El malestar que la inseguridad de los mares producía se notaba en todas las casas, corría por ventas y mesones, penetraba hasta en los lugares más apartados. Hoy sale de San Petersburgo un hombre cargado de ideas y de informaciones, se mete en el tren, atraviesa Europa en cuatro días, y en ese tiempo recluído en la celda del sleeping-car, no comunica a nadie la parte más mínima de su cargamento espiritual. En tiempo de Cervantes salía el personaje más reservado y secreto de Madrid a Sevilla, y eran tantos los incidentes, las paradas y los lances del camino, que con dificultad llegaba a su fin sin haber hecho por ventas y mesones una desparramadera de noticias sueltas, ideas y propósitos que pronto prendían en la yesca de la curiosidad.

Así se comprende que hasta en los pueblos más apartados de la Mancha y de Extremadura fuera creciendo inconsciente, pero terrible, el odio a los ingleses, y que en la Mancha el nombre de Ana Bolena o Nabolena fuera popular símbolo de las más horrendas liviandades, y nombre que se dio en Toledo y en toda catedral o iglesia donde hubiese tarasca para salir en la procesión del Corpus Christi, a la figurilla alegórica de la Lujuria que, cabalgando el horrible espantajo, se muestra. Curas y frailes, con sus predicaciones, encendían más en el ánimo de la gente ignara el odio contra los ingleses, y el pueblo, que no distinguía de colores, aborrecía a Isabel tanto como Felipe II mismo, y creía tal vez que la reina virgen era otro monstruo de perversión, no ya semejante a la trivial Nabolena, sino a la horrenda tarasca, y, como ella, se tragaba y engullía hombres, barcos, dinero, todo aquel inagotable vellocino de oro que la imaginación española supuso había de venir de las Indias en pago a nuestro acierto de descubrir y cristianar tan remotos continentes.

Volvían de allí algunos indianos ricos y otros muchos pobres pelgares en ellas se quedaban muertos o vivos, pero de éstos no se sabía nada, pues no estaban los tiempos (como tampoco lo están hoy) para repatriar a los miserables. Naturalmente, quien regresaba de Indias contaba los peligros que corriera, hiperbolizaba los robos de los ingleses y acrecía en su auditorio la inquina contra Inglaterra.

Llegó un momento en que, condensándose todos estos odios y coincidiendo en sentirlos rey y pueblo, cada cual por sus razones o motivos, se volvieron todos los ojos a don Álvaro de Bazán, quien durante este tiempo no había dejado de hacer cálculos y sumar cifras. Cuando el rey se dirigió a él, ya don Álvaro, el noble y admirable viejo, tenía todo proyectado para la reunión de una escuadra que rey y pueblo, llenos de escurialense fe, bautizaron con el nombre de la Invencible. Quijotesco era el nombre y también lo era el intento.

Miguel, al saber estas noticias, se acordó un rato de los molinos de viento, pero su fe en el general que había de dirigir la empresa se impuso a sus dudas. Aunque humilde, también él había de tener parte en la victoria, puesto que ya estaba recomendado y casi seguro de conseguir una plaza de comisario para la provisión y abastecimiento de las flotas que en Andalucía se reuniesen. La nueva locura tenía visos y vislumbres de gran prudencia. Felipe II poseía esa convicción que muchas veces embarga nuestro ánimo cuando vamos a jugar una carta decisiva en nuestra existencia y que nos impulsa a poner en la suerte una confianza que para mejor empleo debíamos diputar.

Cerca de los cuarenta años, Miguel no pensó ni un momento en volver a las armas, por mucho que le halagase el verse de nuevo a las órdenes de su querido don Álvaro. La época heroica había terminado para él. Las letras, donde había conseguido cuanto renombre podía esperar, no satisfacían del todo los anhelos de su vida. Tenía aún en el corazón sobrada energía para avenirse a vivir como hidalgo de pueblo en el solar de su mujer doña Catalina, pero no cabe desconocer que, al mismo tiempo, hallándose en Esquivias, el sentir bajo sus pies tierra que alguna vez pudiera llamar suya, debió de influir un tanto en su ánimo.

Quien no ha sido propietario nunca y lo es de repente, adquiere, con la sensación de la propiedad, una porción de espirituales y portentosos dones de discreción y mesura, de calma y clarividencia mundana que jamás alcanzarán los simples azotacalles, los meros poetas que no tienen más que su lira o los soldados rasos que no han sino su espada al cinto. No quiere esto decir que las ideas de Miguel fuesen haciendose conservadoras, como diríamos hoy. No: Miguel siempre amó el camino, el viaje, la variedad de la vida ambulatoria. Pero Miguel, en este tiempo en que ganó dinero con sus comedias y en que vio su nombre respetado y alabado y en que pudo algún día, no muchos, dormir la siesta en Esquivias, a la sombra del huerto de los perales, que había de ser suyo, formó, no para siempre, sino para algunas temporadas, un ideal de vida horaciana, sosegada y prudente de la que son arquetipos el caballero del Verde Gabán y su familia.

Junto a su mujer doña Catalina, junto a su cuñado Francisco de Palacios, sus ideas fueron modificandose, ahormándose y no diré que aburguesándose, por horror de esta palabra. El clérigo administrador Francisco de Palacios fue uno de los precursores de la burguesía rural moderna: su cuñado Miguel no, ni acaso doña Catalina de Palacios, aunque hubo en la vida de ella instantes de titubeo y de mezquindad, momentos de rebelión contra las quijotescas salidas que siempre tuvo su impenitente marido.

Gozaba Miguel a ratos, en las cercanías de la cuarentena, el blando y dulce halago hespérico de la tranquilidad de los campos silenciosos y de la relativa seguridad del mañana, goce antes por él no catado, pero de repente el alma del héroe que había estado en Lepanto se rebelaba, oliendo el aire y el tamo del camino y se encabritaba, briosa y alegre y ¡adiós propósitos de horaciana ventura campesina!, ¡adiós, églogas de Virgilio y versos de Garcilaso!

En esta temporada de prudencia y sosiego, su suegra y su cuñado, que nunca hasta entonces tuvieran gran confianza en aquel militar-poeta cuyas palabras ellos muchas veces no entendían, comenzaron a apreciarle como hombre prudente y de un razonar práctico y profundo y entonces se hizo efectiva la promesa de dote, en Esquivias, ante Alonso de Aguilera, el 9 de agosto de 1586. Tal documento prueba que la confianza iba estableciendose entre la tiesa familia de los Palacios y Cervantes, quien supo ganarla con sus razonamientos, tan atinados y sensatos como los de Don Quijote cuando no le tocaban al asunto de las caballerías.

Casi seguro es, que por esta época se había desengañado un tantico Miguel del trato de los escritores a quienes poco antes conociera: enteramente desazonado con Lope el mozo, separado de Pedro de Padilla por la reserva que el hábito de éste imponía, un poco aburrido de las bromas del maldiciente Espinel, que, a la verdad, aunque muy amigo de Cervantes, siempre tenía no poco de Zoilo, acogióse Miguel a nuevas amistades de más graves sujetos, no porque fueran más ancianos todos, sino por su temple y condición.

De éstos fueron cierto Lupercio Leonardo de Argensola, caballero aragonés, que andaba por la corte, en muy aristocráticos tratos, enamorado sin locura, agudo sin demasía, elegante sin pretensión, poeta latinizador y moralista, como un Horacio, pero como el Horacio que cabía en la estrecha grandeza o en la cohibiente anchurosidad del Escorial. Lupercio Leonardo fue desde luego amigo de Miguel, aunque no le contentasen a ratos los que él juzgaba sus excesos: toda su vida le tuvo buena voluntad, pero claro está que una voluntad horaciana, también, sin pasión ni sacrificio.

Era Argensola un académico anterior a todas las academias y por la amistad, más que por la afición, parecen dictados los elogios de Miguel a las tragedias altisonantes y hueras que Lupercio escribió: La Isabela, la Alejandra y la Filis. Este Lupercio, aunque muy joven, era de esos mozos a quienes gusta lucirse ante los de su edad, mereciendo de paso las alabanzas de las personas mayores. Concurrió a la Academia Imitatoria, establecida en Madrid en 1586, a imitación de algunas de Italia y en ella usó el nombre arcádico de Bárbaro, que era el de su novia, después su mujer, doña Mariana Bárbara de Albión. Los veintidós o veintitrés años de Lupercio Leonardo parecían más viejos que los treinta y nueve de Cervantes. Quizás a alguna reunión de la tal academia, donde se leían epístolas y sátiras en tercetos endecasílabos, se forjaban sonetos y glosas y se murmuraba discretamente sin ultrajar a nadie, asistió Miguel con su amigo Juan Rufo, que era asiduo concurrente a ella.

Allí debió también de tratar a otro templado y mesuradísimo ingenio, nacido en Palacio, como quien dice, pues su padre Diego López de Orozco era de la cámara del emperador Carlos V, y su madre doña Elvira de Barros le crió y educó para palaciego, llegando a hacer que fuese nombrado aposentador de Felipe II: ingenio devoto de las damas y de la religión, autor de un libro Perla de proverbios morales, que gustó mucho a los señores y señoras de edad de su época. En los días de la Academia Imitatoria andaba Alonso de Barros corrigiendo las pruebas de su Filosofía cortesana moralizada y, al conocer a Cervantes, le pidió un soneto de elogio para su libro. El soneto es como de Cervantes, que en toda ocasión supo hablar el lenguaje conveniente al sujeto que trataba. Decidme qué mayor elogio podía pedir un caballero de la corte sino estos versos:


    El que navega por el golfo insano
del mar de pretensiones verá al punto
del cortesano laberinto el hilo.
    Felice ingenio y venturosa mano
que el deleite y provecho puso junto
en juego alegre, en dulce y claro estilo.



Lupercio Leonardo de Argensola y Alonso de Barros eran en la Literatura los representantes del intervalo lúcido español y por eso quizás los apreció tanto Miguel en aquella corta sazón de sus prudencias y en sus primeros días de propietario.

Es muy probable que también entonces conociese Miguel a un hombre que después había de ser grande amigo suyo, y cuyas ideas conviene apuntar. Era un hidalgo cuarentón, nacido en Vitoria, hijo de Juan Martínez de Isunza y de doña Ana de Lequeitio.

Llamabase Pedro de Isunza. Su padre, Juan Martínez de Isunza, es el primer tipo claro y genuino de la burguesía adinerada española, especie de segunda aristocracia del dinero, criada en las oficinas de los señores grandes, recriada en las pingües covachuelas de la nación, enriquecida en las contratas de suministros para el ejército en tiempo de guerra o en las de servicios públicos arrendados en tiempo de paz. Juan Martínez de Isunza y su hijo Pedro, por muchos estilos, parecen hombres del siglo XIX. Son dos bascongados listísimos, allegadores, grandes amigos de sus amigos y de la ganancia, francos, generosos y calculistas a un tiempo. En su troquel se han acuñado los grandes capitalistas españoles, venidos casi siempre del Norte positivo, y tal vez de las tierras de Andalucía, donde quedó sangre de judíos y más aún de genoveses y de florentines. Jamás salió un hombre de éstos en la mística tierra de Castilla, donde nacían los guerreros y los santos.

Juan Martínez de Isunza había sido contador general de la casa del duque de Alba, quien, conocedor de sus talentos administrativos, le empujó a prestar sus servicios al Estado. Fue luego proveedor de los ejércitos de Flandes. En esa tierra comerciante e industrial por excelencia, se espació el ánimo y se repletó el bolsillo de Juan Martínez de Isunza. La riqueza y el mercantilismo de Amberes le entusiasmaron. Llevóse allí para conocer prácticamente los secretos todos del comercio marítimo a su hijo Pedro. Desde muy mozo, Pedro de Isunza estuvo al tanto de cuantos riesgos, eventos y probabilidades de ganancia ofrecían el mar y los barcos. Allí aprendió a conocer el comercio del mundo, del que los muelles de Amberes eran el emporio. Allí se desarrolló enormemente el talento de Pedro de Isunza y se acendró su patriotismo, puesto que nunca dejó de ser vecino de Vitoria, adonde venía con frecuencia.

Desconfiado de todo arranque súbito amoroso y sabedor de la ligereza de las mujeres de carnes rosadas y rubias crenchas, a quienes conoció tal vez como las pintó Rubens, se casó con su sobrina doña María, hija de su hermano Martín, a la cual fue a buscar en el recato y sosiego de Vitoria. Hacia 1580 se trasladó a Madrid, donde estableció su casa de comercio. En 1585 o 1586 debió de conocerle Cervantes, y no cabe dudar que Isunza, con el golpe de vista y conocimiento de la humanidad propios de un hombre de mundo y de negocios, comprendió cuán útil podía serle aquel hombre, cuyos servicios aprovechó después.

En Amberes había conocido Isunza a un hidalgo de Mondragón, en Guipúzcoa, llamado don Esteban de Garibay, el cual iba allí a imprimir un libro suyo, muy voluminoso, la Crónica general de España, en la imprenta del memorable y escrupulosísimo Plantino. Allí se encontraba también el omnisciente varón Benito Arias Montano, levantando con calma y con la ayuda de Plantino el formidable monumento de la Biblia Políglota, gloria de España y Escorial de nuestra erudición.

Garibay e Isunza se hicieron grandes amigos, como paisanos y hombres de semejante condición, si bien el talento que Isunza consagraba a los números lo dedicaba por entero Garibay a las fechas y a los hechos de la Historia Universal y de España, siendo no menos reparón y minucioso Garibay en sus cuentos que Isunza en sus cuentas. Establecidos ambos en Madrid en 1585, de conocer Miguel a Isunza, conoció también a su amigo y cliente el cronista y quizá a su mujer la señora doña Luisa de Montoya.

Garibay era hombre rico y trabajaba porque su espíritu curioso le impelía a ello. En aquel año 1585, y gracias a la amistad y protección del secretario Juan de Idiáquez, que había sustituido a Antonio Pérez en la cámara del rey, logró Garibay considerables auxilios y grandes atenciones del monarca, bien poco pródigo en una y otra cosa. Digase con toda sinceridad que no tenía don Esteban de Garibay talento ninguno de escritor, ni más dote apreciable que la de ser hombre curioso hasta la exageración y un tanto amigo del orden, como protesta contra el barullo y enmarañada frondosidad que en las precedentes Crónicas de España advertía; pero esta cualidad de hombre de orden que le hizo componer una crónica más, por donde no pasa ni el bravo aliento épico de las antiguas, ni la elevada filosofía del gran padre Mariana, para quien los hechos ofrecían el desarrollo de un plan providencial y dejaban entrever superiores leyes históricas, valió a don Esteban de Garibay el aprecio de la manada de sesudos que acababa de salir como en un paréntesis de nuestra historia.

Admiraba Garibay a su amigo Isunza por ser muy cuerdo y sin vicio y exceso alguno, y estimaba grandemente Isunza a Garibay por estas mismas cualidades, tan propias de la raza eúscara, y además porque para los hombres de negocios no hay ocupación más útil y agradable, fuera de las Matemáticas, que la Historia, donde se saben los casos pasados y se adquieren experiencias útiles para la vida y aprovechables en tratos y contratos. Nos imaginamos muy bien que Miguel de Cervantes, llegado a un punto de juicio y formalidad que nunca esperó de sí mismo tal vez, tratase con verdadera estima a sus dos amigos bascongados. Es muy posible, y aun probable, que por recomendación de alguno de ellos lograse el nombramiento de comisario que en los últimos días de 1586 le fue otorgado por comisión del proveedor general de la flota, don Antonio de Guevara, a quien representaba en Sevilla, mientras él se trasladaba desde Segovia, donde tenía su casa y bienes, el alcalde de la Real Audiencia sevillana don Diego de Valdivia.

El informe o relación que el marqués de Santa Cruz presentó al rey enumerando los recursos necesarios para poner en movimiento la Armada Invencible insistía repetidamente y con mucho pormenor en la necesidad de acopiar gran cantidad de trigo para elaborar enorme provisión de galleta o bizcocho, pues no se podía prever cuánto tiempo había de pasar la escuadra en los mares. El tiempo urgía, y como don Antonio de Guevara, anciano y achacoso, habituado a la calma remolona del Consejo de Hacienda, tardaba en hacer sus preparativos para trasladarse al atareado y trafagoso puesto de proveedor general, y, por otra parte, no veía claro cómo iban a arbitrarse en poco tiempo tan grandes recursos, cual requerían aquellas extraordinarias compras de trigo y otros víveres, tuvo el licenciado Valdivia que comenzar a hacer los acopios bajo palabra y sin dinero, ni esperanzas de tenerlo hasta Dios sabía cuándo. No ignoraba nadie que las provisiones se cobrarían tarde, mal y nunca, según costumbre añeja en los pagos del Estado español. En estas condiciones recibió Miguel su nombramiento para el cargo más odioso, difícil e ingrato que había de desempeñar en su vida.

En los primeros días de 1587 llegó a Sevilla. La Giralda seguía sonriendo a su prudencia presente, como había sonreído a su pasada locura.




ArribaAbajoCapítulo XXXII

Psicología del recaudador de impuestos. -Miguel en Écija. -«Con la Iglesia hemos tropezado». -Prosa, prosa, prosa


El oficio de recaudador de contribuciones y tributos y el de agente ejecutivo para la cobranza de ellos son ejercidos generalmente por personas vulgares y de poco fuste, a lo cual debe atribuirse en gran parte el mal estado crónico de nuestra Hacienda. No es, sin embargo, general esta regla, y hay entre los que se dedican a recorrer los pueblos, sacando la sangre a los propietarios, industriales y terratenientes, algunos grandes ingenios ignorados.

Las psicologías de casi todas las clases sociales de España están por estudiar, y nada fuera más curioso que investigar la psicología del recaudador de contribuciones, la del inspector del timbre, la del comisionado de apremios: en ellas podría verse un reflejo de la antigua picaresca y un retrato de la actual; con ellas podría conocerse también a fondo los muchos ignorados y recónditos repliegues del alma rural española, tan compleja y rica cuanto ignorada por escritores y gobernantes.

Los ciegos y sordos y memos que hablan de Cervantes sin amarle y sin haber pensado en él y en las circunstancias de su vida, sino sólo por darse pisto ellos y echárselas de literatos, suelen maldecir la temporada larguísima que pasó Miguel arbitrando trigo y aceite para la escuadra y cobrando atrasos de alcabalas y tercias. Los que tal piensan, no comprenden que la ciencia de la vida, ella misma la enseña y no ningún maestro, y que sin estos años de ires y venires, de malandanzas y venturas de Miguel por los pueblos, aldeas, cortijos, ventas y caminos y trochas de Andalucía, no tendríamos Quijote, de igual modo que no tenemos hoy otros literatos dignos de estimarse por hijos de Cervantes sino los que han andado en su juventud o andan ahora por trochas, caminos, ventas, cortijos, aldeas y pueblos. La vida es una peregrinación: quien no camina, ¿qué sabe de ella?, y quien no sabe de ella, por mucho talento que haya, ¿podrá hablarnos de algo que nos interese?

Miguel había conocido ya la humanidad heroica en Lepanto, la humanidad alegre y libre en Italia, la humanidad trágica y feroz en Argel, la humanidad cortesana y culta en Lisboa y en Madrid; pero aún no había hecho sino entrever la humanidad corriente y moliente, la de todos los días, la que formaba y forma la cantera grande de la nación, y también esa pequeña, retirada, angosta y engurruñida humanidad que vive recoleta en el rincón de un pueblo y que no sale jamás de él; pero, sin salir de él, como la carcoma en su viga, roe, trabaja, comunica a los de fuera sus aprensiones, egoísmos y cicaterías.

Allá en los últimos rincones de la miseria tuvo que meterse el comisario de provisiones de la Armada, huronear y fisgar hasta el más mínimo grano de trigo, sorber y chupar hasta la más escondida gota de aceite en el más obscuro condesijo o alacena. Mandabasele clara y terminantemente que lo husmease todo, que rebuscase, inquiriera y requisase hasta las más defendidas moradas, que recogiese hasta los rebojos de todo bien privado y público, que se entrometiese hasta en los bienes sagrados de la Iglesia. Preveníasele que había de ir con vara alta de justicia, visitar a los cabildos o ayuntamientos y corregidores de cada pueblo, exigirles un repartimiento entre los vecinos; si no le tenían hecho, hacerlo él y procurar percancear, lograr y arramblar con todo trigo, cebada y aceite que hubiera útil para el servicio de su majestad.

¿Tenéis claro concepto de lo que era ir con vara alta de justicia? Ir con vara alta de justicia era presentarse a caballo y con un bastón o junco de mando en las aldeas, como alguacil que va persiguiendo un delito u olfateando criminales; era llevar consigo cuatro o cinco o más corchetes o porquerones, que, naturalmente, serían individuos de lo más abyecto y zarrapastroso del hampa, gente hecha al remo y al azote, ex ayudantes de alguacil y de verdugo, despedidos y echados de tan honestos oficios por la longura de sus uñas, borrachos, rufos y jaques; era presentarse con todo este tranquilizador aparato y santa autoridad en un pueblecillo pacífico donde los hombres andaban al campo a arar cantando la gañanada y las bestias estudiaban apaciblemente en el prado ajeno y las mujeres hilaban, hacían pleita, labraban ropa o cosían o rezaban horas en la iglesia o convento, y los frailes y clérigos se paseaban al sol y los alcaides y regidores preparaban con reverenda calma sus cohechos y granjerías; era entrar en este pueblo sosegado, en donde cada cual iba trampeando su existencia como mejor podía, sembrar la intranquilidad y el desasosiego, romper la monotonía de las horas, requerir a los concejales y alcaldes a que tomasen resoluciones que lesionaban sus intereses y les indisponían con sus convecinos, amigos y parientes, imponérseles, si resistir osaban, en buena o mala forma, acudir a la cilla o pósito donde se guardaban los granos y a los graneros y cámaras de los particulares, mandar que se abriesen las puertas y si no las abrían de buen talante, echarlas abajo, forzando cerraduras o rompiendo tablas, entrar en el granero o en la almazara o en el almacén de aceite y, obligando y conspuyendo a los medidores del pueblo, envasar el aceite en corambres traídas de otro lugar, porque allí no se encontraban, y el trigo en jerga prestada por los molineros lejanos, sacar a los tremulentos y llorosos labradores aquellos pedazos de su corazón y frutos de sus entrañas y logros de sus sudores que hanegas de trigo y arrobas de aceite se llamaban, dejándoles, por todo consuelo, un papel donde el comisario en nombre de otro, y éste en nombre del proveedor, y éste en nombre de Su Majestad, que todos tenían merecida y justa fama de malos pagadores, prometían pagar por aquellos frutos cuando fuera posible la cantidad que ellos mismos habían fijado. Era, después de todo esto, o antes, buscar por los alrededores, si los había, arrieros o carromateros que acarreasen lo sacado y lo llevasen hasta Sevilla. En pos de las reatas y de los carros iban las lágrimas y las maldiciones de todo un pueblo despojado de su riqueza, los ayes de las mujeres, las excomuniones de los clérigos; y el blanco de todas las iras era el maldito comisario, ángel malo que había traído al pueblo la destrucción y la rapiña.

De aquí se sigue que en muchos pueblos, en los más, el comisario no encontraba cama para dormir, cena que comer, ni aun casa donde albergarse. El inspector del timbre, el investigador de la riqueza oculta, el ingeniero de montes que hoy andan recorriendo España en cumplimiento de sus deberes, saben algo de esta terrible y medrosa hostilidad con que el pueblo recibe siempre al forastero, cuya cara desconoce, cuyo lenguaje no entiende bien, porque le falta el peculiar acento de la tierra. Ésos únicamente podrán conocer e inferir lo que pasaba a Cervantes en los pueblos adonde iba con vara alta y no a anunciar un peligro más o menos lejano, sino a llevarse en el acto y sin dilación y sin pagar las esperanzas y las realidades del pueblo.

El pequeño propietario rural es siempre y de juro tiene que ser un hombre desconfiado y aprensivo: más entonces, cuando a más de terrateniente era un hidalgo, lleno de pretensiones y de orgullo. Solía ser además un hombre de escasa cultura, de cortas luces, a quien lo mismo daba hablarle del rey, de las empresas guerreras acometidas por honra y necesidad de la nación y de la reunión de la escuadra Invencible contra el poder y soberbia de los ingleses, que cantarle las copias de Calaínos. ¿Qué sabía él de si había barcos ni qué le importaba lo que hiciese Inglaterra?

Para llegar hasta el pueblo aquel de las sierras sevillanas o granadinas, mucho tenía que andar el inglés. En cuanto al rey, el hidalgo no le debía más favor sino habérsele llevado los hijos a la guerra, haber subido las alcabalas, las tercias, el chapín de la reina y todas las tallas y tributos y quizás haber enviado por el pueblo una compañía de soldados que entre sus plumas y sus correajes se llevaron enredadas las mejores gallinas del corral y el honor de la hija moza...

Pongámonos en el caso de este hidalgo, y pensemos que este hidalgo vive en Écija y se llama don Gutierre Laso. ¿Quién sabe lo que es llamarse don Gutierre Laso, y no haber para la manutención de tal nombre y de tal apellido más de noventa y seis fanegas y media de trigo en la troje, extraídas trabajosamente de la tierra árida y avara de Écija, donde todos los veranos los trigos se asuran con el excesivo calor que hace llamar al pueblo la sartén de Andalucía? ¿Quién imaginará la pena y la rabia que se apoderarían de don Gutierre Laso al ver a aquellos caifases que con Miguel de Cervantes iban, entrar en su granero y llevársele las noventa y seis fanegas y media de trigo, a la tasa puesta por el proveedor de Sevilla, de diez reales y medio la fanega? Por muy ignorante y apartada vida que don Gutierre Laso hiciera, llegó hasta sus oídos la especie, que en aquellos tiempos no necesitaba casi nunca confirmación, de que el licenciado Diego de Valdivia, encargado por el proveedor de las galeras de recoger el trigo y la cebada, no tenía un maravedí para pagarlo, ni se veía medio de que lo abonase en manera alguna. Aquello, pues, llevaba trazas de no cobrarse jamás, y el cuitado hidalgüelo preveía una serie larga de días y meses en que habría de ayunar, y no por santidad ni devoción, y sus macilentas facciones, a pura necesidad, se maceraban y ennoblecían, y sus mejillas se enflaquecían, y se aguzaba su mentón y sus manos se afilaban, hasta tomar todo él ese espiritado aspecto de los señores de la época, que, entre desmayos de hambre y vértigos de debilidad, les conducía a las altezas del más acendrado misticismo.

Igual situación o peor que la de don Gutierre Laso, creó la visita de Cervantes en Écija a otros varios vecinos de aquella ciudad, terratenientes harto castigados ya en sus predios y posesiones por la tradicional subversión del concepto de la propiedad que desde muy antiguo han notado en Écija los más respetables autores y que tanta reputación dio a los siete famosos niños. Aquellos buenos señores, habituados y todo a sufrir despojos y hurtos, se arrancaban los cabellos y se daban a discurrir, con ecijano ingenio, los medios de que se valdrían para ocultar sus bienes, como si robados fueran y no propios, a los escrutadores ojos del comisario Miguel.

Llegó éste, sin embargo, a sitio y punto donde por primera vez hubo de exclamar: -Con la Iglesia hemos tropezado.- Tratabase de embargar ciento veinte fanegas de trigo pertenecientes a don Francisco Enríquez de Ribera, maestrescuela de la Santa Iglesia Catedral sevillana, y pariente muy próximo de los poderosos duques de Tarifa, grandes señores universalmente acatados y respetados en Andalucía entera. El mayordomo de aquel prócer eclesiástico, un tal Damián Pérez, requerido por Cervantes, le entregó el trigo, pero no sin advertirle que lo embargado eran bienes de la Iglesia, y podría seguírsele perjuicio espiritual por atacarlos. Al mismo tiempo avisaba a su amo, y éste hacía que reunidos el deán y el cabildo hispalenses, a quienes competían derechos también sobre otras especies embargadas, fulminasen excomuniones contra Miguel de Cervantes, por haberse apoderado de aquel sacratísimo trigo. ¡Cuál no sería el placer de los vecinos de Écija y de su vicario cuando vieron el nombre del odioso recaudador en tablillas a la puerta de la iglesia y leído o arrojado desde la tribuna con saña y sorna por el sacristán!

Como todo pueblo seco donde casi nunca llueve, y el sol achicharra las seseras, Écija es un pueblo archi creyente y ultra religioso. Los ecijanos tenían ya cuanto podían apetecer. El comisario de las galeras, a más de sacarles su trigo y depredarles su trabajo, era un excomulgado, de quien convenía apartarse. Negándole el agua y el fuego, la casa y el yantar, no sólo se defendía el pueblo de sus exacciones, sino que, además, se cumplía lo que manda Nuestra Santa Madre Iglesia.

No hay que exagerar, sin embargo. Las excomuniones y paulinas eran cosa corriente en aquellos tiempos. A Miguel no le debió de acongojar demasiado el acuerdo del cabildo de Sevilla, pero no dejó de pedir protección a su principal. Pasados algunos meses, don Antonio de Guevara escribió a los señores del cabildo, comunicándoles que ya no se podía deshacer lo hecho; pues se trataba de obtener recursos para el servicio de Su Majestad y para guerrear contra infieles. No parecieron muy atendibles las razones de Guevara, cuando todavía, en febrero de 1588, no le había sido levantada la excomunión a Cervantes. Debió de serlo poco después, quizás al recibirse los dineros para pagar el trigo embargado, es decir, en el verano de 1588.

Supo y cató entonces Miguel lo que es la odiosidad de todo un pueblo que defiende su interés y el de la religión, hermanados por la casualidad o por el cálculo. En tales trabajos tuvo que mostrar la grandeza y habilidad de su ingenio, y sabese de cierto que la mostró, pues no sólo cumplió muy bien la comisión que se le confiara, pero además realizó el milagro de crearse amigos en Écija, que más adelante habían de exponer su crédito y prestar sus fortunas y bienes en favor de Miguel. Tan señalada e increíble proeza nos trae a la memoria cómo los héroes de las caballerías españolas, si tienen bríos y valor sobrado para las batallas, suelen ser cautos y mañosos en el negociar: con el mismo denodado corazón con que hizo frente Miguel a las fieras de Lepanto y a los piratas argelinos, acometió la aventura de Écija. Así el héroe de la independencia castellana, Fernán González, ganaba reinos a los moros con las armas en la mano y lograba separarse de la obediencia a León, prestando a su rey un azor en gallarín o a interés compuesto. Así el Cid Ruy Diaz, invencible en el combate con los infieles, era sagaz urdidor de tratos con judíos y sacaba dinero de un cofre lleno de piedras y avalorado con su palabra.

¿Quién ha pensado y dicho que fueron menesteres vulgares los que Miguel ejerció sacando trigo, cual lo hizo en 1587, de Écija, Castro del Río, Espejo, La Rambla y otros pueblos? No fueron sino ocupaciones muy propias de un héroe que, después de haber probado su ardimiento matando hombres, sabía probar su destreza tratándolos y haciéndolos servir al fin que él llevaba. Cumplió muy bien Miguel en estas primeras comisiones y logró reputación de excelente empleado y de hombre a quien no faltaban las cualidades psicológicas que hoy echamos de menos en los cobradores de contribuciones y en otros hombres de trato y de camino, indispensables a la buena marcha de las repúblicas.

La grave dificultad que la excomunión hubiera significado para cualquier otro hombre propenso a apocarse, la salvó Miguel con maña, que más nos sorprende considerando ser Écija una ciudad levítica, donde aún no se había extinguido el perfume de aquellas santas mujeres, doña Ana Ponce de León, condesa de Feria, y doña Leonor de Hinestrosa, memorables heroínas de la fe, despreciadoras del mundo y de todos sus amores y estimas, que por seguir a Cristo habían abandonado.

En los oídos de los ecijanos resonaban aún las palabras de fuego que predicaron allí el Apóstol de Andalucía Juan de Ávila y el Cicerón cristiano fray Luis de Granada. Conventos, iglesias y casas de religión ensombrecían las calles de Écija: rezos perennes rasgaban el silencio de sus siestas y de sus veladas... y en este pueblo fanatizado y ascético, sin perder su alegría natural, logró Cervantes romper la costra, crearse amigos, volver muchas veces y hallar posada y buenas caras y hasta enterarse de las ardientes historias amorosas que circulaban por la calenturienta villa y por sus alrededores.

Estimado el mérito de estos eminentes y difíciles servicios, no bien terminaba una comisión Miguel, le encargaban otra, y así anduvo y recorrió todas las partidas y veredas de los reinos de Córdoba, Sevilla, Jaén y Granada. En 22 de enero de 1588, dándole otra comisión para sacar cuatro mil arrobas de aceite en Écija, dice don Antonio de Guevara que «conviene nombrar una persona de diligencia y cuidado que vaya... y que la de Miguel de Cervantes, residente en esta ciudad (Sevilla) es tal como se requiere para ello por la práctica y experiencia que tiene de semejantes cosas y por la satisfacción que tengo de su persona». En junio (12) del mismo año prestan fianza en favor de Miguel el licenciado Juan de Nava Cabeza de Vaca, vecino de Sevilla en la collación de la Magdalena y su convecino Luis Marmolejo, respondiendo de que «hará e usará bien, fiel, e diligentemente del oficio e cargo de comisario del Proveedor general Antonio de Guevara». En 15 de junio manda Antonio de Guevara a Miguel que vaya a Écija con la mayor prisa posible a recoger el trigo embargado el año anterior y molerlo a todo escape. Algún alma piadosa ha dicha al proveedor que en el trigo embargado, y sin balear ni remover en tanto tiempo, ha entrado la polilla (la paula o paulilla decían entonces), como era natural, en llegando los calores veraniegos. Y como no había fondos para pagarlo, ni era bien que se apolillase del todo, Miguel había de sacarlo sin dar un maravedí, llevarlo a las moliendas y compeler a los molineros para que lo hiciesen harina aun contra su voluntad, y por último, buscar quien quisiese acarrearlo a Sevilla: todo lo cual había de hacerse a presencia, ciencia y paciencia del corregidor y autoridades de Écija, a quienes tan arbitraria y cruel exacción tenía que sentar como puede suponerse.

Para esta dificilísima comisión llega Miguel a Écija el 18 o 19 de junio, ve a las autoridades, éstas le piden fiadores que abonen su persona y firma y garanticen su promesa de pago. La Historia ha conservado los nombres ilustres de estos desconocidos que en tan críticas circunstancias demostraron su confianza en Miguel. Se llaman Fernán López de Torres, Francisco de Orduña, Juan Bocache y Gonzalo de Aguilar Quijada.

Si no son estos nombres memorables de la familia española pura de Don Quijote, merecen serlo. Reservemos lo más delicado de nuestra gratitud para esos cuatro nobles vecinos de Écija, que, por fe que tenían en nuestro Hombre, fueron capaces de arrostrar las iras de todos sus paisanos y de comprometer su caudal en beneficio de quien nada poseía y con nada podía responder. Sin saberlo, esos cuatro buenos ecijanos pertenecen al glorioso ejército de los soñadores, a la falange de los creyentes en un ideal. Quizás les indujo a ello el poeta Fernando de Cangas, corregidor de la ciudad y amigo de Cervantes, que le había elogiado en La Galatea.

Abiertas las cillas y graneros, las dificultades aumentan. Es menester ensayar y repesar el trigo para saber las mermas que sufrió; además hay que zarandearle y desempolvarle, apaleándolo, baleándolo, dándole una vuelta de harnero. Luego hay que llevarlo al molino, procurar que la harina salga buena y separar granzas y ahechaduras. Para esto hace falta embargar los molinos, no consentir que hagan sus moliendas urgentes los particulares; en resumen, molestar y perjudicar a todo el mundo. En fin, los acarreos han de concertarse ante justicias y escribanos, y de todo ello es necesario llevar cuenta y razón muy al por menor en libros de asientos, que deben presentarse con su cargo y data justificados.

Todo lo más del año 1588 lo pasa Miguel en Écija, llevando a cabo tan complicadas y engorrosas funciones como su encargo comprendía. Por fortuna, ya en 28 de junio comenzó el pagador Agustín de Cetina a remitirle libramientos para que fuese abonando el trigo y los gastos de traslación y molienda. Cervantes paga y esto apacigua y tranquiliza los ánimos, hasta el punto de que en octubre la ciudad de Écija ofrece servir a Su Majestad con dos mil quinientas fanegas más de trigo. Guevara escribe a Miguel, llamándole de vuestra merced y encargándole que procurase juntar toda la cantidad que pudiese, sin rigor y sin tratar de querer sacarlo de quien no lo tuviera; que todo se haga sin ruido ni queja; que no se zarande el trigo bueno, y que saque de la ciudad mil quinientas arrobas de aceite superior que serán pagadas.

Miguel cumple excelentemente su cometido, y cada una de las operaciones que la venta, molienda y acarreo del trigo y del aceite exige es para él ocasión de nuevas conquistas en el conocimiento de la humanidad. En la obra se ve al obrero. Miguel va cobrando y apuntando lo que cobra, pagando y apuntando lo que paga. De ello tiene que comer y vivir, pues su jornal de doce reales ha de ser la última partida que figure en el cargo. Durante este tiempo, va algunas veces a Sevilla. Tal vez está allí el día 24 de octubre, en que la ciudad celebra con grandes alharacas y regocijos la subida de la campana grande a la Giralda. Quizás entonces, y yendo a casa del maestrescuela don Francisco Enríquez de Ribera, conoce a un clérigo listo y avisado que se hace grande amigo suyo: el licenciado Francisco Porras de la Camara. Miguel no está descontento de su carrera. Ya goza reputación excelente de funcionario. Algunas veces piensa que ha encontrado su camino verdadero.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

La Armada Invencible


El secretario Mateo Vázquez de Leca se levantó cierta mañana de bonísimo talante. Dos motivos poderosos tenía para ello: uno, que había acertado, por fin, a rematar felizmente ciertos versos latinos que andaba forjando para ponerlos como lema o empresa del gracioso jeroglífico de sus armas. Los versos decían así:


    Anima nostra, sicut passer,
erepta est de laqueo venantium:
laqueus contritus est
et nos liberati sumus.



El jeroglífico representaba, a tenor de los versos, no un pájaro, pero un águila real que soltándose de un lazo puesto por los cazadores, subía con vuelo caudaloso hacia una corona y una palma, donde rezaba In Domino laudabitur, que es el segundo verso del salmo XXXIII de David:


In Domino laudabitur anima mea. Audiant mansueti et lætentur.



El hijo de la esclava, el paje del presidente Espinosa, asistía al lado del rey mucho tiempo ya y no era bien que no tuviese blasón nobiliario. Poco trabajo le costó convencerse a sí mismo y persuadir a los demás de que eran sus ascendientes los condes de Leca, valerosos militares de Córcega. El pájaro rompía sus ligaduras y se mudaba en águila caudal. Tiempos eran venidos en que muchas águilas caudales nacían ya en los humildes nidos de las azorragas y las terreras. El padre común de los cristianos era Sixto V, que subió a pontífice desde una pocilga.

El otro motivo de alegría para Mateo Vázquez era haber visto un tanto mohino y humillado el día anterior al cejijunto y berroqueño secretario don Juan de Idiáquez, con quien Mateo tenía grandes y añejos reconcomios. Don Juan de Idiáquez era un bascongado seriote, adusto, reservón, gran conocedor de la voluntad del monarca; no era un político genial, como Antonio Pérez, porque le faltaba aquel punto de audacia que a Antonio Pérez perdió; pero su exactitud y clarividencia y hasta su falta de osadía le ganaron el ánimo de Felipe II. Mateo Vázquez, que pensó ser el hombre necesario cuando cayera Antonio Pérez, se vio suplantado, postergado a su vez por Idiáquez. Por eso, al llegar una ocasión en que Idiáquez disintiera del rey, Mateo se congratulaba infinito.

Hallabase en pie la gran cuestión de la proyectada guerra con la Gran Bretaña. El papa Sixto V, recordando la época dichosa en que, al sonar su caracol, acudían de los encinares de Montalto las piaras gruñentes, quería sujetar y atraer al gremio de su iglesia a los muchos seres que descarriados andaban. Por su parte, Felipe II no olvidaba su antigua inquina contra los ingleses ni dejaba de sentir los insultos que el corsario sir Francisco Drake infería, ya a las naves, ya a los puertos de España.

Con el posible sigilo comenzaron, mucho tiempo antes, los aprestos marítimos en los astilleros y arsenales de Amberes, de Dunquerque y de Nieuport; recogióse mucha artillería naval de los puertos de Italia; hicieronse grandes levas en España, Alemania, Lombardía, Nápoles, Córcega, Borgoña; se reforzaron los tercios de Flandes. A las cosas de tierra atendía Alejandro Farnesio; a las de mar, el marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, ya viejo, pero todavía animoso y esforzado.

Cumplían con su deber, como siempre, estos dos gloriosos caudillos, pero sin que el entusiasmo les agitara. Luchar en los mares con Inglaterra no les parecía una bicoca. Hacer frente al terrible Drake, a Forbisher, a Hawkins, corsarios de larga navegación, era muy otra cosa que atacar a los piratas del Mediterráneo.

No veían claro, como ahora lo vemos, pero probablemente presentían aquellos ilustres generales que lo conseguido entonces por Drake y sus piratas ingleses, era la transformación más grande y radical de la Marina. Practicar el corso en el Mediterráneo requería solamente denuedo, temeridad y experiencia de los golfos y puertos; para ejercer la piratería en el Océano se necesitaba sobre esto una gran tenacidad, una inverosímil resistencia y singularmente una férrea disciplina a bordo; no servían para esto los fantasiosos renegados griegos, italianos e ilirios, ni los crueles y avarientos capitanes y arraeces de las galeotas turcas, cuyas tripulaciones eran lo peor de lo peor. Drake organizó, disciplinó, dispuso de gentes pacientísimas, absolutamente faltas de imaginación, ciegas en el obedecer, y así logró hacerse dueño del Atlántico.

Bien claro veía esto con sus vascongados ojos don Juan de Idiáquez, y en cortas razones se lo dijo un día al mismo Felipe II cuando el rey estaba más chocho con los aprestos de la Armada. Con gusto inexplicable vio Mateo Vázquez de Leca, presente, asomar a los labios del rey una heladora sonrisilla de plata sobredorada, que muchas veces le cortó el paso al propio Mateo. Don Juan de Idiáquez había arriesgado mucho, por oír las voces de su patriotismo y de su experiencia. El rey estaba seguro de que la Armada en preparación sería la Armada Invencible.

Con toda verdad y precisión puede marcarse éste por el primer día de la decadencia española. Ese petulante, ese fachendoso adjetivo, nos perdió. El viejo valor castellano comenzaba a trocarse en fanfarria de perdonavidas que va vendiendo muertes y pregonando hazañas antes de emprenderlas. A nadie se le había ocurrido calificar de Invencible a la escuadra de Lepanto ni a la flota de las Azores.

Cuando oyó ese dictado el gran marqués de Santa Cruz, movió pesaroso la cabeza. Poco había de tardar en doblarla para siempre sobre el generoso pecho. Tan grande en los preparativos de la acción, como en la acción misma, el inmortal don Álvaro llevaba muchos tiempos trabajando en tenerlo todo prevenido, listo y corriente, desde los armamentos más precisos de la artillería naval hasta los más nimios pormenores de abastos y fornituras. Iba despacio en esto, según su costumbre, según el hábito de todos los ilustres capitanes de la Historia. Su calma irritó y exasperó a Felipe II y le inspiró entre las frialdades del Escorial, esta saeta de hielo jesuíticamente envenenada: -Por cierto que me correspondéis mal a la buena voluntad que siempre os tuve.

Tan inicuas y crueles palabras asestadas contra un viejo de sesenta y tres años, que todo lo posponía al servicio del rey y en él estaba dejándose las tiras del pellejo, fueron bastantes para acabar con la mayor gloria viva de la nación.

Al despachar aquel día la correspondencia, Mateo Vázquez tropezó con un parte de Lisboa en que se contaba que el señor marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán, había fallecido «apretado -indicaba algún informe confidencial- por el mucho trabajo y los cargos que se le hacían de la pérdida de la empresa».

El rey, sin inmutarse, dictó al secretario esta losa de hielo para tapar el cadáver de su mejor general:

«El Rey. Por vuestra carta de 9 de este he entendido el fallecimiento del marqués vuestro padre, que lo he sentido mucho por las causas que para ello hay. Sus servicios tengo muy presentes y de vos quiero creer que habéis de procurar parecerle y que correspondáis a vuestras obligaciones. De mí podéis esperar que en lo que se ofreciere terné con vos y vuestros hermanos y las cosas que os tocaren la cuenta y memoria que merecen los servicios de vuestro padre. De Madrid, a 15 de febrero de 1588. Yo el rey. A Don Álvaro de Bazán».

Ocurrió después de esto lo inesperado, lo absurdo, lo increíble. Felipe II había puesto el pie en el vacío y ya iba despeñandose y despeñando a su pueblo. Tras la primera fanfarronada, venía el primer envite del polaquismo. Era menester nombrar un almirante para la Armada Invencible, cuyas fuerzas mayores se habían juntado ya en el puerto de Lisboa. Llegaba la época nefasta en que los hombres dejaban un hueco y no había otros hombres capaces de taparlo dignamente.

Volvió Felipe II la cabeza y al punto tropezaron sus ojos con la figura desmedrada y raquítica, las zambas piernas y los crespos cabellos del señor don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno Manrique de Zúñiza, etc., etc., séptimo duque de Medina-Sidonia, grande hombre de a caballo y conocidísimo por su destreza en rejonear y acosar reses bravas, y también por su avaricia y por su incapacidad para cuanto no fuese allegar dinero o correr toros.

¡Ved cómo los sucesos se repiten sin que escarmienten los hombres! ¡Al frente de la escuadra que había de perderse iba un gran conocedor de los toros de lidia! ¡Recordad otros nombres semejantes en épocas menos lejanas! Parece que fue ayer cuando comenzó la marina española a verse en manos de rejoneadores y caballistas.

El duque de Medina-Sidonia, cuya ineptitud y poltronería propalaba su misma esposa en la corte, era hombre de treinta y siete a treinta y ocho años. Veintiséis o veintisiete contaba su mujer, la bella señora doña Ana de Silva y de Mendoza, hija de la princesa de Éboli, y de su marido Ruy Gómez de Silva o de quien fuere. Felipe II, que tenía a la princesa de Éboli presa aún en el palacio de Pastrana, sentía grandísimo, casi paternal amor por doña Ana de Silva, tan hermosa como discreta. No vaciló, pues, en dar a su marido el mando de la Armada Invencible.

Antes de morir don Álvaro de Bazán, ya había escrito don Juan de Idiáquez por parte del rey al duque, y este pobre diablo había contestado con la carta siguiente, cuya importancia justifica la latitud de la copia:

«Iré satisfaciendo a las cartas de vuestra merced, con que me hallo, todas de 11, y en la primera que vuestra merced me escribe por orden de S. M., tocante a la nueva que ahí se ha tenido del aprieto del mal del marqués de Santa Cruz y la poca esperanza que se tenía de su vida, y la falta que haría su persona en esta ocasión estando la Armada tan adelante, para poder partir mediado este mes y no sufrirse por mil razones dilatar su salida. Su Majestad ha puesto los ojos en mí para encargarme esta jornada y la haga, y a Dios y a S. M. tan gran servicio como se espera de la empresa que con ella se ha de hacer, dándome la mano con el duque de Parma y las fuerzas que él tiene y volviendo las unas y las otras contra Inglaterra, y que esta Armada que aquí se hace se junte con la de Lisboa, y yo vaya en ella y me junte con ese en aquel reino y seguir y obedecer sus órdenes.»

«A todo lo que es esta materia responderé en lo primero besando a S. M. sus Reales pies y manos por haber echado mano de mí nuevo en negocio tan grande, para cumplir con el cual quisiera tener las partes y fuerzas que para el mismo servicio eran forzosas. Estas, señor, yo no me hallo con salud para embarcarme, porque tengo experiencia de lo poco que he andado en la mar que me mareo, porque tengo muchos reumas.»

«Demás desto sabe vuestra merced, como muchas veces se le ha dicho y escripto, que estoy en mucha necesidad, y que es tanto que para ir a Madrid las veces que lo he hecho, ha sido menester buscar el dinero prestado y parte del adovio. Mi casa debe novecientos mil ducados, y así por eso no me hallo en posibilidad ni tengo un real que gastar en la jornada.»

«Juntamente con esto, ni por mi conciencia ni obligación puedo encargarme deste servicio, porque siendo una máquina tan grande y empresa tan importante, no es justo que la acepte quien no tiene nenguna experiencia del mar ni de guerra, porque no la he visto ni tratado.»

«Así, Señor, por lo que es el servicio de S. M. y amor que yo tengo a él represento esto a vuestra merced para que se lo diga, y que no me hallo con sujeto ni con fuerza ni salud para esta jornada, ni con hacienda, que cualquiera cosa de éstas eran muy excusables, cuanto más concurriendo todas juntas en mí al presente.»

«Demás de desto, entrar yo tan nuevo en la Armada, sin tener noticia della ni de las personas que son en ella y del servicio que se lleva, ni de los avisos que se tienen de Inglaterra, ni de sus fuertes, ni de la correspondencia que el marqués en esto tenía los años que ha que esto se trata, sería ir muy a ciegas, aunque tuviera mucha experiencia, poniéndome a la carrera tan a la improvista, y así Señor, todas las razones que hago son tan fuertes y convenientes al servicio de S. M., que por el mesmo no trataré de embarcarme por lo que, sin duda, que he dar mala cuenta, caminando en todo a ciegas y guiándome por el camino y parecer de otros, que ni sabré cuál es bueno o cuál es malo o quién me quiere engañar o despeñar. S. M. tiene quien con experiencia le podrá servir en esta jornada, y sobre mi conciencia, la fiara del Adelantado mayor de Castilla con los consejeros que el marqués tenía, y él podría sacar esta Armada y llevarla a juntarla con la de Lisboa, y tengo mucha certeza que el Adelantado será ayudado de Nuestro Señor, porque es muy cristiano y amigo de que se haga razón, y tiene noticia mucha de mar, y se halló en la batalla naval, y de tierra tiene mucha plática.»

«Esto es lo que puedo responder a vuestra merced a su primera carta, con llaneza y verdad que debe tractar quien tiene las prendas que yo. Y así entiendo que Su Majestad, por lo que es su grandeza, me hará merced, como humildemente se lo suplico, de no encargarme cosa de que ciertamente sé que no he de dar buena cuenta, porque no lo sé ni lo entiendo, ni tengo salud para la mar ni hacienda que gastar en ella...»

«Entiendo que con lo que represento a S. M. no se servirá que yo lleve la jornada, porque estoy imposibilitado de hacerla por tantas causas como he dado, y así no respondo lo que vuestra merced me pregunta del abrigo desta costa, pues quedaré yo en ella para esto y lo que se ofreciese del servicio de S. M., como siempre lo he hecho.»

«El secreto se ha guardado como vuestra merced me manda y encarga, y despacho este correo luego porque se entienda lo que digo en todo este caso, habiéndole encomendado mucho a Nuestro Señor, que guarde a vuestra merced. De Sanlúcar, 16 febrero 88. El duque de Medina-Sidonia. -A Don Juan de Idiáquez, Comendador de Monreal, de los Consejos de Estado y Guerra del Rey Nuestro Señor. -En su mano».

No es justo, leído esto, achacar al duque de Medina-Sidonia las culpas mayores de la gran pérdida que se sufrió. Cobarde, torpe y codicioso, el duque se mostraba tal cual era. La parte que a los hombres pertenecía en el desastre debe ser imputada principalmente a la tenacidad de Felipe II, quien había llegado ya a esa situación de espíritu en que el grande hombre voluntarioso y caprichudo quiere imponerse a la realidad y hacer triunfar sus veleidades propias a todo evento. Desde entonces marchó España cuesta abajo, tropezando y cayendo.

El 25 de abril se entregó el estandarte real al duque de Medina-Sidonia. El 14 de mayo avisó éste que la escuadra estaba a punto, pero que el tiempo era malo. «En el convento de San Benito -añadía- que es de Loyos, pasado Xobregar, está un santo fraire que se llama Antonio de la Concepción. Con éste he tratado estos días los ratos que he podido y está muy asegurado de que Nuestro Señor ha de dar gran victoria a V. M. Dijome escribiese a V. M. esto y que le suplicaba no tomase esta empresa por venganza de las ofensas que a V. M. le han hecho los infieles ni por extender V. M. sus reinos, sino solamente por la gloria y honra de Nuestro Señor y por reducir a su Iglesia estos herejes que han salido del gremio de ella».

Por la gloria y honra de Nuestro Señor, salieron de Lisboa 130 navíos con 57.868 toneladas y 2.431 piezas de artillería. En ellos iban 19.295 hombres de guerra, 8.050 de mar y 2.088 de remo. Acompañaban al duque de Medina-Sidonia e iban junto a él el príncipe de Asculi, el conde de Gelves, don Bernardino de Velasco, los Zúñigas y otros muchos nobilísimos caballeros. Como aventureros iban en la Armada los hijos y hermanos de los más grandes señores de España, el mayorazgo del conde de Aytona, don Bernardo de Velasco, hermano del condestable de Castilla, los hijos del marqués de Águilafuente, del mariscal Noves, del conde de Medellín, del de Orgaz, del de Lemos, don Pedro Portocarrero, que había tenido que ver con las Cervantas, y don Tomás Perrenot de Granvela, quien quitó a Lope de Vega lo que él más estimaba, el amor de Elena Osorio o Filis. Entretenidos no tan nobles como éstos, iban 228 con 163 criados. En fin, para cuidar las almas de los que en la empresa pereciesen, llevaba el duque de Medina 180 frailes de diferentes colores, y para curar sus cuerpos solamente cinco médicos y cinco cirujanos.

Quería el rey prevenirlo todo y hasta dio a Medina-Sidonia una instrucción secreta con las condiciones de la paz, caso de victoria. «Que se permita en Inglaterra libre uso y ejercicio de nuestra fe católica», era lo principal que se exigía. «La primera (condición) -decía el rey- es la que sobre todo pretendo..., en ella se ha de hacer la mayor fuerza.»

Ved aquí esta escuadra compuesta de naves pesadísimas, tripulada por nobles y devotos caballeros que van a servir a un ideal, dirigida por un alanceador de toros, asistida por ciento treinta frailes y cuyo único o primario fin es un triunfo puramente espiritual y religioso... ¿Qué había de suceder? ¿Ha habido otra nación sino España que en los tiempos modernos arme navíos y provoque guerras por fines semejantes y en tan disparatadas condiciones? El hidalgo manchego, con su rota celada y su quebradizo lanzón, osaba combatir a los molinos de viento, provocar a los leones.

A las primeras noticias que hacia fines de julio o principios de agosto se recibieron, y en las cuales se decía que la Armada encontró a los buques ingleses cerca de Plymouth y el duque no osó atacarlos y tuvo que desbandarse, refugiándose al cabo en Calais, Miguel compuso la primera de sus dos interesantísimas Canciones a la Armada Invencible. Tituló ésta Canción nacida de las varias nuevas que an venido de la cathólica Armada que fué sobre Inglaterra, y en ella pintó el estado de su alma, que era el de la nación. No es tan conocida que no merezcan ser copiadas sus estrofas principales.



    Vate, fama veloz, las prestas alas:
rompe del Norte las cerradas nieblas;
aligera los pies, llega y destruye
el confuso rumor de nueuas malas,
y con tu luz desparce las tinieblas
del crédito español que de ti huye;
esta preñez concluye
en un parto dichoso que nos muestre
un fin alegre de la illustre empressa
cuyo fin nos suspende, alibia y pessa,
ya en contienda naual, ya en la terrestre,
hasta que con tus ojos y tus lenguas
diziendo agenas menguas
de los hijos de España el valor cantes
con que admires al cielo, al suelo espantes...

    Di, que al fin lo dirás, allí volaron
por el ayre los cuerpos impelidos
de las fogosas máchinas de guerra;
aquí las aguas su color cambiaron
y la sangre de pechos atreuidos
humedezieron la contraria tierra;
cómo huye o se afierra
este y aquel navío; en quántos modos
se aparecen las sombras de la muerte;
cómo juega fortuna con la suerte
no mostrándose igual ni firme a todos,
hasta que por mill varios embarazos
los españoles brazos,
rompiendo por el ayre, tierra y fuego,
declararon por suyo el mortal juego...

    Después desto dirás: en espaciossas
concertadas hileras va marchando
nuestro cristiano exército inuencible
las cruzadas banderas victoriosas
al ayre con donaire tremolando,
haciendo vista fiera y apacible;
forma aquel son horrible
que el cóncavo metal despide y forma,
y aquel del atambor que engendra y cría
en el cobarde pecho valentía
y el temor natural trueca y reforma;
haz los reflexos y vislumbres bellas
que, qual claras estrellas,
en las lúcidas armas el sol haze
quando mirar este esquadrón le plaze.

    Esto dicho, rebuelbe presurosa,
y en los oydos de los dos prudentes,
famossos Generales, luego enuía
una voz que les diga la gloriosa
estirpe de sus claros ascendientes,
cifra de más que humana valentía;
al que las naues guía
muéstrale sobre un muro un caballero
más que de yerro de valor armado,
y entre la turba mora un niño atado
qual entre ambrientos lobos un cordero,
y al segundo Abraham que dé la daga
con que el bárbaro paga
el sacrificio horrendo que en el suelo
le dió fama ynmortal, gloria en el cielo.

    Dirás al otro, que en sus venas tiene
la sangre de Austria, que con esto sólo,
le dirás cien mill hechos señalados,
y en quanto el ancho mar cerca y contiene,
y en lo que mira el uno y otro polo
fueron por sus mayores acabados;
estos ansí informados
entra en el esquadrón de nuestra gente
y allá verás mirando a todas partes
mill Cides, mill Roldanes y mill Martes,
valiente aquél, aqueste más valiente,
a éstos sólo les dirás que miren
para que luego aspiren
a concluir la más dudosa hazaña:
hijos, mirad que es vuestra madre España...



No podía Miguel ni nadie contar con más méritos del duque de Medina-Sidonia, sino los que suponía heredados de su noble ascendiente Guzmán el Bueno. Pero, de todos modos, en esta canción, donde ya hay un poco de fanfarronería y españolada quijotesca, se ve el primer paso hacia la total pérdida y degradación de nuestro carácter. Ponense en duda las malas nuevas, mas, por si resultasen confirmadas, se anticipa un grano de resignación. ¿Cuándo antes de esto se conoció en almas españolas resignación y conformidad?

La segunda Canción de la pérdida de la Armada que fué a Inglaterra es el reflejo de lo que llamamos ahora un estado de opinión, cien veces repetido en otros desastres. Se echaba mano de todas las razones o sombras de razones, pretextos y paliativos para justificar las derrotas. El vencedor es un pirata, el mar y el viento han respondido al justo de su intento, etc., etc. Las fanfarronadas e invocaciones teológicas se hinchan y abultan más y más:



    Madre de los valientes de la guerra,
archiuo de cathólicos soldados,
crisol donde el amor de Dios se apura,
tierra donde se vee que el Cielo entierra
los que han de ser al Cielo trasladados
por defensores de la fee más pura,
no te parezca acaso desventura
¡o España, madre nuestra!
ver que tus hijos buelben a tu seno
dejando el mar de sus desgracias lleno,
pues no los buelbe la contraria diestra,
buélbelos la vorrasca yncontrastable
del viento, mar, y el Cielo que consiente
que se alce un poco la enemiga frente
odiosa al Cielo, al suelo detestable,
porque entonces es cierta la cayda
quando es sobervia y vana la subida.

    Abre tus braços y recoge en ellos
los que buelben confusos, no rendidos,
pues no se escusa lo que el Cielo ordena
ni puede en ningún tiempo los cauellos
tener alguno con la mano asidos
de la calva occasion en suerte buena,
ni es de acero o diamante la cadena
con que se enlaça y tiene
el buen suceso en los marciales cassos
y los más fuertes brios quedan lasos
del que a los braços con el viento biene;
y esta vuelta que vees desordenada
sin duda entiendo que ha de ser la buelta
del toro, para dar mortal rebuelta
a la gente con cuerpos desalmada,
que el Cielo aunque se tarda no es amigo
de dejar las maldades sin castigo.

    A tu león pisado le han la cola;
las vedijas sacude, ya rrebuelbe
a la justa vengança de su ofensa
no sólo suya, que si fuera sola
quiçá la perdonara; sólo buelbe
por la de Dios y en restaurarla piensa,
único es su valor, su fuerza inmensa,
claro su entendimiento,
indignado con causa, y tal que a un pecho
christiano, aunque de mármol fuese hecho
mouiera a justo y vengativo intento,
y más que el Gallo, el turco, el moro, mira
con vista aguda y ánimos perplexos
quales son los comienços y los dejos
y donde pone este león la mira,
porque entonces su suerte está loçana
en cuanto tiene este león quartana.

    Ea, pues (o Phelipe), señor nuestro,
segundo en nombre y hombre sin segundo,
coluna de la ffe segura y fuerte,
buelbe en suceso más felice y diestro
este designio que fabrica el mundo
que piensa manso y sin coraje verte
como si no vastasen a mouerte
tus puertos salteados
en las rremotas Indias apartadas
y en tus casas tus naues abrasadas
y en la ajena los templos profanados;
tus mares llenos de piratas fieros,
por ellos tus armadas encogidas
y en ellos mill haciendas y mill vidas
sujetas a mill bárbaros aceros,
cosas que cada qual por sí es posible
a haser que se intente aun lo imposible.

    Pide, toma, Señor que todo aquello
que tus basallos tienen se te ofrece
con liueral y valerosa mano
a trueque que al Inglés pérfido cuello
pongas al justo yugo que merece
su injusto pecho y proceder insano;
no sólo el oro que se adora en vano,
sino sus hijos caros
te darán, qual el suyo dió Don Diego
que en propia sangre y en ajeno fuego
acrisoló los hechos siempre raros
de la casa de Córdoua, que ha dado
catorce mayorazgos a las lanças
moriscas, y con firmes confianças
sus obras y su nombre an dilatado
por la espaciosa redondez del suelo,
que el que así muere viue y gana el cielo...



A pesar de esto, triste, hondamente triste, se quedó Miguel cuando supo toda la enorme extensión de la catástrofe. Habían perecido miles y miles de soldados, unos en el combate, otros de vergüenza y de pena, como el bravo capitán general de la Armada de Vizcaya, Juan Martínez de Recalde, como el valiente general de las naves de Guipúzcoa, Miguel de Oquendo, como el esforzado Alonso de Leiva. El duque de Medina llegaba a Santander con los buques destrozados, destrozado él mismo, lleno de canas, entontecido e inconsciente. Al pasar por Valladolid y por Medina del Campo la indignada muchedumbre le perseguía silbándole y denostándole; los chiquillos le tiraban piedras y pelotas de barro. Sólo el rey tenía para el imbécil vencido y para el vencimiento una frase de zarzuela que los historiadores se obstinan en presentar como arranque poemático.

Las Ilíadas que se soñaron trocabanse en Batracomiomaquias; el siempre vencedor Amadís en el casi siempre apaleado Don Quijote.

Miguel a ratos lloraba, a ratos reía, y cuando reía pensaba llorar, y cuando lloraba creía reír.



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