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El lenguaje como preocupación en la novela hispanoamericana actual

Luis Sáinz de Medrano Arce





Ahora que el «boom» parece haber remitido como tal -sin que ello signifique que el magnífico impulso que representó haya cesado en lo sustancial, simplemente importa menos el resplandor y más la hoguera- empieza a ser posible detenerse a examinar a los «clásicos» del movimiento y asimismo a algunos de sus antecesores y epígonos más inmediatos, en ciertas visiones de conjunto. Curiosamente los narradores agrupados en torno al fenómeno, incluso los más jóvenes, ofrecen ya una perspectiva que se nos antoja suficiente para formular algunos juicios generales de valor sobre tan heterogéneo grupo, sin esperar que el paso de más tiempo imponga los distanciamientos que habitualmente se consideran necesarios. Seguramente muchos de estos escritores nos ofrecerán todavía novedades, pero es probable que las premisas fundamentales de sus aportaciones estén ya bien definidas y que, en consecuencia, haya llegado la hora de hablar de ellas como de algo que pertenece a un capítulo muy concreto de la historia de la literatura.

No se trata de poner puertas al campo. Sabemos que mientras escribimos estas líneas legiones de novelistas en Hispanoamérica siguen redactando novelas valiosas que aparecerán mañana, y nos exigirán matizaciones, pero tenemos la sensación de que no nos avecinamos a nuestras fronteras. Nuestra capacidad de admiración sigue, y con toda razón, intacta, pero no ocurre lo mismo con nuestra capacidad de asombro que hoy por hoy ha comenzado a tocar techo.

Así las cosas, no creemos que resulte improcedente atar cabos sobre algunas particularidades del «boom» -séanos permitido, eso sí, usar el término en un sentido muy lato- que sirvan para perfilar lo que ha habido en él de unitario. Frente al temor de caer en excesivas generalizaciones, nos acogemos a la idea sartriana de que el crítico, compartiendo la suerte de los autores, debe acostumbrarse a operar con cierta inseguridad por modestia y amor al riesgo.

Y bien, nuestro punto de vista es que nada nos parece más trascendental en la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas que los resultados de la preocupación ante el lenguaje mostrada por sus componentes.

La cuestión es tan antigua y obvia como quepa imaginar, pero hubo que esperar hasta Mallarmé para que se dejara claro que la literatura no se hace, strictu sensu, con ideas sino con palabras. Todo verdadero escritor no ha podido dejar de saberlo, desde luego, aunque no se planteara explícitamente la cuestión, pero lo cierto es que en la historia de la creación literaria ha habido períodos de mayor interés o desazón que otros respecto a este simple hecho: pensemos, por ejemplo, en la comodidad con que los escritores del realismo finisecular, al menos en su mayor parte, parecían sentirse instalados en el lenguaje, frente a la inquietud de los románticos menos convencionales (Bécquer y su ansia de domar el «rebelde, mezquino idioma»1), sin olvidar que ambas posiciones pueden darse en el mismo escritor: tal es el caso de Neruda, de atormentada expresión en las Residencias y dueño complacido del diccionario después del Canto General.

Globalmente, en Hispanoamérica ha habido cuatro momentos antes del actual en que el escritor ha afrontado con especial atención el tema lingüístico. Uno es el de la época inicial, la de los cronistas de Indias, cuando describir una piña podía ser una fabulosa batalla campal. El segundo se produce en el Romanticismo, con Sarmiento y su polémica actitud nacionalista ante el castellano de las nacientes repúblicas. Coincide el tercero con el Modernismo. Todos quieren entonces encontrar una nueva lengua literaria: «versos domados al yugo de rígido acento, / libres del duro carcán de la rima»2 en la búsqueda de González Prada; «un poema / de arte nervioso y nuevo»3 en la de Silva; el «decir» de Darío «en el país en donde la expresión poética está anquilosada»4, sin soslayar su anterior preocupación por «la palabra que huye»5.

La novela, más rezagada que la poesía, no podía quedar inmune a tales conmociones. Tras la segunda guerra mundial, los acontecimientos van a precipitarse. Al contacto tardío con el Ulysses y sus tremendas secuelas, se une algo que es una constante en los escritores del Nuevo Mundo desde la Independencia: el ansia de reafirmar la personalidad de su América y, junto a esto, la convicción mesiánica de que es a ellos a quienes corresponde la misión de renovar la lengua española.

Esta es, pues, en consecuencia, repetimos, la aportación más original de esa narrativa. Las causas inmediatas pueden muy bien estar en parte en la necesidad de buscar nuevos soportes expresivos para un género que cada vez se ve más desprovisto de temas. Claro está que, dicho esto, nos podríamos acoger a las conocidas palabras de Ortega: «Creo que el género novela, si no está irremediablemente agotado, se halla, de cierto, en su período último y padece una tal penuria de temas posibles, que el escritor necesita compensaría con la exquisita calidad de los demás ingredientes necesarios para integrar un cuerpo de novela»6, palabras que, después de medio siglo, no han quedado obsoletas, a juzgar por afirmaciones como la del novelista mejicano Gustavo Sainz (nacido en 1940), según el cual «los estructuralistas y los expertos de la metodología arquetípica han descubierto que las historias que se escriben son básicamente las mismas y que la gente ha cambiado muy poco desde que se empezó a escribir literatura, que los conflictos son siempre los mismos y que a pesar del teléfono y los automóviles, la enajenación y el "ennui" del hombre es siempre igual, que hay muy pocas novelas que inauguren una visión distinta del mundo»7. Lo cierto es que no son pocos los que ponen hoy en entredicho el arte de contar, considerando que hay obras informativas no novelísticas que se ocupan de esas misiones, y, como resultado, la novela ha tenido que dar un nuevo juego a esos otros ingredientes a los que aludía Ortega.

El camino hacia una novela sin argumento está más que desbrozado. Los escritores hispanoamericanos -como ha dicho Manuel Vilanova- «se interrogan ante un mundo cuya autenticidad es ante todo laberíntica y estructuralmente compleja; más que cronológicamente histórica, la realidad se presenta como ebullición, como duda...»8. Esto es cierto en especial por lo que respecta a ciertas etapas, entre ellas la actual, y es comprensible que en ese mundo no quepa ningún estudio de caracteres -por sí el peso del «nouveau roman» no fuera suficiente-. De ahí a quedarnos sin personajes en el sentido tradicional del término, no hay más que un paso. En todo caso los personajes de esta nueva novela no son en modo alguno los nietos del poderoso Balzac; su genealogía hay que buscarla entre los de Proust, «cambiantes, tornasolados, carentes de contextura unitaria, que van moviéndose en sucesivas fases de refracción de una realidad que los vive, para, por último, disgregarse en el tiempo»9. A partir de ahí un importante grupo de novelistas tratará de suplir estas pérdidas -pérdidas queridas o sentidas como inevitables- convirtiendo al lenguaje en auténtico personaje del relato.

Un nuevo concepto de lo social que rehúsa apelar a la compasión del lector, según la fórmula utilizada desde Aves sin nido y que establece una conexión directa entre literatura revolucionaria y subversión lingüística nos conduce al centro de nuestra tesis. El antecedente más claro de esta actitud está en aquella rotunda proposición de Unamuno: «revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse; sin ella la revolución en las ideas no es más que aparente. No caben, en punto a lenguaje, vinos nuevos en viejos odres»10. En otra parte hemos recordado la afirmación de esta teoría por Carlos Fuentes11 y podrían recogerse muchos otros testimonios en el mismo sentido. Oigamos a Severo Sarduy: «La burguesía acepta y le agrada ver el arte de denuncia, pero no el que el lenguaje pueda hablar del lenguaje, que un autor no escriba sobre algo sino que escriba algo»12... «el soporte de la burguesía y, sobre todo, el soporte de la pequeña burguesía es un sistema pseudo-natural de escritura. Todo régimen se apoya sobre una escritura. Una revolución que no inventa "su" escritura ha fracasado... El corte epistemológico de que tanto se habla no puede producirse... más que a partir y en el seno de la escritura»13. No menos rotundas son las palabras de Juan Goytisolo, el novelista español más próximo a los hispanoamericanos: «Empecé a pensar que la crítica de la sociedad no era válida si no iba acompañada de una crítica del lenguaje que empleaba esa sociedad. Es decir, que mi crítica estaba produciendo una distinción entre forma y fondo, cuando la literatura nunca puede aceptar esta distinción»14.

En medio de una nueva poética de destrucciones e indagaciones que hace saltar continuamente los sismógrafos de la semiótica, el novelista se encuentra cada vez más comprometido con el lenguaje, seguramente porque la narración, al perder su configuración clásica se ha ido acercando al terreno de la poesía, que al decir de Julio Cortázar, «no viaja necesariamente en los vehículos tradicionales del género, entre otras cosas porque no hay más géneros»15.

En la nueva relación del novelista hispanoamericano con el lenguaje se ha encontrado en un terreno absolutamente propio al que sólo de una forma muy relativa tienen acceso los módulos de los Faulkner y otros reconocidos maestros extranjeros, toda vez que el genio del idioma no es, por así decirlo, convalidable, y no puede transferirse como la técnica del «flash back». De alguna manera vienen a cuento aquí, al decir esto, los iluminadores versos de Blas de Otero:


«Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré como un anillo al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra»16.



Una incursión rápida por la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas, con breves calas en determinados autores de plena representatividad puede resultar significativa acerca del papel que para ellos ha tenido esa palabra.

En la primera de las promociones de «clásicos contemporáneos» -sería arriesgado hablar de generaciones- en que se pueden considerar encuadrados estos narradores según Rodríguez Monegal17, a quien por otra parte no nos comprometemos a seguir fielmente, la situación puede considerarse así:

Borges, cuya mención, a pesar de su deliberada falta de dedicación a la novela resulta inexcusable, ha soslayado su condición de narrador de expresión complicada que, según él, pertenecería a un pasado desechable: «Cuando empecé a escribir -ha dicho, a propósito de un libro de poesía pero con aplicación a toda su obra- lo hacía bajo el influjo de Quevedo y Lugones, mientras que ahora, en cambio, trato de hacerlo de un modo muy llano, sencillo, en un estilo que aspira a ser claro... Entiendo que lo barroco es un pecado de vanidad, no así la sencillez y la llaneza»18. Nos cuesta aceptar con Sábato que Borges se detenga a deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida de uno de sus personajes19, pero evidentemente las protestas de simplicidad estilística del autor de El Aleph son poco convincentes. El mismo ha afirmado en otra parte, con anterioridad al juicio reproducido, que había llegado a conseguir «no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad»20. De esa complejidad nos hablan no sólo los inequívocamente borgeanos oxímoron, hipálages y metonimias, sino su cuidadosa actitud general de vigilia ante el discurso, de la que se deriva, como dice Alazraki, «esa trabajada densidad de su prosa»21. Borges, que con comprensivo reproche -si se nos permite el contaminado tropo- aseguró que «la grandeza de Quevedo es verbal»22 (como Baroja dijo que «Rubén Darío sólo tenía genio verbal»23), debe saber que también la suya lo es y que el siempre pospuesto premio Nobel habría de concedérsele menos por haber inventado una verdadera imagen del mundo que por haber dado a la lengua castellana tensiones y destrezas tales que cada uno de sus relatos se impone sobre el lector, aunque, como ocurre frecuentemente, sea un sofisma, por la irreprochable conjunción de esa plena eficacia y esa plena invisibilidad que según él mismo constituyen «las dos perfecciones de cualquier estilo»24. Que la escritura es la «última ratio» del relato de Borges queda bien ilustrado por él mismo cuando a forma: «En mi corta (sic) experiencia de narrador he comprobado que saber cómo habla un personaje es saber quién es, que descubrir una entonación, una voz, una sintaxis, es haber descubierto un destino»25.

En cuanto a Miguel Ángel Asturias, sabido es que El señor presidente, que aparece en 1946, es la obra en que la novelística hispanoamericana revela la asimilación, pero ya con lenguaje propio, del superrealismo europeo, y Hombres de maíz (1949) significa la devolución de la tarjeta en virtud del pleno adentramiento en el lenguaje de ese particular superrealismo indigenista, ya anticipado por cierto en las Leyendas de Guatemala (1930). Las consecuencias del lenguaje borgeano pasan por Cortázar y sus seguidores. Sin la formulación lingüística de Asturias no se entiende la gran corriente neobarroca de las décadas siguientes.

Agustín Yáñez publica en 1947 Al filo del agua, otra prodigiosa verbalización de lo americano, historia fragmentaria de un pueblo inmóvil. «A la primera lectura de Al filo del agua -comenta Marta Portal- prevalece sobre cualquiera otra impresión la presencia de la prosa coloreada, musical contrapuntística; las reiteraciones, los acentos, las resonancias, los latines... golpean la mente del lector, lo aturden igual que abruma una fachada barroca»26. Yáñez, a nuestro entender, se ha planteado la elaboración de un instrumento lingüístico adecuado para connotar una mejicanidad honda y trascendente: amor y muerte, erotismo, incomunicación, máscaras, soledad, que estaba explícita como anécdota en todas las novelas anteriores de la revolución mejicana y que ahora pasa a estarlo como categoría. No andamos obsesionados con el tema de los antecedentes, pero es bien cierto que el lenguaje de Al filo del agua presupone el que más (deliberadamente) opacado y ambiguo, utilizará Juan Rulfo en su Pedro Páramo.

Adán Buenosayres (1948) es otra de las obras fundamentales de esta década. Antecedente clarísimo de la «novela total», tal como la conciben Sábato, Fuentes y Vargas Llosa. Leopoldo Marechal ha seguido muy de cerca en su composición el esquema de la aventura del héroe hacia la consecución de su destino. Su lenguaje de mil caras es el que da a la obra ese especial aspecto de epopeya porteña y universal. La riqueza verbal de Marechal, que entra en lo escatológico y otras desmesuras, da lugar a secuencias pre-carpenterianas y pre-cortazarianas. No en vano el futuro autor de Rayuela fue uno de los pocos críticos que saludaron la aparición de Adán Buenosayres. En cuanto a anticipaciones de Carpentier, recordemos la descripción de alimentos en las cocinas del tercer infierno, y acerca de sarcasmos quevedescos y humoradas sobre el uso del idioma, podría citarse el episodio en el sector infernal de los «violentos del arte», «falso Parnaso donde los pseudopedagogos abren metafóricamente sus colas de pavorreal, dirigidas por las musas o antimusas»27.

Hay por lo menos otra novela fundamental en esta misma década, El reino de este mundo (1949), de Alejandro Carpentier, que representa la llegada a la madurez del estilo del gran novelista cubano, tras la experiencia semifallida de Ecué-Yamba-O. En El reino de este mundo no se producen ya ingenuidades mecánicas de deslustrado futurismo ni nacionalismo inconsistente, sino justo lo contrario. Es el punto de arranque de lo real maravilloso americano, hecha con un lenguaje minucioso, sensualmente plástico, que seguirá teniendo plena validez cuando se separe de la extraordinaria potencialidad sugestiva del ámbito cultural negro.

Cinco autores coincidentes abren, pues, en la década de los cuarenta el camino hacia la gran aventura de la narrativa hispanoamericana actual, mediante la consolidación de unos lenguajes puestos al día para acometer ese gran compromiso de contar a América, a esa América que estaba exigiendo una nueva verbalización. (Y no obstante el impacto de estas obras tardó en producirse, como lo prueba el hecho de que Luis Monguió en el Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana celebrado en Alburquerque, New Mexico, en 1951, se preguntara: «¿Por qué nos hallamos con que ahora, desde hace unos veinte años, no se han renovado los géneros novelísticos hispanoamericanos?»28.

En la promoción siguiente -aún resulta más difícil hablar aquí de generación- encontramos a figuras tan relevantes como Miguel Otero Silva (1908), Juan Carlos Onetti (1909), Ernesto Sábato (1911), José Lezama Lima (1912), Julio Cortázar (1914), José María Arguedas (1913), Augusto Roa Bastos (1918) y Juan Rulfo (1918). Como señala Rodríguez Monegal, la deuda de éstos con los anteriores es, en general, muy fuerte, aparte de que en ellos se haga más visible la huella de la novelística extranjera: Proust, Joyce y, sobre todo, Faulkner. La estructura de las narraciones experimentará en ellos nuevas y tremendas sacudidas, y se diría que la preocupación por adecuar los nuevos contenidos a nuevas formas de la expresión es en estos autores más espectacular, salvo quizá el caso de Otero Silva y, hasta cierto punto, José María Arguedas.

Cortázar será el más explícitamente batallador de todos ellos en lo que se refiere a la defensa de las razones que asisten al novelista para construirse un lenguaje de nueva factura. Toda la clave del mismo en el argentino puede encontrarse en su defensa de la invención «que nace como nacieron los animales fabulosos»29 A eso alude Antonio Tovar cuando comentando 62, modelo para armar afirma que «el gran esfuerzo hecho por el autor ha consistido en dejarse llevar por la fuerza misma del lenguaje, hasta bordear la poesía durante muchas páginas»30. «Es necesario encontrar un lenguaje literario -ha escrito Cortázar- que llegue por fin a tener la misma espontaneidad, el mismo derecho que nuestro hermoso, inteligente, rico y hasta deslumbrante estilo oral»31.

Onetti crea un lenguaje de precisión desesperante, rigurosamente calculada, que le sirve para entrar en unos niveles de confusión nunca estridente, y de monotonía que adquieren poderoso valor estilístico. Sus adjetivos y sus imágenes están escogidos con sumo rigor, como en Borges, pero esquiva las paradojas y siente gran pudor en asombrar al lector. Irremediablemente convencido de que el hombre está condenado a soledad e incomunicación, lo radiografía con palabras expertas que sabe inútiles. Palabras que sirven para hacer de eco de lo que, como dijo Antonio Machado, constituye nuestra sola cuita: «las desesperantes posturas que tomamos / para esperar»32, «Onetti tiembla en cada palabra armoniosamente»33, ha dicho José María Arguedas. Desacompasadamente, diríamos nosotros, pero cada palabra, en efecto, es un temblor, una unidad de tensión que, agrupada, se adecúa como una piel al hecho indagado.

Hablar de Lezama Lima, dentro del propósito que nos ocupa, es llegar a una de las cimas de la imaginación creadora de la narrativa hispanoamericana. Su Paradiso (1966) es la más abierta de todas las novelas de este gran ciclo contemporáneo. En ella el lenguaje se convierte en fulgor irresistible. Nunca, desde Góngora, había ofrecido la expresión en castellano tal suntuosidad metafórica, tal derroche léxico.

Paradiso es un monumento verbal hecho de frondosidades, de infatigables precisiones que envuelven lo ya dicho como parásitas sensuales. Es el texto de los mil registros, donde lo autobiográfico se convierte misteriosamente en alegórico, donde la antropología se mezcla a las formulaciones retóricas, donde triunfa siempre una prosa tan suculenta como asfixiante que invita siempre a comenzar el periplo por la novela-laberinto, más indomesticable que ninguna de las grandes narraciones universales del siglo XX en nuestra lengua.

Ernesto Sábato, cuya novela cumbre, a nuestro parecer, Sobre héroes y tumbas, se publica en 1961, es uno de los autores -que más abiertamente se ha planteado, también a nivel teórico, la proposición de un lenguaje nuevo. Frente al de la ciencia, cuya misión es comunicar verdades unívocas, el lenguaje de la vida tiene que ser «absurdo, contradictorio e insinuante»34. «Es, además -añade-, un lenguaje que cambia y reemplaza las palabras o giros gastados, psicológicamente ineficaces, por maneras nuevas y llamativas, por modalidades inesperadas y atractivas; su misión no es sólo expresar verdades humanas sino hacerlo humanamente»35. «Ningún prosista -continúa-, ni el más lúcido, comprende completamente lo que quiere decir; demasiado o demasiado poco, y cada frase es una es una apuesta, un riesgo que asume...»36. Sus consideraciones sobre Oscuridad en la novela en la obra a la que corresponden las últimas notas son, dentro de su brevedad, una síntesis difícilmente superable de lo que la narrativa contemporánea es y exige. En ellas se subraya, por supuesto, su adhesión a las formas superrealistas, un superrealismo que, como el de Neruda, no acepta la incomunicación total v no ha condicionado a Sábato para impedirle que acuda también a niveles lingüísticos «realistas» que puedan tener resonancias de un vago romanticismo o acercarse a la expresión sainetesca, sin que el autor rechace, además, como justamente se ha señalado, «los períodos de mediana extensión, abundantes en conjunciones y partículas nexuales que manifiestan una tendencia racionalizante, bastante lejana de los recursos de la lengua coloquial»37, y es preciso decir que este último tipo de construcciones es la mejor prueba de la orgullosa independencia con que Sábato usa el lenguaje, asumiendo el doble riesgo de ser a veces insolentemente «no hermético» y de ser, si se quiere, «afectado» para que su escritura sea consecuente, como lo asumió en ciertos aspectos de su obra dramática el mejicano Xavier Villarrutia, primer nombre que nos viene a la mente para asociarlo al de Sábato en este valiente empeño. El tema de la escritura «afectadamente» antiilusionista es de primera importancia, aunque ahora no quepa hacer sino apuntarlo.

Con José María Arguedas y Augusto Roa Bastos se plantea y resuelve hasta donde es posible hacerlo, el gran problema del indigenismo lingüístico, que tradicionalmente había sido despachado a golpe de glosario. Ambos han incorporado las vivencias sostenidas por las lenguas quechua y guaraní, respectivamente, sin necesidad de crear un texto híbrido (cierto que Roa Bastos tardará más tiempo en conseguirlo). El gran orgullo de Arguedas es no haber tenido que aculturarse para asumir en el lenguaje de su obra el caudal de las dos naciones de su origen, la quechua y la española. «Yo soy un peruano -afirmó- que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso, más o menos general, que lo he conseguido»38. Roa Bastos, que no supo evitar del todo el pastiche en la primera parte de su obra, se halla próximo a Arguedas en Hijo de hombre (1960), pero su verdadera aportación a la «novela de lenguaje» es Yo el Supremo (1974). En efecto, en las páginas de la novela que en la contracubierta de la edición que en seguida citaremos se define como muestra de «la pasmosa capacidad expresiva de nuestra lengua», Roa juega con los textos interferidos, anotaciones al margen -la «letra desconocido»- del largo discurso monologante que es la base de la novela, notas a pie de página, cuaderno privado del dictador, texto recogido por el compilador. Los textos se yerguen unos contra o en apoyo de otros, la escritura se encrespa o se retuerce sobre sí misma en golpes de ironía, remedos, silencios (los pasajes quemados o ilegibles -gran tema el de la poética del silencio-), cambios de nivel expresivo. El acontecer histórico del Paraguay, referenciado por un personaje que se mueve y es visto desde todos los planos imaginables, es revelado por este andamiaje de palabras, que al mismo tiempo compone un corpus autónomo, de tal modo que «el Francia literario es consciente de su condición de personaje de ficción que sólo tiene vida propia en esta ficción»39, el mismo que no en vano afirma que «escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real»40.

Con relación a Juan Rufo, bien sabido es que para llegar a El llano en llamas (1953) hubo de pasar por un largo aprendizaje, durante el cual sometió a dura disciplina su palabra, para finalmente desechar cuanto había escrito con anterioridad a ese conjunto de relatos, y después de Pedro Páramo (1955) la misma invencible exigencia le ha impedido publicar, a pesar de tenerlas al parecer concluidas, las novelas La cordillera, Los días sin flores y En esta tierra no se muere nadie. La actitud de Rulfo ante el lenguaje ha consistido en huir tanto de la grandilocuencia como del cómodo procedimiento de reproducir fielmente el habla rural jalisciense. Como dice Rodríguez Alcalá, «trabaja con esa materia bruta como un ceramista con su arcilla, y la transforma a la alta temperatura de su arte, de modo tal que sin desvirtuarla, sin privarla de su autenticidad viviente, hace que esa habla espontánea, inculta, adquiera extraordinaria plasticidad y expresividad»41. Pensamos en cierto modo otra vez en lo dicho acerca de Sábato y Villarrutia. «Rulfo -dice Brushwood- captura y utiliza la esencia del habla rural, de manera que aceptamos como auténtico su lenguaje, pero permitimos que nos desplace de un plano folklórico hasta un plano mítico en el que no observamos costumbres sino símbolos de costumbres»42,

En el grupo de los nacidos en los años 20 aparece en primer lugar José Donoso como figura de relieve. Los planteamientos de lenguaje tienen especial importancia en su novela El obsceno pájaro de la noche (1970). En ella juega un papel importante la intertextualidad, el aporte de coloquialismos frente al habla «correcta» con que se describe un sector del mundo presuntamente «organizado», el lenguaje periodístico. Discursos que, como señala Nelly Martínez, «se cancelan mutuamente, revelando que la escritura es una máscara que enmascara el hecho de serlo», de tal modo que «al final de la novela, cuando la conciencia narradora se hunde en la oquedad, sólo quedan "astillas, cartones, medias, trapos, diarios, papel, mugre", vale decir, sólo restan palabras, objetos inservibles, vaciados de significación»43.

Ya nos hemos referido con anterioridad a la opinión de Carlos Fuentes sobre el valor revolucionario del lenguaje. De él dijo sin ambages José María Arguedas: «Carlos Fuentes es mucho artificio, como sus ademanes»44. En efecto, estamos ante uno de los novelistas con un «montaje» más flagrante. Su preocupación técnica en obras como La región más transparente (1958) o La muerte de Artemio Cruz (1962) diríase que es demasiado explícita, preocupación que incluye, como sabemos, la puesta en circulación de un lenguaje revulsivo. «La nueva novela hispanoamericana se presenta como una nueva fundación del lenguaje», afirma45. Cuando en Cambio de piel (1967) introduce léxico francés, inglés, alemán, gitano y hebreo, lo hace sin duda como un empeño más de liberarse de lo convencional, de lo heredado y como búsqueda de un lenguaje total. Fuentes insiste mucho en argumentos que en principio nos parece que sólo podrían tener validez en el caso de escritores naturalmente poseedores simultáneamente de una lengua indígena y de la castellana -como sucede con Roa Bastos y Arguedas-, pero que sin embargo no dejan de ser esgrimidos sorprendentemente por quienes tienen en Hispanoamérica al castellano como única lengua materna. Según tales argumentos sucede que el idioma de los hispanoamericanos les ha sido impuesto como producto de una conquista y una colonización y revela «un orden jerárquico y opresor»46. No olvidemos que hasta Gabriela Mistral habló del «coloniaje verbal»47 al que están sometidos los americanos. He aquí un nuevo argumento para la subversión de la expresión hispanoamericana actual. Este enfoque, al que no es ajeno el propio Octavio Paz, tiene variantes y derivaciones. Así Rosario Castellanos llega a afirmar: «En la práctica, el idioma ha representado, no sólo en mi obra, sino en mi vida, un obstáculo. He tenido, primero, la sensación y luego la conciencia cada vez más clara de que nos es ajeno. El castellano es un idioma creado por un pueblo profundamente diferente al nuestro... Por lo pronto es apenas ahora que comenzamos a tomarlo como si fuera un vehículo de comunicación y no un mero objeto de ornato»48. Manuel Puig piensa en los hijos de los emigrantes en la Argentina y asegura que su carencia de una base cultural les llevó a tener que inventar su propio lenguaje basado en la subliteratura: letras de tangos, novelas rosas, boleros, etc. Y hablando de sí mismo manifiesta: «Sentía una gran resistencia ante la lengua castellana escrita, porque no la sentía legítima, auténticamente mía»49. Es claro que esta afirmación la hace para subrayar su preferencia por la lengua oral, pero la actitud no deja de ser significativa, y -como la de los arriba citados- contrasta con esa otra postura de suficiencia que hemos anotado como general entre los escritores hispanoamericanos desde la Independencia. Antonio Tovar ha reaccionado así ante este tipo de manifestaciones concretamente, refiriéndose a unas de Vargas Llosa, que ha hecho alguna incursión en esta lógica «primitivista»: «Los grandes novelistas hispanoamericanos no han nacido en países bárbaros, ni han tenido que inventar, tras lecturas dispersas y casi casuales, la literatura... La normal adhesión de un hombre, de un escritor, a su lengua, su cultura, la lealtad al mundo en que nació y que le da la materia prima para su obra les libraría de esta ceguera»50. Que esta sensación de extrañeza o desvalimiento ante el idioma -tan contrastante con el mesianismo antes señalado- no nos resulte fácil de comprender, no menoscaba, como tensión que es preciso vencer, sus fecundos resultados.

Pero justo es decir que tal extrañeza es más bien circunstancial y no constituye, ni mucho menos, una nota fundamental en la actitud ante la lengua por parte de los novelistas a quienes nos referimos. La firmeza con que Sábato, hijo de italianos, define su radical instalación en el castellano nos parece algo mucho más significativo. Incluso hay todo un gran tema a considerar dentro de este último aspecto: el peso del acervo clásico español en esta narrativa. No es sólo el caso de Góngora y Lezama Lima. Recordemos, por ejemplo, cómo Gabriel García Márquez emplea en no pocas ocasiones un lenguaje de fabulación que suena como el de los libros de caballerías, o cómo en El otoño del patriarca llega a introducir risueñamente entre imágenes de plasticidad barroca, textos o paráfrasis del primer Diario de Colón, chapaleando, como él gusta de decir en el viejo castellano: «Y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy fermosos cuerpos e muy buenas caras..., que mirar que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni blancos ni negros, y dellos de lo que haya...»51.

Con Guillermo Cabrera Infante el protagonismo de la lengua sigue avanzando. Se diría que Tres tristes tigres (1964) es la novela de un mundo y unos seres que antes de extinguirse buscan perpetuarse a través de la retórica de la literatura y también la popular. «La disimulación temporal es la ocupación principal de los personajes al borde de extinción. El lenguaje es la única manera que íes queda de disimular su desespero. Como las digresiones e interpolaciones de la novela griega, sus aventuras verbales dan la ilusión de ensanchar el tiempo, pero son sólo decorado»52. Este juicio de Alfred J. Mac Adam sintetiza perfectamente el valor funcional del lenguaje en la difundida novela del cubano, que sólo de un modo muy relativo puede compararse con el Ulysses, de Joyce, toda vez que, en efecto, más que un texto indagatorio, de exploración, es un texto defensivo, de lucha por la supervivencia, revelador -y hay que volver a la cita de Machado- de «las desesperantes posturas que tomamos».

Entramos en el grupo de los novelistas nacidos en la década de los 30, y es preciso sintetizar y poner fin a lo que puede convertirse en un abrumador (aunque insuficiente) catálogo. En esta promoción se incrementa, si cabe -y cabe, por supuesto-, la vehemente traída del lenguaje al primer piano, la identificación del vehículo con el mensaje.

El argentino Manuel Puig, ya citado, utiliza el lenguaje sensiblero y cursi en La traición de Rita Hayworth (1968) y en Boquitas pintadas (1970) como nota reveladora de una sociedad inmadura, enajenada, que, por otra parte, lucha patéticamente por escapar de la mezquindad. «En La traición de Rita Hayworth -dice Ricardo Piglia- los personajes existen por el acto de usar el lenguaje. Hablar, escribir, es la única acción que despliegan... Su única actividad es narrarse»53. Mario Vargas Llosa, sobre quien volveremos, apoya también en la estética del kitsch buena parte del entramado lingüístico de La tía Julia y el escribidor (1977). Asimismo su compatriota Alfredo Bryce Echenique maneja los pulcros adjetivos, los diminutivos y superlativos y las oportunas expresiones inglesas de la alta sociedad peruana que vive en santo temor de la «huachafería», como soportes corrosivos de un lenguaje que se autoaniquila y de una burguesía de la que es a la vez manifestación directa y metáfora. Ocurre esto en Un mundo para Julius (1971).

Néstor Sánchez, argentino, se pronuncia en el sentido de que «ya no se trata de discutir con la literatura, sino más bien de parodiarla... Hay que perder la grandilocuencia del que trabaja con ideas y transformarse más en un pobre tipo que se mueve en una cultura irrisoria?»54. Sánchez admite que el lenguaje de sus novelas transporta hechos previamente pulverizados, pero reconoce también un efecto de fascinación en ese lenguaje, que recibe un tratamiento jazzístico en Siberia blues (1967), y es en El amor, los Ornisis y la muerte (1969) representación de un mundo fracturado visto como una larga sonata. Nadie negará a Mario Vargas Llosa su trascendencia como creador en el plano lingüístico. Es conveniente resaltar esto tan obvio por lo que en seguida diremos. Efectivamente, el autor de La ciudad y los perros (1963) no ha hecho ninguna concesión al lenguaje desgastado. José Luis Martín, uno de sus comentaristas, refiriéndose a su prosa, señala dentro del nivel morfosintáctico la presencia de «construcciones no previsibles» como enálages, anacolutos, metátesis, metábasis, permutaciones, diaporasis y una especial velocidad sintáctica «tanto de tono como de atmósfera estilística»55. En el espléndido estudio de Vargas Llosa sobre su admirado Flaubert, titulado La orgía perpetua (1975), hay un capítulo presidido por esta rotunda afirmación: «La novela es forma», en el que leemos: «No hay temas buenos y malos..., todos pueden ser lo uno o lo otro porque ello depende exclusivamente de su tratamiento»56. Y añade: «La elección de un tema “realista” no exonera a un narrador de una responsabilidad formal, porque sea cual sea la materia sobre la que escribe, todo en su libro será tributario en última instancia de la forma»57. Pero Vargas Llosa ha insistido -y por lo que vemos puede hacerlo sin que se le pueda tachar de «tradicionalista»- en que en sus novelas desea contar una historia y hacerla creíble. «Al menos para mí -ha dicho- el realismo es una buena base. Pero hay en América Latina una rama de la novela que es muy experimental. Hay muchos escritores jóvenes que odian la voz realismo. Piensan que la literatura pertenece a la imaginación -una fantasía de palabras. Están seducidos por el lujo de las demandas estructuralistas y han tomado como ídolo al poeta francés Rimbaud. Pero yo no estoy de acuerdo. Creo que la técnica es un medio, no un fin, para la literatura»58. Vargas Llosa ha señalado también, en tono desaprobatorio, refiriéndose a obras de Cabrera Infante, Severo Sarduy y Carlos Fuentes, que «son ante todo experimentos lingüísticos, ficciones cuyos héroes no son los hombres sino, las palabras»59.

Con estas palabras percibimos algo que de todos modos es evidente para cualquier observador del fenómeno narrativo que nos ocupa. Se están perfilando dos posiciones: una, la de quienes tienden a dar un enorme y a veces excluyente protagonismo al lenguaje (desde los que experimentan con absoluta fruición el placer del lenguaje de que habla Harthes, hasta los que lo cuestionan sistemáticamente, todos ellos participantes en la idea de Todorov de que la literatura es un canto que trata de sí mismo); otra, la de quienes mantienen ante él una posición vigilante, tensa y aun crítica, pero no le conceden tan avasalladora función. O, dicho de otra forma, la de quienes han renunciado a que la novela transmita cualquier realidad extraliteraria, y la de quienes, conscientes, por descontado, de que la novela, como toda creación literaria, es una realidad per se, conocedores de que la palabra es mucho más que una escueta señal de código, de que es, si se quiere, un elemento mágico, se niegan a admitir que el mensaje de la novela esté sólo en su lenguaje, aunque sin él no sea posible.

No es, por lo que llevamos visto, el iniciador de la primera tendencia el cubano Severo Sarduy, pero ninguno dentro de ella se nos antoja tan caracterizado. En Sarduy se funden el sarcasmo destructor de Cortázar y un barroquismo más desasosegado que el de Lezama Lima. Sarduy ha hecho como nadie verdad la novela sin función epopéyica, «sin diversión grosera»60, como preconizaban ya los Goncourt.

Sarduy ha renunciado a contar algo medianamente coherente. Sus novelas, en especial Cobra (1972) y Maitreya (1978), son sólo -pero nada menos- una ceremonia de lenguaje con total carencia de predicados de base. Sarduy se adhiere al barroco porque encuentra en él la forma de atacar la economía burguesa que está fundamentada en la administración «racional» -para él «tacaña»- de los bienes. «En el barroco -dice- el lenguaje, contrariamente a su uso doméstico, no se encuentra en función de información, sino en función de placer»61. De ahí la asociación que establece entre barroco y erotismo y su afirmación de que el cuerpo humano es una «máquina barroca revolucionaria»62, en cuanto produce deseo inútil, en oposición a la sexualidad, que es lo «natural». Esto le lleva a frecuentes desplantes de «enfant terrible»: «¡Dios mío!, pero cuándo me interesé yo ni en la Crítica, con C mayúscula, ni en el Castellano»63

Para Sarduy, el boom, en el que no se siente de ningún modo incluido, se ha centrado en la aplicación de una serie de técnicas que han adquirido acartonamiento, una vez perdido su renovador impulso inicial. La única actitud posible después de esto es el enfrentamiento radical con el lenguaje. Convencido de su superioridad, remite a las novelas del boom, que «son mucho más claras», a quienes se sientan incómodos ante las de él.

Cuando Sarduy se solidariza con Néstor Sánchez, Manuel Puig, Héctor Bianchiotti, también argentino, con los mejicanos Salvador Elizondo y Jorge Aguilar, el cubano Reinaldo Arenas y el venezolano José Balsa, está demarcando el terreno del post-boom en el que se sitúan los «pulverizadores» (pero también, a su manera, reverenciadores) del lenguaje químicamente puros.

Todos éstos y bastantes más, como José Emilio Pacheco, José Agustín, el mencionado Gustavo Sainz, etc., que se han movido en la imprecisa frontera entre «Onda» -pasión por el argot, neoestridentismo- y «Escritura» -crítica de la creación misma, cuestionamiento sistemático de técnicas y formas, autofagia-, modalidades que han estado en circulación en los últimos años en el ambiente literario de Méjico, sin olvidar a otros como Vicente Leñero y Fernando del Paso, también mejicanos, por no prolongar nuestra relación de autores, forman un tremendo bloque de gentes más o menos próximas a las teorías de Sarduy. No hay motivo para que exista un enfrentamiento serio entre ellos y los autores del boom propiamente dicho. Son demasiadas las cosas que les unen. Entre ellas la fascinación por lo que llamaríamos con Valencia Goelkel «la magia nominalista», determinante del sino de América64.

Llegado el momento de concluir, no nos parece oportuno hacerlo con un gesto de complacencia -lo que resultaría fácil y justo-, sino con algunas meditaciones e interrogantes no resueltos. Alguien tan poco sospechoso como Cortázar dio nada menos que en Rayuela este serio palmetazo a quienes merezcan recibirlo, entre los que seguramente no se cuenta ninguno de los novelistas aquí citados, pero si algunos de sus innumerables seguidores (epígonos de epígonos): «Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona... no basta con querer librarlo de sus tabúes, Hay que re-vivirlo, no re-animarlo... No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera casi todo lo que constituye nuestra realidad. Del ser al verbo, no del verbo al ser»65. Antes Octavio Paz había recordado que «todo lenguaje, sin excluir el de la libertad, termina por convertirse en una cárcel; y hay un punto en que la velocidad se confunde con la inmovilidad»66. Y muchísimo antes Mallarmé, con quien volvemos a encontrarnos en este final, cosa no rara porque su voz resuena en todas las esquinas de la literatura contemporánea, había escrito esas tremendas palabras que son un grave toque de atención y que hemos hecho insensiblemente nuestras al adentramos en novelas como Palimuro de México, de Fernando del Paso, y La Habana para un infante difunto, de Cabrera Infante: «La chair est triste, hélas, / et j’ai lu tous les livres»67.

(¿Hay algún límite previsible para ese sector de la narrativa que puede ser definido como «formas en busca de significación?»68. ¿Es posible, como señala Pérez Minik, «que se necesite un nuevo lector que ya no somos nosotros?»69, o, como plantea Torrente Ballester, «el relato como forma vacía que intentamos se baste a sí misma», se llenara de sustancia de modo que, «como tal forma, sirva en una civilización futura que no sabemos ni podemos prever cómo será?»70.)

Y es el que el academicismo y el manierismo, en el mal sentido de la palabra, no tienen una sola dirección, y ni el «trovar clus» ni el repetir indefinidamente fórmulas que en un momento han tenido significación y efectividad son garantías de nada. Remitimos a la Ideas de Quique sobre la nueva novela, capítulo de Abaddón el exterminador, de Ernesto Sábato71.

No se entienda de ningún modo que tratamos de ensombrecer sinuosamente la apreciación de un panorama literario tan saludable como el que ofrece desde hace décadas la narrativa hispanoamericana, simplemente estimamos que su trayectoria experimentalista, tan brillante hasta ahora y a la que debe no poco la revitalización de la novela española, es algo tan importante y nos merece tanto respeto que nos exige, para terminar nuestro prolijo pero muy incompleto análisis, una palabra de cautela.





 
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