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El lenguaje y su potencia de fuego

Conferencia de clausura del 56avo Congreso de Americanistas, en el Paraninfo del Edificio Histórico de la Universidad de Salamanca (20 de julio, 2018)

Luisa Valenzuela





Me ha tocado el privilegio, el supremo honor y también la enorme responsabilidad de cerrar el 56avo Congreso de Americanistas.

Agradezco por ello al señor rector don Ricardo Rivero, máxima autoridad de la noble institución que este año cumple ocho siglos de vibrante vida; al catedrático Manuel Alcántara, presidente del Comité Organizador Local, a Mercedes García Montero directora del Instituto de Iberoamérica.

Y agradezco a la doctora Francisca Noguerol, mi hada madrina en este «templo del intelecto», como de manera tan apropiada lo definió quien supo ser en su tiempo su «sumo sacerdote».

Y a todos ustedes aquí presentes...

La riqueza cultural de las Américas, con sus logros y sus escollos, ha sido desplegada en abanico esta última semana.

Bien se dice que la tan antigua y venerable Salamanca non presta, pero una vez comprobamos que sabe con toda generosidad tomar prestado, convirtiéndose a manos llenas en propagadora e incitadora del conocimiento.

En unos veinte simposios, con multitud de mentes brillantes sucediéndose en cadena, fueron encarados los múltiples temas de las humanidades, gracias a lo cual pudimos observar el continente americano en pleno, de norte a sur, desde muy variados ángulos y pudimos vernos reflejados en los más diversos espejos.

Ha sido una vasta ventana abierta a la reflexión sobre la identidad y la memoria. Americanos y americanas hemos podido recuperar en buena medida todo aquello que parecería irse perdiendo en esta era globalizada, tiempos de instagram y tweets y memes que transfiguran y trastocan eso que antes llamábamos con cierto convencimiento la realidad.

Jornadas tan enriquecedoras merecerían un verdadero broche de oro como cierre, pero temo que sea ésta una ambición extemporánea, aunque se trate de una metáfora.

Porque justamente los dramas mayores de nuestras tierras latinoamericanas giran en torno al hoy llamado vil metal, el que supo ser -allí mismo- el más noble de todos los metales, verdadero fulgor de los dioses en la tierra antes de que la codicia de los poderes dominantes le tergiversara el destino.

Es éste un tema que obviaré mientras lamento la pérdida, para el caso, de otro oro -intangible- que siempre tuve y tengo en altísima estima: el sentido del humor.

Y la risa, ese incuestionable signo de humanidad en el cual, aquí en Salamanca, a principios del 1500, Francisco de Vitoria les reconoció a los malnominados indios al estipular sus derechos.

Es que estamos viviendo una época poco proclive a los entusiasmos.

Las presentes serán, pues, reflexiones al voleo desencadenadas por el desencanto, no ante la fértil sementera de estos días y en estas comarcas que exudan esperanza, sino ante el tsunami que nos oprime.

Hoy más que nunca se cumple la máxima de McLuhan:

el medio es el mensaje.

«La gente ya no cree en los hechos», ha afirmado el prolífero y longevo Noam Chomsky. Y en Confabulaciones, cuaderno de John Berger publicado en 2016, encuentro un triste augurio. A saber:

«Estamos condicionados a vivir un presente tan interminable como incierto, reducidos a ser ciudadanos en estado de desmemoria».



Por fortuna aquí y ahora se ha logrado reivindicar una vez más el indiscutible papel de la memoria junto al papel del y de la intelectual. El mismo que en algún momento no muy lejano, cultores de las diversas disciplinas artísticas sentían como un peso y una limitación a su poder creativo.

Nada hay más importante en estos momentos que reivindicar la inteligencia y la creatividad en acción para enfrentar al monstruo global que nos acosa y asuela.

Porque de manera inexorable ha ido llegando, a nuestras con recurrencia vulneradas costas latinoamericanas, aquello que nació en los Estados Unidos después del nefasto 11 de septiembre 2001:

la llamada GUERRA DE CUARTA GENERACIÓN.

En los últimos años nos ha tocado a americanos y americanas enfrentarnos a todo tipo de agresiones que acabaron por sofocar gobiernos independientes, siendo Brasil el mayor y más doloroso ejemplo.

Desde las altas cumbres del poder internacional se ha ido implementando, a ese efecto, una guerra sin fusiles. Guerra a la cual también se opondrán sin duda los fabricantes de armas, claro que por motivos absolutamente opuestos a los nuestros.

Hablo de la amenaza de lo que se ha dado en llamar «terrorismo mediatizado», cuyas armas son de palabra, en su aspecto más negativo y demoledor.

La «guerra de cuarta generación», y lo digo entre nefastas comillas que mantengo abiertas porque estoy citando: «emplea como estrategia un sistema sutil e indirecto de manipulación, por medio de la propaganda y de las acciones psicológicas, que intentan direccionar conductas en busca de objetivos de control social, político o militar, sin recurrir al uso de las armas. Las balas militares son sustituidas por consignas mediáticas que no le destruyen el cuerpo, sino que anulan su capacidad cerebral de decidir por usted mismo».

Lo vivimos a diario.

Y diario es la palabra porque los medios oficialistas, hegemónicos en la Argentina y temo que varios otros países de la región, nos bombardean día y noche con noticias consoladoras, cargadas de promesas, o de difamación a los opositores. «La pesada herencia» es el leit motiv esgrimido por el actual gobierno argentino para justificar sus despiadados ajustes.

Hasta hace unos años, América del Sur parecía estar levantando cabeza. Y aún antes, en tiempos del llamado Boom, si bien muchas escritoras y escritores de gran valor de la época fueron dejados de lado, sentíamos que nos estábamos armando en tanto unidad latinoamericana, e íbamos diseñando nuestras muy diversas si bien mancomunadas identidades.

Carlos Fuentes, quien solía referirse a una América Indoafrolatinoamericana, en su seminal libro La gran novela latinoamericana, nos conmina a seguir buscando soluciones intelectuales a nuestros problemas.

Porque, y cito:

«En Latinoamérica poseemos una continuidad cultural que es nuestra mayor riqueza de cara a la fragmentación y desorganización económica y política».



Hoy más que nunca conviene tener en cuenta esta última frase, cuando desde los altos poderes mundiales se está oficiando la oscura misa de la sofocación, asistidos en ciertos países como el mío, por la despiadada ideología neoliberal y el capitalismo salvaje.

Parecería tratarse de la destrucción sistemática de la esperanza de Nuestra América, para usar el feliz término de Martí. País tras país nos están desguazando con saña, como a un barco al que desarman pieza a pieza para impedirle navegar con propulsión o vientos propios.

Las jornadas que hoy culminan me han devuelto la esperanza. Podemos entre todos, todas, hacerle frente al huracán global, devastador, sin por eso ofrecer soluciones utópicas o respuesta que sólo estimularían nuestra peligrosa necesidad de gratificación inmediata, la misma que tan bien saben explotar los poderes de turno.

Porque en tanto bípedos implumes, animales diz que racionales, comprendemos que nuestra vida sobrenada en un mar de interrogantes.

Desde las grandes dudas filosóficas, ¿quiénes somos? ¿Dónde vamos? ¿De dónde venimos?, hasta las más mínimas dudas cotidianas. Y no por eso nos ahogamos, todo lo contrario. Conocemos la fragilidad de cualquier respuesta excluyente, sobre todo las avaladas por las religiones o la historia.

Y alentamos la duda, esa «jactancia de los intelectuales» al decir de cierto militar argentino llamado Aldo Rico, activo en la guerra de las Malvinas y futuro golpista, quien a su vez se jactó al agregar «los militares no dudamos, actuamos» días antes de presentar su rendición incondicional.

Por fortuna la variedad de trabajos que se escucharon en estos días planteó múltiples y hasta contradictorias respuestas a seminales interrogantes. Y fueron chispas para mantener encendido el fuego sagrado del cuestionamiento, al rozar sin profanar el tema de la verdad. Para alegría de Oscar Wilde quien afirmó que la única verdad en la que creía es aquella que contiene todas las otras verdades posibles.

Porque la verdad es un elusivo espejismo del cual sólo los poderosos, aquellos que aspiran a convertirse en amos de la tierra, pretenden ser sus dueños.

En cuyo caso la verdad adquiere otros nombres, por demás actuales: posverdad, falsas noticias.

Nunca mentira, no, porque sería reconocer una verdad que los elude -la otra cara de la moneda- y eso les resulta intolerable a quienes ejercen y se engolosinan con el poder.

Porque «la verdad» es de ellos. Creen que les pertenece por derecho propio.

Ha aparecido un término, «Factition», cuyo empleo debería de estar prohibido a los políticos, quienes lo ponen en práctica en beneficio propio.

Debería quedar sólo en manos de la gente de letras, que siempre hemos sabido separar los hechos, en nuestras vidas, de la ficción, y reconocemos los textos como lo que son, un hibrido que suele abrir nuevas vías de comprensión.

Celebremos pues el surgimiento de lo que hoy se llama periodismo narrativo, historias personales muchas veces dolorosas, ficcionalizadas, que nos dan un respiro ante la doble moralidad oficial que pretende hacernos creer -al mejor estilo Panglós- que todo está bien en el mejor de los mundos.

En el mejor para ellos, quizá, pero lo que es en el del ciudadano común.

Si bien los tiempos han cambiado y en la Argentina gozamos -suponiendo que esta sea la palabra- de una democracia, la misma se vuelve cada día más autoritaria y los periodistas a penas disidentes sufren despidos masivos.

Al menos no la muerte, como ha sido el caso en México y en otros países de América Central.

Podemos, por lo tanto, en tierras latinoamericanas, considerar en ciertos casos al periodismo como un oficio de riesgo.

No por eso renunciaremos al lenguaje de resistencia. Está en nuestras manos (o bocas, según sea lo nuestro escrito u oral) usarlo como arma de defensa, y se impone mantenernos siempre alertas al uso espurio de los términos consagrados.

Pensemos en la novedosa noción de «pos-legalidad» que, ante la globalización asimétrica que sufrimos al sur del Río Bravo (o Río Grande, según desde dónde se lo mire...), ha ido configurando un uso apaciguador del lenguaje, llamando por ejemplo «técnicas acrecentadas de interrogación» a la tortura, y «acción militar cinética» a las guerras punitivas.

Tomo un ejemplo de otra época por fortuna superada en mi país, pero cuyos reflejos vuelven hoy a empañarnos la vista.

En su seminal libro Un léxico del terror, la crítica y traductora norteamericana Marguerite Feitlowitz estudió las «deformaciones del lenguaje» en la Argentina de los años de plomo (1976-1983), la misma que le dio un valor aciago al sustantivo «desaparecidos».

Feitlowitz confiesa que al leer los informes de los juicios a los torturadores que aparecieron en el libro Nunca Más, se obsesionó con «las nefarias maneras en las cuales puede utilizarse el lenguaje» que contribuyeron a «la calidad de vida siniestra, incluso surrealista, del Buenos Aires de aquella época».

Aquella dictadura que hoy, desde la resistencia, reconocemos por fin como cívico-militar.

Así avanzamos paso a paso, reaccionando ante las asiduas manipulaciones del lenguaje

Posverdad, falsas noticias ...

No hay nada nuevo bajo el sol, por supuesto. Ya en tiempos de la llamada «conquista» las noticias llegadas del Nuevo Mundo eran contradictorias por decir lo menos.

Por un lado, estaban las cartas enviadas a la corona de España por los codiciosos conquistadores que aspiraban a apoderarse de las riquezas y contaban todo tipo de abominaciones Recordar para el caso esa joya literaria que es la breve novela El arpa y la sombra de Alejo Carpentier.

Por el otro lado, las crónicas de los doctos dominicos como Fray Bartolomé de las Casas bregaban en defensa de los nativos.

Nada más esclarecedor al respecto que la famosa Relección sobre los indios, redactada aquí mismo en Salamanca por el sabio dominico Francisco de Vitoria.

Por lo tanto, si bien el termino pos verdad es de muy reciente cuño, la doble vara debe de haber nacido junto con el ser humano (¿es bueno una malo haber mordido la manzana?).

Lo absolutamente novedoso hoy es la diseminación y las posibilidades, inimaginables pocos años atrás, de la proliferación de ese veneno por obra y gracia de las redes sociales.

Y de los llamados trolls que las infestan, alimentados a su vez por las arduas investigaciones de novedosas compañías de espionaje mediático.

Cambridge Analytica, sin ir más lejos.

Cambridge Analytica logró armar un algoritmo el cual, bajo la sigla Ocean, cubre las muy diversas personalidades de millones de usuarios de tal manera que, gracias a otros algoritmos, resulta posible redactar las falsas noticias en el estilo más convincente para cada uno.

Ocean, una simple sigla que cataloga a los de mente abierta (Openminded), los Concienzudos, los Extrovertidos, los Amistosos, los Neuróticos.

Y todas las posibles combinaciones.

Para lo cual fueron creados otros algoritmos que combinan en cada caso los múltiples datos de toda índole generosamente brindados por los intercambios personales en las mismas redes.

Ante este ataque, por lógica muy rápido se organizó el contra-ataque, hecho para chequear la veracidad o no de cada noticia en que circula en las redes. El control lo ejerce, según tengo entendido, una agencia privada que se basa en desconocidos algoritmos, por lo cual nos encontramos ahora peligrosamente a un mínimo paso de la censura.

Temas de esta índole apelan a mi alma de escritora, y a la periodista que supe ser por largos años, pero no soy ni remotamente experta, y sólo logro detectar en todo esto un fantasma mandado a hacer para colarse, subrepticio, en nuestras vidas y obnubilarnos el intelecto: los algoritmos.

Fantasmas manipulados por ominosos poderes en la sombra.

Materia ideal para la ciencia ficción.

Por eso sueño -pero no es mi terreno, a otra le tocará escribirla- con una novela titulada «La guerra de los algoritmos», inspirada quizá en aquella clásica y memorable novela del checo Karel Capec, «La guerra de las salamandras», donde inofensivos y manejables seres puestos a trabajar gratuitamente en beneficio del humano crecen en inteligencia y ambición hasta acabar con nosotros.

Pero no avancemos con una futurología apocalíptica.

Sabemos encontrar salvavidas de esperanza a los cuales recurrir cuando el oleaje nos supera.

Hoy propongo uno:

La flamante Declaración de la Independencia Cultural de Nuestra América, forjada por el escritor y antropólogo Adolfo Colombres y firmada por valiosos intelectuales de todo el subcontinente el 13 de diciembre de 2016, en Tucumán. La misma provincia argentina donde dos siglos antes se firmó nuestra Acta de Independencia.

En el Preámbulo de la nueva Declaración leemos:

«Nuestra América, a pesar de las valiosas experiencias políticas, jurídicas, filosóficas y culturales que aportó en el pasado y continúa aportando hoy a la humanidad, sigue siendo una región que aún no se ha definido a sí misma en términos de una civilización, a fines de diferenciarse de las otras que habitan el mundo, como si prefiriera ser un Occidente de segunda, sin enarbolar sus más caros principios ni asumir a conciencia su acción y presencia civilizadora en el mundo».



Y más adelante:

«La concentración de la tierra en escasas manos significa la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas e indígenas, la que además de degradar su sistema ecológico destruye tanto su sociedad como su matriz cultural».



Entiendo que estos temas cruciales han sido abordados durante las diversas sesiones del congreso que hoy culmina. Sólo me permito confesar un orgullo personal. El hecho que se haya constituido, en el Centro Pen Argentina que por el momento presido, un Comité de Lenguas Indígenas que lleva el nombre de Carlos Martínez Sarasola, valioso antropólogo recientemente fallecido quien le dio el puntapié inicial.

Nuestro reciente Manifiesto proclama, entre diversos puntos, que PEN Argentina «cree que desproteger los lenguas indígenas (así como cualquier lengua) es hacer desaparecer sabidurías milenarias. Una manera más de amenazar la supervivencia del planeta».

Las literaturas marginales enriquecen el acervo cultural de antigua raigambre del continente americano en su totalidad.

Los argentinos tenemos una enfermiza tendencia a considerarnos «europeos», desoyendo nuestras raíces indígenas que cada día están más vapuleadas, si bien por fortuna están reaccionando...

En todo el continente americano importa tener conciencia del medio ambiente amenazado por la codicia global. Y tener en cuenta la cosmovisión compartida de los pueblos originarios que veneran la tierra porque entienden el misterio de un universo unificado.

Otro de los proyectos de nuestro Centro PEN para mantener vivas la memoria y la palabra es la futura puesta en la red de redes de un sucinto pero muy nutrido diccionario de todos los libros argentinos publicados entre 1810 y 1950.

Somos -y temo que no los únicos- un pueblo de muy corta memoria, al menos en cuanto a nuestra gente de letras se refiere. Por lo tanto aspiramos a incorporar al diccionario los nombres de poetas, prosistas y ensayistas, tanto de la capital cuanto del interior, sin calificación alguna. Por lo pronto sólo nombre de autor/a y obra, para tener clara conciencia de nuestro acervo y de la nutrida tradición literaria que nos respalda.

Creo que es un frente más para luchar contra ese «monstruo grande (que) pisa fuerte/ toda la pobre inocencia de la gente» tal la guerra a decir de León Gieco, aunque se trate de una de «cuarta generación». Mejor dicho, una guerra de cuarta que intenta embrutecernos las ideas.

Desde mi humilde rincón del cuadrilátero me calzo los guantes para defender la ficción, esa verdad hecha de reflejos siempre cambiantes que nos permite interpretar la llamada realidad a la manera de cada cual y nos suele llevar a una comprensión personal y variopinta, siempre enriquecedora.

No hablaré acá de la biblioterapia, aplicación moderna de una sabiduría ancestral: Cuénteme su problema, requerirá el biblioterapeuta, y le recomendaré las novelas que le ayudarán a resolverlo.

Ni vale la pena describir el proceso, quien más quien menos, y sin necesidad de ayuda externa, hemos vivido la experiencia de toparnos con ese libro que nos cura, o que sabe de nosotras más que nosotras mismas.

La gran literatura hace milagros, mucho más allá y de manera más eficaz y profunda que cualquier manual de autoayuda.

A veces no se trata de leer, sino de escribir.

Escribir, no como catarsis sino como una apertura de compuertas para acceder a ese no-saber que nos habita.

No es una tarea inofensiva.

Conjeturo que quizá Juan Rulfo, tras su sublime pero tan escueta obra, dejó de escribir porque se asomó demasiado cerca al abismo de la muerte, ese más allá del lenguaje que la gente de la escritura trata de alcanzar sin lograrlo, por imposible. La frontera de lo inefable que Cortázar siempre buscó. Pensemos en ese memorable y breve cuento suyo que alude a su fallecido amigo Paco: «Aquí pero dónde, cómo».

Por su parte, Juan Carlos Onetti supo decir que todas las personas venimos al mundo con una partícula de la verdad, y nos pasamos la vida tratando de encontrarla. O de cazarla viva.

Muchas lo hacemos escribiendo. Sin proponernos busca alguna, hurgando eso sí en el secreto en pos de aquello que eternamente nos elude. Y por eso reincidimos, y cuando me preguntan si aún me queda mucho por contar yo respondo que no me mueve a escribir novelas o cuentos la necesidad de contar historias, ni un afán de catarsis o de expiación.

Es a penas un camino de exploración para derivar sentido de lo incomprensible que es el hecho de estar viva.

O una necesidad de desarrollar conjeturales y múltiples respuestas a preguntas que solo reconozco con al avanzar la redacción del texto.

O bien un loco intento de zarpar en busca de lo que sabemos perdido de antemano, lo que no puede ser dicho.

Es así el fervor que al escribir nos aguza las antenas, imanta nuestro entorno y pone a nuestro alcance la información o el dato o la sorpresa que nos irá conduciendo a una verdadera exploración del sentido.

Imposible, sin embargo, como buen expresó Juan Goytisolo, pretextar inocencia frente al lenguaje.

O al entorno. La antigua «torre de marfil» donde decían refugiarse los literatos de antes ha sido obliterada para siempre. En lo personal me interesa el afuera, la busca, la exploración, la indagación por mundos ajenos que llegan a serme profundamente propios.

Escribir ficción abre ignoradas puertas.

Lo descubrí en mis comienzos, a los diecisiete años, al redactar un primer cuento casi como un desafío: ¡Miren qué fácil es la cosa!

(Agradezco aquella inconsciencia adolescente. Con tanta lectura a cuestas, con tanta gente de letras que frecuentaba allá lejos y hace tiempo la entonces famosa casa de Lisa, la escritora Luisa Mercedes Levinson mi señora madre, unos pocos años más y ya se me habría despertado la despiadada autocensura).

En aquél entonces yo quería ser cualquier cosa menos escritora: físico-matemática quizá, o piloto de aviación, y sobre todo exploradora; aventurera, en suma.

Y al sentarme a pergeñar mi primera historia, sólo para probarme, se me presentaron dos recuerdos incompatibles: cierta frase que me contaron solía repetir mi abuelo, «Esta sopa puede revivir a los muertos», y la visión narrada por mi madre de una ciudad inexistente que había entrevisto en un cruce de la cordillera.

La sopa fue descartada, y el Ande se pobló de muertos revivibles en mi cuento que primero titule «Eses canto» y luego «Ciudad ajena».

Al escribirlo entendí que la incursión en el lenguaje puede ser tan feliz, gratificante y también peligrosa, como cualquier espeleología por abismos geológicos.

Y comprendí que allí mismo, encapsulada, estaba aquello que yo ansiaba alcanzar: la aventura.

Una aventura del conocimiento, tenebrosa de a ratos y exultante en otros, una forma intrínseca de exploración por los oscuros pasadizos de la mente.

Y descubrí que aquello que me estimula, me impulsa hacia delante, es la escritura. Cuando se da. Cuando se produce el milagro y se abren las compuertas secretas.

¿De dónde vienen las historias? Me he estado preguntando en los últimos años.

Pesco acá y allá respuestas múltiples y ninguna es enteramente satisfactoria. Del lenguaje preverbal, dice Siri Hustvedt y su propuesta no me satisface, me parece limitante.

¿De dónde emerge esa experiencia casi mágica de sentarse y largarse a anotar lo desconocido como respondiendo a un dictado? ¿Un dictado de quién? ¿Y desde dónde?

Dudo de que mi inconsciente sea tan rico. O mi imaginación, si vamos al caso.

De golpe están allí, las historias y sus personajes, y van aflorando por cuenta propia cuando nos desligamos de los mapas y sólo escuchamos el rumor secreto del lenguaje que fluye por nuestro cuerpo mucho más allá de las palabras. Un solo mapa me acompaña para el caso -no soy la única, muchos creadores y sobre todo creadoras podrán decir lo mismo- es el mapa al que responden los navegantes que, bajo la pluma de Lewis Carroll, salen a la cazar el Snark. En dicho largo poema novelado, el protagonista, el Hombre de la Campana, «había comprado un gran mapa que representaba el mar, sin los menores vestigios o mención de tierra alguna; y los tripulantes complacidos encontraron que era un mapa que por fin todos podían entender» razón por la cual los bizarros tripulantes exclaman extáticos:

«Debemos agradecer a nuestro valiente capitán el haber comprado el mejor mapa: ¡uno perfectamente en blanco!».



El mapa en blanco está pensado para alentar la creación, no para borrarla de un plumazo.

Acoge todas las ideas, propone todos los lenguajes.

Se abre, por ende, a la aventura que puede tener un final inesperado, porque el Snark puede muy bien ser un Bojum, y entonces tanto el mítico peje, así como su cazador, ¡zas!, se disuelven en el aire.

Como tantas veces se nos disuelve esa conexión mágica que nos lleva a avanzar en la escritura si sabemos respetarla, sin forzarla y sin intentar agregarle prótesis lógicas que no hacen al corazón secreto de la trama.

Complejo avatar que nos devuelve a la noción de aventura.

Y me entero, gracias a Georgio Agambem, que aventura no significa sólo vivir la experiencia innovadora, significa vivirla y narrarla. Simultáneamente quizá. La aventura es en sí su propia narrativa.

Se pone la aventura en palabras para intentar comprenderla, o quizá para compartirla.

También para integrarnos al caldo común de la humanidad en pleno.

El poeta es el trovador, dice Agambem en su breve libro titulado, precisamente, La Aventura.

Y trovar es trouver, encontrar.

Encontrar la palabra.

Y entonces la aventura reside en el narrar lo acontecido más que en lo acontecido en sí. Sólo que, si de narrar se trata, no necesariamente hay acontecimiento previo.

O quizá sí lo haya en ese no-lugar donde nacen las historias y donde yacen a la espera de ser narradas.

En forma oral o por escrito.

Días atrás, al hurgar en mis textos descartados en busca de otra cosa, me topé con un material que no recordaba en absoluto, y que fue escrito cuando, en el 2007 u 8 andaba yo lidiando con la trama de una novela de conjeturas que se me escurría entre los dedos:

El Mañana.

Una futura novela que, haciendo honor a su nombre, me imponía «remisiones eternas» para citar a Cortázar.

La premisa fundacional, no demasiado consciente de mi parte, era indagar si las mujeres en general y las escritoras en particular tenemos un acercamiento al lenguaje diferente del de los hombres.

Si hay en verdad un lenguaje digamos «femenino» que ahonda en el misterio del ser. Para lo cual me había metido en el berenjenal de armar un verdadero thriller, con falsas acusaciones y arrestos domiciliarios y demás entuertos, y había llegado a un punto en que no sabía por dónde seguir avanzando.

Así nació un personaje que luego descarté de plano. El Narrador. Un tercero que escribe el texto, más allá de su autora. Y que tampoco es autónomo. Nada de eso.

Me voy a permitir el lujo de leerles unos párrafos de ese texto perdido. Ustedes, espero, sabrán disculpar esta incursión en la cocina de la escritura...

Habla el Narrador:

«Por largos períodos de tiempo me siento independiente y por lo tanto feliz. Ocurre así con esta misión que cumplo a veces a desgano, aunque desgano no sea la palabra, más bien a contramano de mí -a veces-o tratando de superar todas las vallas y las callaciones que a mi vez me impongo. Silenciamientos, eso, ganas de no decir lo que pugna por ser dicho cuando me parece percibir que desde la Zona me están dictando las palabras y eso me desespera. Cuando no las siento mías, a las palabras. Pero otras veces sí las siento mías, muy propias, y entonces me resulta exultante y al escribir es como si estuviera bailando y el cuerpo me acompaña más allá de las manos que se mueven. Piruetas en el aire hago, piruetas de la mente. Soy dueño de todos los espacios y los tiempos porque soy el Narrador y nadie me detiene. Una misión bifronte ésta de narrar, un mandato por momentos festivo aunque mis manos sobre el teclado dibujen tramas de sombra. No tengo sexo ni género en ese espacio del decir, al menos eso espero y sin embargo. Una vez más me asalta el latido infernal en la sien derecha: me están llamando de arriba, de la Zona, para recriminarme. Atiendo o no atiendo. Tengo la posibilidad de reanudar el tironeo hundiéndome en las pringosas aguas de la duda. Mejor no atiendo. No atiendo nada, que se me resienta la sien, pero yo llevo adelante mi proyecto sin modificaciones. Soy el Narrador, qué cuernos, nadie tiene que venir de lado alguno a decirme cómo modelar las tramas».

Y más adelante:

«Soy el Narrador y puedo por fin darme a conocer -a medias como siempre sucede- y retomar en lo posible el hilo de la historia [...]- todo malhechor suele hacer algo bueno sin querer, o viceversa: todo bienhechor se entrega de costado a las maldades. Yo, por mi parte, ni lo uno ni lo otro porque ni me inmiscuyo, casi. Estoy acá sólo para que la historia avance. Pueden llamarme el Narrador, el Locutor, lo que quieran. Soy la voz en off, la que viene desde cualquier parte para insuflar vida a la trama e impedir que la trama se estanque (aunque no debo ser tan impreciso: la voz en off es la otra, la que me llega de arriba, de la Zona, a soplarme toda suerte de incomodidades). Por culpa de dicha voz no siempre las cosas salen como lo estipulo, y eso no es todo. Para colmo algunas veces los seres bajo mi mira cobran exceso de humanidad y se retoban, con lo bien que estarían en su mera calidad de personajes. Ojalá la escritura pudiera ser tan simple. Hay vueltas sin retorno y cómo les gusta a ellos, esos que en algún momento fueron mi exclusiva creación, cómo disfrutan pegar la curva inesperada y desaparecer de mi vista [...] La imaginación contamina nuestra causa. Yo soy el Narrador objetivo, la Zona no me perdonaría un desliz en ese territorio que le es propio: el fantástico.» ¿Por qué se me coló el maldito Narrador? me pregunto ante esta larga cita de un material descartado que a su vez logró colarse en esta disertación de hoy que aspiraba a ser seria y puntual.

El Narrador, con mayúscula, parecería una influencia de los últimos libros de Clarice Lispector: La hora de la estrella, Un soplo de vida:

Un hombre en bambalinas (mentales, por cierto) le dicta a la escritora lo que ella supone estar escribiendo.

«Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras», dice el narrador ficticio de Lispector en su libro póstumo.

Pero, ¿y la Zona con mayúscula?

Sospecho que allí mismo, en ese no-lugar, esa pura entelequia, hay un amago de respuesta a la pregunta inicial:

¿De dónde vienen las historias?

Y, lo que resulta mucho más inquietante, la Zona (también con su correspondiente mayúscula) podría ser el lugar friable, por todos compartido, por donde se nos cuelan las engañosas reflexiones , las falsas acusaciones a la oposición; es decir las posverdades que pretenden hacernos creer que, por ejemplo, estamos mal pero vamos bien... que tenemos todo por ganar cuando estamos perdiéndolo todo, esa zona (con minúscula) que ofrece un campo propicio para sufrir, y cito, «los bombardeos mediáticos con consignas destinados a destruir el pensamiento reflexivo (información, procesamiento y síntesis) y a sustituirlo por una sucesión de imágenes sin resolución de tiempo y espacio (alienación controlada)».

Por lo cual propongo que nos apropiemos virtualmente de la Zona, cualquiera que ésta sea, que no nos la volatilicen llenándola de engañosos preceptos.

Más allá del inconsciente freudiano, de los dominios del Otro lacaniano, la Zona -inaccesible, inexistente, vibrante- vendría a ser un patrimonio común que a todos nos involucra, una especie de quinto elemento, una anti-energía imaginaria donde no podemos permitir que se cuelen los francotiradores de las guerras de cuarta generación.

«Dios mueve al jugador, y éste, la pieza» dice Borges en su soneto Ajedrez II. Y pregunta:

«¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?»



El dios que reina en la Zona, el dios que ES la Zona, sería la respuesta si fuésemos proclives a dar respuestas.

Pero como somos todo lo contrario y no queremos cancelar el diálogo con alguna certidumbre de imposible comprobación, propongo que esta mi conferencia no sea de clausura.

En absoluto. Todo lo contrario.

Porque hay un paso siguiente: la diseminación.

«Siembro a todos los vientos», decía la damisela del recordado Petit Larousse mientras soplaba una flor seca de diente de león.

Y si en pleno accionar de lo que hoy se conoce como «terrorismo mediatizado» nos atacan con la artillería pesada de frases engañosas, diseñadas para lavar cerebros, nosotros, nosotras, intelectuales, pensadoras y pensadores, sabremos contraatacar poniendo en acto la verdadera potencia de fuego (y de juego, ¿por qué no?), de la energía cinética del lenguaje.

Mañana retornaremos a los respectivos destinos para continuar con nuestra obra.

Y también para sembrar lo que hemos cosechado en las intensísimas y vibrantes jornadas que compartimos aquí, en Salamanca, este templo del intelecto que tanto nos brinda.

Muchas gracias





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