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Duplicidad de sentidos en el Libro de Buen Amor

Con sorprendente frecuencia insiste Juan Ruiz sobre la manera en que deba entenderse lo que escribe. El lector no ha de demorarse en la primera impresión que reciba al pasar sus versos, y procurará llegar a otro sentido mediato y más auténtico. En este último se hallaría la verdadera intención del autor63. Tan persistente admonición no se encuentra en ninguna otra obra medieval, y su abundancia nos indica que se trata de algo peculiarísimo. No sólo hay aquí «doble sentido», sino además la preocupación del autor por ese doble sentido, pues en otro caso no hablaría de ello catorce veces, por lo menos. Para explicar el significado de una alegoría dice Berceo:


«Señores e amigos, lo que dicho avernos,
palabra es oscura, esponerla queremos:
tolgamos la corteza, al meollo entremos,
prendamos lo de dentro, lo de fuera dessemos».


(Milagros, 16)                


El autor objetiva así su pequeño problema, y da luego la solución. No teme que el lector vacile entre dos posibles interpretaciones, ni cree que la estructura misma de su poesía sea problemática y ambivalente. La última realidad religiosa de cuanto Berceo relata es firme e inconmovible. Pero Juan Ruiz no trata de milagros, sino de amor, ambiguo en sí mismo y máxima causa, de confusiones. El amor, gran taumaturgo, hace que todo se mude de como es: lo feo parece bello y el viejo se hace joven: «Hace que a un hombre le parezca hermoso aquello de que se abstuvo por juzgarlo vergonzoso; hace aparecer fácil lo que era difícil, hasta el punto de cambiar características y rasgos innatos» (Ibn Ḥazm, p. 13). Embarcarse en el navío de amor significa entrar en el mar de la humana inseguridad. El musulmán se complace en observar desde él el juego engañoso de todas las apariencias, porque eso es cuanto existe fuera de Dios64. El amor es reversible -divino y humano-, y cuanto él afecta es también intercambiable. Lo chico es grande, y lo grande es pequeño: «En dueña chica yaze muy grand sabor... En chica rosa está mucha color» (1.612). De aquí hay que partir al pensar en la ambivalencia del Libro de Buen Amor. El arcipreste poetiza desde un modo especial de ver la vida -la suya, la de otros y la del mundo, que existe en torno a él. No pretende, como Berceo, darnos una lección de exégesis, con fines simplemente teológicos o morales. Hay perfecta integridad en toda la obra del arcipreste, y nada como «aquí el pecado, aquí la moral». El problema tiene más fondo, a causa del enlace de las maneras árabe y cristiana de entender la realidad en la Edad Media. La filosofía y la teología de las escuelas habían hecho vulgar la distinción entre apariencia y sustancia, entre impresión sensible y razón inteligible. El mundo fugaz y aparencial se oponía a lo seguro de la eternidad. La palabra humana -variable y movediza- del texto sagrado encubría un sentido absoluto y divino. Pero cometeríamos un error histórico si creyéramos que en el Libro de Buen Amor no hay sino esto, por la sencilla razón de no encontrarse en aquél una base firme y otra movediza, frente a las cuales el autor se objetiva y discurre racionalmente. Aquí todo es y no es seguro, puesto que el autor dice que su obra puede dar lecciones «de utroque amore». No sólo oscilan el loco y el buen amor, sino también el autor que sirve de gozne a ambos. En ningún ensayo de exégesis medieval se encontrará nada semejante, porque la exégesis no es tema de humorismo y comicidad. Y el humorismo y la comicidad aparecen aquí, porque cómo si no, iba Juan Ruiz a transponer a un ambiente cristiano ese estar y a la vez no estar en la realidad moral. Tal ambigüedad se daba sin ironía en el libro de Ibn Ḥazm, que Juan Ruiz tenía ante sí o en su memoria, pero en el ambiente cristiano esas piruetas necesitaban su mucho de sonrisa y hasta de mueca.

A fin de que el lector no pierda el hilo de mi pensamiento por falta de información, diré en seguida que la exégesis bíblica entre cristianos fue algo profesional, no unido a las raíces del vivir no bíblico. Quiero decir, que para un occidental una rosa era una rosa y un caballo un caballo, y no hubo dificultad para el intento de representar su esencia, que, por muy sostenida que estuviese por Dios, era siempre una esencia. Para el pensar de la Escuela la res era res, y a ella procuraba adecuarse la mente. Para el islámico la interpretación del texto sagrado del Alcorán era, en cambio, sólo un caso más de interpretación, porque el esoterismo del texto revelado era el mismo esoterismo de la vida. Dice, por ejemplo, Al-Huŷwīrī: «Debes saber que la sutileza de la verdad espiritual está velada para toda la humanidad excepto para los santos de Dios y sus amigos elegidos»65. Y lo que acontece al espíritu se da igualmente en el mundo material: «Tal vez el surtidor ha desenvainado un sable al salir del agua, en la cual se ocultaba a nuestra mirada como en una vaina»66. Y en el de los sentimientos: «Ahora llegó el momento para que el corazón despierte de su embriaguez, y para arrojar los velos que han estado cubriéndolo» (Ibn Ḥazm, p. 211). Vivir, por consiguiente, vale tanto como «desvelarse», o desvelar las sombras veladas entre las cuales el hombre camina, sin jamás llegar a una última y esencial realidad.

A esta luz hay que examinar el sentido de las frases antes citadas: «A la raçón primera tórnele la pelleja... De prieto fazen blanco, volviéndole la pelleja» (827, 929), y, en general, cuanto en el Libro alude a un sentido que el lector ha de desvelar.

El esoterismo musulmán no es sino un aspecto de tal actitud frente al mundo. La secta de los bāṭnīya buscaba el sentido oculto de los textos sagrados67. Tales conceptos penetraron en la literatura, que a veces refleja los debates entre los esoteristas y los exoteristas. Al-Mu‘tamiḍ, rey de Sevilla, roció con agua de rosas el cuerpo de una concubina, sobre lo cual un poeta dijo: «Los rasgos de su belleza son seductores, y su piel es de extremada delicadeza; casi se podría percibir lo que es el interior (bāṭin) por el exterior (ẓāhir68.




El «dentro» y el «fuera» integran la estructura poética

Con el análisis de las anteriores palabras ganamos altura desde donde contemplar las peculiaridades de este Cancionero. Lo narrado, lo pretendidamente vivido por el autor, las moralidades y, a veces, la frase aislada ofrecen el alternado juego de un «dentro» y de un «fuera», tan legítimo uno como otro, sin separación entre una realidad básica y una apariencia dudosa, según habría preferido una mentalidad completamente occidental:


«El axenuz de fuera más negro es que caldera;
es de dentro muy blanco, más que la peña vera;
blanca fariña está so negra cobertera;
açúcar negro e blanco está en vil cañavera.
Sobre la espina está la noble rosa flor,
en fea letra está saber de grand dotor;
como so mala capa yaze buen bebedor,
ansí so el mal tabardo está buen amador».


(17-18)                


La espina no es «fenómeno» de la esencia de la rosa, ni ésta lo es de aquélla; ambas existen, como hermanos siameses, como el azúcar blanco y negro en la caña que los contiene. Sería impropio traer aquí los conceptos de «materia» y «forma», y es mejor recordar el símil de la espada y de la vaina, el bāṭin 'interior' y el ẓāhir 'exterior', porque así nos situamos en el mismo ángulo del arcipreste. Dice Ibn Moqaffa’, en su prólogo a Calila e Dimna, que los sabios de la India y de otras partes buscaron medios «para manifestar al exterior sus razonamientos» (p. 1, nota), y por eso hicieron hablar a los animales salvajes. La ventaja de tal procedimiento era «decir encobiertamente lo que querían» (p. 2), y fomentar así el gusto por la filosofía (i. e., el saber acerca de la conducta humana), habituando la mente a descubrir lo interior tras lo exterior, sin lo cual ningún saber es provechoso: «si omne levase nuezes sanas con sus cascas, non se puede dellas aprovechar fasta que las parta e saque dellas lo que en ellas yaze» (p. 5). El saber aquí no se refiere a conocer, sino a obrar, porque «el saber es como el árbol, e la obra es la fruta; e el sabio non demanda el saber sinon por aprovecharse dél» (p. 7)69. No versa tal saber sobre la naturaleza sino sobre el hombre y su meta es la valoración de la conducta, sin deducir de ello normas absolutas y rígidamente objetivables. Recordemos que en el Islam no hay separación entre la ley jurídica y la ley religiosa, y que Ibn Ḥazm mezcla el amor humano y el divino. Vivir es caminar entre símbolos de símbolos; no entre apariencias de sustancias, sino entre «sesos» o significaciones70.

Ahora nos explicamos por qué carece de fijeza el concepto de amor en el Cancionero del arcipreste. Todo juicio, toda opinión se convierte en tema ambivalente, o en ironía, que viene a ser lo mismo. Por eso atrae y prefiere Juan Ruiz los motivos de burla y parodia, a reserva de tratar esas parodias en forma singularísima, a la que en vano se buscará paralelo71. En primer lugar a nadie se le ocurrió antes tomar como tema de parodia el rezo de las horas canónicas. Procediendo así satisface el autor su ansia de expresión vital, puesto que tales rezos dibujan la vida del clérigo desde el alba a la noche, y son símbolo de la concreta humanidad de una persona. Aunque esta persona no sea un individuo situado en un tiempo y un espacio, el tema de la parodia es lo que cualquier persona podría hacer, y no la calificación moral de sus actos. Otros se encargarán más tarde de llenar ese marco con vitalidad concreta.


«Do tu amiga mora, comienzas a levantar;
Domine, labia mea, en alta voz cantar;
primo dierum omnium, los estrumentos tocar;
nostras preces ut audiat, e fázelos despertar».


(375)                


Se mezclan trozos de salmos e himnos sacros72 con el despertar del clérigo y de su sensualidad. El rezo en alta voz se confunde con el ruidoso amanecer de quien, al levantarse, saca también de su reposo a los instrumentos de música. El despertar se propaga a los instrumentos, en corrimiento de formas, en arabesco, del mismo modo que el rezo en latín se desliza al vivir en romance. Dice el salmo: «Abrirás, Señor, mis labios [y mi boca anunciará tu alabanza]»; pero los labios dejan de ser los del orante, para dar paso a la «alta voz» del clérigo madrugador y mundano. Viene luego: «En el primero de los días todos», aludiendo al de la creación, sentido que resbala hacia esto otro: «al principio de cada día comienza el clérigo a tañer sus instrumentos». Lo último: «para que oiga nuestros ruegos» -Dios en el latín, la amiga en el contexto de este verso. Para que ella oiga las canciones del amante, hace él despertar los instrumentos. Continúa la alternancia irreverente de rezo y sensualidad, de interior y exterior. Para entender las coplas 375 y 376 hay que suponer que el clérigo y su amiga moran en la misma casa. En la 377 se pasa sin transición a imaginar que ambos viven en diferentes sitios. Entonces el clérigo encarga a su «xaquima», o tercera, que vaya a verla, y con achaque de acompañarla a buscar agua, la haga salir de su casa; he aquí la primera alusión literaria a la «moza de cántaro», a la mujer que va a coger agua del tenue caño, en compañía de muchas otras que aguardan su vez, según acontece aún en muchos lugares de España. Procediendo en tal forma, el rasgo de vida menuda y cotidiana se combina con el tema de las horas canónicas. Mas si la moza no es de las que pueden vagar libremente por las callejas del pueblo (378), la vieja tercera debe llevarla a las huertas so pretexto de coger «rosas bermejas», si es bastante babieca y cree en sus «dichos y consejas»73. La copla termina con este complicado verso:


«Quod Eva tristis trae de quicunque vult redruejas»,


(378)                


cuyo sentido parece ser: 'lo que la triste Eva saca de cualquiera a quien se entrega, son «redruejas», frutos aparentes y vanos'.

Tan enrevesada mezcolanza de rezos y amores necesitaría ser nuevamente editada y aclarada, al igual que bastantes otros trozos de la obra, no entendidos todavía. Carecemos de textos que reflejen la lengua hablada del siglo XIV, y ya no percibimos lo que para un contemporáneo era elemental. Ése es el escollo que ofrece a la filología el que Juan Ruiz incluya en su estilo culti-vulgar los polos opuestos de la vida coetánea, con lo cual la redondea e integra plenamente. Explicar los pasajes oscuros del Libro sale de mi plan, y me limito aquí a mostrar el entrelace del rezo abstracto con la experiencia del vivir terreno, ambos permutables y reversibles. El «seso» del latín se despliega en el romance, y quedamos bajo una impresión equívoca de oración falaz y de apetencia sensible. El «buen amor» del oficio divino se disuelve en sensualidad, aunque las palabras sacras quedan ahí como un puerto de refugio, ya que todo se dice en son de invectiva contra don Amor:


«a obra de piedad nunca paras mientes».


(373)                


Todo el pasaje cae dentro del dualismo básico del Cancionero, «que los cuerpos alegre, e a las almas preste». Dualismo no sólo de sentido y de expresión, sino además de forma métrica; los textos latinos figuran en el primer hemistiquio del verso, y reflejan la misma intención poética de los zéjeles de rima interna -los versos «extraños»-, es decir versificación hacia adentro y hacia fuera.

Comprendemos ahora cómo todo juicio sobre las cosas, toda valoración de actos humanos aparece aquí temblorosa y ambigua, con una ambigüedad no comparable a la oposición entre vicio y virtud, resuelta luego idealmente en la unidad de la misericordia divina. No se trata de nada semejante a las disputas entre el alma y el cuerpo, el agua y el vino, el clérigo y el caballero, poetizadas por artistas dotados de una visión diferente de la vida. En ellos, el agua y el vino, el alma y el cuerpo no son estados sucesivos y regresivos del proceso existencíal. Mas bien que debates o disputas, en el Cancionero de Juan Ruiz hay alternancias. Su procedimiento estilístico, su «manera» expresiva, no depende esencialmente de intenciones didácticas, de exégesis bíblica, de huida cristiana del mundo, de truhanería goliardesca, de afán de ganarse el maravedí con un público de bausanes, de nada, en suma, que artificialmente se añada al fluir mismo del proceso artístico, o a la noble e irreductible forma del vivir poético del arcipreste, hecha en la osmosis y endosmosis entre él y su mundo -el de Castilla-, el suyo, y no sólo en la Edad Media de los libros. Ese estilo o manera ocurre incluso cuando no hay el menor roce con la «moralina», o con la religión, es decir, hablando de operaciones agrícolas:


«Vid blanca fazen prieta buenos enxeridores».


(1.281)                



«Enxería los árboles con ajena corteza».


(1.291)                


La representación del injerto, la alternancia de colores, el que una corteza ajena venga a integrarse en la vida de un ser vivo desempeñan aquí una función que trasciende de la menuda tarea de enjerir plantas, porque todo el Libro es un puro injerto, un ser blanco y un ser prieto, ambos igualmente válidos, y no una hermenéutica de esencias, veladas por apariencias engañosas. Lo seguro e inconmovible, aquí es la conciencia que expresa Juan Ruiz de ser él un «buen enxeridor» de amores buenos y malos, de saber él cómo trovar y tañer instrumentos, y de ser, en otras materias, tan zote como «un buey de cabestro». Sobre las sensaciones elementales tampoco cabe vacilación, y se siente frío glacial, alegría o tristeza, o se notan las impresiones visuales o auditivas, o la línea rauda de:


«el buen galgo ligero, corredor y valiente».


Se siente deseo de amar a las mujeres, y se prefiere que sean de un modo o de otro, o se ablanda el corazón en la plegaria a la Virgen, porque el hombre interior también se hace de «prieto, blanco». La dualidad del bueno y del loco amor no está expresada jerárquicamente; en todo caso, la estructura del libro no depende de la preferencia por el uno o por el otro, sino de ser cada uno plano de transición para el otro, como aspectos o posturas reversibles. El Libro:


«buena propiedat ha do quier que sea;
que si lo oye alguno que tenga mujer fea,
o si mujer lo oye que su marido vil sea,
fazer a Dios serviçio en punto lo desea.
Desea oir misas e fazer oblaçiones,
desea dar a pobres bodigos e raçiones,
fazer mucha limosna e dezir oraçiones;
Dios con esto se sirve, bien lo vedes varones».


(1.627-1.628)                


La cualidad del amor no viene, pues, de ninguna predicación, de nada superpuesto a la vida, sino que es el sesgo que toma la existencia partiendo de las circunstancias en que se Halle el hombre o la mujer. La carne fea se desliza hacia la oración linda. La vida religiosa compensa dulcemente de los sinsabores amorosos, lo mismo que la vida mundana hace descansar de las santas asperezas:


«Acercándose viene un tiempo de Dios santo;
fuime para mi tierra para folgar algún tanto».


(1.067)                


La mera noticia de que se acerca un poco de ascesis, lleva a tomar anticipos de holgar mundano, por ser muy aconsejable interponer placeres en medio de las tristezas (44). Todo lo cual va implícito en la declaración inicial: «que los cuerpos alegre e a las alma preste» (13). No se trata aquí de que el hombre peque y Dios lo perdone. Lo exclusivo y sin paralelo es que la devoción sea áspera y el placer recomendable, y que ambos sean intercambiables como el resto de lo que acaece al hombre: «es natural cosa el nascer e el morir» (943). La idea, el sentimiento y la intuición de dicha alternancia no es doctrina pegadiza, sino disposición vitalizada dentro de la obra, que se da en la palabra, en la estrofa, en el sentido, en el aire de todo ello, en su garbo y en su gracia, en la totalidad expresiva en suma. No ocurre así en los poemas latinos de aquel tiempo, ni en el Roman de la Rose, ni en Chaucer, los cuales son admirables y originales en muy otra manera.

Tenemos en la obra de Juan Ruiz una innovación que marca la senda a los desarrollos más valiosos de la literatura de España e, indirectamente, de Europa, no obstante carezcamos todavía de una edición digna de aquel texto, pues incluso la excelente de María Rosa Lida es fragmentaria y para fines escolares. No hay traducción del Libro de Buen Amor a ninguna lengua. A pesar de tanta adversidad, el tal libro es un monumento con títulos para figurar en la mejor literatura de Occidente, y no una vetustez chistosa vuelta hacia el pasado. El arcipreste hace sentir que el hombre y su mundo son un juego de aspectos que se corren unos sobre otros: de blanco a negro, de poridad a mestura, de nacer a morir, de rezo a sensualidad, de plegarias a la Virgen a mozas anchetas de caderas y de sobacos húmedos. Tales contrastes no son sólo coexistencias o concomitancias, como en otras obras medievales en donde alternan la carne y el espíritu; lo propio de este Cancionero es que lo que aquí se contrastan son formas, caminos de vida y no contenidos sustanciales de ella, son tendencias cuya única constante es, por cierto, su permutabilidad.

Lo que no sea eso, es elemento secundario, conexo en un modo u otro con la estructura básica. Alguna vez se habla de texto y glosa:


«fizvos pequeño libro de texto, mas la glosa
non creo que es chica»;


(1.631)                


pero como se desprende del conjunto de nuestras páginas, ésa es una comparación de que se sirve el autor por no tener a mano nada mejor para caracterizar su técnica artística. Salta a la vista que los comentarios bíblicos o de textos jurídicos nada tienen que hacer aquí, porque los exegetas no juegan con dos «sesos», ambos aceptables. El exegeta o glosador aspira a encontrar un sentido firme, sustancial; mas aquí todo texto es glosa, y viceversa. Igualmente sería ociosa la comparación con el estilo alegórico, en último término de fuente neoplatónica, y basado en una concepción de la realidad distinta de la del arcipreste. La alegoría es un bello o ingenioso disfraz de lo alegorizado, provisto de un substratum en el cual se cree firmemente. La rose del Roman es signo o símbolo de una hermosa doncella. Mas don Amor es tan arcipreste como éste es aquél; don Melón se «desenvaina» en el arcipreste, y luego se desenfunda de aquella envoltura, y dice graciosamente que nada de eso le aconteció a él. La Vieja es tan Trotaconventos, como Urraca es la una y la otra: «a la razón primera tórnele la pelleja». Todo lo cual nada tiene que hacer con el actor que representa un personaje, y se apoya así sobre una base firme y «real». Caemos, por consiguiente, en una logomaquia al discutir si la acción del Libro es fingida o autobiográfica. Corretea por estos versos un duendecillo islámico, al cual estamos tratando de cogerle las vueltas, sumiéndonos en la historia, que no es sólo la abstracción llamada historia literaria.


«Las del Buen Amor son razones encubiertas;
trabaja do hallares la sus señales ciertas;
si la razón entiendes o en el seso aciertas;
no dirás mal del Libro que ahora rehiertas ['repruebas'].
Do coidares que miente, dize mayor verdat;
En las coplas pintadas74 yaze la falsedat;
dicha buena o mala, por puntos la juzgat,
las coplas con los puntos, load o denostat».


(68-69)                


Hay que explicar este enrevesado pasaje. «Verdad» y «mentira» caen dentro del sistema de alternancias ya conocido, son un dentro y un fuera, ambos válidos y reversibles. «Pintadas» significa 'falsificadas, desfiguradas', es decir, 'mesturadas' (en fr. ant. peint 'fingido, falso', aunque téngase en cuenta lo que en apéndice digo sobre mesturero). La palabra «pintadas» suscitó, por analogía consonántica, los «puntos» del siguiente verso75, que refieren al punto de conjunción de los astros, decisivos de la suerte buena o mala anunciada en la «dicha». La expresión «dicha buena o mala» pudiera significar simplemente 'dicho' (véase copla 424, y Libro de Apolonio, copla 275: «Semeia en tus dichas que eres carniçero»). Claro que el sentido de 'dicha-ventura' va implícito en el anterior, aunque aquí debe tratarse sencillamente de 'dicho' o dicho vaticinador; cf. «desque vieron el punto en que ovo de nasçer» (130). Estos puntos astrológicos vierten su forma sobre los «puntos» del verso contiguo («las coplas con los puntos»), en donde se trata ya de otra cosa, de las notas o neumas que marcan el tono musical, y que aquí no es música sino sentido. Las notas musicales afectan al Libro y lo vuelven instrumento de música:


«De todos instrumentos yo, libro, so pariente;
bien o mal cuan puntares, tal te dirá çiertamente:
cual tú dezir quisieres, y faz punto y tente;
si me puntar sopieres, siempre me avrás en miente».


(70)                


Los Statuta antiqua ordinis Cartusiensis permiten aclarar el hasta ahora enredado pasaje. La regla cartuja dispone que al cantar se supriman las modulaciones «quae cantando delectationem afferunt», y que el monje no se detenga en los «puncti et similia, quae ad curiositatem attinent», por consiguiente «punctum nullus teneat sed cito dimittat»76. Como nuestro arcipreste no era precisamente un cartujo y no le estorban la «delectatio», ni la «curiositas», recomienda, muy al contrario, que al dezir, al recitar sus versos, el recitador se demore en lo que lea y lo matice y module bien: «y ['allí'] faz punto y tente»; pero en este libro no hay «puncti» como en los de coro, y tal comparación es ya un inicio de parodia religiosa77. Lo interesante, sin embargo, no es eso, sino que se deja al arte del lector el modular según su antojo los sentidos del Libro, el recrearlo mediante su personal expresión. Estos versos son pura expresión de las vivencias del poeta, y a su vez han de continuar siendo expresados: expresión latente y patente, ambas integradas en el estilo, en la medula de la creación poética. El lector ascético, el que arrancaba las hojas juzgadas obscenas, modulará y matizará de un modo; el sensual, de otro. Para el uno será seso encubierto lo que para el otro será seso declarado. Aún hoy día los sabios siguen disputando en torno a ello. El Libro, expresión auténtica de una vida poética (de un vivir poético dentro de unos versos), se vitaliza, se torna un instrumento que cada uno tocará como guste o pueda, y la obra «bailará» así, al son que le toquen. Nos hallamos ante un problema de vida y arte, y no de moral o teología.




Experiencia del propio existir dentro de un mundo oscilante

El autor asoma una y otra vez por entre sus versos78 para amonestar al lector acerca del recto (oblicuo) sentido de aquéllos; se integra así en la textura poética de la obra, y expresa su conciencia de existir auténticamente sobre la fluctuación de las ambigüedades que va produciendo. Ya he dicho que no hay aquí distinción posible entre texto y glosa -a no ser que digamos que el mismo autor crea el texto, la glosa y el método interpretativo, con lo cual llegaríamos a Cervantes, pero no a un texto dado y una glosa añadida por otra persona. Lo principal sería pues, ese sentirse incluido en la misma fluencia de unas realidades cuyo existir consiste en ofrecer aspectos dudosos y vacilantes.

Hace años, tratando de Cervantes, mencioné aquel texto esencial del Quijote: «Andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan..., y así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (I, 25). El mundo en torno a don Quijote y a Cervantes aparecía inseguro, tratárase del yelmo de Mambrino o de la noción de bien y mal79. Para explicar esa radical estructura del libro máximo de la literatura española no acudiría hoy, sino muy cautelosamente, al pensar del Renacimiento, y pondría, en cambio, mayor acento en la interna continuidad de la existencia hispánica y en los años vividos por Cervantes en tierra de moros. Una vez conocidos la clave poética y los enlaces históricos del Libro de Buen Amor no será difícil hacer perceptible la semejanza entre las maneras artísticas de Juan Ruiz y las de Cervantes, sin que esto quiera decir que el arcipreste sea la «fuente» de Cervantes.

El yelmo de Mambrino y la bacía de barbero son fenómenos que ocurren en la existencia de una persona, y son tan reversibles y mudables como todos los que hallamos en el arcipreste y en toda obra española fundada en la experiencia existencial del que escribe. Alonso Quijano se desliza en don Quijote, y éste se «envaina» en aquél, del mismo modo que el arcipreste entra y sale en don Melón de la Huerta, o Trotaconventos en la Vieja y en Urraca, o el Buen Amor en el Loco Amor, o la sensualidad en la religión. Cervantes, él y no su sombra didáctica, asoma también por entre las páginas del Quijote para vaticinar su traducción a todas las lenguas, o para decir altivamente al lector que le dé gracias más por lo que ha dejado de escribir que por lo que ha escrito. En la segunda parte, el personaje se despega del plano de la ficción central para discutir, en otra ficción desglosada de la primera, con el intruso don Quijote de Avellaneda. Magia prodigiosa que renovará la literatura de Europa y que sume sus raíces en el estilo islámico-cristiano de la vida española, un estilo que en el Quijote se entreteje con el neoestoicismo, con el erasmismo, con la angustia de existir del hispano. Por la abertura de España, la cultura islámica, muy paralizada desde el siglo XIV se hizo universal, moderna y apta para crear horizontes de arte siempre renovables. Sin aquella magia y sin aquel radical personalismo, ni Juan Ruiz ni Cervantes hubieran vertido la totalidad de su existir -cuerpo, alma, mente- en la originalidad única de sus creaciones. Sin aquella magia, santa Teresa no habría intercambiado su existencia con la del Niño Jesús: «Yo soy Teresa de Jesús-Yo soy Jesús de Teresa». Ni Velázquez habría pintado Las meninas y Las hilanderas; ni los españoles usarían al escribir las letras mayúsculas de acuerdo con un sistema estimativo incomprensible para el mundo intelectualizado: el monárquico escribe «Rey» con mayúscula, y el republicano con minúscula, es decir, lo mismo que el arcipreste quiere que entendamos su Libro, «puntándolo» según el aire de nuestra total existencia. Las letras se tañen como «instrumentos», y se modula su expresión en tono mayúsculo o minúsculo según el humor y el afecto de cada uno.

Hora sería, por consiguiente, de ordenar nuestros juicios sobre la literatura española de acuerdo con su auténtica realidad, y de devolver a la historia integral de Hispania lo que integralmente le pertenece. El texto del Libro de Buen Amor posee diferentes sentidos, e incluye además la manera en que autor, personajes y lectores viven esos diferentes sentidos. El Quijote es asimismo un texto, un libro de caballerías, que cada uno, dentro y fuera del libro, interpreta y vive desde el fondo de su existencia. Hace veinte años llamé la atención sobre el título de una perdida comedia de Cervantes, El engaño a los ojos, y lo relacioné con la íntima textura de su obra total. De ahí la idea, que vengo ampliando desde hace tiempo, de que la obra cervantina es una continuidad iniciada en La Galatea y cerrada en Persiles, reflejo de la ineludible e infragmentable totalidad del impulso artístico del autor. El que el Quijote sea lo más logrado y universal de aquella obra, no afecta a la exactitud de mi idea. También el río Nilo inicia su curso en tenues fuentes y extraños saltos antes de alcanzar la noble serenidad de su cauce fecundo y deshacerse en el laberinto de su delta. El Persiles sería el delta de la corriente poética de Cervantes, próxima ya a disolverse en el mar de la eternidad. Mas hay que dejar para otro momento el ensanche de tales ideas, tan digresivas como inevitables en este caso. Gracias sean dadas al buen arcipreste, cuya voz recia, «tumbal», viene a alentarnos en la ardua y grata tarea de hacer entendible lo que no lo era.

Los cambiantes sentidos del libro del arcipreste o la insoluble ambigüedad del yelmo de Mambrino nada en común tienen con el problema de conocer la realidad de los objetos; son sencillamente los modos en que cada uno vive las realidades conexas con el proceso de su existencia. No se aspira a aislar lo objetivo sino a mostrar el impacto del objeto en la vida del sujeto, con lo cual -dicho sea de paso- la ciencia se hace imposible. En Cervantes, por ejemplo, el verbo parecer, en torno al cual se articula su estilo, no refiere a la distinción entre fenómenos y esencias racionalizadas, sino a algo como esto: 'dado que soy así o estoy en tal situación, tal objeto se me aparece en tal forma'. Una existencia sería el resultado de una indefinida serie de «pareceres»80. Se procede en la vida según parece que hace al caso, sin aislar nunca el «caso» de la vida. Lo cual es muy distinto de usar el «parecer» como medio para llegar al «ser» de la realidad del objeto o del sujeto objetivado, separándolo de las apariencias, y usando el yo racional y despegado de sus circunstancias como un tajante escalpelo, como un órgano pensante. Es lo que hizo Montaigne: «Les autheurs se communiquent au peuple par quelque marque particulière et estrangère; moy, le premier, par mon estre universel, comme Michel de Montaigne, non comme grammairien ou poète ou jurisconsulte» (Essais, III, p. 2).

Porque el yo se abstrajo y se universalizó, eludiendo las situaciones de la vida particular de cada uno, fue posible conocer las realidades abstractas, y los conceptos de que se vale la ciencia, a la que nada interesa el dolor de estómago o el buen humor del científico. El resultado de tales abstracciones ha sido la espléndida victoria del hombre occidental sobre la naturaleza, la codificación de las leyes naturales. Pero aquel triunfo también ha sido ambiguo, como el del Bueno y el Loco Amor, ya que esa abstracción ha significado, no sólo el abstraerse de la mente pensante, sino el de la totalidad del hombre existente. De máquina pensante, el hombre se ha vuelto tornillo de máquina, y ha perdido la facultad -por desuso- de engranar la vida en torno con la totalidad de su persona. En lugar de ingeniero de su vida, el hombre se ha convertido en testigo inconsciente de lo que le pasa, y ya nada le «parece» nada. Para que algo le «parezca», se lo tienen que decir los periódicos, la radio, los libros, o el mazazo cruel de un destino sangriento. Las acciones humanas se han desintegrado de todo posible fin, y la abstracción racional ha venido a desembocar en un mundo de apariencias también mágicas, útiles para satisfacer necesidades biológicas, pero nefastas para la dignidad angélica y creadora del ser humano.

Las consecuencias literarias de ambas tendencias han sido divergentes. El arcipreste invita a poner en acción la totalidad de la persona:


«Bien o mal cual puntares, tal te dirá ciertamente»,


(70)                


puesto que lo seguro no son las cosas -blancas, negras; buenas, malas- sino lo que seas frente a ellas. Como retroceso ante esa realidad mágica y temblorosa, el sujeto integral que la vive se afirma prodigiosamente en su existir. Dado que el mundo se tambalea, afirmemos sobre él los talones de nuestra voluntad y de nuestro brío, sin el cual esfuerzo, Castilla y luego España, serían hoy una prolongación del Norte de África, sin Cervantes, sin Goya, y sin mil otras valías. De la tendencia cartesiana, del hombre encerrado en sí mismo aislado de Dios y del mundo, brotó en los siglos XVII y XVIII, la magnífica literatura de la Francia pensante. Ambas concepciones de la vida han tenido resultados tan modernos y valiosos unos como otros, puesto que sin la levadura hispano-oriental, la literatura de Europa sería de una insufrible insipidez, y, para decirlo todo, ni el teatro ni la novela franceses existirían81.

El hombre que lleva a cuestas sus circunstancias particulares, como el caracol su casa, es tan moderno artísticamente como aquel otro que recorta asépticamente su inmanencia en un exterior vacío de pareceres y de circunstancias que lo trasciendan. De aquí emerge el bellísimo soliloquio de los héroes de Racine, posible después de afirmaciones cornelianas como ésta: «Je suis maître de moi comme de l'univers». Durante dos siglos la literatura francesa se olvidó de que existía un mundo en torno, sobre el cual caminan los pies limpios o sucios de las gentes, con hambre de pan, de Dios, y, a veces, de Satanás. A este arte sin mundo -cuyo tema era el pensar y el sentir, más bien que la proyección exterior y el contenido del pensar y del sentir-, se llamó «buen gusto»82. Si hubiera continuado por ese camino, la literatura se habría convertido en su propio espectro; mas, por fortuna, el europeo romántico volvió a abrir los ojos, y las realidades que integran la experiencia total de la vida volvieron a surgir. Las personas ya no se construyeron sólo sobre lo que «debe ser», sino además, sobre su enlace con el acontecer del mundo en torno; en la unidad volitiva convergerán el que se es y el que se quiere ser, con mutua penetración de uno en otro, Entonces se vuelve a España, aunque sin saber que tal cosa significaba volver a las formas de vida y arte del pescozudo arcipreste, antecesor de Cervantes. Stendhal, en Le rouge et le noir, dice de Julien Sorel: «Son imagination remplie des notions les plus exagérées, les plus espagnoles... Son âme était dans les núes...». Julien Sorel leyó también un libro de caballerías: el Memorial de Santa Helena. Gracias a esa lectura, su vida escapa a la prosa, se le va hacia el papel que quiere representar y a la vez hacia lo que sigue siendo entre los bastidores de su propia existencia. ¿Entonces quién es Julien Sorel? Pues es lo que es el arcipreste de Hita, y don Quijote, e Ibn Ḥazm, quienes son a la vez temas de su vida poética y de su vida real. Tras ellos se columbra la innumerable hilera de personas-personajes, desdoblables y reversibles, cargados con el sueño-vigilia de sus existencias. ¿Y quién es Madame Bovary? ¿Una provinciana sin relieve? ¿Un personaje de novelón romántico? Como en todo personaje de novela, lo que en ellos hay es un ser humano que pretende forjarse su existencia tañendo a su modo el «instrumento» del mundo, del «mundo todo». Para ello es indispensable que el ser vivo penetre en la zona creada por su impulso vital, y que aspire a trabajarse su existencia entre el anhelo y el desengaño. Fragmentaria y mezcladamente, es lo que ya encontramos en el Libro de Buen Amor:

«Si algunos [...] quisieren ['si les pareciere bien'] usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello».


(p. 6)                





Impulso vital, fatalismo y personalidad

Pero no sólo hay en el Libro de Buen Amor fantasmagorías evanescentes, dibujos animados cuyas formas se truecan y superponen sin cesar. Bajo la mutación de colores, sentimientos, personajes y sentidos yace algo que no es simple aspecto migratorio -arabesco-, a saber: la tendencia o impulso vital expresados por cada ser vivo o inyectado de vida, cada uno de los cuales está animado por lo que Dios o los astros pusieron en él como determinación fatal de su existencia. Esas existencias se expresan desde dentro de sí mismas, y así aparecen caracterizadas o personalizadas, y no meramente descritas o narradas:


«Vino el cabrón montés, con corços e torcazas,
deziendo sus bramuras e muchas amenazas».


(1.091)                


Las bramuras y violencias del lujurioso animal son las suyas, no las que le asigna el poeta. Viene a continuación el buey, animal grave y desmayado, harto de arar la tierra:


«Vino su paso a paso, el buey, viejo lindero»,


(1.091)                


con el su exclusivo y fatal. Las adjetivaciones y determinativos esenciales crean figuras acabadas, vivísimas, a las que se ajusta la retina con pleno asentimiento:


«Sey como la paloma, limpio e mesurado;
sey como el pavón, loçano, sosegado».


(563)                


No hay receta de ningún tratado poético medieval, que pueda dar la razón de un arte tan delicadamente vitalizado:


«El pulpo a los pavones non les dava vagar...
como tiene muchas manos, con muchos puede lidiar».


(1.116)                


Cada ser viviente aparece clavado sobre la cualidad que lo distingue83, como un naturalista -o moralista- hubiera hecho, sino desarrollándola en expresión, procediendo desde su «dentro» hacia su «fuera», y solicitando nuestra simpatía y conformidad. No conozco obras de la misma época en que tales notas abstractas aparezcan con tal vivacidad figurativa e irónica, sin aire de haber sido superpuestas a su tema por el poeta:


«Estaba delante [de don Carnal] el su alférez homil,
el inojo fincado, en la mano el barril;
tañía a menudo con él el añafil».


(1.096)                



«Todos amodorridos fueron a la pelea...
El primero de todos que ferió a don Carnal
fue el puerro cuellialvo».


(1.101-1.102)                



«Aí andava el atún como un bravo león,
fallóse con don Tocino, díjole mucho baldón;
sinon por doña Cecina quel desvió el pendón,
diérale a don Lardón por medio del coraçón».


(1.106)                


Hay en la anterior copla 23 vocales de tono grave (u, o), 10 de las cuales están acentuadas, lo cual está en armonía con el sonido de la palabra atún, y con la importancia y gravedad de su papel combativo. Óigase, en cambio, la clara y aguda tonalidad de la copla 1.105, cuyo tema es la anguila:


«De parte de Valencia veníen las anguillas,
salpresas e trechadas, a grandes manadillas;
davan a don Carnal por medio de las costillas84,
las truchas de Alverche dávanle en las mexillas».


(1.105)                


La anguila está presente como colectividad deslizante y huidiza («a grandes manadillas») y a la vez con su realidad extraacuática («salpresas e trechadas»), conforme a la ley estilística de ambigua duplicidad que informa todo el libro. El aspecto de la anguila -ligereza y delgadez- se corre a las palabras en torno a ella, y se refleja en las notas claras y femeninas de la e e i acentuadas, en tanto que sólo hay dos oes inacentuadas y una u. La forma misma del lenguaje es así un elemento del juego artístico, tan bien llevado por el sutil maestro. Cada ser aquí presente se expande en adjetivaciones e incluso en armonías vocálicas, como en un orbe diminuto y congruente con su propio existir. La sinfonía verbal llega a un máximo cuando la vivencia del poeta se hinche de temas musicales:


«El rabé gritador, con la su alta nota...
La viuela de arco faz dulces devailadas,
adormiendo a vezes, muy alto a las vegadas,
bozes dulzes, sabrosas, claras e bien pintadas».


(1.229-1231)                



«El finchado albogón [...] la reciancha mandurria»85.


(1.233)                


Tal explosión de realidad vitalizada y humanizada es creación única del genio de Juan Ruiz; pero aquélla habría sido imposible, si la tradición arábigo-judía no hubiese nimbado con una aureola de valores todo objeto sensiblemente percibido. La vida era fluencia de impresiones sensoriales y bellas; la armonía musical «a las gentes alegra, todas las tiene pagadas» (1.231), y el poeta se deja mecer por tales dulzuras. Si su obra se hubiese limitado a la pura expresión lírica, a presentar un mundo de reflejos y ondulaciones de belleza, su arte no habría sentido tropiezo alguno. Pero es el caso que quiere además introducir acciones humanas, y éstas requieren un soporte moral, una meta y un camino, y la obra se pierde entonces en un dédalo, en meandros y confusiones. Es fácil para el poeta devanar los bellos aspectos de las cosas sensibles, sin entrar a averiguar de quién sean o para qué sean. Mas la dificultad comienza al introducir vidas humanas en aquel delicioso juego, porque entonces hay que dirigirlas y que prever sus problemáticas reacciones, y todo lo que sabe el arcipreste es que los astros intervienen en la condición humana «cual es el ascendente e la constellación / del que naçe, tal es su fado e su don» (124); de todo lo cual Juan Ruiz no entiende «más que buey de cabestro» (151). Para complicar más las cosas, resulta que hay actos lícitos e inmorales, difíciles de compaginar con el gusto del «juntamiento con fembra plazentera» (71). Estas «fembras», seductoras y «doñeguiles», están bajo la vigilancia de la moral castellana y muy guardadas por musulmanes desconfiados, lo cual establece un cerco difícil de romper. En un plano más inmediato hay indiscretos que descubren la «poridad», y «mestureros» que lo embrollan todo. A, veces, hasta la muerte se interpone, y arrebata a la mujer amada, pues vida y amor son igualmente inciertos. Hay también mensajeros infieles que guardan la presa para sí y dejan al amo en postura muy ridícula. El poeta amador pierde la brújula, porque nada es seguro en un mundo de situaciones reversibles, intercambiables. De ahí que sea tal vez mejor estarse en la cama, enfermo, que salir a caza de aventuras:


«Moço malo, moço malo, más val enfermo que sano»,


(945)                


porque, en último término, «más es el ruido que las nuezes» (946). De ahí que la moral del libro corra sin rumbo; en principio, el «buen / amor» debiera constituir su «dentro», y el «loco amor» «su fuera». Pero «bueno» y «loco» son a su vez como lo blanco y lo negro del ajenuz: cada uno sirve de envoltura al otro. De ahí que una vez se deslice la pluma, y el «buen amor» de Dios se vuelva el de Trotaconventos:


«Por amor de la vieja e por dezir razón,
Buen Amor dixe al libro»,


(933)                


lo cual ni es chiste, ni deja de serlo, sino que es lo que el libro es de un cabo al otro. Quién sabe dónde está el seso fijo e inconmovible, si nuestros corazones van guiados por la mano de Dios y, además, por sus intermediarios los astros. Seguro, sin duda alguna, en cuanto a su fe cristiana (ahí están las cantigas a la Virgen), el alma poética del autor discurre a la vez por las sendas literarias y morales del Islam.

Cuanto se había escrito acerca de moral en la España cristiana anterior al siglo XIV, suena a ingenua puerilidad, si lo parangonamos con ese formidable y poco leído tratado de Ibn Ḥazm, Los caracteres y la conducta, que Asín nos hizo accesible ya en 1916. Nada se encuentra en la Europa de los siglos medios que se le pueda poner al lado, y hay que retroceder a san Agustín, a Plotino y a otros griegos para encontrar tan delicada percepción de los problemas del alma:

«Entre la turbamulta del vulgo ignorante he visto algunos hombres, aunque en verdad pocos, observar una conducta tan irreprochablemente justa y loablemente virtuosa, que nadie los aventajaba, ni aun el hombre sabio y prudente, consagrado ex professo a mortificar sus apetitos. En cambio, entre los que se dedican a los estudios científicos y que conocen perfectamente los preceptos religiosos de los profetas y las recomendaciones éticas de los filósofos, he visto muchísimos que aventajaban a los hombres más malvados de la tierra».


(p. 25)                


«Mantener a todas horas un mismo talante y aire de persona grave, para dejar a las gentes turulatas; adoptar una actitud de seriedad casi feroz y no permitirse jamás expansión alguna, son velos que para ocultar su propia estulticia emplean los necios cuando quieren gozar de autoridad ante el mundo».


(32)                


«No he visto cosa más parecida a este mundo, que las sombras chinescas de la linterna mágica; son unas figuras montadas sobre una rueda de madera, la cual da vueltas con rapidez; un grupo de figuras desaparece, cuando otro grupo asoma».


(33)                


He aquí un caso de confesión pública:

«Yo he tenido algunos defectos, pero asiduamente, con celo, he puesto gran empeño en corregirlos por medio de la disciplina ascética y estudiando lo que acerca de los hábitos morales y la educación de las pasiones enseñan los profetas y los más eximios filósofos antiguos y modernos... Uno de estos defectos era el mal humor y la ira violenta... Otro defecto era una inclinación irresistible a la burla en son de chiste, porque el hablar en serio me parecía fastidioso y propio de gente soberbia... Otro defecto fue una grande vanidad... Otro defecto era el hábito de ciertos movimientos extravagantes, contraído desde la infancia por descuido, y por debilidad dé los miembros... Otro defecto era el amor de la fama y del prestigio científico... Otro defecto era un exceso tal de pudor, que llegué a sentir repugnancia absoluta y dificultad instintiva para el matrimonio [...] Causa de este defecto fueron algunos sucesos adversos que me acaecieron».


(45)                


Uno de estos desengaños debió ser, según Asín, lo que le aconteció con una muchacha que vivía en el mismo palacio de su padre. Lo refiere en El collar de la paloma, y voy a transcribirlo para que se vea cómo era el panorama espiritual y artístico que tenía ante sí el hispano-cristiano que volviese su vista hacia el lado islámico:

«Respecto de mí os contaré que, siendo joven, frecuenté con amistad de amor a una muchacha esclava que habían traído a mi casa, y que entonces tenía diez y seis años. Era preciosa de rostro y de espíritu, casta y pura, modesta en su conducta, dulce de carácter, enemiga de burlas ociosas, adversa a la frivolidad, graciosa en sus formas, preocupada de conservar su velo, libre de vicios reprensibles, reservada en su habla; mantenía baja la vista... Se sentaba con gran compostura, su ademán era digno, y huía deliciosamente... Su rostro lindo cautivaba todos los corazones, y su actitud mantenía distante a quien se le acercaba... Me interesé en ella y me enamoré locamente, con exceso. Por espacio de dos años, traté con todas mis fuerzas de que me correspondiera, o de oír de ella una sola palabra además de lo que se acostumbra a decir delante de otros, y cuando alguien escucha. Mis afanes para conseguirlo fueron perfectamente inútiles. Un día, me acuerdo, había una reunión en mi casa en honor de una de esas personas para las cuales se organizan fiestas en las casas de los grandes. Se encontraban allá las mujeres de casa y las de mi hermano -que Dios le haya perdonado-... Las mujeres pasaron allí la mayor parte del día, y luego subieron a la alcazaba que hay sobre el jardín, y desde donde se domina toda Córdoba... Comenzaron a contemplar el paisaje por entre los miradores, y yo estaba entre ellas. Me acuerdo que traté de acercarme al mirador donde ella estaba, encantando de hallarme a su lado. Pero apenas me hubo visto, se marchó a otro mirador con un gracioso movimiento... Conocía mi pasión por ella. Las otras mujeres no notaron lo que estábamos haciendo, porque había muchas y se movían de uno a otro mirador, para contemplar aspectos distintos de la región cordobesa. Dijeron luego a la muchacha que cantase, y tocó y cantó divinamente la canción que dice:


Me estremecía al contemplar el sol en su ocaso,
el sol que se ocultaba en su cámara secreta;
el sol tomaba la forma de una muchacha esclava...

El punteado de su plectro parecía golpear las cuerdas de mi corazón, y nunca he olvidado aquel día, ni lo olvidaré mientras esté en este mundo».


Y aquí, la prosa se desliza al verso, e Ibn Ḥazm escribe dos poesías, en que florece el tema de la huida de la amada, como en la antes citada a la puesta del sol.

Prosigue el relato de cómo su familia tuvo que mudarse a otro lugar de Córdoba, a fines de febrero del año 1009. Era en el momento de la ruina del califato y de las guerras civiles, funestas para su familia. Su padre, el visir, murió el 22 de junio de 1012, y entre las plañideras se encontraba la muchacha de sus amores.

«Su vista despertó en mi memoria el amor enterrado en mi corazón... No había olvidado, sino que, al contrario, mi dolor se había hecho más intenso... Vinieron luego los golpes terribles del destino que nos hicieron abandonar nuestra morada; fuimos vencidos por las huestes bereberes. Salí de Córdoba el 13 de julio de 1013, y no volví a ver a la muchacha durante seis años... Regresé de nuevo en febrero de 1019, y fui a vivir con una de nuestras parientas; allí la vi y casi no la reconocí hasta que no me dijeron que era ella. Sus encantos habían bajado mucho, se había desvanecido el esplendor de su belleza, su gracia gozosa estaba marchita y se había ajado aquella tez, argentina como el brillo de una espada bruñida o de un espejo indio. [La causa era] no haberse cuidado y carecer de las atenciones de que gozó mientras estuvimos en el poder ocupándonos de ella continuamente... A pesar de todo, si hubiera logrado tener el menor contacto con ella, o si me hubiese tratado con un poco de afecto, no habría cabido de gozo y hubiera muerto de felicidad»86.


Si alguien en la Edad Media cristiana hubiera escrito unas páginas como las anteriores, figuraría hoy en la galería de genios de la literatura europea, y téngase en cuenta que mi pobre traducción de una traducción no contiene las poesías intercaladas, ni muchos detalles que he omitido «brevitatis causa». Sobre aquel musulmán cordobés del siglo XI no han ejercitado su pericia los técnicos y catadores de la belleza expresada en palabras, ni los psicólogos han trabajado sobre esta deliciosa cantera. Sin embargo, según dicen los moros, «Alá sabe lo que es verdad».

Frente al arcipreste se alzaba Ibn Ḥazm como un mundo de belleza e incertidumbre, de valores y de alegrías y a la vez de honda tristeza. No cabía ignorarlo, ni incluirlo en el marco de la didáctica moral, y Juan Ruiz lo resolvió en juego cómico y en ambigüedades aptas para eludir el insoluble problema. De ahí que la poesía personal y directa de El collar de la paloma, aparezca en el Libro de Buen Amor como una oquedad bien patente. Lo que en Ibn Ḥazm es poesía vitalizada de una vida, será en Juan Ruiz poesía de temas y de personajes ya estilizados, a través de la cual no osa mostrarse el hombre concreto que vive en un tiempo y en un espacio. El arte de Ibn Ḥazm tenía por fuerza que correr como un Guadiana por bajo de la Castilla épica y moral, forjada por los «omnes buenos» del conde Fernán González. Pero bastó percibir algo del rumor subterráneo de aquellas maravillas -que por cierto no eran las únicas-, para que el estilo del arcipreste rezume brío y vitalidad que todavía nos maravillan. Su cancionero no es ya obra árabe, sino mudéjar, algo como el grabado -reproducido en este volumen-, de una puerta del siglo XV, que figuraba junto al altar mayor de la catedral de Baeza, y que la España en ruinas y ya sin conciencia de sí misma, vendió a la Hispanic Society de Nueva York. He ahí un marco gótico, cristiano-europeo, encuadrando una decoración en arabesco, de trazos abiertos, sin fin ni reposo, en procura del ser inasible, que alterna en «dentros» y «fueras», y salta de la alegría a la decepción, del amor bueno al amor loco, de Dulcinea a Maritornes.

Ahora bien, junto a la incertidumbre cómica y humorística corre a lo largo del Libro de Buen Amor una intuición de vitalidad y firmeza, y es la que expresa el vocablo trabajar: «El mundo por dos cosas trabaja», para nutrirse el hombre y para ayuntarse con hembra (71). Broma o no broma, la mención de Aristóteles en ese pasaje descubre el interés del autor por la vida terrena, en tanto que nada se dice ahí sobre la aspiración ultraterrena, que didácticamente pensando hubiera debido ocupar el primer plano. Como quiera que ello sea, el arciprestre trata secularmente el problema del vivir y lo centra en el trabajo vital, aunque nada diga en contra de la finalidad religiosa; fuera de reconocer, según antes vimos, que el servicio de Dios sirve de refugio a quien tiene mujer fea, o a la mujer cuyo marido es vil (1.627-1.628). El interés creativo del poeta, aquello en qué puso todas sus complacencias, es el mundo de los seres vivos, o que el artista hace vivir con su poderoso estilo -aquel «galgo ligero, corredor y valiente». Cada persona, cada animal y cada cosa está vista en la perspectiva de su trabajo vital: doña Endrina, Trotaconventos, el pulpo, el buey, el atún, o los instrumentos de música. Esos seres no están sólo descritos, sino que están vistos, sentidos y expresados desde dentro de sí mismos, en proceso, de ḥadīṯ, de creación y de expresión, idea que ya nos es familiar. Y en el mismo proceso está incluso el Libro, que vive e irradia sus versos bellos y «extraños», lo mismo que «el pulpo, como tiene muchas manos, con muchos puede lidiar». Este substratum de vida -creándose, viviéndose-, no está articulado con ningún sistema ni concretado en figuras de carne y hueso, y por eso el libro de Juan Ruiz no es drama ni novela, si bien en él hay gérmenes y posibilidades para ambos. Obra, sin duda, extraña e inquietante, que nos hace percibir muy de cerca el trabajo de la historia española, encauzada por la fuerza del destino entre Oriente y Occidente.

Por lo mismo, es tarea delicada deslindar en el arcipreste -prescindiendo de lo revelado en la evidencia de su estilo-, qué sea cristiano y qué oriental. La misma ambigüedad de su poesía, ¿procede de los motivos antes indicados, o es también eco de las poéticas árabes?

«Poesía -dice un autor persa- es el arte mediante el cual las proposiciones imaginarias y sus deducciones se comportan de tal modo que pueden hacer que una cosa pequeña aparezca como grande, y una grande como pequeña; o hace que lo bueno tome el vestido del mal, y el mal el del bien. Actuando sobre la imaginación, excita la ira y la concupiscencia, y los temperamentos se exaltan o se deprimen. Con lo cual el poeta logra la realización de grandes cosas en el orden del mundo»87.


Así se justificaría el elogio de las «dueñas chicas», que ha de tener antecedentes orientales, aunque no los pueda precisar ahora.

Otro poeta dice: «El poeta no tiene más remedio que o contar mentiras, o hacer reír a la gente, pues la poesía sigue la vida humana y la naturaleza, las cuales pertenecen a las vanidades de este mundo y son radicalmente falsas»88. Un célebre asceta, nacido cerca de Alepo y contemporáneo de Ibn Ḥazm, Al-Ma‘arrī, sabe que «hay hombres de mente aguda que me llaman asceta, aunque se engañan en su diagnóstico; a pesar de disciplinar mis deseos, he abandonado los placeres terrenos porque los mejores de éstos se retiraron de mí»89. Todo lo cual hace percibir algo de la dirección y de los supuestos poéticos del arcipreste, independientemente de que también conociera la poesía de los clerici vagantes, los fabliaux, las cantigas de serrana, y cuanto hace de él un poeta cristiano y europeo a la vez que islamizado. Por eso lo hemos comparado a las obras de tipo mudéjar. Lo fundamental de su arte yace, sin embargo, en la vitalización, en la humanización de sus temas, lo cual le vino sin duda del Oriente. El poeta persa Minuchihrī (siglos X-XI) dice que la caravana camina «midiendo con sus pies las jornadas como el agrimensor mide el terreno». Y la nieve se derrite «como el enfermo a quien consume la tisis»90. Para el antes citado Al-Ma‘arrī, «el tiempo es silencioso, mas sus acontecimientos le prestan voz alta, y así parece hablar»91. Leyendo u oyendo expresiones de este tipo se formó la capacidad expresiva del arcipreste.




Hacia el sentido de Trotaconventos

El nombre es ya revelador del ánimo peregrinante del arcipreste -afán transeúnte de quien desliza su mirada por sobre «todas las cosas», sin hacer posada estable en ninguna de ellas. Tal vivir es un continuo pasar de este al otro aspecto, caminando, «trotando», yendo y viniendo de la ciudad a las sierras, del campo al mar de doña Cuaresma. Este tráfago desatado encuentra su correlato en la movilidad del mundo en torno, carente de reposo «sustancial» de «portus quietis», pues sólo nos enfrentamos con el inmediato y fascinante ajetreo del vivir, con la fluencia de los sonidos, instrumentados o no; con la deslizante vida del clérigo desde maitines a completas, con danzas, con ir y venir de mensajes de amor, con doña Endrina cruzando por la plaza, con las troteras haldeantes corriendo de convento en convento, dentro de los cuales también se camina y se trota del amor de Dios al amor de los arciprestes.

Se nos abre una seductora perspectiva. El caminar de uno a otro lugar, de uno a otro amor, es parangonable al traslado del pícaro de uno a otro amo, cada uno de los cuales aparece con su «dentro» y su «fuera» reversibles -el hidalgo del Lazarillo consta de un ilusorio «dentro» de hidalguía, y de un imaginario «fuera» de comida. Los médicos del Guzmán de Alfarache son asimismo el aspecto ilusorio de las recetas que llevan en el bolsillo y que, al buen tuntún, reparten entre sus enfermos: «Dios te la depare buena», pues sólo Dios sabe acerca de la verdad del ser de las cosas. Los pícaros que pululan por esos relatos de los siglos XVI y XVII eran españoles incapaces de sentirse realizados expandiendo una dimensión heroica, porque carecían de ella; buscaban entonces refugio en las vidas de sus prójimos o en las cosas con que tropezaban en sus trotes a lo largo del vasto mundo, y entonces hallaban que nada poseía una objetividad sobre que apoyarse -la silla se hundía al ir a sentarse en ella, lo mismo que se esfumaba la virtud de la pretendida doncella. Todo parece y nada es:


«Con su pesar la vieja díxome muchas vezes:
Acipreste, más es el roido que las nuezes».


(946)                


Las peripecias del «mozo de muchos amos» son, en última instancia, como las andanzas amorosas del arcipreste, un pasar por pasar sin demora posible. En la picaresca se intenta, una vez más, presentar la vida como un deslizarse sobre otras vidas, que existen como aspectos de una huidiza personalidad. El autor de obras pirarescas no aspiraba a describir las costumbres, ni a presentar vidas fracasadas, ni a huir ascéticamente del mundo. Juan Ruiz, los pícaros y los ascetas pretendieron proyectar la única forma de vida que poseían en el mundo que les allegaba aquel no percibir sino aspectos de cosas y personas. El arcipreste aceptó con alegre sonrisa el divertido brincar y trotarle los datos de su experiencia (formas, colores, sonidos, movimientos), que lo llevaban de uno a otro aspecto de las cosas; mas, en el siglo XVI, los ascetas se enojaban terriblemente al enfrentarse con el puro engaño del mundo92. El español del siglo XVI se sentía mal a gusto en aquella morada que le legaron los alarifes y albañiles del espíritu islámico, reforzada luego por la desesperación judaica; pero como además estaba animado por impulsos y propósitos desconocidos al Oriente, no se resignaba a aquel darse continuamente de bruces con el mundo evanescente que su ineludible historia le había legado. Su cristianismo -y aun en parte su judaísmo-, le hacían desear realidades y valores cuya ausencia no inquietaba al musulmán, pero sí al español, que se retorcía desesperado bajo la mole de los tratados ascéticos (varios millares), o caminaba sin rumbo por sendas engañosas. En aquellas «atalayas de la vida humana», alzadas por la picaresca, el verdadero protagonista no es el pícaro sino el mundo en torno a él, que tercamente afirma su irrealidad, su mera apariencia, frente al insensato que pretendió hallar en él una base más sólida:


«quien más de pan de trigo busca, sin de seso anda».


(950)                


Es lo que, en otros términos, oiremos clamar a don Juan en El burlador de Sevilla:


«Mas ¡ay! que me canso en vano
de tirar golpes al aire».


Fue siempre enigmática para mí una personalidad como Tirso de Molina, buen fraile sin duda, y autor de comedias en donde, entre otras cosas, se afirma que en aquel Madrid del siglo XVII, hasta los ángeles estaban «encinta», porque «doncella y corte son cosas que implican contradicción». Con nuestro hábito de no sorprendernos al tropezar con los extraños fenómenos de la historia hispánica, hemos aceptado como normal el que a Tirso le llamaran el «Boccaccio español». ¿Pero qué forma de vida, qué «categoría» histórica sería apta para asir una tan extraña existencia? Creo que, en sus perfiles decisivos es aplicable a Tirso el mismo esquema que se nos ha revelado al contemplar al arcipreste en su auténtica historia. Yendo derechos a nuestro propósito, afirmaremos que el personaje del Burlador al cual debe Tirso su valor perenne, sólo adquiere sentido si lo confrontamos con las formas de vida de la España islámica, con el arcipreste y con Ibn Ḥazm. El tipo de don Juan carecería de sentido en la literatura de la antigüedad o en la de Europa. Los antecedentes folklóricos que se han alegado en este caso quedan reducidos a brumosas anécdotas. Mas don Juan salta de uno a otro amor como el personaje del arcipreste en su Cancionero, que engarza «aspectos» de amor en una progresión de inconcluso arabesco, sin afincarse en una base de inconmovible humanidad93. El promorfo de tal personaje, sólo posible en el mundo islámico, aparece a comienzos del siglo XI en la obra de Ibn Ḥazm, y me imagino que antes y después de él se hallarán antecedentes y réplicas. Siempre hubo y habrá hombres que se comporten como don Juan, pero sólo la literatura árabe y luego la española han poseído medios «apercipientes» para convertir en forma de arte la vulgaridad de amar a muchas mujeres y hastiarse pronto de todas ellas. El árabe y el español islamizado percibieron en ese hecho un ejemplo más que corroborara su convicción de que el mundo, por unos u otros motivos, era un desfile de aspectos pasajeros y engañosos. La capacidad de posarse literariamente en el amor de una mujer exclusiva la adquirieron los españoles en su trato con las letras de Italia y con el neoplatonismo del Renacimiento (Garcilaso, Herrera, etc.). Durante la Edad Media, o estuvo ausente el tema de amor o fue tratado como una serie de experiencias sucesivas, como una fluencia erótica. Es lo que acontece en el Libro de Juan Ruiz o en las serranillas del marqués de Santillana (dejo a un lado la bruma mítica de los amores caballerescos, influidos por la «materia de Bretaña»).

El donjuanismo artístico (los intentos de «biologizar» a don Juan son una ingenuidad sin trascendencia) entró en la literatura para animar la creencia de que cualquier aspecto de la realidad se desvanece al ir a apoyar sobre él un afán volitivo, es un espejismo como el padecido por el alano que llevaba la pieza de carne en la boca:



«con la sombra del agua, dos tantol'semejaba,
cobdicióla abarcar, cayósele la que levava.

Por la sombra mentirosa, e por su coidar vano,
la carne que tenía, perdióla el alano».


(226, 227)                


El mancebo arriscado que pedía a sus padres que lo casaran con tres mujeres, acabó por reconocer que de una le sobraba la mitad, etc. Siguiendo ese rumbo, adquirió, trascendencia humana y poética el hecho reprobable de burlar a las mujeres, puesto que a la postre el verdadero burlado era el burlador, que se cansaba en vano de «tirar golpes al aire». Las amadas del «proto don Juan» Abū ‘Āmir iban pasando por su existencia hastiada como las imágenes de la linterna mágica se sucedían en la retina de Ibn Ḥazm, que escribe acerca de ambos hechos desde el centro de su posición islámica frente al mundo. Mas hay que transcribir este bello pasaje:

«Cuando Abū ‘Āmir veía a una muchacha esclava que le agradaba, la urgencia y la inquietud por poseerla, de tal modo se apoderaban de él, que acababa por lograrla aunque tuviera que vencer dificultades más duras que la espina del tragacanto. En cuanto estaba seguro de tener a la muchacha en su poder, su amor se cambiaba en desvío, y la ansiedad por tenerla, en ansiedad por deshacerse de ella; y su anhelo de ella en anhelo de apartarse de ella, y la vendía al precio más bajo -tal era su costumbre-, hasta despilfarrar decenas de miles de dinares. Aparte de eso -apiádese Dios de él-, era hombre culto, perspicaz e inteligente, de noble ánimo, amable, ingenioso, de gran distinción, de rango elevado y con gran poder»94.

Lo hermoso de su rostro y lo perfecto de sus rasgos no caben en ninguna descripción, y toda imaginación resulta débil para describir el más mínimo detalle de su belleza... Los viajeros se apartaban adrede de su camino, a fin de pasar por la puerta de su casa, sita en la calle que empieza donde está el arroyo que corre junto a la puerta de nuestra casa al Este de Córdoba, y sigue hacia el palacio de Az-Zāhira... Hacían eso sólo para lograr una mirada de él.

Muchas jóvenes esclavas murieron a causa de su amor; se enamoraban apasionadamente y se entregaban del todo a él; y las traicionaba en las esperanzas que pusieron en él; y viniendo a ser rehenes del infortunio, la soledad las mataba.

Conozco a una de esas muchachas esclavas llamada Afra; recuerdo que no ocultaba su amor por él en donde quiera que se sentase, y sus lágrimas nunca se secaban...

Él mismo me contó, hablando de sí mismo, que estaba cansado de su propio nombre, además de todo. Cambiaba de amigos muy a menudo, a pesar de ser joven; no se apegaba a ninguna clase de vestidos... Sobre este tema digo:

No prendas tu esperanza en quien se aburre tan ligeramente: En un hombre así no cabe confiar.

Deja el amor de un hombre de tal condición: Es un préstamo que hay que devolver»95.


En ese aristócrata, veleidoso y presa del aburrimiento, se halla la fuente remota de El burlador de Tirso, a través de una tradición cuyos eslabones es indiferente que toquemos o no con la mano96. La enigmática personalidad del Burlador -nobles cualidades de gran señor en una vertiente de su alma, sensibilidad moral encallecida en otra-, esa personalidad adquiere ahora sentido histórico, como lo adquieren las metáforas poéticas procedentes de la literatura árabe en Lope, Góngora y Calderón, y tanta otra cosa, que a poca costa hallarán los interesados en salir de la abstracción histórica.

Tirso encuadró a su don Juan en un marco católico, y lo concibió como contraste dramático con las gentes y las creencias en torno a él. Lo hizo por ser cristiano y vivir también en la tradición del personalismo renacentista. Mas la entraña misma de El burlador es incomprensible sin tener presente una estructura de vida en la cual los «aspectos» de lo humano se enfrenten con los divinos, y en donde tales aspectos se desenvuelvan en abierta y continua peregrinación. El Comendador se vuelve una estatua muerta y viva, y un espectro «muerto» y «vivo», portador de un mensaje divino, y pícaro que falta a su palabra y engaña a don Juan, mejor caballero que aquel hombre-estatua-fantasma. Don Juan es simultáneamente bueno y malo, pues es capaz de arriesgar su vida por salvar la de su criado -como el Enrico de El condenado por desconfiado, también de Tirso, gran criminal e hijo abnegado todo en una pieza. El gran dramaturgo seguía inscrito -él y sus personajes- en la forma de vida que hemos descubierto en el arcipreste de Hita.

La literatura española, como ninguna otra de Europa, practicó el arte de convertir ciertos personajes literarios en figuras vivientes: Trotaconventos, Celestina, Lazarillo, don Quijote, Dulcinea, don Juan. La capacidad de dar vida -a veces internacional- a semejantes seres comenzó en el siglo XIV y se extinguió en el XVII97. Otras literaturas presentan este fenómeno en escala muy reducida, y sobre todo en otra forma. La literatura francesa de los siglos XVI y XVII dio vida a los gargantúa y a los tartuffe como superlativos de cualidades viciosas (glotonería e hipocresía), no como representaciones totales de una persona. La lengua española es en cambio pobrísima, o más bien, incapaz de crear nombres de cosas basados en nombres personales: italiano volt (de Volta); francés mansarde 'bohardilla' (de Mansard), silhouette (de Étienne de Silhouette), ampère (de Ampére); inglés watt, mercerize 'tratar de cierto modo las fibras del algodón' (de Mercer); alemán Ohm, Gauss (de los nombres de esos físicos), etc. En español cabe llamar churrigueresco (de Churriguera) a una forma de arte, pero no a objetos del pensar científico, y escasamente a objetos comunes del tipo del francés béchamel, de Louis de Béchamel, despensero de Luis XIV. El mundo español, rebosante de conciencia, personal y vacío de cosas, se descubre en el idioma una vez más98.

El hecho de salir un personaje literario a andar por la calle, es correlativo de su existencia como figura imaginada y como persona de carne y hueso ante la fantasía del lector o espectador:


«cual palabra te dizen, tal coraçón te meten».


(Arcipreste, 95)                


Cuando Alfonso de Paradinas terminó de copiar un manuscrito del Libro de Buen Amor, a comienzos del siglo XV, sintió aquella obra como una confesión personal, y añadió al final de su copia que Juan Ruiz compuso su libro «seyendo preso por mandado del cardenal don Gil, arçobispo de Toledo» (ed. Ducamin, p. 327). Paradinas, un escolar muy estudioso, tomó a Juan Ruiz como un ser vivo, pues en 40 versos iniciales pide a Dios que saque «a mí coitado, de esta mala presión... Mexías, tú me salva, sin culpa e sin pena» (1, 4). Con buen fundamento piensan Leo Spitzer y otros que esta prisión es puramente espiritual, la del mundo pecador; pero el copista salmantino y, con él, lectores muy calificados, han creído otra cosa. Nótese que Juan Ruiz achaca «esta coita maña», no solo a sus pecados, sino a la mala obra de «traidores» y «mezcladores» (7, 10), que le han levantado culpas infundadas. Nos encontramos así, desde el comienzo del Cancionero, con el doble juego que correrá a lo largo de todo él; aquí, entre el pecador y el delincuente, entre el hombre espiritual y el de carne y hueso, pues caercería de sentido aludir a los traidores y mezclarores si el poeta sólo pensara en el tribunal divino, y no en el de los hombres. Dios no se hace eco de chismes.

El personaje poético prolonga hacia abajo su, existencia y llega al plano de lo no poético, lo mismo que en El entierro del Conde de Orgaz, de El Greco, el cuerpo glorioso del conde aparece por encima del cuerpo terreno de aquél. El personaje Juan Ruiz penetra así en la esfera de lo consabido al decir: «faz que todo se torne sobre los mezcladores» (10), lo mismo que cuando se declara más ignorante «que buey de cabestro» (151). El lector se coloca a nivel con este ser visible y tangible, y lo toma por una figura real que habla en primera persona. En la proyección de la obra poética sobre el lector se refleja su ambivalencia «centáurica», lo cual importa mucho más que si el arcipreste fue en efecto un señor Juan Ruiz, preso o no preso por el arzobispo de Toledo.

Por el mismo portillo que hizo posible escapar al arcipreste de su recinto poético99 y aparecer como un clérigo pescozudo, sensual y alborotado, por la misma abertura se deslizarían más tarde Trotaconventos, Celestina y sus semejantes literarios. De nada sirve que la lógica racionalista disuelva estas figuras en temas impersonales. Más en lo cierto estaba aquella insensata mujer del Corbacho, que fuera de sí por haber desaparecido su gallina, pedía a gritos que le llamaran «a Trotaconventos, la vieja de mi prima, que venga y vaya de casa en casa buscando la mi gallina». También Balzac, en el delirio de su agonía, cuando las supremas verdades comienzan a asomar, reclamaba como último asidero para su esperanza, la presencia del doctor Bianchon, el médico de sus novelas.

Una vez fuera de su marco, Trotaconventos se vuelve trotaconventos: «lo que más de esto siento -dice Pármeno en la Celestina- es venir a manos de aquella trotaconventos, después de tres veces emplumada» (acto III). De no haberla eclipsado su colega Celestina, trotaconventos habría sido el nombre de la alcahueta en español. Los nombres de origen literario (con excepción de quijote), son expresiones antonomásticas de tipos ya existentes: celestina-alcahueta, lazarillo-guión, don Juan-burlador.

Interesa ahora analizar el origen árabe deja alcahueta, alqawād, y de sus conexos alcabuete, alcabote, alcayuete; cat. arcabot, gall. alcayote, prov. alcaot, alcavot. El segundo diptongo de al-qawwād (en hispano-árabe caguīd, de al-qawwēd) se equiparó al de puarta, puerta, y fue expresado como o en catalán, provenzal y gallego, que no diptongan esa vocal. Al-qawwād se dijo primero de quien llevaba un caballo de regalo, de parte de su amo; siendo eso un medio de captarse la simpatía del marido a fin de llegar a su mujer, la intención significativa se desvió hacia la acción de seducir100.

No es, por consiguiente, en la literatura latina en donde debe buscarse el tipo de Trotaconventos, sino en la tradición árabe y en la vida española penetrada de aquélla. «Otros y ha que se trabajan de las corromper [a las mujeres] por alcahuetas..., de guisa que por el gran afincamiento que les fazen, tales y ha de ellas que vienen a fazer yerro» (Partida VII, tít. VI, ley 5). Quedaba infamado quien «ande en trujamanía, alcaotando e sosacando las mujeres para otro» (ibid., ley 4). Se castigaba con pena de muerte a quien «alcahotasse a otra mujer casada, o virgen o religiosa» (VII, XXII, 2). En otros textos legales, que no vale la pena citar, se asociaba a las alcahuetas con los adivinos y los «sorteros» que practicaban artes mágicas.

En la literatura del siglo XVII el tema se trata ya irónicamente, según vimos aconteció también con Santiago. Los motivos de la vida tradicional se escindían entonces entre su existencia y la razón de su existencia, al ser contemplados en dimensión social. La «sociedad» era el nuevo personaje de una época en la cual la, tradición se magnificaba, se ironizaba o se quebraba al ser interpretada socialmente. Según Cervantes el oficio de alcahuete debía ejercerlo «gente muy bien nacida, y aun debía haber veedor y examinador de los tales» (I, 22). Se tiene entonces conciencia «social» de la alcahuetería, lo mismo que del honor, de la religión, de la nobleza, o de la política contemporánea, y así es posible la actitud irónica de Cervantes. Después de él dirá Lope de Vega: «Cierto que habría de haber / con salario y mucho honor, /sus corredores de amor / para llevar y traer»101. Al análisis irónico-lógico (una crítica que tiene la apariencia de un juicio razonable) sucede la descomposición metafórica del tema. Las metáforas sobre el tema social registran, como un sutil sismógrafo, el cataclismo de su hundimiento. Antes vimos a Santiago convertirse en San-Trago, y ahora Tirso llamará a la alcahueta «Mercurio» (Santo y sastre, I), y Calderón, «agente de negocios de Cupido» (Celos aun del aire matan, I).

La profesión de alcahuete aún existía a comienzos del siglo XVII como un uso legado, no por Ovidio, sino por la tradición islámica. Lope de Vega se ocupó durante largos años en escribir las cartas de amor del duque de Sessa: había alcahuetes en el teatro de su vida, lo mismo que en la vida de su teatro, en virtud de unas relaciones entre vida y arte que recuerdan cada vez más el mundo del Libro de Buen Amor. Lo nuevo era que tal forma de vida fuese refractada por una atmósfera antes inexistente, por la conciencia de una sociedad «social» -no meramente religiosa, moral, jurídica o política, sino hecha con lo «social» de todo eso. La convivencia de los españoles, en sí misma, se había vuelto un problema con el que ineludiblemente había que encontrarse.

Retornando al Cancionero de Juan Ruiz veremos que el tema de la alcahueta, ocurre como un lugar común propio de la literatura árabe y como referencia a algo consabido del lector u oyente, familiarizados con el tipo de la morisca que iba por las calles tañendo el adufe y pregonando su mercancía, y entraba en las casas para llevar o traer mensajes de amor. Fantasía y experiencia se daban las manos en perfecta concordia, aquí como en sus antecedentes árabes. La alcahueta de El collar de la paloma vive en la poesía de Ibn Ḥazm, en sus juicios sobre ella y en la ciudad de Córdoba:

«Tu mensajera es una espada en tu mano derecha; escoge en tal caso una espada cortante, y no pegues con ella antes de afilarla, pues el daño sería para quien neciamente confió en ella».


(p. 49)                


«Tipos de éstos se encuentran entre las mujeres que andan con muletas y llevan rosarios y vestidos rojos. Recuerdo que, en Córdoba, se advertía a las muchachas jóvenes que se precaviesen contra mujeres de tal catadura, en donde quiera que las encontrasen».


(p. 50)                


Juan Ruiz conocería este u otros tratamientos literarios del viejo tema, propio del Oriente102, y el estilo en que lo concibe sigue siendo oriental. La vieja oscila entre la vaga y abstracta determinación de un nombre y una figura descrita en sus aspectos y en sus actos, y hasta dialogando con otras personas. Esa figura (o intención de figura) va entrando en diferentes marcos personales, es una y a la vez varias según el modo oriental. Se llama Urraca o Trotaconventos; su nombre es sentido ya como común, ya como propio:


«estas trotaconventos fazen muchas baratas».


(441)                



«busqué trotaconventos qual me mandó el amor».


(697)                



«era vieja buhona, déstas que venden joyas».


(699)                



«La buhona con farnero va taniendo cascaveles,
meneando de sus joyas, sortijas e alfileres;
dezía por fazalejas: "¡comprad aquestos manteles!"»103.


(723)                


En el último texto la figura es vaga y genérica, pero ya se recorta en el acto de lanzar un pregón; pregonar así toallas no es tan indeterminado como «déstas que venden joyas».

Mucha más vida recibe el personaje en lo que consideramos como el primer intento de diálogo novelesco en español. En la novelita De amore, utilizada por el arcipreste en el episodio de doña Endrina (llamada Galatea en el original); ésta carece de madre; mas aquí doña Endrina es hija de doña Rama, la cual asoma en una escena cómico-novelesca, única en la Edad Media española. La Vieja inventa un pretexto para entrar en casa de doña Rama; viene sin aliento, huyendo de un hombrón, que la ha estado acosando todo el día para que le devuelva una sortija que le había entregado para vender; la Vieja no entiende semejante persecución, pues el tal es muy rico. Intrigada por aquella historia, doña Rama se sale a la calle para curiosear, y ver a tan curioso sujeto. Eso es lo «psicológicamente» planeado por la Vieja, quien aprovecha el instante para hablar a solas con la muchacha.


«Fuese a casa de la dueña; dixo "¿quién mora aquí?".
Respondió la madre: "¿quién es que llama y?".
-"Señora doña Rama, yo, que por mi mal vos vi,
que las mis fadas negras non se parten de mi".
Díxole doña Rama: "¿cómo venides, amiga?".
-"¿Cómo vengo, señora? Non sé cómo me lo diga:
corrida e amarga, que me diz toda enemiga
uno, non sé quién es, mayor que aquella viga.
Ándame todo el día como a cierva corriendo,
como el diablo al rico ome, así me anda seguiendo,
quel lieve la sortija que traía vendiendo:
está lleno de doblas, fascas que no lo entiendo".
Desque oyó esto la renzellosa vieja,
dexóla con la fija, e fuése a la calleja».


(824-827)                


La cómica escena está basada en marrullería morisca, y recuerda el aire de los Engaños y assayamientos de las mujeres, de algunos cuentos de la Disciplina clericalis y de Calila e Dimna. La novedad es el diálogo, el estilo emotivo y agitado, el hablar desde dentro de uno mismo, con las mismas fórmulas que siguen usando las mujeres: «¿Cómo vengo, señora? Non sé cómo me lo diga», con ese, me de emotividad femenina. La Vieja aparece en un «aquí» y un «ahora» al señalar con su invisible dedo «aquella viga», para medir la longitud del hombre que la ha perseguido: «Ándame todo el día como a cierva corriendo». He ahí un balbuceo de vida que quiere expresarse.

Mas lo que predomina es el tono genérico y abstracto:


«Dixo Trotaconventos: "¿quién es, fija señora?
Es aparado bueno que Dios vos traxo agora"».


(738)                



«Dixo Trotaconventos: "a la vieja pepita,
ya la cruz la levase con el agua bendita"».


(868)                



«Vínome Trotaconventos, alegre con el mandado».


(845)                



«Busqué trotaconventos que siguiese viaje,
que éstas son comienço para el santo pasaje»,


(912)                


en donde vuelve a tratarse de «una trotaconventos». En «díxome esta vieja, por nombre ha Urraca» (919), el ser migratorio que estamos persiguiendo se ha introducido en otro nombre, Urraca, el cual a su vez se desliza o se desenvuelve en «picaça parladera». La vieja se enoja entonces y sale de su marco de alcahueta para entrar en el del «divulgador» o «propalador de secretos»104.


«Fue sañuda la vieja, tanto que amaravilla:
toda la poridat fue luego descobrilla».


(921)                


La Vieja cambia de papel y de tipo, porque su persona, su nombre y sus acciones son tan cambiables y deslizantes como el Libro mismo:


«E con tanto faré
punto a mi librete, mas non lo cerraré».


(1.626)                


El Libro es tan abierto e indefinido como la Vieja, la cual recibe 42 nombres: «escofina, pala, campana, taravilla, escalera, abejón»... (924-927). La Vieja también sería como un instrumento, que a unos sonaría a campana y a otros a taravilla; es lo que cada uno la llama: «nunca le digas trotera, aunque por ti corra»; es como el proceso de su función andariega, cuyos pasos van suscitando nombres y aspectos también ambulantes:


«Dezir todos sus nombres es a mí fuerte cosa;
nombres e maestrías más tiene que raposa».


(927)                


El existir de la Vieja consiste en el desplegarse de sus aspectos-nombres: vieja, urraca (parlanchina), picaza, trotera, trotaconventos... Su vida es tan abierta como la del arcipreste (preso en la prisión de los pecados y en la prisión de su pueblo), y como la de su «librete», abierto a cuantos deseen meter en él su pluma poética. Ni aquí, ni en la literatura árabe nada está pensado o representado como un trozo de existencia absoluta, demarcada por un límite real o ideal. Los objetos de la experiencia interna y externa acaban por resolverse en la fluencia de su discurrir. Ibn Ḥazm tenía un amigo, Ibn aṭ-Ṭubnī, el cual «era como si la belleza hubiera sido formada según su modelo o hubiera sido formada según el alma de cualquiera que lo viese»105. Es decir, la creencia de que un ser bello realiza o incorpora a sí la idea preexistente de belleza invierte ahora sus términos: es el ser bello quien comunica su belleza a la idea arquetipo de la belleza, y la comunica también a cualquiera que lo vea, el cual queda así convertido en arquetipo de belleza. Los seres, en lo que tienen de más esencial (la idea que los hace posibles), serían como imágenes que de un espejo se reflejaran en otro, indefinidamente. Siendo esto así, tanto vale tomar como realidad el término (objeto) de la intención significativa de una palabra, como tomar la mención de algo como término de la intención de realizarse de «algo», que así se refleja y vive en la palabra. Por consiguiente, a mayor apetencia de realidad, mayor número de palabras. El «verbalismo» sería entonces un reflejo del afán de riqueza existencial; y sería impropio aplicar a tal fenómeno nuestros criterios occidentales de llegar a la verdad mediante la reducción de las apariencias movibles a esencias quietas y únicas; o decir que ese procedimiento de llegar a la realidad es superficial y errado, porque la esencia se trueca entonces en el rótulo que le aplica el deseo. Pero si el deseo está guiado del acierto para «adivinar» y sugerir las formas o símbolos en que «eso» que hay, sea lo que sea, está pugnando por expresarse, entonces surge la dimensión artística en la vida humana. El poeta, como cualquier artista, no averigua nada, sino que adivina, y su adivinanza no tiene sentido sino para quienes estén también en trance de querer adivinar.

Volviendo a nuestro problema, decíamos que las palabras pueden ser cristal transparente que permite ver lo que para nosotros sea fondo de los objetos, o entidades en que «eso» que haya ahí infunde su ser. Por tanto, a mayor apetencia de posibles realidades, mayor volumen verbal, porque la palabra es existencia irradiada a ella, índice de las infinitas refracciones por donde siguen peregrinando las existencias. Lejos de pretender posarse en una persona, objeto o vocablo únicos y definitorios, para cimentar así una realidad firme y veraz consigo misma. Ibn Ḥazm descompone, refracta la excelencia de su antes citado amigo en 29 menciones valiosas, sin orden o jerarquía que las estructure: «belleza, hermosura, forma del cuerpo, moderación, reserva..., indulgencia, razón, hombría..., saber de memoria el Alcorán y los hadices, gramática, caligrafía, elocuencia, teología, etc.». Ese hombre se esparce en irradiaciones, y según como lo miremos, aparecerá como hermoso, calígrafo o teólogo, y como posee muchos aspectos, ha de expresarse en muchas palabras, por lo mismo que el pulpo (según antes vimos),


«como tiene muchas manos, con muchos quiere lidiar».


(1.116)                


El mismo procedimiento usa Ibn Ḥazm para decir qué sea un buen amigo; en lugar de tratar de reducirlo a un punto central y esencial, lo despliega en 48 rasgos o aspectos: «agradable al hablar, sencillo en su vida, agudo en su proceder, de sutil penetración...», en cuyo volumen verbal se instala el buen amigo. Su esencia inasequible se desgrana en una letanía de laudes, lo mismo que la esencia divina sólo nos es accesible en la enumeración reiterada y vuelta a reiterar de sus perfecciones106.

Ahora bien, letanía verbal aunque con un propósito invertido, es la sarta de nombres que no deben darse (y que se dan) a las viejas trotaconventos, nombres que no son metáforas (como el «águila de Patmos» es san Juan), porque aquí, detrás de cada metáfora, hallamos otra, en serie indefinida. Lo metafórico es el tope siempre movible y desplazable con que nos encontramos al intentar pasar de la metáfora a lo que no lo es. Se pasa de uno a otro nombre como se pasa de amar a una mujer a amar a otra. La reiteración es un procedimiento expresivo inseparable de la esencia de este arte: «Otrosí vos dixe [...] Ya os dixe [...] La mi vieja sabida» (937, 939, 1.317). Mas la insistente reiteración acabó por persuadir al autor y al lector de que a la tan llevada y traída Vieja correspondía un ser vivo. Aunque Urraca y Trotaconventos sólo sean aspectos nominales de la vaga entidad «Vieja», y no tengan más intención personalizados que «campana, taravilla, picaza», etc., el nombre Trotaconventos acabó por ser sentido como si se refiriera a alguien determinado, sobre todo porque al hacer morir a Trotaconventos, Juan Ruiz le extendió una fe de vida:


«E yo con pessar grande non puedo dezir gota,
porque Trotaconventos ya non anda nin trota.
Murió a mí serviendo, lo que me desconuerta;
non sé cómo lo diga, que mucha buena puerta
me fué después cerrada que antes me era abierta».


(1.518-1.519)                


El planto que sigue a continuación es de tal viveza, que lectores y oidores lo tomaron como algo que parecía verdad:


«¡Ay, muerte, muerta seas, muerta e mal andante!
¡Mataste a mi vieja, matasses a mí antes!».


(1.520)                


Quienes oían recitar cantares de gesta, o romances, sabían que el Cid y el rey don Sancho eran personas de verdad, aunque la poesía las presentara como quiera que fuese. Mas el arcipreste decía:


«¡Ay, mi Trotaconventos, mi leal verdadera!
Muchos te seguían viva, muerta yazes señera»,


(1.569)                


¿cómo no iba a haber sido esta persona un ser realmente existente? La muerte y el acento dolido de quien la plañía convirtieron a Trotaconventos en una persona viva. La literatura no se escribió para que hoy escribamos artículos eruditos acerca de ella. El que Trotaconventos siguiera viviendo en el aire de la calle, dice más sobre su vida que cualquier análisis lógico107.

El planto a la muerte de Trotaconventos, con su solemne comicidad, vale como el comienzo de lo que luego se llamaría humorismo español, una actitud posible en donde los ánimos se sentían simultáneamente en el cielo y en la tierra. Trotaconventos gozaba de la gracia de Dios por haber sido una «buena trotera», una «mártir»; por haber muerto luchando en el campo del amor. Dice Ibn Ḥazm: Quien se enamoró apasionadamente, se abstuvo y murió, es un mártir. Y sobre este tema compuse un poema, del cual cito:


«Si perezco de amor, pereceré como un mártir»,


(p. 167)                


como quienes sucumben en la guerra santa. La Vieja trotera se infunde en la mártir que goza de Dios, ni más ni menos que como el arcipreste se infunde en don Melón de la Huerta.


«¿A dó te me han levado? Non sé cosa certera;
nunca torna con nuevas quien anda esa carrera.
Cierto, en paraíso estás tú assentada;
con los mártires deves estar acompañada:
siempre en el mundo fuste por Dios martiriada»108.


(1.569-1.570)                


Esas danzas y mudanzas de aspectos adquieren sentido humorístico al ser vistas e interpretadas desde el lado cristiano; para el musulmán Dios andaba «entre los pucheros» no sólo en ésta, sino también en la otra vida. La simbiosis islámico-cristiana permitió al arcipreste y a Trotaconventos seguir existiendo fuera de su libro, cosa que no aconteció a los personajes literarios de otras literaturas. El Ibn Ḥazm que se eleva por sobre las nubes de sus metáforas líricas es a la vez el que escribe: «Os contaré acerca de Abū Bakr, mi hermano -Dios lo haya perdonado-, que se casó con ‘Ātika, hija de Qand, adelantado de la frontera Norte en tiempos de Almanzor» (p. 168). El sujeto poético y el real se confunden aquí, lo mismo que en el caso del arcipreste, ignorante «como un buey de cabestro», y deambulando por las calles de Hita, Alcalá o Toledo, como un ser poético y también como referencia a un hombre de carne y hueso.

La institución del intermediario en amores, presente en la vida, en las leyes y en la literatura de España, sale del marco de la pretendida influencia ovidiana al contemplarlo en su total complejidad. Este fenómeno, como tantos otros, es indisoluble de la situación vital de un país entremezclado con moros y judíos durante 900 años. Ninguna literatura europea ha dotado de destacada existencia a tipos como Trotaconventos o Celestina, no obstante ser universal la tercería amorosa. El motivo pudiera ser que para el oriental el trato con mujeres significaba ingresar en una intrincada organización, llena de fórmulas, ritos y jerarquías. El libro de amor, de estilo oriental, fue desconocido en Grecia y Roma109, y su aparición en la Edad Media (con André le Chapelain, por ejemplo) es un eco de obras del tipo de la de Ibn Ḥazm. La sombra de pecado que el cristianismo (y antes el judaísmo) proyectaba sobre la vida sexual era desconocida para el Oriente. «La mujer pública, dotada de buenas disposiciones y belleza seductora, y en posesión de las mencionadas 64 aptitudes domésticas, artísticas y sociales, recibe el nombre de ganika. Siempre respetada por el rey y loada por las personas instruidas..., se convierte en objeto de la consideración universal»110.

El oriental no vivía individuado, sino sumido y flotando en la creencia social. La persona es entonces como una cresta de ola en un mar en que hay dharma (religión), artha (riqueza) y kama (amor). La relación con la vida tiene lugar a través de normas y hábitos, enlazados con la noción de casta, rango, etc. La creencia y el consenso lo fundamentan todo. (En un mundo así el rey Roberto II de Francia no hubiera pretendido que él y sus descendientes poseían la virtud de sanar escrófulas.) El sabio no entraba a formar parte de grupos sociales que el «público» despreciaba. De semejante medio no podía salir un Tales de Mileto afanoso de captar la esencia del cosmos con su pensamiento, pues el oriental se consideraba «pensado», no pensante. Pensar consistía en averiguar cómo lo habían pensado a uno.

Con Trotaconventos y Celestina aflora al plano del arte un rito milenario, bien ensamblado con la forma total de la vida centro y surasiática, una vida en la cual España participó por espacio de nueve siglos. El Ferrant García del arcipreste -el infiel mensajero que le arrebató a Cruz Cruzada-, nunca hubiera entrado en el famoso zéjel «Cruz Cruzada, panadera», moldeado en puro estilo oriental, si en los Kama Sutra no figurara ya el tipo del mensajero infiel dentro del embrollado mundo de la mediación en amor. Aparece así el llamado «mediador por su propia cuenta», el hombre o mujer que «obrando como alcahuete por otra persona, y sin haber conocido antes a la mujer, la conquista para él, y hace así fracasar al otro» (p. 189). Hoy esto nos suena a picaresca malicia, pero un indio, Ibn Ḥazm o el arcipreste se acercaban a semejante tema con el mismo ánimo usado hoy al hablar de un corredor de bolsa que ha estafado a su cliente.

El oriental estaba sumido en la bruma del espíritu, algo así como el occidental lo está hoy en el anonimato del dinero. En la bolsa del amor, Trotaconventos actuaba de habilísimo agente. El oriental, o el arcipreste, no concebían la relación con una mujer en forma suelta y libre111, sino en enlace con las creencias y el ritual de una mitología erótica poblada de buenos y malos ángeles (el buen amigo, la fiel mensajera, la sumisión, el enamorarse en sueños o de oídas, el guardador, el mezclador, el descubridor de la poridad, etc.)112. Esa mitología era para el enamorado lo que el mar para el pez, y se articulaba en fórmulas y ritos bien especificados113.

En relación con todo ello hay que entender la presencia de la intermediaria en amor dentro del Libro del arcipreste.



Hemos de terminar el análisis de la obra de Juan Ruiz, sin presentar cada uno de sus temas dentro de conexiones ya obvias, y que el lector podrá completar si gusta. La doble vertiente (buen amor-amor loco, dentro-fuera, chico-grande, aspecto miserable-sabiduría eficaz, etc.) es la ley vital latente bajo el arte de Juan Ruiz. Como un último ejemplo, sin embargo, mencionaría la disputa del doctor griego con el ribaldo romano, de tradición claramente oriental, pues también se trata de una continuidad de aspectos que van desapareciendo y recreándose en serie abierta, aunque el arcipreste presentara aquí con un sesgo cómico y alegre lo antes tratado en serio y con gravedad. Leemos en el Bonium o Bocados de oro, que Aristóteles, sirviente de Nicóforis, sabía más que su amo de las enseñanzas de Platón. Éste le consintió que mostrara su ciencia: «El moço subió luego a la trebuna muy mal arropado, e la parecencia del non era de omne de grand saber pero quando él començó a fablar, el rey e quantos estaban con él en el palacio fueron maravillados» (ed. Knust, p. 78).

Y en esta brusca forma he de poner término -sacrificando abundantes datos-, a lo que quiso ser un libro sobre el Libro de Buen Amor y es sólo un perfil, ceñido lo más posible a su realidad histórico-vital. En esta obra, como en las demás antes analizadas, se nos ha hecho patente la estructura peculiar de la vida española.