Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El magisterio de Rafael Lapesa

Manuel Alvar





Un viejo refrán dice que «no son todos los días uno»; el mío diferente fue el 14 de abril de 1944. Había llegado a Salamanca, que me esperaba desabrida, desde una Zaragoza, áspera. Las cosas no pudieron empezar peor, pero yo llevaba una carta de mi maestro don José Manuel Blecua para alguien que podría ser mi maestro, se llamaba don Rafael Lapesa. Sí, también en las manos indecisas, don Francisco Ynduráin había puesto otras cartas para otros maestros. En mí todo eran zozobras y desalientos. Cambiar la ciudad propia y los rostros amigos por aquel prodigio distante y adverso. Hasta que me acerqué a don Rafael: mis cuitas, mi lejanía, la enseñanza libre. Ahora cuando tan lejos evoco aquellos días, aún no salgo de mi asombro. La Universidad a la que yo llegué era lo que he querido que fuera una Universidad: centro de convivencia y generosidad de todos. Así eran a mis ojos las cosas que contemplaba, tan distintas de estas otras, democratizadas, asalariadas y desganadas. Si yo soñé con una Universidad, en la que todavía vivo mi soledad, fue porque uno de aquellos maestros se llamaba Rafael Lapesa. Don Rafael me dedicó horas de su día, para encaminar mis pasos, para facilitar mi tarea, para quitarme el aire de estornino asustadizo que yo llevaba. Me sentó a su lado: me dictaba libros, me proponía tareas, me ofrecía más tiempo todavía. Cuando yo volvía a Zaragoza fui a despedirme de él y me llevó a un café de la plaza Mayor, hice un amago hacia el bolsillo y riendo me dijo: «No, Alvar, no, eso son privilegios de la edad. Y mándeme sus transcripciones.» Puntualmente le enviaba mis trabajos y él, puntualmente, me los devolvía corregidos: con una tinta roja que para mí no era agresiva, sino tranquilizadora, con algunas palabras cariñosas por añadidura.

Vino el curso siguiente y yo fui su alumno en unas clases muy poco numerosas. Nos hablaba del mester de clerecía y guardo -aún- aquellos apuntes; nos dictaba una historia de la lingüística y yo no guardo los apuntes: se fueron quedando a pedazos en esos trabajos de que si memoria pedagógica, que si concepto de la asignatura y que si lección magistral. Pero yo aprendí con él muchas cosas: la atención que los alumnos merecen, las lecciones preparadas cada día, la puntualidad en las clases. (Anaya tenía un pasillo frío y estrecho, don Rafael pasaba entre aquellos mozalbetes inclinándose ligeramente, tendía una mano con timidez para abrirse paso mientras llevaba la otra al sombrero para saludarnos. Aquel gesto, aquel sombrero gris, aquel indeciso tartamudeo cortaban la algaraza y el ángel del respeto nos acogía a todos: Ha venido don Rafael.) Las clases eran escuetas, y reposadas; de vez en cuando la ironía brotaba como una flor fresca: ay, este Berceo; mira que llamar nuera de Dios a la Virgen María, y seguía iluminando nuestra ignorancia.

Yo no sabía -¿cómo podría saberlo?- que aquel hombre que me acogía, que me soportaba con paciencia, que me dedicaba horas y horas era un hombre que sufría. Que su vida estaba mar cada por la más estúpida de las persecuciones. Que Pilar, la mujer -tan delicada, de voz tan suave-, sufría también a su lado. Lo supe muchos años más tarde y él jamás me lo dijo. Después empecé a ir a su casa de Bárbara de Braganza y con una piedad infinita corregía mis dislates, pero a mí nunca me corregía: sí, podría ser, pero acaso, también... Veía unas anotaciones con la punta finísima de un lápiz verde (ya era licenciado y el color se hacía menos desabrido). Así día a día, ¿cuántos? Sobre las galeradas del Campo de jaca, sobre las hojas del Libro Verde de Aragón. Don Rafael me ofrecía café, me enseñaba un álbum con firmas ilustres (aquella larga de Valle-Inclán), me hablaba de cosas que yo nunca había oído. A veces los alumnos franceses, como la muchachita que sabía relacionar lacerio con Lazarillo, o el Garcilaso preparado ya para la Revista de Occidente. Leí el texto mecanografiado: debía ser muy sabio, pero me deslumbraron aquellas páginas que caracterizaban el Renacimiento y me deslumbró la exquisita pulcritud con que corregía el texto o la regularidad geométrica con que tachaba una palabra superflua. En aquel libro aprendí que hasta una enmienda puede tener categoría estética, porque también sirve para enderezar al fin los pasos.

Necesitaba mi recuerdo. Hoy, cuarenta y cuatro años más tarde, nos reunimos para honrar a un hombre de muy ponderadas virtudes y yo viví en su cercanía algunas lecciones que, sin darse cuenta, me ofreció. Si no aprendí más es por eso de que «no es mayor el discípulo que el maestro», pero me quedó para siempre una doctrina nunca escrita, y que grabé ahincadamente la dedicación, el trabajo gustoso y la liberalidad.

Porque la vida de Lapesa es un continuo darse a los demás, como el mar a las arenas, dice un proverbio indio. Y el mar entra y las arenas quedan embebidas y en un momento el agua puede borbotar de nuevo. Darse es ese tiempo, ese gesto, esa discreción. Pero darse es también anhelar perfecciones para que los demás puedan caminar sin desazones. Estoy pensando en un libro admirable: Asturiano y provenzal en el Fuero de Avilés. Ahí había un enorme saber dialectal, una profunda visión histórica, un método plural porque múltiples eran los problemas que debían resolverse. El aprendiz de dialectólogo quedó deslumbrado, pero era inseguro su saber y con nadie lo podía compartir. Vio un periódico y leyó unas declaraciones de Menéndez Pidal: para el maestro era un libro «magistral». El mozo en agraz entonces, tantos años hace, desde Alemania dijo lo que el libro significaba y hoy vuelve a repetirlo. Más aún, quiere señalar cómo la ciencia de Lapesa no ha sido nunca limitada o particularista, sino integradora y general. Ahí estaba -¿ lo había intuido nadie en España?- la diacronía explicada por la sincronía, la geografía lingüística de la mano de la historia. Libro magistral, pero símbolo de una vida científica, si no era también símbolo de la otra: ni dicotomías, ni intransigencias. Todo puede cohonestarse si un espíritu grande sabe acoger las partecillas dispersas e integrarlas en una síntesis. La ciencia, por serlo, trascendía de sí misma y se convertía en ética. Que todas las verdades no son otra cosa que parcelas de la Verdad. Gran lección la de este libro sabio porque hablaba como el hombre que le prestó su aliento para que pudiera vivir.

Pero es que, además, este libro plantea los problemas de convivencia que no poco tienen que ver con la lengua. Vivir es una realidad problemática, pero vivir unidas gentes de culturas o religiones distintas es más que problemático. Porque el fuero de Avilés señala la convivencia de gentes occitánicas y asturianas nos está hablando ya de unas exigencias de respeto: supremo alcance que deberán tener las leyes que se dicten. Sólo la tolerancia florece en intercambio s, pues intransigencia sería negar la sal y el agua a quien es distinto de nosotros. Llegar al sincretismo lingüístico que estas gentes lograron fue posible porque convivían sin rencores, sabiendo que no todos eran iguales y la verdad se ve desde Muy diversos ángulos. Es una buena lección ética que el estudio nos denuncia, pero nos la denuncia porque el hombre que se acoda sobre un viejo texto tiene en el fondo de su alma «la más bella y la más noble de las virtudes». Y encuentro el hilo que enhebra tantos quehaceres dispersos. Porque Lapesa se planteará una y mil veces los resultados de convivir gentes distintas: en ocasiones indagará por hombres de Hispania y Galorromania, como en su espléndido artículo La apócope de la vocal en castellano antiguo (1951); otras de Galicia y Castilla (La lengua de la poesía lírica desde Macías a Villasandino, 1953) otras de mozárabes y reconquistadores (Sobre el «Auto de los Reyes Mago», 1954; Sobre el texto y lenguaje de algunas «jarchyas» mozárabes, 1960; Fuero de Madrid, 1963; o en sus más recientes estudios sobre los fueros de Valfermoso de las Monjas, 1972, o de Villavaruz de Ríoseco, 1973) o sobre cristianos y judíos (La originalidad artística de «La Celestina», 1963; «La Celestina» en la obra de Américo Castro, 1971; En torno a un monólogo de Calisto, 1972). Tolerancia de unas gentes que se dejaron impregnar por otras culturas y tolerancia del investigador, que en él no es renunciar a ninguna idea arraigada, ni tolerar la práctica del mal. Por eso Rafael Lapesa ha denunciado la maldad y los yerros, y bien poco hace su voz se alzó contra un gran atropello que se comete con nuestra cultura. Por eso estuvo lejos de medros ocasionales cuando una claudicación hubiera servido de comodidad o desahogo, pero entonces Lapesa hubiera abdicado de su condición de maestro y -también- de científico. Ahora, cuando veo su humildad acuciada por los reconocimientos, pienso en el hombre al que conocí a mis veinte años, cuando nada me delataba en él la amargura de las injusticias que padecía. Entonces y ahora, la lección del sabio que lo convertía en maestro. A don Rafael le gustaría escuchar la definición que trae el Tesoro del maestro Covarrubias: «[Maestro] El que es docto en cualquiera facultad de sciencia, diciplina o arte, y la enseña a otros dando razón della [...]; porque si en esto falta, ha usurpado el nombre de maestro.» Así lo vemos a él quienes hemos sido sus discípulos, porque enseñaba su ciencia y nos daba razón de ella. Pienso en un pasaje del Evangelio de San Marcos que debiera ser el blanco de cuantos enseñamos, aunque en pocos se logre: «erat enim docens eos, quasi potestatem habens, et non sicut scribae». Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Si el magisterio está dotado de ejemplaridad, el de Lapesa la tiene en el más alto grado, pues su doctrina no era la de los sabios antiguos, por más que la conociera, sino que se derramaba del propio saber, el que nace como la luz del corazón.

Hay un libro suyo en el que se dan cita cuantas virtudes he señalado hasta este momento; he dicho de su tolerancia, que no es renuncia -también lo he dicho- a ninguna idea arraigada. Este profesor de historia de la lengua tiene una pasión a la que jamás ha renunciado: es la de la propia lengua. Por ello, en los días tristes de la guerra redactó su Historia de la lengua española con la que cumplía su doble misión de maestro de los demás y de testimonio de sí mismo. Me imagino el descanso espiritual que significaría para él conversar con aquellos hombres que elaboraron el predio para entregárnoslo como la más bella de las herencias y descubrir cuántos problemas encerraba aquel tesoro celosamente guardado. Descanso espiritual en días en los que el agotamiento físico le extenuaba: salvando ficheros de lo que podía ser la pérdida de una parte de nuestra cultura, librando libros de la destrucción y soñando con esos miles de hombres que un día podrían utilizar lo que con tanto cariño se estaba poniendo a buen recaudo. Lapesa hizo de todo y nadie se lo reconoció. Hasta que más de medio siglo después se le ha dicho que le debíamos gratitud y que lo que él hizo nos permite -a quienes hemos venido después- seguir siendo discípulos de unos maestros a los que no conocimos y que la historia de nuestra lengua se estaba salvando en aquellos esfuerzos por ordenar libros y ficheros en unos sótanos. Pero -a pesar de todo- todo podía perderse, menos esa historia lingüística que por aquellos días preparaba y que era el inicio de mil quehaceres que vendrían después, ya que la doctrina de los sabios se acababa pronto y él tendría que enseñar desde su propia autoridad. ¿Cuántos filólogos de todo el mundo hemos estudiado con este libro? Riguroso en su saber, pulquérrimo -y emocionado si hace falta- en su estilo. Edición tras edición, Lapesa nunca juzga acabada la obra, por más que esté -y muy bien- hecha: alta virtud que le hace mantener lozanía, pues, actualizando el libro, se acerca a los nuevos discípulos y la juventud no se le marchita. Decir cuánto ha hecho Lapesa por esta obra desde 1942 hasta 1986 es decir todo lo que significa en el mundo nuestra escuela de filología y cuánto ha hecho él en mil trabajos por perfeccionar su tratado. Dejadme otra vez evocar la tolerancia y la integridad, la doctrina ajena y la autoridad de su saber. Virtudes que hacen a los grandes maestros.

Al empezar este elogio hablaba de los días en que yo fui discípulo suyo en la gloriosísima Salamanca. Y ahora, al discurrir sobre su obra, veo que ha salido cien veces la palabra maestro. Permitidme volver a nuestro viejo Covarrubias. Para él, discípulo es, simplemente, «correlativo de maestro», y en otro diccionario nuestro, el de Autoridades, se dice que alumno es «el hijo o discípulo que alguno como padre ha criado cuidando de enseñanza y buenas costumbres». Me hacían falta estas definiciones para que mi evocación cobrara un último sentido. Ahora comprendo cuánto Lapesa ha significado para nosotros, desde su obra bien hecha, desde su equilibrio moral.





Indice