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El modelo teórico del Naturalismo. El debate sobre el Naturalismo y el Simbolismo

Yvan Lissorgues





Esta especificidad de la literatura a la que se alude en las últimas líneas del apartado anterior no se impone hoy como primera evidencia en el caso del Naturalismo, cuando éste se ve, de manera demasiado exclusiva, a través de la doctrina absoluta elaborada por Émile Zola (1840-1902) y de las doctrinas relativas derivadas de ella, como la de Leopoldo Alas o de Emilia Pardo Bazán. Si bien es imprescindible que el crítico y el historiador de la literatura acudan al discurso por el cual cualquier movimiento literario intenta definirse y justificarse, no deben concederle -y en general no le conceden- más valor que el de ser un discurso. Ahora bien, el Naturalismo doctrinal, tanto el de Zola como el de Alas o de la condesa de Pardo Bazán, es tan significativo, de tal peso cultural e ideológico que fue, y sigue siendo a veces, previo y privilegiado objeto de estudio, hasta tal punto que las obras, las novelas, pudieron aparecer como consecuencias coherentes de un discurso coherente; lo cual sólo es exacto hasta un cierto punto: aquel en que empieza la literatura. Seguir los caminos de una doctrina rigurosamente cuadriculada por abstracciones y conceptos (encuesta, experimentación, determinismo, herencia, fisiología, etc.) antes de alcanzar el bosque de la creación es exponerse a cruzar el bosque siguiendo sólo los caminos doctrinales y a reducir los monumentos literarios que son Los Rougon-Macquart, La Regenta, Fortunata y Jacinta, Los pazos de Ulloa, etc., a mapas documentales.

Cuando uno de los más eminentes especialistas en Zola, Henri Mitterand, confiesa que todavía no se han desvelado las enormes potencialidades encerradas en la escritura de Los Rougon..., se comprenderá que el historiador de la literatura, consciente de la dificultad de su tarea, ponga salvedades para que no se confundan dos actividades de naturaleza distinta, aunque fuertemente relacionadas: la que construye el discurso naturalista y la que se dedica a la creación imaginativa (no imaginaria) de un mundo novelesco. Y eso que no puede prescindirse del discurso, porque condiciona previamente la construcción del universo literario, el cual a su vez ejemplifica la doctrina. No existiría novela naturalista si, fuera de las fronteras del quehacer literario, no se hubiera desarrollado el discurso sobre Naturalismo; y éste, sin aquélla, sería únicamente lo que es: un mero (y discutible) ensayo sobre literatura y ciencia.

Dos consideraciones previas se imponen antes de caracterizar al Naturalismo literario.

Ante todo, Naturalismo, como doctrina completa y coherente, sólo hay uno: el elaborado, definido y difundido por Émile Zola desde 1868 (prefacio a la segunda edición de Thérèse Raquin) hasta 1880-1881 (Le Roman expérimental, 1880, y Les Romanciers naturalistes, 1881). Sin embargo, no puede olvidarse el papel desempeñado por los hermanos Goncourt en el paso del Realismo, definido por Duranty y Champfleury, al Naturalismo; Thérèse Raquin, como novela, se relaciona más con Germinie Lacerteux (1864) que con «la historia natural» de la familia Rougon. Sea lo que fuere, el Naturalismo de Zola es el que se difunde en Francia suscitando adhesiones y encarnizadas polémicas y el que pasa las fronteras e influye en todas las literaturas nacionales europeas, en las que aparece, por algunos años, si no como la panacea de la nueva verdad literaria, por lo menos como una avanzada de la modernidad, como, según Clarín, «la doctrina del arte sincero, apropiado a las reales necesidades estéticas de la vida moderna» (Beser, 1972, pág. 113).

En segundo lugar, no se puede entender bien el Naturalismo si no se sitúa en el contexto cultural e ideológico de la época. Si llega a ser, en Francia, la doctrina literaria dominante durante algunos decenios es gracias al dinamismo y a la fuerza de convicción de Zola, pero sobre todo gracias a la capacidad del autor de L'Assommoir y de Germinal para captar y plasmar la «poesía» del momento es decir, el sueño mesiánico de lo que entonces aparecía como las infinitas posibilidades de la ciencia.

Es preciso, pues, en un primer momento, evocar brevemente qué papel representa la ciencia en la mentalidad más o menos ilustrada de la segunda mitad del siglo XIX, hasta la última década. Se sabe que la situación histórica y las condiciones socioculturales de España no permiten que el pensamiento positivo y la adhesión a la ciencia alcancen el nivel hegemónico que tienen en Francia. Como el Naturalismo es el corolario, en el campo literario, de la filosofía positivista y del pensamiento científico, el grado de aclimatación de la doctrina en cada país europeo y en España depende de lo que se cree la «idiosincrasia» colectiva, del peso de las tradiciones nacionales y, desde luego, de las posibilidades de implantación de la mentalidad positiva. Es importante, pues, subrayar las características de lo que, para los demás países europeos, es el modelo francés (admirado u odiado) del pensamiento moderno que permite la construcción de una doctrina literaria completa en total consonancia con el estado de la ciencia y que algunos autores califican de «Naturalismo íntegro» (Lemaitre, 1982, pág. 438).

Durante la segunda mitad del siglo, la ciencia sale del estrecho campo de los especialistas, se seculariza y, entroncando con la doctrina elaborada por Auguste Comte en su Curso de filosofía positiva (1830-1842), suscita una verdadera fe en la razón y en el descubrimiento progresivo de las leyes que rigen los fenómenos naturales. La fe en la ciencia desencadena una entusiasta sed de conocimiento en Francia primero y también en otros países donde surgen sistemas filosóficos (el de Haeckel, el de Spencer) que pronto se hacen internacionales y alimentan en todas partes apasionadas y acaloradas discusiones. Esta ebullición intelectual trasciende el campo de la intelectualidad, se populariza gracias a la prensa y a la publicación de un sinnúmero de obras de vulgarización, diccionarios, enciclopedias, etc. En Francia, la editorial Hachette, en la que el joven Zola tiene un empleo, desempeña un papel de primer plano en la popularización y en la difusión del «nuevo enciclopedismo», del positivismo y de la libertad de pensamiento científico y político (Mitterand, 1986a, pág. 13). Así, en la clase media y en la burguesía, se forma poco a poco un nuevo público más enterado y capaz de interesarse por la antropología, la etnografía, la medicina, la biología, etc.

Más importante, para nuestro propósito de aclarar las condiciones de la emergencia y del arraigo del Naturalismo literario, es la aparición, en la estela del positivismo y de la ciencia popularizada, de una mentalidad y hasta diremos, forzando un poco el término, de una filosofía que se cree unitaria y totalizadora y que suele llamarse scientisme en francés y cuyo imperfecto equivalente español es cientificismo. Además de los conocimientos proporcionados por la ciencia experimental -la química, la física, la biología y luego la medicina, la psicofisiología, etc.-, el cientificismo se enriquece con todas las grandes teorías científicas, como el transformismo de Georges Cuvier (1769-1832), el evolucionismo de Charles Darwin (1809-1882) (El origen de las especies por medio de la selección natural, 1859; traducción francesa: 1862; recordemos que la traducción española se publica entre 1876 y 1885). A su vez, el mismo cientificismo es capaz de generar sus propias hipótesis y teorías; por ejemplo, las leyes del determinismo biológico de la herencia, tales como las asienta el doctor Prosper Lucas en su, tan importante para Zola, Traité philosophique et physiologique de l'hérédité naturelle (1850), o el positivismo sociológico de Hippolyte Taine (1828-1893), de tanta resonancia en todos los países europeos (Histoire de la littérature anglaise, 1864), son más productos del cientificismo filosófico que de la ciencia pura. Es una evidencia, como lo es también, a pesar de que nos atañe demostrarlo, que la doctrina del Naturalismo literario de Zola es producto del cientificismo que impregna el espíritu de su autor. En resumen, podemos decir que el cientificismo aparece como la avanzada dinámica y, por la parte de fe que implica, utópica, de la mentalidad positiva.

Como el positivismo, el cientificismo se desentiende de lo no explicable, porque lo no explicable es meramente lo no explicado todavía. Basta tener confianza, fe en el poder infinito de la ciencia, para creer que un día se explicará toda la vida, y las causas primeras y las causas finales. En tal pensamiento no caben la religión y la metafísica, que según Comte son supervivencias anacrónicas de las edades teológicas y metafísicas en los nuevos tiempos de la edad positiva. Renán, en L'avenir de la science (escrito en 1848 y publicado en 1890), exalta la revolución científica: «El mundo verdadero que nos revela la ciencia es muy superior al mundo fantástico creado por la imaginación [...]. Al método experimental, que algunos se complacen en representar como estrecho y sin ideal, estaba reservado revelarnos, no ese infinito metafísico cuya idea es la base misma de la razón humana, sino ese infinito real, que nunca alcanza el hombre en las más atrevidas excursiones de su fantasía» (cit. en Tadié, 1970, pág. 76). Los adeptos del cientificismo adoptan por mimetismo el lenguaje de la ciencia: hechos, nada más que hechos, y nada más que relaciones de causas a efectos entre los hechos, experimentación, evolución, determinismo... Se atrae a la ciencia fuera de sus fronteras para que lo informe todo -la sociedad, la política, la literatura- en espera de que lo explique todo: las pasiones, los pensamientos..., la vida. El texto siguiente de Paul Bourget -sacado de Études et portraits (1906)- resume bastante bien, aunque con la distancia del desprecio, la tendencia dominante: «Taine pretende encontrar la ley fija que domina toda la producción de las obras de arte en un país. Renan se propone determinar las condiciones exactas que rigen el nacimiento, el desarrollo y la decadencia del fenómeno religioso. Luego, Zola titulará una serie de relatos Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Levantará un "árbol genealógico" de sus personajes, el cual es un código de las leyes de la herencia. [...] Los sociólogos y los políticos de la misma época pretenden, ellos también, poner al servicio de sus teorías los métodos de esa ciencia experimental. [...] Hasta los poetas se precian de renovar el arte de los versos por la ciencia [...]» (cit. en Tadié, 1970, pág. 75).

En Francia, por los años sesenta, el escritor, por lo menos el novelista, que ya se ha puesto a la altura de los tiempos y sigue por motivos éticos y estéticos la orientación realista, no puede quedar al margen de la corriente cientifícista. Del anhelo de observar y pintar la realidad surge el deseo de comprenderla y explicarla, para lo cual se acude naturalmente a la ciencia, cuyo prestigio por aquellos años fascina e impregna las mentalidades y el imaginario colectivo. Además, la fe en la ciencia y la certidumbre inmediata que proporciona ofrece a los intelectuales y artistas una dinámica compensación ante la desilusión política causada por el fracaso de la Revolución del 48 y por la imposición del Segundo Imperio y ante el despreciado orden burgués. La intelectualidad española encuentra también en el conocimiento y en la ciencia una justificación de su dinamismo. (Véase 1.4.)

Al artista «realista» que, como Flaubert o los poetas parnasianos, se refugia por odio a la vulgaridad del entorno en el arte, única verdad que reconoce y acata, sucede el novelista naturalista, para quien la materia de la novela es lo primero, pues se le atribuye los caracteres de un objeto científico, mientras que la forma se quiere considerar como mero soporte del estudio. Teóricamente -sólo teóricamente, hay que insistir- el paso del realismo flaubertiano al Naturalismo de los Goncourt o de Zola, se traduce por una inversión estética en la relación fondo y forma. La doctrina naturalista, completa y coherente, es decir, la de Zola, es un producto del cientificismo imperante en los primeros decenios de la segunda mitad del siglo: representa el deseo y el intento -nunca repetido en la historia de las letras- de hacer entrar la literatura en el campo de la ciencia. El discurso naturalista nos aparece hoy como una pretensión, algo ingenua, nacida al calor del sueño cientificista. En su forma más cumplida -la que se da en Le Roman expérimental-, debe tomarse por lo que fue, un sueño de época, expresión del deseo de «una construcción fantasmática de una teoría del relato» (Mitterand, 1986a, pág. 33). Prueba de ello, de que fue un sueño de época, es que casi todos los novelistas realistas de los años setenta (Alphonse Daudet, 1840-1897; Joris Karl Huysmans, 1848-1907; Paul Margueritte, 1860-1918; Guy de Maupassant, 1850-1893; Rosny Aîné, 1856-1940, y otros menos conocidos hoy: Paul Adam, 1862-1920; Paul Alexis, 1847-1901; Henry Céard, 1851-1924, etc.: véase Colin, 1988) compartieron las ideas de Zola, que se impuso como jefe de escuela. Los que manifestaron dudas y reticencias (Flaubert, Maupassant, Huysmans) lo hicieron acudiendo sólo a argumentos estéticos y no se les ocurrió impugnar las bases «científicas» (herencia, determinísmo biológico y sociológico) del sistema. Otra prueba es que en los demás países europeos, donde las condiciones socioculturales no autorizaban en igual medida que en Francia el desarrollo del cientificismo, sólo arraigaron algunos aspectos del Naturalismo zolesco, los menos «fantasmáticos». Al respecto, el «Naturalismo» español es particularmente sintomático y significativo.

Por lo demás, Zola no es el primero que intenta acercar la novela a la ciencia. Los Goncourt proponen ya desde 1864 un modelo de novela conforme con la teoría positivista de Taine, que, en 1863, en el prefacio a Historia de la literatura inglesa, escribe: «El vicio y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar, y cualquier dato) complejo nace del encuentro con otros datos más sencillos de los que depende», y estos datos más sencillos son «la raza, el medio, el momento». El prólogo a Germinie Lacerteux de los Goncourt es, en el plano del discurso sobre la novela, una etapa decisiva en el paso del Realismo (definido por Duranty y Champfleury) al Naturalismo, etapa magistralmente estudiada por Auerbach (1968). Son los primeros en establecer un paralelismo entre el desarrollo de la ciencia en el siglo XIX y el de la novela. Entre ciencia y novela no hay diferencia de principios ni de métodos. «La novela se ha impuesto los estudios y los deberes de la ciencia» y su carácter científico le otorga derecho para tomar corno objeto todo lo real, incluso las miserias y los vicios de los de abajo, de los pobres, que nunca hasta la fecha han accedido con dignidad a la representación artística: «Las lágrimas de abajo podrían hacer llorar, de igual manera que las de arriba». Aspiran, y lo proclaman, a escribir una novela total que abarque tanto lo bajo como lo alto. Pero no lo consiguen, no pueden ir más allá de la novela monográfica de casos patológicos (Charles Dumailly, 1860; Soeur Philomène, 1861; Germinie Lacerteux, 1864, etc.). Su cientificismo encuentra escrupulosa aplicación en casos aislados, pero no llega hasta el descubrimiento de una estructura general que unificaría el mundo novelesco. Por eso también sus novelas se atienen a un modelo más bien tradicional: el relato se construye alrededor de un personaje principal, que constituye el lazo unificador y da el título. El estilo no debe alterar la pureza del documento, y el estilo artista, intento de redención literaria de la narración, por su carácter pictórico e impresionista, tiene como finalidad «hacer ver» y comunicar la emoción... del documento. A pesar de sus limitaciones -yuxtaposición monográfica, ausencia de visión sintética de la sociedad, etc.-, la obra de los Goncourt es el primer intento de acercamiento de la literatura a la ciencia, la primera manifestación cientificista de lo que todavía no se llama Naturalismo; además, proporciona modelos.

Con Thérèse Raquin, Zola aparece en efecto como un discípulo de los Goncourt; como ellos, elige un caso de patología humana y como ellos centra el relato en un personaje (más bien en dos), cuyo nombre da el título a la novela. Pero el prefacio a la segunda edición (1868) revela que la doctrina esbozada por los Goncourt se hace más coherente, se afirma rotundamente la voluntad de imitación del modelo científico: «He querido estudiar temperamentos, no caracteres», «he hecho en dos cuerpos vivos el trabajo analítico que el cirujano hace en los cadáveres». Thérèse Raquin muestra, y el prefacio lo subraya, que Zola ha encontrado el primer principio unitario de la explicación del hombre y, desde luego, el primer principio de unidad del mundo novelesco: el determinismo biológico, presentado en varios tratados como verdad inconcusa (Prosper Lucas, Traité philosophique et physiologie de l'hérédité naturelle, 1847-1850; Jacques Moreau de Tours, La Psychologie morbide dans ses rapports avec la philosophie de l'histoire ou De l'influence des névropathies sur le dynamisme intellectuel, 1859; Charles Letourneau, Physiologie des passions, 1868, etc.).

La actividad de Zola en los años que siguen es verdaderamente asombrosa: hasta 1881 es conjuntamente periodista, crítico literario, teórico de la literatura, apasionado polemista, creador de novelas. La enorme popularidad que alcanza su nombre en Francia y fuera de Francia se debe a la fuerza militante con la que construye y defiende una doctrina que, por un tiempo, unifica en torno a la literatura, es decir, dentro y fuera del campo literario (Bourdieu, 1W2. págs. 183-189), elementos y aspiraciones de lo que se cree la forma más moderna de pensar y ver el mundo; pero se debe sobre todo a la capacidad creadora y visionaria del autor de L'Assommoir (1877), Nana (1880) o Germinal (1885), obras que, según los códigos de recepción de la época, aparecieron como audaz expresión de una aspiración liberadora (por lo que se refiere al cuerpo, al erotismo), atrevida sátira de la corrupción moral y social, escandalosa ostentación de lo sucio, de lo «pútrido», y peligrosa puesta a la luz del día de aspectos y problemas sociales que la burguesía quería ignorar.

Por lo que hace a la relación entre el pensamiento teórico y la creación novelesca -relación hoy no totalmente aclarada y tal vez no del todo aclarable- es de interés estudiar «la arquitectura de la serie de Los Rougon..., tal como lo planea el autor antes de la redacción. Cuando empieza a emplear el término de Naturalismo, poco después de la segunda edición de Thérèse Raquin, Zola tiene ya el proyecto bastante claro de una construcción novelesca estructurada por principios que se creen derivados de las últimas aportaciones de la ciencia. El primero es el del determinismo biológico que ya da unidad a Thérèse Raquin; pero para superar el modelo monográfico de los Goncourt e ir hacia la novela total, falta un principio unificador de alcance social. Zola lo encuentra en la teoría del determinismo sociológico que procede de Comte y en el cual Taine fundamenta parte de su teoría científica de la crítica literaria. De la conjunción sistemática entre la teoría del determinismo biológico y la del determinismo sociológico nace la definición de la novela naturalista, «gracias a la síntesis entre la representación exacta de lo real y una filosofía mecanicista del hombre y de la sociedad» (Lemaitre, 1982, pág. 441). También Zola ha reflexionado sobre el fresco humano y social que es La comédie humaine de Balzac, representación realista de la sociedad francesa de los años treinta, pues su ambición es hacer la historia natural del mundo del Segundo Imperio. Ahora bien, estructurar la serie de Los Rougon a partir de las lazos generacionales que unen a los miembros de una misma familia le permite hacer la síntesis naturalista de lo biológico (transmisión de lo atávico que determina a cada personaje) y de lo sociológico (exploración de los varios medios sociales, altos y bajos, de los que dependen esos personajes y en los que evolucionan).

El árbol genealógico de la familia de los Rougon-Macquart (publicado al principio de Une page d'amour, 1878, y de Le Docteur Pascal, 1893), elaborado según las «verdades» deparadas por las últimas teorías científicas, permite la construcción de un mundo novelesco que cobra unidad y coherencia. Es la primera demostración, según el cientificismo de Zola, de que la ciencia puede, y debe, informar la literatura. El riesgo radica en que si uno de los pilares «científicos» se revela huero, todo el edificio puede desmoronarse. Efectivamente, el mismo Zola, hacia 1890, se enteró de que el determinismo biológico no era más que una hipótesis, muy discutible y muy frágil. La arquitectura científica se desmoronó, pero permaneció incólume el monumento literario. Prueba de que la literatura, aún estrechamente condicionada por elementos exteriores a sí misma, como puede serlo un discurso teórico, es infinitamente superior a esos elementos exteriores y a cualquier teoría.

El término Naturalismo es interesante por la superposición de sentidos depositados en él por la tradición filosófica, científica y artística, sentidos con los cuales Zola parece jugar para recortar una etiqueta significativa. El Naturalismo, movimiento literario impuesto por los nuevos tiempos, no es, sugiere Zola, un fenómeno fortuito, ya que se percibe su presencia en los siglos anteriores: «La palabra Naturalismo -escribe en 1881- se encuentra en Montaigne, con el sentido que le damos hoy» (cit. en Mitterand, 1986a, pág. 22). Así puede relacionarse el movimiento con, por ejemplo, Diderot y el Enciclopedismo: «Los naturalistas -dice Diderot- no admiten Dios, sólo creen en una sustancia material» (cit. en Pagès. 1989, pág. 23). Pero el vocablo figura también, y desde el siglo XVIII, en el campo léxico de las bellas artes; lo emplea Baudelaire en su crítica de arte para designar a los pintores que, como Courbet o Millet, toman como motivos escenas y personajes de la vida cotidiana, de la vida natural. Los varios sentidos separados de la palabra se juntan en la denominación elegida, para que sea la representación unitaria de lo que Zola quiere que sea realmente el Naturalismo: una teoría sincrética de la literatura que acoja la filosofía materialista, las ciencias naturales, la pintura realista... Así, la etiqueta cobra valor de categoría conceptual capaz de alzarse al mismo nivel de empleo clasificador que Romanticismo o Realismo.

Tanto es así que el mismo Zola, a pesar de proclamar que el Naturalismo no es una escuela ni siquiera un movimiento, se porta como el jefe que dedica, con ardor mesiánico, toda su actividad de teórico, crítico y polemista a la elaboración y a la defensa de una doctrina exclusiva y con pretensiones hegemónicas («La República será naturalista o no será»; cit. en Guedi, 1971. pág. 343). Para ensanchar la base del Naturalismo y darle una tradición literaria, Zola emprende una nueva lectura crítica de las obras de Stendhal, Balzac, Flaubert, lectura que le lleva a considerar a estos novelistas como precursores del movimiento que alcanza cierta madurez con los Goncourt, Dumas hijo, etc., y por supuesto él mismo.

Por otra parte se empeña en delimitar el campo de la escuela -véase la tesis de Bourdieu (1992) sobre este punto-, que se define también por lo que rechaza, es decir: el idealismo místico de los simbolistas que se basa en «lo sobrenatural», o sea, el idealismo «de los escritores que se apartan de la observación y la experiencia para basar sus obras en lo sobrenatural y lo irracional, que admiten unas fuerzas misteriosas más allá del determinismo de los fenómenos» (Bonet, 1988, pág. 49); el idealismo clásico, que estudia al hombre abstracto; el Romanticismo, que huye de lo real y se complace en lo imaginario; e incluso el Realismo (tal como lo han definido Duranty y Champfleury), que no quiere ser más que fotografía impersonal de la realidad.

En cuanto a las ideas matrices de la doctrina, incansablemente repetidas, son fáciles de resumir. La primera es la idea de verdad que se sitúa en el seno mismo de la problemática cientificista e ideológica de la segunda mitad del siglo: verdad en la representación del medio, de las pasiones... Correlativamente, se insiste en la lógica de las relaciones entre los hechos y en la lógica del encadenamiento de las situaciones. Por fin, Zola proclama reiteradamente la total independencia del Naturalismo con respecto a los dogmas religiosos, filosóficos, estéticos.

Las palabras clave, en torno a las cuales el autor de Le Roman expérimental y de Les Romanciers naturalistes explicita la doctrina son: realidad, naturaleza, observación, encuesta, documento, análisis, lógica, experimentación, determinismo, etc., palabras todas que proceden del campo de la ciencia experimental.

El historiador de la literatura se ve obligado a evocar Le Roman expérimental (1880; traducido tardíamente en España -1890-, pero conocido y comentado desde los primeros años de los ochenta) por ser la obra teórica más conocida, más difundida en Francia y en los demás países europeos. Pero es la más discutible, desde el punto de vista de la teoría literaria, pues es una ejemplar extrapolación cientificista, que más perjudica que aclara el Naturalismo literario y da argumentos a los enemigos del movimiento como Brunetière (véase Le Roman naturaliste, 1883). Le Roman expérimental es un intento de adaptación de la novela al método científico expuesto por Claude Bernard en su Introduction à la médecine expérimentale (1865): «Si el método experimental ha podido ser trasladado de la química y de la física a la fisiología y a la medicina, lo puede ser de la fisiología a la novela» (Bonet, 1988, pág. 40). Esta concepción de la literatura sólo puede entenderse según la lógica cientificista y positivista que limita la realidad a lo cognoscible y no quiere saber nada de la parte de lo real que está en la sombra; ahora bien, la novela es una representación de la vida -de un «trozo de vida», si se quiere, según la estética naturalista- y la vida no puede reducirse a mero encadenamiento de hechos visibles. Además, la novela, por fuerte que sea la intención mimética, no puede eximirse de la representación imaginativa, de la visión del novelista, sin la cual dejaría de ser novela y se reduciría a mero tratado. Estas evidencias no perturban el entusiasmo del redactor de Le Roman expérimental, que, sin embargo, cuando se deja llevar por la escritura novelesca intenta captar (¡y por empatía!) esas cosas de la vida tan poco científicas que no tienen nombre («les sentiments innommés» bien presentes en la «historia natural» de la familia Rougon-Macquart). A pesar de eso, el teórico repite incansablemente frases como la siguiente: «En una palabra, debemos operar sobre los caracteres, sobre las pasiones, sobre los hechos humanos y sociales, como el químico y el físico operan sobre la materia inerte» (Bonet, 1988, pág. 43).

Pero si se lee bien Le Roman expérimental (que no se ha leído siempre bien), la novela de que nos habla no existe, nunca se ha escrito (Mitterand, 1986a, pág, 48). Le Roman expérimental es más expresión de una utópica aspiración que una teoría de la novela: «Ser amos del bien y del mal, regular la vida, regular la sociedad, resolver a la larga todos los problemas del socialismo, aportar sobre todo bases sólidas para la justicia resolviendo cuestiones de criminalidad, todo ello, ¿no es acaso ser los más útiles y los más morales obreros del trabajo humano?» (Ibíd., pág. 44). Es la prueba de que el más voluntarioso defensor de lo positivo en literatura no escapa del idealismo y hasta encuentra los acentos del romántico y mesiánico lirismo: «Nos lanzamos a la conquista de lo ideal utilizando todos los conocimientos humanos» (Ibíd., pág. 58).

Y, de hecho, en las novelas de la serie de Los Rougon, dos principios opuestos están en perpetuo conflicto: el principio determinista que lleva al pesimismo, y un principio de vida y acción que se afirma cada vez más y desemboca (en Le Rêve, 1888; en Le Docteur Pascal, 1893, y hasta en Germinal, 1885) en la libertad y la esperanza. Este conflicto, perceptible en la novela, es reflejo del íntimo conflicto de Zola, «víctima» de las «verdades» científicas de la época y movido, por otra parte, por un dinamismo creador que en sí mismo es una afirmación de esperanza. En ese dinamismo que le lleva, más allá de los fundamentos científicos del Naturalismo, a la representación épica del mundo humano y social de la época (Lemaitre, 1982, págs. 446-448).

Cuando, a la altura de la última década del siglo, Zola se da cuenta de que las «verdades» de la ciencia no son tan absolutas como creía, su natural optimismo se impone y las novelas de las series Les trois villes (1894-1898) y Les Quatre Évangiles (1899-1902) pueden ya calificarse de idealistas. Sigue viva la confianza en el progreso humano y social fundado en la ciencia y se afirma la fe en la justicia y en el triunfo de las fuerzas de la vida (Lemaitre, 1982, pág. 451).

Así pues, la parte más discutible de la obra teórica de Zola es verdaderamente Le Roman expérimental. Sin embargo, es la que proporciona argumentos, en pro y en contra del Naturalismo, en los debates, más ideológicos que literarios, del Ateneo de Madrid y de la prensa cuando irrumpe «la cuestión palpitante» en España (Pattison, 1969). Pero gracias al discernimiento de algunos críticos y novelistas -Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Rafael Altamira (1866-1951), Urbano González Serrano (1848-1904), etc.- la influencia del Naturalismo y de la obra novelesca de Zola es infinitamente más fecunda de lo que la «historia externa» del movimiento puede dejar suponer.

En nuestra época, varios investigadores y críticos se han dedicado, según diversas perspectivas críticas, al análisis de la escritura misma de Zola, y poco a poco han revelado algunos de los innumerables sustratos de la creación literaria de uno de los novelistas más sistemáticos (Auerbach, 1968; Chevrel, 1982; Mitterand, 1986b; Pagès, 1989; etc.). El talento no se «sistematiza»... Baste un ejemplo. El análisis de las metáforas animales y vegetales que afloran constantemente en el estilo del autor de Los Rougon-Macquart revela la presencia de un núcleo inconsciente que informa la escritura y que está en contradicción con el pensamiento científico que anima el texto. Las metáforas vegetales y el árbol genealógico hacen emerger mitos subyacentes: el hombre nace, como las plantas, de la tierra, y los individuos del «árbol» alejados del tronco degeneran porque no les llega la savia y necesitan volver al campo para regenerar el organismo agotado por la vida urbana. Así la representación mítica se sustituye a la idea científica de la herencia y aparece la oposición campo/ciudad, fundamentalmente romántica (Van Buuren, 1984).

Intentar establecer una relación de causa a efecto entre el discurso sobre la novela y la novela misma es como querer demostrar que la naturaleza de un tejido es reflejo de la vara que lo mide.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, la bien recortada luminosidad positivista, ensanchando su radio gracias a una ciencia cuya energía creadora se cree, por un tiempo, infinita, y generando doctrinas para todos los sectores de la actividad humana, descarta fuera de campo otras luces que alumbran caminos hacia otros mares de no positivas riberas. La novela, como representación de la realidad y como género «oportuno», se hace hegemónica, intenta avasallar al teatro y arrincona a la poesía. Pero ésta no se rinde, en Francia por lo menos. La mera cronología proporcionada por la historia literaria basta para restablecer el equilibrio y mostrar que, frente a los grandes monumentos de Flaubert o de Zola, se alzan faros que se llaman Charles Baudelaire (1821-1867), Paul Verlaine (1844-1896), Arthur Rimbaud (1854-1891), Lautréamont (1846-1870), Stéphane Mallarmé (1842-1898).

Dos grandes orientaciones literarias, la orientación realista y otra que no es fácil caracterizar por una palabra -¿romántica?, ¿«sobrenaturalista»?, ¿simbolista?-, coexisten a lo largo de la segunda mitad del siglo. Las teorías positivistas de Taine aplicadas a la literatura se expresan en obras que se publican de 1855 a 1864, y durante el mismo período se dan a conocer obras teóricas y críticas representativas de tendencias opuestas, las de Baudelaire, por ejemplo, entre 1846 y 1863. Madame Bovary sale a la luz el mismo año que Les Fleurs du mal, expresión, según confesión del mismo autor, de una poética «sobrenaturalista».

En los años siguientes, las obras de Zola y Mallarmé se desarrollan paralelamente. Y 1885 es a la vez la fecha de publicación de Germinal y el año de la consagración de Mallarmé como jefe de la nueva escuela simbolista, cuyo manifiesto, Le Manifeste Symboliste, firmado por Charles Moréas (1856-1910), aparece en 1886 en la revista Le Symbolisme. De hecho, entre 1870 y 1900, se difunde por toda la literatura europea una concepción del arte que está en los antípodas del positivismo dominante, por orientarse hacia lo desconocido y por su carácter metafísico.

Se relacionan de una manera u otra con esta corriente la estética de John Ruskin (1819-1900), particularmente la que informa Los pintores modernos (1843-1871), las posiciones de Nietzsche contra el cientificismo y sus concepciones artísticas (expresadas en Orígenes de la tragedia, 1872), como síntesis de las artes plásticas y de la música. Significativa es la música de Richard Wagner (1813-1883), de enorme resonancia en toda Europa; a ella se refiere a menudo Baudelaire; influye de manera decisiva en compositores como Claude Debussy (1862-1918), algunas de cuyas obras se inspiran en obras simbolistas (Prélude à L'Après-midi d'un faune de Mallarmé o Pelleas et Melisande de Maeterlinck). En pintura se produce igualmente una reacción contra el Realismo y el Naturalismo, patente en el simbolismo alegórico y mitológico de Gustave Moreau (1826-1898), en las litografías, de título significativo, Dans le Rêve (1879), de Odilon Redon (1840-1916), en las estilizaciones simbólicas de Puvis de Chavannes (1828-1898). Dignos de mención son el pintor inglés Burne-Jones (1833-1898) y el poeta y pintor, también inglés, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) por la fuerte influencia que ejercen en el arte de fin de siglo, incluso en España (López Estrada, 1977). Cobran singular relieve las obras de Edgar Alan Poe (1809-1849), a las que Baudelaire dedica varios artículos, y sobre todo las de los poetas románticos alemanes (magistralmente estudiados por Albert Béguin, 1954): Jean-Paul Richter (1763-1825), Novalis (1772-1801), Ernst Theodor Hoffmann (1776-1822), redescubiertos por Baudelaire y cuya influencia es cada vez más profunda hasta el final del siglo en los poetas simbolistas franceses y en algunos poetas modernistas españoles (Antonio Machado); el poeta belga Maurice Maeterlinck (1862-1949) reconoce su deuda con Novalis, traduciendo al francés y comentando, en 1895, Fragmentos (Novalis, 1802). Es de considerable impacto la obra de Heinrich Heine (1797-1856), en Francia, y en España (en Bécquer y Rosalía de Castro). En el campo filosófico, el alemán Eduard Hartmann (1842-1906) estudia las zonas oscuras de lo imaginario y de lo inconsciente: su Filosofía de lo inconsciente (1877), justificación del «sobrenaturalismo», es la antítesis de la estética expresada por Taine en La philosophie de l'art (1872).

En Francia, frente a la novela realista y naturalista y también frente al formalismo parnasiano de Leconte de Lisle (1818-1894) y de José María de Heredia (1842-1905), se desarrolla una corriente poética, variada, multiforme, compleja en sus manifestaciones individuales y cuya característica fundamental es el intento de captar a través del lenguaje una realidad que se sitúa más allá de lo positivo, en el campo inexplorado de lo desconocido, del ensueño, del misterio. Puede considerarse como un Romanticismo que sobrevive al Romanticismo histórico, pero se trata de un Romanticismo esencial, preocupado por las aspiraciones y nostalgias más profundas de la naturaleza humana, un Romanticismo que se abre a un universo a la vez interior y trascendente. En un principio, por los años cincuenta, Baudelaire emplea para calificar esta orientación el término de «sobrenaturalismo», que, según confiesa, toma de Heine («En arte -dijo el poeta alemán-, soy sobrenaturalista»), y que parece pertinente para designar una actitud poética que postula como borrosamente divina (Lemaitre, 1982, págs. 129-130). Algunos críticos, como Lemaitre, no vacilan en emplear el término para caracterizar la corriente poética que, desde Baudelaire, Gérard de Nerval (1808-1855), Charles Nodier (1780-1844), etc., Verlaine, Rimbaud, y luego los poetas simbolistas, y, en España, las de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) y Rosalía de Castro (1837-1885), corriente a la cual cada autor aporta el sello de su originalidad (Lemaitre, 1982, págs. 129-162, 473-553; Van Tieghem, 1946, págs. 242-264).

En España, exceptuando los ilustres casos de Bécquer y Rosalía de Castro, la corriente «sobrenaturalista» no prospera y hasta parece que se agota después de la publicación de En las orillas del Sar (1884) de Rosalía de Castro. Las obras de los versificadores de la segunda mitad del siglo, la de Campoamor (1817-1901), en su fracasado intento de acercar el verso a la prosa (Borja, 1983); la de Gaspar Núñez de Arce (1834-1903), solemne y arquitectónica, y de una pléyade de poetas mediocres (Manuel del Palacio [1832-1906], José Velarde, Emilio Ferrari [1850-1907], Federico Balart [1831-1905], etc.) no colma sino que acentúa el bache lírico que se extiende hasta la renovación modernista de fin de siglo. Ricardo Gullón califica de este modo a los poetas de la Restauración: «Poetas burócratas, poetas hampones, poetas burgueses; más cercanos al adjetivo que al sustantivo» (Gullón, 1969, pág. 25). Si se piensa que casi en el mismo período se publican en Francia Les Fleurs du mal (1857), los Fêtes Galantes (1869), de Verlaine, Les illuminations (1873) de Rimbaud, L'Après-midi d'un faune (1876) de Mallarmé, «parece hacérsenos evidente la diferencia o el atraso, según se mire, de la lírica española respecto de la europea» (Borja, 1983, pág. 69).

En el panorama de la poesía europea del medio siglo se yergue, sí, como un faro (véase el poema VI, Les phares, de Les Fleurs du mal) la figura de Baudelaire. A pesar de no haber reunido nunca todos los elementos de su pensamiento estético, que por su carácter ecléctico y abierto no puede considerarse como doctrina, su obra y sus ideas teóricas son decisivas para el desarrollo ulterior de la poesía: influyen en Verlaine, en Rimbaud y en los poetas simbolistas (Van Tieghem, 1946, págs. 243-250). Queda por estudiar la influencia que tuvo en España sobre Bécquer, Rosalía de Castro, Augusto Ferrán (1836-1880) y otros poetas menores, aunque hay algunos estudiosos sobre este punto (Pageard, 1969). Es interesante notar que tanto Baudelaire corno los poetas españoles aludidos se inspiran en la misma fuente, la de los románticos alemanes y particularmente Heine, pero también Jean-Paul Richter, Hoffmann, Novalis. Es bastante conocida la influencia de Heine en Bécquer (Pageard, 1954), en Rosalía de Castro (Machado da Rosa, 1957), y es patente en Augusto Ferrán, una de cuyas obras se titula Traducciones e imitaciones del poeta alemán Enrique Heine (1861).

El movimiento simbolista francés representa en la historia de la poesía una etapa importante en el proceso de renovación temática y formal que arranca de Baudelaire y que prepara y anticipa las evoluciones y etapas ulteriores, como, por ejemplo, el Superrealismo, Influencia o coincidencia, varios aspectos formales y temáticos del Modernismo hispánico presentan fuertes analogías con el Simbolismo francés.

La única semejanza entre los simbolistas y los naturalistas (o más exactamente Zola) es que unos y otros son a la vez creadores y teóricos de su propia creación. Hay también un discurso simbolista, opuesto al discurso naturalista, que profundiza la relación entre poesía y metafísica. La metafísica poética del Simbolismo estriba en el postulado de la vanidad de lo real. Para los simbolistas, la verdadera realidad se sitúa más allá del mundo sensible y la intuición de ese «más allá» es fuente de una angustia existencial que se supera por un fervor nostálgico hacia la plenitud platónica de una posible identidad entre lo Verdadero, lo Bello y el Bien. En Le Manifeste Symboliste, Jean Moréas escribe que la naturaleza, las acciones humanas, los fenómenos concretos «no son más que experiencias sensibles destinadas a representar sus afinidades esotéricas con ideas primordiales» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 557). La poesía es la única posibilidad de alzarse hacia lo ideal -misterioso- y la única aspiración capaz de trascender la vacuidad de la vida.

De esta metafísica dimana una estética -a no ser que sea lo contrario-, fundada en un principio idealista. Las dos palabras clave de la estética de Mallarmé son Verbo e Idea; el Verbo desvela la idea pura y es, pues, el símbolo que aparece como elemento de un lenguaje revelador (¿creador?) de una realidad suprasensible. Según Mallarmé, se llega a la «idea pura» a partir de la palabra aislada, «desconectada de cualquier relación con la realidad ordinaria» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 555). Para Maurice Maeterlinck, el más místico de los simbolistas, el símbolo es también revelación de lo inconsciente; el más puro es el que nace espontáneamente, cuando el poeta se deja llevar por necesidades interiores no dominadas por la conciencia. Tal concepción casi anticipa el Superrealismo. Para todos, el Simbolismo es un arte de la sugestión: «La sugestión -escribe Charles Morice en 1890- es el lenguaje de las correspondencias y de las afinidades del alma y de la naturaleza» (cit. en Lemaitre, 1982, pág. 557). «Las correspondencias», otra palabra clave, común a la estética de Baudelaire (véase el Soneto IV de Les Fleurs du mal) y a la de los simbolistas, y que procede de la creencia casi mítica de que las realidades concretas con indicios o reflejos de la realidad misteriosa. El poeta es el ser capaz de establecer analogías, correspondencias, entre esos reflejos para, gracias a las asociaciones de símbolos, captar y sugerir algo de la realidad profunda.

La poesía, para alcanzar la plenitud de su valor sugestivo, debe sacar partido de todos los recursos formales: ritmo, sonoridades, musicalidad (ya característica esencial del arte de Verlaine: «Música ante todo»), correspondencias sinestésicas, etc. El Simbolismo es también, sobre todo, una renovación sin precedente del instrumento poético. Estamos muy lejos de la prosa ritmada y rimada de Campoamor, pero muy cerca de Juan Ramón Jiménez y sobre todo del Antonio Machado de Soledades, galerías y otros poemas (1907).

El somero panorama evocado sugiere con bastante claridad que sigue viva, en Francia y en Europa, durante la segunda mitad del siglo, la concepción metafísica del arte frente a la dominación positivista. Cuando al final del siglo nuevas condiciones socioculturales hagan vacilar las certidumbres que informan el Realismo y el Naturalismo (Lissorgues & Salaün, 1991), se impondrán tendencias idealistas con, como siempre, sus derivaciones espiritualistas. Pero será una reacción lentamente preparada, no una revolución.

El carácter absoluto de la concepción (del discurso) tanto simbolista como naturalista no puede matizarse.

Sin embargo, no es del todo justo, en literatura, ver las cosas en blanco y negro. Más allá de las posiciones conceptuales (más allá de los discursos), los poetas y los novelistas, que tan disconformes parecen, al encararse como creadores con la realidad («vista» o creída), traspasan los límites del conocimiento racional y desde luego del lenguaje conceptual. Entre el poeta que postula un misterio superior y el novelista que, como Clarín, pasando las fronteras de la «geometría» de las cosas (Lissorgues, 1992, págs. 27-32), intuye poéticamente los misterios de la realidad, no hay tal abismo.





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