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ArribaAbajoII. Crítica literaria: sus raros y semblanzas


ArribaAbajoEl arte en silencio

No se ha hecho mucho comentario sobre L'Art en silence, de Camilo Mauclair, como era natural. ¡El «Arte en silencio», en el país del ruido! Así debía ser. Y pocos libros más llenos de bien, más hermosos y más nobles que éste, fruto de joven impregnado de un perfume de cordura y de un sabor de siglos. Al leerle, he aquí el espectáculo que se ha presentado a mi imaginación: un campo inmenso y preparado para la labor; un día en su más bello instante, y un labrador matinal que empuja fuertemente su arado, orgulloso de que su virtud triptolémica trae consigo la seguridad de la hora de paz y de fecundidad de mañana. En la confusión de tentativas, en la lucha de tendencias, entre los juglarismos de mal convencidos apóstoles y la imitación de titubeantes sectarios, la voz de este digno trabajador, de este sincero intelectual, en el absoluto sentido del vocablo, es de una trascendental vibración. No puede haber profesión de fe más transparente, más noble y más generosa.

«Creo en la vanidad de las prerrogativas sociales de mi profesión y del talento por sí mismo. Creo en la misión difícil, agotadora y casi siempre ingrata del hombre de letras, del artista, del circulador de ideas; creo que el hombre que en nombre del talento que Dios le ha prestado descuida su carácter y se juzga exonerado de los deberes urgentes de la existencia humana, desobedece a la humanidad y es castigado. Creo en la aceptación de todos los deberes por la ayuda de la caridad y del orgullo; creo en el individualismo artístico y social. Creo que el arte, ese silencioso apostolado, esa bella penitencia escogida por algunos seres cuyos cuerpos les fatigan e impiden más que a otros encontrar lo infinito, es una obligación de honor que es necesario llenar con la más seria, la más circunspecta probidad; que hay buenos o malos artistas, pero que no tenemos que juzgar sino a los mentirosos, y los sinceros serán premiados en el altísimo cielo de la paz, en tanto que los brillantes, los satisfechos, los mentirosos, serán castigados. Creo todo eso, porque ya he visto pruebas alrededor mío, y porque he sentido la verdad en mí mismo, después de haber escrito varios libros, no sin sinceridad ni trabajo, pero con la confianza precipitada de la juventud.»



En efecto, ¿quiénes habrían podido prever, en el autor de tantas páginas de ensueños -«corona de claridad» o «sonatinas de otoño»-, este rumbo hacia un ideal de moral absoluta, en las regiones verdaderamente intelectuales donde no hay ninguna necesidad de hacer ruido para ser escuchado? Él ha agrupado en este sano volumen a varios artistas aislados, cuya existencia y cuya obra pueden servir de estimulantes ejemplos en la lucha de las ideas y de las aspiraciones mentales: Mallarmé, Edgar Poe, Flaubert, Rodenbach, Puvis de Chavannes y Rops, entre los muertos; y señaladas y activas energías jóvenes. Antes, conocidos son sus ensayos magistrales, de tan sagaz ideología, sobre Jules Laforgue y Auguste Rodin.

Cada día se afirma con mayor brillo la gloria ya sin sombras de Edgar Poe, desde su prestigiosa introducción por Baudelaire, coronada luego por el espíritu trascendentalmente comprensivo y seductor de Stéphane Mallarmé. Mas entre lo mucho que se ha escrito respecto al desgraciado poeta norteamericano, muy poco llegará a la profundidad y belleza que se contienen en el ensayo de Mauclair. Es un bienhechor capítulo sobre la psicología de la desventura, que producirá en ciertas almas el bien de una medicina, la sensación de una onda cordial y vigorizante. Luego el espíritu penetrante y buscador hace ver con luz nueva la ideología poeana, y muchos puntos que antes pudieran aparecer velados u oscuros se ven en una dulce semiluz de afección que despide la elevada y pura estética del comentarista.

Una de las principales bondades es la de borrar la negra aureola de hermosura un tanto macabra, que las disculpas de la bohemia han querido hacer aparecer alrededor de la frente del gran yanqui. En este caso, como en otros, como en el de Musset, como en el de Verlaine, por ejemplo, el vicioso es malignamente ocasional, es el complemento de la fatal desventura. El genio original, libre del alcohol, u otro variativo semejante, se desenvolvería siempre, siendo, en esa virtud, sus floraciones, libres de oscuridades y trágicas miserias. En resumen, Poe queda, para el ensayista, «sin imitadores y sin antecesores, un fenómeno literario y mental, germinado espontáneamente en una tierra ingrata, místico purificado por ese dolor del que ha dado la inolvidable transposición, levantado en Ultramar, entre Emerson misericordioso y Whitman profético, como un interrogador del porvenir».

De Flaubert -ese vasto espectáculo- presenta una nueva perspectiva. La suma de razonamientos nos conduce a este resultado: «Flaubert no tiene de realista sino la apariencia; de artista impasible, la apariencia; de romántico, la apariencia. Idealista, cristiano y lírico, he ahí sus rasgos esenciales.» Y las demostraciones son llevadas por medio de la amable e irresistible lógica de Mauclair, que nos presenta la figura soberbia del «buen gigante», por ese aspecto que permanece ya definitivo. Es también de un fin reconfortante, por el ejemplo de voluntad y sufrimientos, en la pasión invencible de las letras, la enfermedad de la forma, soportada por otros dones de fortaleza y de método.

Sobre Mallarmé la lección es todavía de una virtud que concreta una moral superior. ¿Acaso no va ya destacándose en toda su altura y hermosura ese poeta, a quien la vida no consentía el triunfo, y hoy baña la gloria, «el sol de los muertos», con su dorada luz?

La simbólica representación está en la gráfica idea de Félicien Rops: el arpa ascendente, a la cual tienden, en el éter, innumerables manos de lo invisible. La honorabilidad artística, el carácter en lo ideal, la santidad, si es posible decir, del sacerdocio, o misión de belleza, facultad inaudita que halló su singular representación en el maravilloso maestro, que a través del silencio fue hacia la inmortalidad. Una frase de Madame Perier en su Vida de Pascal sirve de epígrafe al ensayo afectuoso, admirable y admirativo, justo, consagrado al doctor del misterio: Nous n'avons su toutes ces choses qu'après sa mort.

La estética mallarmeana por esta vez ha encontrado un expositor que se aleje de las fáciles tentativas de un Wisewa, de las exégesis divertidas de varios teorizantes, como de las blindadas oposiciones de la retórica escolar, o, lo que es peor, junto a la burda risa de una enemistad que no razona, la embrolladora disertación de más de un pseudodiscípulo.

Las páginas dedicadas a Rodenbach, con quien la juventud le une más cercanamente, en una afección artística fraternal, mitigan su tristeza en la afirmación de un generoso y sereno carácter, de una vida como autumnal, iluminados crepuscularmente de poesía y de gracia interior. «Le hemos conocido irónico, entusiasta, espiritual y nervioso; pero era, ante todo, un melancólico, aun en la sonrisa. Le sentíamos menos extraño por su voz y ciertos signos exteriores, que lejano por una singular facultad de reserva. Ese cordial era aislado de alma. Había en esa faz rubia y fina, en esa boca fina, en esos ojos atrayentes, una languidez y un fatalismo que no dejaban de extrañar. Es feliz -pensábamos- y sin embargo, ¿qué tiene? Tenía el gusto atento y la comprensión de la muerte. Se detenía en el dintel de la existencia, y no entraba, y desde ese dintel nos miraba a todos con una tristeza profundamente delicada. Ha vuelto a tomar el camino eterno: era un transeúnte encantador que no ha dicho todo su pensamiento en este mundo. Estaba hanté por su misticismo minucioso y extraño, evocaba todo lo que está difunto, recogido, purificado por la inmóvil palidez de los reposos seculares. Llevaba por todas partes su claustro interior, y si ha deseado ser enterrado en esa Bruges que amó tanto, puede decirse que su alma estaba dormida ya en la pacífica belleza de una muerte armoniosa.» Decid si no es este camafeo de un encanto sutil y revelador, y si no se ve a su través el alma melancólica del malogrado animador de Bruges la muerta. Estos párrafos de Mauclair son comparables, como retrato, en la transposición de la pintura a la prosa, al admirable pastel en que perpetúa la triste faz del desaparecido, el talento comprensivo de Levy Dhurmer.

Algunos vivos son también presentados y estudiados, y entre ellos uno que representa bien la fuerza, la claridad, la tradición del espíritu francés, del alma francesa, el talento más vigoroso de los actuales escritores de este país.

He nombrado a Paul Adam. Así sobre Elemir Boerges, de obra poco resonante, pero muy estimado por los intelectuales, consagra algunas notas, como sobre León Daudet.

La parte que denomina El crepúsculo de las técnicas, debía traducirse a todos los idiomas y ser conocida por la juventud literaria que en todos los países busca una vía, y mira la cultura de Francia y el pensamiento francés, como guías y modelos. Es la historia del simbolismo, escrita con toda sinceridad y con toda verdad; y de ella se desprenden utilísimas lecciones, enseñanzas cuyo provecho es inmediato, así el estudio sobre el sentimentalismo literario, en que el alma de nuestro siglo está analizada con penetración y cordura a la luz de una filosofía amplia y generosa, poco conocida en estos tiempos de egotismos superhombríos y otras nietzschedades. No sabía alabar suficientemente los capítulos sobre arte, y el homenaje a altos artistas -artistas en silencio- como Puvis y Félicien Rops, Gustave Moreau y Besnard, así como los fragmentos de otros estudios y ensayos que ayudan en el volumen a la comprensión, al peso, y para decirlo con mi sentimiento, a la simpatía que se experimenta por un sincero, por un laborioso, por un verdadero y grande expositor de saludables ideas, que es al propio tiempo, él también, un señalado, uno que ha hallado su rumbo cierto, y como él gustará que se le llame un artista silencioso.

Los raros (1905).




ArribaAbajoEdgar Allan Poe

Fragmento de un estudio


En una mañana fría y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente, por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de Sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: All right! Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de sol, la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros; el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantado sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme, dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad: ¡Ave, Goodmorning! Yo sé, divino icono, oh magna estatua, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero ¿sabes?, se te ha querido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate.»

Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro; New York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca a Jersey, y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.

Se cree oír la voz de New York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del monstruo, recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:


   Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles
de fer dont s'enroulaient des spirales des tours
et des palais cerclès d'airain sur des blocs lourds;
ruche énorme, géhenne aux lugubres entrailles
ou s'engouffraient les Forts princes des anciens jours.



Semejantes a los Fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.

En su fabulosa Babel, gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange entre sus muros de hierro y granito, reúne tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís el dominio del vértigo. Por un gran canal cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrios y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos de carros monstruosos de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión de tranvía en tranvía, y grita al pasajero: Intransooonwoood; lo que quiere decir si gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios: el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano, detiénese el torrente, pasa la dama, all right!

«Esos cíclopes...», dice Groussac; «esos feroces calibanes...», escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...

¿Por qué vino tu imagen a mi memoria Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, armonioso y legendario encierra la procesión de sus castas enamoradas a través de polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tú eres hermana de las liliales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh mi ángel consolador!, ¡oh mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los mares lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Frances, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra el Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fue vista por la primera vez a la luz de perla de la luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son, cándido coro de ideales oceánidas, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo, amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aún que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñalándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí. En medio de los martirios de la vida me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu ser inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía, y por tu claridad inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.

I. -El hombre

La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su obra sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano, críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre; nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto que la publicación de aquel libro, cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer al señor Mayer, estaba destinada al grueso público.

¿Es que el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor, el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto, debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de mancha al cisne inmaculado.

Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario. De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El don mitológico parece nacer en él por lejano atavismo y vese en su poesía un claro rayo del país del sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el alma caballeresca de los Le Poer alabados en las crónicas de Generaldo Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este terrible insulto al caballero Mauricio de Desmond: «Sois un rimador.» Por lo cual se empuñan las espadas y traba una riña que es el prólogo de guerra sangrienta. Cinco siglos después, un descendiente del provocativo Arnoldo glorificará a su raza, erigiendo sobre el rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de sus rimas.

El noble abolengo de Poe, ciertamente, no interesa sino a «aquellos que tienen gusto de averiguar los efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y constitucionales de los hombres de genio», según las palabras de la noble señora Whitman. Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que lleven su apellido en la tierra del honorable padre de su patria, Jorge Washington.

Sábese que en el linaje del poeta hubo un bravo Sir Rogerio que batalló en compañía de Strongbow; un osado Sir Arnoldo que defendió a una lady acusada de bruja; una mujer heroica y viril, la célebre «Condesa» del tiempo de Cromwell; y pasando sobre enredos genealógicos antiguos, un general de los Estados Unidos, su abuelo. Después de todo, ese ser trágico, de historia tan extraña y romanesca, dio su primer vagido entre las coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna edad. Amaba el teatro, era inteligente y bella, y de esa dulce gracia nació el pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.

Poe nació con el envidiable don de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da idea de aquella especial hermosura que en descripciones han dejado muchas de las personas que le conocieron. No hay duda que en toda la iconografía poeana, el retrato que debe representarse mejor es el que sirvió a Mister Clarke para publicar un grabado que copiaba al poeta en tiempo en que éste trabajaba en la empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de Poe que después de su muerte se publicaron. Si no tanto como los que calumniaron su hermosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis manos, los que más me han llamado la atención son: el de Chiffart, publicado en la edición ilustrada de Quantin, de los Cuentos extraordinarios, y el grabado por R. Loncup para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos Poe ha llegado ya a la edad madura. No es, por cierto, aquel gallardo jovencito sensitivo que, al conocer a Elena Stannard, quedó trémulo y sin voz, como el Dante de la Vita Nuova... Es el hombre que ha sufrido ya, que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza simbólica. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chiffart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy Master más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el de Halpin para la edición de Amstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que nada tienen que ver con la cabeza bella e inteligente de que habla Clarke. Nada más cierto que la observación de Gautier:

«Es raro que un poeta, dice, que un artista sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le viene sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida y las torturas de las pasiones han alterado su fisonomía primitiva: apenas deja sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una magulladura o una arruga.»



Desde niño Poe «prometía una gran belleza».

Sus compañeros de colegio hablan de su agilidad y robustez. Su imaginación y su temperamento nervioso estaban contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de poesía, sabía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él una buena señora: «Era un muchacho bonito.»

Cuando entra a West Point hace notar en él un colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tediosa y hastiada». Ya en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente agradable y que predisponía en su favor lo que las damas llamarían claramente bello.» Una persona que le oye recitar en Boston, dice: «Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera.» Un precioso retrato es hecho de mano femenina: «Una talla algo menos que de altura mediana quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían mirar desde una eminencia...» Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar.» Jamás he visto otros ojos que en algo se les parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro azabache: el iris acerogris, poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negraazabache se veía expandirse y contraerse, con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni emoción. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que, mentalmente, estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena a ello. «¡Qué ojos tan tremendos tiene el Sr. Poe! -me dijo una señora-. Me hace helar la sangre el verle darles vueltas lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando.» La misma, agrega: «Usaba un bigote negro, esmeradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión ligeramente contraída de la boca y una tensión ocasional del labio superior, que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta mofa era fácilmente excitada, y se manifestaba por un movimiento del labio, apenas perceptible y, sin embargo, intensamente expresivo. No había en ello nada de malevolencia, pero sí mucho sarcasmo.» Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña estaba encerrada en un hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en todos los portadores de la lira. Apolo, el crinado numen lírico, ¿no es el prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndido. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.

Nuestro poeta, por su organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un médico escritor llama con gran propiedad «la enfermedad del sueño». Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio. Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el valor intelectual de su hijo adoptivo. El señor Allan -cuyo nombre pasará al porvenir al brillo del nombre del poeta- jamás pudo imaginarse que el pobre muchacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home, fuese más tarde un egregio príncipe del arte. En Poe reina el «ensueño» desde la niñez. Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine Brandeby es para él como un lugar fantástico que despierta en su ser extrañas reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras páginas. Por una parte, posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por otra, la fuerza matemática. Su «ensueño» está poblado de quimeras y de cifras, como la carta de un astrólogo. Vuelto a América, vémosle en la escuela de Clarke, en Richmond, en donde al mismo tiempo que se nutre de clásicos y recita odas latinas, boxea y llega a ser algo como un «champion» estudiantil; en la carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de Byron. Pero si brilla y descuella intelectual y físicamente entre sus compañeros, los hijos de familia de la fofa aristocracia del lugar miran por encima del hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que tuvo que devorar este ser exquisito, humillado por un origen del cual en días posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio sobre todo y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Pope. Poe, a su vez, habla de «la mezquina amistad y de la felicidad del polvillo de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre». Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la iniquidad?» No buscó el lírico americano el apoyo de la oración; no era creyente; o al menos, su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático, para su propio espíritu.» La ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo. Profesaba, sí, la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun en lo referente a Dios y sus atributos, pensaba con Spinoza que las cosas invisibles y todo lo que es objeto propio del entendimiento no puede percibirse de otro modo que por los ojos de la demostración; olvidando la profunda afirmación filosófica: Intellectus noster sic se habet ad prima entium quoe sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertilionis ad solem. No creía en lo sobrenatural, según confesión propia: pero afirmaba que Dios, como creador de la Naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Grandwill, que parece ser sustentada por Poe: «Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su intensidad.» Lo cual estaba ya dicho por Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la Naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es ser por sí mismo y necesario, y a éste llamamos Dios.» En la Revelación magnética, a vuelta de divagaciones filosóficas, mister Vankirk -que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo- afirma la existencia de un Dios material, al cual llama «materia suprema e imparticulada». Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu.» En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como pocos, extrañas vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.

Los raros (1905).




ArribaAbajoPaul Verlaine

Y al fin vas a descansar; y al fin has dejado de arrastrar tu pierna lamentable y anquilótica, y tu existencia extraña llena de dolor y de ensueños, ¡oh pobre viejo divino! Ya no padeces el mal de la vida, complicado en ti con la maligna influencia de Saturno.

Mueres, seguramente, en uno de los hospitales que has hecho amar a tus discípulos, tus «palacios de invierno», los lugares de descanso que tuvieron tus huesos vagabundos, en la hora de los implacables reumas y de las duras miserias parisienses.

Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos, de los hijos de tu espíritu, de los jóvenes oficiantes de tu iglesia, de los alumnos de tu escuela, ¡oh, lírico Sócrates de un tiempo imposible!

Pero mueres en un instante glorioso: cuando tu nombre empieza a triunfar, y la simiente de tus ideas, a convertirse en magníficas flores de arte, aun en países distintos del tuyo; pues es el momento de decir que hoy, en el mundo entero, tu figura, entre los escogidos de diferentes lenguas y tierras, resplandece en su nimbo supremo, así sea delante del trono del enorme Wagner.

El holandés Bivanck se representa a Verlaine como un leproso sentado a la puerta de una catedral, lastimoso, mendicante, despertando en los fieles que entran y salen la compasión, la caridad. Alfred Ernst le compara con Benoit Labre, viviente símbolo de enfermedad y de miseria; antes León Bloy le había llamado también el Leproso, en el portentoso tríptico de su Brelan, en donde está pintado en compañía del Niño Terrible y del Loco: Barbey d'Aurevilly y Ernesto Hello. ¡Ay, fue su vida así! Pocas veces ha nacido de vientre de mujer un ser que haya llevado sobre sus hombros igual peso de dolor. Job le diría: «¡Hermano mío!»

Yo confieso que después de hundirme en el agitado golfo de sus libros, después de penetrar en el secreto de esa existencia única; después de ver esa alma llena de cicatrices y de heridas incurables, todo el eco de celestes o profanas músicas, siempre hondamente encantadoras; después de haber contemplado aquella figura imponente en su pena, aquel cráneo soberbio, aquellos ojos oscuros, aquella faz con algo de socrático, de pirrotesco y de infantil; después de mirar al dios caído, quizá castigado por olímpicos crímenes en otra vida anterior; después de saber la fe sublime y el amor furioso y la inmensa poesía que tenían por habitáculo aquel claudicante cuerpo infeliz, sentí nacer en mi corazón un doloroso cariño que junté a la gran admiración por el triste maestro.

A mi paso por París, en 1893, me había ofrecido Enrique Gómez Carrillo presentarme a él. Este amigo mío había publicado una apasionada impresión que figura en sus Sensaciones de arte, en la cual habla de una visita al cliente del hospital de Broussais. «Y allí le encontré siempre dispuesto a la burla terrible, en una cama estrecha de hospital. Su rostro enorme y simpático, cuya palidez extrema me hizo pensar en las figuras pintadas por Ribera, tenía un aspecto hierático. Su nariz pequeña se dilata a cada momento para aspirar con delicia el humo del cigarro. Sus labios gruesos que se entreabren para recitar con amor las estrofas de Villón o para maldecir contra los poemas de Ronsard, conservan siempre su mueca original, en donde el vicio y la bondad se mezclan para formar la expresión de la sonrisa. Sólo su barba rubia de cosaco, había crecido un poco y se había encanecido mucho.»

Por Carrillo penetramos en algunas interioridades de Verlaine. No era éste en ese tiempo el viejo gastado y débil que pudiera imaginarse; antes bien «un viejo robusto». Decíase que padecía de pesadillas espantosas y visiones en las cuales los recuerdos de la leyenda oscura y misteriosa de su vida, se complicaban con la tristeza y el terror alcohólicos. Pasaba sus horas de enfermedad, a veces en un penoso aislamiento, abandonado y olvidado, a pesar de las bondadosas iniciativas de los Mendès o de los León Deschamps.

¡Dios mío!, aquel hombre nacido para las espinas, para los garfios y los azotes del mundo, se me pareció como un viviente símbolo de la grandeza angélica y de la miseria humana. Angélico lo era Verlaine; tiorba alguna, salterio alguno, desde Jacopone de Todi, desde el Stabat Mater, ha alabado a la Virgen con la melodía filial, ardiente y humilde de Sagesse; lengua alguna, como no sean las lenguas de los serafines prosternados, ha cantado mejor la carne y la sangre del Cordero; en ningunas manos han ardido mejor los sagrados carbones de la penitencia; y penitente alguno se ha flagelado los desnudos lomos con igual ardor de arrepentimiento que Verlaine cuando se ha desgarrado el alma misma, cuya sangre fresca y pura ha hecho abrirse rítmicas rosas de martirio.

Quien le haya visto en sus Confesiones, en sus Hospitales, en sus otros libros íntimos, comprenderá bien al hombre -inseparable del poeta- y hallará que en ese mar tempestuoso primero, muerto después, hay tesoros de perlas. Verlaine fue un hijo desdichado de Adán, en el que la herencia paterna apareció con mayor fuerza que en los demás. De los tres Enemigos, quien menos mal le hizo fue el Mundo. El Demonio le atacaba; se defendía de él, como podía, con el escudo de la plegaria. La Carne sí, fue invencible e implacable. Raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo. Su cuerpo era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo. Al andar, hubiera podido buscarse en su huella lo hendido del pie. Se extraña uno no ver sobre su frente los dos cuernecillos, puesto que en sus ojos podían verse aún pasar las visiones de las blancas ninfas, y en sus labios, antiguos conocidos de la flauta, solía aparecer el rictus del egipán. Como el sátiro de Hugo, hubiera dicho a la desnuda Venus, en el resplandor del monte sagrado: Viens nous en!... Y ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a medida que acrecía su concepción católica de la culpa.

Mas ¿habéis leído unas bellas historias renovadas por Anatole France de viejas narraciones hagiográficas, en las cuales hay sátiros que adoran a Dios, y creen en su cielo y en sus santos, llegando en ocasiones hasta ser santos sátiros? Tal me parece Pauvre Lelian, mitad cornudo flautista de la selva, violador de hamadriadas, mitad asceta del Señor, eremita que, extático, canta sus salmos. El cuerpo velloso sufre la tiranía de la sangre, la voluntad imperiosa de los nervios, la llama de la primavera, la afrodisia de la libre y fecunda montaña; el espíritu se consagra a la alabanza del Padre, del Hijo, del Santo Espíritu, y, sobre todo, de la maternal y casta Virgen; de modo que al dar la tentación su clarinada, el espíritu ciego, no mira, queda como en sopor, al son de la fanfarria carnal; pero tan luego como el sátiro vuelve del boscaje y el alma recobra su imperio y mira a la altura de Dios, la pena es profunda, el salmo brota. Así, hasta que vuelve a verse pasar a través de las hojas del bosque, la cadera de Calixto...

Cuando el Dr. Nordau publicó la obra célebre, digna del Dr. Triboulat Bonhoment, Entartung, la figura de Verlaine, casi desconocida para la generalidad -y en la generalidad pongo a muchos de la élite en otros sentidos- surgió por la primera vez, en el más curiosamente abominable de los retratos. El poeta de Sagesse estaba señalado como uno de los más patentes casos demostrativos de la afirmación pseudocientífica de que los modos estéticos contemporáneos son formas de descomposición intelectual. Muchos fueron los atacados; se defendieron algunos. Hasta el cabalístico Mallarmé descendió de su trípode para demostrar el escaso intelectualismo del profesor austroalemán, en su conferencia sobre la Música y la Literatura dada en Londres. Pauvre Lelian no se defendió a sí mismo. Comentaría cuando el caso con algunos dam en el François I o en el D'Harcourt. Varios amigos discípulos le defendieron; entre todos con vigor y maestría lo hizo Charles Tennib, y su hermoso y justificado ímpetu correspondió a la presentación del «caso» por Max Nordau:

«Tenemos ante nosotros la figura bien neta del jefe más famoso de los simbolistas. Vemos un espantoso degenerado, de cráneo asimétrico y rostro mongoloide, un vagabundo impulsivo, un dipsómano..., un erótico..., un soñador emotivo, débil de espíritu, que lucha dolorosamente contra sus malos instintos y encuentra a veces en su angustia conmovedores acentos de queja, un místico cuya conciencia humosa está llena de representaciones de Dios y de los santos; y un viejo chocho, etc.»



En verdad que los clamores de ese generoso D'Amicis contra la ciencia que acaba de descuartizar a Leopardi después de desventrar al Tasso, son muy justos e insuficientemente iracundos.

En la vida de Verlaine hay una nebulosa leyenda que ha hecho crecer una verde pradera en la que ha pastado a su placer el pan-muflisme. No me detendré en tales miserias. En estas líneas, escritas al vuelo y en el momento de la impresión causada por su muerte, no puedo ser tan extenso como quisiera.

De la obra de Verlaine, ¿qué decir? Él ha sido el más grande de los poetas de este siglo. Su obra está esparcida sobre la faz del mundo. Suele ya ser vergonzoso para los escritores apteros oficiales, no citar de cuando en cuando, siquiera sea para censurar sordamente, a Paul Verlaine. En Suecia y Noruega los jóvenes amigos de Jonas Lee propagan la influencia artística del maestro. En Inglaterra, a donde iba a dar conferencias, gracias a los escritores nuevos, como Symons, y los colaboradores del Yellow Book, el nombre ilustre se impone; la New Review daba sus versos en francés. En los Estados Unidos, antes de publicarse el conocido estudio de Symons en el Harpers's, The decadent movement in literature, la fama del poeta era conocida. En Italia D'Annunzio reconoce en él a uno de los maestros que le ayudarán a subir a la gloria; Vittorio Pica y los jóvenes artistas de la Tavola Rotonda exponen sus doctrinas; en Holanda, la nueva generación literaria -nótese un estudio de Verwey- le saluda en su alto puesto; en España es casi desconocido y serálo por mucho tiempo: solamente el talento de «Clarín» creo que lo tuvo en alta estima; en lengua española no se ha escrito aún nada digno de Verlaine; apenas lo publicado por Gómez Carrillo; pues las impresiones y notas de Bonafoux y Eduardo Pardo, son ligerísimas.

Vayan, pues, estas líneas como ofrenda del momento. Otra será la ocasión en que consagre al gran Verlaine el estudio que merece. Por hoy, no cabe el análisis de su obra.

«Esta pata enferma me hace sufrir un poco: me proporciona, en cambio, más comodidad que mis versos, que me han hecho sufrir tanto. Si no fuese por el reumatismo, yo no podría vivir de mis rentas. Estando bueno, no lo admiten a uno en el hospital.»



Esas palabras pintan al hermano trágico de Villon.

No era mala, estaba enferma su animula, blandula, vagula... ¡Dios le haya acogido en el cielo como en un hospital!

Los raros (1905).




ArribaAbajoJosé Martí

El fúnebre cortejo de Wagner exigiría los truenos solemnes del Tannhäuser, para acompañar a su sepulcro a un dulce poeta bucólico irían, como en los bajorrelieves, flautistas que hiciesen lamentarse a sus melodiosas dobles flautas; para los instantes en que se quemase el cuerpo de Melesígenes, vibrantes coros de liras; para acompañar -¡oh!, permitid que diga su nombre delante de la gran Sombra épica; de todos modos, malignas sonrisas que podáis aparecer, ¡ya está muerto!-, para acompañar, americanos todos que habláis idioma español, el entierro de José Martí necesitaríase su propia lengua, su órgano prodigioso lleno de innumerables registros, sus potentes coros verbales, sus trompas de oro, sus cuerdas quejosas, sus oboes sollozantes, sus flautas, sus tímpanos, sus liras, sus sistros. ¡Sí, americanos, hay que decir quién fue aquel grande que ha caído! Quien escribe estas líneas, que salen atropelladas de corazón y cerebro, no es de los que creen en las riquezas existentes de América... Somos muy pobres... Tan pobres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimento extranjero, se morirían de hambre. ¡Debemos llorar mucho por esto al que ha caído! Quien murió allá en Cuba era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres; era millonario y dadivoso: vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico: hay entre los enormes volúmenes de la colección de La Nación tanto de su metal fino y piedras preciosas que podría sacarse de allí la mejor y más rica estatua. Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. Sobre el Niágara castelariano, milagrosos iris de América. ¡Y qué gracia tan ágil, y qué fuerza natural tan sostenida y magnífica!

Otra verdad aún, aunque pese más al asombro sonriente: eso que se llama el genio, fruto tan solamente de árboles centenarios; ese majestuoso fenómeno del intelecto elevado a su mayor potencia, alta maravilla creadora, el Genio, en fin, que no ha tenido aún nacimiento en nuestras Repúblicas, ha intentado aparecer dos veces en América; la primera, en un hombre ilustre de esta tierra; la segunda, en José Martí. Y no era Martí, como pudiera creerse, de los semigenios de que habla Mendès, incapaces de comunicar con los hombres porque sus alas les levantan sobre la cabeza de éstos, e, incapaces de subir hasta los dioses, porque el vigor no les alcanza y aun tiene fuerza la tierra para atraerles. El cubano era «un hombre». Más aún: era como debería ser el verdadero superhombre: grande y viril; poseído del secreto de su excelencia, en comunión con Dios y con la Naturaleza.

En comunión con Dios vivía el hombre de corazón suave e inmenso; aquel hombre que aborreció el mal y el dolor, aquel amable león, de pecho columbino, que pudiendo desjarretar, aplastar, herir, morder, desgarrar, fue siempre seda y miel hasta con sus enemigos. Y estaba en comunión con Dios, habiendo ascendido hasta Él por la más firme y segura de las escalas, la escala del Dolor. La piedad tenía en su ser un templo: por ella diríase que siguió su alma los cuatro ríos de que habla Ruysbroeck el Admirable; el río que asciende, que conduce a la divina altura; el que lleva a la compasión por las almas cautivas; los otros dos que envuelven todas las miserias y pesadumbres del herido y perdido rebaño humano. Subió a Dios por la compasión y por el dolor. ¡Padeció mucho Martí!: desde las túnicas consumidoras, del temperamento y de la enfermedad, hasta la inmensa pena del señalado que se siente desconocido entre la general estolidez ambiente; y, por último, desbordante de amor y de patriótica locura, consagróse a seguir una triste estrella, la estrella solitaria de la Isla, estrella engañosa que llevó a ese desventurado rey mago a caer de pronto en la más negra muerte.

¡Los tambores de la mediocridad, los clarines del patriotismo tocarán diarias celebrando la gloria política del Apolo armado de espadas y pistolas, que ha caído, dando su vida, preciosa para la Humanidad y para el Arte y para el verdadero triunfo futuro de América, combatiendo entre el negro Guillermón y el general Martínez Campos!

¡Oh, Cuba! ¡Eres muy bella, ciertamente, y hacen gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te quieren libre; y bien hace el español en no dar paz a la mano por temor de perderte, Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi lengua; mas la sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a toda una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que pierde en él quizá al primero de sus maestros; pertenecía al porvenir!

Cuando Cuba se desangró en la primera guerra, la guerra de Céspedes; cuando el esfuerzo de los deseosos de libertad no tuvo más fruto que muertes e incendios y carnicerías, gran parte de la intelectualidad cubana partió al destierro. Muchos de los mejores se expatriaron, discípulos de don José de la Luz, poetas, pensadores, educacionistas. Aquel destierro todavía dura para algunos que no han dejado sus huesos en patria ajena, o no han vuelto ahora a la manigua. José Joaquín Palma, que salió a la edad de Lohengrin, con una barba rubia como la de él, y gallardo como sobre el cisne de su poesía, después de arrullar sus décimas «a la estrella solitaria» de república en república, vio nevar en su barba de oro, siempre con ansias de volver a su Bayamo, de donde salió al campo a pelear después de quemar su casa. Tomás Estrada Palma, pariente del poeta, varón probo, discreto y lleno de luces, y hoy elegido presidente por los revolucionarios, vivió de maestro de escuela en la lejana Honduras; Antonio Zambrana, orador de fama justa, en las Repúblicas del Norte, que a punto estuvo de ir a las Cortes, en donde habría honrado a los americanos, se refugió en Costa Rica, y allí abrió su estudio de abogado; Eizaguirre fue a Guatemala; el poeta Sellén, el celebrado traductor de Heine, y su hermano, otro poeta, fueron a Nueva York, a hacer almanaques para las píldoras de Lamman y Kemp, si no mienten los decires; Martí, el gran Martí, andaba de tierra en tierra, aquí en tristezas, allá en los abominables cuidados de las pequeñas miserias de la falta de oro en suelo extranjero; ya triunfando, porque a la postre la garra es garra, y se impone, ya padeciendo las consecuencias de su antagonismo con la imbecilidad humana; periodista, profesor, orador; gastando el cuerpo y sangrando el alma; derrochando las esplendideces de su interior, en lugares en donde jamás se podría saber el valor del altísimo ingenio, y se le infligiría además el baldón del elogio de los ignorantes; tuvo, en cambio, grandes gozos la comprensión de su vuelo por los raros que le conocían hondamente; el satisfactorio aborrecimiento de los tontos; la acogida que l'élite de la Prensa americana -en Buenos Aires y México- tuvo para sus correspondencias y artículos de colaboración.

Anduvo, pues, de país en país, y por fin, después de una permanencia en Centro América, partió a radicarse a Nueva York.

Allá, a aquella ciclópea ciudad, fue aquel caballero del pensamiento, a trabajar y a bregar más que nunca. Desalentado -él, tan grande y tan fuerte, ¡Dios mío!-, desalentado en sus ensueños de Arte, remachó con triples clavos dentro de su cráneo la imagen de su estrella solitaria, y, dando tiempo al tiempo, se puso a forjar armas para la guerra, a golpe de palabra y a fuego de idea. Paciencia, la tenía; esperaba y veía como una vaga fatamorgana su soñada Cuba libre. Trabajaba de casa en casa, en los muchos hogares de gentes de Cuba que en Nueva York existen; no desdeñaba al humilde: al humilde le hablaba como un buen hermano mayor aquel sereno e indomable carácter, aquel luchador que hubiera hablado como Elciis, los cuatro días seguidos, delante del poderoso Otón rodeado de reyes.

Su labor aumentaba de instante en instante, como si activase más la savia de su energía aquel inmenso hervor metropolitano. Y visitando al doctor de la Quinta Avenida, al corredor de la Bolsa, y al periodista y al algo empleado de La Equitativa, y al cigarrero y al negro marinero, a todos los cubanos neoyorkinos, para no dejar apagar el fuego, para mantener el deseo de guerra, luchando aún con más o menos claras rivalidades, pero, es lo cierto, querido y admirado de todos los suyos; tenía que vivir, tenía que trabajar, entonces eran aquellas cascadas literarias que a estas columnas venían y otras que iban a diarios de México y Venezuela. No hay duda de que ese tiempo fue el más hermoso tiempo de José Martí. Entonces fue cuando se mostró su personalidad intelectual más bellamente. En aquellas kilométricas epístolas, si apartáis una que otra rara ramazón sin flor o fruto, hallaréis en el fondo, en lo macizo del terreno, regentes y ko-hinoores.

Allí aparecía Martí pensador, Martí filósofo, Martí pintor, Martí músico, Martí poeta siempre. Con una magia incomparable hacía ver unos Estados Unidos vivos y palpitantes, con su sol y sus almas. Aquella «Nación» colosal, la «sabana» de antaño, presentaba en sus columnas, a cada correo de Nueva York, espesas inundaciones de tinta. Los Estados Unidos de Bourget deleitan y divierten; los Estados Unidos de Groussac hacen pensar; los Estados Unidos de Martí son estupendo y encantador diorama que casi se diría aumenta el color de la visión real. Mi memoria se pierde en aquella montaña de imágenes, pero bien recuerdo un Grant marcial y un Sherman heroico, que no he visto más bellos en otra parte; una llegada de héroes del Polo; un puente de Brooklyn, literario, igual al de hierro, una hercúlea descripción de una exposición agrícola, vasta como los establos de Augías; unas primaveras floridas y unos veranos, ¡oh, sí!, mejores que los naturales; unos indios sioux que hablaban en lengua de Martí como el Manitú mismo les inspirase unas nevadas que daban frío verdadero, y un Walt Whitman patriarcal prestigioso, líricamente augusto, antes, mucho antes de que Francia conociera por Sarrazin al bíblico autor de las Hojas de hierba.

Y, cuando el famoso Congreso Panamericano, sus cartas fueron sencillamente un libro. En aquellas correspondencias hablaba de los peligros del yankee, de los ojos cuidadosos que debía tener la América latina respecto a la Hermana mayor; y del fondo de aquella frase que una boca argentina opuso a la frase de Monroe.

Era Martí de temperamento nervioso, delgado, de ojos vivaces y bondadosos. Su palabra suave y delicada en el trato familiar, cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios. Era orador, y orador de grande influencia. Arrastraba muchedumbres. Su vida fue un combate. Era blandílocuo y cortesísimo con las damas; las cubanas de Nueva York teníanle en justo aprecio y cariño, y una sociedad femenina había, que llevaba su nombre.

Su cultura era proverbial, su honra intacta y cristalina; quien se acercó a él se retiró queriéndole.

Y era poeta; y hacía versos.

Sí, aquel prosista que siempre fiel a la Castalia clásica se abrevó en ellos todos los días, al propio tiempo que por su constante comunión con todo lo moderno y su saber universal y políglota, formaba su manera especial y peculiarísima, mezclando en su estilo a Saavedra Fajardo con Gautier, con Goncourt -con el que gustéis, pues de todo tiene-; usando a la continua del hipérbaton inglés, lanzando a escape sus cuadrigas de metáforas, retorciendo sus espirales de figuras; pintando ya con minucia de prerrafaelista las más pequeñas hojas del paisaje, ya a manchas, a pinceladas súbitas, a golpes de espátula, dando vida a las figuras; aquel fuerte cazador hacía versos, y casi siempre versos pequeñitos, versos sencillos -¿no se llamaba así un librito de ellos?-, versos de tristezas patrióticas, de duelos de amor, ricos de rima o armonizados siempre con tacto; una primera y rara colección está dedicada a un hijo a quien adoró y a quien perdió por siempre: «Ismaelillo».

Los Versos sencillos, publicados en Nueva York en linda edición, en forma de eucologio, tienen verdaderas joyas. Otros versos hay, y entre los más bellos Los zapatitos de rosa. Creo que, como Banville la palabra «lira», y Leconte de Lisie la palabra «negro», Martí la que más ha empleado es «rosa».

Recordemos algunas rimas del infortunado:




I


   ¡Oh, mi vida que en la cumbre
del Ajusco hogar buscó,
y tan fría se moría
que en la cumbre halló calor!

   ¡Oh, los ojos de la virgen
que me vieron una vez,
y mi vida estremecida
en la cumbre volvió a arder!




II


   Entró la niña en el bosque
del brazo de su galán,
y se oyó un beso, otro beso,
y no se oyó nada más.

   Una hora en el bosque estuvo;
salió al fin sin su galán:
se oyó un sollozo; un sollozo,
y después no se oyó nada más.




III


   En la falda del Turquino
la esmeralda del camino
los incita a descansar;
el amante campesino
en la falda del Turquino
canta bien y sabe amar.

   Guajirilla ruborosa,
la mejilla tinta en rosa
bien pudiera denunciar
que en la plática sabrosa,
guajirilla ruborosa,
callar fue mejor que hablar.




IV


   Allá en la sombría,
callada, vacía,
solemne Alameda,
un ruido que pasa,
una hoja que rueda,
parece al malvado
gigante que alzado
el brazo le estruja,
la mano le oprime,
y el cuello le estrecha
y el alma le pide;
y es ruido que pasa
y es hoja que rueda,
allá en la sombría,
callada, vacía,
solemne Alameda...




V


-¡Un beso!
-¡Espera!
Aquel día
al despedirse se amaron.
-¡Un beso!
-Toma.
Aquel día
al despedirse lloraron.




VI


   La del pañuelo de rosa,
la de los ojos muy negros,
no hay negro como tus ojos
ni rosa cual tu pañuelo.

   La de promesa vendida,
la de los ojos tan negros,
más negras son que tus ojos
las promesas de tu pecho.



Y este primoroso juguete:



   De tela blanca y rosada
tiene Rosa un delantal,
y a la margen de la puerta,
casi, casi en el umbral,
un rosal de rosas blancas
y de rojas un rosal.

   Una hermana tiene Rosa
que tres años besó abril,
y le piden rojas flores
y la niña va al pensil,
y al rosal de rosas blancas
blancas rosas va a pedir.

   Y esta hermana caprichosa
que a las rosas nunca va,
cuando Rosa juega y vuelve
en el juego el delantal,
si ve el blanco abraza a Rosa,
si ve el rojo da en llorar.

   Y si pasa caprichosa
por delante del rosal,
flores blancas pone a Rosa
en el blanco delantal.



Un libro, la obra escogida del ilustre escritor, debe ser idea de sus amigos y discípulos.

Nadie podría iniciar la práctica de tal pensamiento, como el que fue, no solamente discípulo querido, sino amigo del alma, el paje, o más bien el «hijo» de Martí: Gonzalo de Quesada, el que le acompañó siempre, leal y cariñoso, en trabajos y propagandas, allá en Nueva York y Cayo Hueso y Tampa. ¡Pero quién sabe si el pobre Gonzalo de Quesada, alma viril y ardorosa, no ha acompañado al jefe también en la muerte!

Los niños de América tuvieron en el corazón de Martí predilección y amor.

Queda un periódico único en su género, los pocos números de un periódico que redactó especialmente para los niños. Hay en uno de ellos un retrato de San Martín, que es obra maestra. Quedan también la colección de Patria y varias obras vertidas del inglés; pero todo eso es lo menor de la obra literaria que servirá en lo futuro.

Y ahora, maestro y autor y amigo, perdona que te guardemos rencor los que te amábamos y admirábamos, por haber ido a exponer y a perder el tesoro de tu talento. Ya sabrá el mundo lo que tú eras, pues la justicia de Dios es infinita y señala a cada cual su legítima gloria. Martínez Campos, que ha ordenado exponer tu cadáver, sigue leyendo sus dos autores preferidos: Cervantes... y Ohnet. Cuba quizá tarde en cumplir contigo como debe. La juventud americana te saluda y te llora; pero ¡oh, Maestro, que has hecho...!

Y paréceme que con aquella voz suya, amable y bondadosa, me reprende, adorador como fue hasta la muerte del ídolo luminoso y terrible de la Patria; y me habla del sueño en que viera a los héroes: las manos de piedra, los ojos de piedra, los labios de piedra, las barbas de piedra, la espada de piedra...

Y que repite luego el voto del verso:


   ¡Yo quiero, cuando me muera,
sin patria, pero sin amo,
tener en mi losa un ramo
de flores y una bandera!



Los raros (1905).




ArribaAbajoMax Nordau

Mi distinguido colega en La Nación, doctor Schimper se ocupó el año pasado del primer volumen de Entartung, de Max Nordau. Ha poco aparecido el segundo, la obra está ya completa. Una endiablada y extraña Lucrecia Borgia, doctora en Medicina, dice en alemán, para mayor autoridad, con clara y tranquila voz, a todos los convidados al banquete del arte moderno: «Tengo que anunciaros una noticia, señores míos, y es que todos estáis locos.» En verdad, Max Nordau no deja un solo nombre, entre todos los escritores y artistas contemporáneos de la aristocracia intelectual, al lado del cual no escriba la correspondiente clasificación diagnóstica: «imbécil», «idiota», «degenerado», «loco peligroso». Recuerdo que una vez, al acabar de leer uno de los libros de Lombroso, quedé con la obsesión de la idea de una locura poco menos que universal. A cada persona de mi conocimiento le aplicaba la observación del doctor italiano, y resultábame que, unos por fas, otros por nefas, todos mis prójimos eran candidatos al manicomio. Recientemente una obra nacional digna de elogio, Pasiones, de Ayarragaray, llamó mi atención hacia la psicología de nuestro siglo y presentó a mi vista el tipo del médico moderno, que penetra en lo más íntimo del ser humano. Cuando la literatura ha hecho suyo el campo de la fisiología, la medicina ha tendido sus brazos a la región oscura del misterio.

Allá a lo lejos vese a Molière y Lesage atacar a jeringazos a los esculapios. Había cierta inquina de los hombres de pluma contra los médicos, y el epigrama y la sátira teatral no desperdiciaban momento oportuno para caer sobre los hijos de Galeno. Sangredo había nacido, y no todo él del cerebro de su creador, pues sabemos por Max Simon que Sangredo vivió en carne y hueso en la personalidad del médico Hecquet. El mismo Max Simon hace notar la acrimonia especial con que el más ilustre de los poetas cómicos y el más grande de los novelistas de su época atacaron a los médicos. En uno y otro, dice, se nota un verdadero desprecio por el arte que profesan aquellos a quienes atacan. Molière, irónico y fuerte; Lesage, injurioso y despreciativo, están siempre listos con sus aljabas. Monsieur Purgon, formalista, aparatoso y ciego de intelecto, y los dos Tomases Diafoirus aparecieron como encarnaciones de una ciencia tan aparatosa como falsa. Sangredo fue, según Walter Scott, el mismo Helvecio. En resumen, los ataques literarios se dirigían contra los doctores de sangría y agua tibia. Son los tiempos en que Hecquet publica Le brigandage de la médecine, en el cual están en su base los principios de Gil Blas, y en el que eran más que comunes diálogos a la manera del que en una obra del gran cómico sostienen Desfonandrès y Tomes.

Si los médicos del siglo XVII se enconaron con las bromas de Molière, los del siglo XVIII no fueron tan quisquillosos con las sátiras de Lesage. En nuestro siglo, la última gran campaña literaria, el movimiento naturalista dirigido por Zola, tiene por padre a un médico, Claudio Bernard. En tanto que la literatura investiga y se deja arrastrar por el impulso científico, la medicina penetra al reino de las letras; se escriben libros de clínica tan amenos como una novela. La psiquiatría pone su lente práctico en regiones donde solamente antes había visto claro la pupila ideal de la poesía. Ante el profesor de la Salpetrière, junto con los estudiantes, han ido los literatos. Y en el terreno crítico, cierta crítica tiene por base estudios recientes sobre el genio y la locura: Lombroso y sus seguidores.

Guyau, el admirable y joven sabio, sacrificó en las aras de los nuevos ídolos científicos. Él comprobó, como un profesor que toma el pulso, el estado patológico de su edad, el progreso de fiebre moral siempre en crecimiento. Él juntó en un capítulo de un célebre libro a los neurópatas y delincuentes, como invasores, como conquistadores victoriosos en el reino de la literatura. Et s'y font une place tous les jours plus grande, decía de ellos. Como principal síntoma del mal del siglo señala la manifestación de un hondo sufrimiento, el impulso al dolor, que en ciertos espíritus puede llegar hasta el pesimismo. El tipo que el filósofo presenta es aquel infeliz Imbert Galloix, cuya pálida figura pasará al porvenir iluminada en su dolorosa expresión por un rayo piadoso de la gloria de Víctor Hugo. ¡Y bien! Si la desgracia es desequilibrio, bien está señalado Imbert Galloix. Ese gran talento gemía bajo la más amarga de las desventuras. Sentirse poseedor del sagrado fuego y no poder acercarse al ara; luchar con la pobreza, estar lleno de bellas ambiciones y encontrarse solo, abandonado a sus propias fuerzas en un campo donde la fortuna es la que decide, es cosa áspera y dura. A propósito de un joven poeta cubano, muerto recientemente en París -Augusto de Armas, ¡uno de tantos Imbertos Galloix!-, dice con gran razón el brillante Aniceto Valdivia: «Sólo un temperamento de toro, como el de Balzac, puede soportar sin rajarse el peso de ese mundo de desdenes, de olvidos, de negaciones, de injustos silencios, bajo el cual ha caído el adorable poeta de Rimes Byzantines.» La autopsia espiritual que del desgraciado joven ginebrino hace el sereno analizador sociólogo me parece de una impasible crueldad.

Aquí de las comparaciones que ofrece la nueva ciencia penal entre los desequilibrados, locos y criminales. Porque un cierto Cimmino, bandido napolitano, se ha hecho tatuar en el pecho una frase de desconsuelo, quedan condenados a la comparación más curiosamente atroz todos los admirables melancólicos que representan la tristeza en la literatura. El nombre de Leopardi, por ejemplo, aparecerá en la más infame promiscuidad con el de cualquier número de penitenciaría o de presidio, por obra de tal razonamiento de Lacassagne o de tal opinión de Lombroso. En las especializaciones de Max Nordau, la falta de justicia se hace notar, agravándose con una de las más extrañas inquinas que pueden caber en crítico nacido. Bien trae a cuento Jean Thorel un caso gracioso que aquí citaré con las mismas palabras del escritor: «Recuerdo haber leído una vez en una revista inglesa un largo estudio, muy concienzudo, de argumentación apretada e irrefutable, que probaba -que no se contentaba con afirmar, sino que probaba con numerosos ejemplos- que Víctor Hugo era un escritor sin talento y un execrable poeta. Para mejor convencer a sus lectores, el crítico que se había señalado la tarea de 'demoler' a Víctor Hugo había tenido cuidado de acompañar cada una de sus citas de una notita que hacía conocer el título de la obra de que se había extraído la cita, con todas sus indicaciones accesorias, lugar y año de publicación, número de la edición, cifra de la página cuyo era el verso citado, etc. Y se tenía inmediatamente el sentimiento de que si en verdad se hallaba en tal página de tal libro, el mal verso que se acababa de leer en la revista, Víctor Hugo era realmente un poeta lastimoso. Me decidí temblando a llevar a cabo esta verificación, y encontré que cada vez que el pícaro verso estaba en realidad en el libro indicado descubría también al mismo tiempo que al lado de ése había diez, cien o mil versos que eran de una completa belleza.» Tiene razón Jean Thorel. Max Nordau condena el poema entero por un verso cojo o lisiado; y el arte entero por uno que otro caso de morbosismo mental. Para estimar la obra de los escritores a quienes ataca, pues principalmente por los frutos declara él la enfermedad del árbol, parte de las observaciones de los alienistas en sus casos de los manicomios. Al tratar Guyau de los desequilibrados, hablaba de «esas literaturas en decadencia que parecen haber tomado por modelos y por maestro a los locos y los delincuentes». Nordau no se contenta con dirigir su escalpelo hacia Verlaine, el gran poeta desventurado, o a uno que otro extravagante de los últimos cenáculos de las letras parisienses. Él sentencia a decadentes y estetas, a parnasianos y diabólicos, a ibsenistas y enomísticos, a prerrafaelistas y tostoístas, wagnerianos y cultivadores del yo; y si no lleva su análisis implacable con mayor fuerza hacia Zola y los suyos no es por falta de bríos y deseos, sino porque el naturalismo yace enterrado bajo el árbol genealógico de los Rougon-Macquart.

Una de las cosas que señala en los modernos artistas como signo inequívoco de neuropatía es la tendencia a formar escuelas y agrupaciones. Sería deliciosamente peregrino que por ese solo hecho todas las escuelas antiguas, todos los cenáculos, desde el de Sócrates hasta el de Nuestro Señor Jesucristo, y desde el de Ronsard hasta el de Víctor Hugo, mereciesen la calificación inapelable de la nueva crítica científica.

Otras causas de condenación: amor apasionado del color; fecundidad; fraternidad artística entre dos; esta afirmación que nos dejará estupefactos, gracias a la autoridad del sabio Sollier: Es una particularidad de los idiotas y de los imbéciles tener gusto por la música. Thorel señala una contradicción del crítico alemán que aparece harto clara. La música, dice éste, no tiene otro objeto que despertar emociones; por tanto, los que se entregan a ella son o están próximos a ser degenerados por razón de que la parte del sistema nervioso que está dotada de la facultad de emotividad es anterior atávicamente a la sustancia gris del cerebro, que es la encargada de la representación y juicio de las cosas; y el progreso de la raza consiste en la superioridad que adquiere esta parte sobre la primera. Entretanto Nordau coloca entre los grandes artistas de su devoción a un gran músico: Beethoven. De más está decir que las ideas de Max Nordau profesa sobre el arte son de una estética en extremo singular y utilitaria. El carro de hierro, la ciencia, ha destruído, según él, los ideales religiosos. No va ese carro tirado ciertamente por una cuadriga de caballos de Atila. Y hoy mismo, en el campo de humanidad, después del paso del monstruo científico, renacen árboles, llenos de flores de fe. Tampoco el arte podrá ser destruído. Los divinos semilocos, «necesarios para el progreso», vivirán siempre en su celeste manicomio consolando a la tierra de sus sequedades y durezas con una armoniosa lluvia de esplendores y una maravillosa riqueza de ensueños y de esperanzas.

Por de pronto, en Degeneración, los números de hospital, entre otros, son los siguientes: Tolstoi -puesto que, lleno de una santa pasión por el mujick, por el pobre campesino de su Rusia, se enciende en religiosa caridad y alivia el sufrimiento humano- queda señalado. Queda señalado también Zola, ese búfalo. Dante Gabriel Rossetti tiene su pareja en tal cosa de orates, en tal lesionado que padece de alalia. Esto a causa de los motivos musicales de algunos de sus poemas que se repiten con frecuencia. Deben acompañar lógicamente en su desahucio al exquisito prerrafaelista los bucólicos griegos, los autores de himnos medievales, los romancistas españoles y los innumerables cancioneros que han repetido por gala rítmica una frase dada en el medio o en el fin de sus estrofas. El admirado universalmente por su alta crítica artística, Ruskin, queda condenado: es la causa de su condenación el defender a Burne Jones y a la escuela prerrafaelista. En el proceso del libro desfilan los simbolistas y decadentes. El ilustre jefe, el extraño y cabalístico Mallarmé, con el pasaporte de su música encantadora y de sus brumas herméticas, no necesita más para el diagnóstico. Charles Morice, de larga cabellera y de grandes ideas, al manicomio. Lo mismo Regnier, el orgulloso ejecutante en el teclado del verso; Julio Laforgue, que con la introducción del verso falso ha hecho también exquisiteces; Paul Adam, que ya curado de ciertas exageraciones de juventud, escribe sus Princesas Bizantinas, Stuart Merrill, prestigioso rimador yanqui-francés; Laurent Tailhade, que resucita a Rabelais después de cincelar sus joyas místicas. No hay que negarle mucha razón a Nordau cuando trata de Verlaine, con quien -en cuanto al poeta- es justo. Mas el que conozca la vida de Verlaine en ese potente cerebro, no el grano de locura necesario, sino la lesión terrible que ha causado la desgracia de ese «poeta maldito». En cuanto a Rimbaud, a quien un talento tan claro como el de Jorge Vanor coloca entre los genios -tan orate como él, aunque menos confuso-, y a Tristán Corbière, a quien sus versos marinos salvan... Después René Ghil y su tentativa de instrumentación, Gustavo Khan y su apreciación del valor tonal de las palabras son más bien -a mi ver- excéntricos literarios llevados por una concepción del arte, en verdad abstrusa y difícil. Y por lo que toca a Moreas, cuyo talento es sólido e innegable y a quien por buena amistad personal conozco íntimamente, puedo afirmar que lo que menos tiene dañoso es el seso. Risueño poeta, conocedor de su París, ha sabido cortarle la cola a su perro y nada más.

Los wagnerianos van en montón, con el olímpico maestro a la cabeza. No oye el médico de piedra el eco soberbio de la floresta de armonías. Mientras Max Nordau escribe su diagnóstico, van en fuga visionaria Sigfrido y Brunhilda, Venus desnuda, guerreros y sirenas, Wotan formidable, el marino del barco fantasma; y, llevado por el blanco cisne, alada góndola de viva nieve, rubio como un dios de la Walhalla, el bello caballero Lohengrin.

Pláceme la dureza del clínico para con el grupo de falsos místicos que trastruecan con extravagantes parodias los vuelos de la fe y las obras de religión pura.

Así también a los que, sin ver el gran peligro de las posesiones satánicas -que en el vocabulario de la ciencia atea tienen también su nombre-, penetran en las oscuridades escabrosas del ocultismo y de la magia, cuando no en las abominables farsas de la misa negra. No hay duda de que muchos de los magos, teósofos y hermetistas están predestinados para una verdadera alienación.

Todos los médicos pueden testificar que el Espiritismo ha dado muchos habitantes a las celdas de los manicomios.

Por la puerta del egoísmo entran los parnasianos y diabólicos, los decadentes y estetas, los ibsenistas y un hombre ilustre que, desgraciadamente, se volvió loco: Federico Nietzsche. ¿El egoísmo es un producto de este siglo? Un estudio de la historia del espíritu humano demostrará que no.

No ha habido mejor defensor del egoísmo bien entendido en este fin de siglo que Mauricio Barrès. Ya Saint-Simon, en la aurora de estos cien años, combatía el patriotismo en nombre del egoísmo. Y en el estado actual de la sociedad humana, ¿quién podrá extrañar el aislamiento de ciertas almas estilitas, de pie sobre su columna moral, que tienen sobre sí la mirada del ojo de los bárbaros?

Entre los parnasianos, si no cita a todos los clientes de Lemerre, que con el oro de la rima le repletarán su caja de editor millonario, señala al soberbio Theo, que va a su celda agitando la cabellera absalónica, y junto con él Banville, el mejor tocador de lira de los anfiones de Francia. ¿Y Mendès?


On y recontre aussi Mendès
à qui nul rythme ne résiste,
qu'il chante l'Olympe ou l'Andes.



También se encuentra allí Mendès, entre los degenerados, a causa de sus versos diamantinos y de sus floridas priapeas. Y al paso de los estetas y decadentes, lleva la insignia de capitán de los primeros Oscar Wilde. Sí, Dorian Gray es loco rematado, y allá va Dorian Gray a su celda. No puede escribirse con la masa cerebral completamente sana el libro Intentions... Y, lo que son los decadentes -Nordau, como todos los que de ello tratan, desbarra en la clasificación-, van representados por Villiers de L'Isle Adam, el hermano menor de Poe; por el católico Barbey d'Aurevilly..., por el turanio Richepin, por Huysmans, en fin, lleno de músculos y de fuerzas de estilo, que personificara en Des Esseintes el tipo finisecular del cerebral y del quintaesenciado, del manojo de vivos nervios que vive enfermo por obra de la prosa de su tiempo. Si sois partidarios de Ibsen, sabed que el autor de Heda Gabler está declarado imbécil. No citaré más nombres de la larga lista.

Después de la diagnosis, la prognosis; después de la prognosis, la terapia. Dada la enfermedad, el proceso de ella; luego, la manera de curarla. La primera indicación terapéutica es el alejamiento de aquellas ideas que son causa de la enfermedad. Para los que piensan hondamente en el misterio de la vida, para los que se entregan a toda especulación que tenga por objeto lo desconocido, «no pensar en ello». Cuando Ayarragray entre nosotros señala el campo, la quietud, el retiro, «Cantaclaro» protesta. Nordau, pasando sobre el hegilianismo y el idealismo trascendental de Fichte, en persecución del «egoísmo morboso», explica etiológicamente la degeneración como un resultado de la debilidad de los centros de percepción o de los nervios sensitivos; cuando trata de la curación, debe permitir que sus lectores abran la boca en forma de O. Receta: prohibición de la lectura de ciertos libros, y respecto a los escritores «peligrosos», que se les aleje de los centros sociales, ni más ni menos como a los lazarinos y coléricos. Y, horresco referens, que de no tomar tal medida, se les trate exactamente como a los perros hidrófobos. Este seráfico sabio trae a la memoria al autor de la Modesta proposición para impedir que los niños pobres sean una carga para sus padres y su país, y medio de hacerles útiles para el público. Ya se sabe cuál era ese medio que Swift proponía: with the tread and gaiety of an ogre, que dice Thackeray: comerse a los chicos. Mas cuando Max Nordau habla del arte, con el mismo tono con que hablaría de la fiebre amarilla o del tifus, cuando habla de los artistas y de los poetas como de «casos», y aplica la thanathoterapia, quien le sonría fraternalmente es el perilustre docto Tribulat Bonhomet, «profesor de diagnosis», que gozaba voluptuosamente apretándoles el pescuezo a los cisnes de los estanques. Él, antes de la indicación del autor de Entartung, había hecho la célebre «Moción respecto a la utilización de los terremotos». Él odiaba científicamente a «ciertas gentes toleradas en nuestros grandes centros a título de artistas», «esos viles alineadores de palabras, que son una peste para el cuerpo social». «Es preciso matarlos horriblemente», decía. Y para ello proponía que se construyese en lugares donde fuesen frecuentes los temblores de tierra grandes edificios de techos de granito, y «allí invitaremos para que se establezca a toda la inspirada ribambelle de ces pretendus R, que Platón quería, indulgentemente, coronar de rosas y arrojarlos de su República». Ya instalados los poetas, los «soñadores», un terremoto vendría, y el efecto sería el que caracterizaba Bonhomet con esta inquietante onomatopeya:

Krrraaaak!!!

Pero el viejo Tribulat no era tan cruel, pues ofrecía dar a sus condenados a aplastamiento horizontes bellos, aires suaves, músicas armoniosas. Por tanto, yo, que adoro el amable coro de las musas, y el azul de los sueños, preferiría antes que ponerme en manos de Max Nordau ir a casa del médico de Clara Lenoir, quien me enviaría al edificio de granito, en donde esperaría la hora de morir saludando a la primavera y al amor, cantando las rosas y las liras y besando en sus rojos labios a Cloe, Galatea o Cidalisa.

Los raros (1905).




ArribaAbajoNietzsche

Los Raros


No hace muchos meses vivía aún en el Paraguay una señora alemana que, después de permanecer en la república vecina ocho años consecutivos, partió para el país de su nacimiento con objeto de emprender una obra de gran resonancia. Esa señora se llama Elisabeth Förster-Nietzsche, y es hermana de Federico Nietzsche, el artista-filósofo que reciente y simultáneamente penetró al templo de la Fama universal y a una casa de locos. La hermana va a publicar las obras inéditas del autor de Zarathustra, cuyos libros conocidos han sido señalados por ciertos críticos como pruebas prodromáticas de la dolencia cerebral que llevó al autor al manicomio.

A pesar de Henri Albert y los nietzschistas de la juventud francesa, la obra de Nietzsche es conocida muy escasamente. Brandes -el ilustre crítico boreal a quien injustamente abochorna Brunetière con su estimación- fue el descubridor de Federico Nietzsche. La palabra que subrayo es del mismo autor alemán, quien dice a su amigo dinamarqués estas palabras: «Después de que tú me hubiste descubierto, no era un tour de force encontrarme: ahora la dificultad consiste en perderme...»

¡Triste suerte la de Nietzsche! Durante su vida -su vida moral-, sus trabajos no lograron la boga y el triunfo que él ambicionaba, y tan luego cae sobre él la noche de la locura, sus amigos le pintan a su antojo en ensayos y estudios y sus mismos discípulos le desfiguran en recuerdos y biografías. Una vez más podrá decirse que cuando el maestro muere, siempre la biografía es escrita por Judas.

Fue el espíritu de Nietzsche, en cierto modo, gemelo del de Goethe; al menos, vése en él una idéntica comprensión del arte, un poder enciclopédico, y el apego especial a ciertos estudios, como el de la filología. Artista, pensador, pedagogo, músico, filólogo, filósofo, la universalidad de su vuelo no aminoraba el impulso de las alas: lo que es innegable es que era un alma de elección, un solitario, un estilista, un raro. No tuvo la serenidad apolínea de Goethe: el cordaje de sus nervios vibraba demasiado intensamente al soplo de las ideas, de modo que un día hubo de llegar en que ese cordado estalló como el de una lira demasiado templada, y el cerebro, frágil como un cristal, crujió entre los ásperos dedos de la alienación.

Cuando muere un grande hombre brota la inevitable falange de anecdotistas, de «personas que le conocieron íntimamente» -aunque apenas hayan oído de sus labios una sola palabra- y el pobre e ilustre difunto queda horriblemente amasado, desformado, profanado por las torpes manos. ¿Quién no abomina el recuerdo de aquel Griswold vampirizado que profanó el cadáver de Edgar Poe con sus infames inepcias? Y Baudelaire, ¿no tuvo también cuervos? Así Nietzsche en la sombra. Su hermana se queja de esta manera: «Mi hermano no ha tenido nunca un enemigo personal. Poseía en todo su ser tal encanto; sabía buscar en cada hombre, a menudo, las profundidades más ocultas, los pensamientos y las más exquisitas cualidades. Cada uno creía su sociedad la mejor, de suerte que los recelos, el orgullo herido, la oposición encarnizada, se desvanecían ante ese hecho regocijador. Si todos se hubieran esforzado en no escribir si no lo que han verdaderamente vivido con él y no otra cosa que lo que han observado, existiría desde luego en el público una imagen fiel de la personalidad de mi hermano. Pero en algunos hechos reales se agrega tan onda de pérfidas observaciones generales, que apenas se encuentra un grano de verdad. No existe, pues, de la vida y de la personalidad de mi hermano, sino una imagen confusa y falsa, y en las numerosas biografías que han aparecido no he encontrado ni una fecha exacta, ni un solo suceso fielmente descripto. No se extrañe, pues, si aun los respetuosos y aun los consagrados a él han sido arrastrados a menudo a las más singulares conclusiones. Por eso es que juzgo necesario dar al público, antes de la biografía proyectada, algunas seguras noticias biográficas. Las juntaré a algunos discursos y fragmentos inéditos que se prestan bien a dar a conocer un Nietzsche real.»

Nietzsche conservó siempre por Jorge Brandes el cariño y la gratitud más profundos, y fueron a él dirigidas las últimas palabras que pudo escribir, cuando ya su razón estaba vacilante a la orilla del abismo en que cayera. La opinión que Nietzsche tenía de la aristocracia de sus lectores y apreciadores, nos da la medida de su elevación intelectual y de su nobleza estética.

Él no quería los favores del gran público, la vocinglería de ciertas famas, la, para ciertos artistas, desdorosa democracia de la gloria. «Algunos lectores que uno tenga en estimación en el fondo de sí mismo, y no otros -ese es, en efecto, uno de mis deseos.» Esas palabras traen a mi memoria la figura de Ruysbroeck el Admirable, y su desdén por el mundo de su época delante de su obra: «Es preciso que yo me regocije más allá del tiempo..., aunque el mundo tenga horror de mi alegría y su grosería no sepa lo que yo quiero decir.» Y Barbey d'Aurevilly decía: «Escribo para treinta y seis amigos desconocidos.» Nietzsche apreciaba, como todo espíritu superior, la estimación de los más inteligentes, y se complacía en ser acogido por un círculo limitado, pero verdaderamente imperial: Hans de Bülow, su amigo Jacob Burkhardt, Taine, el poeta suizo Keller, y antes, Ricardo Wagner y Bruno Bauer. Cuando a éstos se agrega Brandes, su placer se manifiesta en entusiastas palabras en alabanza de quien él llamaba su descubridor, pues ninguno como el crítico danés ha estudiado la producción de Nietzsche y labrado mejor la imagen de su personalidad. Las páginas sobre Zarathustra y la Genealogía de la moral, muestran el alto punto de vista desde el cual aprecia las doctrinas de su amigo. Por su parte Nietzsche, en la correspondencia publicada por Brandes, se complace en manifestarle «el real placer de que un tan buen europeo, un misionero de la cultura como vos» quiera formar parte de sus «lectores». El filósofo se preocupaba hondamente del problema del alma moderna. Su filosofía es brumosa, y él reconoce la relativa obscuridad de su obra: «Yo mismo, no dudo de que mis escritos sean, por ciertos lados, aún muy alemanes.»

La causa de esa obscuridad consiste en la «desconfianza de la dialéctica, y aun de las causas». Después le veremos confesar que le falta «el valor de lo que sabe». «Me parece -dice- que es el valor, el grado de intensidad del valor, lo que decide en un hombre lo que afirma o lo que niega.»

Unas de las curiosas observaciones de Nietzsche es aquella que compara a los alemanes con los franceses. El alma germánica, va siendo cada día in rebus psychologicis, más pesada, más cuadrada, busca las combinaciones, el matiz, el mosaico. Cuando la publicación de su Más allá del bien y del mal, la crítica de su país recibió el libro como un conjunto de paradojas.

Es casi innegable que la enfermedad surge de cuando en cuando, y se advierte en las páginas del desgraciado filósofo. El mismo apasionado Henri Albert reconocerá que si en sus últimos tiempos aparecen en los escritos de Nietzsche, juicios acertados y originales sobre sí mismo, sobre las gentes y las cosas que le rodeaban, ello fue «en los meses de lucidez». En la correspondencia con Brandes, puede irse advirtiendo, carta por carta, el progreso de la locura, y cómo se funde, poco a poco, semejante a un trozo de nieve, la fuerza cerebral. He aquí algunos fragmentos: «Niza, 19 de febrero de 1893. -...Los dos escritos sobre Schopenhauer y Ricardo Wagner, representan más, como me parece ahora, confesiones y ante todo promesas que me hice a mí mismo, que una verdadera psicología de esos dos maestros que me parecen tan profundamente unidos cuanto antagónicos. Fui el primero en destilar de ambos una especia de unidad: entretanto, esta superstición está muy en primer término en la cultura alemana: todos los wagnerianos están adheridos a Schopenhauer. Era distinto cuando yo era joven. Entonces los últimos hegelianos tendían a Wagner. 'Wagner y Hegel' era aún la palabra de pase en 1850. Entre las Consideraciones inoportunas y Humano, demasiado humano, hay una crisis y un cambio de piel. También, físicamente, he vivido años enteros en la vecindad inmediata de la muerte. Esa fue mi gran dicha. Me olvidé y me sobreviví..., he hecho la misma hazaña una segunda vez. Así nos hemos hecho regalos: pienso en dos viajeros que se regocijarán reencontrándose... -27 de marzo..., os compadezco en vuestro norte, tan taciturno y tan invernal esta vez; ¿cómo hacen allí arriba, pues, para mantener su alma? Casi admiro a quien bajo un cielo cubierto no pierda la fe en sí mismo, para no hablar de la fe en la 'humanidad', la 'propiedad', el 'estado'. En Petersburgo sería nihilista: aquí soy creyente como una planta que cree en el sol. ¡El sol de Niza! -eso no es ciertamente un perjuicio. Lo hemos tenido en detrimento de todo el resto de Europa. Con el cinismo que le es propio, Dios ha dejado brillar sobre nosotros, haraganes, filósofos y griegos, un sol mucho más riente que sobre la 'patria' heroicamente militar, que sería mucho más digna... -Turín, 10 de abril de 1888-. ...Lo que me dices de Schopenhauer educador me da un vivo placer. Ese librito me sirve de piedra de toque.»

En otro lugar explica cómo escribió su libro Zarathustra:

«...Cada parte en diez días, poco más o menos. Estado completo de un 'inspirado'. El todo, concebido viajando a grandes jornadas: certeza absoluta, como si me hubiesen gritado cada frase. Al mismo tiempo la más grande elasticidad y la más completa plenitud corporal.»



En resumen, como estas líneas no pueden ser de ningún modo de análisis crítico, sino sencillamente informativas, quienes deseen conocer fundamentalmente a Federico Nietzsche pueden procurarse las obras originales o las traducciones francesas, los estudios de Henri Albert, y sobre todo, la reciente obra de Jorge Brandes, Hombres y obras, en que están estudiadas profundamente la personalidad y las doctrinas del filósofo alemán. De sus obras musicales, el Himno a la Vida, que él creía la mejor y que deseaba se cantase en su entierro.

Juicios (1893).




ArribaAbajoStéphane Mallarmé

Al director de El Mercurio de América


Me encarga El Mercurio un estudio sobre Stéphane Mallarmé, que acaba de morir, trabajo por hacerse dentro de cincuenta años, duelo actual de todo intelectual del mundo.

Vacilación, en mi ánimo, primero, de modo de no querer realizar, en mi idioma, inútilmente, esa labor ardua perteneciente a un escritor de mañana, que ha de descender en la mina prodigiosa por el ensayo futuro.

Para el instante necrológico, a mi sentir, precisaríase, ello es de diamantina demostración, el soneto mismo del Orfeón excepcional, la pequeña lira, no más grande que la concha de una pequeña tortuga, con la cual recibiesen ya la ofrenda armoniosa, o Baudelaire, o el angélico y tenebroso a un tiempo mismo Yankee:


Tel qu'en Lui-mème enfin l'éternité le change...



La consagración verbal que realizase gráficamente un Whistler, o ese absoluto rey de la línea: Vallotton.

Por otra parte, inútil entre nosotros toda otra cosa que no fuese la demostración aislada de un pesar sincero entre el minúsculo y casi abolido número de quienes, en conciencia, crean haber visto de lejos flecha o cúpula, destacándose sobre el azul, en la isla del Príncipe solitario.

De mi castillo interior, no obstante, diré aquí, sucintamente, diviso:

*Que jamás la idea pura ha visto en los ofertorios, delante de su ara, más prodigiosos paramentos sacerdotales. La evocación, la presentación, tan rápidamente como en un gesto puede permitirlo el alzamiento del extremo de un cortinaje, de lo que existe en ese universo: Más allá, únicamente revelado fragmentario y en confusión, por virtud del ensueño, o a través de ese vidrio opaco, en lengua de ciencia cerebración inconsciente y de donde supremos espíritus, por puerta empírea o puerta infernal, recibieron revelaciones inauditas -Shakespeare, Poe, Wagner.

*La mediación sobre este hilo de Ariadna, doblemente útil entre el jaspe, oro, marfil del laberinto:

Je suis hanté. L'AZUR! L'AZUR! L'AZUR! L'AZUR!

*Resurrecciones de maneras de expresión, concreción inmemorial de fórmulas rituales o sibilinas.

*Ausencia de una religión; presencia virtual de todas, en su relación con el misterio, y las pompas litúrgicas, virtud de los signos, secreta fuerza de las palabras; el ensalmo musical, lo hierático en movimiento.

*El poeta concreta en el instrumento del idioma humano las potencialidades de la música, creando en el ritmo un mundo fugitivo, pero que, en el instante de la percepción mental, se posee. En ocasiones un solo vocablo, una palabra sola, interlineal, libre, produce la magia por sí misma, eleison u hosanna, tal, en el curso poético que conocéis, ¡Palmes!, en el Don du Poeme; ¡Etna!, en l'Après-midi; Anastase, o Pulchérie, en la prosa para Des Esseintes; o el «ptyx», cuya enunciación ha azorado gran muchedumbre fuera del templo, en uno de los incomparables sonetos.

*Ausencia preconcebida de la usual ayuda de lo incidental, cara a la pereza en la celebración; el pensamiento parangón queda por lo tanto en su soledad, sin otra corte que sus propios fulgores, asunto de aspirar en la rosa espiritual la única mágica perla de esencia.

*Por el hallazgo de una copa o una gema, la aparición súbita de la vida de prehistóricas Ecbatanas, Micenas, Atlántidas.

Un evemerismo à rebours ciertos hombres soportando la encarnación pasajera, habiendo, en su origen, sido, hoy con lo absoluto en vaga relación clandestina, dioses.

*La sospecha o la seguridad de existencias anteriores, al sentir despierto en el fondo del ser, así momias de princesas antiguas animadas por irresistibles «venifora», sensaciones, visiones, ceremoniales, triunfos, familiares o misteriosos espectáculos, con la sola combinación de tales o cuales sílabas sonoras al abandonar su larva el pensamiento.

*Lo que se encierra en un viejo libro que, al abrirlo, deja escapar, como en el cuento de Oriente la caja de bronce, el vapor de un genio, un enjambre de fluvios ancestrales; o la decoración animada por el solo influjo de lo que se llamaría el secreto de las cosas: «viejo almanaque alemán» «largas diligencias»... «grimorio», según la colocación en el discurso y el ritmo de la idea.

*Azoramiento de los contemporáneos de Licofrón, y antes de la saeta mortal las innumerables tentativas -¿cínifes o víboras; el amor al arcaísmo: mientras más reculado en el tiempo, mayor valor del vino precioso, aristocracia vocabularia; misterio del verbo: habría que recordar los himnos de desconocido significado preciso que cantaban los aztecas, y los de los hermanos Arvales de Roma?-, ¿o Pape Satan, pape Satan aleppe, o a Shakespeare en ciertas partes? Licofrón-Mallarmé. ¿Y la erudición de los escritores medioevales? ¿Y la erudición de Hugo?

Mas que un mundo de la Alejandra a las Divagaciones. Para sustituir a Tzetzés, tenéis con creces a Thadée Natanson.

*La teoría de los silencios; y la supresión de todo signo, en veces, ortográfico, los componentes quedan al influjo de la música personal, en la melodía indefinida o infinita; genuflexión wagneriana, ¡y qué!

*En la «prosa» para Des Esseintes, la clientela periodística, escandalizada de no encontrar prosa (asombro mío de mirar, a propósito de Prosas Profanas, igual error en un redactor del Mercure de France -Pedro Emilio Coll-; habiéndome felicitado Rémy de Gourmont, cabalmente por el hallazgo de dicho título).

*Se endereza la persona armónica de Herodías, la de la clara mirada de diamante. De un vaso sagrado antiguo, cincelado de símbolos, se eleva, lengua de la verdad ignorada de la naturaleza, sobre arcanos ungüentos femeninos, una llama.

*En su siesta, he aquí al sátiro de los zuecos de oro. Deleite del catecúmeno de poder percibir definitivos resplandores, en la nube que le envuelve, y pone oído a la siringa, tan otra de la de Verlaine, que bajo una arcada de metafísica hace marchar en un paso ritual sus pavones azul, plata y oro.

*En el pequeño poema en prosa, ni Baudelaire, ni Gaspard de la Nuit. Él sabía la lengua inglesa, de ahí traductor de Poe y antes del Vathek, de Beckford. En el pequeño poema, como en toda su prosa, inconsciente quizás la aplicación del hipérbaton inglés, y modos de decir de hacer sucumbir de espanto a Chapsal.

*Las simpatías con Poe. William Wilson, y el enamorado de Leonora, y todos los personajes del americano reconocerían ciertos paisajes y sensaciones; una misma existencia mental, en el Fenómeno futuro, o en La Pénultième.

Y puro Poe, ¡purísimo!, tanto que se diría otra traducción más, Plainte d'automne: -Desde que María me ha dejado para ir a otra estrella -cuál, Orión, Altair, y tú, verde Venus- he siempre querido la soledad... Frases de un cristal melancólicamente fluido... depuis que María a passé là avec des cierges...

Y el frisson d'hiver, de donde se evade un perfume de arcaico misterio, y la idea fija en una sutil obsesión de enfermizo encanto.

Las sensaciones suelen llegar al paroxismo. La tristeza o la alegría, presentan faces inesperadas. Insospechable para el profano, lo que recela una simple anécdota, o el casual incidente de una excursión, paseo solitario y meditativo por una alameda; las arquitecturas musicales y el ensueño de los chorros de agua, el cisne, personaje hermético.

Aplicable a él mismo su resumen de Vathek. Pues ningún otro podría detenerse en la formulación matemática de sensaciones de pesadilla o sueño: «la tristeza de perspectivas monumentales muy vastas y el mal de un destino superior», «el espanto causado por arcanos y el vértigo por la exageración oriental de los números; el remordimiento que se instala de crímenes vagos o desconocidos; las languideces virginales de la inocencia y de la plegaria; la blasfemia, la maldad, la muchedumbre». ¿Caemos en un torbellino de rememoraciones hípnicas? Por mi parte tengo el flotante recuerdo de todo eso como en la lejanidad de un mundo en que hubiera actuado. Igual efecto de percepción, en algunas planchas de Traschel, en cierta música de Wagner, en tales tinieblas de Redon, en lo bufo trágico inglés, en Aubrey Beardsley.

*La crítica, por otros procedimientos rebajada, aplastada, he ahí que se levanta al poema y un retrato, Villiers o Verlaine, o el sketch de Whistler, cristaliza la resumida sinfonía.

*Un carbunclo en una joya de Bagdad.

*Escuchad esta declaración:

«Yo soy el enfermo de los ruidos y me extraña que a casi todo el mundo repugnen los olores malos, menos los gritos.» ¡Divino secreto del silencio!, de donde emergerán los angélicos palacios, las suprasiderales únicas melodías.

*De los ojos del mago, en ocasiones, hacia la caravana social, sobre el inmenso baile de disfraces, una luminosa indicación: nadie la observará. Meditad en el último parágrafo del retrato de Villiers.

*Todo lo demás, divagaciones, pues así es la palabra, suficiente para la vida entera de un convento de exégetas; el pozo de Aladino; ya nos conduzca sobre esas grandes alas arcangélicas hacia el universo wagneriano; a su concepción ideal de la Representación; a la futura realización del Libro cósmico de arte.

*Muerto ya, qué sino la veneración cariñosa de quienes le supieron solo, en la procesión inmensa de los escogidos.

Sobre la almohada purpúrea, la palidez, sobre la cual la inaudita Tiara a siete órdenes de gemas. Ese humo de color de oro, en la cazoleta, deja semimaterializarse tantas faces de oriente... ¡Sonrisas de las difuntas princesas!, he aquí que traza un signo nuevo, sobre el lago en silencio, el Cisne que comprende.

Juicios (1893).




ArribaAbajoAlgunas notas sobre Valle-Inclán


- I -

Recuerdo la primera impresión. Este es uno de los que quieren épater al burgués, me dije. Sombrerón de anchas alas, barbas monjiles, gesto militar, palabras estupefacientes, maneras de aristo. El cuerpo delgado bajo un macferlán cuya esclavina se convertía por instantes en dos alas de murciélago satánico; los ojos dulces o relampagueantes; y la sonrisa entre la cual se escapaban frases a cortos golpes paradójicos, o buenas, o espantosas. Sobre todo espantosas, «epatantes».

Él me pudo decir entonces: Hombre de América que vienes aquí para ver España: mira en mí algo de lo que queda de más nacional, típico y poético. Yo soy un Conquistador, y además, otras cosas. Mi sombrerón de anchas alas te dice de mis cariños y andares en las tierras de México que tanto recorriera aquel mi muy admirado varón de gesta que tenía por nombre Hernán Cortés. Mis barbas monjiles te manifiestan la tradicional religión del monje que he sido; mi gesto militar que he llevado uniforme en luchas civiles, en la misma tierra en que manda el legendario y justamente alabado por Tolstoi, general don Porfirio Díaz. En cuanto a mis palabras que dejan a las gentes estupefactas o espantadas, son las de aquel que sabe que hay en la tierra y en el cielo cosas que no comprende nuestra filosofía...




- II -

Desde entonces Valle-Inclán ha crecido como un bello león. Perdió su brazo, pero parece que por allí le hubiese brotado una nueva garra invisible.

Cuando Octave Mirbeau descubrió en el Fígaro parisiense a Maeterlinck, nombró a Shakespeare Hugo, si no me engaño, en una breve frase, rememoró al omnividente Will, a propósito de las extraordinarias niñerías de Rimbaud.

Yo no he encontrado la sensación shakespereana más que en algunas cosas de Lugones -en quien encuentro todo- y en los últimos libros de Valle-Inclán. Poe queda aparte, como Jules Laforgue.




- III -

El éxito internacional -y lo digo con motivo de que en Francia han comenzado a traducir las obras de Valle-Inclán- no tiene nada que ver con el mérito artístico, con los valores ideales. D'Annunzio, a pesar de su «réclame», no se puede regodear de una «Quo vadis?», y Sienkiewicz nada vale al lado del Coloso: ¡George Ohnet!

George Meredith acaba de morir, y aquí en España no he visto en ningún periódico más artículo respecto a la desaparición del prodigioso inglés, que el que ha enviado a un diario su corresponsal en Londres, varios días después de los funerales.




- IV -

Los personajes que en su ya larga serie de obras ha creado este espíritu de excepción, son vivientes más allá de la real vida, más allá de la vida normal; no existen como los héroes balzacianos o zolescos, sino como Hamlet, Otelo o el viejo Lear.

Los tipos retratados, o encarnados, de lo cotidiano, mueren, desaparecen, como los que vemos todos los días. Poeta o escritor que quiere dar a sus seres supervivientes tiene que plasmarlos e infundirles un alma bajo un concepto de eternidad. No viven hoy diez mil tipos animados por mil autores que tuvieron en su tiempo ganga y celebridad, y que hacían la labor de fuera para dentro. Viene Celestina simbólica y que parece tan real, como quien hubiera merecido ser su esposo o compañero, el gordo Falstaf. Ambos tuvieron forma y alma de dentro para fuera. Así el ilustre Bradomín, don Juan Manuel de Montenegro, las damas de ensueño y los bufones de misterio que, en un ambiente de desconocido, aparecen en la obra profunda y encantadora de Valle-Inclán.




- V -

Yo he tratado antaño a este admirado y querido amigo mío, en el siguiente soneto:



   Este gran don Ramón de las barbas de chivo,
cuya sonrisa es la flor de su figura,
parece un viejo dios, altanero y esquivo,
que se animase en la frialdad de su escultura.

   El cobre de sus ojos por instantes fulgura
y da una llama roja tras un ramo de olivo.
Tengo la sensación de que siento y que vivo a su lado
una vida más intensa y más dura.

   Este gran don Ramón del Valle-Inclán me inquieta,
y a través del zodíaco de mis versos actuales
se me esfuma en radiosas visiones de poeta,

   o se me rompe en un fracaso de cristales.
Yo le he visto arrancarse del pecho la saeta
que le lanzan los siete pecados capitales.

Tales catorce versos no dicen en verdad la complicada figura de este gran don Ramón. Tan complicada, que ha llegado a ser casi burgués, casándose con un «alma hermana» que le comprende y le ama de veras. La antigua cabellera ha desaparecido; una indumentaria inglesa ha sustituido a la de los días pasados -aunque también el macferlán era británico- y luego, nunca, nadie podrá decir que ha visto a Valle incorrecto. Siempre, aun en días duros, fue el caballero, el fidalgo. En su casita, que es un nido de arte, en la calle Santa Eugenia, una niñita sonrosada es una rosa sobre su gloria, es la princesa.




- VI -

Éste no es un estudio; dicho está que son notas. Largo trabajo se necesitaría para exponer la obra -y la vida unida a ella- de Valle-Inclán. Porque lo que he dicho sobre lo shakespereano, tiene, en la introspección, una base de realidad. Atiéndase bien:

Todo lo que en la poemática labor de Valle-Inclán parece más fantástico y abstruso, tiene una base de realidad. La vida está ante el poeta, y el poeta la transforma, la sutiliza, la eleva, la multiplica; en una palabra, la diviniza, con su potencia y música interior. El que no tiene el «daimon», no puede hacer eso; y por tanto, he sostenido la superioridad de Unamuno, sobre otros puramente formales o virtuosos en la lírica.




- VII -

Femeninas, Epitalamio, Cenizas, fueron la primera floración en el jardín de este gran señor de letras. Se dirá de reminiscencias extranjeras -por lo de la forma-, mas nunca del modo que se le ha señalado a D'Annunzio. Valle-Inclán ha sido d'annunziano en alguna de las sonatas -cuestión de orden y contrapunto verbal-, y hasta dandismo, porque era el momento, y, cuando cantan los ruiseñores, les llevan y los modulizan el canto los vientos que vienen de todas partes. Para esto, ver lo que últimamente ha dicho uno de los superiores, un gran poeta y de los más conscientes y firmes de saber, el catalán Marquina, a quien si alguna vez le ha faltado algún don -siendo con todo de los excelentes, y hablo ahora en cuanto a crítico-, es el don de la diferenciación.




- VIII -

Las Sonatas, que hoy, por primera vez, van a hacerse conocer en Europa, son ejecuciones primigenias de Valle-Inclán. Bravas ideas y aventuras sentimentales dichas en exquisitas maneras. La demostración -en los primeros momentos, de nuestra lucha hispanoamericana por representarnos ante el mundo como concurrentes a una idea universal -Idea no Moda- que comenzaba a llenar de una nueva ilusión, o realización de belleza, todo lo que entonces pensaba altamente en la tierra. En ello hay el anhelo de la novedad -y la antigüedad- que caracterizó a los Nuevos. Que mañana seremos Viejos. Pero él va fecundando. Y las Sonatas de las cuatro estaciones tendrán una repercusión incomparable en la historia de las letras castellanas. Poniendo su escenario en tierras distintas, como los capitanes de antes su bandera y sus proezas, en que hacían tan soberbiamente drama o novela, él cierra, en un momento, ese zodiacal cielo y va a hacer otra cosa.




- IX -

Entonces vienen las Comedias Bárbaras -que tienen únicamente, y todo relativo, algún parentesco con los Poemas del olímpico francés y con las odas del poderoso italiano. Bárbaro en esta extensión de la palabra es lo que en expresión, simbolismo o manera de ser, representa una mentalidad medieval, ásperamente expresiva, invasora y gótica; popular en lo del fondo del corazón del pueblo: feudal, caballeresca, burgrave, mística, llena de conocimientos o suposiciones milenarios, y al mismo tiempo ingenua, pagana en lo mucho que de paganismo tenía la Edad Media; con el sentido de la Fatalidad que había en tiempos de pestes extrañas y fulminantes que supiera comprender un Edgar Poe; y de peregrinos con sus conchas en las caperuzas; y de leprosos que, para atraer o alejar al viandante, tocaban sus esquilas en los caminos, mientras todo el orbe, desde el montículo papal, temblaba por el advenimiento de lo Extraordinario.

Como Galicia ha sido una de las regiones santuarios del mundo, tiene una inmensidad de infinito flotante y de religiosidad imperante en que podía bien anclar este fundamental artista. Todo eso legendario de Compostela, todas las sendas de fe que han ido abriendo generaciones de generaciones por siglos de siglos: todo el creer de la labriega que sabe los decires de las brujas; las apariciones particulares o numerosas; el hablar de las piedras para quien las entiende, como el de los árboles en la sombra para quien los oye; todo lo que la circunstante naturaleza tiene en esa región de España, está en la obra de Valle-Inclán. Pero -y aquí viene mi cita de Shakespeare- adquiere, por la virtud genial, una expansión absoluta. Y el marqués de Bradomín se irá por todas partes, sin marca de fábrica francesa o sin estampilla escandinava, y respirando con más placer y dignidad, antes que los perfumes forasteros, los del gran botafumeiro de su catedral.




- X -

Ahora empieza la serie de los Cruzados de la causa. Novelas carlistas. No hay nada comparable sino los chouanorias de Barbey. No he visto más adorable Cervantes, sin esperar nada del palacio veneciano de Loredán y del apartamento de París. Él cree, él ve la epopeya, que lo fue, estupenda, en aquel encuentro largo de leones, de una y otra parte. Él cree y, principalmente, sabe, porque está documentado como en todo. Es ésta una compañía de ideal de que no se han dado cuenta aquí. El viejo e ilustre Galdós debía haber hablado ya y decir quién viene después de él. No para dejarse devorar, como en ciertas tribus, sino para que se le respetase más.

Y conste que hoy yo amo y respeto a don Benito, casi ya lapidariamente maestro.




- XI -

¡Y luego, Valle-Inclán es un poeta tan exquisito! ¡Su libro pequeño y lindo de versos está lleno de tan supremas cosas! A Rodó, a Lugones, a Díaz Rodríguez y a los otros compañeros más serán un regalo. Pero fíjense en los acompañamientos de gaita que van al fin de cada poemita. Es que el celta nos conquista; e irá de allí a todas partes. Solamente que, ¿qué citar? Citaré las «Prosas de dos ermitaños»:


   En la austera quietud del monte
y en la sombra de un peñascal,
nido de buitres y de cuervos
que el cielo cubren al volar,
razonaban dos ermitaños;
San Serenín y San Gundián.
-San Serenín, padre maestro:
¿tu grande saber doctoral,
que aconseja a papas y a reyes,
puede a mi alma aconsejar
y un cirio de cándida cera
encender en su oscuridad?
-San Gundián, padre maestro
y definidos teologal,
confesor de papas y reyes
en toda la cristiandad,
el cirio que enciende mi mano
ninguna luz darte podrá.
-San Serenín, padre maestro:
mis ojos quieren penetrar,
en el abismo de la muerte,
el abismo del bien o el mal,
donde vuelan nuestras ánimas
cuando el cuerpo al polvo se da.
-San Gundián, padre maestro:
¿quién el trigo contó al granar,
y del ave que va volando
dice en dónde se posará,
y de la piedra de la honda
o de la flecha a dónde van?
-San Serenín, padre maestro:
como los ríos a la mar,
todas las cosas del mundo
hacen camino a su final,
y el ave y la flecha y la piedra
en ceniza se troncarán.
-San Gundián, padre maestro:
todo el saber en eso da:
cuando es misterio, en el misterio
ha de ser por siempre jamás,
hasta que el cirio de la muerte
nos alumbre en la eternidad.
-San Serenín, padre maestro:
esa luz que no apagarán
todas las borrascas del mundo,
mi aliento quisiera apagar.
¡El dolor de sentir la vida
en otra vida seguirá!
-San Gundián, padre maestro:
mientras seas cuerpo mortal
y al cielo mires, en el día
la luz del sol te cegará,
y en la noche, las negras alas
del murciélago Satanás.
Callaron los dos ermitaños
y se pusieron a rezar.
San Serenín, como más viejo,
tenía abierto su misal,
y en el misal la calavera
abría su vacío mirar.



En ello no hay el acompañamiento musical de la región, como os he dicho, pero oíd esto, que se llama «El milagro de la mañana»:


   Tenía una campana,
en el azul cristal
de la santa mañana,
oración campesina,
que temblaba en la azul
santidad matutina.
Y en el viejo camino
cantaba un ruiseñor,
y era de luz su trino.
La campana de aldea
le dice con su voz
al pájaro que crea.
La campana aldeana,
en la gloria del sol,
era el alma cristiana.
Al tocar se esparcían
aromas de rosal
de la Virgen María.
Esta santa conseja
la recuerda un cantar
en una fabla vieja:
«Campana, campaniña
do Pico Sacro:
Toca porque florezca
a rosa do milagro».



Todas las exquisitas suavidades o gestos rítmicos de Valle-Inclán indican en este pequeño libro la existencia de un poeta, que si lo quisiese podría hacer una obra lírica y métrica como la que va realizando de modo que no se le puede encontrar igual en Europa, Meredith, apenas, y en otro rumbo y mundo mental, sin no hacer más que aumentar la gloria del gran inglés esta opinión.




- XII -

¡Ah! ¡Si Valle-Inclán quisiere hacer un viaje a Buenos Aires! Posiblemente será antes a Nueva York.

A todo vuelo (1912).






ArribaAbajoMiguel de Unamuno

Unamuno, poeta


Cuando apareció el tomo de poesías de Miguel de Unamuno hubo algunas admiraciones e infinitas protestas. ¿Cómo, este hombre que escribe tan extrañas paradojas, este hombre a quien llaman sabio, este hombre que sabe griego, que sabe una media docena de idiomas, que ha aprendido solo el sueco y que sabe hacer incomparables pajaritas de papel, quiere también ser poeta? Los verdugos del encasillado, los que no ven que un hombre sirva sino para una cosa, estaban furiosos.

Y cuando manifesté delante de algunos que, a mi entender, Miguel de Unamuno es ante todo un poeta, y quizá sólo eso, se me miró con extrañeza y creyeron encontrar en mi parecer una ironía.

Ciertamente Unamuno es amigo de las palabras -y yo mismo he sido víctima de alguna de ellas-, pero es uno de los más notables removedores de ideas que hay hoy, y, como he dicho, según mi modo de sentir, un poeta. Sí, poeta es asomarse a las puertas del misterio y volver de él con una vislumbre de lo desconocido en los ojos. Y pocos como ese vasco meten su alma en lo más hondo del corazón de la vida y de la muerte. Su mística está llena de poesía, como la de Novalis. Su Pegaso, gima o relinche, no anda entre lo miserable cotidiano, sino que se lanza siempre en vuelo de trascendencia. Sed de principios supremos, exaltación a lo absoluto, hambre de Dios, desmelenamiento del espíritu sobre lo insondable, tenéis razón si me decís que todo eso está muy lejos de las mandolinas. Pero las mandolinas no son toda la poesía. Mandolina y viola de amor tocan para las horas que pasan en lo ligero de la vida. Y cuando suene la trompeta final, la aún simbólica y apocalíptica trompeta, tened por seguro que no existirá un solo rosal plantado sobre la tierra.

A muchos nos ha perseguido la obsesión del enigma de nuestro ser y de nuestro destino futuro, y por eso quizá nos hemos refugiado en lo que a la tierra atañe, en el amor de la primavera y de la alegría, buscando después, en las angustias de lo porvenir, los ojos a lo alto, el lucero de Jesucristo.

Un día en conversación con literatos, dije de Unamuno: «Un pelotari en Patmos.» Le fueron con el chisme, pero él supo comprender la intención, sabiendo que su juego era con las ideas y con los sentires y que no es desdeñable el encontrarse en el mismo terreno con Juan el vidente.

Es lo que él se considera: escultor de niebla y buscador de eternidad. Esto se ve en sus otras obras que no son versos, en sus ensayos sobre todo; en sus ensayos a la inglesa escritos a lo unamunesco, esto es, con el emersioniano whim, con capricho. La originalidad de este hombre, dicen las gentes, está en decir todo lo contrario de lo que dicen los demás, en dar vuelta como a un guante a las ideas usuales. Éste es el señalado y censurado prurito de paradojismo. Esto causa, naturalmente, la estupefacción de los que no tienen nada que oponer al ímpetu ordenado de los carneros de Panurgo.

Unamuno, de la pajarita de papel ha ido a la tribuna pública, a la conferencia; se ha hecho notar en el movimiento social de su patria y ha tenido el singular valor de decir lo que él cree la verdad sin temor a inmediatas y temibles hostilidades. Siempre, como veis, un poeta.

Ya sé que muchos observan: ¿Y sus versos, y la forma de sus versos? Para mí esa es una de las manifestaciones de su inconfundible individualidad. Ha habido sabios o pensadores que hayan hecho versos, como Littré o Taine. Él ha hecho ejercicio retórico o deporte intelectual. En Unamuno se ve la necesidad que urge al alma del verdadero poeta de expresarse rítmicamente, de decir sus pensares y sentires de modo musical. Y en esto hay diferentes maneras, según las dotes líricas del individuo; y no porque una música no se parezca a la del autor por vosotros preferido hemos de concluir que no es buena. No todas las aves tienen el mismo canto, como todas las flores no tienen la misma forma ni el mismo perfume. En la poesía francesa, las rosas de un Banville no se parecen en nada a las flores casi minerales de un Baudelaire, o, en otro sentido, de un Leconte de Lisle, y mucho menos a los lirios lunares de un Pauvre Lelian. Cada jardinero cultiva sus plantíos preferidos. Y aún hay los que nocturnamente aman ir a coger la parietaria.

Una frecuentación concienzuda de los clásicos de todas las lenguas ha dado a la expresión poética de Miguel de Unamuno cierta rigidez que hay quienes suponen dificultad en la expresión rítmica de la palabra. Yo no he visto escribir versos al rector de la Universidad de Salamanca, ni conozco sus métodos de trabajo, ni sus bregas con el pensamiento y con el verbo. Pienso, sin embargo, que debe escribir sus composiciones con facilidad, pues las teorías de estrofas, en su ordenación que parece forzada marchan holgadamente en la procesión poemática. No es, desde luego, un virtuoso, y esto casi me le hace más simpático mentalmente, dado que, tanto en España como en América, es incontable, desde hace algún tiempo a esta parte, la legión de pianistas. Él no da tampoco superior importancia a la forma. Él quiere que se rompa la nuez y vaya uno a lo que nutre. Que se hunda uno en el pozo de su espíritu y en el abismo de su corazón para buscar allí tesoros aladínicos. Él tiene el respeto y la adoración del verso, de modo que no contemporiza con quienes le usan en fábulas de juglar. Lo del clown del circo francés le pondría furioso. Si le fuera posible cantaría únicamente en una música interior que no pudiese ser escuchada fuera, tal como el sonar de esas fuentes subterráneas cuyo cristalino ruido de aguas halla tan sólo repercusión en lo cóncavo de las grutas esculpidas de estalactitas.

Lo que resalta en este caso es: la necesidad del canto. Después de fatigar los brazos y mellar las hachas en la floresta de lucubraciones llega un momento en que es preciso buscar un rincón apacible de verdor y frescura donde reposar y en donde se ponga el alma limpia a oír el canto de los ruiseñores. Esos ruiseñores, como aquel pájaro de paraíso que oyó cantar el monje de la leyenda, saben de lo eterno, de lo que no tiene que ver con lo cambiante y efímero de nuestra vida terrena y con nuestro rápido paso por la existencia, que es el de una irisada burbuja.

La necesidad del canto: el canto es lo único que libra de lo que llama Maeterlinck lo trágico de todos los días. A medida que el tiempo pasa y a pesar del triunfo de los adelantos materiales, la omnipotencia órfica se acentúa y se hace cada vez más invencible. Y el poeta ve pasar triunfante, al lado del aviador, el vuelo dominante de la oda.

Unamuno sabe bien que el verso, por la virtud demiúrgica, tiene algo de nuestra alma al salir de ella, que es uno de los grandes misterios del espíritu, que es un rito mortal para el cual la iniciación viene de una voluntad divina. Dice a sus versos:


   Íos con Dios, pues que con Él vinisteis
en mí a tomar, cual carne viva, verbo;
responderéis por mí ante Él, que sabe
que no es lo malo que hago, aunque no quiero,
sino vosotros sois de mi alma el fruto;
vosotros reveláis mi sentimiento,
¡hijos de libertad!, y no mis obras,
en las que soy de extraño, si no siervo;
no son mis hechos míos: sois vosotros,
y así no de ellos soy, sino soy vuestro.



¿Quién diría que en este solitario de su propio Port Royal, que en este místico de última hora -y de siempre-, que en este cerebral hubiese lo que se llama en el siglo XVIII un hombre sensible? Es verdad que él dará, desde luego, la clave de su psique:


   Piensa el sentimiento; siente el pensamiento.
Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido.
¿Sentimiento puro? Quien en ello crea,
de la fuente del sentir nunca ha llegado
a la viva y honda vena.



Al canon: De la musique avant toute chose opone, hablando de sus cantos:


   Peso necesitan en las alas, peso;
la columna de humo se disipa entera;
algo que no es música es la poesía;
la pasada solo queda.



Luego expresará algo que parecerá incomprensible a los infatigables organilleros que camelan poesía a su manera, en incontenible chorro:


   Mira, amigo: cuando libres
al mundo tu pensamiento,
cuida que sea, ante todo,
denso, denso. Y cuando sueltes la espita
que cierra tu sentimiento,
que en tus cantos éste mane
denso, denso. Y el vaso en que vino escancies
de tu sentir los anhelos,
de tu pensar los cuidados,
denso, denso. Mira que es largo el camino
y corto, muy corto, el tiempo:
parar en cada posada
no podemos.
Dinos en pocas palabras,
y sin dejar el sendero,
lo más que decir se pueda,
denso, denso.
Con fibra recia de ritmo,
fibroso queden tus versos,
sin grasa, con carne prieta,
densos, densos.



Basta para comprender los principios de su arte poético. Por eso tendrá antipatía por todo lo francés y le veremos gustar de la poesía inglesa, de Shakespeare, de los lakistas, del italiano Carducci. Con ser muy castellano su vocabulario y muy castizo su misticismo, le encontraremos cierto aire nórdico, que hace a veces que algunos de sus poemas parezcan traducidos de poetas de ojos azules. Ese aire nórdico se explica también sabiendo que el cantor es originario de las provincias vascongadas y que su gravedad es de raza. Por eso también su desdén de lo superfluo y su desprecio por lo frívolo. Malignamente, aquí donde es habitual jugar con el vocablo, he oído decir que los versos de Unamuno, como él quiere, son pesados. También el hierro y el oro lo son.

De modo, me diréis, que Unamuno es, según su opinión, un poeta. Un poeta, un fuerte poeta. Su misma técnica es de mi agrado. Para expresarse así hay que saber mucha armonía y mucho contrapunto. Lo que parece claudicación es uso de sabio procedimiento. Y notar que entre esos poemas que parecen recitados de súbito, entre aplicación rara, consciente versolibrismo, suelen brotar profundos y melodiosos sones de órgano que habrían regocijado al Salmista. Eso es lo que más gusto en él, sus efusiones, sus escapadas jaculatorias hacia lo sagrado de la eternidad.

Esto no es renegar de mis viejas admiraciones ni cambiar el rumbo de mi personal estética. Tengo, gracias a Dios, una facultad que nunca he encontrado en tantos sagitarios que han tomado mi obra por blanco: es la de comprender todas las tendencias y gustar de todas las maneras. Todas las formas de la belleza me interesan, y no sé por qué razón habría de desdeñar la orquídea por el girasol o el girasol por la orquídea. Yo me deleitaría en Versalles con los violines del Rey; mas ya mi espíritu vendría de lo lejano del Tiempo, de escuchar el canto de las sirenas o las trompetas de Jericó. El canto, quizá duro, de Unamuno me place tras tanta meliflua lira que acabo de escuchar, que todavía no acabo de escuchar. Y ciertos versos que suenan como martillazos me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito.

A todo vuelo (1912).