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El mundo moral social de Oleza

Adolfo Sotelo Vázquez




«No hallo cuál puede ser la finalidad de la crítica
literaria si no consiste en enseñar a leer los libros,
adaptando los ojos del lector a la intención del autor».


(José Ortega y Gasset, El Espectador, 1916)                







- I -

De todos es conocida la sesgada reseña que Ortega dispensó en las páginas de El Sol (9-I-1927) a El obispo leproso, la segunda de las novelas de Miró que tiene como cronotopo la ciudad de Oleza. Sesgada, porque, aunque acierta al hablar del «magnífico lirismo descriptivo»1 como el rasgo fundamental del arte de Miró, la reseña es más que una velada descalificación de Miró como novelista, que le ha condenado -arbitrariamente- a un segundo plano en la historia de la novela española del siglo XX, y a ser ejemplo, incluso, de novelista frustrado por mor del estilo, palabra que cierta crítica entiende de manera muy alicorta -diría que equivocada- en vez de comprender bajo ese marbete lo que propone Gérard Genette: «[...] el estilo está, efectivamente, en los detalles, pero en todos los detalles y en todas sus relaciones. El 'fenómeno estilístico' es el discurso mismo»2. De este modo el estilo de Miró en las novelas de Oleza no es otra cosa que el discurso del relato con todos los requisitos que ese discurso tiene en la novela.

Lo sorprendente del artículo de Ortega (sorpresa relativa, porque su lectura de Miró es superficial e incompleta, como probó Edmund L. King en un magnífico trabajo3) es que el juicio inapelable de que El obispo leproso «no queda avecindada entre las buenas novelas»4 deriva de dos presupuestos que el propio Ortega como teórico de la novela no defendió nunca, y de un modo de ejercitar la crítica literaria polarmente enfrentado al que siempre sustentó.

Así, el rasero que emplea para juzgar la novela de Miró se ajusta a grandes rasgos a la poética del realismo decimonónico, poética que, tras describirla de modo tendencioso en la parte final de Meditaciones del Quijote (1914), la descalifica abiertamente con sentencias del tipo: «[...] la novela del siglo XIX será ilegible muy pronto; contiene la menor cantidad posible de dinamismo poético» o «[...] una noche en el Père Lachaise, Bouvard y Pécuchet, entierran la poesía en honor a la verosimilitud y al determinismo»5. En consecuencia, aplicar a la novela de Miró un diapasón crítico fundamentado en una poética que previamente había censurado no deja de ser una arbitrariedad, que contiene dos ingredientes manipulados: la oblicua caracterización del realismo decimonónico como poética de la novela, y la inadecuación del arte de Miró a esa vertiente estética, y que le hubiese obligado a valorar el arte narrativo del escritor alicantino como un quehacer (así lo ha certificado recientemente el profesor Antonio Vilanova) cuyas directrices estéticas presenta «una serie de rasgos comunes a todos los novelistas europeos de su generación, desde Proust a Virginia Woolf, que por esos mismos años estaban introduciendo nuevas técnicas y procedimientos narrativos en el campo de la novela»6.

Pero, si Ortega juzga la novela de Miró desde los módulos del realismo decimonónico, que explícitamente había rechazado en Meditaciones del Quijote, más sorprendente es que no tenga en cuenta su propio criterio, esbozado en el genial librito del 14 y consolidado en Ideas sobre la novela (1925), según el cual la misión primordial de la novela moderna era «describir una atmósfera», añadiendo que «frente a la acción concreta [pertinente en la novela de aventuras o en el melodrama], que es un movimiento lo más rápido posible hacia una conclusión, lo atmosférico significa algo difuso y quieto»7. Ortega acomodaba esta defensa de la novela entendida como la descripción de una atmósfera en su caracterización de aquélla como un género moroso, necesitado de «que el autor se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes. Entonces nos complacemos al sentirnos impregnados y como saturados de ellos y de su ambiente»8.

Según la opinión de Ortega -que como estoy mostrando no tuvo en cuenta al reseñar El obispo leproso- la sustancia de la novela no es su acción, ni su trama, ni su armazón exterior, porque:

«La esencia de lo novelesco -adviértase que me refiero tan sólo a la novela moderna- no está en lo que pasa, sino precisamente en lo que no es 'pasar algo', en el puro vivir, en el ser y el estar de los personajes, sobre todo en su conjunto o ambiente. Una prueba indirecta de ello puede encontrarse en el hecho de que no solemos recordar de las mejores novelas los sucesos, las peripecias por que han pasado sus figuras, sino sólo éstas, y citarnos el título de ciertos libros, equivale a nombrarnos una ciudad donde hemos vivido algún tiempo; al punto rememoramos un clima, un olor peculiar de la urbe, un tono general de las gentes y un ritmo típico de existencia. Sólo después, si es caso, acude a nuestra memoria alguna escena particular»9.



Pasaje que procede del capitulillo «La novela como vida provinciana», en el que los valores que propugna para la novela moderna son los que ejemplifican de modo magistral las novelas de Oleza.

Ahora bien, dejando al margen la creencia orteguiana de que los novelistas que se afanan mayormente por encontrar una acción sugestiva están equivocados, «es absolutamente injusto -cito al profesor Vilanova- negarse a reconocer que la creación de una atmósfera novelesca convincente y verosímil puede lograrse igualmente por el procedimiento clásico de la narración realista y de costumbres de que se vale Galdós en Doña Perfecta, como por medio de la técnica impresionista y descriptiva utilizada por Gabriel Miró en Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso»10. Ortega amalgama en el enfoque crítico de la reseña de El Sol una preceptiva narrativa que no compartía -el realismo- con el ocultamiento de alguna de las características que requería para la novela moderna: la morosidad y su calidad de atmósfera, que son rasgos evidentes de las novelas de Oleza, tal como el crítico -bien afincado en los patrones realistas y naturalistas- Eduardo Gómez de Baquero «Andrenio» señaló en su artículo «Las obras de Miró» (El Sol, 17-VI-1925), donde escribe: «[...] domina el arte de los grandes fondos novelescos», «[...] lo lírico y lo descriptivo se sobreponen a veces al movimiento vital» o «[...] me lo figuro en Francia participando de la gloria y la moda de Proust».

Ortega no quiso ver en las novelas de Oleza la voluntad estética de Miró de crear, con una técnica narrativa en la que convergen el poder de la mirada, el fragmentarismo, las elipsis episódicas, el impresionismo, etc., la ilusión de realidad de un cronotopo cerrado y omnipresente, reflejo de la mentalidad y de la atmósfera de la vida provinciana española en un momento histórico determinado (entre 1870 y el final del siglo XIX).

Ortega no atinó a leer El obispo leproso (Nuestro Padre San Daniel seguramente no la había leído) desde los preceptos narrativos que él mismo había consolidado en Ideas sobre la novela. Y la falta orteguiana de tino es consecuencia de una manera de ejercer la crítica que es justamente la contraria de la por él propugnada en diversos pasajes del primer tomo de El Espectador. Así, su artículo de El Sol incumple el precepto que había formulado con vertiginosa transparencia en «Estética en el tranvía» (1916):

«Sí, todo libro es primero una intención y luego una realización. Con aquella medimos ésta. La obra misma nos revela a la par su norma y su pecado. Y el mayor absurdo fuera hacer a un autor metro de otro»11.



A Miró lo quiso medir con un metro equivocado, que no era el del escritor alicantino y que, además, tampoco era expresión certera y equilibrada de la poética narrativa, el realismo, en la que se autorizaba. En cambio, se negó a entender la intención y la realización mironiana como la excepcional creación de una atmósfera, que edifica el tupido mundo moral social de Oleza. Ortega incumplió en el artículo incluido posteriormente en El espíritu de la letra la norma crítica que mantuvo, por ejemplo, para aproximarse al arte barojiano:

«Todo escritor tiene derecho a que busquemos en su obra lo que en ella ha querido poner. Después que hemos descubierto esta su voluntad e intención nos será lícito aplaudirla o denostarla. Pero no es lícito censurar a un autor porque no abriga las mismas intenciones estéticas que nosotros tenemos. Antes de juzgarlo, tenemos que comprenderlo»12.






- II -

Aunque Ortega no quisiera interpretarlo rectamente, la intención de Miró en las novelas de Oleza se armoniza con su realización. Es evidente que la suficiencia estética de dicha novela -«Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso corresponden a las dos partes de una única novela»13 ha escrito uno de sus mejores críticos, el profesor Lozano Marco- radica no sólo en el lirismo descriptivo («lirismo, pero novelado»14, en lacónico y certero juicio de Ricardo Gullón) sino también y fundamentalmente en la gestación de «una atmósfera sofocante y represiva -son palabras de Antonio Vilanova-, fruto de la acción conjunta del ambiente social y el clima moral que impregnan el vivir colectivo de la ciudad de Oleza»15. La intención de crear esa atmósfera del pequeño mundo provinciano de Oleza nace de una voluntad ético-estética que guarda una estrecha dependencia de un precepto de la teoría de la novela naturalista, tal y como la formuló el mejor lector europeo de Émile Zola, el gran narrador y crítico asturiano Leopoldo Alas.

Para la ejecución de dicho precepto Gabriel Miró atenderá el signo de los tiempos, que, como veremos, no renuncia a las conquistas del naturalismo sino que las absorbe en el paradigma de la novela lírica, nacida de las grietas de la fábrica de novelas naturalistas, que tanteó el propio Leopoldo Alas en la forma de nouvelle y que realizó con singular maestría Martínez Ruiz en La Voluntad (1902).

Precisamente porque la articulación del mundo moral social de Oleza (ambiente levítico, devociones hipócritas, conductas inauténticas, reprimidas sensualidades, cercenamientos de la personalidad...) es eje vertebrador de la voluntad artística de Miró, no se pueden reducir los méritos de la novela de Oleza a su prosa neomodernista, apellido apropiado, acuñado por el fino estilete crítico del profesor Baquero Goyanes, quien, por el contrario, creo que no atina con la verdadera intentio operis de la novela del 21 y del 26, cuando escribe que «en sus novelas la acción o la descripción interesan más por su calidad plástica que por su resonancia humana»16. No creo que la intención y la realización de la novela de Oleza dependan, en primer lugar, de las indudables calidades plásticas de la exquisita prosa de Miró, sino como explícitamente declaró el propio artista a través de su alter ego Sigüenza: «[...] no hay sino un heroísmo en el mundo, verlo según es y amarlo»17. Y Miró ve, huele, toca, escucha, gusta y siente Oleza desde la forma narrativa que articula su gran retablo novelesco. Pero, retengamos el orden y la prioridad: ver Oleza según es, presentar con la máxima diafanidad -la que sus postulados estéticos le ofrecían- el mundo moral social de Oleza.

El heroísmo de Miró, la representación artística que deriva de ese heroísmo (en el que resuena tanto Carlyle) es deudora de las reflexiones acerca de la relación entre la novela y la vida que el realismo y el naturalismo decimonónicos plantearon con toda radicalidad. Miró inventó el mundo moral social de Oleza en relación a los quehaceres artísticos de quienes le precedieron: Valera, Alas, Azorín. Sin duda que hay rupturas de estética, de práctica y de técnica narrativas, pero no se puede menospreciar las invariantes de la tradición literaria, que resulta tanto más vigente y más viva cuanto más se recrea. Miró recreó esa tradición en la novela de Oleza, sabedor -Clarín dixit- de que la imitación de la realidad «no está en la materia sino en la forma»18. La intervención, la habilidad, el genio creador de Miró es distinto del de Valera, Galdós o Clarín, pero se debe explicar desde esa continuidad, como Harry Levin explicó en El Realismo francés el arte de Proust desde Stendhal, Balzac, Flaubert y Zola.

El discurso del relato de la novela de Oleza podría definirse por dos rasgos: el poder de la mirada y la opulencia de los sentidos. Dos rasgos en los que se aúnan la herencia naturalista y la modernista, que Gabriel Miró hizo suyas para configurar la atmósfera de Oleza, cronotopo en el que los instintos naturales se reprimen, se malversan o se atrofian. La mirada y sus signos, la narración, la descripción y los diálogos plagados de asociaciones sensoriales son instancias del relato que ofrecen una exuberante naturaleza, en la que se asfixian en nombre de un fanatismo religioso y político los auténticos instintos vitales. Esta dialéctica es la que construye la peculiar atmósfera de Oleza, su mundo moral social. Yvette E. Miller19 delimitó con precisión esta dualidad entre la exuberante sensualidad de la naturaleza y la no menos opulenta sensualidad de las formas exteriores de la religiosidad que envuelve a esta «novela de capellanes y devotos»:

«Lo mismo desde todos los tiempos, con su olor de naranjos, de nardos, de jazmineros, de magnolios, de acacias, de árbol del Paraíso. Olores de vestimentas, de ropas finísimas de altares, labradas por las novias de la Juventud Católica; olor de panal de los cirios encendidos; olor de cera resudada de los viejos exvotos. Olor tibio de tahona y de pastelerías. Dulces santificados, delicia del paladar y del beso; el dulce como rito prolongado de las fiestas de piedad. Especialidades de cada orden religiosa: pasteles de gloria y pellas, o manjar blanco, de las clarisas de San Gregorio; quesillos y pasteles de yema de la Visitación; crema de las agustinas; hojaldres de las verónicas, canelones, nueces y almendras rellenas de Santiago el Mayor; almíbares, meladas y limoncillos de las madres de San Jerónimo.

Dulcerías, jardines, incienso, campanas, órgano, silencio, trueno de molinos y de río; mercado de frutas, persianas cerradas, azoteas de cal y de sol; vuelos de palomos; tránsito de seminaristas con sotanilla y beca de tafetán; de colegiales con uniforme de levita y fajín azul; de niñas con bandas de grana y cabellos nazarenos; procesiones; hijas de María; camareras del santísimo; Horas Santas; tierra húmeda y caliente; follajes pomposos; riegos y ruiseñores; nubes de gloria; montes desnudos... Siempre lo mismo»20.



Atmósfera densa, cerrada y monótona que domina el espacio y el tiempo de la novela, que Mijail Bajtin caracterizó para la ciudad provinciana de la novela decimonónica del modo siguiente: «[...] el tiempo carece aquí de curso histórico ascendente; se mueve en ciclos limitados: el ciclo del día, el de la semana, el del mes, el de la vida entera. El día no es nunca el día, el año no es el año, la vida no es la vida»21. Tal es el marco del mundo moral social de Oleza, ciudad provinciana recreada por Miró mediante un tupido manojo de adjetivos (atiendo al «Sumario del asunto del libro» que reproduce Ian Macdonald en su prólogo a la edición de El obispo leproso): «[...] ciudad vieja, ardiente, morisca, levítica [...] sensual, religiosa, visionaria, milagrera»22. Adjetivos del sumario de la obra, que se encarnan en ella en las relaciones entre los personajes y el contacto que estos mantienen con la naturaleza, con los edificios, con las calles, y con las instituciones, fundamentalmente religiosas, que les rodean. Los adjetivos que definen a Oleza de mano del autor en el sumario se ficcionalizan mediante las más variadas instancias del discurso del relato, sobre todo en lo que atañe a la distancia y a la perspectiva narrativa, es decir, en lo que atañe a la modulación cuantitativa y cualitativa de la información narrativa.

Elijo dos pasajes de la novela de 1921, en los que el relato configura la personalidad de dos personajes antagónicos, el padre Bellod y don Magín. Creo, además, que coinciden con la presentación inicial de cada personaje, de su psicología en relación con sus costumbres y con su mirada a Oleza. El padre Bellod es, junto con don Álvaro, el personaje que mejor representa el mundo de «los ascetas obsesionados por el pecado, que odian la vida»23 en palabras de Gerald Brown. Para su presentación Miró emplea la focalización cero y el discurso está narrativizado en tercera persona, sin ninguna implicación sentimental del narrador; lo que quiere decir que de pasajes como éste no se desprende el segundo sumando de la ecuación estética de Miró (ver el mundo según es y amarlo):

«El párroco porfió con la Comunidad. Llegó a odiarla. Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas más que por los siglos; en cambio, aquellos religiosos no recibían ningún daño; lo confesaban humildemente como un don inmerecido. El P. Bellod puso ratoneras en las hornacinas, en las sepulturas, en los antipendios, en la escalera del órgano y de la torre. Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían tendido, contemplando las ratas que brincaban mordiendo los alambres de sus cepos. El P. Bellod descogía un buen trozo del libro de candela, y con certero pulso iba torrándoles el vello, el hocico, las orejas, todo lo más frágil, y les dejaba los ojos para lo último porque le divertía su mirada de lumbrecillas lívidas. La sagrada quietud parecía rajarse de estridores y chillidos agudos. El P. Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco. Pero comenzaba a gemir la cancela; venía más gente; ya no era posible esperar; y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico.

Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose en el pulgar las gotas de sangre que le caían por el duro collarín. Acabado su aliño, tomaba de un arca seis panes, y con la misma navaja los iba rebanando para socorrer a sus mendigos.

No fumaba; no tenía olfato, y el mejor manjar y gollería para su gusto eran los salazones, principalmente el cecial y cecial de melva»24.



Don Magín no es ni mucho menos el «figurón compuesto de ingredientes tópicos»25, tal y como afirmaba equivocadamente Ortega. Es un clérigo de talante comprensivo, abierto y llano, cuya intachable honestidad no es obstáculo para anhelar -al modo de los epicúreos- el goce vital, por el que se transparenta su pasión amorosa -siempre secreta y contenida- por doña Purita. Para su presentación Miró emplea al comienzo la focalización cero para desembocar en una focalización interna, con un discurso que usa la vía del monólogo narrativizado en estilo indirecto, de una gran proximidad sentimental por parte del narrador, cumpliéndose aquí en su totalidad la ecuación estética del autor:

«Paseaba don Magín su ocio y su sonrisa entre los viejos casones de blasón y acantos roídos en los dinteles; se asomaba a los zaguanes de aliento de aljibe y barandal de madera con tallada columna de grifos y delfines y cestos de frutos y fanal colgado de un cupidillo de cintura vendada. Al abrigo de un arco profundo reposaba el faetón de familia para ir a las haciendas, y una barca plana, sin quilla, para remediarse en las inundaciones... Calle de la Aparecida, de tapiales blancos con desolladuras de pedernal. Siempre se oía un fresco ruido de agua que pasaba. Copas redondas de los naranjos; almenas de romero y de mirtos; arcosolios de tuyas recortadas, glorietas de cipreses. Se doblaban los ramajes de los milgranos, de las higueras, los brazos de las palmas, de las vides. Subían las medallas de los girasoles. En azul, las paredes, las ropas, la piel se penetraban de olor de azahar, de verbena, de cinamomo, de eucaliptos, de pitas, de albahacas, de campánulas, de geranios calientes...

Las florescencias de la calle de la Aparecida le deparaban a don Magín un calendario botánico, y de sus fragancias exprimía una intimidad y galanía, una evocación cristiana y gentil. Lleno y arrebatado de estos perfumes se le representaban con un gustoso anacronismo los vergeles asirios, el hortus conclusus y los jardines de Murcia poblados de ángeles y vírgenes que inexplicablemente se parecían a señoras de su amistad y damas de pinturas arcaicas. ¡Si se perdía, que se culpase a su olfato! En la nariz, al menos en la suya, se ocultaba el más fiero y delicioso enemigo del hombre. En la nariz aposentaron los antiguos el pecado de la ira. Allá ellos; en la suya hizo residencia un diablejo infatigable que le puso hechizos, como aquel religioso redimido por la santa de Ávila los traía en el ídolo de cobre que le colgó del cuello una mujer de perdición...»26.



El padre Bellod, Elvira y don Álvaro, don Magín, Paulina y Pablo importan no sólo como personajes, como psicologías autónomas, importan también como sujetos que miran, que hablan, que se relacionan, que configuran el mundo moral social de Oleza, con sus dudas, sus voluntades, sus lealtades, sus necesidades y sus memorias. Oleza, el mundo moral social de Oleza se fragua desde la voluntad artística de Miró, voluntad original y no sólo por la calidad sensorial de su prosa sino -y sobre todo- por la eficacia para presentar los entendimientos, las memorias y las voluntades -los deseos también- de unos personajes presos en la rutina y en la lenta fugacidad temporal de Oleza, que los domestica, los malea, los asfixia, excepción hecha de don Magín, por lo menos en la nómina de los personajes más importantes. Esta original voluntad artística tiene sus aprendizajes, más en concreto, tiene un aprendizaje fundamental para el propósito ético y estético de Miró de novelar el mundo moral social de Oleza. Es el aprendizaje en la teoría y en la práctica de la novela naturalista según Leopoldo Alas.

No voy a tratar aquí (aunque es una tarea que convendría llevar a cabo con el rigor que Claudio Guillén27 ha propuesto para el análisis de las intertextualidades) del aprendizaje mironiano en determinados aspectos del relato y en consabidos motivos y temas de La Regenta y -lamentable su olvido- de Su único hijo. Voy a tratar de justificar de dónde arranca el propósito del novelista alicantino de fraguar una novela cuya vertebración depende por entero de la presentación con la máxima diafanidad de la vida moral y social de Oleza, alrededor de la familia Egea: don Daniel, Paulina, su marido Álvaro, la hermana de éste Elvira, el nieto Pablo y su fascinante y desequilibrada amada, María Fulgencia. Una saga que seguramente no hubiese desagradado a ningún novelista adicto al naturalismo de escuela y cuyas señas de identidad son por la historia -lo que se cuenta en la novela- y por la tradición literaria de la que surgen, decimonónicas.




- III -

En un artículo del 22 de octubre de 1911 publicado en el Diario de Barcelona, Gabriel Miró se detiene en el análisis de Castilla, el libro que acababa de publicar el escritor que tal vez más admiraba, Azorín:

«Lector: no hay prosista que más sabiamente aplique las riquezas de una hacienda idiomática tan inmensa como la que este hombre posee y suministra»28.



Azorín, quien a juicio de Miró ha puesto sobre la vida «una lente prodigiosa para que nuestra alma alcance lo escondido y sutil de las cosas, de las almas, de lo fatal, de la huella del tiempo, pero todo, apurado y diáfano»29, ha resucitado el valor íntimo de las palabras, su escritura produce una delectación ante la palabra. Miró está justipreciando el arte azoriniano en su plenitud, pero -no nos engañemos- también está diciendo a través de uno de sus maestros sus más importantes metas estéticas, que desde luego conseguirá con las novelas de Oleza.

Pues bien, en el contexto del artículo sobre Azorín nos tropezamos con la única referencia que Miró, en su labor de publicista, hace de la obra de Leopoldo Alas. Es una referencia que se da en el contexto más adecuado, porque conviene saber que el maestro noventayochista es el único escritor de su generación -mal que le pese a Unamuno- que valoraba en aquellos días la obra de Clarín como axial en la literatura española moderna30. Es una referencia que no atañe al Clarín creador de mundos narrativos inmortales sino al Alas teórico y crítico de la novela. Escribe Miró:

«Clarín, a quien cada día admiro más, consideró el naturalismo como una especie de oportunismo y no de exclusivismo en la novela»31.



Evidentemente aunque Alas repitió en numerosas ocasiones la reflexión por la cual la preceptiva de Zola le parecía una cuestión de oportunismo -básico, esencial- en la historia de la novela, con toda seguridad la alusión de Miró hace referencia al prólogo que Alas antepuso a la primera edición de La cuestión palpitante (1883) de Emilia Pardo Bazán, donde el asturiano universal sostenía que el naturalismo era «más bien un oportunismo literario; cree modestamente que la literatura más adecuada a la vida moderna es la que él defiende»32.

Es importante y decisivo que Miró se haya fijado en esta reflexión de Alas en un contexto de aprecio por la palabra como instrumento para llegar al fondo más sutil de las almas y al soborno implacable del tiempo, porque creo que está meditando -con la excusa azoriniana y con Las cerezas del cementerio (1919) en las alforjas- en el camino que debe recorrer como novelista: apropiarse con originalidad de las pretensiones no caducas del naturalismo (por ejemplo, la reconstrucción de un mundo o de un trozo de vida en miniatura), y hacerlo con una sensibilidad que se deposite en el poder sensorial, sugestivo, evocador de las palabras. Una tarea, que salvando las distancias de género literario, está anunciada cuando sentencia que Azorín en Castilla: «[...] cuenta enlazando dulcemente la imaginativa y la reconstrucción»33.

No olvidemos, por otra parte, que el tiempo del artículo al que me he referido -1911- coincide con la etapa inmediatamente posterior a la publicación de Las cerezas del cementerio, que como ha advertido el profesor Lozano Marco son dos años de reconsideración y reorientación en la tarea novelística. «Es -escribe Lozano Marco- como si todo su afán de novelista se encaminara hacia la creación de la gran novela de Oleza: la visión de cómo el imperceptible paso del tiempo va modificando la vida de una ciudad atendiendo a una variedad de personajes que muestran el desarrollo de sus vidas, y sus relaciones, en lo que tienen de sustancial»34.

Sin menospreciar los aprendizajes azorinianos de Miró (que no es el tema de la presente conferencia) y atendiendo a esa lacónica, pero precisa y oportuna, alusión a Leopoldo Alas teórico y crítico de la novela, creo que en la reorientación del escritor alicantino hacia el proyecto de las novelas de Oleza tiene un papel decisivo la lectura atenta y penetrante de dos supuestos clarinianos de su peculiar e inteligente manera de entender el naturalismo de Zola: la reconstrucción del mundo moral social como tejido novelesco y el valor sustantivo de la «forma» en dicha reconstrucción. Así se entiende mejor -al menos en la tradición literaria- que el proyecto y la realización de las novelas de Oleza se asiente -cito por dos veces a Ian Macdonald-, de un lado, sobre el esfuerzo no por captar la ciudad de Oleza, «sino el complejo total de psicologías» de Oleza, es decir, de las relaciones entre los personajes y sus circunstancias; y de otro, que ese esfuerzo se articule desde la fórmula de «ver por virtud de la forma»35.

La lectura que lleva a cabo Clarín de los postulados del naturalismo de escuela y especialmente del extremismo teórico de Zola se caracteriza por la independencia crítica, tal como demuestran dos opiniones elegidas al azar entre sus primeros trabajos críticos de la década de los 80. En el capítulo «Del teatro» de Solos (1881) no tiene inconveniente en señalar que «Zola escribe muchas vulgaridades de adocenado experimentalista»36, y en el prólogo a La cuestión palpitante que Miró había leído con suma atención, se había referido al ensayo «Le roman expérimental» de Zola como «el peor de sus trabajos críticos»37. Esta lectura crítica de Zola le permitió dejar a un lado la presunta solidaridad del naturalismo y el positivismo, así como la no muy bien fundamentada afirmación zolesca de que la ciencia llegaría a suplantar al arte.

La lectura independiente y crítica del gran novelista francés le permitió -proyectándolos y delimitándolos- desarrollar los conceptos de imitación y experimentación, porque en buena parte el segundo -la experimentación- es textualización de la mímesis naturalista. Para Alas, que aquí sigue a pie juntillas a Zola, la experimentación artística es la morfología de la novela, y, a la vez, el discurso adecuado para imitar el movimiento natural de la vida. Ahora bien, mientras Zola consideraba, en los textos críticos fundacionales de la escuela naturalista, el personaje como objeto fundamental de la experimentación artística, Clarín entiende, a la altura de su prólogo a La cuestión palpitante, que el objeto de la experimentación -de la composición de la novela- debe ser la morfología de la vida toda. Luego, tras La Regenta (1884-85) apreciará el estatuto del personaje como realidad fisiológica, psicológica y moral, y, después, en el momento de Su único hijo (1891), se abrirá -quizás lo había hecho antes- al espectáculo de los interiores del alma humana, zonas del personaje novelesco -la fisiológica, la psicológica, la moral, el espectáculo del adentro humano- que, dicho al paso, están implícitos (es la técnica elíptica que ha estudiado Yvette Miller38) en las novela de Oleza.

Sin embargo, retomemos nuestra clave interpretativa, según la cual la morfología de la novela debe ser la morfología de la vida toda. Clarín lo expresó con la referencia de Balzac que -ocioso es recordarlo- había fundado la novela naturalista según certera afirmación de Zola («Il créa le roman naturaliste»39):

«Lo que admira en Balzac, sobre todo, aún más que sus profundos estudios de carácter, es esta imitación perfecta de lo que podría llamarse la morfología de la vida. Para esta primera necesidad del arte de novelar, según la exigencia del naturalismo, se requieren dos facultades principales: la de saber ver y copiar, y la de saber componer, conforme requiere esta manera de entender el arte»40.



Obsérvese a vuela pluma como están siempre presentes los dos sumandos básicos del arte de la novela naturalista: la observación y la experimentación; la mimesis y la composición. Las razones en las que se apoya Clarín para proponer como objeto de la novela la morfología de la vida son básicamente dos. La primera es la compleja relación que une al personaje con el medio y que ejemplifica en el arte narrativo de Flaubert, y cuya descripción formula así:

«La vida se compone de influencias físicas y morales combinadas ya por tan compleja manera, que no pasa de ser una abstracción fácil, pero falsa, el dividir en dos el mundo, diciendo: de un lado están las influencias naturales; del otro la acción propia, personal del carácter en el individuo. No es así la realidad, no debe ser así la novela. A más del elemento natural y sus fuerzas, a más del carácter en el individuo, existe la resultante del mundo moral social, que también es un ambiente que influye y se ve influido a todas horas por la acción natural pura, por la acción natural combinada con anteriores fuerzas, compuestas, recibidas y asimiladas de largo tiempo, y por la acción del carácter de los individuos. Precisamente, este elemento general, no físico y social, es el que predomina en la vida que copia la novela, y no queda estudiado en el análisis fisiológico y psicológico del individuo, ni debe ser considerado como puro medio del carácter, sino como asunto principal y directo, por sí mismo; como parte integrante y sustantiva de la realidad, de cuya expresión artística total se trata»41.



Palabras en las que está latiendo la segunda razón, y que no es otra que la concepción que profesaba del arte, concepción de raigambre idealista, krausista, en la que el oportunismo histórico ha dado cabida a la conquista de la realidad que propugnaba el naturalismo novelesco a la altura de los primeros años de la década de los ochenta. El texto de Alas es diáfano:

«Si el arte debe ser reflejo, a su modo, de la verdad, porque es una manera irremplazable de formar conocimiento y conciencia total del mundo bajo un aspecto especial de totalidad y de sustantividad, que no puede darnos el estudio científico, no hay razón para querer que sólo sea el carácter humano lo que sea objeto de tal fuente de percepción, sino que la realidad entera debe y merece ser estudiada y expresada por modo artístico»42.



Dicho está. El mundo moral social que es la manifestación de la realidad entera es el verdadero objeto de la novela, como lo es en las novelas de Oleza, donde además de los caracteres individuales existen las resultantes de ese mundo moral social que rodea a los personajes y que se constituye en la finalidad artística de dichas novelas, porque, sin duda, es su eje vertebrador.

Si Miró se autorizó en Leopoldo Alas -el crítico y el novelista- para esta empresa -la de configurar el tejido narrativo de Oleza como mundo moral social- también creo que aceptó como una muy inteligente reflexión de la poética de la novela la consideración de Clarín según la cual el escritor que desea imitar la realidad no puede hacer:

«1.º) Que el material que él maneja sea idénticamente de la misma materia que copia, la imitación no está en la materia, sino en la forma; 2.º) Tampoco puede prescindir de las leyes psicológicas que exigen ver siempre de un modo singular los objetos, de una manera y expresarlos con un estilo, sin que nada de esto sea tomado de lo exterior, sino formas de la personalidad»43.



Sabedor de estos preceptos -que nacen de una lectura aguda y penetrante de los postulados de Zola- Miró configura el mundo moral social de Oleza desde la forma, desde las miradas de las diferentes psicologías, desde su entrecruce, desde sus peculiares sensibilidades. Aunque bien es verdad que aquí a las enseñanzas de Alas superpuso los mejores logros de la prosa modernista y su innata capacidad de artista de la palabra, pues como afirmaba un lúcido Lorenzo Villalonga (novelista de la estirpe de Leopoldo Alas y Gabriel Miró) disfrazado de su pseudónimo «Dhey», en el periódico mallorquín El Día del 13 de marzo de 1927: «[...] el único que tiene aquí mirada de artista es Gabriel Miró». Villalonga estaba tratando del «tempo lento» en la novela española de aquellos días.

En ese mundo moral social, que nos es ofrecido con una prosa pletórica de sentidos, se desarrollan pasiones humanas, cuya autenticidad es tan intensa como lo inauténtico de los comportamientos de la mayoría de los personajes a tenor de las leyes de la naturaleza. El drama interior de don Álvaro, en la escena de la víspera de «Corpus Christi» de El obispo leproso, ante su esposa Paulina, sintiéndose «celoso de ella por ella», sobrecogido por «una acometida de sensualismo abyecto» y desembocando en el comentario del narrador, «don Álvaro se paseaba por la sala, ya del todo él, pálido, compacto y desgraciado»44, es paradigma de las catástrofes morales que anidan en las almas de las principales figuras humanas de Oleza.

Es un incalificable error seguir manteniendo que las novelas de Miró no son el espejo de un mundo, porque son incompletas en lo que se refiere a los hombres y mujeres y a sus pasiones. Su voluntad artística de plasmar el mundo moral social de Oleza descalifica juicios como el de Adolfo Lizón, cuando escribía: «Gabriel Miró es un enamorado de las cosas -árbol, mar, noche, nube- que sustituyen en sus páginas a los hombres y sus pasiones»45. Craso error, porque «las cosas» forman parte de un mundo moral social que es, a la vez, metáfora y metonimia de las psicologías humanas de Oleza. Y viceversa, Oleza es una ciudad con psicologías individuales, estremecedoras en su verdad humana, aunque ésta sea radicalmente equivocada.

Si Ortega hubiese leído, sin tergiversarla, la teoría de la novela realista y naturalista -la que explicó con rigor y método Leopoldo Alas- y la hubiese aplicado al arte narrativo de las novelas de Oleza, tal y como de manera parcial lleva a cabo en el artículo de El espíritu de la letra, hubiese avecindado El obispo leproso entre las buenas novelas, por sus señas de identidad decimonónicas y por su discurso del relato, intachablemente moderno. Porque la idea generatriz de Miró fue la de configurar el mundo moral social de Oleza, una emblemática ciudad provinciana en los atardeceres del siglo XIX, y su idea -como decía Azorín de la narrativa de Leopoldo Alas- es «una lección de moral o de psicología»46. Tal vez, de ambas.





 
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