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El mundo poético de Miguel Hernández

Concha Zardoya

El mundo poético de Miguel Hernández -como el de todo poeta verdadero- es un mundo transfigurado. Así, toda su obra no es más que la transfiguración poética de ásperas, fuertes y tremendas realidades. Todas sus experiencias -desde las de pastor adolescente hasta las de preso condenado a la última pena- se transmutan en poesía por el milagro de una intuición lírica, purísima y en agraz, primero, y madurada después por el dolor y la muerte.

Los balbuceos poéticos de Hernández nos han quedado autógrafos y vivos en un cuadernillo que ha sobrevivido al poeta. En su mayoría, estos poemitas iniciales son de arte menor, libremente combinados en algunas ocasiones y, en otras, siguen las formas estróficas tradicionales de la poesía popular. Los temas que los inspiran, los encontraba el poeta en el paisaje de su Orihuela natal, en la sierra y en la huerta oriolanas que recorría con sus cabras. Su vida de pastor se introduce en ellos y les presta su vocabulario agreste: «zagal», «zampoña», «zurrón», «hato», «chivo», «cordero», etc. Pero un claro instinto poético suaviza la rudeza de estos elementos y consigue versos llenos de gracia inocente. Mas también se advierte en otros un cierto desenfado, una enérgica valentía para tratar el lenguaje de un modo original: «astro que tremulece», «temblorea una esquila», «la noche baltasara». Y esta habilidad de que está dotado tan temprano, le llevará sin esfuerzo alguno, al gongorismo: gongorismo que ya apunta embrionario en algunos de estos versos primerizos, en donde los dátiles, por ejemplo, son «proyectiles de oriámbar» y la campana es «galeota amarrada a una cadena». En todos estos poemillas -fase incipiente de su mundo poético- se descubre su amor por lo agreste y por todas las formas de la Naturaleza, un bucolismo pagano y dionisíaco con el cual se conformaban su manera de ser y su vida.

Cuando Miguel Hernández fue a Madrid en 1931 -impelido por una casi extrahumana voluntad de ser poeta-, la generación de 1925 acaudillaba las últimas tendencias de la poesía española. El pastor-poeta -que a la sazón tenía 21 años- se siente atraído, deslumbrado y solicitado a la vez por una de las actitudes más significativas -o más brillantes- de aquel grupo de poetas ya consagrados: la vuelta a Góngora, nacida al calor de su centenario. El joven oriolano no halla trabajo en la capital pero regresa a su tierra enriquecido por este descubrimiento y acuciado, además, por el deseo casi desafiador de probar fortuna en ese mundo de perfección poética. Cesa su desorientación y se lanza a la conquista de esa maestría de la forma, a la busca y captura de la belleza como fin último de la poesía y del arte. No será un simple juego virtuosista, sino una victoria sobre sí mismo: el triunfo heroico de su inteligencia sobre su instinto y su temperamento. Aún más: su gongorismo será -en cuanto a metáforas y adjetivación- menos literal que el de Alberti en Cal y canto (1929), pues sus volutas barrocas se asentarán en lo real y cotidiano: en la cercanía de la tierra y el cielo, no en un mundo puramente fabuloso. El arte de su libro será menos ornamental y menos retórico que el del siglo XVII: será más siglo XX y muy contemporáneo. Rescatará el dinamismo y la humanidad de las formas barrocas, sí, pero contendrá su enorme y arrolladora fuerza expresiva en los límites y reposo del verso clásico y la domeñará con las difíciles ligaduras del hipérbaton. Compone Perito en lunas (1933), libro que la crítica ha menospreciado, en general, acusándolo de deshumanizado conceptismo y huera retórica, vacío de toda emoción y sentimiento. A nosotros, en cambio, nos parece un asombroso comienzo poético y un prodigio de autosuperación juvenil. Hernández procura eliminar, en las 42 octavas reales de este su primer libro, la rudeza originaria que cree poseer y lo consigue plenamente: es el hombre de la tierra que aspira a las formas de expresión más cultas, incluso a las más alquitaradas. Cuando Hernández escribía este libro, estaba superando una tragedia: la del hombre sin cultura que aspira a ella y a las más elevadas formas del arte y del pensamiento. En este titánico batallar con la expresión poética, Hernández logra un endecasílabo de neta elegancia y cabal en su finura. Ningún crítico ha advertido en este libro lo que hay en él de drama humano. Si hubieran visto la casa en que nació el poeta, habrían comprendido esta su primera reacción contra el estiércol que le rodeaba. Desde este momento, toda su vida será un constante esfuerzo por elevar hasta su dignidad interior y hasta ese plano de hermosura superior, todas las cosas feas y tristes que cercaron su existencia. Ahora, más que pastor de las cabras paternas, es «lunicultor», «perito en lunas». Sin embargo, el ropaje neogongorino -a pesar de cuanto tiene de transmutación, milagro y virtud- deja entrever, por debajo de sus metáforas, una vena de poesía original en busca de expresión propia: se percibe el aliento de un poeta auténtico e indudablemente bien dotado, en proceso de crecimiento interior. Ciertas peculiaridades y giros, ciertas imágenes violentas, heridoras, forjadas por una perceptibilidad muy masculina, anuncian a un poeta de ley en trance de superación, pero también delatan al hombre de la tierra y al pastor. El tema central del libro se relaciona, desde luego, con la luna pero enlaza tangencial o internamente con otras realidades: juegos artificiales, alba y gallo, espantapájaros, cabras, lluvia, pozos, chumberas. No es una luna literaria sino real, vista y sentida en el monte, en la huerta o en las calles oriolanas. No hay cíclopes ni ninfas, sino mitología de la tierra, cercana geografía, historia directa y vivida. Hernández, «perito en lunas», maneja la metáfora con una extraordinaria pericia y sabe establecer relaciones insospechadas entre la realidad -contemplada o imaginada- y la palabra que dan motivo a una realidad artística por encima de la exactitud objetiva material: nos descubren una visión del mundo. No tenemos tiempo para examinar aquí el sentido tropológico de este libro, ni los tipos de metáforas e imágenes que contiene, pero sí diremos que, a través de estas, lo inerte se dinamifica, se animaliza o se vegetaliza; que lo mismo ocurre con lo astral y aún llega a casos de humanización; que lo inasible se corporiza; que lo inerte se licúa en ocasiones o lo líquido se vuelve sólida materia. En cuanto al léxico poético, el voluntario neogongorismo obliga al poeta a adaptar y doblegar su lenguaje a la disciplina del hipérbaton, de la «construcción libre». A veces, la alteración del orden gramatical es elegante y clara; en otras, el hipérbaton y la elipsis se extreman en un alarde de maestría y virtuosismo técnico. No obstante, algo reacciona contra la pirueta virtuosista, contra la artificiosidad gongorina: algo quiere rescatar los fueros de la naturalidad. Así, sin querer, se le escapan cuatro versos escritos del modo más llano y sencillo, en un lenguaje plenamente natural y de expresividad directa:

¡Pero bajad los ojos con respeto,

cuando la descubráis quieta y redonda!


(XXX)



¡Oh, tú, perito en lunas; que yo sepa

qué luna es de mejor sabor y cepa!


(XXXV)



Nótese que tales versos le han nacido en el clima de su libro: en un momento de adoración lunar, de entusiasmo casi místico por la luna. Y compárense con el siguiente verso del mejor cuño neogongorino:

cuando repulga la que emula masa.


(VIII)



Sorprende encontrar en este libro tan temprano rasgos estilísticos que llegarán a su pleno desarrollo en obras posteriores: el uso de la repetición -la anáfora- y, especialmente, la expresión recortada y concisa, clara, sintética y personal, que presagia los formidables endecasílabos de El rayo que no cesa, tallados a punta de cuchillo, a navajazos.

En 1934 aparece, en Cruz y Raya, Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras. Es un auto sacramental que, en el crecimiento poético de Hernández, inicia un proceso de interiorización, al entrañar una concepción trascendental calderoniana, pero que también posee estremecedores acentos de vitalidad que le vienen de Lope y, sobre todo, de su propia persona. Esta obra es una suma armónica de herencias, acuñadas en su sangre y en su espíritu y a las cuales sabe dotar de aliento original e imprimirles su propio sello. El auto hernandiano dramatiza la pérdida de la gracia e inocencia que sufre el Hombre, asaltado por el Deseo, los Sentidos y la Carne, y, luego, su arrepentimiento y redención por la Eucaristía. El drama teológico ocurre en la tierra, pero no en una zona distante, sino familiar a los sentidos y conocida por la experiencia: Hernández traslada a él su conocimiento del campo y del monte, sí, pero sabe establecer una sabia correlación entre el ambiente campesino y pastoril y el desarrollo de la acción dramática. El paisaje oriolano no representa una evasión del plano universal, pues su transfiguración artística coincide con el paisaje bíblico.

Bajo el aparente mimetismo calderoniano, hay en el auto escenas rigurosamente originales, tanto en lo dramático como en lo poético, teñidas ya de esa peculiar humanidad y ese fuerte realismo que exhablaron más tarde todas las obras hernandianas: 1) El diálogo entre el Esposo y la Esposa evidencia ya la pasión de Hernández por el hijo; la gloria de sentirse padre-creador al engendrarle. 2) Las escenas de los Ecos, en que estos actúan, primero, en función de coro griego para impedir el crimen del Hombre, después se convierten en voces burlescas que repiten las risas amargas de este en su lucha con el demoníaco Deseo, y, finalmente, subrayan el patetismo del dolor y el llanto de la Pastora al hallar asesinado al Pastor. 3) El acto de la Comunión -tan solemne y apoteósico en los autos calderonianos- se humaniza, se hace íntimo y casi familiar, en tanto que un delicado aroma rústico lo envuelve: el Buen Labrador saca un pan de su pecho -pan cotidiano, pan campesino, pan real- y lo ofrece al Hombre sencillamente. 4) Visión de la muerte como un toro acometedor. 5) El desenlace del auto tiene dos significaciones: una, interna, es la catarsis que sufre el cuerpo por sus pecados, una vez salvada el alma por el misterio de la Eucaristía; otra, externa de gran efectismo escénico: la apoteosis del fuego, elemento purificador que consume al Hombre.

¿Qué representa este auto sacramental en el mundo poético de Miguel Hernández? Por una parte, es la reviviscencia de una realidad española trascendente; por otra, los personajes simbólicos de Calderón se actualizan y se vuelven el poeta mismo. Una vez escrita esta obra, Hernández se libera al instante del catolicismo heredado y cesa en el manejo dramático de símbolos teológicos.

El poeta se ha radicado en Madrid, en donde conoce a Vicente Alexandre y a Pablo Neruda. Esta amistad deja una huella en su poesía, evidenciada por las odas que Hernández dedica a los dos poetas. A principios de 1936, ve la luz El rayo que no cesa, en tercera y definitiva versión que es prueba de la disciplina depuradora a que el poeta somete su facilidad expresiva. Este libro irrumpe exactamente como el rayo en el paisaje de la poesía española. Es un estallido de pasión, cegadora y fulminante, pero que sabe ordenarse, sin embargo, en sonetos perfectos. Inspiración y maestría técnica, en prodigiosa síntesis, consiguen una obra logradísima que consagra a su autor y le hacen merecer elogios de poetas y críticos. Un hondo y potente sentimiento amoroso riega la más honda raíz del libro, unida a una consciencia no menos profunda del dolor. No solo se exalta el amor apasionadamente, sino que también la soledad y la pena vibran a la par de un modo irreprimible. Una nota dramática, preñada de patetismo, ensombrece la deslumbrante belleza de algunos sonetos y la dulce melancolía de otros. Desolada tristeza y aun presagios de muerte cruzan por muchos endecasílabos en los que, por otra parte, alienta una concepción dionisíaca de la vida y un sentido sensual del amor. No es un amor resignado, pues a menudo se encrespa en ira colérica, atormentado por un insaciable ímpetu que casi sobrepasa los límites de lo humano: es acometedor como el toro, bravío, rebelde, alucinado. Mas hay ocasiones en que el sufrir del poeta enamorado se reviste de una suave mansedumbre o de una gravedad meditativa, empapada de presentimientos y agonías, nacida al calor de una pasión trágica y viril. La violenta tensión creadora que sostiene todo el libro, brota del abrasado corazón del hombre y del poeta Miguel Hernández. La intuición lírica se desata y se doma a la vez en sonetos de impecable factura, en los cuales destella una magia verbal que deslumbra y raras veces decae.

Fuera menos penado si no fuera

nardo tu tez para mi vista, nardo,

cardo tu piel para mi tacto, cardo,

tuera tu voz para mi oído, tuera.

Tuera es tu voz para mi oído, tuera,

y ardo en tu voz y en tu alrededor ardo,

y tardo a arder lo que a ofrecerte tardo

miera, mi voz para la tuya, miera.

Zarza es tu mano si la tiento, zarza,

ola tu cuerpo si lo alcanzo, ola,

cerca una vez, pero un millar no cerca.

Garza es mi pena, esbelta y triste garza,

sola como un suspiro y un ay, sola,

terca en su error y en su desgracia terca.


Enlazado con los temas del amor, el dolor y la muerte, se acendra aquel su primigenio sentido de la tierra, pues Hernández sabe ahora que solo en ella encontrará descanso la vida humana. Solo en ella descansará el poeta de «los cardos y penas» que lleva «por corona», y la muerte será más bien un retorno ya que él ha nacido de su barro:

Me llamo barro aunque Miguel me llame

Barro es mi profesión y mi destino

que mancha con su lengua cuanto lame.


La tierra le espera eternamente y tal certeza le conforta:

Y cierta y sin tal vez la tierra umbría

desde la eternidad está dispuesta

a recibir mi adiós definitivo.


Pero, antes que la tierra, el amor de una mujer -única novia y única esposa- podrá salvarle de penas, cavilaciones y tormentos:

Nadie me salvará de este naufragio

si no es tu amor, la tabla que procuro,

si no es tu voz, el norte que pretendo.


Aunque la salvación será difícil, puesto que su sangre es toro que acomete, «un huracán de lava», y él mismo siéntese rayo prisionero: «un rayo soy sujeto a una redoma». Solo el amor informa su trágico destino y de ello es prueba el soneto final que cierra el libro:

no es por otra desgracia ni otra cosa

que por quererte y solo por quererte.


Las metáforas e imágenes que contiene El rayo que no cesa, pueden agruparse en reales -o de corte tradicional- y en suprarreales, mas no es posible detenernos a analizarlas ahora. Como ya hemos apuntado, la maestría retórica de este libro es sorprendente: abundan los ejemplos de epanadiplosis, las correlaciones, los paralelismos y las conduplicaciones.

Con esta obra, el mundo poético de Miguel Hernández se llena de apasionados y doloridos acentos, resplandores trágicos, y se afianza la personalidad de su creador, combatido por el incesante rayo de su destino:

Este rayo no cesa ni se agota:

de mí mismo tomó su procedencia

y ejercita en mí mismo sus furores.


El poeta, en su tremenda querella amorosa, ha entrevisto el amor como una fuerza destructora y vital al mismo tiempo.

Entre los poemas sueltos que escribe Miguel Hernández por esta época, destácase su Égloga a Garcilaso, largo poema que comienza en tono sereno y en el que expresa bella y tiernamente su admiración por el poeta toledano, pero que termina encoraginada y románticamente:

Nada de cuanto miro y considero

mi desaliento anima

si tú no eres, claro caballero.

Como un loco acendrado te persigo:

me cansa el sol, el viento me lastima

y quiero ahogarme por vivir contigo.


Otro poema, escrito por estos meses, asume una significación de vaticinio y queda, dentro de la totalidad de la obra hernandiana, no solo como un poema-clave, sino como un presagio del desventurado destino del poeta. Se titula «Sino sangriento» y, en él, Hernández prevé su «estrella ensangrentada», descubre que sus orígenes están en la sangre, se sabe perseguido por la sangre «ávida y fiera», construido por la sangre, empujado a la tierra por la sangre. Y en ella nada, al fin, desesperadamente, «como contra un fatal torrente de puñales» hasta sentirse «un cadáver de espuma: viento y nada».

Y este «sino sangriento» que le persigue, desemboca en la guerra... Miguel Hernández se siente arrebatado por aquel viento que sacudió a la patria y, «sangrando por trincheras y hospitales», se descubre a sí mismo de cuerpo entero: sus más hondas entrañas se iluminan y, por primera vez, el poeta y el hombre conquistan la alegría, una seria alegría:

Me alegré seriamente, lo mismo que el olivo.


En 1937 se edita su Viento del pueblo que, más que libro, es esto: viento, alud de versos épicos, arengas, gritos, dentelladas, cólera, ternura, llanto. Todo lo que temblaba o bullía a borbotones en el alma del pueblo. Todas aquellas profundas raíces se hacen fruto, luz y estallido en estos poemas que, más que suyos, son de su pueblo. En ellos, Hernández llora a los muertos anónimos, a Federico García Lorca; canta al niño yuntero, a la juventud, a los campesinos, a los hombres de la aceituna, el sudor de todos los trabajos... Son poesía de guerra y han sido escritos en el campo, en las trincheras... Miguel Hernández siente en carne y espíritu la tragedia de España. Se hace «ruiseñor de las desdichas» y canta con voz dolorida la desolación de la guerra:

Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos,

veo un bosque de ojos nunca enjutos,

avenidas de lágrimas y mantos:

y en torbellino de hojas y de vientos,

lutos tras otros lutos y otros lutos,

llantos tras otros llantos y otros llantos.


España se le convierte en dolor del espíritu y de los huesos y, al cantarla y al llorarla, empuña el corazón. Pero hay cosas bellas que también merecen su canto, cosas que no cantadas por los poetas burgueses: el sudor, por ejemplo, vuélvese en su poema elemento cósmico, árbol, luz, «áurea enredadera», «lento diluvio», «vestidura de oro», «adorno de las manos»:

En el mar halla el agua su paraíso ansiado

y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.

El sudor es un árbol desbordante y salado,

un voraz oleaje.

Llega desde la edad del mundo más remota

a ofrecer a la tierra su copa sacudida,

a sustentar la sed y la sal gota a gota,

a iluminar la vida.


Y hay seres que suplican un verso de ternura: Miguel Hernández sufre por ellos. He aquí su queja:

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.


Este libro, nacido en la guerra, representa, en el mundo poético de su autor, un cambio de rumbo o, mejor, una nueva profesión de fe: la de que el poeta viene de la tierra y pasa a través del pueblo para «conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas», según el mismo Hernández declaraba en el prólogo a esta obra.

Con este nuevo sentido de su misión como poeta y como hombre, publica, a fines de 1937, El labrador de más aire, «drama manchego en verso que, bajo forma clásica, presenta un trozo de vida popular, campesina, con sus luchas y afanes modernos». El drama arranca, desde luego, del popularismo lopesco, pero también de la vida del labrador español. El perfume de la canción labriega orea la acción dramática en la que, muchas veces, asoma el vigor poético, toda la reciedumbre, el ansia amorosa y la pena sorda del poeta oriolano. No imita el fuego de Lope, sino que echa fuera el propio. No copia el costumbrismo del «Fénix de los ingenios», sino que retrata el de su Orihuela natal. Le han legado una herencia, es verdad, pero él la asimila rápidamente y la reelabora.

Lenta y dolorosamente escribe un Cancionero y Romancero de ausencias, verdadero diario o confesiones de un alma en soledad. Son poemas breves, escritos en pocas palabras, sinceras, desnudas, enjutas. El dolor ha secado la imagen y la metáfora. Ni un rastro de leve retórica. Su dolor solo: el dolor del hombre: el sombrío horizonte de los presos. Canciones y romances lloran ausencias irremediables, el lecho, las ropas, una fotografía... La esposa y el hijo le arrancan las notas más intensas y entrañables. Ni un brillo en esta poesía requemada por el dolor, hecha ya desconsolada ceniza:

Cogedme, cogedme.

Dejadme, dejadme.

Fieras, hombres, sombras.

Soles, flores, mares.

Cogedme.

Dejadme.


Con estos poemas, Miguel Hernández se ha acercado al centro mismo de la vida y de la poesía.

Sus últimos versos extreman su patética desnudez y consuman la certeza de que «solo quien ama vuela», pero el poeta se sabe con las alas cortadas:

No volarás. No puedes volar, cuerpo que vagas

por estas galerías donde el aire es mi nudo...


Sigue cantando y llorando sin llanto, viril y entrecortadamente, a la esposa y al hijo. A este dedica las Nanas de la cebolla, que, acaso, son las más patéticas canciones de cuna de toda la poesía española y aun universal. Las compuso el poeta «a raíz de recibir una carta de su mujer, en la que le decía que no comía más que pan y cebolla»:

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla,

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

En la cuna del hambre

mi niño estaba.

Con sangre de cebolla

se amamantaba.

Pero tu sangre,

escarcha de azúcar,

cebolla y hambre.


Con estas nanas y con tremendos poemas como Ascensión de la escoba y Sepultura de la imaginación, el mundo poético de Miguel Hernández se cierra en Eterna sombra, sombra en la que el hombre y el poeta se sienten precipitados y, a la vez, alumbrados:

Solo la sombra. Sin astro. Sin cielo.

Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles

dentro del aire que no tiene vuelo,

dentro del árbol de los imposibles.


Pero la muerte, piadosa, liberará al poeta de esta sombra y le acogerá en la suya: joven, puro, descarnado, con los ojos abiertos.