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EL OBOLO DE CARONTE: ETNOGRAFIA Y LITERATURA (UNA TRADICION POPULAR Y SUS REFLEJOS EN BAUDELAIRE, STEVENSON Y BORGES).

PEDROSA, José Manuel

En una entrevista que publicó, el 12 de junio de 1999, el diario ABC, Carmen de Carlos, la sirvienta que durante muchos años atendió y cuidó de Jorge Luis Borges y de su madre, doña Leonor de Acevedo, describió de qué modo la anciana madre del escritor

murió a las 4:20 de la mañana. Él estaba dormido. Pensé que la señora roncaba y la incorporé. En ese momento sentí un ruido espantoso en su cuerpo. Los médicos dijeron luego que al morir se despegaba el organismo. Borges la agarró por los tobillos para estirarla y empezó a sacudirla en la cama, pero ya estaba muerta. Ese día fue el de mayor sufrimiento para él. Iba y venía llorando, se sujetaba a los barrotes de la cama y decía: "Madre, ya volví, estoy acá". Entre los dos la amortajamos y pusimos monedas en los ojos para que no quedasen abiertos(1).

Aunque el acto de colocar monedas sobre los ojos fuese interpretado por la sirvienta de Borges desde un punto de vista absolutamente práctico y funcional (según ella, habrían sido colocadas con el simple objeto de "que no quedasen abiertos" los ojos de doña Leonor), no se puede descartar que, en el código de valores y de hábitos rituales del escritor argentino, este curioso comportamiento tuviese otro sentido de mayor alcance simbólico y, sobre todo, de más profundas implicaciones y resonancias literarias que las que parecía tener presentes la criada.

Ciertamente, la posibilidad de que el acto de colocar monedas sobre los ojos del cadáver materno fuera un ritual funerario tradicional, que Borges podía conocer a través de las costumbres de sus contemporáneos, y, al mismo tiempo, un motivo literario que el escritor podía conocer a través de sus amplísimas lecturas, está avalado por numerosos datos.

En primer lugar, por la descripción de una práctica similar en La isla del tesoro del británico Robert Louis Stevenson, obra y autor hacia los que Jorge Luis Borges profesó durante toda su vida devota admiración: -Yo lo vi [a Flint] muerto con estos ojos -dijo Morgan-. Billy me hizo entrar con él. Allí estaba con dos monedas de un penique sobre sus ojos(2).

Otro autor que Borges conocía muy bien -aunque no tuviese un lugar en su catálogo de preferencias comparable al de Stevenson- fue el francés Charles Baudelaire, que introducía Don Juan aux Enfers (Don Juan en los infiernos), uno de los poemas más célebres de sus celebérrimas Fleurs du mal (Las flores del mal), con los siguientes versos:

Cuando bajó Don Juan a la onda subterránea, y cuando le hubo dado su óbolo a Caronte, un sombrío mendigo, airado como Antístenes, tomó con brazo fuerte y vengador los remos(3).

En cualquier caso, el acto de colocar monedas sobre los ojos, o sobre otras partes del cuerpo o de la indumentaria de un cadáver, no puede ser considerado como un simple y descontextualizado motivo literario exclusivo de Borges, de Stevenson o de Baudelaire, sino como una costumbre funeraria de vieja y arraigadísima -casi universal- difusión, que ninguno de los tres escritores tuvo necesidad de conocer a través de su reflejo en los libros -aunque sobre todo para Borges ello pudo constituir una influencia más o menos consciente a la hora de su puesta en práctica-, sino de las costumbres y de las creencias más arraigadas dentro de las respectivas comunidades en cuyo seno vivieron ambos escritores.

Es sabido, en efecto, que en la moderna geografía tradicional de Hispanoamerica se halla documentada la costumbre de depositar monedas en los féretros de los muertos. En la Argentina rural quedan todavía ecos de la costumbre:

Yo sí he escuchado contar a veces de muertos enterrados con monedas que se colocan en el interior de sus cajas y que se entierran con ellos(4).

De este modo ha sido descrita la práctica del mismo ritual en Chile:

Dentro del ataúd, se coloca una varillita, un pañuelo y una moneda. La varilla es para defenderse de los perros rabiosos; el pañuelo para las escenas tristes; y la moneda para pagar los pecados(5).

En la misma tradición chilena se han podido documentar creencias y prácticas tan curiosas e híbridas -puesto que comparten ingredientes hispánicos e ingredientes indígenas mapuches- como las siguientes:

Unas viejas antepasadas, Trempulcahue, transformadas en ballenas, llevan las almas de los muertos hacia la puesta del sol, cobrando otras ancianas el pasaje, pago que se efectúa mediante llancas sepultadas con el cadáver. El sitio de este recogimiento se llama ngullchenmaihue, lugar accidental de reunión para la gente, y se halla en la Isla Mocha.

Una vieja bruja, en forma de ballena, se lleva al difunto a mejor vida, no sin pagar un derecho de peaje en unos trechos muy angostos que otra vieja bruja guarda celosamente, pronta a sacarle un ojo al que no pague el precio fijado. Y al llegar al cielo, los maridos tienen el mismo número de mujeres que tenían en la tierra, pero no procrean hijos porque todo allí es espiritual( 6) .

Que este tipo de ritos funerarios hunden -al menos parcialmente- sus raíces en la tradición ibérica, lo demuestra el hecho de que se hayan documentado ampliamente en la España del siglo XX, como demuestran los siguientes textos navarro y andaluz, respectivamente:

En Artaza, un hombre llamado Abrahán García, que murió hace unos treinta años, pedía que cuando muriera le pusieran un duro (una moneda de cinco pesetas) en la mano (informa Emilio Redondo que en el cementerio de Artaza han aparecido algunas monedas) .

Un puñado de tierra echaban a la fosa los más allegados. También un puñado de perras ("para pagar el viaje"). Al sepulturero se le daba dinero(7).

Pero la antigüedad y la difusión de este rito funerario van mucho más allá, sin duda, de la Hispanoamérica o de la Europa que conocieron Borges, Baudelaire o Stevenson. Son abundantísimas, por ejemplo, las fuentes literarias grecolatinas que describen cómo Caronte, el tenebroso barquero que conducía en su fúnebre barca las almas de los muertos hasta el reino del más allá, solicitaba a cada pasajero este tipo de peaje monetario. Así es cómo, en el siglo II d.C, describió el latino Apuleyo -no sin cierta carga de ironía y de escepticismo- la conveniencia de que los muertos fuesen enterrados con las monedas necesarias para costear el fúnebre trayecto:

Llegarás al río de la muerte, a cuyo frente está Caronte; éste empieza por reclamar el importe del viaje, y, sin más requisitos, transporta a los viajeros a la orilla opuesta en su barca de cuero cosido. Es decir, hasta entre los muertos sigue en vida la avaricia, y Caronte, el poderoso y divino recaudador de Plutón, no hace nada gratis; el pobre, al morir, debe proveerse del importe de su viaje, y si casualmente no va por delante la moneda en la mano, no se le permite exhalar el último suspiro. A ese viejo asqueroso has de darle, a título de peaje, una de tus dos monedas(9).

Pero aunque sea Caronte el personaje mítico al que más se ha asociado, en la tradición occidental heredera de la grecolatina, la costumbre de depositar monedas sobre los cuerpos o en los féretros de los muertos, este ritual debe tener, sin duda, raíces mucho más antiguas y extendidas.

Lo ejemplifica, por ejemplo, la evidencia de que este rito funerario no es exclusivo de la tradición europea ni de la occidental, ya que sabemos que

una costumbre ampliamente difundida en China y en el Japón es la de colocar moneda acuñada o papel moneda, o imitaciones de papel moneda, en las tumbas. Estas monedas, denominadas "el derecho del pasaje", están destinadas a que el muerto pueda pagar al Caronte de la creencia china(10).

En otra tradición tan alejada y exótica como la de Madagascar, han sobrevivido hasta hoy ritos y creencias parecidos, lo que avala, una vez más, la difusión prácticamente universal de esta práctica funeraria:

En nuestro pueblo, los familiares ponen monedas entre las manos del difunto o en los bolsillos de sus vestidos, o directamente entre los pliegues de sus vestidos(11).

En la tradición de los chuetas (judeo-conversos) de Mallorca se halla también documentada una costumbre similar:

Cuando tenía lugar una muerte entre ellos, ponían el cadáver con la cara hacia la pared, lo lavaban con agua caliente, lo vestían con un nuevo sudario, metían monedas en su boca, y vaciaban todo el agua que hubiese dentro de las jarras -todo ello en observancia de la ley mosaica- .

También en la Alemania romántica, los hermanos Jakob y Wilhelm Grimm -tan leídos y admirados, igualmente, por Borges- documentaron una leyenda acerca de la mágica planta de la mandrágora y su relación con los cadáveres que muestra coincidencias innegables con el resto de las creencias que estamos analizando:

Cuando muere el propietario de una mandrágora, la hereda el hijo más joven, pero tiene que ponerle a su padre en el ataúd un trozo de pan y una moneda, y hacer enterrar estas cosas con él. Si el heredero muere antes que su padre, le corresponde al hijo mayor, pero entonces es el más joven el que ha de se enterrado con el pan y con la moneda .

De todos estos datos y de todos estos textos podemos deducir que, en un momento tan dramático y tan determinante en la vida de Jorge Luis Borges como fue el de la despedida final de su anciana madre, con la que a lo largo de tantos años convivió, el escritor se mantuvo fiel a determinados ritos consuetudinarios, bien conocidos seguramente por él, de preparación de los cadáveres, y al inmenso caudal de conocimientos literarios y culturales -de su propia tradición y de muchas otras tradiciones- que su memoria atesoraba.

Las monedas que acompañaron a su madre al otro mundo fueron el último y más adecuado don que un hombre y un intelectual tan apegado a sus propias raíces y tan conocedor de las raíces culturales de los demás como fue Jorge Luis Borges pudo entregar, en el momento de la muerte, a la persona que muchos años antes le había dado la vida.

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NOTAS:

(1). ABC CULTURAL, 12 de junio de 1999, p.10.

(2). ROBERT L. STEVENSON, La isla del Tesoro, ed. J. Ma Álvarez, Barcelona, Círculo de Lectores, 1994, p. 240.

(3). CHARLES BAUDELAIRE, Las Flores del Mal, ed, A. Verjat y L. Martínez de Merlo (Madrid: Cátedra, reed. 2000) p. 125.

(4). El informante fue Pedro Zeinsteger, nacido en Resistencia (Argentina) en 1971 y entrevistado por mí en Madrid el 24 de febrero de 2002.

(5). ORESTE PLATH, Folclor religioso chileno, Santiago de Chile, Grijalbo, reed. 1998, p.28.

(6). ORESTE PLATH, Geografía del mito y la leyenda chilenos, Santiago, Nascimiento, 1973, pp. 332-333.

(7). LUCIANO LAPUENTE MARTÍNEZ, “Estudio etnográfico de Améscoa (Tercera Parte)”, Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra IV/11 (1972) pp. 123-165, p. 137.

(8). JULIO CARO BAROJA, “Notas de viaje por Andalucía”, en De etnología andaluza, ed. A. Carreira (Málaga: Diputación Provincial, 1993) pp. 21-232, p. 226.

(9). APULEYO, El asno de oro, ed. L. Rubio Fernández (Madrid: Gredos, 1978) VI:18, p.182.

(10). ARTURO CASTIGLIONI, Encantamiento y Magia, trad. G; Pérez Enciso (México: Fondo de Cultura Económica, reed. 1987) p. 127.

(11).HARINIRINJAHANA RABARIJAONA, “Los preparativos para el entierro”, Narrativas orales malgache e hispánicas: convergencias, divergencias y estudio comparativo, tesis doctoral (Alcalá de Henares, Universidad, 2000) núm. 202.

(12). BARUCH BRAUNSTEIN, The Chuetas of Majorca: conversos and the Inquisition of Majorca (Scottdale, Pa., Mennonite Publishing House, 1936) p. 57. Vease además SEYMOUR B. LIEBMAN, “Religión y costumbres judías entre los marranos del nuevo mundo colonial”, Sefárdica 5 (mayo 1986) pp. 41-64, p.56.

(13). JAKOB Y WILHEM GRIMM, la mujer del musgo y otras leyendas alemanas, ed. B. Almeida y J. M. Pedrosa (Oiartzun; Sendoa, 2000) núm. 83.