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El peñón de las doncellas

Jesús Pando y Valle

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

I

Acaba de amanecer: ya la playa está llena de pescadores que se preparan a salir al mar: por los cruceros que dan al embarcadero llegan cargados de redes y otros avíos1 para sorprender a los moradores del reino de Neptuno en sus guaridas. La salida del sol deslumbra. ¡Qué hermosísimo es el espectáculo del amanecer en el mar!

El astro del día aparece por el Oriente presentándose a nuestros ojos de gran tamaño; la aureola rojiza que le rodea parece la inmensa puerta del cielo por donde habrán de entrar los elegidos de Dios; en las azules aguas se refleja el sol retratándose en las mismas, y —28— el cabrilleo de las olas, que se levantan majestuosamente, parece delicado adorno de plata con que el Creador engalana el mar para saludar al sol; no se escucha en la ribera más que las voces que acompasadamente dan los marineros para echar al agua sus embarcaciones, y de cuando en cuando se percibe en lo más alto del puerto el canto de algún gallo madrugador que saluda el alba.

Encantador espectáculo se presenta ante mis ojos; percibo no sé qué sensación que embarga el ánimo; parece que el llanto y la risa quieren a un mismo tiempo asomar a mis ojos. ¡El contraste de la vida! Ante la majestad de los mares y del sol, que al amanecer parecen darse un ósculo de amor, el hombre se siente empequeñecido; el que dominó las fieras, el que ha puesto diques a ese mismo mar que admira, el que ha sorprendido los secretos de esa brillantísima luz del sol que ofusca; el que se llama la criatura más perfecta del universo, siente que sus fuerzas flaquean —29— y que el alma absorta se levanta involuntariamente al Creador, más grande que todo.

II

Ya están a flote todas las lanchas; ¡a la mar, a la mar, gritan diversas voces, a la mar todos!.... y una, muy cercana mí, dice: ¡a la mar con nosotros, señor, venga y verá cuánto se divierte!

Dudé un momento, tenía algo de miedo, pero al fin me convencieron y me embarqué en la Gaviota, ligera lancha que tripulaban ocho jóvenes, mandados por un inteligente marinero que defendiera la bandera española en las aguas del Callao y cuyo abuelo acompañara a Churruca y a Gravina en el sangriento combate de Trafalgar2. Había entre los tripulantes uno a quien sus compañeros llamaban el Poeta, joven, alto, moreno, de mirada inteligente y expresiva y de un aire particular que hacía fijar en él la atención. —30—

Ya yo le conocía y él a mí, y sabía lo mucho que me agradaba conocer las historias que en la costa ocurrieran y llamaban la atención; cuando pasábamos por algún punto donde se veían o un castillo arruinado sobre la montaña que a lo lejos se percibía, o una alta cruz sobre gigantesca peña que salía hacia el mar, o algún banco de arena o escollo que parecía cercano, él me lo hacía notar y relataba en estilo sencillo lo que en unos y otros puntos había pasado.

III

Soplaba fresco Nordeste; la barca caminaba ligera a favor de la vela; a nuestro paso parecía que las olas se separaban, y en pos de la embarcación se dibujaba una larga estela a la cual los rayos del sol daban un aspecto precioso; parecía inmensa cinta de brillantes destinada a engalanar a la más célebre de las hijas del Océano, a Thetis3, la encantadora Nereide, y a —31— Lysia y a Parthenope, sirenas las más bellas cuya dulce y fascinadora voz aun parece que atrae a los navegantes en las ásperas rocas de Sicilia4.

Ya el sol se levantaba sobre las montañas de la costa, y el puerto de que nos íbamos separando se veía a lo lejos como un bando de blancas gaviotas que descansan en la ribera; no se oía más que el ruido del viento en la vela, el choque de las olas contra la embarcación y de cuando en cuando el chirrido del timón... al girar sobre sus goznes.

-Hemos llegado -dijeron los marineros-; aquí deben estar los peces; y lanzados los aparatos no se dejaron esperar mucho los atunes, que corrían tras de nuestra lancha engañados por la escobilla de ramas de maíz que al extremo del cordel y cerca del anzuelo había.

-Aquí está uno -exclama alegre un marinero-; otro aquí, y otro... y otro... ten fuerte, muchacho -decía el patrón al más joven de los tripulantes.

Y todos entretenidos, y yo más que todos, caminamos hasta avistar una enorme —32— peña en medio del mar sobre la que chillaban los cuervos marinos, las garzas y otras aves que acechaban los pececillos que sallaban al rededor.

-Cambio de rumbo, patrón, que está cerca la peña de las Doncellas -dijo el Poeta, y en el instante fue obedecido.

Cuando esta voz se dió ya el agua había mojado nuestras rodillas y como estábamos bastante afuera, se decidió volver al puerto. Al hacerlo, el Poeta se acercó a mí y me dijo:

-Ese escollo sí que tiene historia, señor; ese sí que merece que usted se acuerde de él en algún libro o periódico.

-Es cierto -exclamaron todos los marineros a una voz-: ese peñón encantado dicen que es donde la sirena se sienta una vez cada año.

-Pues cuéntame, que te prometo tener presente tu encargo.

Y dijo el simpático mozo lo que yo en mi lenguaje voy a relatar:

-Cuenta la tradición que allí, sobre aquella elevada peña, que parece desafiar la —33— bravura de los mares, apareció hace algunos cientos de años una esplendorosa nube de subido color carmín, que pudieron admirar los marinos durante algunos días; a aquel fenómeno, tanto más raro cuanto menos previsto, sucedió por algún tiempo celeste melodía que atraía los navegantes, y hasta a los mismos peces y aves marinas parecían admirar el peñón; nadie se atrevía a aproximarse, temerosos, no solo del peligro que cualquiera embarcación corría sino por el respeto natural que todo lo grande ofrece. No bien por un instante cesaba la música, cuando se aparecían sobre la peña multitud de encantadoras mujeres envueltas en flotantes y rojas túnicas salpicadas de brillantes estrellas, y danzaban alegremente al compás de la música, que de nuevo se percibía, sin que fueran visibles los instrumentos. Las flotantes y doradas cabelleras estaban recogidas con rosas, cubiertas siempre con gotas cristalinas que el sol hacía más fulgentes; su pie descalzo pero tan —34— blanco como la misma nieve, apenas tocaba la dura roca, y sus ojos azules, más azules que el mar, más azules que el cielo en un día sereno, parecían despedir rayos luminosos de amor. Si el Océano se embravece, si las olas saltan y cubren el peñón, ellas se arrojan al mar y flotan, y corren y se elevan y desaparecen al impulso del viento.

No pocos intentaron descubrir el misterio, pero todos se volvían antes de llegar.

Uno solo, un joven arrogante, inteligente y hermoso, se decidió a arrostrar el peligro.

Salió a la vela en una mañana en que el mar estaba tranquilo, se cubrió de reliquias, oró antes de partir, y llegó cuando las sirenas, que así se las llamaba, danzaban y cantaban alegres. Tras el intrépido Félix todos los botes y lanchas del puerto salieron, y le vieron acercarse y llegar basta la peña. Apenas puso el pie encima cuando el canto se trocó en horrorosa algarabía —35— gritos alaridos terribles y espantosas carcajadas era lo que entonces se percibía. Las sirenas se convirtieron en monstruos de terrible aspecto, por cuyos ojos y boca salían llamas rojizas. Entre la multitud que saltaba, corría, se hundía en el mar, volvía a aparecer, se veía envuelto por una blanquísima aureola al joven marinero, de rodillas, elevando al cielo sus manos. Todos sus compañeros quisieron aproximarse, pero en vano; un subido olor a azufre quemado les impedía la respiración y tenían que volverse.

De pronto se levanta el intrépido Félix y eleva al cielo en su diestra una cruz que llevaba colgada al pecho, y entre truenos, rayos, centellas y agitación asombrosa de las aguas, se hundieron para siempre las sirenas, que no eran otra cosa que genios maléficos que atraían allí a los hombres para hacerles perecer sin pensar en Dios.

El joven estaba sin barca; el choque de las olas contra la peña la había deshecho; —35— pero empezó a caminar por encima del mar sin dificultad alguna y llegó a donde sus hermanos estaban, dejando sobre el peñón la cruz, cuya marca aún hoy parece que se conserva.

La fe con que aquel hombre acometió su empresa fue lo que le salvó.

En cuanto a las sirenas, quedaron convertidas en peces de color de fuego, que aún hoy se llaman Doncellas y Julias5, las cuales rodean la peña.

Había terminado el poeta su relación cuando el peñasco objeto de ella se perdía en el horizonte, donde lambien el sol se ocultaba. Era ya el crepúsculo vespertino, y llegamos al puerto, donde la gente ansiosa nos aguardaba.

FUENTE

Pando y Valle, Jesús, Cuentos y leyendas, Barcelona, Sucesores de Ramírez, 1880. Habana, La Propaganda Literaria, O'Reilly, pp. 28-35.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.