Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

El poeta de las memorias

Ricardo Gullón





  —415→  

Enrique Gil es uno de los poetas románticos de voz más delicada y melancólica. Vivió poco, y durante su breve existencia soñó tan a menudo con la muerte que al verla llegar debió parecerle que se acercaba un paso familiar largo tiempo esperado1.

Allá por el año cuarenta del pasado siglo tuvo Gil y Carrasco sus veinticinco. En esa época publica sus poesías más significativas, mantiene amistad con el tempestuoso Espronceda y más o menos se deja arrebatar por el torbellino romántico, entonces en plena fuerza. Había en su alma un fondo último de inigualada bondad que le permitió alcanzar en plena juventud una serenidad de juicio y de pensamiento que le sobrepuso un tanto a los embates de la hora. Frente a los hombres de nuestro «Sturm und Drang», Enrique Gil es hombre de reposo, apacible, más amigo de dar a cada uno lo suyo que de entregarse a rotundas afirmaciones y negaciones.

Pues Gil es hombre que no aventura una opinión discutible sin el contrapeso de alguna salvedad que implique reconocimiento de autoridad, cuyo criterio concede sea estimado decisivo sobre el suyo. Sus   —416→   artículos de crítica si no geniales, son, al menos, denotadores de una certera visión de las obras que examina, y la sencillez con que se produce es, probablemente, la consecuencia de aquel hábito de sentir que no podía permitirle asomos de pedantería, petulancia ni doctrinarismo.

Quiere decirse que nuestro poeta fue un romántico en su poesía; pero sólo hasta cierto punto en su vida. Esta resultó demasiado dura y ha sido vana pretensión la de inventarle una muerte romántica. No murió en duelo Enrique Gil, sino vencido por la enfermedad que años atrás venía quebrantándole. Su juventud había sido difícil: tras estudiar en Ponferrada, Astorga y Valladolid, llegó a la Corte en 1833, a los dieciocho años. Impecune, recibiendo de su casa escasos auxilios, aún vio, años más tarde, cómo se agravaba la situación al fallecer, repentinamente, su padre, de quien le venían aquéllos. En 1839, por vez primera, le ronda la muerte, y antes que la sangre le anunciara el peligro, un presentimiento le había hecho escribir:


Vengo a buscar mi huesa solitaria
para dormir tranquilo junto a ti.



La literatura es, pues, para Gil y Carrasco una necesidad. Su alma de poeta le empuja hacia la poesía; por otra parte, ha de vivir. «Gil escribió porque su espíritu y su cuerpo necesitaban alimentarse: el uno, con bellezas, y el otro, con pan» -dice su biógrafo José María Goy-. Pero siempre su pluma se mantiene limpia, su espíritu no cede y hasta a su mejor amigo, al admirado Espronceda, no duda en hacerle los reparos que en conciencia estima procedentes.

Vive Gil de la literatura, si ello es vivir, y en las revistas y periódicos de la época van quedando, desparramadas, las mejores producciones suyas, desde su primera poesía «La gota de rocío» hasta los postreros trabajos. No son muchos, y si a ellos hubo de limitarse para subsistir, y aun ayudar a su familia, malos años serían aquellos, por más que contara con la protección de González Bravo y la amistad de casi todos los ingenios de la época. La muerte de Espronceda, en 1842, resonó duramente en su corazón de amigo, robusteciendo su dolor esa tristeza que con palabra sencilla y pureza de sentimiento ya tenía registrada en sus versos desde 1840:

  —417→  

Pasó mi infancia muy triste;
más pasa mi juventud:
que entonces tú me acogiste,
y hoy mi ventura consiste
en la paz del ataúd.



Versos donde suena el eco de aquellos otros que más arriba hemos copiado, y que volverán a aparecer a lo largo de la obra poética de Gil como un doloroso leitmotiv de su lírica. Así que su dolor es siempre sobremanera auténtico, expresión de su vida enferma, resignada y humilde, que no producto de la moda, fantástico y supuesto. Calaba su tristeza desde el trasfondo de su alma, y al brotar hacíalo resignadamente, al modo con que desde Séneca han sabido sufrir los españoles. No hay angustia en la tristeza de Enrique Gil, sino aceptación del destino. El suyo no es el dolor de otros románticos contemporáneos, de aquél, por ejemplo, que hacía gritar a Gabriel García Tassara.


[...] Este que llevo
siempre en el corazón dolor sombrío,
amargo cáliz que en mis noches bebo,
nube que empaña el horizonte mío.



antes al contrario es sencillo, es el dolor de cada día, el sufrimiento que se va agolpando a lo largo de muchos meses, y que va adentrándose hasta que el hombre se identifica con él de tal manera que se confundan y hagan uno la vida y la pasión vivida. Quizá por eso la expresión es después más sencilla, sin las imprecaciones de un Espronceda o de un Miguel de los Santos -sin su vigor tampoco, es cierto-, desprovista de grandilocuencia, como desarrollo que es de un sufrimiento que se estima natural y que, por lo tanto, no obliga a estridentes declamaciones, a ese desenfrenado gesticular a que se entregan sus amigos.

Ni amargura ni sentimiento alguno sobrecogedor. La muerte es tan sencilla que no vale la pena de abultarla demasiado; es, también, ya lo anotamos, una imagen familiar. No se perciben en Gil y Carrasco elementos demoníacos, ni desesperación, ni desenfreno, apenas una queja por la fugacidad de los goces, una ideal melancolía por la primavera que no veremos tornar. En esto, a quien más se parece es a   —418→   Gustavo Adolfo Bécquer. Tiene, como él, una resignación angélica, un delicado contraluz de luna y sueño que en el siglo pasado sólo por excepción se encuentra. Un difícil equilibrio conseguido a puro entregar la vida a una quimera de muerte anticipada, a saberse vivos y sentirse muertos, forjando el hábito de pensar el mundo sin su presencia, la belleza eterna y lo efímero de su estar en ella.

Se ha dicho que la vida es un camino. Harto lo sabe el poeta, y cuando canta en sus versos palpita el son de una tal vez olvidada melodía. Eso es lo importante: que en las palabras perdure el eco de la sabiduría antigua, de ese saber elemental que los poetas se transmiten misteriosamente y que hace que ellos sepan más que el común de los humanos sobre los temas fundamentales de la existencia: la muerte, el amor, los dos manantiales de toda poesía como de toda pasión.

Esta sabiduría engendra en el poeta angustia, un sentimiento de ser incompleto que naturalmente produce la melancolía, porque como escribió Kierkegaard: «es la angustia el vértigo de la libertad». Y aún más: «en este vértigo cae la libertad al suelo». Y el hombre se halla encadenado a su destino de tal modo que frente a esta sujeción poco importan las restantes.

Para entender a Enrique Gil parece significativo que nos planteemos con él esta cuestión: «¿Sobrepujarán nunca en aroma y en dulzura, frutas maduradas en el invernáculo del cerebro a las que sazona y perfuma el sol del corazón y el rocío del amor y de la caridad?». Tal vez nuestra respuesta no fuera exactamente la del romántico; pero a ella habremos de remitirnos, pues nos parece cabal expresión de un temperamento, y porque, en el fondo, salvando distingos menores, nuestro corazón le da su conformidad. Responde Gil: «Para nosotros, cualesquiera que sean las modificaciones que sufran las ideas con las fluctuaciones o revueltas de los tiempos, siempre merecerán más respeto los sentimientos que los sistemas, y siempre tendremos en más los principios y los vuelos del corazón que los intereses y los cálculos fríos del en entendimiento». No sin distingos, subrayo, puede aceptarse esta tesis; pero es lógico que un corazón joven, en la primera mitad del siglo XIX, sintiera antes el peso de su propia sangre que «los intereses y los cálculos fríos», que desdeñosamente rechaza. Pues este es un impulso de pura raigambre romántica: el de la primacía del sentimiento; y de ahí a condenar todo aprecio de la razón el trecho no es demasiado largo.

  —419→  

Atenta a los «vuelos del corazón» la poesía se nutre casi exclusivamente de los gérmenes que existen en el alma del creador, y tal sea ésta, así serán sus versos. Quizá aportarán un eco triunfal, amenazante y ostentoso. Tal otra vez serán destellos de una pasión incandescente. En el poeta leonés, su aroma es dulce y no excesivo, como el de esa delicada y fugaz violeta que ha pasado a ser, para muchos, la representación ideal de su poesía, y aun de su personalidad. Nunca él blasonará con aquel estridente «ya ni en la haz de los sepulcros creo», porque creía en ella, y sus ideas sobre la muerte, aquella su dulzura, le hacía soñar con que después de morir alguien velaría orilla de su tumba. Pues si es cierto que como en un profético vislumbre de su descanso en tierra extranjera, escribía:


Yo no tengo una madre ni una esposa
que vengan a llorar en mi ataúd,
ni quien escriba en la extranjera losa
las penas de mi amarga juventud.



poco después de esta lamentación cantaba con la esperanza última del poeta, que con tal de guardar ésta se resolvería a perder todas las restantes:


Quizá al pasar la virgen de los valles,
enamorada y rica en juventud,
por las umbrosas y desiertas calles
do yacerá escondido mi ataúd,
irá a cortar la humilde violeta
y la pondrá en su seno con dolor;
y llorando dirá: «¡pobre poeta
ya está callada el arpa del amor!».



En la exclamación «¡pobre poeta!», que es un lamento por la vida perdida, se descubre la angustia del artista, su suavísima tristeza por lo irremediable, y el delicado sentimiento del que, pese a ello, espera el seguro florecer de su tumba y las manos piadosas que a ella se acerquen. Es poco frecuente que sea para arrancar una flor, pues suele pensarse que las manos que llegan a los sepulcros han de hacerlo para   —420→   llevar a ellos las flores; pero eso mismo le da mayor carácter y belleza a la expresión.

Tenemos, pues, la delicadeza como la primera y más firme prenda de los versos de Gil y Carrasco. También una desesperanza que nada tiene de desesperada, sino que está producida por la convicción de que ha de cantar «el encanto que se pierde», de que todo en el mundo es fugaz como «la felice primavera» y que por lo tanto vale más dejarla volar sin que la acompañe un suspiro, «sin que furtiva lágrima siquiera -la palidez de mi semblante bañe».

Si Enrique Gil hubiera escrito sus Confesiones no sé si habríamos tenido las de un hijo del siglo; pero estoy seguro de que hubiera dejado una sincera muestra de cómo podía palpitar en aquella hora un joven corazón incapaz de adobar y desfigurar sus impresiones. En el delicioso bosquejo que forma su Diario de viaje (y que, incomprensiblemente permanece semi-inédito, ignorado, entre las páginas del volumen de sus obras en prosa), destaca la sencillez con que se cuentan las cosas. Gil va enfermo, cansado; pero contra lo que sería de esperar no hay retórica a propósito de la enfermedad. Una noche, que debió ser terrible, se despacha en dos líneas. Sin bambalinas ni tintes sombríos, ¡cuánto cargado dramatismo envuelto en la mesura de aquellas palabras! Palabras de hombre que tiene el pudor de su enfermedad, que no gusta de exhibir lacras.

Y tras esto, uno se pregunta: ¿es así el romántico? La habitual sagacidad de Menéndez y Pelayo nos va a proporcionar la respuesta. Decía D. Marcelino que en el romanticismo español había que distinguir el subjetivo, que le parece personificado en Espronceda, de aquel otro romanticismo histórico que encabeza el duque de Rivas. En el primero incluiremos a los hombres que son románticos por natural predisposición, y en el segundo grupo deben ser filiados quienes lo son en cuanto pertenecen al momento de exaltación romántica, y que por lo tanto no han podido sustraerse a él, e incluso lo han determinado. Citaremos el caso de Víctor Hugo, que puede ser ejemplo en todo aspecto.

Seguramente Enrique Gil nada tiene que hacer al lado de los atormentados Manfredos y Caínes que iban precediéndole. Ya vamos viendo que sus imágenes carecen de aquella robustez y tono apocalíptico que tenían los primeros. La fuerza del ambiente pesa mucho: los antepasados de Byron le legaron a éste sus excentricidades (aquel abuelo   —421→   del que cuenta Baudelaire que se arruinó para que no le heredara su hijo, culpable de haberse casado sin su permiso, y que antes de arruinarse había matado a su cochero porque un día no condujo el carruaje a su gusto, después de dar muerte también a un amigo en duelo por una disputa iniciada entre criados), en tanto que los antepasados de Gil eran viejos castellanos de la serena meseta soriana, y él recibió una formación a la española en severos centros bercianos y en ese Seminario de Astorga, cuyos claustros recordaba con melancolía cuando, ya escritor, corría la provincia leonesa. No podía, pues, existir gran afinidad de sentimientos entre este muchacho de la clase media española, que es el reducto donde mejor se guardan las tradiciones, estudiante en Valladolid y en Madrid, hijo preocupado desde joven por ayudar a la madre viuda que sigue en su provincia, y hombres como Lord Byron.

No es posible prescindir, al estudiar a Enrique Gil, de los antecedentes históricos y de las corrientes de pensamiento que agitaban por entonces a Europa y conmovían las almas de los poetas que por su propia sensibilidad se encontraban entre las más receptivas y aptas para el contagio de las ideas renovadoras. Pero tampoco se puede desdeñar el valor de la educación, de las influencias familiares, de esos factores que en todas partes pesan tanto, pero en España tal vez más que en otra alguna. Y en el caso de Gil nos parece evidente que predominaron sobre las demás, como se comprueba no ya en sus prosas, en sus comentarios transidos del respeto y la modestia, imbuidos en la infancia y juventud, sino en sus poesías mismas, en «El Cisne», en «La niebla», y en el «Cautivo», que sueña, como es usual en el poeta, con la muerte y más allá, con la mar que le separa de la patria, confiando que:


sus olas vendrán mi sepultura
de espumas y de limo a coronar.



con ese perenne pensamiento de tras-muerte que siempre se da de alta en los versos de Enrique Gil.

Y pese a todo esto, y a que de vez en cuando suena en los versos de Gil la palabra lúgubre, nada de tal tiene su poesía. Son la melancolía, el ensueño y la nostalgia cargados de gravedad las que dan riqueza y acento a su arte. Si el candor fuera una virtud lírica, un empuje   —422→   eficiente al arrebato poético, no cabe duda que los versos de Gil hubieran ganado en nuestra estimación, mas no siendo así, tal característica no habrá de serle contada como valor al poeta.

Tenemos una curiosa página autobiográfica que va a esclarecernos algunos extremos del sentimiento y la vida del artista. Se trata de un apunte titulado El anochecer en San Antonio de la Florida, del que dicen los primeros editores de Gil que su interés lo alcanza principalmente porque «compendia con fidelidad una parte de la vida del autor». El poeta se retrata como un joven de veintidós años, «nacido a las orillas de un río que lleva arenas de oro y que llevó con ellas su niñez y los primeros años de su juventud». Así se alude al Sil, río leonés de leyendas y de paisaje tierno y apacible. Después se describe físicamente: «Su vestido era sencillo, rubia su cabellera, azules sus apagados ojos, y en su despejada frente se notaba una ligera tinte de melancolía, al parecer habitual». Melancolía habitual, y un poco después, va a referirse a «sus amortiguados ojos». No tanto que no fueran capaces de lanzar «relámpagos» cuando la ocasión se ofrecía para ello. La tibieza del atardecer en la pradera, aquella brisa «que tal vez se había levantado entre las olorosas praderas de su país», dícese «que le traía las caricias de su madre, las puras alegrías del hogar doméstico, los primeros suspiros del amor, los paseos a la luz de la luna con su mejor amigo».

Se me antoja que en estas breves líneas tenemos el mejor apoyo para contrastar la impresión que los versos de Enrique Gil habían producido en nosotros. He aquí su mundo: a los veintidós años vive ya en el recuerdo, en la añoranza de los bienes perdidos, y ese atardecer estival no le encuentra presente sino in corpore, porque su espíritu se reparte en la nostalgia de los amores lejanos: el de la madre, el del fiel amigo, el de una novia, acaso más que real, imaginada. Gusta de tenderse en soledad y disparar su espíritu hacia el pasado, hacia el breve ayer.

Seguimos leyendo: «Aquel mancebo había nacido con un alma cándida y sencilla, con un corazón amante y crédulo, y la pacífica vida de sus primeros años junto con la ternura de su madre, habían desenvuelto hasta el más subido punto estas disposiciones». El recuerdo de esos primeros años, de sus verdes campos bercianos, nunca le abandonará, y cuando, pasado el tiempo, se encuentre viajando por Europa,   —423→   por encima de los monumentos y de los paisajes que van deleitándole, su recuerdo se lanza siempre hasta los días de infancia, perenne el culto de sus purísimos amores. Vemos, pues, que el alma de Gil es, como él lo dice, «cándida y sencilla», con una especial tensión que le vuelve hacia el recuerdo; por eso su poesía habrá de ser saudosa temperamentalmente. Es lo que ahora alguien llamaría, con horrenda palabreja, un introvertido.

«La libertad, la religión, el amor, todo lo que los hombres sienten como desinteresado y sublime se anidaba en su alma, como pudiera en una flor solitaria y virgen nacida en los vergeles del paraíso». Ternura hacia sí mismo, también altiva proclamación del hombre bueno que exhibe sus ideales. Y todo ello, no concreto y definido, sino envuelto en la bruma de la época, en la que le ponía a todas las cosas su corazón de soñador, más amigo de quimeras que de precisiones. Así: «su amor, hasta entonces, era como el vapor de la mañana: una pasión errante y apacible que flotaba en los rayos de la luna, se embarcaba en las espumas de los ríos o se desvanecía entre los aromas de las flores silvestres». Es posible que Gil, como tantos otros, gozara del amor en abstracto, sin necesidad de fijarlo en mujer alguna, porque en su obra no se encuentran las huellas que forzosamente habría dejado una pasión en alma tan apegada a sus afectos, y que con tanta insistencia dejó muestras de los que desde niño le ganaron. Tal vez la enfermedad, obligándole desde muy joven a hacer una vida retraída, le apartó de las coyunturas en que hubiese podido germinar. Vagamente habla de «un ángel», de «una doncella de ojos negros», que es justamente la inspiradora de «los primeros suspiros de amor», a los que antes se refiriera, quizá de un idilio juvenil, puesto que sabemos que «sus corazones volaron al encuentro; se convirtieron en una sustancia aérea y luminosa, confundiendo sus recíprocos fulgores». Es de creer que «el viento de la amargura», que de tan real manera se desencadenó sobre la familia de Gil, acabara en flor con este esperanzador idilio. El poeta era, por entonces, un niño de dieciséis años, y si del episodio quedó recuerdo, no fue éste suficiente para llenar su corazón.

Esta niña de sus amores de adolescente no tardó en morir, como murieron el padre y el amigo, y así la vida de Gil pasa en la Corte «olvidada y solitaria, perdida entre los sucesos y los hombres». No es   —424→   extraño, pues, que el joven Enrique se dedicara a recordar aquel pasado que tan bello aparecía en sus recuerdos, y que por tal senda diera en ser, como él mismo dice, «el poeta de las memorias».

En la breve y lírica autobiografía, el escritor rige y gobierna el estilo de su prosa, que tiene un gusto retórico y sabroso. La autocompasión de Gil se trasluce en el «¡pobre poeta!», que aquí también se le escapa involuntariamente cuando dice, copiando los versos de su despedida a la niña amada:


¡Pobre Ricardo!, el ángel de la vida.
¿Por qué extendió sus alas sobre ti?
¿Por qué tiñó tu juventud perdida
con el suave color del alhelí?



y añade en prosa: «mi vida se ha pasado siempre sola, como un sepulcro en medio de los campos, y tu memoria era la única que la acompañaba».

Pero hay demasiada resignación y conformidad en el amor perdido para que pueda creerse en una pasión imborrable. Tenía Gil, al despedirse de su «ángel», según anotamos, dieciséis años, y al recordar sus amores -ya ella muerta- seis más habían transcurrido. Cierto es, y pensando en ello, cabe opinar que el afecto del poeta fue duradero, que las pasiones en Gil no revestían nunca sino ese carácter silencioso y evocador que ha quedado en sus versos. Pero aun teniendo en cuenta esto, quisiéramos encontrar en ellos más constantes alusiones a esa afición juvenil, al recuerdo de una muchacha como la que describe en su autobiografía, y que es sin duda una delicada flor, poco apta para la vida:


La virgen de tus sueños de pureza,
flor solitaria de un abismo fue,
que alzó a mirarte la gentil cabeza
exhalando el aroma de su fe.
.............................................
La flor irá perdiendo sus perfumes
y apagarán sus hojas su color.
¡Mísero corazón! ¿Por qué consumes,
sin, porvenir, el fuego de tu amor?



  —425→  

Pues el «pobre poeta» de «mísero corazón», sabía con sabiduría antigua, anterior al conocimiento y a la vida, que su amor «frágil entre amarguras pasará», al modo como para él han de volar las horas felices, quedándose en soledad con su recuerdo, metiendo en su corazón la suave melancolía que va a hacer brotar esos versos suyos, donde la tristeza se trasluce sin encono ni desolación, amparados en una resignación y en una fe de la más pura y fiel religiosidad, la que no se razona ni acaso se entiende porque es como la sangre que se lleva en las venas y al tiempo que nos hace vivir lo es para nosotros todo, sin ser cuestión. Pues la fe de Enrique Gil, aprendida en la cuna, se sobrepone a sus ideas, a sus preferencias intelectuales y es el último secreto de su resignada bondad, de su palpitante capacidad de sufrimiento.

El avatar crítico de Enrique Gil es sobremanera interesante. En El Correo Nacional, en el Semanario Pintoresco Español, en El Pensamiento y en otros diversos periódicos de la época, colaboró con trabajos de varia lección. Nos parece curioso examinar con preferencia los que se refieren a la crítica literaria ejercida sobre sus contemporáneos. Tenemos juicios suyos acerca de los románticos máximos: Espronceda, Zorrilla y el Duque de Rivas; notas sobre el Macbeth, Tirso de Molina y los cuentos de Hoffman; un largo estudio sobre Luis Vives y algún otro artículo de menor interés.

Gil se acerca a las obras con aquella modestia que le es temperamental y que tan apto le hace para comprender, aún lo que está lejos de sus preferencias. Su juicio suele ser seguro, como expresión real que es de su sentimiento y del criterio formado, por tanto, sincero; en ninguna ocasión se advierten consideraciones de tipo extraestético que le fuercen a disimular la opinión formada. Ni el prestigio del Duque de Rivas, en la cumbre de su buena fortuna, ni la amistad con Espronceda, son obstáculo suficiente para que Gil oponga sus reparos en el tono de sencillez y de bondad que le es propio. Aquí tampoco se podría tropezar con un pasaje dictado por la amargura, porque el espíritu de Gil desconoce el resentimiento, pasión tan frecuente en los literatos, y acata las jerarquías que su clarividencia le señala.

Le parece a nuestro buen poeta que, en su tiempo, «pintura y poesía se han remontado como de un salto a tal altura, que su repentino progreso tiene sus puntas de maravilloso». Y se pregunta con cierto ingenuo asombro cuál sea la causa de que las artes hayan cobrado tan altivo vuelo, pues en el lento y mortecino vivir del país no halla motivos   —426→   suficientes para tales adelantos. Se inclina a pensar que tal florecimiento se debe a «la marcha incontrastable de las ideas y la tendencia irresistible de la época»; en suma, al empuje romántico que es para él una respuesta al angustiado corazón humano, «que estaba necesitado de consuelos y de luz», tras el siglo anterior, siglo de la Enciclopedia y de la «razón orgullosa y fría».

Gil ve el movimiento romántico como un gran aliento liberador de los impulsos más puros y naturales -en el sentido de espontáneos- del hombre. Para los anhelos sentimentales, siempre difíciles de concretar, es en verdad poco probable que la inteligencia tenga una respuesta, ya que ésta, caso de existir, habrá de ser un vago aliento que sólo en las tendencias irracionales, primitivas, del hombre podía encontrarse. «De aquí dimana el carácter vago, indeciso y hasta cierto punto contradictorio que han tomado las artes de la imaginación». Le parece hallar la característica del tiempo en «esta tinta melancólica y opaca en que está empapada la fantasía de la edad presente» y, no sé si mirando hacia adentro, afirma que la literatura como reflejo del instante ha de ser espejo de tristezas, dolores, angustias y esperanzas. Este modo de ver el mundo como una gran mansión de seres doloridos, que se sostienen tal vez por una irreal ilusión, es típico en el sentir de los románticos, y en Gil, expresión sincera de su vida. Pues ya hemos visto, y no parece necesario aducir nuevos datos, que su existencia fue agobiada por la desventura; pero es que, aun quienes no tenían en verdad este peso de dolor sobre ellos, trataban de simular su existencia y se engañaban a sí propios, fingiendo un aire desolado que se rubricaba en el aspecto exterior con la tez pálida, el largo cabello y el atavío negligente.

Tiene Gil el hábito de analizar una a una las composiciones de los libros que comenta, o al menos lo hace con las más interesantes. Esto le permite dar a sus opiniones precisión, virtud crítica muy estimable en su tiempo y que abona la lealtad y honestidad de su proceder. «Desaliñado y flojo» encuentra algún trozo de Espronceda, juicio que hoy cualquier lector hace suyo sin réplica, lo mismo que «la inspiración arrebatada y atrevido vuelo» que de cierto concurren en el astro romántico. Sus opiniones han sido corroboradas, a un siglo de distancia, por los lectores actuales, que como él piensan que el mejor Espronceda, con sus discordancias, su légamo verbal y también sus maravillosas iluminaciones líricas, es el Espronceda de las canciones, el poeta que enciende en la   —427→   lengua castellana las armonías más brillantes junto a las más desventuradas insistencias.

También resultó exacta su calificación de los romances del Duque de Rivas, trozos, algunos, «llenos de meditaciones vagas, dulces y descoloridas», y en el artículo a ellos dedicado, sin que existan vislumbres de grandeza crítica, de ese empuje creador capaz de construir vastas síntesis remontándose al origen y tendencias de la creación literaria, se da por lo menos esa finura de análisis que ya vemos es la cualidad distintiva como crítico de Enrique Gil. Y, no obstante la limitación de sus pretensiones críticas, nos place que antes de otra cosa haya sabido ver que los que habían esterilizado durante siglo y medio al ingenio español fueron esos «códigos del buen gusto clásico», que si útiles para regenerar las envejecidas musas castellanas, excedieron su misión llegando a alterar y «viciar el temperamento poético de nuestra nación». Pensaban los reformadores que las normas que trataban de implantar y en efecto implantaron, serían buenas para todos los tiempos y países, o, como dice Gil, que «los afectos del corazón y los vuelos de la fantasía se vaciaran en un molde idéntico en todas las épocas». Prescindir de la nacionalidad para dictar reglas artísticas era escollo que sólo por aventura pudo sortearse; faltaban «espontaneidad y verdad» y, por tanto, las creaciones que iban naciendo carecían de fortaleza y de vigor.

Nos place ver que Enrique Gil sabe apartar del confuso círculo de los clásicos a lo Meléndez y a lo Moratín, y reputamos seguro indicio del tacto crítico de nuestro poeta el hecho de que interprete como un síntoma negativo y fatal la entrega a cerrados cotos de arte donde no llega nunca el viento fuerte del arte verdadero, que sólo a la intemperie crece satisfactoriamente. No olvidemos para entender el sentido crítico de Gil, su gusto de buen catador, que por entonces -él lo señala- andaba de real orden, en manos de la juventud, el Arte de hablar, de Hermosilla, donde tan despectivamente se trataba al romance; el género restituido a su antiguo prestigio por el Duque de Rivas en el libro comentado por nuestro poeta.

Mesurada, correcta y sin excesivas ambiciones, la obra de Gil tiene todavía un interés que excede del puramente arqueológico. Es un ejemplo más que corrobora el perfil moral de la figura. Del mismo modo que también ayudan a completarlo sus artículos de costumbres y sus   —428→   notas de viaje por España, donde destaca el amor por su tierra berciana y por los campos y paisajes que se la hacían recordar.

Enrique Gil es conocido muy parcialmente. Como poeta, tal vez «La violeta» sea la única de sus composiciones que le suene al «público» poético. Como prosista, su novela El señor de Bembibre se eleva merecidamente del resto de sus trabajos. Pues es justo señalar que en ella alcanzó Gil el más alto nivel de su obra artística. Su novela es, en opinión general, patentizada por Menéndez y Pelayo, la mejor novela histórica española. Superior a El doncel de Don Enrique el Doliente y a las demás tentativas, muy inferiores, que se hicieron en España para conseguir con materiales propios la versión al suelo castellano del tipo romancesco cuya boga europea se debe a Walter Scott. El señor de Bembibre, digámoslo sin reparo, es una buena novela.

He aquí una historia de construcción casi perfecta. Enrique Gil aportó un alma de poeta, una prosa que corre suavemente, como un blando río entre praderíos, y los recuerdos de aquel su único amor juvenil, fracasado Dios sabe por qué razones. Hay un gran amor contrariado, que constituye la anécdota del libro, una anécdota típicamente romántica, uno de esos temas que fueron explotados con harto ardor por los novelistas del siglo pasado. Pero en El señor de Bembibre el autor tenía su experiencia del caso y así, al novelarlo, podía poner en él un acento lírico arrancado de su personal visión, se dejaba arrastrar por la fuerza de la ilusión creadora, que, sin duda, embellecía su reducida aventura hasta el nivel de aquella arriscada trama llena de medievales peripecias que constituye el cogollo de su obra.

El mundo que se refleja en la novela de Gil es un orbe acabado y aparte. La existencia de un individuo determinado y su típica aventura va siendo estudiada, profundizando casi únicamente en dos direcciones: la puramente erótica y la de lealtad al amigó en desgracia, o sea en la coyuntura, a la orden del Temple, en trance de desmoronarse. Pues uno de los singulares aciertos del escritor, ha sido el de situar la acción de su relato en los días del siglo XIV, que vieron el acabamiento y persecución de los templarios, localizando lo más de su aventura en el rincón leonés que forma el Bierzo, con los entonces poderosos castillos que fueron de la Orden.

Seguramente la sensación de obra conclusa sin esfuerzo que da el libro de Gil y que es la misma de tantos otros de su época, depende de lo que ya va apuntado: de la posibilidad para el escritor de considerar   —429→   el mundo como un todo perfecto y, por consiguiente, de forjarse otro por modo parejo. Nada menos objetivo que un novelista romántico, porque nadie tan convencido de que tiene delante un teatro o escena vital que no existe, pues para él la realidad está constituida por la íntima idea que indeliberadamente y de un modo si se quiere automático, ha llegado a forjarse el artista suplantando lo que su dintorno le ofrece. De ahí que cada figura adquiera ese relieve literario de personaje, trazado según esquema mental previo, y que, por eso, por su propia ausencia de complejidad, se graba en la memoria, aunque para un lector de hoy resultan ser tipos excesivamente simplistas y convencionales. Pero no sin encanto tropezamos con estas figuras de rudimentaria psicología, la motivación de cuyas acciones resulta harto ruda, pero que compensan este defecto con el entusiasmo que produce en nosotros el torrente de vida que les anima y les hace desplegar una actividad extrema, despeñándose de peripecia en peripecia y arrastrando consigo al lector, que termina por olvidar sus prevenciones críticas en el vértigo de aventuras por donde danzan los protagonistas.

Hay, pues, en El señor de Bembibre una intriga de amor y un episodio histórico, desarrollados en un paisaje que era muy amado y conocido del autor. Cada uno de los elementos que componen la obra fue, por lo tanto, tratado con cariño y compuesto al modo clásico de novelar. Al modo clásico que aquí, por paradoja no más que verbal, es el modo romántico. Cada pasión tiene su personaje, y no falta junto a la pareja encargada de entonar el dúo amoroso, el tipo cruel, el padre ambicioso, el anciano monje obstinado y corajudo, la doncella fiel y el escudero leal. Todo ello sin mezcla, y el bueno lo es hasta el final, mientras el malo se hunde en el averno de sus maldades.

Tenemos una imagen idealizada del mundo, una imagen que no se ajusta a la realidad. Lo que yo destacaría es la involuntariedad de esa deformación del panorama entrevisto o vivido por el escritor; su buena fe literaria. Porque cuando Gil empieza su novela en nada piensa menos que en dar una impresión suya del mundo (entendiendo como ahora es sólito, exclusiva, por suya o personal). Piensa en el mundo tal como cree que es, y no sueña que su visión sea más valiosa o lúcida que la de los demás mortales; allí instala su conflicto y procura con la mejor buena fe que los personajes entren en él aportando sus respectivas tensiones de ánimo, sus pasiones, para que del choque se   —430→   desprenda un accidente novelesco que tenga valor autónomo, independiente del que cobra en cada una de las criaturas interesadas.

De esto se desprende un inconveniente: entre los personajes se establece una gradación puramente artificial, de protagonista o comparsa, de modo que éstos no alcanzan nunca idéntico plano novelístico. Y no me refiero al interés novelesco, en cuanto al cual es lógico que exista tal diferencia, sino a que la construcción de unas figuras no es igual que la de las otras en lo que atañe al procedimiento, desnivel que redunda en perjuicio de la obra.

Pensaba Gil, y sería pedante e injusto hacerle por ello un reproche, que sólo en la distensión extrema de la personalidad humana existía posibilidad novelesca. Guerras, amores dramáticos, persecuciones injustas, constituyen su materia romancesca; pensar que pueda apreciar la posibilidad de novelar la vulgaridad, lo cotidiano y usadero, sería anacrónico, y bástenos el arte con que supo utilizar para el mejor logro de su novela, aquella circunstancia de la ruina de los últimos templarios. Porque lo que resulta de su libro, es que todo él se ha escrito en función de la historia de amor de Doña Beatriz y El señor de Bembibre, siendo lo demás, aderezo del tema principal, anécdotas que vienen a robustecer el torso de la aventura radical de los dos desventurados amantes.

¿Y dónde mejor que en una historia de triste amor podía desarrollarse el genio de Gil, tal como le conocemos? Toda la ternura de su corazón halló empleo en el aderezo de las figuras sublimes de los amantes, en la descripción de los paisajes que había corrido en su infancia y juventud, en el desarrollo de una trama que daba espacio a la melancolía y al sentimiento.

Es un caso de coincidencia del escritor con el hombre, y por eso su novela ha cobrado la necesaria vida y nos aparece, con todas sus limitaciones, como un mundo real cuyos seres, no por idealizados, dejan de parecernos humanos y cargados de vitalísima poesía. Son figuras, como antes dije, nada complejas, mantenidas en la incierta neblina de la poesía, cuya pasión tiene tal vigor, relieve de verdad, que los hace moverse con aire de seres ciertamente novelescos. Pues uno de los aciertos de Gil, al tratar de interesarnos en los amores de sus protagonistas, es que a éstos se les enfrenta, merced a una bien tramada conjura, no la mera voluntad de los hombres, sino el Hado, el destino concretado en una suma de hechos adversos. Luchan así, sus héroes, al   —431→   mejor todo de la tragedia antigua, con la fatalidad, con la invencible enemiga que socava la tierra bajo sus pasos y lentamente produce el hueco por donde ha de desmoronarse toda posibilidad de concordia entre ellos y la felicidad de sus cándidos sueños.

El estilo se va acomodando a la intención de cada pasaje; en su conjunto es de una real belleza y altura lírica. En pocas ocasiones, como en esta obra, destella con mayor continuidad el alma de poeta de Gil. Y hemos empleado estas palabras -el alma de poeta- porque cabalmente reflejan la impresión más cercana a nuestro pensamiento de lo que significa la personalidad de Enrique Gil. Pues más que un gran poeta -para serlo le faltaron dotes-, lo que fue en vida es un alma estremecida por impulsos y arrebatos líricos de un acento monocorde y purísimo, en el que alcanzó cumbres de dulzura y de melancolía; aun hoy nos atrae por la sugestión de su alma noble, de su corazón sencillo.

Y no sé, no sé, pero imagino que ha de crecer la estima por estos olvidados románticos: por Arolas, Tassara, Gil y Carrasco. Espero que es buen tiempo para que los jóvenes encuentren en Enrique Gil, en el ruiseñor berciano, como se le ha llamado, el poeta que habla su lenguaje, el hombre que siente y palpita a la par de ellos y en cuya poesía hallarán como un remotísimo eco de sus propios vagos anhelos, confusiones, esperanzas. Aun es tiempo para que hasta la lejana tumba del poeta, en las tierras del Norte, llegue de la patria distante la suave brisa nativa.





Indice