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ArribaAbajoParte II


ArribaAbajoCuadro I

 

La misma escena del cuadro segundo de la primera parte, o sea, la prisión de CARRANZA. Este se pasea de derecha a izquierda. Se oye ruido de cerrojos. Por la derecha entra MARTÍN.

 

CARRANZA.-   ¿Qué hay, don Martín?

MARTÍN.-     (Le besa el anillo.)  Ilustrísima, la Santa Inquisición trata de alargar el proceso. Se preparan nuevos cargos contra su ilustrísima.

CARRANZA.-   ¿Treinta y uno no les bastaron?

MARTÍN.-   Hay muchos más en lista. Don Fernando de Valdés tiene la curia de media España dedicada a la interpretación tendenciosa de vuestros textos y de vuestros sermones.

CARRANZA.-   Con tal de que, en efecto, sean míos... Porque muchos no lo son.

MARTÍN.-   Se buscan gentes de todas clases dispuestas a jurar, si es preciso, que os oyeron decir herejías, las más diversas, las que os pueden hacer más impopular: que en la Misa no hay Sacrificio, que no existe el purgatorio... Qué sé yo... Se exhuman viejos sermones comentados o con ligereza o con mala fe, de los cuales ni siquiera la autenticidad es segura; se os atribuyen frases que acaso no dijisteis nunca, y de todo ello pretende sacarse materia con que acusaros.

CARRANZA.-   ¿Y eso os extraña, don Martín? Ya os lo advertí yo cuando aceptasteis el defenderme.

MARTÍN.-   Sí, pero aún me sorprendo. En suma, ilustrísima, hay que tomar medidas radicales o estamos perdidos.

CARRANZA.-   Según el breve pontificio, la causa debía haberse terminado en un plazo de tres años.

MARTÍN.-   Los procedimientos a que puede apelar la Inquisición para reteneros en sus manos son innumerables. Se habla de que Roma enviará jueces extraordinarios a fin de que la Inquisición siga presente en la causa. Se habla, también, por fuera de la cárcel, y eso me es penoso decíroslo, de que moriréis en ella.

CARRANZA.-   Solo dos caminos me quedan: el del Papa y el del Rey.

MARTÍN.-   Del Rey quería hablaros, ilustrísima. Al Duque de Pastrana me dirigí pidiéndole que apoyase cerca de él mi petición de audiencia, y hoy he recibido una carta en la que me promete complacerme.

CARRANZA.-   ¿La trajisteis?

MARTÍN.-   No. Habría sido una imprudencia. A vuestros carceleros se les exacerba el mal humor en determinadas épocas, y esta es una de ellas. Me registraron de pies a cabeza antes de entrar.

CARRANZA.-   ¿Confiáis en llegar a palacio por ese conducto?

MARTÍN.-   Sí.

CARRANZA.-   Estoy seguro de que interceptaron mis escritos. Si no, me hubiese contestado el Rey.

MARTÍN.-   Ya contestará al Duque de Pastrana, y afirmativamente.

CARRANZA.-   Y Pastrana, ¿cumplirá su promesa? Don Martín: tanto tiempo de incomunicación me hace creer que soy un apestado y que mancho al que tiene algún contacto conmigo, sea cual sea.

MARTÍN.-   Exageráis vuestro pesimismo, ilustrísima. Es indudable que el temor al Santo Oficio se filtra a través de las paredes y pesa sobre todos, pero yo estoy convencido de que; si son muchos los que piden para vos el castigo, son más aun los que, de noche, cuando nadie les oye, ruegan a Dios en silencio por vuestra libertad. Hace unos meses, ya os lo dijeron, en Toledo se rezó un novenario por vuestras intenciones.

CARRANZA.-   Id, don Martín, al Rey, id lo antes que podáis. El Rey Felipe me conoce a fondo y, si no me ayudó decisivamente, ha de ser porque no sabe la verdad. ¿Creéis que si estuviese enterado permitiría las vejaciones a que se me somete, la miseria en que se me tiene?

MARTÍN.-   Ojalá sea su ignorancia la causa de todo, porque quedará corregida apenas me reciba.

CARRANZA.-   En cuanto al Papa... He querido que vinierais, don Martín. Necesitaba contaros algo muy importante: el lunes último, dentro del pan, recibí un papel en el que se me decía simplemente que hoy, viernes, al pie de la gárgola que baja por esa ventana, una persona fiel a mí recogería al anochecer el mensaje que yo le enviara, comprometiéndose a hacerlo llegar directamente a manos de Su Santidad.

MARTÍN.-   ¿Tenéis idea de quién pueda ser?

CARRANZA.-   No.

MARTÍN.-   ¿No teméis, tampoco, que se trate de una añagaza?

CARRANZA.-   ¿Por qué? ¿Qué beneficios sacarían de que cayese en ella? Yo estoy seguro de que es alguien que me quiere bien el que me ha brindado este medio para informar a Pío V de mi situación.

MARTÍN.-   ¿Qué va a hacer entonces?

CARRANZA.-   Aprovechar su ofrecimiento. La ventana cierra mal; basta violentarla un poco para echar por ella el mensaje que me piden. Y el corazón me dice que alcanzará su destino.

MARTÍN.-   ¿Lo preparó ya vuestra ilustrísima?

CARRANZA.-   Sí, es muy breve. Son unas palabras en latín, las mismas de San Pedro a Cristo Nuestro Señor en el Evangelio de San Mateo, cuando le pide que se le muestre como Hijo de Dios: «Señor, si eres Tú realmente, mándame ir a Ti sobre las aguas».

MARTÍN.-     (Para sí.)  «Domine, si Tu est, jube me ad me ad Te venire super aquas».

CARRANZA.-   Sí, esas son. Voy a echarlo ahora mismo. Es de noche ya. Vea, don Martín, no entre el carcelero.

MARTÍN.-   Descuide, ilustrísima.

 

(CARRANZA hace mutis por la izquierda. MARTÍN vigila por la derecha. A los pocos segundos regresa CARRANZA.)

 

CARRANZA.-   Ya está.

UNA VOZ.-    (Fuera, lejanamente.)  ¡Roma, Roma!

CARRANZA.-   ¿Oyó, don Martín?  (FRAY BARTOLOMÉ le aprieta el brazo.) 

MARTÍN.-   El mensajero ha iniciado su travesía. Dios le permita rematarla felizmente.

 

(Se oye ruido de cerrojos. El INQUISIDOR entra por la derecha.)

 

INQUISIDOR.-   Fray Hernando, de la Orden de Santo Domingo, como vos, trae licencia especial para veros. No es buena cosa que recibáis más de una visita al tiempo. Mirad, pues, si terminasteis cuanto teníais que hablar con el doctor.

CARRANZA.-   Concluiré muy pronto, es cuestión de pocos minutos. Que no os duela demasiado dejarle aquí conmigo hasta que acabe su despacho.

 

(El INQUISIDOR se retira.)

 

Fray Hernando... No oí hablar de él en mi vida...

 

(Entra FRAY HERNANDO, que viste el hábito de dominico.)

 

FRAY HERNANDO.-   No me conocéis, ilustrísima. Soy Fray Hernando de Ávila.

CARRANZA.-   Bienvenido, Fray Hernando.

FRAY HERNANDO.-     (Le besa la mano.)  Ilustrísima...

CARRANZA.-   ¿Venís como amigo?

FRAY HERNANDO.-   ¿Y de qué otra manera podría yo venir?

CARRANZA.-   Muy dividida está nuestra Orden, Fray Hernando, y yo soy, sintiéndolo mucho, causa de ello. Nuestro mismo hábito llevan aquellos que más me atacan, como Melchor Cano, aunque no falten los que me defienden. ¿De qué lado caéis vos?

FRAY HERNANDO.-   Mi presencia aquí, ¿no os dice lo bastante?

MARTÍN.-   Disculpad a su ilustrísima. Su prisión es muy dura y muy larga y son muchas las voces hostiles que llegan a esta celda.

FRAY HERNANDO.-   Siempre fui leal al Arzobispo de Toledo, y vengo a probarlo. Ilustrísima, sé que os prohibieron los Sacramentos y que desde que os encarcelaron no los recibisteis.

CARRANZA.-   Así es.

FRAY HERNANDO.-   Yo traigo conmigo al Señor, que bien sé me perdonará la irreverencia y ayudará a la paz de vuestra alma.

CARRANZA.-    (Emocionadísimo.)  ¿Es posible?  (Larga pausa.)  Él os lo premie.

FRAY HERNANDO.-   Apresuraos, pues, que no nos dejarán mucho espacio y pienso que será mejor que previamente os confeséis.

MARTÍN.-   Yo vigilaré, por si llegasen. Que Dios me excuse si, por una vez, vuelvo la espalda a quien lo lleva.

 

(MARTÍN, en efecto, se coloca dando cara a la lateral derecha. FRAY BARTOLOMÉ se retira al primer término izquierda; allí se arrodilla delante de FRAY HERNANDO.)

 

FRAY HERNANDO.-   Rece el Confiteor, ilustrísima.

CARRANZA.-   Confiteor Dei Omnipotente, beatam Mariam semper Virgine...  (Se levanta súbitamente, con violencia.)  ¡Es una trampa! ¡Me estáis tendiendo una trampa! Venís para hacer uso contra mí de cuanto me oigáis. Os manda el Inquisidor; decid la verdad.

FRAY HERNANDO.-   ¿Cómo se os ocurren esos dislates? ¿Me suponéis capaz de violar el secreto de la confesión?

CARRANZA.-   ¿Y quién me demuestra que seáis dominico? ¿Por qué estos hábitos no han de ser vuestro disfraz? ¿Qué se opone a que seáis un esbirro de don Fernando de Valdés y que intentéis sonsacarme lo que convenga a mis perseguidores? Ya el que os hayan dejado entrar en mi celda os hace sospechoso.  (Grita.)  ¡Señor Inquisidor: terminó mi entrevista con Fray Hernando!

MARTÍN.-   Moderaos, ilustrísima; yo creo de verdad que Fray Hernando es dominico como vos.

CARRANZA.-   ¿De qué monasterio venís?

FRAY HERNANDO.-   Del de Ávila.

CARRANZA.-   Dadme nombres de dominicos.

FRAY HERNANDO.-   Fray Diego Jiménez, Fray Antonio de Santo Domingo, Felipe de Meneses, Mancio de Corpus Christi, Pedro de Sotomayor, Bartolomé de las Casas, Fray Victoriano Escriñá...

CARRANZA.-   Fray Victorino...  (Apaciguándose.)  Me dijeron que estuvo a la muerte. ¿Fue así?

FRAY HERNANDO.-   Por muerto lo dieron, pero el Señor quiso guardar su vida y vivo está, y ojalá por muchos años.

INQUISIDOR.-   ¿Me llamabais, Fray Bartolomé?

MARTÍN.-   Su ilustrísima quería que me acompañaseis. Me voy.  (A FRAY BARTOLOMÉ.)  Hasta pronto, ilustrísima.  (Le besa la mano y se retira.) 

 

(Quedan solos CARRANZA y FRAY HERNANDO.)

 

CARRANZA.-     (Tras un momento de titubeo.)  ¡Perdón, Fray Hernando! El odio y la traición me rodean. Recelo de todo, y tengo miedo.

FRAY HERNANDO.-   No de mí, ya os lo dije, soy vuestro amigo.

CARRANZA.-     (Le mira un instante cara a cara; después se acerca a él, le abraza.)  Gracias, Fray Hernando, gracias.  (Después se arrodilla con unción y humildad.)  Confiteor Dei Omnipotente, beatam Mariam semper Virgine...


 
 
CORTINA
 
 


ArribaAbajoCuadro II

 

Nos encontramos en la estancia del Rey FELIPE II. El Rey, en la fecha que se supone celebrada esta entrevista, es un hombre joven todavía: de treinta y pocos años; vestido tal y como nos lo muestra cualquiera de sus retratos. Al comenzar la acción, FELIPE II aparece sentado. De pie, junto a él, aparece uno de sus secretarios.

 

SECRETARIO.-   Majestad, han llegado los correos de Roma.

FELIPE II.-   Pronto, esta vez.

SECRETARIO.-   En efecto, salieron hace treinta y cinco días.

FELIPE II.-   Informadme en seguida de las noticias que traigan.

SECRETARIO.-   Están comprobándose los sellos y viendo si hay algún pliego reservado.

FELIPE II.-   Pasádmelo inmediatamente, si viniere ¿Quién espera en la antecámara?

SECRETARIO.-   El doctor Martín Azpilicueta.

FELIPE II.-   Hacedle pasar. Que no pueda decir el Arzobispo que me niego a escuchar a quienes le ayudan.

SECRETARIO.-   Ahora mismo, señor.

 

(Es un breve segundo lo que tarda el SECRETARIO en marcharse por la derecha para volver precediendo a MARTÍN.)

 

El doctor Martín Azpilicueta.  (Y él hace mutis por la puerta del foro.) 

MARTÍN.-   Majestad...

 

(FELIPE II le tiende la mano, que él besa haciendo una genuflexión.)

 

FELIPE II.-   Bienvenido, doctor. La fama de vuestra ciencia como canonista crece de día en día. Sentaos, y sepamos qué os llevó a pedirme audiencia.

MARTÍN.-     (Con visibles muestras de turbación.)  Majestad...

FELIPE II.-   Sosegaos y hablad.

MARTÍN.-   Me mueven a importunaros, señor, asuntos relacionados con mi oficio de defensor de Fray Bartolomé Carranza.

FELIPE II.-   Me complació que aceptarais su defensa. ¿Y qué asuntos son esos? ¿Habéis encontrado tal vez algún obstáculo para desempeñar vuestra misión? No lo creo así. El Inquisidor General me dijo que había dado orden de que se os prestase toda clase de ayudas.

MARTÍN.-   Realmente, señor, la parte fundamental de mi defensa, cumplida está..., y hace mucho tiempo.

FELIPE II.-   ¿A qué parte os referís?

MARTÍN.-   A la réplica de los cargos que presentó contra él la Santa Inquisición.

FELIPE II.-   Que fueron muchos, según tengo entendido. Y muy graves...

MARTÍN.-   Muchos, sí lo fueron, en efecto... Graves... Mi calidad de defensor del Arzobispo, convencido como lo soy de su inocencia, me lleva a juzgarlos, acaso erróneamente, de distinta manera.

FELIPE II.-   ¿Insinuáis que la Santa Inquisición se excedió al ponderar su importancia?

MARTÍN.-   Quizá haya sido así por lo que se refiere a alguno de ellos. Esto aparte, al Arzobispo se le culpó de hechos que, a mi entender, no habían sido suficientemente probados.

FELIPE II.-   Así lo manifestaríais en su momento.

MARTÍN.-   Sí, Majestad.

FELIPE II.-   Y es evidente que vuestras alegaciones figurarán en la causa.

MARTÍN.-   Así es, señor.

FELIPE II.-   ¿Y qué es lo que, tal y como se encuentran las cosas, creéis oportuno hacerme saber?

MARTÍN.-   He de exponeros, en primer lugar y por encargo expreso del señor Arzobispo, algunos agravios de que se considera víctima.

FELIPE II.-   Veamos cuáles son.

MARTÍN.-   El primero, el de que fuese preso en forma que tanto hirió su natural dignidad.

FELIPE II.-   Está todavía por inventar la forma de despedir o de prender a alguien, sea quien sea, sin causarle enojo ni daño. En el caso del Arzobispo, tal vez se extremaron algunos rigores sin motivo, pero, en fin, él es de ánimo generoso y los tiene seguramente perdonados.

MARTÍN.-   Otros hay, en efecto, que le afligen más, señor, y entre ellos, la tardanza y lentitud con que toda la causa se tramita, poniéndole trabas para comunicarse con sus letrados, acumulándole cargos para obligarle a pedir prórrogas, como si el único propósito fuese alargarla indefinidamente.

FELIPE II.-   Nunca la justicia ha podido acomodar su paso ni a la vehemencia de los que quieren el castigo de quien les dañó, ni a la impaciencia de los que se consideran inocentes de lo que se les acusa.

MARTÍN.-   Van transcurridos, señor, desde que el Arzobispo fue preso, más de cinco años. La causa debería haber sido enviada a Roma para fallarse allí y, sin embargo, nada hace suponer que vaya a serlo. Ved la situación aflictiva en que está sumido el Arzobispo.

FELIPE II.-   Pensando como español, ¿sería para su merced muy de desear que este asunto se resolviese en Roma?

MARTÍN.-   Hay un Breve de Su Santidad que lo ordena así.

FELIPE II.-   ... y al que debemos obediencia como creyentes, conforme. Pero... ¿cuál es vuestro parecer sobre la marcha que llevan en España los negocios de la fe, doctor Azpilicueta? Observad en derredor vuestro. El proceso del Arzobispo ha descubierto males muy profundos y hay que sajarlos pronto y radicalmente. Por otra parte, vos, que sois hombre de leyes, ¿qué opinaríais si al que dio muerte a su madre o a sus hermanos en Salamanca, en Sevilla o en Zaragoza se le condenara en Nápoles o en Amberes? ¿No creéis que la ejemplaridad del castigo se diluiría más de lo conveniente?

MARTÍN.-   También se fallan en Roma las causas matrimoniales, y no va en desdoro de la justicia.

FELIPE II.-   Esas causas interesan solo a unos cónyuges más o menos desavenidos, pero no a la Iglesia entera.

MARTÍN.-   El Arzobispo ha temido siempre que, fallándose la causa en España, pudiera la sentencia adolecer de parcialidad.

FELIPE II.-   Lo que de verdad teme Carranza no es la parcialidad de sus jueces, sino su justicia.

MARTÍN.-   Majestad: yo dije al Arzobispo que no le defendería sin convencerme antes de su inocencia, y creo que Fray Bartolomé es inocente.

FELIPE II.-   Vivos temores hay de que no lo sea y ya se proveerá sobre ello, pero, entre tanto, ¿creéis que puede darse a los sospechosos de herejía un tratamiento distinto, según cual sea su condición? ¿Unos Tribunales a unos y otros a otros? ¿La benignidad aquí y la dureza allí? ¿A los débiles la hoguera y a los fuertes la bula y la indulgencia? ¿A los unos el auto de fe en la Plaza Mayor y a los otros simplemente la suspensión de las órdenes?

MARTÍN.-   Yo, señor, no distingo a los hombres por su jerarquía, sino por su culpabilidad, y Fray Bartolomé no es culpable.

FELIPE II.-   Son muchos los peligros que corre nuestra fe y preferible es el exceso al descuido cuando se trata de defenderla. Seamos tolerantes y no tardaremos en ver cómo se extiende por nuestra España la impiedad. Hasta en mi mismo palacio se han descubierto libros de luteranos: así está el enemigo, de infiltrado y avizor.

MARTÍN.-   Fray Bartolomé es tizón de herejes y ha dedicado su vida entera a combatirlos.

FELIPE II.-   Para mí tengo que el demonio tentó a Fray Bartolomé en estos últimos tiempos y ha hecho de él muy distinta persona de la que conocí. Que no le sorprenda por ello que su Rey sea, también, distinto de lo que fue.

MARTÍN.-   Me apenaría mucho como creyente que la autoridad de la Iglesia y la del Reino se resintiesen de todo esto.

FELIPE II.-   ¿Y en qué pueden resentirse?

MARTÍN.-   Se quiere que el Santo Oficio sea, no solo quien instruya la causa, sino quien la falle. Y, sin embargo, debiera poner su empeño en guardar para el Papa lo que para él está reservado.

FELIPE II.-   El Santo Oficio es prudente.

MARTÍN.-   La Sagrada Escritura dice que nadie confíe con exceso en su propia prudencia. Creedme, señor, que los que aconsejan a su Majestad que reclame la causa para el Santo Oficio, podrán tener buen celo, pero no buen parecer.

FELIPE II.-   ¿Qué le lleva al doctor Azpilicueta a pensar así?

MARTÍN.-   Se dice que el Santo Oficio fallaría en contra del Arzobispo si hallase culpa, y si no, dejaría sin sentenciar la causa, porque no padeciese su prestigio. En Roma, no, le condenarán o le absolverán, según proceda. Y de mí digo que me quemen si no le absuelven.

FELIPE II.-   Guarde su piel, doctor, sin exponerla, no resulte alcanzado.

MARTÍN.-   Yo en todo caso acataría sumiso la sentencia de Roma. Pero si dilatamos el enviar la causa, quizá Dios nos lo haga pagar con hambre, guerra o pestilencia.

FELIPE II.-   Dios manda esas plagas como castigo a los humanos por las injusticias y pecados que se cometen en la tierra y acá, conscientemente al menos, no se ha cometido ninguno.

MARTÍN.-   Tan grande pecado es callar la herejía como llamar herejía a lo que no lo es.

FELIPE II.-   Teólogos hay, y muy eminentes, que ven más de una y de dos en los escritos de Fray Bartolomé.

MARTÍN.-   Fray Bartolomé es hombre duro y seco y se ha malquistado ciertas voluntades. Eso hace que algunos de sus intérpretes se complazcan en abultar sus errores.

FELIPE II.-   Si no me equivoco, don Fernando de Valdés fue recusado.

MARTÍN.-   En la causa del Arzobispo, sí. Pero sigue siendo el Inquisidor General.

FELIPE II.-   Don Fernando de Valdés es un hombre de acendrada fe, y por tal riguroso, como lo es siempre el que cree, el que está en posesión de la verdad y ve en el error de los demás un peligro del que hay que preservarse, cueste lo que cueste.

MARTÍN.-   Señor: el Arzobispo lo ha castigado allí donde supo que existía y aceptaría su propio castigo si lo mereciese.

FELIPE II.-   Es mucho más fácil pecar que confesar el pecado. Por cierto, disteis a entender, hace un instante, que de todo esto pudiera resentirse la autoridad de la Iglesia y la del Reino. Algo dijisteis que afectaba a la de la Iglesia, pero no aclarasteis por qué la del Reino fuese a quedar disminuida.

MARTÍN.-   No lo haría sin vuestra venia.

FELIPE II.-     (Entre sonriente e irónico.)  Ya sin licencia especial habéis hecho comentarios a los que no distinguía, ciertamente, la timidez. Me inspiran curiosidad estos otros que, según los anunciáis, parecen más atrevidos.

MARTÍN.-   Se refieren, señor, a las rentas del Arzobispado.

FELIPE II.-   ¡Ah!

MARTÍN.-   Son rentas que mientras está vacante la Sede de Toledo pasan a manos distintas del señor Arzobispo. Y no faltan quienes digan que aquellos que las disfrutan son los primeros que contribuyen a que se retrase la causa.

FELIPE II.-   La maledicencia es como esos animales que solo muerden a quien pretende cogerlos. Si no se hace caso de ella, doctor, más nos servirá de espectáculo que de amenaza. Por otra parte, el proceso del Arzobispo no detiene el curso de la naturaleza y los olivares de la diócesis siguen produciendo aceitunas y trigo los campos, y alguien ha de recoger esos frutos y aprovecharlos. Ya se rendirá cuenta de todo, en su día, a Fray Bartolomé, estad tranquilo.  (Transición.)  ¿Os queda algo más aún, doctor, de lo que deseéis hablarme?

MARTÍN.-   Majestad, soy el más humilde de vuestros servidores y me abruma el temor de que mi apasionamiento por el Arzobispo Carranza se interprete torcidamente, pero me tendría por desleal a mi defendido si no os transmitiese sus palabras: «Decid a Su Majestad Católica -me rogó cuando le vi la última vez- que en sus manos pongo mi suerte».

FELIPE II.-   Su suerte no está en mis manos. No lo está siquiera en las de la Santa Inquisición. Su suerte está en las manos de Dios. Decídselo así, doctor, al Arzobispo y vos retiraos. Quedad tranquilo de que cumplisteis el encargo con harta fidelidad.

MARTÍN.-     (Se pone de pie.)  Majestad...

 

(FELIPE II le tiende la mano, que DON MARTÍN besa de rodillas. Sin dar la espalda a su Soberano retrocede hasta la puerta y en el umbral de ella se inclina en una profunda reverencia antes del mutis. El SECRETARIO salió simultáneamente por la puerta del foro. Trae unos pliegos.)

 

SECRETARIO.-   Señor...

FELIPE II.-   ¿Qué hay?

SECRETARIO.-   En el correo de Roma venía este pliego reservado para Su Majestad.

 

(Se lo entrega. Salta el lacre de los sellos. FELIPE II lo lee atentamente. Su entrecejo se frunce con un gesto de disgusto.)

 

FELIPE II.-   Ha de comunicarse a don Fernando de Valdés que deberá renunciar a su puesto de Inquisidor General.

SECRETARIO.-   Sí, Majestad...

FELIPE II.-   Tómense las providencias necesarias para que Fray Bartolomé Carranza deje la prisión de Valladolid y sea llevado a Roma.


 
 
CORTINAS
 
 


ArribaAbajoCuadro III

 

En el muelle de Cartagena, 27 de abril de 1567. En primer término, delante de las cortinas, tres pescadoras cosen unas redes a la luz de un pequeño farol que han dejado en el suelo.

 

MUJER 1.ª.-   ¿Te gustaría hacer un viaje largo?

MUJER 3.ª.-   Huy, un viaje...

MUJER 2.ª.-   ¡Bah! Ya he hecho muchos cortos que valen por uno largo. ¿Tú crees que hay que ver grandes cosas por esos mundos de Dios?

MUJER 1.ª.-   Dicen que sí. Aparte de que a Cartagena nos la sabemos de memoria.

MUJER 3.ª.-   Huy, Cartagena...

MUJER 2.ª.-   Prefiero quedarme donde estoy.

MUJER 1.ª.-   Yo, en cambio, me embarcaría para Nápoles tan contenta.

MUJER 3.ª.-   Huy, Nápoles...

MUJER 2.ª.-   ¡Hala! Toma el galeón que sale esta madrugada. Dile al señor Duque de Alba que te convide.

MUJER 1.ª.-   ¿Le viste?

MUJER 3.ª.-   Huy, el señor Duque...

MUJER 2.ª.-   Sí... ¡Cuántos caballeros fueron a acompañarle, y qué bien parecidos!

MUJER 1.ª.-   El señor Duque me sonrió al pasar.

MUJER 2.ª.-   No le des importancia a eso. Sonreír no digo que no sonrían. Pero la sonrisa de los poderosos no tiene nada que ver con la nuestra. Sonríen por oficio, para que les aplaudamos, pero no por simpatía como nosotros.

MUJER 1.ª.-   Siempre es bonito que sonrían.

MUJER 2.ª.-   Bueno, eso sí.

MUJER 1.ª.-   Gente muy principal va en el galeón.

MUJER 2.ª.-   Y falta el más importante de todos, el señor Arzobispo.

MUJER 1.ª.-   El hereje.

MUJER 3.ª.-   Huy, el hereje...

MUJER 2.ª.-   No digas eso.

MUJER 1.ª.-   Pues naturalmente que lo digo, como que lo llevan preso a Roma.

MUJER 2.ª.-   ¡Y para qué! ¿Lo sabes tú?

MUJER 1.ª.-   Para que le ajuste las cuentas el Papa.

MUJER 3.ª.-   Huy, el Papa...

MUJER 2.ª.-   Pues yo no creo que sea hereje.

MUJER 1.ª.-   Si todo el mundo lo asegura...

MUJER 2.ª.-   ¿Cómo va a ser hereje un Arzobispo?

MUJER 1.ª.-   También hay marineros que se marean.

MUJER 2.ª.-   Estoy que me muero de ganas de que llegue.

MUJER 1.ª.-   ¿Y por qué?

MUJER 2.ª.-   Porque me bastará verlo para saber si es hereje o no.

MUJER 1.ª.-   ¿Crees que eso se nota en la cara?

MUJER 2.ª.-   En la de una de nosotras, no; pero en la de un Arzobispo, sí.

MUJER 1.ª.-   Calla, ahí lo tienes.

MUJER 3.ª.-   Huy, el señor Arzobispo...

 

(Interrumpen su tarea. Por la izquierda entran unos hombres, cargados de legajos. Les siguen DON DIEGO RAMÍREZ, el INQUISIDOR y DON RODRIGO, dándoles escolta.)

 

RODRIGO.-   Bueno, ya llegamos.

INQUISIDOR.-   Loado sea Dios, temí que no se acabase el camino.

RODRIGO.-   Nos corresponde, señor Inquisidor, entregar los legajos del proceso al señor Capitán del barco y levantar acta formal.

INQUISIDOR.-   Así es. Veamos si están todos.

 

(Los portadores de los legajos se detienen.)

 

RODRIGO.-   ¿Cómo no han de estar?

INQUISIDOR.-   Cosas he visto desaparecer yo que me han hecho pensar en las brujas, aun siendo Inquisidor.

RODRIGO.-   No me alarme, y contemos.

 

(Son quince o veinte grandes legajos.)

 

INQUISIDOR.-   Testificaciones de cargo, legajo número uno; número dos, número tres... No falta ninguno, don Rodrigo.

RODRIGO.-   ¿Habrá en Roma quien sea capaz de echarse al coleto esta balumba de papeles?

INQUISIDOR.-   Dicen que sí.

RODRIGO.-   Yo no suponía que fuesen tantos.

INQUISIDOR.-   No olvide de lo que son capaces cuarenta escribanos dándole a la péñola diez horas diarias, durante siete años.

RODRIGO.-   Bien. ¿Subimos al galeón?

INQUISIDOR.-   Esperemos a Fray Bartolomé. Ya debió salir del Santo Oficio. Viene en litera desde allí. Tan regaladamente.

RODRIGO.-   No sea malicioso su merced, viene en litera porque no se ha querido que le viesen los vecinos del lugar. Sus acompañantes han hecho el camino a pie.

INQUISIDOR.-   Y mírelos, ahí llegan.

 

(Y, en efecto, así es. Algunos alguaciles les preceden. Tras ellos, CARRANZA. Simultáneamente, aparecen LORENZA, MARTÍN y FRAY ANTONIO. FRAY ANTONIO trae una mochila. Algunos cargadores llevan los cofres del equipaje.)

 

LORENZA.-   ¿Cómo estás?

CARRANZA.-   Son demasiadas leguas desde Valladolid para un hombre de mi edad. Bien, pero cansado.

LORENZA.-   ¿Animoso?

CARRANZA.-   Sí.

MARTÍN.-   El mar, ilustrísima...

CARRANZA.-   Sí, el mar, casi sin límites, sin pasiones y sin cárceles.

LORENZA.-   Por él volverás dentro de poco. Libre ya.

CARRANZA.-   Dios lo quiera...

LORENZA.-   Té encuentro triste.

CARRANZA.-   Siempre lo es tener que buscar en la otra orilla la justicia que se nos niega en esta.

INQUISIDOR.-     (A MARTÍN.)  Cuando guste su merced, embarcamos.

MARTÍN.-    (Con cierto desabrimiento.)  Su ilustrísima dirá la última palabra. Vayan subiendo antes los legajos del proceso y los equipajes.

INQUISIDOR.-   Yo he de hacer entrega de Fray Bartolomé al señor Capitán.

MARTÍN.-   Tranquilícese, no se le escapará.

 

(El INQUISIDOR, con una seña, invita a DON RODRIGO a que le siga. Todos hacen mutis por la derecha.)

 

CARRANZA.-     (Mira hacia los espectadores.)  Escuche, don Martín: ¿hacia dónde caerá Toledo?

MARTÍN.-   ¿Toledo? Ay, ilustrísima, yo no nací ni para marino ni para paloma mensajera... Pero, en fin, si no me pide que se lo señale con mucho detalle... Toledo debe de caer hacia el Norte y un poco al Oeste, ¿no?

LORENZA.-    (Que había cuidado entre tanto de revisar los bultos.)  ¿Vienes, hermano?

CARRANZA.-   Sí, Lorenza... En aquella dirección, ¿verdad?  (Señala al extremo izquierda del patio de butacas.) 

MARTÍN.-   Sí, sin duda.

 

(Entonces CARRANZA bendice a Toledo, el lejano e impreciso Toledo, íntimamente.)

 

¿Y por qué no bendice su ilustrísima a España? En eso sí que no hay error posible.

CARRANZA.-   Es cierto, don Martín. Dios bendiga a esta tierra amada sobre todas y a sus gentes.   (E imparte desde el centro de la escena, con gran solemnidad, su bendición.) 

 

(LORENZA y MARTÍN se aproximan al mismo tiempo. Las tres mujeres asisten curiosamente a esta pequeña ceremonia. CARRANZA hace mutis por el extremo derecho, seguido de LORENZA y DON MARTÍN.)

 

MUJER 2.ª.-   No es hereje, ¡te digo yo que no es hereje!

 

(Se abren las...)

 

 
 
CORTINAS
 
 


ArribaAbajoCuadro IV

 

Estancia, en Roma, del cardenal Reviva. El CARDENAL REVIVA lee un libro de oraciones. Es un hombre de cierta edad. Su FAMILIAR, el padre Federico, entra por el foro.

 

FAMILIAR.-   Eminencia, ¿olvidasteis que aguarda en la antecámara el Embajador del Rey de España?

CARDENAL.-   No, padre Federico, no lo olvidé. Estoy pensando en ello desde que me lo avisó.

FAMILIAR.-   ¿Qué debo hacer?

CARDENAL.-   Lo mismo que hasta ahora: tenerle esperando.

FAMILIAR.-   Bien, eminencia...  (Inicia el mutis, un poco confundido, por la misma puerta en que apareció.) 

CARDENAL.-    (Le ataja antes de que se vaya.)  Su paternidad no comprende nada de esto, me parece.

FAMILIAR.-   Faltaría al respeto que debo a su eminencia si me preocupase de comprenderlo.

CARDENAL.-   Para que no cumpláis mis órdenes demasiado fríamente, os explicaré, al menos, la razón de esta. El orgullo es un pecado mucho más extendido que la lujuria. Hay algunos hombres humildes. Pocos entre los españoles, menos entre los Embajadores. Si las dos condiciones se dan en el mismo sujeto, mal asunto. Si por añadidura resulta que el Embajador, además de ser español, estuvo en Lepanto, entonces, padre Federico, es ya el summum. Personalmente y por lo que a mí respecta, os confieso que, a veces, frente al representante de España, me he sentido con la misma zozobra de una doncellita de quince años ante un pelotón de soldados victoriosos.

FAMILIAR.-   Ya entiendo, eminencia.

CARDENAL.-   Conviene, pues, hacerle recordar al caballero don Luis de Requesens que Felipe II está por bajo de Dios, si bien no mucho; que la mano diestra de Dios es Su Santidad el Papa Pío V, y que la mano diestra de Su Santidad en el proceso Carranza, es su indigno siervo el Cardenal Reviva, patriarca de Constantinopla in partibus y Arzobispo de Pisa. Estos minutos de antesala serán un buen sedante para su altivez. ¿Cuántos van transcurridos, padre Federico?

FAMILIAR.-   Cinco, eminencia.

CARDENAL.-   Si me permitiese que transcurrieran seis sin recibirle, comprometería mi reputación de hombre educado, solo por darle una lección, de cuya inutilidad estoy, por otra parte, bien convencido. Haced, pues, que pase su excelencia.

FAMILIAR.-   En seguida.   (Y se va por la derecha. 

 

(El CARDENAL se pone en pie para recibirle. Transcurren unos segundos, bastantes. Al cabo de ellos, reaparece el FAMILIAR.)

 

CARDENAL.-   ¿Qué hay?

FAMILIAR.-     (Turbado.)  Eminencia, el Embajador se fue.

CARDENAL.-   ¿Cómo es eso?

FAMILIAR.-   Su secretario, el señor don Juan Rubio de Medina, me encargó de su parte que os comunicase...  (Se detiene.) 

CARDENAL.-   ¿Qué?

FAMILIAR.-   Que el señor Embajador comprendía que la tardanza en recibirle era debida a un error en la fecha fijada para la audiencia, y que volvería mañana a la misma hora.

CARDENAL.-     (Acepa el palmetazo con buen espíritu.)  ¿Qué os dije, padre Federico?

 

(Oscuro. Instantáneamente -es una instantaneidad absolutamente rigurosa- se hace la luz. El EMBAJADOR de España está sentado frente por frente del CARDENAL. Viste con elegancia y sobriedad. Sonríe.)

 

Doy la razón al señor Embajador. El jueves es el gozne de la semana y tiene luz propia. Los lunes están demasiado próximos al domingo y los viernes demasiado cerca del sábado como para que no se los distinga. Los martes y los miércoles, cierto, son los que tienen una personalidad menos dibujada y el confundirlos no es difícil.

EMBAJADOR.-   Yo estoy seguro de que en la próxima entrevista ese error no volverá a repetirse.

CARDENAL.-   Me complace que apenas iniciada esta me anunciéis ya la siguiente.

EMBAJADOR.-   Una pregunta antes de nada: ¿cómo va la salud de Su Santidad?

CARDENAL.-   Mucho mejor. Tuvo una crisis últimamente, pero la venció ya.

EMBAJADOR.-   Gracias sean dadas al Cielo. Mi señor el Rey le profesa especial afecto.

CARDENAL.-   Ya lo sé, Embajador.

EMBAJADOR.-   Bien. Lo que me trae aquí es muy delicado y solo porque conozco la bondad de su eminencia me he permitido venir.

CARDENAL.-   La bondad es el primero de los deberes de un dignatario de la Iglesia. A veces, sin embargo, se nos llama buenos para pedimos algo que, justamente, un hombre bueno no puede hacer, pero estoy seguro de que ese no es vuestro caso.

EMBAJADOR.-   Naturalmente que no.

CARDENAL.-   ¿No me vais a hablar, pues, del Arzobispo Carranza?

EMBAJADOR.-   Ah, sí, claro que sí. Yo elogié antes vuestra bondad porque vuestra sutileza es innecesario celebrarla. Acabáis de ponerla de relieve una vez más. Ese fue el tema esencial de las anteriores visitas y yo corro el peligro de que el señor Cardenal vea en mí un pésimo conversador, con una sola nota en su registro. Sería muy triste que me juzgaseis así. Eminencia: en los correos de España que llegaron el lunes venían los dictámenes de los Obispos de Málaga, de Granada y de Jaén sobre el Catecismo de Fray Bartolomé. Los tres afirman que en él se contienen proposiciones heréticas.

CARDENAL.-   Ya.

EMBAJADOR.-   Son excepcionalmente importantes porque, en un primer momento, estos prelados se habían manifestado favorables al Catecismo.

CARDENAL.-   ¿Cambiaron, pues, de manera de pensar?

EMBAJADOR.-   Así es.

CARDENAL.-   ¿Y a qué atribuís, señor Embajador, ese cambio?

EMBAJADOR.-   Eminencia, cuando se nos envían poesías, trabajos históricos o jurídicos, siempre nos sentimos propensos a la alabanza de sus autores. Pero cuando, por cualquier motivo, se nos obliga a ser sinceros, entonces ya medimos más nuestras palabras.

CARDENAL.-   Se les ha requerido, pues, para que revisasen sus primeros dictámenes.

EMBAJADOR.-   No, se les ha pedido simplemente que sustituyesen por un dictamen en forma lo que había sido poco más que un cortés acuse de recibo del Catecismo de Carranza.

CARDENAL.-   ¿Y me traéis esos dictámenes?

EMBAJADOR.-   Así es, Eminencia, y con apremio, porque hasta la Embajada han llegado en estos días ciertos rumores que yo considero, naturalmente, infundados, pero que me alarman un tanto.

CARDENAL.-   ¿Qué rumores?

EMBAJADOR.-   ¡Oh!, casi ni sé por qué los comento en vuestra cámara, tan disparatados los juzgo... Hay quien dice que Su Santidad Pío V tiene ya preparada la sentencia y que esta es absolutoria. No creo que se pueda inventar un dislate mayor.

CARDENAL.-     (Se levanta poco a poco.)  ¿El señor Embajador entiende que una sentencia absolutoria sería un dislate?

EMBAJADOR.-   Os contestaré con la simplicidad de un soldado, que es lo que de hecho soy; sí, Eminencia.

CARDENAL.-   Antes hablábamos de rumores... ¿Quién puede sustraerse a ellos? Si los hay para todos los gustos... Por ejemplo: no han faltado quienes insinúen que esos dictámenes que me anunciáis fueron, en cierto modo, sugeridos a quienes los firman.

EMBAJADOR.-     (Se ríe.)  ¡Cuánta imaginación...!

CARDENAL.-   Dictamen, ¿viene de dictado? Me apasiona la historia de las palabras...

EMBAJADOR.-   A un latinista de vuestro rango no se le oculta que la raíz de estas dos es la misma, pero son innumerables las cosas que empiezan de igual manera y acaban de modo distinto. En todo caso, puedo aseguraros que nadie ha coaccionado a esos Obispos y que cuanto manifiestan responde a su leal saber y entender.

CARDENAL.-   Dispensadme si os digo, señor Embajador, que sea cual sea la resolución de este drama, yo estoy convencido de que su excelencia sirve una causa impopular.

EMBAJADOR.-   ¿Cómo?

CARDENAL.-   Sí, Embajador. El tremendo celo con que su excelencia sigue el proceso del Arzobispo Carranza produce en todos cuantos estamos en torno a él reacciones muy peculiares.

EMBAJADOR.-   Es posible... Acaso desde Roma no se ve bien a España, tal y como ella es. Tal vez España no se ve bien desde lejos. La perspectiva, que es buena para tantas cosas, no lo es para mi país y temo que de este fenómeno tengamos mucho que sufrir los españoles a lo largo de la historia. Por eso le sorprende y le disgusta al Cardenal mi actitud de vigilancia y de alerta.

CARDENAL.-   ¿Qué sucedería si Carranza fuese absuelto por Su Santidad? ¿El Imperio se vendría abajo, las Indias serían sumergidas por las aguas?

EMBAJADOR.-   Nada de eso, pero se habría asestado un golpe mortal a la Santa Inquisición que a España y a Roma le conviene cuidar escrupulosamente.

CARDENAL.-   Golpe, ¿por qué?

EMBAJADOR.-   Porque la Inquisición lleva catorce años afirmando que Carranza es un hereje y si ahora Roma la contradijera, los españoles pensarían que a la Inquisición la gobierna la injusticia o a Roma la arbitrariedad.

CARDENAL.-   El Embajador nos amenaza casi con un cisma.

EMBAJADOR.-   No, tanto, no. Pero será prudente recordar que los españoles son un pueblo de ascetas cuyo placer nacional es el de rebelarse.

CARDENAL.-   Conviene estar preparado, Embajador.

EMBAJADOR.-   ¿Para qué?

CARDENAL.-   Tanto para ganar como para perder.

EMBAJADOR.-   ¿Tanto para una sentencia absolutoria como condenatoria?

CARDENAL.-   Exactamente.

EMBAJADOR.-     (Con suficiencia.)  Absolutoria... No. Es imposible.

CARDENAL.-   La figura del Arzobispo despierta muchas simpatías...

EMBAJADOR.-   La sensiblería del pueblo es una epidemia de extirpación difícil.

CARDENAL.-   Yo no os hablo del pueblo, os hablo de los pasillos del Vaticano.

EMBAJADOR.-   Sería imperdonable la absolución de Carranza. Un error en el que Su Santidad no puede incurrir, y una ingratitud para España.

CARDENAL.-   ¿Ingratitud? ¿Y por qué?

EMBAJADOR.-   España tiene sus soldados sobre media Europa, tanto para ocupar tierras como para defender dogmas, al servicio, más que de una política, de una religión. Y sería descorazonador que mientras manda a las Indias sus misioneros y ha de afrontar en tierras de Flandes la hostilidad general, se le desautorizase en Castilla declarando inocente a aquel contra quien ha pronunciado su fallo la Inquisición y mi Señor.

CARDENAL.-   Quiero seros leal: entre los que miran con simpatía la figura del Arzobispo, apuntadme a mí.

EMBAJADOR.-   ¿A su Eminencia?

CARDENAL.-     (Se levanta.)  Sí. Yo me siento lleno de humana piedad hacia él. Catorce años de cárcel, ¿no son suficientes? Si hubiese habido en sus sermones, en sus libros, alguna licencia, alguna afirmación atrevida, ¿no estaría ya bastante pagado con las prisiones de Valladolid y con la del castillo de Santangelo? ¿A qué mayor ensañamiento? ¿Cómo os podría sorprender, señor Embajador, que en el espíritu de Pío V todos estos factores pesasen decisivamente?

EMBAJADOR.-   Casi me doy por notificado del resultado del proceso y así se lo comunicaré al Rey, bien seguro, por desgracia, de acertar.

CARDENAL.-   Me guardaré de inmiscuirme en su oficio de Embajador, temeroso de quitarle un éxito de información.

EMBAJADOR.-   Ya he hecho saber antes de hoy a mi señor cuál es el estado de ánimo que prevalece en las altas esferas de Roma, y cómo se ha autorizado la venta pública del Catecismo, y cómo se nos ha respondido cuando solicitamos su retención, que, si insistíamos, pudiera ser que se aprobase por un «motu proprio». Todo esto se sabe en España y por el próximo correo se sabrá, también, que Su Santidad Pío V se propone absolver al Arzobispo Carranza. Nada me importa mi fracaso. Sí, y mucho, la repercusión que todo esto tenga en las relaciones entre la Iglesia y Su Majestad católica el Rey Felipe II.

CARDENAL.-   Esas relaciones...

 

(Poco antes se han oído rumores fuera de escena. Ahora se acrecientan, tanto que el diálogo se interrumpe. Por la puerta del foro entra el padre Federico, demudado.)

 

FAMILIAR.-   ¡Eminencia!

CARDENAL.-     (Comprende que no se atreve a decir lo que sucede. Él mismo se levanta y va a su encuentro.)  Excúseme, Embajador.  (Al FAMILIAR.)  ¿Qué sucede?

FAMILIAR.-   Un paje trae la noticia de que Su Santidad se ha agravado súbitamente y que está expirando.

CARDENAL.-   ¡Qué horror! Mandad, padre Federico, preparar la silla de manos. Salgo para allí en seguida.

 

(El padre Federico hace mutis por la derecha. El CARDENAL se vuelve a primer término. Su rostro es demasiado expresivo para ocultar sus emociones.)

 

EMBAJADOR.-   ¿Puedo ayudar en algo, Eminencia?

CARDENAL.-   No, Embajador. Me dan la noticia de que Su Santidad se ha agravado y, al parecer, se teme que fallezca de un momento a otro.

EMBAJADOR.-   Terrible pérdida para la Cristiandad sería su muerte. Pero, ¿qué es eso de que no puedo hacer nada? Ahora mismo voy a nuestra iglesia de San Pietro in Montorio, a ordenar que se digan preces en comunidad por su salud.  (Y tras un cortesano saludo, inicia el mutis.) 

VOZ.-     (Dentro.)  ¡Ha muerto Su Santidad! ¡Ha muerto Su Santidad!

CARDENAL.-     (Se asoma a la puerta.)  ¿Quién lo dice?

FAMILIAR.-     (Reaparece.)  Un familiar del Cardenal Chiesa.

CARDENAL.-   ¡Dios mío!

EMBAJADOR.-   Aseguro a vuestra Eminencia que los más solemnes funerales de la tierra, después de los de Roma, claro está, se le harán a Su Santidad Pío V en la catedral de Toledo.


 
 
OSCURO Y CORTINAS
 
 


ArribaCuadro V

 

Una estancia del castillo de Santangelo. En el centro, una cama, parcialmente rodeada por un alto bastidor. La estancia sirve de aposento y de prisión a CARRANZA. LORENZA, que viste como si acabase de levantarse, termina de arreglar el lecho de su hermano. Su pelo, antes negro, ha emblanquecido con el paso de los años. FRAY ANTONIO entra por la derecha.

 

LORENZA.-   Repetidme lo que haya dicho Minechelli, palabra por palabra.

FRAY ANTONIO.-   ¿Y qué queréis que me haya dicho?

LORENZA.-   Le habéis acompañado a la salida y habéis hablado con él mucho tiempo. No pretenderéis negarlo. ¿Creéis que ignoro la gravedad de Fray Bartolomé? No me ocultéis nada, Fray Antonio.

FRAY ANTONIO.-   Sabéis lo mismo que yo. El padre Minechelli ha confirmado simplemente su parecer anterior.

LORENZA.-   ¿Desesperado?

FRAY ANTONIO.-   Sí.

LORENZA.-   ¿Para cuándo?

FRAY ANTONIO.-   Una semana, unos días, unas horas... La muerte puede sobrevenirle en cualquier momento. Pero eso no es nuevo para su merced, doña Lorenza.

LORENZA.-   ¿Y será posible que se muera sin que se le haya absuelto?

FRAY ANTONIO.-   Esperemos que no.

LORENZA.-   ¿Cuándo llegará don Martín?

FRAY ANTONIO.-   Pronto. Él nos traerá noticias.

LORENZA.-   ¡Largo martirio el de mi hermano!

FRAY ANTONIO.-   Sí... Ocho años en España, nueve en Italia.

LORENZA.-   El retraso es siempre una injusticia. Tanto vale, pienso a veces, una causa mal fallada, si lo es pronto, que bien, si se demora siglos.

FRAY ANTONIO.-   Don Martín me tiene dicho: fíjese con qué rapidez puedo llevar este pliego de una habitación a otra; déselo a un escribano y no lo hará en meses.

LORENZA.-   La verdad es que ha soplado el viento en contra nuestra. La muerte de Pío V fue una terrible desgracia.

FRAY ANTONIO.-   La vida de los Papas es breve. Tres llevamos desde que empezó el proceso. Pero a Gregorio XIII le corresponde dictar sentencia. Y acaso, a estas horas, la haya dictado ya.

LORENZA.-   ¡Ojalá sea así!

FRAY ANTONIO.-   Confíe en el Santo Padre.

LORENZA.-   Siempre confié en él. Nunca en el Rey.

FRAY ANTONIO.-   Su ilustrísima, sí.

LORENZA.-   En efecto, Fray Bartolomé confía en él y lo respeta y lo ama. Yo no puedo perdonarle. ¿Por qué se suspendió la causa al morir Pío V sino porque él Rey pidió que oyesen a los nuevos calificadores que mandaba? ¿Y quién sino él fue culpable de que censurasen el Catecismo los que antes lo habían puesto por las nubes?

FRAY ANTONIO.-   Juicio temerario es ese, doña Lorenza. Ahora que concluye el proceso de Fray Bartolomé, si la Inquisición la escuchase empezaría el suyo.

 

(Por la lateral derecha entra SOR NIEVES.)

 

SOR NIEVES.-   Buenos días, señora; buenos días, Fray Antonio.

LORENZA.-   Buenos días, Sor Nieves.

SOR NIEVES.-   ¿Cómo descansó su ilustrísima?

LORENZA.-   Medianamente, Sor Nieves. Le he oído moverse y removerse. A media noche me pidió que le abriese la ventana. Le gusta el aire de Roma y oír el Tiber al pie del castillo. Después, se durmió un poco.

SOR NIEVES.-   Su enfermedad peor son sus preocupaciones. Ya verá cómo mejora, apenas las venza.

LORENZA.-   En todo caso, nadie es muy fuerte a los setenta y tres años. Ni aun nacido en Navarra.

SOR NIEVES.-   Dígale que rezamos mucho por él y porque Su Santidad le devuelva la paz que tanto necesita.

LORENZA.-   Gracias, Sor Nieves.

SOR NIEVES.-   ¿Qué le parece si le preparamos un caldito?

LORENZA.-   Muy bien, aunque temo que nuestro enfermo se lo desaire.

SOR NIEVES.-   Prevendré a la cocina para que se esmeren.

LORENZA.-   Muchas gracias.

 

(Mutis de SOR NIEVES por la derecha. FRAY BARTOLOMÉ entra por la puerta del foro. ¿Qué se hizo de su gallardía, de su apostura, de su enérgico talante de antaño? Todo se lo arrebató el tiempo: ahora se apoya en un bastón.)

 

CARRANZA.-   Buenos días, Fray Antonio.

FRAY ANTONIO.-   Buenos días, ilustrísima.  (Le besa el anillo.) 

LORENZA.-   Te conviene el reposo.

CARRANZA.-   ¡Qué más da! ¿Qué crees que puede hacerme a estas alturas el reposo? La victoria contra la muerte, si es que la gano, no será con las pequeñas armas del descanso, sino con otras de más fuste.

LORENZA.-   Pasaste la noche de claro en claro.

CARRANZA.-   Tal vez.  (Le hace en la frente la señal de la cruz. FRAY BARTOLOMÉ se dirige hacia el espectador y mira lejanamente.)  Qué hermosa está la mañana... ¿Cómo será la de hoy en Toledo? ¿Eh, Fray Antonio? En abril, el Tajo amanece con un poco de niebla, que el sol disipa lentamente. Hay nubes que parece como si fueran a enredarse en las agujas del Alcázar y que no se marchan hasta que han visto despeñarse al río, tan ruidoso y tan alegre, hacia el Guadarrama.

FRAY ANTONIO.-   Estas nubes de Roma no valen lo que las nuestras.

CARRANZA.-     (Se sonríe.)  ¿Y por qué no, Fray Antonio? ¡Qué cándida cosa es esa de poner la vanidad en la forma o en el color de las nubes!  (Suenan lejanamente unas campanas.)  Las nubes son iguales en todos los sitios... Y, sin embargo, ya ve... Las campanas, no. Hay una cuyo sonido no podría confundir jamás: es la de nuestra Parroquia de Miranda de Arga. ¿Te acuerdas, Lorenza? Y hay otra, la de Toledo, que la oigo como la oí tantas veces revestido de pontifical. ¡Qué voz tan noble, tan redonda, la de esa campana! Que San Pedro me perdone, pero esa, sí, no la cambio por ninguna.  (Pausa.) 

LORENZA.-   ¿Triste...?

CARRANZA.-   Sí... Me duele pensar que aquella parte de mi existencia que hubiera podido ser más fecunda, la he tenido que usar en defenderme de mis enemigos y no, como hubiera querido, en trabajar por la gloria de la Iglesia.

LORENZA.-   ¿Crees que Dios no lo sabe?

CARRANZA.-   Mi tristeza sería inconsolable si lo dudase.

 

(FRAY ANTONIO se asoma a la puerta de la derecha como atraído por algún rumor que proviene de ella.)

 

Y don Martín, ¿cómo es que aún no vino?

FRAY ANTONIO.-   Fue al Vaticano.

LORENZA.-   De un momento a otro se conocerá la sentencia. ¿Te imaginas la alegría que nos espera?

CARRANZA.-   Cuida tus sueños, hermana. ¡Quién sabe si nos aguarda un despertar amargo!

 

(Vuelve a entrar SOR NIEVES por la derecha. Trae una taza de caldo. Se acerca a CARRANZA y le besa el anillo.)

 

SOR NIEVES.-   ¿Cómo durmió su ilustrísima?

CARRANZA.-   Mal Sor Nieves.

SOR NIEVES.-   ¿Le apetece un poco de caldo?

LORENZA.-   Fray Bartolomé es como un niño caprichoso, pero yo creo que será incapaz de rechazarlo.

CARRANZA.-   Poco me tienta...

LORENZA.-   Anda, anda...  (Se lo sirve.) 

SOR NIEVES.-     (A FRAY ANTONIO, en voz baja.)  Don Martín está ahí y dice que si podéis salir un momento, que es urgente.

 

(Mutis de FRAY ANTONIO.)

 

CARRANZA.-   ¿Sucede algo?

SOR NIEVES.-   Nada, ilustrísima.  (Para sí.)  ¡Que Dios me perdone la mentira!

CARRANZA.-   ¿En qué parte de España nació, Sor Nieves?

SOR NIEVES.-   Soy de Illescas, un pueblecito que su ilustrísima conoce muy bien.

CARRANZA.-   ¿Cuándo hizo los votos?

SOR NIEVES.-   Fue en mil quinientos cincuenta y seis y en el convento de Toledo. Era Arzobispo entonces don Juan Martínez Silíceo.

CARRANZA.-    (Con melancolía.)  Mi predecesor...

 

(FRAY ANTONIO, que regresó, se ha acercado a LORENZA y habla con ella reservadamente.)

 

FRAY ANTONIO.-   Vaya a ver a don Martín, que la está esperando. Trae noticias y quiere que las sepa antes que su ilustrísima.

 

(No está FRAY ANTONIO tan ducho en las artes del disimulo como para que le hayan pasado inadvertidas a CARRANZA sus palabras.)

 

CARRANZA.-     (Se pone en pie. Severamente.)  ¿Qué suceded Fray Antonio?

FRAY ANTONIO.-     (Evasivo.)  Nada, ilustrísima.

CARRANZA.-     (Le mira escrutadoramente.)  ¿Estáis muy seguro de que es verdad lo que decís? ¿No será tal vez que ha llegado don Martín...?

LORENZA.-   Hermano...

CARRANZA.-   ¿... y que tiene noticias que darme? ¿Y que acaso no son buenas?

FRAY ANTONIO.-   Ilustrísima...

CARRANZA.-   Toda mi vida he afrontado la fortuna y la adversidad con el mismo semblante. Y ya me siento muy viejo para cambiar de costumbres.

 

(FRAY ANTONIO y LORENZA titubean visiblemente. La voz de CARRANZA es ahora más imperiosa.)

 

Hacedle entrar, Fray Antonio, si no queréis que salga a buscarle yo mismo.

 

(Mutis de FRAY ANTONIO por la derecha.)

 

LORENZA.-   Hermano...

CARRANZA.-    (Dulcemente.)  ¿Qué hay, hermana...?

MARTÍN.-     (Se acerca a CARRANZA y le besa la mano.)  Ilustrísima...

CARRANZA.-     (Le mira escrutadoramente.)  O mucho me equivoco o ya conocéis la sentencia.

 

(Tras MARTÍN AZPILICUETA entra, también, FRAY ANTONIO.)

 

MARTÍN.-   Sí, ilustrísima.

CARRANZA.-   ¿He sido condenado?

 

(MARTÍN no responde.)

 

¡Contestadme! ¡Os lo ordeno!

MARTÍN.-   Más justo sería decir que no habéis sido absuelto.

CARRANZA.-   Explicaos, don Martín.

MARTÍN.-   Es una sentencia que está a mitad de camino entre la absolución y la condena.

CARRANZA.-   ¿Cómo es eso posible?

MARTÍN.-   Sí, se declara que habéis tomado doctrina de algunos luteranos y que os habéis servido de muchos errores, frases y maneras de los que ellos usan... Se os considera vehementemente sospechoso de herejía..., pero no hereje.

CARRANZA.-   Pequeña diferencia...

MARTÍN.-   Se os obliga a abjurar ciertas proposiciones. Pero a mí no me consta que su ilustrísima haya dicho nada o casi nada de la que se quiere que abjure.

CARRANZA.-   Don Martín sabe que me han atribuido frases que no eran mías, y que nunca me dejaron rectificar aquellas del Catecismo que podían parecer confusas o equívocas.

MARTÍN.-   El Catecismo... Se prohíbe su publicación...

LORENZA.-   Trento lo había aprobado.

CARRANZA.-   Calla, Lorenza. ¿Qué más, don Martín?

MARTÍN.-   Deberéis visitar las siete basílicas de Roma, pero Su Santidad le ofrece su litera para que haga esa visita. Se diría que quienes redactaron la sentencia tendieron a no dar plena satisfacción ni al acusado... ni a los acusadores.

CARRANZA.-   ¿Toledo?

MARTÍN.-   No se os destituye del Arzobispado, pero quedáis suspenso en la administración de la diócesis por cinco años.

CARRANZA.-   Largo plazo para un corazón tan viejo...

MARTÍN.-   Ilustrísima, no necesito decirle que si ha habido en mi vida una hora penosa, es esta.

CARRANZA.-   Lo sé, fiel amigo mío. Y vuestra pena alivia un poco la mía.  (Transición.)  ¿Lleváis la sentencia?

MARTÍN.-   Sí.

CARRANZA.-   Dádmela.

MARTÍN.-   Tenedla.   (Se la entrega.) 

CARRANZA.-   Bueno será que vayáis pensando en vuestros negocios, ahora que ya terminaron los míos. Deberéis volver a España. Ayer oí hablar de un galeón que zarpará de Nápoles a mediados de mayo.

MARTÍN.-   Despreocupaos de mi suerte, que es la vuestra la que importa.

CARRANZA.-   ¿Olvidasteis aquella mañana en Valladolid, cuando vinisteis a verme? No sabíais aún si encargaros o no de mi defensa. ¡Pobre don Martín! ¡Cuántas veces os habréis arrepentido, en vuestro fuero interno, de haber sido tan generoso!

MARTÍN.-   Jamás, os lo aseguro.

CARRANZA.-   Yo os dije: plegue al cielo que sea vuestra merced el primero en llevar el haz de leña a mi hoguera.  (Transición.)  Buscadlo, don Martín, entre los pinos de Roma.

MARTÍN.-   Ilustrísima...

CARRANZA.-   Olvidaos de esos protocolos, no me llaméis ilustrísima. Esas son palabras buenas para el mundo, y yo ya estoy fuera de él. Llámeme hermano, que es lo que ha sido para mí, hermano Martín.

 

(DON MARTÍN le besa devotamente el anillo. CARRANZA se levanta y le abraza con profundo cariño. DON MARTÍN hace mutis, ocultando apenas su emoción, por la lateral derecha.)

 

Dame mis espejuelos, Lorenza.

 

(LORENZA se los da. CARRANZA comienza a leer la sentencia y se echa a llorar. Es un llanto desgarrador, hacia dentro, agónico casi. FRAY ANTONIO hace mutis por la puerta del foro.)

 

LORENZA.-     (Recoge la sentencia y la deja sobre la cómoda.)  Dime la verdad, hermano. Háblame como me hablabas cuando era niña, y me hacías confidencias: hazme a mí, ahora, solo a mí, esta, la que más necesito, la que no he pedido nunca que me hicieras. ¿Has podido, sin saberlo, caer en herejía?

CARRANZA.-   Lorenza...

LORENZA.-   Pon la mano en tu corazón, remueve todas las cosas que llevas dentro y contéstame: ¿has pecado contra la fe?

CARRANZA.-   ¿Cómo crees que hubiera podido hacerlo?

LORENZA.-   ¿Tanto libro, tanto estudio y tanto afán de aprender no te llevó a abandonar, acaso sin saberlo, el buen camino?

CARRANZA.-   No.

LORENZA.-   Y entonces, ¿cómo es posible que el Papa te condene, porque esa sentencia es una condena, siendo inocente?

CARRANZA.-   Mi pecado ha sido un pecado de soberbia. Yo viví una hora de orgullo que me hizo sentirme capaz de descubrir a Cristo por mí mismo, como si ya no se hubiera descubierto Él. ¿No viste alguna vez cómo de tanto clavar en la pared, terminamos pasándola de parte a parte? Eso me sucedió a mí. Yo quise vestir la fe con palabras acaso demasiado audaces. Las escritas ya, me parecían insuficientes y gastadas. Intenté llenar de claridad lo que era puro resplandor. Mi pecado consistió en escudriñar y ahondar en los misterios divinos y en pisar, sin darme cuenta, tierra prohibida. Fascinado quizá, aunque fuese pasajeramente, por un mundo nuevo de ideas, de adivinaciones, de tentaciones... Ellos veían la religión como una montaña inmóvil. Yo la veía como un río que pulimentaba las piedras del fondo y corría, corría hacia un mar que no encontraba nunca.

LORENZA.-   ¿Y ha sido preciso que pagues eso con diecisiete años de dolor y de cárcel?

CARRANZA.-   Mi vida ha sido el campo de batalla en el que han luchado combatientes muy poderosos. Y así es solo destrucción y ruina, como lo son siempre los campos de batalla.

LORENZA.-   Pero, eres inocente, ¿verdad?

CARRANZA.-   Sí. No hubiese podido resistir tantos años defendiéndome si no lo fuese.

LORENZA.-   Pues, entonces, rebélate.

CARRANZA.-   ¿Contra quién?

LORENZA.-   Contra quien te condena.

CARRANZA.-   No, hermana, no.

LORENZA.-   ¿Por qué tanta mansedumbre? ¿Por qué no levantarse contra la injusticia?

CARRANZA.-   Y yo, ¿he sido siempre justo cuando juzgaba a los demás, cuando tasaba eso tan profundo, tan íntimo, tan impenetrable que es la fe del hombre?

LORENZA.-   ¿Cómo comparar una cosa con otra? Tú juzgabas a herejes.

CARRANZA.-   Unos, sí, lo eran; otros, acaso, eran tan solo, espíritus atormentados por la duda, mordidos por la angustia, ansiosos de salir de las tinieblas. Yo les contestaba echando los cerrojos de sus prisiones o encendiendo el fuego de las hogueras. ¿Con qué autoridad quieres que me rebele? Yo he contribuido a imponer penas muy graves a muchos cuyos pecados no eran más grandes que los míos.

LORENZA.-   ¿Vas a aceptar la condena?

CARRANZA.-   Sí, hermana, y humildemente. Yo merezco sufrir, como reo una parte, al menos, de lo que he hecho sufrir como juez.  (Transición.)  ¿Qué, te cuesta trabajo entenderme?

LORENZA.-   Quizá, sí.

CARRANZA.-   Pobre Lorenza. ¿Qué miras ahora?  (Le acaricia tiernamente las manos.)  ¿Mis facies terrae? Ayer me vi en un espejo. «¿Quién es ese moribundo?», me dije a mí mismo, sin reconocerme.

LORENZA.-   No hables así. Volverás a Toledo. Dios te dará esa compensación.

CARRANZA.-   Sabes que no volveré jamás. Tengo la muerte acampada al pie de este castillo y muy pronto, mañana, pasado, trepará las murallas y me helará la sangre.

FRAY ANTONIO.-    (Vuelve por el lateral de su mutis, hacia la que se ha acercado LORENZA.)  ¿Cómo van los ánimos de su ilustrísima?

LORENZA.-   Si durmiese unas horas...

FRAY ANTONIO.-   ¡Pobre alma de hierro!

LORENZA.-   ¿Qué dice don Martín de la sentencia?

FRAY ANTONIO.-   Bajó a la capilla. No he hablado con él.

 

(FRAY ANTONIO hace ademán de aproximarse al Arzobispo, pero LORENZA, con un gesto, le disuade. Ambos, entonces, quedamente, para no turbarle, se van por la lateral derecha. La luminotecnia ahora deberá ayudarnos a que el espectador tenga conciencia exacta del paso del tiempo. FRAY BARTOLOMÉ cierra el libro de oraciones y sume en el pecho la cabeza. La escena se oscurece poco a poco. Se oye el tic-tac de un reloj. Quizá FRAY BARTOLOMÉ se ha adormecido. Será ya la muerte trepando por las murallas del castillo, la que le despierte. Un dolor agudísimo le asalta. Presa de él, se incorpora y, vacilante, consigue llegar hasta la cabecera de la cama. Ahí irán a recogerle LORENZA y FRAY ANTONIO.)

 

CARRANZA.-   ¡Lorena! ¡Lorenza!

 

(Entran, al oírle, LORENZA y FRAY ANTONIO.)

 

LORENZA.-   ¡Hermano!

CARRANZA.-   Un dolor espantoso, nunca antes sentido.

LORENZA.-   Fray Antonio, avise a don Martín y a Sor Nieves.

FRAY ANTONIO.-     (Por la derecha.)  ¡Don Martín! ¡Sor Nieves!

CARRANZA.-   Fray Antonio, hermana. Ayudadme.

 

(FRAY ANTONIO y LORENZA le ayudan a echarse en la cama. Llegan ahora DON MARTÍN y SOR NIEVES, seguidos de dos monjitas con velas.)

 

MARTÍN.-   ¿Qué es eso?

CARRANZA.-   Lo más sencillo que uno puede imaginarse: la muerte, por fin, amigo mío.

LORENZA.-     (A SOR NIEVES.)  El padre Minechelli... Avisadle. Estará en el coro.

SOR NIEVES.-   Haré que lo busquen en seguida.

MARTÍN.-   Los Santos Óleos.

 

(SOR NIEVES se va por la derecha.)

 

CARRANZA.-     (LORENZA se aproxima a él.)  Lorenza, la muerte viene muy de prisa.

 

(SOR NIEVES entra por la derecha.)

 

SOR NIEVES.-   Han salido a buscar al señor Minechelli, pero me temo que tarde.  (A CARRANZA.)  ¿Os sentís mejor?

CARRANZA.-   No, Sor Nieves.

SOR NIEVES.-   Hoy rezaremos todas las hermanas por su ilustrísima. Ya veréis como el Señor nos oye.

CARRANZA.-   Quisiera que me ayudaseis a incorporarme.  (Entre todos le ayudan, en efecto, a incorporarse, tal y como él lo pedía, apoyándole sobre unas almohadas y de frente a los espectadores.)  Así. ¡Cuánto siento no poder decir lo que voy a decir, de rodillas, con la dignidad debida...! ¿Me oís?

LORENZA.-   Sí, hermano.

CARRANZA.-   Por el tremendo paso en que estoy, acepto por justa la sentencia, como dictada por Su Santidad.  (Hace un esfuerzo para poder seguir hablando.)  Perdono a cuantos hayan podido hacerme daño, seguramente involuntario. Y ahora.... Dadme la sentencia...

 

(Se oyen tenuemente unos cantos gregorianos.)

 

LORENZA.-   Yo se la traigo.  (Va, en efecto, a la cómoda, en donde la había dejado y se la entrega a MARTÍN.)  ¿Para qué la quieres?

CARRANZA.-   Leedme, don Martín, las proposiciones que se me condenó a abjurar...

LORENZA.-   No te mortifiques...

CARRANZA.-   Si me consolará... Leédmelas, don Martín, leédmelas...

MARTÍN.-     (Toma la sentencia de manos de LORENZA y va leyendo.)  Que Cristo Nuestro Señor satisfizo tan eficaz y plenamente por nuestros pecados que ya no se exige de nosotros ninguna otra satisfacción.

CARRANZA.-   Abrenuntio.

MARTÍN.-   Que la sola fe sin las obras basta para la salvación.

CARRANZA.-   Abrenuntio.

MARTÍN.-   Que las acciones y obras de los Santos nos sirven solo de ejemplo, pero no pueden ayudarnos.

CARRANZA.-   Abrenuntio.

MARTÍN.-   Que la presente Iglesia no tiene la misma luz y autoridad de la primitiva.

CARRANZA.-   Ab...

MARTÍN.-   Que la razón natural es contraria a la fe en las cosas de la religión.

 

(CARRANZA expira. MARTÍN no lo advierte y continúa leyendo.)

 

Que el pecador, cuando pierde por el pecado la gracia...

LORENZA.-    (Solloza.)  ¡Hermano...!...

MARTÍN.-   Ego te absolvo pecatis tuis. In nomine Patris et Filii et Spiritu Sancto.  (Se acerca a FRAY BARTOLOMÉ y piadosamente le cierra los ojos. Después se vuelve a todos los circunstantes.)  En estos momentos..., el Arzobispo Carranza... está siendo sentenciado por Aquel que no yerra.

 

(El canto gregoriano aumenta la intensidad y hay un bisbiseo general de oraciones mientras lentamente cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 





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