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El Resplandor de la Hoguera. II. La España Tradicional1

Ramón del Valle-Inclán



LA ESPAÑA TRADICIONAL

POR DON RAMÓN DEL VALLE INCLAN

SEGVNDA *SEGUNDA* PARTE



EL RESPLANDOR DE LA HOGVERA *HOGUERA*

[5]



EL RESPLANDOR DE LA HOGUERA

LA GUERRA CARLISTA

[7]



LA GUERRA CARLISTA. VOL. II

EL RESPLANDOR DE LA HOGUERA POR D. RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN



MADRID, MCMIX

LIBRERÍA GENERAL DE VICTORIANO SUÁREZ, PRECIADOS, 48

[8]



Imp. de Primitivo Fernandez, Valverde, 33, Madrid.

[9]



EL RESPLANDOR DE LA HOGUERA

[11]






I

Oíase un lejano cascabeleo que parecía volar sobre la nieve. Y se acercaba aquel són ligero y alegre. Una voz habló desde el fondo del carro:

-¡Pues no habíamos equivocado el camino!

Y respondió, desabrido, el hombre que iba á pie, al flanco del tiro:

-Todavía no lo sé.

-¡Esas campanillas parecen del correo!

-Todavía no lo sé.

-El correo que anochecido llega á Daoiz.

[12] -Todavía no lo sé.

-Ayer le hemos visto entrar en la plaza.

-Digo que todavía no lo sé.

Para terminar chascó el látigo sobre las orejas de las mulas. Era un viejo encanecido en la vida de contrabandista, silencioso, pequeño y duro. Caminaba á la cabeza del tiro, embozado en la manta y fumando un cigarro de Virginia. Las ruedas se enterraban en la nieve, y las mulas, bajo el restallido del látigo, se tendían con una tristeza resignada y penitente. Aquel camino era una trocha á través de la sierra, entre quebradas y peñascales. Algunas veces el carro se atascaba, y para ayudar á empujarle, salían del interior dos mujeres y un mozo. Allá lejos, por la altura blanca de nieve, apareció un jinete, apenas una sombra negra, que venía trotando. El contrabandista rezongó:

[13] -¡Buen perro cazallo! ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo asomó la cabeza fuera del toldo, que goteaba agua de nieve.

-¿Es el correo?

-Ya puede usted ir solo por las veredas. ¡Jo!... ¡Reparada!...

El mozo saltó á tierra y avizoró el camino:

-¿Por dónde viene?

-Ahora no puede verlo, que baja la cuesta. Solamente el sombrero se le discierne, acullá, al ras de la nieve. Parece un pájaro negro que apeona.

Habló desde el carro una de las mujeres:

-Si fuese el correo nos daría noticias.

El contrabandista humeó su tagarnina:

-¡Tendríamos todos la gloria tan cierta!

Encomió el mozo:

[14] -¡Buena vista!

-La vista no es mala, hijo. Pero no es negocio de la vista. Conozco el hablar de las campanillas, y bien las entiendo. ¿Usted no, hijo?

-¡Fuí el primero en oirlas!

-Las oye, pero no entiende su pregón. Pues las del jaco que trae el francés dicen: ¡Camino harás! ¡Camino harás! Y las del jaco de Miguelcho: ¡Din dan, rey serás! ¡Din don, rey de Dios!

-¿Y quién es el que ahora llega?

-Miguelcho. Mírele allí.

El jinete asomaba en lo alto del repecho. Venía cubierto con un poncho, y en la cabeza traía una gorra hecha con piel de borrego negro, que le ocultaba las orejas. Aquel recuero viejo le interrogó adusto:

-¡Hola, tú! ¿Cómo está el paso, amigo?

[15] -¡Malo!... ¡Malo está el paso!

-¿Podremos llegar á Otaín?

-Como os digo, el paso está muy peor... Pero ya podréis llegar si os ayuda Dios.

Una de las mujeres, la vieja, interroga desde el carro:

-¿Hermano, qué tropas hay en Otaín?

-Este amanecer, cuando yo salí, venía la carretera cubierta de roses. Yo solamente los vide de lejos. Pero las cornetas ya las entendí bien, ya.

-¿Y las boínas, dónde están, hermano?

-¡Remontadas por el monte, qué Dios!

Saltó el mozo:

-¡Van como las águilas!

-¡Qué Dios, van lo mesmo!

Se oyó suspirar á las mujeres del carro, mientras el mozo y el recuero se interrogaban con [16] los ojos. A todo esto ya el correo se inclinaba para recoger las riendas abandonadas sobre el cuello del jamelgo, y el contrabandista le detuvo extendiendo la vara del látigo:

-Miguelcho, tú eres un amigo y mereces la verdad. Estos señores que llevo en el carro vienen de la tierra de Francia.

-¡Ya me lo maginaba!

-Se han puesto en mis manos, y ayer pasamos la frontera sin desavío. En Daoiz hicimos noche, y allí nos informaron que estaba una partida carlista en Otaín.

-¡Cierto! Pero como tendría aviso de que llegaban los roses para cercarla, una noche salió aprovechando lo oscuro.

-¿No sabes dónde nos juntaríamos con ella?

-Con acierto no lo sé. De cualquiera modo, habríais de internaros por el monte y dejar el [17] carro. ¡Mal paso es, y si las mujeres no son capaces!

Habló desde el carro la vieja:

-Las mujeres son capaces, hermano.

-Pues entonces en el monte hallarán á los carlistas. Yo creo que por Arguiña y Astigar.

El contrabandista arreó las mulas:

-¡Jo!... ¡Beata! ¡Jo!... ¡Centinela! ¡No te duermas, Reparada!

Las dos mujeres gritaron, asomando fuera del carro, para divisar al correo:

-¡Dios se lo pague, hermano!

-¡Mandar!

Miguelcho afirmó la balija *valija* sobre el borrén y se alejó trotando, entre el alegre cascabeleo de la collera. El contrabandista volvió la cabeza:

-¡Consérvate en salud!

[18] -¡Amén, y que á todos vaya por lo igual!

El carro tornaba á rodar sobre la nieve, y el mozo seguía á pie, hablando con el recuero, sin cuidado de la nevasca:

-¡Jo!... Centinela.

El carro se atascaba, y las mulas, bajo el estallido del látigo, tendían la cerviz, agitadas las orejas. Al doblar la revuelta de Cueva Mayor, divisaron resplandores de lumbre sobre la nieve, y una pareja de hombre y mujer calentándose en la boca del socavón. Antes de llegar el carro, aquellas dos figuras de mal agüero se pusieron en pie, y por un atajo, á través de la gandara *gándara*, desaparecieron. Murmuró el mozo:

-¡Lástima que se vayan, porque acaso pudieran darnos alguna noticia!

-De querer, ya podrían, ya.

-¿Son mendigos?

[19] -Son espías que se visten de harapos para engañar mejor.

-¿Y á cuál de los ejércitos sirven?

-Nunca se sabe. ¡Mala gente!

Los dos vagabundos, que se habían perdido entre los brezos del atajo, reaparecieron bordeando una ezgueva *esgueva*, por la falda del monte. Saltó el mozo:

-¡Parece que huyen!

Frío que llevan. A esos creo conocerlos. Ella era mujer de uno á quien fusilaron poco hace, y ahora se ajuntó con ese. Son confidentes de Don Manuel.

La vieja llamó desde el carro:

-Cara de Plata, hijo mío, sube y pongámonos de acuerdo.

[21]




II

El Cura había esparcido sus confidentes por toda la serranía, enviando cartas, recados y encarecimientos á Don Pedro Mendía, al Sangrador, al Manco y á Miquelo Egoscué. Cuatro capitanes de partida que también hacían la guerra por su cuenta y aventura. Santa Cruz en sus cartas les decía que se le juntasen para caer en una sorpresa nocturna sobre los batallones republicanos que habían ocupado Otaín. Pero Don Pedro Mendía, que era un viejo receloso y [22] adusto, mandó, como respuesta, dar de palos al emisario. El Sangrador y el Manco ofrecieron ir. Pero más tarde, puestos de acuerdo, también entraron en sospecha y se internaron por la sierra. Solamente acudió al llamamiento Miquelo Egoscué. Era galán de mucho brío, y gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un cantar de Gesta. Las mujeres de los caseríos, cuando hacían corro en las cocinas para desgranar el maíz, contaban y loaban las proezas de aquel hombre. Y las abuelas, entonces, parecían enamoradas, y las mocetas suspiraban, contemplando la hoguera toda en lenguas de oro y de temblor. Egoscué se hallaba dormido en la borda de un cabrero, cuando llegó la carta del Cura Santa Cruz. El pastor, un mancebo rubio que tenía sobre los ojos como la niebla de un ensueño, [23] le movió blandamente para despertarle:

-¡Amo! ¡Amo Miquelo!

El capitán, aún medio dormido, interrogó sin sobresalto:

-¿Qué sucede?

-Vienen con una carta.

-¿De quién?

-Diz que del Cura.

Egoscué, completamente espabilado, se incorporó sobre las pieles y los helechos que mullían su camastro:

-¡Del Cura Santa Cruz! No pensaba que se acordaría de mí el Señor Don Manuel... ¿Y quién trae la carta?

-Son ellos dos... Pareja de hombre y mujer.

-¿Adónde están?

-Afuera, que afuera los dejé.

-Pues no los tengas más á la intemperie.

[24] Salió el pastor, y el capitán, para recibir á los dos emisarios, fué á sentarse cerca del fuego, en una silla baja que tenía el asiento de correas entretejidas. Volvió á poco el pastor:

-No quisieron entrar, pues habían priesa, y dejaron el papel, y con la misma se caminaron.

Miquelo Egoscué recibió la carta, y dándole vueltas sin abrirla, interrogó al cabrero:

-¿Conoces tú á esa gente?

-La mujer estuvo casada con Tomi de Arguiña. En tocante al hombre, no es nativo de acá. Pero otras veces lo tengo visto.

-¿Le conozco yo?

-Pues y quién sabe. Va tiempo hace con los mutiles del Cura. Muestra mucha religión, y es allí en la partida quien guía el santo rosario.

Mientras hablaba el cabrero, el capitán pasaba los ojos por las letras del Cura: Al terminar [25] se enderezó, mirando por el ventano hacia los montes. Todo estaba blanco, y temblaba á lo lejos una luz cimera, de oro pálido. Ya no caía la nieve, y un aire frío volaba en silencio sobre los campos y los caminos. El capitán descolgó la escopeta vieja, y se puso á cargarla:

-Parece ser que Santa Cruz quiere juntarse conmigo.

El pastor le miró con los ojos llenos de niebla:

-¿Y qué harás tú, amo Miquelo?

-Ir allá.

-No vayas, amo.

-¿Qué mal hay? Si luego no conviene, rifamos. Pero es bueno saber lo que va buscando el amigo.

-Lo que busca el lobo. Amo Miquelo, no hay que abrirle la majada cuando la ronda, por el aquel de averiguarle la intención. De antaño [26] sabemos que baja del monte por comerse las ovejas.

El capitán sonrió con arrogancía *arrogancia*:

-¡Yo he sido cazador de lobos!

Se asomó á la puerta con la escopeta al hombro, miró al cielo, y se volvió al interior de la borda:

-Mete un queso en el morral, y dame mi canana. Quiero llegarme al cuartel de mis mocetes.

-Yo iré contigo, amo Miquelo.

-¿Y tus cabras?

-Para siete que me quedan, nos las llevaremos y nos las comeremos.

Salió, juntó las cabras, silbó al perro, volvióse á entrar para coger el cayado, y sin cerrar la puerta de su borda, echó por delante del capitán hacia las lejanas cimas de Astigar.

[27]




III

En la hondura de una quebrada, y cercado de pinos cabeceantes, se ocultaba el caserío de San Paul. El carro se detuvo en la trocha, á la puerta de una venta, y las mujeres asomaron los rostros desgreñados, tan pálidos, que parecían consumidos por el ardor calenturiento de los ojos. La muchacha interrogó á la vieja:

-¿Es aquí donde pasaremos la noche?

Y la vieja respondió con un gesto muy expresivo:

[28] -Aquí es.

-¿Los liberales están en el poblado?

Hizo el mismo gesto la vieja:

-Eso dicen.

La muchacha se santiguó:

-¡Ay, qué tierra triste!

Una niebla baja velaba el caserío, donde comenzaban á encenderse los fuegos de la noche. Las dos mujeres se apearon del carro y huyeron hacia la venta, inclinando las cabezas bajo el vuelo de la nieve. Desde la vereda se distinguía el resplandor de la cocina llena de humo. Cara de Plata, dando un gran tranco, alcanzó á las dos mujeres en la puerta:

-Aquí estaremos seguros.

Respondió muy entera la vieja:

-¡Dios lo haga!

Entraron y se acercaron á la lumbre. En la [29] cocina adormecíase una abuela sentada en su sillón de enea. Se le había caído el pañuelo sobre los hombros y mostraba la cabeza calva, con dos greñas de pelo blanco, lacias y largas. Cara de Plata le gritó:

-¿Abuela, dónde está el amo?

La ventera abrió los ojos, rebullendo penosamente en el sillón.

-¿Y tú quién eres?

-Un caminante.

-¡Los negros ocupan las casas de abajo!... ¿Los verías tú?

-No, no los he visto. ¿Dónde está el amo?

-¡Han quemado las casas de abajo!... Pues ya lo verías tú.

-Yo nada he visto.

-La canana tengo metida en la ferrada. Así siempre que hay guerra, hijo. ¿No has visto á [30] los negros? ¡Ay! ¡Ay!... Cuando á todos cortes tú la cabeza, hemos de bailar. Tú con la abuela, que tiene bajo la cama una hoz para degollar negros y franceses. ¡Ay! ¡Ay!... Muero aquí en este sillón. Cien años, cien años... Los hijos, unos para la tierra, otros, penar en esta vida... ¡Ay, cuántos!... Veintitrés llevé á la iglesia. Pues en dos veces, con los dedos de las manos, no los contarías tú.

Entró el hijo mayor, que venía de los establos:

-¿Qué hay de bueno por el mundo, amigos?

Se acercó el contrabandista y le habló en secreto:

-¿Tienes manera de guiar por los atajos del monte al mocé que se calienta á la lumbre con aquellas dos mujeres, y dejarlos en paraje seguro?

[31] -¡Paraje seguro! Pues si la tierra aquesta, de cabo á cabo, toda es una hoguera. ¡Paraje seguro!... ¿Y dónde está, te digo?

-Date una puñada en el sesamo *sésamo*. ¡Dios, que jamás entiendes en las primeras! Es decirte que los dejes en tierras donde campen las tropas del Rey Don Carlos.

-Hasta antier demoraron en toda esta parte. Tenían su cuartel en Otaín.

-Eso sabía yo, y fué por tanto los guiar acá.

El ventero se volvió lentamente, y miró hacia el fuego donde se calentaban las dos mujeres y Cara de Plata. Movió la cabeza guiñando los ojos:

-¿Qué gente, tú?

-¡Gente de nobleza!

-¿Y de dónde vienen?

-Acá vienen de la frontera. Pero han atravesado la media España.

[32] Otra vez el ventero volvió á mirar hacia el hogar. Las dos mujeres habían sacado los rosarios de las faltriqueras y rezaban en voz baja, sentadas en un banco sin respaldo. Cara de Plata permanecía en pie, envuelto en el resplandor rojizo de la llama:

-¡El mocé aparenta buen garbo!

-¡Y más arriscado que un león! Va para la guardia del Señor Rey.

-¿Pues y las mujeres, qué razón llevan á la guerra? No es la guerra para las mujeres.

Las mujeres son monjas que van por la cuida de los heridos.

-¿Y adónde dejaron los hábitos?

-En la frontera los dejaron, para poder andar con más recaudo. Y las ropas que ahora llevan, las sacó de su hucha aquella moceta espigada que sirve en el Parador de Francia.

[33] -¡Maribelcha, tú!

-Ahora anda de luto, que el padre murió cuando lo de Oroquieta.

-Pues no sé adónde podrían juntarse con una tropa del Rey Don Carlos.

El contrabandista frunció el cano entrecejo:

-¡Dios, que eres tú piedra de pedernal como la que yo gasto para encender el yesquero! Tú lo sabes y recelas decirlo.

El ventero se rió, guiñando los ojos:

-¡Eres un raposo muy viejo tú! ¿Me respondes como es leal la gente que conduces en el carro? ¡Que hay mucha traición, y mucho espía, y mucho disfraz para la intención del alma, has de contar tú!

-Todo lo cuento. Y para esparcirte el recelo, te dije al comienzo que los guiares tú por los [34] atajos del monte. Tú sabes dónde está la partida del Cura.

-Saber, lo sé.

-Pues te encargas de llevarlos adonde sea.

-También. Pero irán á mi vera y sin preguntar más. En llegando, llegamos, y otra cosa no. Ni acá, ni en el camino, quieran saber dónde está la partida del Cura.

El contrabandista le dió una palmada en el hombro:

-Conformes, mutil.

-Hay que perdonar... Pero una delación la pagaramos todos siendo afusilados.

El contrabandista repuso con adusta y grave sentencia:

-¡Dios, y no fuera ello lo peor, sino el ditado de traidores!

Con esto se llegaron al hogar, y enteraron de [35] lo convenido á Cara de Plata. Cuando el trato estuvo hecho, de una alacena empotrada en la pared, tomó el ventero un frasco de aguardiente, y llenó tres vasos pequeños de vidrio tallado, donde una fimbria de mugre destacaba el dibujo de las cenefas talladas en el vidrio.

[37]




IV

Entraron en la cocina dos mendigos, hombre y mujer. Venían disputando. La mujer, con la basquiña echada por la cabeza, daba el pecho á un niño amoratado de frío. El hombre entró delante, corriendo como un gamo, aun cuando traía la pierna derecha, desde el muslo al tobillo, envuelta en trapos húmedos y sórdidos. El ventero se volvió y les hizo un gesto que suponía acuerdo entre ellos. Los otros callaron, y con los ojos bajos, alzando los hombros y estremeciéndose, [38] se acercaron al fuego. La vieja del carro y la muchacha los miraban de soslayo, sin interrumpir el rezo. Sentados cerca del hogar los dos mendigos parecían montones de guiñapos, y al calor del fuego exhalaban un vaho de miseria. El hombre tenía los ojos fijos sobre Cara de Plata. En voz baja dijo al oído de la mujer:

-¡Paréceme un caballero de mi tierra!

-¡Calla, borrachón!

-¡No seas loba!

-¡Borrachón!

-¿Será engaño del enemigo malo?

El mendigo, con las manos cruzadas bajo la barba inculta y borrascosa, siguió mirando á Cara de Plata. La mujer metióse el pecho en el justillo:

-¡Borrachón!

Dió al compañero una puñada en el hombro [39] para advertirle, y, poniéndole en los brazos al crío, se dispuso á remendarse la basquiña, canturreando. El hombre insistió:

-¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Como que lo es!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Un caballero de mi tierra.

La mujer le miró, quedando un momento con la aguja levantada en el aire:

-¡Tu tierra! ¿Dónde es tu tierra? ¡Algún presidio, borrachón!

El crío empezó á berrear, y el mendigo trató en vano de acallarle:

-¡Tiene hambre!

-También yo la tengo.

-¡Bien harías dándole otra teta!

-¡Calla, borrachón! Lo que tiene el hijo de mi alma es un dolor. Si estos señores caritativos podrían darnos una gota de anisado, veríaislo todos callar.

[40] La vieja murmuró, pasando las cuentas del rosario:

-No tenemos.

Y la muchacha tomó en brazos al niño:

-¡Qué pálido está!

La mendiga murmuró:

-Es condición. Siete tuve, y todos tenían la misma color.

Preguntó la vieja:

-¿Le viven todos?

-No me vive ninguno, sino éste.

-Dios se lo conserve.

Y repuso el hombre, mirando las lenguas de la llama:

-¡Para pasar trabajos!

-¡Porque no eres su padre, borrachón!

El hombre repuso con el mismo tono meditabundo:

[41] -¡Para el cuitado, como si lo fuese!

La vieja interrogó:

-¿No es su padre?

Y gimoteó la mendiga:

-No, señora. El padre murió afusilado por los negros.

Y afirmó el mendigo:

-¡Un hombre de provecho!

La mujer volvió á canturrear mientras examinaba al trasluz los rotos de la basquiña:

-¡Ay, que conia!... No puede irse por caminos con una buena prenda. ¡Tres días que una guapa señora me la dió en Irache! ¡Era seda rica, de la que hace resol!

La vieja quiso inquirir:

-¿Entonces, vienen de muy lejos, hermanos?

La mendiga tardó un momento en responder, [42] ocupada en quebrar con los dientes la hebra que enhebraba:

-¡Ay, que rajo de Dios! Pues venimos de Irache.

El hombre, después de santiguarse, murmuró tímidamente:

-¡No jures, Josepa!

-¡Calla, borrachón!

-¡Que tal me digas, cuando no lo cato!

Se volvió hacia el fuego para atarse los trapos de la pierna, y con los ojos en la llama empezó á rezar, moviendo todo el busto atrás y adelante:

-¡Divino Señor, danos los tesoros de tu paciencia para sobrellevar las penas y trabajos de este gran valle de lágrimas! Padre Nuestro, que estás en los cielos...

Sus palabras se hicieron confusas, y el rezo [43] quedó en un mosconeo. La mujer alzó la cabeza, y suspensa la aguja entre los dedos, sonrió con ternura:

-No lo cata, no... Es la costumbre quedada de hablar al otro.

El hombre continuaba absorto en su rezo, y de tiempo en tiempo apartaba un tizón de la lumbre y lo ponía al borde del hogar. Iba formando una hilera. Viéndole revolver en la ceniza, le gritó el ventero:

-¡Ya es tema, tú!

-¡Vaites!... ¡Vaites!...

-¡Ya podrías ver que esbaratas la hoguera, tú!

-¡Vaites!... ¡Vaites!...

Y el mendigo, con los ojos obstinados en la llama, sacudía muy de prisa los dedos, que tenían un són de choquezuelas. Después contó los [44] tizones y dióse otros tantos nudos en los cabos de la cuerda con que ataba el calzón á la cintura. Quedóse reflexivo un momento, y santiguándose, volvió los tizones á la hoguera, uno por uno. Al mismo tiempo en voz baja iba diciendo:

-¡Gloria al Padre! ¡Gloria al Hijo! ¡Gloria al Espíritu Santo!

Y se acompañaba inclinando el busto atrás y adelante con una medida siempre igual. La vieja murmuró:

-¡Edifica con su piedad!

Al oirla, el mendigo volvió la cabeza estremeciéndose, y con los brazos abiertos en cruz, se arrodilló:

-¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Ahora el Señor me permite reconocerla! De antes la miré y los ojos estuvieron ciegos. ¡Ahora, sin la ver, vuelto de [45] espaldas, oyendo su voz, sentí un susulto, y el alma me dijo quién era!

La vieja se puso en pie, muy sobre sí:

-¡Pobre hombre, está loco!

-¡Ay, cómo no la reconocí por esas manos tan blancas, Señora Madrecita!

Y arrastrándose de rodillas intentó tomarlas y besarlas. La vieja luchaba por retirar sus manos:

-¿Pero quién es? ¿Pero quién es?

El mendigo sollozaba:

-¡Nadie me reconoce! ¡Tanto me pudo cambiar el pecado!

A la otra banda del hogar se alzó la voz jocunda del hermoso segundón que estaba atento y en pie:

-¡El demonio me lleve si no es Roquito! ¡El gran Roquito!

[46] Y saltó por encima de la lumbrada, y le suspendió del cuello, todo en vilo. El otro arrugaba la boca con un gesto de humildad:

-El mismo, Señor Carita de Plata.

El segundón dejó oir su risa bárbara y feudal:

-¡Parece que te repelaron bien las barbas, compadre!

[47]




V

La Madre Isabel, toda maravillada, se hacía cruces:

-¡Nunca te reconociera! ¿Cómo llegaste á tanta miseria? ¿Cómo no escribiste á nuestro convento?

A las preguntas de la monja, el antiguo sacristán respondía dándose golpes de pecho:

-¡Soy un gran pecador! ¡Soy un réprobo, Señora Madrecita!

Y tornaba la monja:

[48] -¿Cómo estás aquí?

-¡Ya lo diré!

La Madre Isabel bajaba la voz, escandalizada y severa:

-¿Y esa mujer que te acompaña? ¿Esa mujer?...

-Todo lo diré. Haré pública confesión.

La Josepa agachaba la cabeza y miraba de reojo, metiendo y sacando tres dedos por el roto de la falda.

La monja seguía haciéndose cruces:

-¡Dios mío, de qué manera te veo!

-¡Negro de pecados, Santa Madrecita!

-¿Pides limosna?

El ventero se inclinó hacia Cara de Plata, haciendo un gesto malicioso, que adquiría mayor interés bajo el reflejo de la lumbre, que le pasaba temblando de los ojos á la boca:

[49] -Es la socapa para andar por los caminos sin oirse echar el alto.

El sacristán, puesto de rodillas, inclinaba la cabeza y abría los brazos en cruz:

-¡Todo lo diré! El Señor Dios de los Ejércitos me envía un ángel de su casa y boca para quebrar la cadena del pecado que me puso al cuello el enemigo malo. ¡Todo lo diré... Ahora, almas cristianas, dejay que vaya á ocultarme donde nadie me vea! ¡Dejay que medite en mi culpa, en mi grandísima culpa!

Y golpeándose el pecho huyó hacia el pajar. La Madre Isabel quedó silenciosa, con una nube en el marfil de su frente y los ojos fijos en la mujer que remendaba la basquiña. Después, volviéndolos al niño adormecido en el cuévano lleno de harapos y mendrugos, estuvo contemplándole gran espacio, levantada muy blandamente [50] la punta del pañolito que el sacristán le había tendido sobre la cabeza para guardarle del reflejo que llegaba del hogar:

-¿Qué tiempo tiene esa criatura?

-Nació á los tres días de haber los negros afusilado al padre. No es del tiempo.

Y se limpió los ojos con la basquiña, después de haber guardado en un cañutero de cobre, el hilo y la aguja. Intervino el ventero:

-¡Tú, y si los amigos no saben cuándo aconteció lo del padre!

-¿Y quién no sabe cuándo afusilaron á Tomi de Arguiña?

-¡Ya, pues quien no sea de esta tierra! ¡Pues si maginas que era el gran Napoleón!...

-Magino que para saberlo hay tres cruces en la vereda. Y bien lo dicen escrito que son [51] las cruces de los tres afusilados. Tomi de Arguiña, Machín de Gaona y el otro Machín.

La abuela empezó á removerse en su sillón de enea:

-De aquí los llevaron... ¡Ay, hijos, no valió esconderlos, no valió!... Todo lo miraban aquellos verdugos. ¡Ay, cómo decían, tú!... ¡Y cómo decían de pegar fuego á la casa y al pajar!... Eran á me preguntar por mis hijos. Yo decía, pues á la feria. Ellos decían, á la guerra. Pues yo, á la feria... Fueron al pajar y descubrieron á los cuatro que venían persiguiendo. Aquel que ahora se fué, escapó por entre los soldados. Yo lo vide entrar acá espavorido, y lo llamé, y lo tuve escondido bajo el sillón. Todo lo volvieron á correr... ¡Ay, jurar y jurar, mas no lo encontraron! La abuela estaba quieta. ¡Y rezando al Señor, y rezando á la Santa Madre, y á San [52] Martín de Arguiña, que hace tantos milagros!

El ventero guiñaba los ojos:

-Se salvó como dice. ¡Y á la madre se lo debe!

Preguntó la monja:

-¿Pero quién? ¿Roquito?

-Sí, señora.

La Josepa explicó:

-Todos los cuatro eran fugitivos de aquel gran presidio, que dicen está en la tierra del moro. Escaparon acá, porque eran nativos de Arguiña.

Musitó la abuela:

-El que ahora se fué, ese no.

-Salvando Roquito, que tiene otra nación.

La monja interrogó, al mismo tiempo que cambiaba una mirada con Cara de Plata:

-¿Por qué estaban en presidio?

[53] Hallábase la Josepa sentada en tierra, y enderezó el busto afirmando ambas manos en la cintura:

-No maginar cosa mala ninguna. ¡Eran cristianos muy cabales!

Cara de Plata murmuró:

-¡Pero estaban en presidio!

-Como tú, señorico, lo puedes estar.

El ventero afirmó con aquel inquietante guiñar de ojos que parecía desmentir siempre cuanto decía:

-Eran hombres muy cabales, y los mandaron al presidio contra ley. Fueron los primeros en alzarse, y como eran contrabandistas, pasaban cientos de fusiles por esa raya de Francia.

Josepa la de Arguiña, levantó los brazos arremangados, que parecían de cobre en el reflejo del fuego:

[54] -¡No hay caravana peor que la justicia!... Habían llegado aquí con cientos de trabajos, y cuando ya se contaban seguros, los volvieron á coger, por una delación.

La mujer sollozó. Callaban todos. Y como si las almas se hablasen en el silencio, las miradas iban unas en pos de otras, hacia el niño que dormía en el cuévano lleno de mendrugos, y el niño se despertó llorando...

[55]




VI

Roquito, después de hacer oración arrodillado cerca del pozo, en el corral blanco de nieve, entró al establo soplándose los dedos:

-¡Vaites!... ¡Vaites!... Una gran penitencia. ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Yo te ofrezco mi sangre en descargo de mis pecados, amantísimo Jesús!

Descolgó la esquila de una vaca, la guardó en el pecho, y salió al camino. Un momento estuvo indeciso, mirando á todos lados, y luego partió corriendo hacia el caserío de San Paúl. En [56] el camino se le hizo de noche. Sólo se oía el fragor de las torrenteras. Roquito, sin dejar de correr, se santiguaba invocando el nombre de los santos y de las vírgenes que tenía en mayor devoción:

-No me desampares en esta hora de prueba, Glorioso San Berísimo de Céltigos.

Atravesó un puente que iba casi cubierto por la avenida, y luego una gándara encharcada, donde se perdió. Corría desalentado, hundiéndose en el lodazal de barro y nieve, sin ver ante los ojos otra cosa que el cendal de la bruma:

-¡Señor, Dios de los Ejércitos, no me desampares en esta hora de prueba! ¡Señor, sácame de este encanto para que pueda derramar por ti mi sangre!... ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Servicio del Rey, servicio de Dios!... ¡Sácame de aquí, Gloriosa Santa Euxia!...

[57] Hasta que salió la luna no pudo encontrar el camino. Se puso á correr para no helarse, y cruzó ante una iglesia, oyendo el vago són de la campana movida por el viento. Se detuvo para colgarse al cuello la esquila, y bajó al caserío por una trocha honda, convertida en torrente. Aletazos de huracán, traían en jirones el alerta de los centinelas. Roquito se puso á caminar encorvado, rondando las tapias de los huertos, La esquila campaneaba golpeándole el pecho. Algunos perros ladraron en la lejanía. Una voz asustada gritó en la oscuridad:

-¡Quién vive!

Roquito se santiguó, y con el alma llena de luz siguió andando. El pregón de la esquila le anunciaba. Oía en las tinieblas los pasos del centinela, y no veía su sombra. La voz volvía á desgarrar la noche:

[58] -¡Alto!... ¡Quién vive!

Y Roquito volvió á santiguarse, continuando su ronda arrimado al muro. Sentía un suave calor, una divina fragancia, como si deshojasen sobre su alma las rosas del Paraíso. En medio de la nieve y del viento, hallaba cuanto eran dulces los caminos de Dios. Sonó un tiro, y sintió como si le desgarrase la espalda la uña encendida de Satanás. Acababa de arrojarlo de sí. La carne aterida, gustó como un regalo correr la sangre tibia. De improviso abrióse una puerta que se iluminó con la lumbrarada encendida en el zaguán. Vió unas sombras que se destacaban y sobresalían por oscuro sobre el fondo rojizo. Oyó voces:

-¿Qué ha sido?

-¿Echaste el alto, quintarraco?

-¿Tumbaste á Carlos Chapa?

[59] -¡Juy!... El miedo te finge facciosos.

Luego venía la voz humilde del bisoño que daba la centinela:

-He oído una campanilla.... Eché el alto y no me contestaron.

En el fondo rojizo de la puerta negreaba la figura del sargento, que encendía el cigarro con un tizón, derribado el gorro de cuartel sobre la oreja.

-¿En qué año te parió tu madre, quintarraco?

-Pues así de súbito no sé decirle, mi sargento.

-Te ha parido el año del miedo. Oíste una esquila y has cuidado que era la campanilla que anunciaba la fin... Y nos espantaste la cena. Gran ladrón, cuando acá estábamos diciendo, vamos á coger por los cuernos á esa res descarriada, tú nos la espantas con un tiro.

[60] Se oyeron otras voces haciendo coro á la del sargento:

-¡Gran ladrón!

-No dispararas si serían facciosos.

-¡Aguarday que me parece oir la esquila!

-¿Sería una vaca?

-No sería una vaca, pero sería una oveja. Para la cena ya llegaba.

Roquito, agazapado en el recodo de una tapia, con el ánimo en zozobra, sujetaba el badajo de la esquila, para que no sonase fuera de sazón. Aún duraba la zalagarda de los perros que olían la pólvora, cuando los otros volvieron á entrarse y cerraron la puerta, quedando la noche en mayor negrura, al extinguirse el reflejo de la hoguera que ardía en el zaguán. A poco, se oía el rasgueo de una guitarra y el jaleo de la jota. Los pasos del centinela se apagaban en la nieve [61] de la vereda: Roquito, sin salir de la sombra del muro, campaneó muy blandamente la esquila, que produjo un són apagado y huérfano, perdido en la noche. Lleno de ansiedad adivinó que la sombra del centinela venía para él:

-¡Vaites!... ¡Vaites!... Tú procuras tomar del cuerno á la res...

Roquito, para llevar más lejos al centinela, se arrastró sigiloso. Oculto bajo el emparrado de una puerta, volvió á tañer la esquila. El centinela venía á tientas, sin ruido, con el gozo y la zozobra de dar caza á la res, y ofrecerla en la cena de su sargento. Entró bajo el emparrado. Roquito entonces fué hacia él, y para conservarle en su engaño, andaba encorvado, con las manos en la nieve y la esquila campaneante sobre el pecho. El centinela tendió un brazo y palpó en el aire. Roquito entonces saltó incorporado, [62] y le clavó su cuchillo en la garganta, con tal golpe, que no pudo arrancarlo. Corrió á la casa, entró al establo, sacó á brazadas la paja y la amontonó ante las puertas, al pie de las ventanas, bajo los carros. De tiempo en tiempo se detenía á escuchar. Los soldados del retén se emborrachaban con el chacolí del casero, las coplas de la jota tenían un aire bárbaro, y en la guitarra sólo quedaban los bordones. Se oyó el canto de un gallo. Roquito se apresuró, puso fuego á la paja que acababa de esparcir y huyó agitando los brazos:

-¡Vaites! ¡Vaites!

En el camino se detuvo, y puesto sobre un bardal, miró al caserío. Bajo la luna, que ahora bogaba en un gran cerco de ensueño, se alzaban las llamas del incendio.

Roquito pensó en el soldado muerto. Recordó [63] que era un bisoño y tuvo lástima. De pronto se estremeció:

-¡Virgen Santísima, no sería aquel rapaz tan nuevo que topamos ayer y nos dió pan para el niño!

Se puso á llorar y á correr. Cerca de Otaín unos soldados que vivaqueaban, le prendieron tomándole por loco, y como la herida que tenía en la espalda marcaba una huella de sangre, le enviaron al hospital en un carro de forraje. Cuando atravesó la antigua villa agramontesa, tiritaba de fiebre y daba voces de delirio. Dos monjas le recibieron en la portería del piadoso asilo, fundado cien años antes por Doña Juana Azlor de Aragón, Abadesa en Santa Clara de Viana.

[65]




VII

Algunos oficiales jugaban al dominó en el único café de la villa, y otros paseaban en la plaza, bajo los arcos del palacio de Redín. Era la plaza grande y silenciosa, con una iglesia y un parador. De tiempo en tiempo pasaba sobre el silencio el vuelo de las campanas. Un capitán de cazadores, pesado y corpulento, con la ceniza del cigarro esparcida por la barba, salió del café muy sofocado, abrochándose el capote, y se acercó á dos oficiales que discutían:

[66] -¿Qué hay, caballeros? ¿Se sabe si vamos á dormir mucho tiempo en este maldito pueblo?

Alzó los hombros, muy desdeñoso, el más alto de los dos oficiales, un buen mozo que lucía sobre el dormán de los húsares la venera de Santiago:

-Eso nadie lo sabe. Dependerá de lo que hagan los carlistas. Lo de siempre... Ellos nos llevan y nos traen...

Interrumpió el otro oficial, que era alférez abanderado de Numancia:

-Yo creo que les atacaremos antes de mucho tiempo ¿Usted qué opina, mi capitán?

-Que eso debió hacerse ayer. Hoy pueden ocurrir dos cosas...

El capitán se detuvo, tascando con rabia su cigarro apagado. Viéndole pensativo, el húsar santiaguista le interrogó con una sombra de burla:

[67] -¿Dos cosas, ó tres?

El capitán sacudióse la ceniza de la barba:

-No sé... Estaba con otra duda... ¿Tú has visto barajar á ese teniente andaluz? Yo creo que las amarra.

El húsar rió alegremente:

-¡Habrá que pedirle lecciones! ¿De modo que te has dejado robar?

El capitán, siempre tascando el cigarro, golpeaba la piedra del yesquero con el eslabón:

-No me tengas lástima, niño. Ya hallaré el desquite... A los tramposos se les gana mejor en cuanto se les conoce la trampa.

El alférez abanderado cambió una mirada risueña con el húsar:

-Me parece que será tarde el desquite, mi capitán.

[68] -Esta noche hallaré quien me preste. ¿Si es por eso?...

-No, no es por eso, mi capitán.

-Entonces, usted dirá, señor alférez.

-Ese teniente está destinado al batallón de Alcolea.

Y afirmó el húsar:

-Esta tarde sale para Tolosa. Nosotros le hemos visto tomar bagaje, querido García.

El capitán los miró frunciendo el ceño:

-¿Estáis de broma?... ¡Bueno, pues que se lo lleve todo el demonio! Lo malo será que permanezcamos aquí hasta criar moho.

El alférez se impacientó:

-No, no es posible que dejemos de atacar al Cura. Hay confidencias de la gente que tiene... ¡Apenas cien hombres!

Oyéndole, el capitán movía la cabeza:

[69] -No creo en los confidentes. Si han dicho cien hombres, serán mil. De atacarle, debió ser sobre la marcha.

El húsar le puso una mano sobre el hombro:

-Ya nos dijiste que ahora pueden ocurrir cinco cosas. Pero te has callado cuales sean.

-Dos he dicho, niño. A mí con burlas, no. Una, que cuando lleguemos se lo haya tragado la tierra: Otra, que tenga noticia de nuestro movimiento, y nos sorprenda en el camino eligiendo el sitio, bien atrincherado...

Interrumpió el alférez:

-Le atacaríamos, mi capitán.

-Y nos costaría muchas bajas... Para nada, porque al final se lo tragaría el monte.

El húsar sonrió cínicamente:

-Es posible que no le atacásemos... Después [70] del paseo nos volveríamos acá cubiertos de gloria...

El capitán tiró el cigarro y lo pisó:

-¡Es posible! ¡Es posible!...

Continuó el húsar en el mismo tono:

-Veo que conocemos la guerra. Cuando tú llegaste, discutía eso mismo con el alférez Alaminos. Atacaremos á los carlistas. Pero no será para vencerlos, sino para justificar una propuesta de recompensas.

Hablaba sin despecho, con un cinismo sonriente, orgulloso de poder decir aquellas audacias que el capitán, un veterano amargado y lleno de deudas, oía en silencio, manoseando la barba. Se cruzaron con dos coroneles que también mataban el tiempo paseando bajo los porches, y el alférez, porque le oyesen, levantó la voz, sacando el pecho con aire fanfarrón:

[71] -El Duque de Ordax no debía hablar así, permíteme que te lo diga. Nuestro honor es el honor del Ejército...

El otro apenas hizo caso:

-¡Bah!... Palabras de arenga.

-Yo puedo asegurarte que no espero ninguna recompensa... Si la obtuviese, sería por haberla ganado.

El húsar le hincó los ojos que tenían una mirada clara y burlona:

-Yo, en cambio, la espero. La Duquesa de la Torre se lo tiene prometido á mi madre.

-Vuelvo á decirte que no debías hablar así. ¡Es un insulto que lanzas sobre todos nosotros!

El Duque de Ordax frunció las cejas un momento, y luego se echó á reir:

-Eres tonto, querido.

Y le volvió la espalda, entrándose al café. El [72] capitán y el alférez se miraron. El abanderado con una interrogación muda, el otro sonriendo paternal:

-Acabaremos teniendo una cuestión seria.

-No sea usted chaval, alférez Alaminos.

[73]




VIII

El Duque de Ordax tomó asiento cerca de una ventana, y como los otros continuaban bajo los porches, tocó en los cristales y los llamó con la mano. El capitán y el alférez entraron. Alaminos tenía un gesto de reserva pueril. Viéndoles llegar, el húsar murmuró con gran sencillez:

-Fuera hace demasiado frío, caballeros.

El capitán arrastró una silla:

-¡Eres un demoledor!

[74] Y dió á sus palabras ese énfasis que dan los predicadores á las sentencias latinas. El Duque murmuró con cierto empaque de antigua nobleza:

¡Dejemos eso!...

Y puso su mano enguantada sobre el hombro del alférez, que sonrió forzadamente, atusándose el bozo, apenas una sombra de humo sobre su boca que tenía el carmín de una boca de mujer. El capitán hundía las manos en los bolsillos de su pantalón:

-¡Jorge, que los mozos conserven sus ilusiones!

Alaminos los miró fríamente:

-¿No negarán ustedes que hay oficiales valientes y que se baten?

Alzó los hombros el húsar:

-Cierto. Uno soy yo... ¿Pero á qué viene eso?

[75] El capitán reía, soplándose la barba:

-¡Eres un demoledor!

El Duque le miró con lástima:

-¡Pero tú tienes que estar de acuerdo conmigo!

-¡Hombre, tanto como de acuerdo!

-Tienes cien cruces, cien medallas y cien años de capitán. ¿Tú eres capitán desde la guerra de Africa *África*?

-No, desde antes. Allí gané una laureada. El grado lo gané por haberme sublevado en Vicálvaro.

El Duque de Ordax y el alférez abanderado rieron ante la buena fe del veterano. En este tiempo se acercó á la mesa una vieja encorvada, vestida con hábito de estameña:

-¿Qué desean, señores militares?

El capitán se volvió al húsar:

[76] -¿Tú convidas, Duque?

El otro afirmó con la cabeza, y la vieja se puso á limpiar el mármol:

-Como se han ido los mutiles, tienen, pues, que dispensar el servicio malo. Somos acá solicas las mujeres.

El capitán interrumpió:

-¿No quedaba ayer, todavía, un mozo?

-Cuando cerramos pidió su cuenta, y en la misma noche se fué.

-¿A los carlistas?

-¡Pues qué hacer! Él andaba rehacio, pero desde el caserío vinieron los padres suyos y lo decidieron. Lloraban los pobrecicos porque ya son tres las prendas que tienen en la guerra.

Fruncido el delicado entrecejo de damisela, descargó un puñetazo sobre la mesa el alférez Alaminos:

[77] -¡Esos padres merecían ser fusilados!

Replicó la vieja con gran energía:

-¿Por qué? ¿No sabéis vosotros otra canción mejor que esa? ¡Virgen, que tengo priesa y no mandáis!

El Duque se distraía avizorando la plaza, ocupado en cambiar guiños y sonrisas con una muchacha que, de tiempo en tiempo, asomaba en el gran balcón saledizo que tenía el parador. Al apremio de la vieja, el capitán le tocó con el sable:

-¿Qué tomamos?

El Duque volvió la cabeza, con gesto lleno de indiferencia y luego continuó mirando á la moza. Un momento quedó el capitán en grave meditación:

-¿Señor alférez, qué diría usted si encendiésemos luminarias?

[78] El alférez repitió sin comprender:

-¿Luminarias?

-¡Con ron!

-¡Admirable, mi capitán!

La viejecita correteó por entre las mesas para servirles. El Duque continuaba enviando sonrisas al balcón del parador, y el capitán encargóse de hacer el ponche. Sentado enfrente, el alférez contemplaba aquellas llamas de humorismo y de quimera con una obstinación dolorosa:

-¡Yo había soñado ser general!

El veterano esbozó una sonrisa de león cansado:

-¡Todos, cuando jóvenes, hemos tenido el mismo sueño!

Volvieron á quedar silenciosos, y en el fondo de sus pupilas temblaba la llama azul del ponche [79] como el final de aquellos sueños. El alférez interrogó con un gesto vago:

-¿Usted está resignado, mi capitán?

-¡Hace mucho tiempo!

-No lo comprendo... Yo dejaría de batirme.

El Duque de Ordax les dirigió una mirada burlona:

-¿Por qué se baten los carlistas?

Y el alférez respondió secamente:

-No sé. Nunca he sido carlista.

Afirmó el capitán, poniéndose una mano en el pecho, semejante á un santo resplandeciente de candor y de fe:

-Yo me bato como el soldado, por el honor de mi bandera.

Insistió el alférez Alaminos:

-El soldado, si lo dejasen, tiraría el fusil y se volvería á su casa.

[80] El capitán enrojeció:

-No todos. Yo he sido soldado, y también me batí por mis ideas.

Interrogó el Duque:

-¿Qué ideas eran las tuyas, García?

Se puso en pie el veterano. La ola de su barba derramábase sobre el pecho y le tocaba los hombros. Parecía el gigantesco San Cristóbal:

-¡Las ideas de la libertad y del progreso!

Se habían extinguido las llamas del ponche, y el veterano, aprovechando estar en pie, llenó los vasos. Los tres bebieron, chocando el cristal, y el alférez levantó su vaso sobre los otros:

-¡Por el ascenso de nuestro amigo el noble Duque de Ordax!

Y era terrible la expresión rencorosa y envidiosa de aquellos ojos azules, casi infantiles. El capitán volvió á beber:

[81] -¡Por la República!

Los otros sonrieron vagamente, sin mirarse. Y cuando el capitán posó el vaso en la mesa, haciendo sonar el cristal, comentó burlonamente el Duque:

-Hubiera sido mejor un responso que un brindis.

El alférez dejó ver sus dientes blancos:

-Mi capitán, ahora debe brindarse por el hijo de Doña Isabel. ¿Verdad, Jorge?

-No sé.

-¿Tú no sabes?...

Una risa solapada corría por su voz, y el veterano, con su gesto plácido, desaprobaba moviendo la cabeza. En esto vió entrar á un oficial de cazadores y le llamó lleno de cordialidad:

-Teniente Velasco, venga usted á beber con nosotros.

[82] El oficial saludó llevándose la mano á la visera del ros enfundado de hule:

-Hacen ustedes bien en tomar ánimos. Está ya decidido que salgamos en persecución del Cura.

Interrogó Alaminos:

-¿Se sabe cuándo?

-Mañana tal vez... Pero solamente fuerzas de Infantería.

El Duque de Ordax apuró el último sorbo y se puso en pie:

-¿Qué fuerzas de Infantería?

-Ontoria y Arapiles.

-Voy á solicitar permiso para ir con ustedes. Aquí me aburro demasiado. Hasta luego.

Saludó militarmente y salió á la plaza arrastrando el sable. El alférez sonrió con despecho:

-¡Qué farsante!

[83] -¡Un buen chico! No olvidemos que nos ha convidado, alférez Alaminos.

Y el veterano volvió á llenar los vasos con las mejillas resplandecientes y una llama dulce y expansiva en los ojos:

-¡Beba usted, teniente Velasco!... ¿Se sabe dónde está el Cura?

-Las confidencias le daban en Astigar...

-¡Saldrá mentira!

-¡Y tan mentira!... Ya se dice que fusiló al destacamento que teníamos en San Paúl.

-Pues no se anda ese camino en una noche. ¡Lo conozco bien!

Interrogó el alférez:

-¿Pero está confirmada la noticia?

-La noticia del fusilamiento aún no está confirmada definitivamente. Lo único que se sabe con certeza es la defensa heroica que han hecho [84] los nuestros. El Cura tenía más de dos mil hombres, y los sorprendió dormidos. Esta mañana llegó un soldado cubierto de heridas.

-¿Y los otros?

-Se teme que hayan caído prisioneros.

El capitán suspiró:

-¡Pues no me extrañaría que hubiesen sido bárbaramente inmolados!

Comenzaban á tocar las cornetas en la plaza.

[85]




IX

El Mariscal de Campo Don Enrique España había entrado en la antigua villa agramontesa como en un campamento de moros, desplegadas las banderas, sonantes los tambores, la soldadesca hambrienta y desmandada, soberana y soberbia. Los sargentos veteranos jaleaban á bisoños que, por cobrar fama, se mostraban audaces y rompían filas, entrándose á las casas, abrazando á las mozas, sacando afuera las herradas llenas de vino... Por castigar á la villa [86] de su claro abolengo legitimista, el anciano general asentó sus cuarteles en un convento de monjas y mandó clavar la campana que anunciaba los rezos. Solamente días después, al terminar un agasajo de chocolate y confituras, le venció el ruego de las monjas, y con galantería de viejo gentilhombre dejó aquel alojamiento para trasladarse al palacio de Redín.

La Condesa, dama en otro tiempo muy famosa por sus ideas liberales, hacía muchos años que llevaba vida retirada entre aquellos muros, sin pisar jamás la calle. Era una anciana de gran talento y de extraordinaria energía, con una vanidad un poco rancia por su belleza pasada, por su literatura epistolar y por la gloria del general Redín. Al conocer el triunfo de las armas liberales, habíase calado los espejuelos de concha, y requerido la pluma para ofrecer [87] su palacio al vencedor de las partidas carlistas reunidas en Otaín. En la carta, muy larga y de letra ya temblona, hacía recuerdo de su luto y de su soledad, con una melancolía que evocaba el buen tiempo de los rizos cayendo sobre las mejillas y de las camelias en los corpiños. Consagraba un suspiro á los días felices, aquellos cuando aún la muerte no había segado la hermosa vida de su inolvidable esposo el Capitán General de los Ejércitos Don Francisco de Redín y Espoz, Conde de Redín y Marqués de los Arapiles. ¡El héroe nacional en la gran epopeya de la guerra contra Bonaparte!

Al cabo de los años se abrieron nuevamente los grandes balcones del palacio, y el sol, iluminando rayolas de polvo, entró en las estancias, y vió pasar la sombra de la anciana señora y el claro vestido de su nieta. En el patio, [88] todas las mañanas cantaba un clarín, y á lo largo de los corredores se acompasaba el són de las espuelas con el són de los sables. La Condesa sentíase revivir. Con una sonrisa de abuela se asomaba á las ventanas para ver entrar á los ayudantes del general cuando volvían de correr el campo, en alegre tropel, á la caída de la tarde. Y nunca ponderó su bizarría sin tener que enjugarse los ojos. En el patio, las herraduras de los caballos resonaban con noble estrépito, y aquellas piedras viejas se animaban con el golpe de uniformes y el aleteo de las banderas.

La llegada del general y de su Estado Mayor llevó gran mudanza al oscuro palacio de Redín. La Condesa, desde muy temprano, poníase una pañoleta de encaje sobre la nieve de sus canas, y se colgaba al cuello un gran medallón de oro, que aprisionaba en cerco de diamantes [89] rosas el retrato en miniatura del inolvidable general Redín. En cuanto á la nieta, pasábase las horas en el salón hablando con algún oficial del Estado Mayor. Ellos la cortejaban muy respetuosos, y ella los miraba con un hechizo ríente *riente*, sintiendo un poco de calor en las mejillas. Alguna vez, para templar las hipérboles galantes, hablaba de su aburrimiento en aquel palacio, con su tertulia de señoras graves, que seguían discutiendo las batallas de la primera guerra carlista, encorvadas, gruñonas, haciendo hilas, apartadas en bandos. Doña María Liñán, el aya, y la abuela, para los heridos liberales. Y las otras, un grupo de cinco viejas solteras, para los heridos de la Causa.

Eulalia, si algún momento quedaba sin escolta, mirábase al espejo, se prendía una flor, y en el clavicordio de la abuela tocaba un vals, que [90] había bailado mucho en otro tiempo, cuando sus padres daban fiestas en su palacio de Madrid. Aquel caserón tan viejo y tan alegre, que parecía haber recogido entre sus muros el rumor de una verbena, adonde acudiesen princesas manolas y duques chisperos. Algunas veces la abuela buscaba la compañía de la nieta. Eulalia oía desde lejos el golpe de su bastón, y se volvía hacia la puerta para enviarle una sonrisa, con los dedos volando sobre el rancio marfil. La Condesa tomaba asiento en un sillón, y cruzaba las manos, con mitones de seda, sobre la muleta de plata de su caña de Indias. Enfrente tenía el retrato del inolvidable general Redín. Era un lienzo de enorme tamaño, pintado en el año treinta por Antonio Esquivel. Representaba al héroe vestido de gran uniforme, con casaca azul bordada de oro, calzón blanco y altas botas. Tenía [91] una mano en la empuñadura del sable y la otra en el pecho, con tres dedos, desapareciendo bajo la banda de Carlos III. Unos rizos muy negros, aplastados sobre la frente, le caían hasta el arco de las cejas, y los ojos tenían una hermosa mirada guerrera y fiera. La Condesa, después de suspirar varias veces abriendo y entornando los párpados, solía dormirse ante el retrato de su inolvidable esposo, arrullada por los recuerdos y por el vals que tocaba su nieta.

¡Oh, música ligera que el viejo clavicordio desgrana lleno de pesadumbre! Eulalia la tenía olvidada, y de pronto creyó oirla muy lejana, con vaguedad de sueño, bajo la mirada de un húsar que luce sobre el dormán la cruz de Santiago. Habían bailado juntos el último vals. El húsar se lo recordó, y ella se puso encendida. Ahora, con una tristeza que le llena los ojos de [92] lágrimas y que no sabe explicarse, sin terminar el vals inclina la frente sobre el marfil del clavicordio, que produce un largo gemido:

-¡Qué loco! ¡Qué loco!... ¡Y se ha casado!...

[93]




X

Las cornetas alzaban su coro entre un són de campanas que tocaban á misa. Reunidos en el atrio de la iglesia, esperando la llamada del esquilón, atendían á la formación de la tropa algunos viejos señores, prez de la antigua villa agramontesa. Paseaban embozados en sus graves capas, y de tiempo en tiempo se detenían para hacer algún comentario. Don Teodosio de Goñi dejó oir su risa clueca:

-Desde el campanario de la iglesia, un buen [94] tiro, y cazaba al petimetre de la cruz encarnada, que sale ahora del palacio. ¡Si pudiera, aún entraba en mi casa por la escopeta!

Afirmó Don Íñigo de la Peña:

-Si lo hubiéramos pensado con antelación, pudimos tener escondidas las escopetas en el campanario y cazar á unos cuantos.

Sacando fuera del embozo la boca sumida, que semejaba una gran arruga, volvió á reir Don Teodosio:

-A mí no se me iba el húsar de la cruz colorada, y tampoco aquel sargento de los bigotes. ¡Le tengo gana al sargento aquél!

Susurró un viejo alto y espiritual, que llevaba una anguarina sobre los hombros:

-¡Coincidimos, querido Teodosio!

-¡También tú!

Todos aquellos señores hicieron extremos de [95] sorpresa, á la par de Don Teodosio. El caballero de la anguarina les fijaba los ojos, unos ojos dulces que tenían el misterio de dos flores:

-Ese sargento está alojado en mi casa...

-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!...

Y reían todos con esa risa lenta y cascada que acaba siempre en toses. Barboteó Don Teodosio:

-¿Te ha dejado sin gallinas?

Y, dándolo por cierto, afirmó con gravedad socarrona el tonsurado Don Eulogio:

-No suponía en usted ese espíritu de venganza...

El anciano de la anguarina interrumpió:

-¡Ya sabéis que no tengo corral!... Pero ese sargento es un mal hombre. En mi cama está acostado un pobre pistolo á quien medio mató á palos. Lo hubiera matado si no bajo á las voces y se lo saco de entre las manos.

[96] Don Pelay de Leza hablaba con la emoción de un niño. Su rostro viejo, de ojos tan puros, tenía la blancura transparente de la hostia y una claridad infantil. Los otros sentían el contagio de aquella emoción. Don Teodosio preguntó iracundo:

-¿Le tienes en tu cama á ese pistolo?

-Sí.

-Bueno... No debe volver á las filas... Será un soldado más para la Causa.

Don Diego Elizondo, un gigante de huesos, que llevaba antiparras negras, hizo gestos terribles y desdeñosos:

-¡Mal soldado el que se deja pegar! Que vuelva al regazo de su madre ese mocete... No sirve para carlista.

Cloqueó Don Teodosio:

-Pero que deje el fusil.

[97] Se habían detenido haciendo corro, y volvieron á continuar su paseo al abrigo de la iglesia. En la plaza se reunían los cazadores al són de las cornetas. Llegaban apresurados por las callejuelas angostas, con el fusil al hombro y los roses enfundados de hule. A la puerta del palacio, un soldado sin armas tenía del diestro la oronda mula que solía montar el general, y á corta distancia unos bagajeros esperaban con varios caballos matalones que tenían enfundados los hocicos en sendos alforjines de cebada: Eran las monturas para los capitanes de aquella tropa de infantes, tributo de guerra que, después de largo pleito, otorgaba la Merindad. De pronto hubo gran movimiento en la plaza, y dos criados que abrían de par en par las puertas del palacio, arrendáronse á los lados con respeto. El general salía entre su Estado Mayor. Andaba [98] muy despacio, atusándose el frondoso mostacho, inclinada ligeramente la cabeza para oir á los que le hablaban. Antes de montar se acercó á los soldados, revistándolos en silencio, con las cejas fruncidas y un resuello gruñón. Habló con algunos sargentos veteranos, enderezó á un bisoño, sacudiéndole por los hombros con cierta brusquedad paternal, y estrechó la mano del capitán García:

-¿Qué hay, capitán? ¿Usted ha sido de la expedición del coronel Zurbano?

-Sí, mi general.

-¿Conocerá usted el valle de Arguiña?

-Sí, mi general.

-¿Y los montes de Astigar? ¿O no llegó á cruzarlos el coronel Zurbano?

-Cruzamos entre los dos picos. Una marcha de diez horas para tres leguas, mi general.

[99] -¿Mal camino?

-No lo hay peor.

Halagado por aquel interrogatorio, el veterano tenía una sonrisa radiante. El general, de pregunta á pregunta, dejaba un gran espacio de silencio:

-¿Qué fuerzas carlistas perseguía aquella columna?

El capitán plegó el ceño é hizo semblante de meditar. Acababa de revelársele como un goce nuevo, el arcano de las pausas. Quería imitar al general en aquellas lagunas de silencio, y se sumergía en ellas como en un misterio voluptuoso y religioso:

-Obedecíamos órdenes secretas del Cuartel General... El coronel me distinguía, y varias veces escuché de sus labios que era empeño de honor acabar con las kabilas de Santa Cruz...

[100] Y se puso una mano sobre el corazón, como si quisiese recordar el ademán heroico del coronel Zurbano:

-¿Dónde sorprendieron al Cura?

-No le sorprendimos. Cuando nosotros dominamos los montes, se había corrido á la raya de Francia. Tuvimos algún tiroteo con otra partida que nos vino hostilizando parte del camino, y acabó por huir ante nosotros. Un pastor nos dijo que era la partida de Miquelo Egoscué.

El general quedó un momento caviloso:

-¡De suerte, que tan malo es el camino!

-¡Muy malo!

-Pues es preciso que nuestra gloriosa enseña flote victoriosa sobre las cumbres de Astigar.

El general levantaba la voz al mismo tiempo que iba corriendo la mirada por las filas de soldados. [101] El capitán sintióse inspirado y conmovido, como si acercase á sus labios la copa de los brindis, en el final de un banquete:

-Mi general, guiados por vuecencia, llegaremos á clavar nuestra gloriosa bandera en el mismo sol.

Don Enrique España sonrió. De pronto, reparando en el bisoño, que volvía á torcerse bajo el peso del fusil, le preguntó:

-¿Todavía no has olido la pólvora?

El soldado le fijó las pupilas llenas de interrogaciones, como si no hubiese comprendido. Un cabo le advirtió:

-Te pregunta si estás fogueado.

Y el soldado gritó como si el general estuviese á una legua de distancia:

-¡No, mi general!

-Pues hoy sabrás cómo silban, hijo.

[102] Volvióse haciendo seña para que le acercasen su mula, y montó con la lentitud de un canónigo. Sonaron de nuevo las cornetas, y la escuadra de zapadores rompió marcha. Los viejos legitimistas que paseaban en el atrio se detuvieron para ver el desfile de la tropa. Don Teodosio de Goñi susurró bajo el embozo:

-¡Habrá que ver cómo vuelven!

Y Don Diego Elizondo repuso, afirmándose las negras antiparras:

-Con un poco más de barro en las polainas.

-¡Ó descalabrados!

El gigante de las antiparras volvióse al caballero de la anguarina:

-¿Tú crees en esta persecución contra el Cura?

Don Pelay de Leza miró á todos sonriendo con timidez, como si quisiese desagraviarlos, y [103] luego murmuró con una dulzura triste y cordial:

-¡No puedo creer en esas cosas!

Gritó Don Diego Elizondo:

-¡Yo tampoco! ¡Y afirmo su pacto con los liberales!

Suspiró Don Pelay:

-¡Están de acuerdo para desacreditar á los carlistas! ¡Las naciones nos hubieran concedido la beligerancia sin las ferocidades de Santa Cruz! No es afirmación gratuita: Son palabras del general Don Antonio Lizárraga.

Hacía tiempo que sonaba el esquilón, y el caballero de la anguarina entró á oir la misa. Los otros, todavía enredados en la discusión, le siguieron. Cloqueaba Don Teodosio:

-¡Manuel Santa Cruz podrá ser un equivcado, pero no es un traidor!

Rebatía Don Iñigo de la Peña:

[104] -¡Hace la guerra como un bandolero!

-¡Como debe hacerse la guerra! ¡Como debe hacerse la guerra!

Y gritaba Don Diego Elizondo:

-El Cura está de acuerdo con los guiris. ¡Pero no han contado con Miquelo Egoscué, ni con Don Pedro Mendía, ni con el Manco, ni con el Sangrador!...

[105]




XI

Miquelo Egoscué capitaneaba una tropa de cien boínas rojas, gente valerosa y sufrida. Aquellos mutiles parecían hermanos, hijos de algún viejo patriarca que todavía repartiese justicia bajo el roble de Astigar. Miquelo Egoscué se juntó con ellos en la cueva del monte, donde tenían su cuartel: Hizo matar las siete cabras que llevaba el pastor, y mientras se asaban para el banquete, en la gran hoguera de urces, enteró á sus mutiles de la carta del Cura.

[106] -Yo voy allá con los que quieran seguirme.

El segundo de la partida respondió por todos:

-Está bien.

Era un viejo molinero de Arguiña. El capitán continuó:

-Lo primero es ir... Luego veremos... ¿Conformes?

-Conformes, mi capitán.

Y en la oquedad del roquedo, la voz de todos se juntó en un són oscuro, y despertó el eco que había repetido el rugir de los leones milenarios. La figura del pastor se alzó entre el humo de la hoguera:

-Amo Miquelo, bajo á la rectoral por la yegua del Rector. No vayas tú á pie. Si te hemos de ver, tienes que ponerte más alto.

Se agachó para meter en el morral las siete esquilas ensangrentadas, y escapó gritando:

[107] -Para no tardarme saldré al camino con la yegua.

-Pues espera en la venta del camino de Francia.

-El molinero de Arguiña, que estaba tendido cerca de la hoguera, se incorporó lentamente, poniéndose la boína:

-No me fío mucho, Miquelo.

Interrumpió el otro con fiereza:

-¿De quién no fías?

-Del Cura... ¿Pues de quién?

-Yo tampoco me fío. Por tanto, quiero saberle la intención.

-Hoy mismo nos contó un veredero que había desobedecido órdenes del Rey Don Carlos.

Murmuró un mozo volviendo en la hoguera el cuarto de una cabra:

[108] -¡Quiere ser solo! Otro tiempo anduve en su compañía, y bien lo conozco.

El molinero estuvo conforme. Más lejos se alzó una voz:

-Juanco, el veredero, cuenta que ha sido recibir la orden, y leerla en presencia de su gente, y romperla y tirar los pedazos con una gran risa...

Venía la voz del otro lado de la hoguera, donde tiritaba un mozo enfermo que mostraba el demacrado perfil, incorporándose sobre el poncho, convertido en cabezal. Se alzó más lejos otra voz que la oquedad de la cueva hacía resonante y profunda:

-¡Estaría yo en las filas! ¡Dios, que allí lo vuelco con una bala en la cabeza!

Y entre el tumulto dorado de las llamas se destacó la figura de un hombre, con el torso [109] desnudo y los brazos ensangrentados hasta el codo, que desollaba una cabra, atada por la cuerna á un saliente de la roca. Y las voces se encadenaban como los ecos:

-¿Se sabe que la orden era del Rey Don Carlos?

-¡Es la palabra de Juanco!

-La orden no era del Rey. Era del general Lizárraga.

-Santa Cruz quiere ser solo en el mando.

-¡Mala cosa es la envidia!

Por ella ya le ponen tacha de traidor.

-¿No lo es? Otros lo han sido con mayor renombre.

-¡Lo fué Cabrera!

Gritó el capitán:

-Si es traidor ó leal lo sabremos mañana.

En tanto yo seguiré teniéndole por amigo.

[110] Sacó del fuego un pernil de cabra, y comenzó á partirlo sentado á la redonda con algunos soldados. Hizo reparo un mozo de Roncesvalles:

-Aún chorrea la sangre, capitán.

-Crudo te lo comieras.

Afirmó otro soldado:

-Así es más sabroso.

-¿No tenéis vino?

-Yo tengo una pellejuela, capitán.

-Tráela para acá, mutil.

Miquelo Egoscué bebió largo y despacio. Tras él bebieron los otros. Dijo un soldado:

- ¡Es puro de uva!

Y el capitán:

-Dejad para otra ronda, muchachos.

Cuando dieron fin de aquel pernil, retiraron otro. Los cien hombres de la partida bebieron y se holgaron en el rústico banquete. El molinero [111] de Arguiña comenzó á cantar, y puso en hilera las cabezas degolladas de las siete cabras: Eran de aspecto brujesco bajo el resplandor de la hoguera, con sus ojos lívidos, y sus barbas sangrientas, y sus cuernos infernales. Se oían los tiros de la sal en el fuego. Miquelo Egoscué ofreció vino á un soldado que estaba en su corro:

-Mutil, disponte á cantar.

El soldado se alzó dando un relincho, y plantado en medio de la cueva tiró la boína por alto:

-¡Jujurujú! ¿Quién sale á contender con Pedro Larralde?

Hubo un largo silencio, y luego resonó una voz:

-¡Aquí se encuentra Martín Rojal!

Con los brazos ensangrentados y el torso todavía desnudo, adelantó el mozo que había [112] desollado las cabras. Gritó animoso el molinero de Arguiña:

-¡Viva el versolari de Albéniz!

Y clamaron otras voces:

-¡Viva el de Astigar!

El de Albéniz salió de la negra humareda, gigantesco y desnudo, y fué á ponerse en la boca de la cueva. El de Astigar le siguió meditabundo. Era pálido, con grandes barbas negras y los ojos cavados como un monje. Cerró los ojos y empezó á cantar improvisando:


   -Señora Reina, rosa blanca,
De la clara sangre real,
Señora Reina que hace hilas
El pañolico de cendal,
Cuando del pecho me sacaban
Una bala en el hospital,
Eran sus manos con anillos
A sostener mi cabezal.

[113] Tenía una voz grave. Después de terminar seguía con los ojos cerrados. Cantó el de Albéniz:


   -Blancas manos de la Señora:
Aún más que flor de limonero,
Más que bellón, más que farina,
Y el pedrisco del aguacero,
Más que la boína del Rey Carlos
Y que la luna en el Enero...
Blancas manos de Señoría,
En cada un dedo su lucero.

El versolari de Astigar abrió los ojos, sonriendo vagamente:

-¡Da la mano!

Pero apenas pudo ver la sombra del otro, que saltaba por encima de la hoguera, tendidos los brazos ensangrentados:

-¡Jujurujú!

[114] La luna caía sobre la nieve y entraba en la cueva el resplandor. El capitán dió orden de partir. Se alinearon fuera, bajo el azul nocturno, y las almas tenían el temblor misterioso y luminoso de las estrellas. En la bajada del monte, entre la masa fosca de un pinar, tiembla también una luz. Allí es la venta del camino de Francia.

[115]




XII

Cara de Plata y el contrabandista se calentaban en la cocina de la venta, esperando la hora de media noche para ponerse al camino, bajo la fe del ventero. La monja y la muchacha habían subido al piso alto, donde, tras largo rezo, descabezaban un sueño, juntas las dos en una cama de siete colchones. Se oyó en el camino el paso de un caballo. Luego llamaron á la puerta. El ventero salió soñoliento del pajar, quitó una albarda vieja que servía para cegar [116] un ventano, y asomando preguntó quién era el caminante. Pero le reconoció al mismo tiempo, y sin respuesta, fué á quitar los tranqueros. Entró el pastor tirando del caballo:

-¡Ave María Purísima!

Atravesó la cocina con el caballo del diestro, y se ocultó por la puerta de los establos. El ventero le seguía con el candil de aceite que descolgara del velador. Quedó la cocina alumbrada por la llama del hogar. Cara de Plata y el contrabandista se hablaron en voz baja:

-¡Me recelo alguna traición!

-Usted, hijo, no conoce á esta gente. ¡Más leales que una onza de oro!

Hizo un gesto el segundón, atizando la lumbre, y á poco volvían el pastor y el ventero:

-¡Pues no van á tener poca escolta las dos señoras, y el mocé!

[117] El ventero, que guiñaba los ojos al contrabandista, llenó un vaso de chacolí y lo ofreció al pastor:

-Para echar fuera el friaje.

El otro repuso en voz baja:

-Se agradece la buena voluntad... Se agradece, pero no lo cato...

-¡Es manía!...

El pastor movió la cabeza:

-Es más de la media noche, y ha comenzado el día del viernes. En tal día, todo el año hago ayuno de pan y agua.

El cabrero acercóse á la lumbre, y pidió permiso para sentarse en el escaño donde estaban el contrabandista y Cara de Plata. Le hicieron sitio, y el hermoso segundón le miró de alto á bajo con su mirar arrogante:

-¡El ayuno no reza con los soldados!

[118] Y apuró la taza que mediada de vino tenía sobre el banco. Sólo le quedaba descubierta la frente de marfil y los ojos donde la llama del hogar ponía un relumbre fiero y bello. El contrabandista soplaba para esparcir el humo de su tagarnina: Luego tosió con una tos socarrona y pícara, atisbando de reojo al pastor:

-Es bueno para los ermitaños... Tú, como habitas en el monte con tus cabras, algo tendrás de ermitaño.

-Ni tengo cabras, güelo, ni habito el monte desde agora. También hago mi propósito de ser soldado del Rey Don Carlos... Y firme como el mejor, y sin dejar el ayuno.

Cara de Plata sonrió con desdén:

-Mal haces en pasar hambre si no te sirve para ser humilde, mozo. ¿Sabes tú hasta dónde puede llegar el coraje de un hombre?

[119] El pastor tenía las manos cruzadas:

-Yo digo que adonde otro llegue, llegaré con la ayuda de Dios.

Gritó de lejos el ventero:

-¿Y si no te ayuda, Ciro Cernín?

El pastor quedó un momento con la mirada vaga sobre las llamas:

-A morir como es debido, siempre me ayudará.

Y el ventero, que ponía los trancos á la puerta, se detuvo para replicar:

-¡No será sola para ti la santa ayuda! A todos tocará, aun cuando no todos ayunen.

El pastor repuso bajando los ojos y estremeciéndose:

-¡Yo hago mi penitencia para que no me falte!... ¿Pero por qué sois contra mí?

Cara de Plata le interrumpió:

-Las penitencias de los soldados son otras... [120] Andar caminos cuando hay que andarlos, y pasar hambre cuando no hay pan, y dormir al raso cuando no hay cama. Pero en la hora buena hay que regalarse.

Corearon el contrabandista y el ventero:

-¡Cabal!

-¡Así es!

El pastor movía la cabeza, sentado enfrente del hogar, con las manos en cruz. La niebla de sus ojos era de oro:

-¡Ciro Cernín, no! Ciro Cernín, no!

Cara de Plata le miró con burla:

-¿Y piensas ser en la guerra tan valiente como el primero?

El pastor repuso en voz baja:

-Como el primero.

-¿Como yo?

-¡Lo mesmo!

[121] -¿Como el Rey?

-El Rey no acuenta con nosotros.

Cara de Plata se puso en pie, estrellando contra el suelo la taza del vino:

-¡El Rey se cuenta conmigo, que también vengo de reyes!

El pastor le dirigió una mirada clara y bella:

-No maginaba que fueses de nobleza.

El hermoso segundón se alejó, paseando la cocina silencioso y altivo. Luego volvió á sentarse en el escaño, y quedó con la cabeza entre las manos, contemplando el fuego, mientras los otros, en su vieja lengua vascongada, comenzaron á loar las proezas de Miquelo Egoscué. Seguían en el relato de aquellas gestas, cuando los mutiles de la partida invadieron la venta con alegre tumulto. En lo alto de la escalera la monja apareció, sobresaltada:

[122] -¿Qué sucede, Cara de Plata?

-Soldados de los nuestros, tía.

La señora descendió lentamente, y con los ojos buscó al capitán para saludarle. Miquelo Egoscué se acercó en compaña del ventero:

-Señora Madre, aquí estamos para lo que mande.

La monja murmuró con una dulzura noble y entera:

-¡Gracias, hijo!

Se apartó el ventero para retirar un gran jarro talavereño, que comenzaba á desbordar roja espuma bajo el odre del chacolí, y la monja y el capitán siguieron hablando:

-Ya estoy al cabo... Su deseo es verse en el Cuartel Real.

-Al lado de la Señora... Poder ayudarla y asistirla en estos momentos que son supremos [123] para ella y para la Causa. Creo que no basta ayudar desde lejos, á todos nos reclama la guerra.

El capitán repitió con energía:

-Sí, á todos.

-Los soldados para dar su sangre; nosotras, las pobres mujeres, para restañarla. Aquí debían estar todas las madres y todas las hermanas. ¿Qué pensará el soldado cuando se muere en un hospital ó en un camino sin tener quien le cierre los ojos?

-Pues pensará que son pocas las mujeres que tienen alma para ver la guerra, y la sangre y la muerte... ¡Y monjas menos, que todas se asustan de la pólvora!

-Yo también me asusto. He sido siempre muy cobarde, y ahora quiero ser valiente... El valor es una virtud tan grande como la humildad, como lo *la* caridad, como la pobreza.

[124] Miquelo Egoscué se quitó la boína con arrebato:

-¡Bien por la Madre Isabel!

-La monja plegó los labios con malicia, y al mismo tiempo enrojecían sus mejillas pálidas:

-El valor purifica todas las virtudes, y el miedo las tiene soterradas entre escorias. Yo antes no lo sabía, lo aprendí hace poco...

Murmuró el capitán en voz baja, como si estuviese en una iglesia:

-¡El valor es todo!

La monja miró al hermoso segundón que venía hacia ella, y sonrió con melancolía mostrándoselo á Miquelo Egoscué:

-¿Ve usted aquel mozo?

-¿El que llaman Cara de Plata?

-Sí... Su padre, que vive en el pecado desde hace muchos años, es mujeriego, despótico, [125] turbulento, pero su valor y su caridad son ejemplares... Yo creo que en la hora última se salvará por esas dos virtudes... Como no conoce el miedo, á sus criados y á sus amigos los ayuda en los mayores peligros. Y al que tiene una culpa se la descubre... Así pone miel en muchas heridas, y arranca muchas máscaras.

Cara de Plata estaba en pie, atento, con los ojos luminosos y una sonrisa atrevida:

-Sin las virtudes de mi padre, los hijos seríamos bandidos. Pero algo se hereda. El valor y la caridad son los fundamentos do una raza. En otro tiempo hubo órdenes religiosas que entre sus votos tenían el de la valentía, como el primero. ¡Eso, al menos dicen las historias de los Caballeros Templarios!

La monja le reparó hondamente:

-Cuenta primero la Fe.

[126] Y subió al piso alto para despertar á Eladia. La pobre niña sorda seguía durmiendo á pesar del tumulto que alzaban aquellas cien boínas rojas.

[127]



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