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El retorno de Miguel Hernández a la lírica tradicional: teatro y cancionero

Francisco Javier Díez de Revenga

En la dedicatoria de Viento del pueblo a Vicente Aleixandre, Miguel Hernández afirma con toda claridad su condición de poeta del pueblo:

«Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo».


Y es muy cierto que una de las notas definitorias de la poesía de Miguel Hernández es su relación constante con la lírica popular. Cuando el poeta comienza su andadura y busca una identidad poética, surgen temas, metros y ritmos populares que ocupan un espacio importante en la etapa inicial de su poesía. Podríamos decir que la prehistoria poética de Miguel Hernández está incardinada en raíces populares. Para considerar la importancia que tienen en su formación las tradiciones populares, la propia lírica de tipo tradicional y, sobre todo, las poesías populares más difundidas en sus años iniciales, hay que ir a la serie de poemas que fue publicando a finales de la década de los veinte en los periódicos y revistas de su ciudad natal, sobre todo en El Pueblo de Orihuela, poemas que fueron recopilados por los editores de Miguel Hernández, ya en la edición de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia, y que hoy figuran en la edición última de su Poesía completa, en la que José Carlos Rovira, Agustín Sánchez Vidal con la colaboración de Carmen Alemany, incluyeron numerosos poemas de esos años iniciales, inéditos hasta 1992. Son poemas evidentemente muy juveniles, que denotan el gran interés del poeta por buscar un camino y una identidad propios y originales, para lo cual hace tanteos en los que es posible advertir numerosas influencias, y la de la lírica más popular o más tradicional no es la menor.

Desde sus comienzos, por tanto, Hernández se encuadra por derecho propio en el grupo de poetas españoles que sienten muy de cerca la llamada de lo popular, patente a lo largo de su obra literaria. Su origen y nacimiento en el pueblo, así como sus primeros años de existencia conforman una mentalidad típicamente popularista que se hará patente en muchos de sus poemas. Con esta actitud, está relacionado su arraigo a la tierra, su fuerte y profundo sentimiento de la naturaleza, que va apareciendo por todas partes en su obra poética inicial y que reverdecerá en su obra dramática. Incluso en la poesía hernandiana de adscripción más culta, se percibirá un vivo y permanente sentimiento del pueblo y de lo propiamente natural y campesino y también de la canción tradicional, de la lírica popular. Un buen ejemplo vendría representado por su conocido soneto de El rayo que no cesa (1936), «Me tiraste un limón y tan amargo», cuyo verso inicial tiene tras de sí larga trayectoria literaria de tipo tradicional. En el caso de este soneto, sin duda un elemento de unificación es el motivo del limón lanzado, de larga tradición en la literatura española popular y culta.

El poeta del siglo XVII don Luis Carrillo Sotomayor escribió un soneto «A un limón que le arrojó una dama desde un balcón» y Federico García Lorca, en una de sus suites -«El jardín de las morenas»-, incluyó un poema titulado «Limonar». Cuando la amada lanza un fruto a su galán, algo está sucediendo, algo quiere comunicarle. Lope de Vega, maestro de Miguel Hernández, lo decía así en su comedia El bobo del colegio:

Naranjitas me tira la niña
en Valencia por Navidad;
pues a fe que si se la tiro
que se le han de volver azahar.

Que viene de otra canción anterior, de tipo tradicional:

Arrojóme las naranjitas

con las ramas de blanco azahar;

arrojómelas y arrojéselas

y volviómelas a arrojar.

De sus manos hizo un día

la niña tiro de amores,

y de naranjas y flores

balas de su artillería.

Comenzó su batería

contra mí que la miraba;

yo las balas le tiraba

por doble mosquetería.



En una canción popular murciana, recogida por Alberto Sevilla, una muchacha, dirigiéndose a un muchacho, dice:

Yo tiré un limón por alto

y se le perdió la molla;

yo te quise no pensando

que tenías otra novia.



Y en una canción popular recogida por Rodríguez Marín:

Un limón me tiraste

desde la torre;

en el alma me diste,

sangre me corre.



O la recogida por Fernán Caballero en Cuentos y poesías populares andaluces:

De tu ventana a la mía

me tirastes [sic] un limón,

el limón cayó en la calle,

el zumo en mi corazón.



Cuando lo tradicional se combina con lo popular se realiza una fusión de naturaleza íntima y de resultados admirables. Toda una gran parcela de la lírica española desde las ¡archas a nuestros días, pasando por nombres como Gil Vicente, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope, García Lorca, etc., se aproxima a lo popular en busca de una nueva y singular tradición literaria que se convierte en poesía culta.

El lector que conoce el Cancionero y romancero de ausencias sabe que se encuentra en un contexto de tono tradicional claro e indudable. Sabe que Hernández, en estos años postreros, vive la ausencia y el dolor más íntimamente porque los siente desde la entraña de lo popular, para él lo más vivo y lo más propio. Y no cabe duda de que esta impresión tan fuerte contribuye decisivamente, como tantas otras veces, a construir la contextura rítmica y la disposición versal.

A partir de octubre de 1938, Miguel comienza a escribir una poesía determinada por la ausencia y por la cárcel, definitiva ya a partir de un año después, desde septiembre de 1939. Los grandes temas del conjunto de poemas que producirá a partir de ese momento, serán temas marcados por el dolor de la ausencia y por el presagio de la muerte. Miguel recogió un buen número de canciones presididas por estos sentimientos en un cuaderno que tituló muy bellamente Cancionero y romancero de ausencias y que entregó a su mujer en septiembre de 1939. Este material se ha completado con otros poemas sueltos de similares características pertenecientes a diferentes épocas, desde 1937 hasta finales de 1940 o principios de 1941, y que es conocido con el nombre de Cancionero de ausencias. Con ambos se crea el conjunto que diferentes editores han denominado con el título que Miguel dio a su primer cuaderno, con el fin de construir el que sería el último libro del poeta. Independientemente de estos poemas, fundamentalmente romances y canciones, los editores suelen agrupar un tercer conjunto de composiciones de esta misma etapa, caracterizados por ser poemas de una mayor elaboración, más meditada, de mayor ambición constructiva y con empleo del arte mayor en todos sus textos. El conjunto, denominado «Últimos poemas», recoge importantes muestras del mejor Miguel Hernández y suele figurar como colofón de su obra poética completa.

La parte primera, la cancioneril y romancera, está presidida por tres temas fundamentales, que adquieren diversas interpretaciones, y por una unidad formal basada en el paralelismo, que afecta tanto a canciones como a romances. Los tres temas son el amor, la ausencia y la muerte, presentes desde el comienzo del libro, aunque sujetos a diferentes interpretaciones y enriquecidos por variados motivos literarios, algunos de larga tradición como el de las «dulces prendas», con que se abre el cancionero. Presagios de muerte, dolor y pena, el tema central del hijo esperado primero y muerto muy pronto, junto a un fuerte y mantenido sentimiento de la naturaleza, ya conocido en el poeta, son notas muy revelantes de todo este conjunto final de poemas. Es muy interesante insistir en la importancia que tiene en este libro el paralelismo, que sirve al poeta para intensificar determinados aspectos de su creación, como tuvimos ocasión de demostrar hace ya bastantes años, en nuestro artículo de 1974, publicado en Revista de Occidente «La poesía paralelística de Miguel Hernández».

La expresión del amor se ve así engrandecida por las reiteraciones constantes que es posible interpretar como insistencias vitales más que como mero gusto o juego cancioneril. Son las poesías del Cancionero páginas de un diario personal del autor, según se ha afirmado con frecuencia. Late la vida y late la muerte en ellos, porque esos son los signos de todos estos poemas breves y sencillos en su contextura, pero profundos, y en cierto modo enigmáticos, en su contenido.

El primer problema que se plantea cuando de lírica tradicional hablamos es el de considerar cuánto hay de herencia y cuánto de originalidad en las interpretaciones de la poesía tradicional en nuestros tiempos. Ya se sabe que Miguel Hernández no está solo en este campo, porque un grupo de poetas, que encabeza por sus indudables valores Federico García Lorca, reelaboran toda clase de poemas populares llegando con plenitud a asimilar e interpretar todas las formas espontáneas de lo popular. En este grupo, Juan Ramón Jiménez y posteriormente Rafael Alberti y Gerardo Diego, entre otros, reviven tonos y temas en una tendencia que en principio se llamó equívocamente «neopopularismo». Pero como en realidad lo que reavivaban era la poesía tradicional y no la popular -teniendo en cuenta la veterana distinción de Menéndez Pidal-, recibieron toda clase de nomenclaturas que ahora no vienen al caso.

Lo cierto es que Miguel Hernández, por numerosos ejemplos en su obra y, sobre todo, por su gran creación del Cancionero y romancero de ausencias, se integra plenamente en esta tendencia y junto a los poetas citados. La idea de unos y otros parece ser siempre la misma y quizá en Miguel Hernández sea en el que menos dudas quepan: tratan de restaurar las formas paralelísticas propias de las canciones tradicionales españolas, cuyo oscuro origen se remonta a los tiempos de las ¡archas y de la lírica gallego-portuguesa. Y logran revivir esta poesía como la más auténtica, espontánea e intuitiva. Su evidente relación con la música nos habla de bailes y tonos populares sin alambiques ni elaboraciones cuidadas. El mismo término «canción», acogido por todos -recuérdese el título del último libro de Hernández- es lo suficientemente expresivo de lo musical y de lo tradicional.

Su demostrado dominio de las técnicas del verso queda de nuevo patente al utilizar, con la misma maestría que en otras ocasiones, los variados resortes de la lírica popular. La tradición de esta poesía pesa sobre el autor que, instruido, conocedor, admirador y respetuoso con ella, baraja sus inmensas posibilidades de armonía y contrastes. Pero sobre tales efectos ya conocidos, predomina la gran peculiaridad y el personalismo inconfundible del genial poeta oriolano.

Hay un ejemplo singular que puede confirmar cuando estamos señalando. Es su conocido poema de las «Tres heridas»:

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.



Es un poema de los años cuarenta, escrito posiblemente en la cárcel, cuando el poeta se halla alejado de su amada, de su hijo, de todos sus seres queridos. Es un poeta triste y desolado, porque es un ciudadano derrotado, y un ser que ha perdido la guerra, que ha sido perseguido, y que ahora carece de libertad y además siente sobre él la injusticia de la condena, la proximidad de la muerte, impuesta por sus enemigos y sentida también en la propia salud. Pero la proximidad de la muerte no le hace, por ello, renunciar a lo que más ama -la vida- y a lo que aún le mantiene en vida -el amor-. La picuda pena se ha convertido ahora en herida, herida por partida triple que llaga su corazón como la llama de amor viva.

En tales circunstancias, el poeta, que había transitado por caminos de hermetismo poético, que había luchado como nadie en su tiempo por adquirir una expresión poética personal, indiscutiblemente suya, vuelve a la sencillez de la canción tradicional y escribe este poema que es cumbre de economía verbal y de sencillez rítmica, como lo es la propia canción de tipo tradicional. La formulación poética se basa ahora en la síntesis, en la elipsis de todo aquello que recargue y adorne, para destacar únicamente el valor de las tres grandes palabras: vida, muerte y amor. Tres palabras que Miguel Hernández pudo oír en una canción popular murciana, recogida unos años antes, por Alberto Sevilla, como señala José Carlos Rovira:

Me dan la vida tus ojos;

tus ojos me la quitan,

y está luchando mi amor

entre la muerte y la vida.



Y siguiendo los prototipos de la canción tradicional, las tres estrofillas que ésta componen se convierten en pura repetición alternada, ritmo interno cruzado y combinado en forma paralelística, para alternar la rima asonante que marca cada una de las tres palabras básicas -vida, muerte, amor- en un camino que va desde el anónimo hasta la presencia del propio poeta, en la tercera estrofa, cuando se identifica con el amor.

En el artículo publicado por mí en la Revista de Occidente, en 1974, decíamos de este poema que era un ejemplo de «paralelismo de inversión, dentro de la espléndida poesía paralelística de Miguel Hernández». En otras ocasiones -escribía yo entonces- la intención antitética de Hernández llega a producir inversión en los términos correlativos de sus canciones paralelísticas, con lo que se altera el orden lógico establecido y promueve en el lector efectos nuevos y originales muy expresivos de su estado. En esta canción, invierte la posición del verso que contiene la proposición temática, que, por supuesto, es la más expresiva. El poema entonces es aparentemente sencillo en su estructura, debido a la expresividad de sus elementos y a pesar de la aparente paradoja. Tras la primera vista, se ofrecen al lector una serie de sugerencias que van variando conforme avanza el poema, pero que son las mismas. Sólo la variedad de su disposición en el texto produce la sensación de incremento significativo, que en realidad no es tal, porque son las mismas palabras las que funcionan en cada parte del poema. Todo lo consigue el paralelismo de inversión, que, como se observa, es el único que realiza la función significativa del texto. Los elementos de construcción son los mismos, pero su posición alternada evoca distintas realidades. Puede comprobarse entonces hasta qué punto es importante la contextura formal de un poema de este tipo.

Miguel Hernández nunca dejó de ser un poeta popular. Y la demostración más clara está justamente en su teatro. En nuestro libro de 1981, El teatro de Miguel Hernández, escrito con Mariano de Paco, establecimos la vinculación del lenguaje poético de sus dramas a la canción tradicional ya desde el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1934), con canciones en la línea de lo que el teatro de Lope de Vega tanto supuso y que entronca esta obra una vez más con el más selecto teatro áureo. En el auto, encontramos tres canciones de tipo tradicional muy artísticamente construidas; dos de ellas responden al prototipo de canción de trabajo y la tercera es una canción de amor puesta en boca de la Pastora. Las de trabajo -de siega y de trilla, respectivamente- están en la línea más genuino de este tipo de poemas, que tan bien manejaba Miguel Hernández. La de siega, recitada por la Voz del Deseo, contiene un bíblico aire de maldición. La canción de trilla, «¡Aire, Santelmo, aire! / para la avienta...», parece tomada de la realidad, y no deja de ser significativo que el autor la coloque en cursiva. Recogida del natural, respira toda la lozanía de lo espontáneo y la riqueza de un ambiente vivido, captado de su tierra, como puede advertirse en la forma de denominar a los animales o en la referencia geográfica del aire que viene de La Mancha. La de amor, con un motivo repetido -«que estoy enamorada»-, se destaca por la rica expresión de los sentimientos de la protagonista, en actitud de velar el sueño del Esposo, así como por la presencia de la naturaleza en el diálogo de la Pastora con el Viento.

En El torero más valiente (1934), incluye Hernández canciones de ciego y otros poemas que podemos poner en relación con la canción tradicional. Pero es sobre todo la escena de la boda la que recoge el espíritu de la fiesta y de la música popular, y es que la fiesta de la boda, que surge de pronto en el drama en la escena cuarta de la fase anterior -Acto II-, no tendría la fuerza y alegría que descubrimos en ella, si no estuviera esmaltada de bellísimas canciones llenas de juventud, lozanía y gracia, dignas del mejor Lope de Vega, y encuadradas en la tradición por él iniciada. Cantos, bailes, chistes, ironías malintencionadas, motivos repetidos -como el de la «bella malmaridada»-, prototipos formularios -«vivan, vivan la novia y el novio»-, sonidos propios de estas canciones, pura fonética coral, traen quizá al drama el espíritu y la fuerza de las fiestas que el propio Miguel podría conocer en las bodas de la gente de su tierra. El cuadro de las bodas nos parece por ello dotado de una autenticidad verdaderamente notable.

En efecto, la escena IV de la fase anterior del acto II se inicia con la presencia en escena de personajes en número indefinido con instrumentos de música, «gente alegre de boda con panderos, guitarras y castañuelas», que vienen cantando la fórmula tradicional: «¡Vivan! ¡Vivan la novia y el novio!». Invitados a pasar por Pastora le pide a su madre «los dulces y los bizcochos / en seguida...», así como «el vino ése de entre septiembre y agosto, / que cuando cae en la boca / parece un salto de oro». La escena de la fiesta de la boda puede relacionarse con escenas parecidas del teatro del Siglo de Oro y en concreto de Lope de Vega, pero quizá Miguel Hernández pudiera verse influido por una escena de boda mucho más reciente y cercana a él mismo, como lo es la del drama de Federico García Lorca Bodas de sangre, estrenada en 1932. Aunque la situación es distinta, el ambiente de la fiesta con canciones de boda, de tipo tradicional, pudo muy bien inspirar a Miguel, que maneja la misma estructura e incluso coincide en algunas acotaciones.

En Los hijos de la piedra (1935), a pesar de estar escrita en prosa, figuran, sin embargo, tres canciones de tipo tradicional que el autor incluye en determinados momentos de su obra. La primera de ellas responde al tipo de canción de trabajo y poetiza la actividad del leñador, con molde métrico muy popular, ya que responde esencialmente al esquema de la seguidilla, hábilmente renovada por nuestro poeta. Mucho más ensamblada en el desarrollo de la obra es la bella canción de Vendimiadores y Vendimiadoras del acto segundo, de carácter alternado, en forma seguidilla con bordón, modificada por Hernández en la cantidad silábica. La canción, con un fuerte sentido amoroso y picaresco, reúne todo el donaire tradicional de este tipo de composiciones, con estructura paralelística, mudanzas y falso estribillo. Se completa el conjunto con la canción que figura en el acto III, en la que Todos los mineros cantan al ritmo de las herramientas unas coplas paralelísticas hexasílabas a la muerte, de fuerte contenido emocional.

También en El labrador de más aire (1937) hay muy bellas canciones de tipo tradicional con predominio de la canción amorosa. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las obras precedentes, rara vez los intermedios líricos están claramente exentos dentro de los parlamentos; tan sólo hay algunos con relativa independencia, como ocurre con una típica canción de mayo que Mozos y Mozas cantan en las fiestas del acto primero, con estribillo variable y canto alternado entre voces masculinas y femeninas; en esta tradicional maya se manifiesta una gran alegría que refleja la exaltación de la primavera a través de bellas imágenes poéticas a las que se une el sentimiento amoroso.

Junto a estas mayas, género arquetípico que Hernández como Lope de Vega introduce en su drama, hay en El labrador de más aíre numerosos pasajes que, por la contextura poética basada en estructuras repetitivas y por su expresión del amor, podemos relacionar con un sentimiento de lo popular y con la poesía de tipo tradicional; aspecto éste en el que obligadamente hemos de conectar a Miguel Hernández con García Lorca, cuyas innovaciones asimila. Ejemplo de esta actitud característica son algunos de los monólogos de enamorada de la protagonista, como el que figura en el acto I, cuadro I, escena III -«Pocas flores, mayo, diste a mi vergel»-, en el que se ofrece un cuadro de la naturaleza de indudable valor estético; o en el acto II, cuadro II, escena I, «Malaventurada soy», de sabor amargo y dolorido por el desdén y la ignorancia del amado.

Ambas canciones, perfectamente estructuradas dentro de la línea argumental de la obra, tienen un tono popularista, ya que reúnen las inconfundibles condiciones del género: están puestas en boca de una mujer; poseen un fuerte sentimiento de la naturaleza, confidente de la desdicha de la joven; cuentan con una estructura paralelística interpretada libremente por el poeta y recogen una inquietud amorosa. Paralelismo que, como en otras obras de Hernández, se extenderá a otros versos del drama al tiempo que asistimos a la decadencia de la metáfora en el teatro hernandiano, la suavización de los recursos poéticos, tendentes ahora a la naturalidad y a la sencillez.

Finalmente, en Pastor de la muerte (1938), Hernández regresa al cultivo de la lírica de tipo tradicional, aunque todas las recogidas en el drama corresponden al prototipo de la canción de guerra. Entre ellas figura la conocidísima «Las puertas son del cielo / las puertas de Madrid», cantada por la Voz de varios soldados:

Las puertas son del cielo

las puertas de Madrid.

Cerradas por el pueblo

nadie las puede abrir.

Cerradas por el pueblo

nadie las puede abrir.

El pueblo está en las calles

como una hiriente llave,

la tierra a la cintura

y a un lado el Manzanares;

la tierra a la cintura

y a un lado el Manzanares.

¡Ay río Manzanares

sin otro manzanar

que un pueblo que te hace

tan grande como el mar!



Consideramos, pues, a Miguel Hernández un último eslabón en esta larga cadena de la poesía de tipo tradicional elaborada por autores cultos por intuición expresiva y emocional momentánea, surgida como reflejo de una intimidad auténtica. No se trata, como también se ha dicho de García Lorca, de una mera reinterpretación de la tradición popular, sino que, con su voz acorde con la tradición, Hernández aporta una serie de expresiones originales que la renuevan y avivan, como en su tiempo hizo Gil Vicente o Lope de Vega. Es poesía culta creada por un artista, por un poeta consciente que sublima y eleva a su terreno lo popular, renovando una tradición e incluyéndose él mismo dentro de esa tendencia secular. El 22 de agosto de 1937, Miguel Hernández confesaba su condición de poeta del pueblo en un artículo publicado en Nuestra Bandera:

«Nací en Orihuela hace veintiséis años. He tenido una experiencia del campo y sus trabajos, penosa, dura, como la necesita cada hombre, cuidando cabras y cortando a golpe de hacha olmos y chopos, me he defendido del hambre, de los amos, de las lluvias y de estos veranos levantinos, inhumanos, de ardientes. La poesía es en mí una necesidad y escribo porque no encuentro remedio para no escribir. La sentí, como sentí mi condición de hombre, y como hombre la conllevo, procurando a cada paso dignificarme a través de sus martillerazos.

Me he metido con toda ella dentro de esta tremenda España popular, de la que no sé si he salido nunca. En la guerra, la escribo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada.

Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir».


Por ello, quizá el más claro valor de la presencia de la lírica de tipo tradicional en el teatro y en Cancionero y romancero de ausencias sea el que constituyen un todo armónico y compensado que nace de la misma esencia de Miguel como ser humano y como poeta. Porque la primera nota singular que se advierte en una lectura de estos poemas es que, a pesar de estar montados sobre presupuestos formales de tipo tradicional, el poeta no se adscribe a esquemas establecidos ni se compromete con formas estróficas de secular tradición. Ya este signo es relevante de su indudada originalidad y personalismo. La tendencia a la libertad expresiva hace que abandone moldes conocidos en busca de otros nuevos personales hechos por él. En este rasgo coincide con Federico García Lorca, sobre todo con el Lorca de sus primeros libros, Canciones y Primeras canciones y con Alberti en Marinero en tierra y en La amante. Miguel Hernández adopta ahora el marco rítmico ideal para la expresión de la patética, y a veces esperanzada, existencia que vivió en sus últimos tiempos, en los días que escribió sus dramas y su Cancionero. La poesía popular allí recogida es más auténtica por espontánea y sencilla. La desnudez expresiva, ideal para estos asuntos, está lograda artísticamente con el ritmo de tipo tradicional, entrecortado, vivo y de hondos matices musicales. La magnífica intuición artística de Miguel Hernández nuevamente nos ofrece toda su sensibilidad en tan entera creación poética. La indudable autenticidad del poeta, tantas veces ponderada, la vemos ahora reflejada en los versos de sus últimos años, que acogen, sin dificultad, melódicamente, una métrica de tipo tradicional.