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El romancero morisco de Pedro de Padilla en su «Thesoro de varia poesía» (1580)

María Soledad Carrasco Urgoiti





«Pedro de Padilla escribió romances moriscos avant la lettre», comentó en 1952, como de pasada, el gran analista del género, José Fernández Montesinos1. A pesar de ello, es un lugar común observar que Pedro de Padilla fue uno de tantos escritores que en su tiempo se consideraron importantes y que olvidó la posteridad, lo que no ha impedido que la erudición de nuestros días se haya ocupado de él. Incluso en la última década han aparecido aportaciones interesantes que nos lo acercan, como la publicación de códices que contienen composiciones suyas2; algunas puntualizaciones de Antonio Carreira3 sobre autoría de poemas; un certero análisis de sus églogas, debido a Doris R. Schnabel4, y algo que faltaba, el clásico estudio de vida y obra que ha llevado a cabo Aurelio Valladares Reguero5, investigando en los archivos de la tierra natal del poeta, y reuniendo una exhaustiva bibliografía sobre su obra. Defiende con sólidos argumentos que la villa de Linares, próxima a Jaén, fue cuna del poeta. Me alegro de poder mencionar aquí este libro que desconocía cuando redacté un breve artículo, escrito hace unos años y que acaba de aparecer en el Homenaje a Elena Catena. Titulé el trabajo a que aludo «Pedro de Padilla en el entorno de la Granada morisca»6.

Apoyándome en la ampliación de nuestro conocimiento que aporta la historiografía reciente de cómo fue y cómo se transformó la vida en los territorios del extinto reino nazarí y el ámbito fronterizo durante los ochenta años que siguieron a la conquista de Granada, señalaba que el período formativo de la vida de Padilla -Pedro Hernández de Padilla- transcurrió en un ambiente de cultura mixta, donde aún persistían hábitos y rasgos culturales que derivaban del pasado islámico, sin que ello implicase necesariamente la práctica secreta de la religión musulmana. Como alumno de un Licenciado Marín, que era morisco, se graduó nuestro ingenio en la Universidad fundada por Carlos V para educar a los hijos de la pujante burguesía nazarí, inculcándoles la doctrina católica, así como una cultura humanística básica. En el caso de Padilla, tales conocimientos se ampliarían con su participación en la llamada Academia granadina, entiéndase la tertulia literaria que patrocinaban los Granada Venegas, cuya nobleza entroncaba con la dinastía nazarí. Con tan alto rango, la condición de nuevo cristiano en modo alguno les inhabilitaba para cargos ni honores, lo que sí sucedía a nivel de la simple pertenencia a la clase social de los caballeros -propietarios también de tierras y factorías-, en la que a mi juicio podemos situar a Padilla. El suyo debió ser un caso de asimilación cumplida, paralelo al que encarna en el terreno de la ficción el personaje del Quijote don Álvaro Tarfe. Recordemos que este hidalgo retorna a esa patria suya de Granada -«buena patria», subraya don Quijote-, sin que apenas nada insinúe en el texto cervantino que sea de ascendencia mora, circunstancia que sí nos certifican sus señas de identidad en la apócrifa Segunda Parte, de donde procede.

A partir de 1572, coincidiendo con la dispersión de la más humilde población morisca del reino de Granada que siguió a la guerra de la Alpujarra, Pedro Hernández de Padilla cursará Teología en Alcalá de Henares. Diez años más tarde el Maestro López de Hoyos, escribiría la Aprobación de su Romancero, y se ha pensado que él pudo ser quien primero le puso en contacto con Cervantes, después de su regreso del cautiverio. En todo caso, era lo más natural que entrasen ambos en el círculo madrileño de ingenios que frecuentaban otros poetas amigos suyos como Alonso de Ercilla o Pedro Laynez.

Está en duda que Padilla llevase durante algún tiempo una vida itinerante, como tantos soldados y caballeros de su tiempo que se preciaban de manejar la pluma y la espada, pero la temática de su libro titulado Romancero (1582), muestra, si no un conocimiento directo, sí una familiaridad grande con los hechos de armas que en Europa llevaban a cabo los tercios españoles, y también con la faceta menos heroica de la vida del soldado. Temática que en el libro mencionado alterna con fábulas mitológicas como la de Píramo y Tisbe, y un vasto repertorio histórico-legendario, en que tiene cabida lo lusitano. La pericia lingüística que admiraba a sus contemporáneos parece avalar la hipótesis de una participación activa en las campañas que relata. Mas, aunque la documentación supliera a la experiencia, como piensa Valladares, resulta evidente que su mentalidad se abría al mundo contemporáneo, al tiempo que mantenía su predilección por la materia de Granada. La historia de Narváez, Abindarráez y Jarifa; la leyenda fronteriza de la Peña de los Enamorados -ese raro caso de amor heroico entre cristiano y musulmana- y, cara al pasado medieval, un Cid compasivo, al par que invencible, se integran en un repertorio de dimensión europea. Pero, ¿cuál era su límite? Nicolás Antonio, al enumerar las lenguas que hablaba Padilla, añade que conocía además la lengua vernácula de su gente. ¿A qué podría referirse sino al árabe? Nuestro andaluz europeo de la segunda mitad del siglo XVI participaba, pues, desde sus raíces en ese bilingüismo de la vieja frontera, que no se erradicó más que con la ya mencionada dispersión o «saca» de los nuevos convertidos del reino de Granada, al término de una guerra en la que ellos mismos combatieron en ambos bandos, y la indefinición fue la tónica entre sus élites. He dicho bilingüismo y quizás no sea la palabra más apropiada. En Padilla el poso de una cultura fronteriza, que en el terreno del saber había sido multilingüe y había propiciado creaciones con divergentes raíces, llevó a una fácil asimilación de un multilingüismo europeo, surgido en una nueva coyuntura supranacional, a la que en fecha reciente se ha referido Claudio Guillén7.

Volviendo al entorno de nuestro ingenio en su adolescencia y primera juventud, recordemos que en el conjunto de la burguesía de Granada subsistieron hasta el estallido de 1568 señas de identidad moriscas tan importantes como el uso familiar de la lengua árabe y el despliegue ocasional de formas de música y danza, que con mayor frecuencia se dejaban oír en los aposentos y jardines recoletos de las viviendas donde se guardaban los ricos ajuares del pasado. A nivel popular, la mujer morisca mantenía su modo de vestir, a pesar de la prohibición que pesaba sobre la prenda exterior en que se envolvía, cubriéndose el rostro. Hasta el nombre mixto de personas representativas del momento, como don Francisco Núñez Muley, don Gonzalo Hernández el Zegrí y el propio don Fernando Muley Abenhumeya, Señor de Valor, dan fe de un proceso de asimilación social en marcha, que se vio interrumpido por las medidas represivas del sínodo de Guadix (1556), el fracaso de las gestiones por suavizarlas, y al fin la rebelión del año 1568, la guerra civil en que desembocó y el castigo y destierro de todos los moriscos del reino en 1572 a otros territorios peninsulares. Ya hemos dicho que éste fue el año en que apareció Pedro de Padilla en Alcalá de Henares. ¿Por puro azar? Acaso. ¿Qué apellidos más castizos e hidalgos que el de Padilla, o el materno de Hernández que también usó el poeta? Sin duda, pero no por ello dejaban también de abundar tales nombres entre los descendientes de los moros convertidos, antes o después de la caída del reino nazarí. Para comprobarlo basta leer los censos de las parroquias del Albaicín o incluso las nóminas de los granadinos que emigraron a Berbería. Personalmente, lo que me parece importante, en este caso como en los de Ginés Pérez de Hita o Vicente Espinel, no es el factor étnico, sino el ambiental. Esta generación de la Andalucía oriental respiró en su niñez y juventud el mudejarismo cultural, cualquiera que fuese su origen y su posicionamiento íntimo en cuestión de creencias. Pienso que los tres que he nombrado estaban muy lejos de profesar otra religión que la católica, pero no la sentían como excluyente de los usos y el aroma de su tierra y su cultura. Si a don Diego Hurtado de Mendoza no se le despega el epíteto «hijo de la Alhambra»8, ni a San Juan de la Cruz el mote «el mudejarillo» que hoy le aplica el sutil escritor José Jiménez Lozano9, ¿por qué no valorar el acicate del amor a lo propio cuando observamos cómo surge en el romancero la descripción evocadora de una Granada cortesana, en parte salvada del olvido y en parte inventada?

Los romances de tema granadino de Pedro de Padilla parten de la modalidad ya no épico-lírica sino cronística, según la denominación de Menéndez Pidal10, que cultivan diversos recopiladores y refundidores de romances, desde Alonso de Fuentes hasta el propio Padilla. Todos ellos acogen una temática histórica amplia, pero privilegian los temas de la Reconquista y el ciclo fronterizo. Dentro de éste cobra mayor relieve en la segunda mitad del siglo XVI el escenario nazarí, es decir el reino islámico de Granada, interpretado bajo un prisma caballeresco. Se narran hechos de armas o lances de amor y galantería, casi siempre protagonizados por moros y por cristianos, o sólo por caballeros moros y damas moras. En tanto que los pliegos sueltos divulgan preferentemente retos y duelos que terminan con la derrota del guerrero musulmán, en las colecciones de los romancistas, como Juan de Timoneda o Lucas Fernández, aparecen escenarios cortesanos, en localizaciones precisas: el jardín del Generalife, convertido en «locus amoenus», la Vega de Granada y la fortaleza de la Alhambra, que se nos presentan pobladas de damas y caballeros iguales en sus actuaciones y sentimientos a otros personajes de la literatura caballeresca, pero diferentes a ellos en la proyección visual de su persona y en peculiaridades del modo de combatir, que por cierto también adoptan parcialmente sus adversarios castellanos. Curiosamente esta estilización retrospectiva de la caballería y la corte nazaríes, que se remonta a menos de un siglo en el pasado, hace caso omiso de auténticas diferencias culturales, y simplifica el conflicto religioso, reduciéndolo a un antagonismo que generalmente se resuelve en el duelo. Cuando no muere el guerrero musulmán, su conversión viene propiciada por ese culto común a las virtudes caballerescas que dentro del clima, entre real e imaginario, de la frontera recreada profesaban los moros y los cristianos.

La convulsa Granada morisca parecería a primera vista alejada del proceso poético que crea la atrayente corte de Boabdil, y da a este rey un doble perfil de amador y de tirano. Sin embargo, ciertos hechos de su vida, como la caída en cautiverio o las luchas internas que sufre su reino, tienen un reflejo en motivos poéticos de esta materia de Granada que va configurándose a través de refundiciones de romances. La lectura de viejas crónicas y de los poemas cultos italianos, que introducen otra visión de los contactos y conflictos entre Cristiandad e Islam11, permite a los refundidores variar sus esquemas y enriquecer el elemento descriptivo, de primordial importancia en el género. En cuanto a El Abencerraje, la novela breve que mejor compendia el fenómeno de la maurofilia literaria, sin duda ejerce inmensa fascinación sobre quienes la reescriben, total o parcialmente, en verso, incluido Pedro de Padilla, aunque su complejidad no haya sido alcanzada por ningún otro artífice de la recreación de la frontera12. Sin embargo, la novela coincide con el romancero en potenciar el tema de los Abencerrajes, con su doble faceta de paradigma caballeresco y de virtud sacrificada. El crimen colectivo de que son víctima se presentará en la ficción literaria como perpetrado por el propio monarca. Esta matanza -de que es inocente el histórico Mohamed V, último monarca nazarí- se convertirá a través del romancero en la culpa necesaria para que la pérdida del reino que sufre Boabdil pueda entenderse como cumplimiento de la justicia poética.

Debo constatar alguna circunstancia que singulariza a Padilla entre los refundidores que gustan de estampar su nombre al frente de una colección romancística -caso de Lorenzo de Sepúlveda o Lucas Fernández-. Sus contemporáneos no le conocían como recopilador de romances, sino como un hombre de letras prestigioso y versátil, que cultiva con éxito todas las formas de la poesía italianizante. Esta característica suya de estar a la vanguardia de las innovaciones y manejar un amplio marco de referencias ha sido confirmada en nuestros días por estudiosos del petrarquismo, como Joseph G. Fucilla13, o de la influencia de Ariosto, como Máxime Chevalier14. Aunque parta ocasionalmente de motivos que constituyen signos de identidad del romancero morisco noticioso, amplifica la peripecia como si de una novelita de costumbres urbanas se tratara. O bien traza morosamente cuadros áulicos, en los que deja constancia de una fastuosidad cortesana que en ese pasado casi mítico complementaba adecuadamente los muy reales, y siempre bellos y amados espacios de la Alhambra o de las calles y plazas de Granada.

Antes de concretar estos rasgos comentando algunos poemas se impone decir unas palabras sobre dos circunstancias que posiblemente hayan velado la importancia de la contribución de Padilla al romancero morisco. Una de ellas atañe a la aparición, excepcional dentro del panorama editorial del momento, de un copioso corpus de poemas propios, que tituló Thesoro de varia poesía15. Este libro, publicado en 1580, fue seguido tres años más tarde por su Romancero 16 (1583). El primero comprende los romances moriscos más originales de su autor -únicos de que hoy nos ocupamos-, pero los ofrece dispersos entre una producción muy diversificada, en cuanto a temática y formas métricas. A diferencia de los romances moriscos nuevos que poco después inundarían las colecciones, estas composiciones de Padilla no se integraron en el Romancero general de 1600. Había triunfado para entonces ese nuevo estilo, que recupera la anonimia, aunque lo cultivan poetas excelsos, así como la condición de poesía destinada al canto, que utiliza para la expresión emocional subjetiva, o el panegírico la panoplia suntuaria del romancero morisco noticioso. En cambio, parece obvio que nuestro ingenio destinaba a la lectura o a la recitación sus series de poemas en metros diversos que se agrupan en torno a un motivo novelesco. La anécdota es en ellos sustancial y coherente; se desarrolla en tiempo y lugar precisos, a través de escenas visualmente muy ricas. En el siglo XVII, el público se volcó con la modalidad musical del romance morisco y perdió interés por la que relataba hechos históricos, acaso porque la representación de la vida se esperaba ya de la narrativa en prosa. Y así, pronto fueron cayendo en el olvido las incipientes novelas en verso de nuestro autor.

La segunda circunstancia adversa está ligada a la revalorización del romancero fronterizo y morisco, iniciada en la segunda mitad del siglo XVII por los primeros románticos ingleses y alemanes, que dejaron al margen los poemas de autor conocido. Tal omisión fue subsanada por Agustín Durán al compilar su exhaustivo Romancero General17, que todos hemos manejado en la Biblioteca de Autores Españoles, pero él mismo criticó en excepcionales notas al pie la prolijidad de un par de romances de Padilla. El juicio adolece de un desfase cronológico, pues el erudito romántico encuentra que en ellos se amalgaman las tendencias previas del género, pero en realidad este poeta no copia sino inventa el movimiento hacia la novelización. En nuestros días, el Thesoro ha quedado al margen de los principales estudios bibliográficos del romancero nuevo, aunque sí dan cuenta del segundo libro de Padilla, su Romancero18.

Y es el momento de fijarnos en los núcleos poemáticos emplazados en Granada. Empezamos por dos que por su Incipit remiten a la tradición romancística de pliegos y colecciones del siglo XVI. El primer verso de «En la orilla de Genil / que nace en Sierra Nevada» (ff. 392v.-395v. D. # 233) coincide con el de un romance lastimoso -«Junto al vado de Genil / por un camino seguido»- que figura a partir de 1563 en el Cancionero de Romances de Lorenzo de Sepúlveda19. Trata de la explosión de llanto colectivo que provocó en Granada la noticia de la prisión del Rey Chico, en tanto que Padilla elabora, como introducción a un incidente banal en que se disputa la empresa de una dama, una detallada y muy estructurada descripción del equipamiento con que salen uniformados los miembros de cuatro cuadrillas a jugar cañas en presencia de las damas, la mañana de San Juan. El poeta organiza correlativamente los elementos de la presentación, tan precisa como si la hicieran el sastre y el encargado de aderezar los caballos para la fiesta. Este último rasgo es un anticipo de Pérez de Hita, mientras que el complicado orden simétrico de las tiradas descriptivas delata al poeta culto que utiliza los recursos del preciosismo que en su día se estila.

Los versos «En la villa de Antequera / Xarifa cautiva estaba» (ff. 29r.-37v. D. # 116) abren una larga composición en que el octosílabo asonantado alterna con estrofillas, también octosilábicas, aconsonantadas. Los antecedentes se encuentran en romances que muestran la desolación e impotencia del rey Chico de Granada al recibir la nueva de la caída de Antequera en manos cristianas, y el consiguiente cautiverio de la mujer que ama. Tales composiciones juegan con la conciencia que tiene el lector u oyente de que el reino se había de derrumbar no mucho después de los hechos cantados. La pérdida casi se vislumbra a través de la reacción apocada con que el monarca, gozando aún de las delicias del Generalife, recibe la nueva de la sustancial derrota. Padilla centra su poema en la repercusión emocional, volcada en sendas epístolas, de los enamorados ante el trance de la prisión de la dama, que sitúa en un pasado próximo. Es evidente el paralelismo en el tratamiento que hace el poeta de esta cautiva nazarí apresada por los castellanos y de la francesa Melisenda, que padece en poder de un rey musulmán. Me refiero a otro pequeño ciclo, incluido en la colección que comentamos (ff. 17r.-22v.), donde se recrea la historia caballeresca de la liberación por Gayferos de su amada, que era materia muy popularizada en la España del siglo XVI20. A ambas heroínas atribuye el poeta sentimientos paralelos. Dudan de la fidelidad del esposo o amante que aún no ha actuado para libertarlas, y a él se dirigen pidiéndole que las rescate, en términos a un tiempo duros y apasionados, proclamando cada una de ellas la lealtad a su esposo y su fe que mantiene, a pesar de las coacciones con que se la incita a abandonar esa fidelidad. Pero en tanto que, como quiere la tradición, la prisionera en Sansueña lanza al viento su lamentación, que llegará a oídos del esposo, propiciando su épica fuga, la morita cautiva en Antequera recurre a la pluma y el papel, como corresponde a la protagonista de una historia que en manos del poeta petrarquista deja de ser heroica. Sus protestas y su pena se vuelcan en la ágil y compacta estructura de la décima, que se presta al juego de paralelismos, retruécanos y conceptos del acervo más usado, que el poeta combina con un intenso y matizado despliegue emocional:


   No consideres mi suerte
porque te haría olvidarme,
sino que supe quererte
y te preciaste de amarme
como yo de obedecerte.
Y sea esta tanta parte,
que de esta prisión tan brava
salga yo libre a gozarte
pues librarás una esclava
que ha sido reyna en amarte.


(f. 30 v.)                


La respuesta se vuelca en quintillas donde asoma también ese gusto por jugar del vocablo en torno a vida, muerte y amor:


   Estoy muriendo sin verte
porque de tu vista vivo
y la vida que recibo
es la que me da el quererte
que alivia el dolor esquivo.


(f. 32v.)                


De romances anteriores, especialmente de dos aparecidos en 1579 en el Romancero hystoriado de Lucas Rodríguez (Durán, # 1128 y 1130), partió también Padilla en el ciclo de tres largos romances sobre el moro alcaide de Ronda (ff. 436r.-444v. D. # 1132-l 134), uno de los retadores del campeón castellano don Manuel Ponce de León. En torno a este último personaje se conserva el motivo épico de la decapitación del enemigo y el uso como trofeo de su cabeza, que por cierto pervivió en la tradición popular de las fiestas de moros y cristianos. Él vengará la muerte, a manos de un solo moro, de hasta cinco castellanos, trayendo consuelo a la reina Isabel, que ha protagonizado una escena de planto (D. # 1128) y una llamada al desquite: «¿Cuál será aquel caballero / de los míos más preciado...?» (D. # 1129). El alcayde de Ronda, seguro de su potencia, incluye a más de un cristiano en su desafío, y la misma jactanciosa seguridad muestra su contrario. Pero el moro sufre un desaire de su dama, y a ello atribuirá su derrota a la hora de la muerte. Hasta ahí la tradición que llega a Padilla, y que él aprovecha en tres romances que suman más de trescientos cincuenta versos, incluyendo entre ellos una epístola en quintillas. El primer segmento, perfectamente encajado en la poética de la recreación de la frontera, incluye los parlamentos de desafío y los preliminares del mismo, que combinan por ambas partes arrogancia y cortesía. No falta la referencia temporal emblemática del género a la mañana de San Juan, al iniciarse la extensa presentación del caballero moro dispuesto al combate. La tirada descriptiva se desarrolla con ese lujo de toques cromáticos y detalles sobre la procedencia y manufactura de armas y galas que en esta modalidad poética presta brillantez y definición histórica a la figura. Nada en ello es novedoso, ni tampoco lo es la visita del caballero a la ventana de la dama y ni siquiera el desdén que ella muestra, pero la respuesta de él -«[...] Yo te prometo / que hoy será el último día / en que yo venga a cansarte / con ninguna cosa mía» (f. 438r.)- ya suena a una actualización del lenguaje amoroso como la que entraña el tránsito hacia el romancero nuevo. Se escamotean los detalles sobre el combate, que, al revés de lo que en este ciclo suele ocurrir, no termina en muerte sino en una entrega matizada por la observación de que aun tan buen caballero no le hubiese vencido sin el apoyo de «mi amiga». La prisión queda demorada por tres días, lo que prepara una sorprendente continuación, pues en el segundo romance el alcaide moro se muestra como el reverso del retador que fue. Herido y sumido en el desconsuelo de sus fracasos en armas y en amores, vuelve sin embargo a la calle donde habita su amada Fátima, para hallarla de nuevo esquiva. Y de nuevo, antes de encaminarse a la prisión que le espera, él reitera su amor y rendimiento ante una ventana vacía. Pero estamos en un terreno de novelización. Fátima le ha escuchado a escondidas, y en los días siguientes su desamor lucha en vano con la compasión que la invade. Y al fin, con pluma y papel se dirige a su amador en una carta donde, al correr de los versos, se va haciendo más perceptible y expresivo el sentimiento. En el tercer romance se desplegará el feliz desenlace, con las expresiones de alegría del prisionero, que asombran a don Manuel, tanto como las del abatimiento de Abindarráez sorprendían en El Abencerraje a Rodrigo de Narváez. Y no menos generoso, en un gesto que es réplica del de la novela, el campeón castellano, en este caso de Sevilla, pone inmediatamente en libertad al enamorado para que aproveche el inesperado don de la fortuna. Vemos que también en esta serie el poeta ha dado un giro a la temática de enfrentamiento al reconducirla hacia el clima de superior entendimiento entre caballeros que es un postulado de la novela morisca.

«Con Fátima está Xarifa / a una ventana parlando» (ff. 211v.-212v. D. 82); estos versos iniciales derivan de la panorámica, que presentaba el romancero fronterizo, de las damas moras viendo combatir a sus caballeros desde las torres de la Alhambra, pero ahora estamos en el ambiente urbano de una intemporal Granada suntuaria, donde se despliega a la morisca el arte de la cortesanía. Mas la parlería que empieza como discreteo termina en el gesto descortés de quien habla, cuando Xarifa se levanta y deja a su amiga con la réplica en los labios, agresión sería en el marco palatino, que se explica por el reprimido furor de los celos, uno de los sentimientos que mueven con más potencia al sujeto poético del romancero morisco nuevo.

Agustín Durán agrupó el último romance a que he hecho alusión con «El gallardo Abindarráez / tan conocido por fama» (ff. 419v.-424r. D. # 83) y «Quando salió de cautivo / el Rey Chico de Granada» (ff. 377r.-386v. D. # 84). Padilla había titulado este último «Romance del casamiento de Fátima y Xarifa» y efectivamente los otros dos poemas pueden leerse como incidencias mismas del cortejo de Xarifa por parte de Abindarráez. Asimismo seria posible ver un proemio a esta circunstancia en el ya mencionado juego de cañas descrito en «En la orilla de Genil». Considerados en conjunto estos poemas, resplandece en ellos la pericia en un subgénero que se desarrolla por aquel tiempo; la relación poética de la fiesta, bien palatina o ecuestre. En tales romances se ofrece la misma concreción que asociamos con Pérez de Hita en el despliegue de juegos espectaculares, incluidos galas, arreos, carruajes, joyas, y también los gestos que expresan los sentimientos que animan a participantes y espectadores. Y no olvidemos que las Guerras civiles de Granada (1596) verá la luz más de quince años después que la colección poética de Padilla, en la que se apoya, directa o indirectamente sin mencionarla jamás. En el conjunto de ambas visiones de la corte mora, la fiesta es el medio en que se despliegan leves intrigas de galantería, envidias, celos y amores, aunque predomina más en Pérez de Hita la emulación en las lides propias del emplazamiento nazarí, como son el juego de cañas y la escaramuza. Coinciden los dos autores al potenciar como escenarios la Vega, la Alhambra, la plaza de los juegos o la calle. En la serie de Padilla también la morada de una dama puede acoger las conversaciones de personajes cuya entidad y carácter se han expuesto en previas escenas a través de la envoltura multicolor del atuendo guerrero o la gala cortesana.

A lo largo de estos romances conectados por los nombres de sus protagonistas se desarrolla una mínima intriga que desemboca en los casamientos de las dos damiselas con dos galanes que en el curso del enredo han cortejado a una de ellas. La intervención de esta afortunada Xarifa podría darse en una obra de ficción italianizante de las que en el siglo siguiente proliferan y la erudición ha calificado de novelas cortesanas. La damisela se ve sorprendida cuando la pide en matrimonio a su padre, que se muestra conforme, el galán que a ella menos le agrada. Sin tardanza entra en acción, como otras heroínas de Padilla, escribiendo una carta a su amador favorecido, quien inmediatamente se presenta en la casa a pedir su mano, apoyándose en el previo concierto de los enamorados. El padre, perplejo, decide que su hija «a su gusto haga», y ésta reitera su elección. Lo más notable es que, para evitar complicaciones por parte del desairado pretendiente, ella misma lo convoca a su casa, le explica su previo secreto compromiso, y le ordena hacer las paces con el competidor favorecido y pedir la mano de su propia amiga y rival. Como perfecto amador, el caballero obedece y se anuncian las bodas.

El interés de los romances conectados estriba, por un lado, en la transformación del género poético, que minimiza los temas épicos, y por otro, más sustancial, en la primorosa ejecución del telón de fondo, que sin duda pesa más que las escenas que se suman para coordinar la pequeña intriga. Destacan el juego de sortija de que trata «El gallardo Abindarráez, / tan conocido por fama», y la fiesta con que se celebra el regreso a su corte del Rey Chico después del hecho histórico de su prisión por caballeros castellanos en Lucena. Al primer romance citado -segundo de la serie- dediqué hace años un breve artículo en que trato de poner de relieve la invención por Padilla de un elemento en el desfile áulico que potenciará Pérez de Hita y desarrollará al máximo Georges de Scudéry en el más conocido fragmento de su Almahide ou l'Esclave reine (1660)21, que puso de moda en Francia la ficción de tema morisco-granadino. Lo curioso es la amalgama de emblemática caballeresca, guardarropía morisca, equipamiento áulico de las entradas reales renacentistas, e imaginería andaluza de la época que entra en la invención del desfile de retratos escultóricos femeninos en atavío morisco-granadino, sobre carros triunfales como los que en las famosas «entradas» de la Europa renacentista portaban figuras alegóricas alusivas a la gloria del monarca o príncipe, que desfilaba a caballo.

El romance que cierra la serie, «Cuando salió de cautivo / el Rey Chico de Granada», se extiende a unos quinientos octosílabos. De nuevo la narración discurre ágilmente por las dos tiradas asonantadas, y las dividen con fuerte contraste las once bien trabadas y rítmicas décimas que componen la carta. Como poema áulico, esta composición ofrece un compendio de fiesta ecuestre, que se desarrolla en la Vega, y una recepción palaciega en la Alhambra. Con ceremonial más renacentista que otra cosa, una «lucida escuadra» de «hermosas moras» recibe a Boabdil a la entrada de una sala y lo conduce a la presencia de su madre, que estaba fuera de sí de alegría -otro toque histórico-. Allí «comienzan todas la zambra», danza por cierto prohibida al tiempo de la escritura. También Pérez de Hita la mencionará una y otra vez como nota ambiental de la Granada nazarí, pero nunca llega a describirla. Tampoco lo hace Padilla tras esa alusión, pero pasa a destacar otro baile, «la toca», que ejecutan solas las damitas protagonistas. Y aquí sí, por lo menos se saca la impresión de movimientos rápidos ejecutados con primor y donaire, y de mudanzas en los colores del rostro, que reflejan el esfuerzo por sobresalir y la enemistad que los celos habían levantado, también entre ellas, como entre los caballeros.

Estas nimiedades componen sin embargo un cuadro cortesano que nunca existió tal como lo pinta el romancero de Padilla, pero que es, a mi ver, invención de la fantasía de poetas renacentistas, nutrida por la nostalgia de un pasado, en parte real y en parte imaginario. Al recrearlo, pudo hallar nuestro autor una compensación psíquica a la oculta marginación que en medio de sus éxitos literarios debía sufrir, en cuanto hijo, o al menos en cuanto apasionado testigo, de aquella Granada morisca que veía extinguirse.





 
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