Acto segundo
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Salen DON
SANCHO, hermano de DOÑA ISABEL, y PAREDES,criado.
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DON SANCHO. - Si a las once dijo, no es tarde,
aunque para ver lo que se quiere con veras nunca es temprano, bien
que lo que se espera con certidumbre no se tarda, porque una
esperanza cierta es parto de posesión.
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PAREDES. - No, señor, porque ahora no son
más que diez y media, pero esté vuestra merced
advertido que don Pedro, su hermano, anda fuera, y si acaso cuando
volviese le hallase a vuestra merced embarcado en la
conversación, podría ser que cuando
quisiésemos mirar por nosotros estuviésemos ya
anegados; paréceme que se defiera la plática y no se
ponga vuestra merced en condición de perderse, porque huir
las ocasiones a tiempo es prudencia, si empezadas cualquier medio
que se elija peligroso, porque si es bárbaro es infamia del
entendimiento y del ánimo, y si agudo es más
crédito del ingenio que de la espada.
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DON SANCHO. - Paredes, o mudaos el nombre o
procurad alentaros en los peligros, porque el apellido que vos
tenéis fue de uno de los más gallardos
españoles que han enriquecido a su nación con
ilustres hazañas.
¿Paréceos a vos que soy yo hombre de tan pocas
prendas que me está bien dejar la calle de mi dama cuando
vengo llamado della? ¿Ahora sabéis que amor desnudo
es más valiente que Marte armado, y que sin más
munición que la de su arco, con sus flechas vence sus balas,
con su silencio su estruendo?
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PAREDES. - No me descontentara de lo que vuestra
merced dice si no fuera ella la más interesada por el riesgo
a que se obliga su reputación, si esta noche
pusiésemos en carnes nuestras espaldas y en esta calle
hiciésemos la danza de los esgrimidores; demás de que
cualquiera de las partes que corra peligro le está muy mal,
porque don Pedro es su hermano y vuestra merced su galán,
electo para su esposo.
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DON SANCHO. - Bien has dicho, si esto tuviera
lugar en la condición de las mujeres, tan singular en todo
que aun cuando ruegan son imperiosas y juzgan desprecio lo mismo
que hacen por su conveniencia; si yo me disculpase por un papel con
la razón que me aconsejas, entendería que tuve gusto
de acudir a lo que me le daba más, y llamaría injuria
y agravio lo que tú servicio y obligación.
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PAREDES. - Por eso, señor, tiene vuestra
merced granjeada a la criada que ella trae más cerca del
oído, y siendo así, quien ha ganado paso tan
dificultoso bien puede asegurarse de la empresa, porque las tales,
y más cuando son tan artificiosas como la contenida, son
espíritus provocadores de la voluntad de sus dueños;
y cuando yo las veo obrar con tanta sutileza y mentir con tanta
industria, me parece que no son los familiares los que se encierran
en las redomas, sino los que andan entre aquellas
basquiñas.
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DON SANCHO. - Por lo menos me lo debe, porque la
tengo bien obligada con lisonjas y cortesías.
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PAREDES. - Lisonjas y cortesías, don
Sancho, mi señor, es buen plato para las mismas
señoras, pero con las criadas es menester correr con otro
temporal, quitando y dejando parte destas cosas y añadiendo
en otras. Lo que puede vuestra merced dejar es la cortesía,
porque a nadie he visto estar agradecido de lo contrario; lo que se
desperdicia aquí es la lisonja, porque la gente de humildes
paños no se saborea con el bocado de los príncipes;
lo que es forzoso añadir es liberalidad y trato generoso,
porque nosotros, la gente de servicio, así hombres como
mujeres, nos dejamos vencer de las dádivas, y el que nos
habla con la boca de la bolsa nos persuade todo lo que quiere. Este
parecer ha sido de letrado, y si ellos aun de lo que aconsejan mal
quieren premio, yo de lo que en esto bien, no pido más paga
que tomar temprano el sueño.
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DON SANCHO. - ¡Aprovechado loco eres,
donaires útiles dices y acomodados para tu quietud y
sosiego! Pero conmigo no vale moneda que no es de peso, y
así, te aconsejo, como aquel que nunca te quiso mal, que
apartes de la imaginación que tal te persuade; pídele
al miedo licencia; que aunque los dos seáis tan estrechos
amigos, bien puedes una vez dalle cantonada. Ya me parece que
podrías, conformando las cuerdas de esa guitarra, cantar
aquellas décimas, que aunque el asunto no es a mi
propósito, servirán de seña para que abran la
ventana. ¡Ea, Paredes! ¿Qué dudas?
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PAREDES. - Vuestra merced quiere que se caigan,
y desea ver este edificio arrastrado siendo polvo de la tierra y
entretenimiento del aire, pero porque no diga que fío mucho
de su paciencia si dilato la obediencia, oiga, aunque yo más
quisiera esta vez hacer pasos largos de pies que de garganta:
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Este deseo encendido |
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con que siempre os adoré, |
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espíritu de la fe |
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en que por vos he vivido, |
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hoy es el mismo que ha sido |
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sin que venga a detrimento; |
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antes, como el pensamiento, |
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conoce vuestro valor, |
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mas cada día el amor |
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se iguala al conocimiento. |
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Que si el tiempo que
estuviste |
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vos ausente en lo exterior |
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mudé trato en lo interior, |
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tan dueño como antes fuiste; |
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más en callar me debiste |
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que en hablar, porque mi intento, |
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a vuestro recado atento, |
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usó deste cuerdo trato, |
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anteponiendo el recato |
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a su propio sentimiento. |
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Debéisme mucho
estimar |
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este prudente cuidado, |
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que en un amor mal premiado |
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gran sacrificio es callar; |
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mas ya que tengo de hablar, |
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la pluma hacer lengua quiero, |
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porque el mal de que yo muero |
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el tiempo no le consuma, |
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que en la lengua de la pluma |
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eterno le considero. |
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Deste silencio, disculpa |
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tan justa os vengo a ofrecer, |
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que me habéis de conceder |
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que fue mérito y no culpa; |
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que la apariencia me culpa |
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del hecho, es cierta evidencia, |
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examinad con prudencia |
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y hallaréis por mi ganancia |
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que me abona en la sustancia |
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si me culpa en la apariencia. |
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Aquí me tenéis
rendido |
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con tan amoroso exceso, |
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que es poco lo que os confieso |
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en decir que estoy perdido; |
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para amaros he nacido |
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y moriré por amaros; |
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en mí con imaginaros |
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os tengo después que os vi, |
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y así las veces que en mí |
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os busco, es cierto el hallaros. |
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Ved lo que mi alma os
adora |
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y cuán vuesto en todo soy, |
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pues mientras más en mí estoy |
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estoy más en vos, señora; |
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si esta sed no os enamora, |
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que es la más firme del suelo, |
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aunque yo calle en mi duelo, |
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que todo en mi pecho cabe, |
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de una ingratitud tan grave |
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fiscal y juez será el cielo. |
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¿Qué le dicen a vuestra merced estas décimas?
¿Parécele que están bien aposentados estos
pensamientos en la fácil y suave disposición de este
lenguaje? No sé, bien podrá ser que yo esté
escrito entre aquellos que nacieron condenados a majaderos, pero
mucho me pago de la lisura en los versos y le agradezco al autor la
nobleza y humanidad que usa con los humildes cuando habla por
términos que, aunque elegantes y dignos de admirar, no son
duros y difíciles de entender. ¡El diablo tiene en el
cuerpo una poesía llena de trampas y rodeos, donde tropieza
el entendimiento, las más veces para no levantarse, y cuando
acaso es tan dichoso que se pone en pie, va muy bien descalabrado!
¡Hablen, noramala, bien y sean corteses, pues lo que los
semejantes dicen es más oscuro que si se hablaran al
oído, y después quieren que lo cantemos, sin conocer
que la guitarra no hace compañía con versos duros y
que los quiere más desde el día de su nacimiento!
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DON SANCHO. - Sin duda saliste de casa muy
proveído de razón, pues que te sobra tanta; pero no
te ahogues por lo que no puede remediar la justicia; déjalos
en su casa y sea cada uno poeta como Dios le ayudare, porque si te
apasionas por cosas semejantes darás con el juicio
más abajo del infierno. ¡Dichoso tú, que no te
desvelan otros cuidados y no conoces al amor más de porque
le has oído decir a tus mayores! No sé que presuma
del no abrirse esta ventana, que como yo soy infeliz pago con
temores la gloria que espero, porque mi desdicha, ya que por venir
de mano que la está superior no puede quitármela,
busca este modo de oscurecerla.
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PAREDES. - Podrá ser que don Pedro no
haya salido de casa, y mientras estuviere dentro mi señora
doña Juliana no se atreverá a cumplir la palabra.
Oiga vuestra merced, escuche. ¡Vive Dios, que le he
oído hablar, y por más señas pidió una
rodela! Demos una vuelta hacia casa mientras sale, porque si
aquí nos halla aventuraremos los premios del amor casto
desta señora y las prendas del amistad de tan honrado
caballero, siendo con esto juego de la fortuna y de la plebe.
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DON SANCHO. - Mira si es cierto que le
oíste, porque ni querría irme con liviana
ocasión ni porfiar obstinado contra los inconvenientes.
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PAREDES. - No lo dude vuestra merced, y ahora le
escucho hacer segunda vez la misma petición con mucha prisa,
de donde presumo que todo el tiempo que tardamos en retirarnos nos
acercamos al peligro para que en el mal suceso, si nos viniere,
quede más culpada nuestra temeridad que la fortuna.
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DON SANCHO. - Bien dices, importante ha sido tu
recelo. ¿Mas cuándo los cobardes dejaron de ser tan
largos de oídos cuanto cortos de ánimos?
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PAREDES. - Ande más aprisa y no me
castigue con locas reprehensiones vuestra merced, advirtiendo que
más victorias ha llevado la prudencia que la
cólera.
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(Vanse. Salen DON
PEDRO y SALAZAR, su
criado.)
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DON PEDRO. - Dijo que luego volvía; canta
en el entretanto alguna letra, de aquellas digo que más
privan con tu gusto, que siempre que los cantores cantan a su
elección aciertan más, porque van con su intento y no
violentados con el ajeno.
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SALAZAR. - ¿Pues a qué se
entró mi señora doña Isabel cuando las horas
de la noche son tan limitadas? O no estima lo que en vuestra merced
tiene, o presume poder detener el tiempo.
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DON PEDRO. - Fue por un papel que me
tenía escrito hoy, y aunque aquí me ha dicho la
sustancia de lo que en él me mandaba, la he suplicado que me
le dé por gozar del lenguaje y razones con que estará
escrito, y también por llevar una prenda más suya.
¡Ea!, amigo, empieza, y a vueltas de las falsas que haces con
esa guitarra, canta alguna verdad que se parezca en algo a las que
recoge y abriga mi corazón, si no es lástima dar al
viento verdades, cuando apenas las tiene la tierra, entregando la
cosa de más peso que tenemos al elemento más liviano,
con que esta diligencia viene a ser más castigo que premio
dellas.
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SALAZAR. - Grave poema es un soneto, y
así, a los oídos de vuestra merced y mi señora
doña Isabel agradable, como a mi modo de cantar acomodado.
Escuche éste, que por ser feliz trabajo y dichosa fatiga de
su galán ingenio, empleado en el mejor sujeto de la tierra,
siempre que le canto cobro espíritu, y tanto, que me
desconozco de modo que hago caudal de la soberbia y
presunción. Vaya, pues, y digo así:
Soneto
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Imposible es, Belisa, el
olvidarte, |
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si es parte de mi vida ya el quererte; |
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tu amor es quien me guarda de la muerte, |
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y así, por mi interés, tengo de
amarte. |
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Si como alcanzo lágrimas
que darte |
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me diera un mundo en que reinar mi suerte, |
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ése te diera yo por no ofrecerte |
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lágrimas, que han de ser para
cansarte. |
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Mi amor ha de durar toda la
vida; |
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mi vida durará lo que quisieres; |
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mucho debes querer, pues mucho quiero |
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la muerte, de mí un
tiempo pretendida. |
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Con razón lloraré si me la
dieres, |
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pues en la vida del amarte muero. |
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DON PEDRO. - ¡Oh, qué bien! Dios te
guarde.
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SALAZAR. - Más quisiera un vestido.
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DON PEDRO. - ¡Pues ven acá,
majadero! ¿Tal mal te llevas con tu vida que quieres
más un vestido que un «Dios te guarde»?
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SALAZAR. - ¿Pues quién le ha dicho
a vuestra merced que el vestido y el «Dios te guarde»
son enemigos y que no pueden venir juntos? ¿Parécele
a vuestra merced que suena mal «Dios te guarde; toma ese
vestido»?
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DON PEDRO. - Mejor has puesto tu negocio de lo
que pensé; acuérdamelo a los primeros de abril, y
vestiréte de verde porque no te lleven los árboles
ventaja.
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SALAZAR. - Basta, que me paga vuestra merced con
una gracia.
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DON PEDRO. - ¿Tú no dices que el
cantar lo es?
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SALAZAR. - Sí, señor.
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DON PEDRO. - ¿Pues de qué te
quejas si te pago en tu misma moneda? Mas ¡ay!, déjalo
para su tiempo, que bien sabes de mis costumbres que no
aumentaré el número de los ingratos, y menos con tu
persona, de quien hago tal estimación, que aunque pasas
plaza de mi criado la voluntad te señala por amigo.
¡Por mi vida, que cantes más!
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SALAZAR. - Ya vuelvo a requerir las fuerzas;
aunque oigo pasos que me lo impiden.
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(Estánse y salen DON SANCHO y PAREDES.)
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DON SANCHO. - Gente hay en nuestra calle y
debajo de mis ventanas. ¡Ánimo, Paredes, que en el
número les somos iguales y en la obligación
superiores como agraviados! Dos a dos estamos y la razón de
nuestra parte; haz cuenta de que somos ciento contra uno.
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PAREDES. - ¡Mísero yo!
¿Cómo es posible que huyese del peligro dudoso para
dar en las manos del que está cierto? Mas ¡ay!, que
contra los decretos de la fortuna no bastan las prevenciones de la
industria, antes muchas veces aquello mismo que nosotros hacemos
medio para huillos es salilles al camino por encontrallos
más presto.
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DON SANCHO. - Oye, escucha, que hablan y quiero
primero reconocer quién son. Espérate, no hagas
ruido, por Dios, que es don Pedro, y más que dice que ha
más de dos horas largas que está aquí. O
tú has perdido el conocimiento en los sentidos y no era el
que estaba allá o no puede ser el que ha tanto tiempo que
asiste en esta parte; a ti te toca el desmentille o el confesar que
te engañaste.
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PAREDES. - Engaño fue que me hizo el
miedo cuando aseguré a vuestra merced que le
dejábamos en su casa. ¡Por Dios, que jurara que le
había oído hablar! Determínese vuestra merced
que hagamos algo que, cuando más bien nos suceda, durmamos
debajo de las llaves del señor Alcaide y salgamos
mañana a visita con unas ligas vizcaínas. ¡Por
amor de Dios!, que vuestra merced lo considere primero, porque si
el negocio llega a estado que está la salud o
condenación en mi boca, desde luego le aviso que soy muy
devoto de confesarme, y tan poco jinete y amigo de domar potros,
que con sólo velle diré cosas que la menor dellas sea
bastante para destruir todo un barrio. Mas ya Dios ha tenido piedad
de mí; ellos se fueron, con que parece que con suspender la
injuria nos enfrían la cólera.
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DON SANCHO. - Mal los conoces; es porque nos han
visto y reconocido, y vanse para volver; pero advierte y
verás mi resolución, y ruégote que si me
quieres bien que cuando se nos vinieren a las manos negocios de
tantas veras arrimes las burlas o serás con tu ignorancia el
blanco de mis venganzas, porque los donaires en tales tiempos
irritan y no entretienen.
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PAREDES. - Quien conoce su culpa, vecina tiene
la enmienda. Quedo advertido de lo que debo hacer, y obedeciendo
luego, por esta ventana baja de mi aposento descuelgo la guitarra y
saco en su lugar el broquel de la cinta; quedaré
desembarazado de todo lo que puede llamarse burlas y dispuesto para
cualquier género de veras, aunque sean muy importantes, que
aunque mi ingenio ha procurado templar tanto la resolución,
nadie tendrá mejores manos en la ejecución.
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DON SANCHO. - Ahora has medido la respuesta con
la necesidad del tiempo, y obligado mi ánimo al premio de lo
que me prometes, aunque no llegue el efecto de su cumplimiento, que
yo tanto estimo tu honrada resolución como pudiera el buen
suceso.
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PAREDES. - Ya estoy a la orden; vuestra merced
diga.
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DON SANCHO. - Mi opinión es dejar la
calle y que nos volvamos a nuestro primer puesto, porque más
bien me está a mí que don Pedro me acuchille a las
puertas de su casa que no yo a él a las mías, pues
con esto en lo más importante aseguramos nuestro negocio, y
ya que salgamos heridos no podrá pasar de allí la
desdicha, y él perderá más de crédito
que nosotros de sangre.
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PAREDES. - Pues si podrá ser que su
hermana de don Pedro venga a ser mujer de vuestra merced, como ella
lo desea y vuestra merced lo solicita, ¿no es el daño
mayor?
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DON SANCHO. - No, amigo, sin duda ignoras la
diferencia grande que hay del es al poder ser; pues
advierte: en mi mano está, aunque sea oponiéndome
contra los brazos de todo el mundo, que doña Juliana no sea
mi mujer, y lo mismo en la de ella y en la de otros accidentes,
pero no que deje doña Isabel de ser mi hermana.
¿Qué me respondes? Ven, y por el camino me
dirás lo que en esto mejor te pareciere, pues los pasos bien
dados nunca impidieron las razones bien dichas.
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PAREDES. - Camina vuestra merced tan a prisa,
que casi no me deja alentar, y así es más dificultoso
formar razones.
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DON SANCHO. - Voy con miedo de que si ha salido
doña Juliana una y otra vez y ha visto con tanta soledad la
calle, dudosa de mi puntualidad, por ser ella sospechosa de su
condición, que es tal que el intentar satisfacella
será mayor camino de irritalla, se ha retirado no
sólo de la ventana, sino del gusto que tenía de estar
en ella, y me escribe un papel con más injurias que
razones.
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PAREDES. - Nunca quien ama con tantas veras se
cansa de esperar, porque antes, si mal no lo tengo entendido, los
pies del amor son la esperanza. Esta señora quiere
tiernamente a vuestra merced, y cuando una mujer principal y
rodeada de tantas obligaciones como ella se desnuda la ropa y se
arroja al mar inmenso del amor, piélago infinito, no hay
duda es más cierta verdad que clara la luz del sol que la
obligan sus estrellas y en el modo que pueden la persuaden a que
adore; y porque mi discurso quede calificado, vuelva vuestra merced
los ojos, alce más la vista y mire aquella ventana, porque
yo apenas entré por la calle cuando clavé en ella los
míos y la vi abierta y a su dueño sobre ella.
¿Cómo, es posible que no se vuelva vuestra merced
loco? O duda de lo que está poseyendo o desconoce sus
méritos.
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DON SANCHO. - Retírate un poco mientras
yo llego y reconozco el puesto. ¡Ce, ce! ¡Ah, de
arriba!
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DOÑA JULIANA. - ¡Ah, de abajo!
¿Es don Sancho?
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DON SANCHO. - Sí, yo soy don Sancho.
¿Es mi señora? Aunque ya basta, no quiero más
prendas que haber oído esa voz, si lo que se lleva el viento
puede llamarse prenda, aunque para el conocimiento sí, ya
que para la seguridad no.
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DOÑA JULIANA. - ¿Pues cómo
tan tarde, señor galán? No pensé que en amor
cabían sueño ni pereza, porque para lo uno
está sin ojos y contra lo otro tiene alas.
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DON SANCHO. - Bueno es prevenirse de la pregunta
que a mí me toca, pues ha mil años que estoy en la
calle; verdad es que he faltado tanto tiempo como media hora,
porque acudí a mi posada a cierta diligencia y he vuelto
luego, pero no tan presto que en el entretanto no hayáis vos
salido para contar por falta mía la que fue vuestra. No
querréis vos que yo crea que cuando cantó aquí
Paredes, más habrá de dos horas, no le oístes.
¿Qué hacíais entonces? Aquí sí
que fue descuido y abrir una puerta muy grande para que se
justifiquen mis quejas y se desalienten mis esperanzas.
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DOÑA JULIANA. - No os pesará a vos
del entretenimiento que entonces me divertía, a entrambos
bien útil, porque consiste en la muerte de un vivo la
resurrección de muchos muertos.
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DON SANCHO. - Decid, que no puedo juzgar hasta
que me informen vuestras razones, no porque dude de vuestra verdad,
sino por no quedar confuso de lo que puede ser.
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DOÑA JULIANA. - Apretóle a mi
padre un desmayo, y tanto, que como cae sobre su mucha edad
pensamos todos que se partía para no volver; pero ya que no
fue así, está de modo que un día más a
menos es fuerza que haga muy presto la jornada, y como es él
quien estorba la ejecución de nuestros deseos, por eso dije
que no os desagradaríais de la ocupación, que
aquellos que violentan la voluntad de los que los han de suceder
son padres locos, porque de hijos los hacen verdugos.
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DON SANCHO. - Bien y a propósito quedo
muy satisfecho. Basta, que el buen viejo se quiere comedir.
¡Por Dios, que es muy honrado y muy cortés, pues trata
de partirse por no cansar más los que le sirven!
Hágalo él tan presto como Dios puede, que más
quiero entonces gastar mi dinero en misas y sacrificios que romper
tanto de mi paciencia y esperanza. Retiraos, que entra gente por la
calle.
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DOÑA JULIANA. - Pues recogeos vos, que ya
es hora, que mañana acabaré en los renglones de un
papel lo que aquí ha faltado de la conversación.
Advierto que no me inquietéis la calle, porque tengo una
vecindad que lo dudoso da por cierto y lo cierto aumenta, y aunque
pienso que así son todas, yo quiero no escandalizar la
mía con quitalle las ocasiones.
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DON SANCHO. - Ya se entró, y si
éste que viene hacia nosotros fuese don Pedro, ésta
es la parte que a mí me está mejor, porque quiero ver
primero a lo que se determina, que a mí no me toca formar la
queja donde soy más ofensor que ofendido, sino respondelle
si me provocare.
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PAREDES. - Don Pedro es, y viene, o me
engaño, con resolución de cantar en su muladar; y yo
me alegro, porque en estos tiempos no trae un hombre mayor enemigo
que su confianza. Esto digo por cumplir con mi amo, que bien
sé que la paz convenía más a la sanidad de las
bolsas y cabezas de entrambas partes; pero si todos fuéramos
cuerdos, ni los oficios del crimen valieran tanto dinero ni en las
escuelas de Salamanca se leyera la cirugía.
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SALAZAR. - Digo, señor, que son don
Sancho y Paredes.
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DON PEDRO. - Pues siendo esto así, no
pienso reñir.
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SALAZAR. - ¿Cómo no? Tal no creo,
pues nunca en mejor tiempo se podía emplear nuestra
cólera; mas ya lo entiendo: vuestra merced quiere que
aquí no haya más palabras que las obras, porque donde
las injurias son tan descubiertas ha de responder la espada, sin
dar en esto ni aun una pequeña parte a la lengua.
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DON PEDRO. - Escúchate y déjame
hablar a mí, que yo excusaré con la cortesía
los daños que vienen por mano de la ira.
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DON SANCHO. - ¿Qué gente?
¿Caballeros?
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DON PEDRO. - De paz y amigos; sosegaos, y creed
que el que está aquí sabe pagar muy bien
obligaciones, y pues vos me dejasteis en vuestra calle,
pudiéndome inquietar en ella, razón será que
os haga yo en la mía el propio hospedaje. Hablad vos
aquí y yo allá, pues el fin es honesto, y aunque en
parte diferentes uno mismo; y no me estiméis la
hidalguía deste buen trato, sino daos a vos mismo las
gracias, pues desta doctrina vos habéis sido el primer
maestro y yo quisiera ser el más perfecto
discípulo.
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DON SANCHO. - Paredes, Paredes,
¿qué te parece? Por Dios, que se nos entró en
su casa dando a la pendencia un peregrino escape! ¡Por mi fe,
que estoy corrido y agraviado! Bueno es que haya presumido este
impertinente de don Pedro que la ocasión que yo dejé
en mi calle y no la apreté, pudiendo, nació de la
causa que ahora ha referido, y no de mi prudencia y acertada
consideración, por parecerme que este puesto era más
a propósito para la seguridad del crédito de mi
hermana. Cada uno juzga como entiende o como mejor le está,
aunque si bien lo miro no me viene mal lo que él me propuso,
pues es cierto que quien me fía su hermana no querrá
la mía para menos que mujer propia, y en ningún
tiempo me está más bien que ahora pasar por estos
conciertos, en razón de hallarse el viejo con el un pie en
el estribo para el otro mundo, que era la persona que
contradecía, porque la pobreza nuestra juzgaba enojosa, como
avaro sediento de riquezas. ¡Qué cierto es que el
punto de los negocios no le alcanzamos los que más
presumimos, y que por el camino que nosotros pensamos perdernos
disponen nuestras estrellas, o causa mejor, sin saber nosotros el
modo, el fin deseado! ¡Oh cielo piadoso, padre común y
universal amparo de todas las criaturas que por ti respiramos vida,
de tus manos fío mi causa! ¡Tú sabes como aquel
contra quien los secretos humanos no hallan escudo ni defensa que
estas diligencias y pasos que doy son honestos y corren a bueno y
seguro fin, y así, te pido que si el tomar el estado que
deseo ha de ser para más servicio tuyo, de modo que yo me
vea con muchas mejoras en tu gracia, lo guíes y dispongas de
suerte que se consiga; pero si ves que de aquí se ha de
seguir hacer más llano el paso de mi perdición, toma
Tú la mano como poderoso y, haciéndome espaldas en
este peligro, divierte el golpe de la enemiga espada! ¡Tuyo
soy, yo Te reconozco por mi autor, y pues confieso mi ignorancia,
enséñame el camino de la salud!
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(Éntranse y salen DOÑA MARCELA y SORIA.)
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DOÑA MARCELA. - Basta, señor
Soria, que el caso es notable, y tanto que yo estoy puesta entre
risa y admiración. No creí que en estos tiempos,
donde anda tan liberal la malicia que a todos se comunica y
concede, hubiera un varón tan sencillo y limpio de toda mala
sospecha. ¡Jesús, qué buena criatura es el
Estacio! Cierto que siendo así como vuestra merced le pinta
que me ha deparado Dios lo que yo había menester.
¡Pues si viese el fuego que pone y la mucha leña que
aplica se perdería en la consideración!
¿Quiere ver qué tanto?, pues oiga, que ayer quedamos
de concierto, habiendo yo recibido esta causa a prueba, de que
traería los testigos hoy a las tres de la tarde, y no son
ahora las ocho de la mañana y me ha enviado a citar para que
no me salga de casa, porque viene luego; y yo he elegido
escuchalle, porque por lo menos, ya que el hombre no venga a ser de
provecho, nos habrá dejado su memoria entretenimiento.
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SORIA. - No por eso peor. Venga norabuena, que
al bien que nos busca y nos da una mano, cordura es asirla con dos,
porque si se arrepintiere no la pueda soltar. Mejor es que se nos
pongan los gorriones en el tejado del vecino y matarlos con nuestra
comodidad, que no comprar la caza con muchos pasos y larga fatiga.
Si nos quieren entregar la fuerza aun sin haber hecho señal
de nuestra artillería, esto nos excusan, y queda nuestro
caudal entero para otra ocasión. Mas no pasemos de
aquí, porque me parece que mi dueño sube por la
escalera, y con él Salazar, doctor que lleva diferente
opinión, tan presumido en sus discursos y tan satisfecho en
sus sospechas, que no tiene más ciencia que dudarlo todo,
siendo de un extraño género de hombres, que quieren
que lo que en todos los demás es ignorancia lo juzguemos en
ellos sabiduría.
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DON PEDRO. - ¡Oh, amiga, buenos
días!
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DOÑA MARCELA. - ¡Oh, señor,
norabuena te vea yo! Llega más, que no quiero recibirte con
menor solemnidad que otras veces, pues los brazos hacen ya por
costumbre lo que la voluntad por justo rendimiento.
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DON PEDRO. - Pensé hallarte tan divertida
con esta nueva ocupación de tus bodas, que no entendí
que te acordaras de recibirme con el agrado que sueles.
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DOÑA MARCELA. - Nunca yo por lo accesorio
falto a lo principal y más conveniente; bien es verdad que
este es negocio que hasta ahora me ha tenido más atada de lo
que se pudiera creer de una mujer tan conocida familiar de la
libertad; pero el señor Soria, Dios le guarde, me ha dado
tales nuevas de mi Estacio, refiriéndome cuán bien
salió para nuestro propósito del examen que anoche se
le hizo, que ya con ojos más sosegados miro este negocio,
porque me parece que si la mano del pintor anda verdadera y el
retrato que a mí me han mostrado es parecido al original,
que no tengo que brujulear más, sino pues he visto tan buen
punto descubrir mi juego.
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DON PEDRO. - No es Salazar persona que
firmará ese parecer según lo que él me dice, y
aunque es verdad que le contamos entre aquellos que son autores de
singulares opiniones, porque verdaderamente las suyas suelen llevar
viaje peregrino, yo he tocado con la experiencia en otros negocios
que los recelos de un hombre prudente son profetas a quien hace
más verdaderos la misma temeridad del que no los obedece que
su propio discurso.
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SALAZAR. - Todos los negocios que tomo por mi
cuenta, una vez puestos en mis manos, deseo que por mi descuido no
se pierdan, y pongo para ello dos partes iguales: una de buen celo
y otra de solícita diligencia, y con ellas pocas veces dejo
de salir a la orilla. Yo he estudiado este negocio acá en mi
pensamiento y le he dado más de dos vueltas, y mientras
más le rodeo más pesado le siento. Búscole,
color para hermosealle y no le asienta el barniz, porque como yo
quisiera que el hombre hinchiera todo el vacío, así
me doy a entender a mí, por lo que descubren aquellos
exteriores, que es tan bueno como a Dios se la pedimos, pero luego,
en entrando con la consideración la tierra adentro, lo hallo
tan oscuro que no sé dónde poner el pie. Vuestras
mercedes lo miren, pues se hallan a tiempo, y no se dejen doblar de
mi opinión, sino llévenle al paso del buey, pues para
esto le quieren, que el año es grande y hablador y nos lo
parlará todo. Vámonos despacio. ¿Quién
va tras nosotros?
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DOÑA MARCELA. - Ahora preguntó
como debía. ¿Quién, señor Medina? La
justicia, a quien temo y reverencio. No me caso de virtuosa,
¡pobre de mí e ignorante de él con toda su
tropelía de ingenio! ¿Pues ahí llegamos ahora?
Yo no niego, aunque se me hace dificultoso, que este hombre
podrá ser que engañe y que delante de nosotros
represente papel estudiado y esconda su naturaleza; pero la
averiguación de esto no se la podemos encomendar al tiempo,
que es fiarlo muy a lo largo; ahora vendrá aquí y
traerá personas de crédito que digan lo que saben de
su condición al tenor del interrogatorio que fueren
preguntadas, y aunque me podrán responder que las que
él trae elegidas por su mano y buscadas por su diligencia no
le han de condenar, yo las sabré preguntar de suerte que
vengan, mientras más prevenidas, con mayor
disposición para ser penetradas.
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DON PEDRO. - ¿Y para cuándo se
espera esa buena compañía?
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DOÑA MARCELA. - Para luego.
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DON PEDRO. - ¿Parécete que
será bien que despejemos, porque no diga después que
es gente honrada y vergonzosa y en razón de esto te pidan
audiencia particular, diciendo que se turban en viendo mucho
pueblo? ¡Por tu vida que lo mires, y que si has de venir a
hacer con nosotros lo que se suele con los trastos, que los echan
de casa porque ocupan y no sirven, que nos avises!
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DOÑA MARCELA. - Antes nunca vuestras
personas fueron más necesarias, porque quiero, amigo, que
tú y los tuyos no me dejéis en tiempo tan importante,
y que se podrán ofrecer muchas cosas que ahora no me
atreveré yo a ponellas nombre, porque son de cierto
género que la prevención no las alcanza, porque se
vienen sin saber y se van sin pensar.
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|
SORIA. - ¿Y hemos de ser todos
interlocutores o de haber alguna figura muda? Adviértenos
primero, y sirva esta junta que aquí hemos hecho de lo mismo
que el ensayo a los representantes.
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|
DOÑA MARCELA. - Yo pienso que ninguno de
los presentes se acusará a los pies del confesor de
ignorante; todos sabremos volver la pelota cuando nos viniere a la
mano, y la que no pudiéremos alcanzar dejarémosela al
compañero que la juegue, beberá cada uno la vez que
le tocare, y esto tan bien repartido, que ni los unos quedaremos
sedientos por la falta ni los otros embriagados por la sobra;
verdad es que yo seré quien se alzará con la mayor
parte de la conversación, porque tengo muy bien estudiado el
punto y recogidas algunas curiosidades que os han de admirar.
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DON PEDRO. - Ya eso es brindarnos
atención.
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DOÑA MARCELA. - Ahora conviene más
que nunca, porque en la calle he sentido hablar a Sánchez,
muñidor de bodas y portanovios, que es la persona que vino
ayer acompañando al bendito Estacio. Veamos, quiero llegarme
a la ventana; sí, sí, ellos son.
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SORIA. - ¡Buen paso! Advierto que se
empieza el juego.
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SALAZAR. - Pues jugad, caballeros, y cada uno
tenga cuenta con su puesto.
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DON PEDRO. - Va de juego.
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DOÑA MARCELA. - Ya va, y con cuidado,
porque suben los escalones. ¡Oh, señores, muy bien
venidos sean vuestras mercedes, que con su presencia honran la casa
y obligan a su dueño al agradecimiento que ella no conoce,
aunque le recibe!
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DON SANCHO. - Es tan honrado el señor
Estacio y tan macizo en bondad, que como, gracias a Dios, le sobra
la buena opinión, no le ha podido sufrir el alma que se
dilatase esta probanza tantas horas, por no ver ni aun espacio tan
pequeño su crédito en duda y su esperanza
desesperada.
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DOÑA MARCELA. - Bien me parece, y para
conmigo gana mucha estimación esta llaneza con que procede.
¿Están ahí los testigos?, porque no quiero que
mi diligencia sea inferior a la suya, para que, haciendo cada uno
de su parte lo que le toca, demos con brevedad fin a la
empresa.
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ESTACIO. - En la pieza de afuera quedan treinta,
y para la tarde tengo prevenidos ciento, y si vuestra merced
persevera, en toda esta semana tendremos despachados mil y
quinientos.
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DOÑA MARCELA. - ¿Cómo
tantos?, que ni mi casa es capaz de darles aposento ni yo
examen.
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ESTACIO. - ¿Pues estos son muchos?
Barrios, parroquias y pueblos enteros puedo presentar en mi abono;
todos estados, todas profesiones, y un barbero, mi vecino, que
sólo ha menester un mes, porque habla lo que no entiende,
afirma lo que no sabe, responde sin que le pregunten, y en
cualquier ocasión atraviesa un punto de cirugía, y
dice: «Aunque romancistas, somos cirujanos».
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DOÑA MARCELA Créole; paso no lo
jure, que ya sé que los barberos son tan habladores que
siempre que paso por algún charco donde hay ranas o por
algún tejado donde veo tordos, pienso que aquellas malas
sabandijas fueron antes barberos, y que ya que perdieron la forma
personal retuvieron el perturbar el silencio con sus gritos.
¿Sabe qué falta por hacer?
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ESTACIO. - ¿Qué,
señora?
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DOÑA MARCELA. - Salirse allá
afuera, y que los testigos vayan entrando uno a uno, porque no se
puede hallar vuestra merced presente al tiempo de su examen, en
razón de ser parte, porque yo no tengo de exceder los
términos jurídicos, para que deste modo este juicio
quede más calificado y la aprobación que de vuestra
merced se hiciere con más reputación.
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ESTACIO. - Está muy bien, yo me retiro, y
examine vuestra merced a esta señora mientras estoy en
esotra pieza conversando con los demás, que como vienen
rogados y sin más esperanza de premio que mi agradecimiento,
es menester entretenellos porque no se vayan o porque no se quejen,
que para mí que deseo tener a todos contentos no
sería de menor disgusto.
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DOÑA MARCELA. - Mucho me contenta. Ya
quedamos como es menester, solos; siéntese vuestra merced y
dígame su nombre, para que yo sepa con quién hablo y
el respeto que a su persona debo.
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García García, al servicio de
vuestra merced, que ya hallo en ver su cara el premio de mi
cansancio y me pesa de haber venido rogada donde yo había de
rogar.
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DOÑA MARCELA. - ¿Casada o
soltera?, porque el estado califica las personas, aunque bastante
calidad es ser una persona tan bien entendida como vuestra merced,
que se le descubre en la primera razón.
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GARCÍA. - Casada, por mis pecados, que
harto lloro y no me vale.
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DOÑA MARCELA. - ¿Pues
cómo?
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GARCÍA. - |
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De las mal casadas yo soy la una |
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a quien sigue la rueda de la fortuna. |
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DOÑA MARCELA. - ¿En qué
consiste la desdicha de vuestra merced? Que para que no la dudemos
basta haber mostrado las buenas partes de su hermosura y
discreción, a quien siempre siguen las infelicidades.
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GARCÍA. - Si vuestra merced es persona
que se duele de fatigas y trabajos ajenos, yo vendré otro
día sólo a dejalla lástima y admiración
con mis infortunios, pero ahora con brevedad enseñaré
parte por dar en dos veces lo que aun en muchas más fuera
importuno. Yo estuve casada con un hombre, recio de
condición, un año, y viendo con ojos de envidia la
mansedumbre y quietud de mi compadre el señor Estacio, y
cuán poco amigo es de ruidos y cuestiones, hice
propósito firme en mí de que si Dios quisiese que los
dos enviudásemos, como después sucedió, no dar
a otro la mano de esposa. Pasó primero de esta vida mi
dueño, que me dejó con hacienda, y en ella mayor
daño, porque el miedo de que en mi poder, siendo una mujer
sola, no se perdiese, me hizo apresurar las bodas,
entregándome a quien me tiene sin cara y sin riqueza, la una
consumida en sus vicios y la otra en los pesares que de ellos se me
han seguido, y, ¡ay triste!, que apenas estuve quince
días casada, cuando mi buen compadre quedó con
licencia de verse despeñar segunda vez de la tribuna.
¡Ténganme estas manos, ténganme por solo un
Dios, señores! ¡Ténganme, miren que se lo
aviso!
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|
DOÑA MARCELA. - ¿Pues cómo,
señora García? Una mujer de tan buenas prendas,
¿ha de pedir haciendo tales demostraciones que la tengan las
manos? ¿Para qué?
|
|
GARCÍA. - ¿Para qué?
¿Eso dice? Porque cada vez que considero lo que
perdí, me dejo sujetar tanto de la pasión que se me
ahoga el juicio, y el menor martirio que hago en mi persona es
sembrar mis cabellos por el suelo, siendo las uñas de las
manos cuchillos de las mejillas, que vierten sangre al tiempo que
los ojos agua. ¡Ay triste! ¡Yo sola soy en el mundo la
infeliz y digna de la mala fortuna que tengo, pues otros
escarmientan en cabeza ajena, y yo aun en la propia mía no
pude, con que ni aun yo misma debo tenerme lástima ni
animarme a buscar consuelo, si no es que trate de engañarme,
que entonces entraré en el número de muchos que se
consuelan con lo que debían desconsolarse más!
|
|
DON PEDRO. - ¿Pues qué partes tan
de codicia tiene este Estacio, que tanto encarece vuestra merced su
pérdida? Porque con el exterior de su persona, ni por su
traje parece rico ni por su modo de discurrir sabio, antes por lo
uno despreciable y por lo otro ridículo; puede hacer la
figura del entremés en el teatro del mundo.
|
|
GARCÍA. - ¡Oh, señor
mío, más vale Estacio desnudo y pobre que otros muy
ricos y caudalosos! Sepa vuestra merced que la paciencia deste
hombre y una buena cara y habilidad de una mujer tal como la que
perdió, que aun no estuvieron casados tres años,
monta en Madrid suma infinita, número innumerable de
ducados. ¿Qué más riqueza que su mansedumbre y
bondad? ¡Oro es lo que oro vale! ¡Amargo es el oficio
que él sabe para morir de hambre! Hasta ahora no hemos
leído que hombres desta condición hayan perecido,
porque la humildad contenta mucho a todos, y a una persona callada
y modesta le dan la mano y socorren en cualquier necesidad aun los
extraños. Señores, pareceráles fábula
lo que voy a decir. ¡En mi vida vi hombre, aunque he tratado
a muchos casados, tan fácil y poco repugnante a las
reprehensiones de su mujer! ¡Con una boca de risa la
oía cuando ella, más brava que un león,
arrojaba rayos de cólera! ¡Jamás se sabe que
respondiese palabra a nada que le dijesen, aunque tuviese mucha
razón!, porque es de parecer que los maridos honrados no han
de ser como las malas mozas de soldada, que si una les dicen
responden otra peor, sino obedecer a sus mujeres y dallas gusto,
pues ellas, con su trabajo y desvelo, los granjean la comida y dan
todo aquello que ha menester, desde el sombrero hasta las cintas de
los zapatos. Mire, señora doña Marcela, no se canse,
fíese de un buen consejo: pues está en tiempo que
tiene la masa en la mano, no la deje endurecer, porque si se
engaña con pareceres ajenos, dejándose atar las manos
de todos los que entran y salen por esta puerta, perderá
mucho tiempo, y cuando vuelva los ojos a buscar a Estacio,
tendrá ya dueño, porque son muchas las que le
codician, y entre tantas yo la primera, para una sobrina mía
que aún no tiene catorce años, hermosa como un sol y
más sazonada que la pimienta; ya sé que si desta
escapa y yo le cojo de mis puertas adentro, que no le he de dejar
hasta acomodalle con cosa tan propia mía, que me sirva de
consuelo considerando que no le perdí del todo.
|
|
DOÑA MARCELA. - Bien está; pare y
háganos un poco de lugar vuestra merced, señora
García, aunque sea por un lado, para que acomodemos nuestra
razón en buen lugar y a tiempo. No sé por qué
le abona vuestra merced tanto. ¿Piensa que es ésta la
primera diligencia que hago en este negocio? Pues vive muy
engañada, porque tengo dados muchos pasos secretos y
sé aquel cuento del día de San Juan, cuando
escalabró a su mujer en el río. ¡Cé, don
Pedro! ¿Qué te parece de la repregunta?
|
|
DON PEDRO. - Bien; ¿y es verdad lo que te
propones?
|
|
DOÑA MARCELA. - No, sino máquina
mía; veamos cómo me sale.
|
|
GARCÍA. - Piensa ésta que por
haberme dado esta vuelta más tengo de confesar, y antes se
echa en la calle, porque de su propia razón levantaré
una polvareda que dentro de breve espacio se halle ciega y venga
dando de ojos concediendo con mi voluntad.
|
|
DOÑA MARCELA. - ¿Cómo no me
responde, señora García?
|
|
GARCÍA. - Calle, ¿qué
quiere que la responda, si es criatura y está tan a los
principios de las cosas que es menester más paciencia de la
que yo saqué de casa para escucharla? ¡Ay, ay, y
cómo la venden naranjas agrias por dulces!
¿Quién la contó ese cuento, que le
barajó tan bien que le dijo del revés? Dios sabe la
verdad de todo, y aunque yo pudiera decilla no quiero, pues tan mal
se agradece, pues no es justo que yo esté aquí hecha
oráculo de tan molestas preguntas, con pérdida de
tiempo y sin esperanza de reconocimiento.
|
|
DON PEDRO. - Suplico a vuestra merced que, no
faltando a la cortesía que a sí misma se debe, que
nos saque esta enigma a puerto de claridad, persuadiéndose
que nuestro celo es de acertar, y que esto no se consigue si no es
apurando las materias, dando por dudoso lo que parece más
cierto; y advierta que si de nuestras réplicas forma
agravios, suspenderé el juicio, porque esta junta no se ha
hecho para salir della con disgusto, sino con
satisfacción.
|
|
GARCÍA. - Ya que estoy aquí, no
quiero dejar fama de mal acondicionada, y mucho menos hablando en
negocio del buen Estacio, que parece que esto sólo hasta
para que la persona más severa mude su natural y se
arrepienta muy de veras de haber dado alguna vez en su
corazón lugar al enojo. Es el caso que una mañana de
San Juan le mandó la mal lograda que se quedase en casa,
porque ella tenía unos caballeros muy principales con quien
cumplir, yéndose a holgar en su compañía, que
la gente que ha de mantener honra ha de dar gusto a muchos, aunque
sea contra su voluntad; y como en días semejantes hacen los
ladrones las mejores suertes, quiso dejalle por alcaide de los
cofres; él, como hombre mozo, que no es maravilla,
replicó pidiéndola licencia para irse a holgar con
unos amigos y parientes, y esto con alguna porfía. La buena
Inés, que éste era el nombre del ángel,
enojóse, y antes que yo pudiese acudir al remedio, porque lo
vi como lo cuento, le requirió las costillas con una
verdasca que para esto tenía siempre a mano, por ser el
castigo más ordinario que le hacía cuando sacaba los
pies del compás de su gusto.
|
|
SALAZAR. - ¡Por amor de Dios,
señora García, que se vaya más despacio con
esa verdasca! ¿Qué dice? ¡Vuelva otra vez;
espérese; me estregaré los ojos, que me parece que
debo estar dormido! Señores, ¿oyéronlo
vuestras mercedes, o engañéme yo?
|
|
GARCÍA. - Verdasca dije y digo y
diré mil veces. ¿Pues desto se espanta? ¡Oh,
qué lego es vuestra merced! Calle y oiga y verá
cumplido el refrán, porque si esto que es poco le ha
espantado, lo mucho que resta por decir le amansará. A todos
aquellos golpes calló el buen Estacio, y entrándose
otra pieza más adentro le dejamos nosotras encerrado y nos
llevamos las llaves; vinieron los amigos a buscalle, y con su ayuda
-que tanto dañan las malas compañías- se
descolgó por una ventana; a cosa de las cinco de la
mañana le descubrió desde lejos la buena de su mujer,
orillas del río de Manzanares, y apeándose del coche
donde iba, porque era leona en la condición, acometió
a él, y después de haberle dado algunas
puñadas le encaminó a los cascos un guijarro que dio
a entender que sabía el camino, pues se fue derecho a ellos
y le dejó derramando sangre. Pienso que al pedernal le
pesó de lo hecho, porque como estuvo tan mudo que no
usó de sus labios, pudo imaginar que quien callaba tanto
tenía con él mucho parentesco. Apeóme yo y los
demás que íbamos en el coche, y metiéndole
dentro con un criado de aquellos caballeros, le enviamos a lugar
donde le curasen de la herida, que por entonces nos dio cuidado.
Llegamos a la noche a casa, donde nos recibió con una boca
risueña, dulcísimo en las palabras, tanto que la
primer cosa que hizo fue, besando la mano a su mujer, pedirla
perdón de lo pasado y, alzando el dedo, proponer la enmienda
en lo futuro. Este es el caso como sucedió; si esta oveja
les desagrada, déjenla, que no faltará quien la selle
con su marca; y porque se dé lugar a los demás y yo
acuda a recorrer mis pucheros me voy, tan cautiva de las buenas
partes de mi señora doña Marcela, que me pienso tomar
muchas veces esta licencia y venirme a celebrar sus perfecciones
con mis alabanzas, de quien voy a un tiempo envidiosa y
enamorada.
|
|
DOÑA MARCELA. - Obligación es
ésa que me toca, y si ahora no quedara a cumplir con los
demás fuera sirviendo a vuestra merced, pero uno destos
hidalgos criados del señor don Pedro acudirá en mi
nombre a lo que yo pienso pagar, aunque más tarde con
más largueza.
|
|
GARCÍA. - No, señora, no; por mi
vida nadie se inquiete, porque el hombre que tengo en casa dice que
está mal con las mujeres que se arriman a báculos
vivos, opinión que a mí pudiera tenerme entre los
muertos, aunque, pues soy tan de mármol en el sufrir,
podré servir de bulto en los sepulcros, ya que no merezco
aposentarme en ellos.
|
|
DOÑA MARCELA. - ¿Qué os
parece de la mujer?
|
|
DON PEDRO. - A mí me deja loco.
|
|
SORIA. - Y a mi más adelante.
|
|
SALAZAR. - Esto es lo que sin duda lleva
más camino de verdad, porque no habemos de dar caso tan
general que también ésta, como el Estacio, sea
eminente en fingir; y siendo así del modo que ella lo
refiere, el hombre cuadrará a todas condiciones. Pero
paréceme que ya que están aquí los
demás testigos, pues no se pierde nada, entren y digan lo
que supieren, porque cierto que cuando no camináramos al fin
principal se podía hacer esta diligencia por oír
cuentos de mucho entretenimiento y gusto, que tales son los que
deste hombre se refieren, y si todos tienen el buen aire de la
señora que acaba de deponer, habrá sido esta
plática muy digna del aplauso que hoy se da en los teatros,
porque el buen Estacio, cuando de allí saliera silbado, no
por eso corrido.
|
|
DOÑA MARCELA. - Pues avise vuestra
merced, señor Medina, porque entre con otro, para que,
oyéndole, ya que no le ganemos, entretengamos el tiempo.
|
|
SALAZAR. - Ya él se duele de mis pasos y
viene, y a fe que me contenta el testigo, porque no hay cosa
más lejos de un soldado honrado -que esto parece en el
traje- que mentir, y más en daño de las mujeres,
porque ellos, como generosos hijos de Marte, siempre defienden las
que son tan verdaderas hijas de Venus.
|
|
ESTACIO. - Perdone vuestra merced, mi
señora doña Marcela, que este caballero será
más breve y no menos verdadero; y pues ha empezado a
escuchar, no se canse, tenga paciencia, que la misma causa que
trata lo pide, pues examina la vida de un hombre profesor
della.
|
|
DOÑA MARCELA. - No se puede llamar largo
el que se extiende y dilata en una materia para su
distinción y claridad; la brevedad, cuando es escura,
más es bárbara que elegante, porque el que habla no
se ha de contentar con haberse él mismo entendido, sino que
yo que soy el oyente me haga capaz de su discurso. Vuestra merced
se retire, que este caballero será examinado de modo que no
lleve escrúpulo, y créame que miro este negocio con
buenos ojos.
|
|
ESTACIO. - Esto es lo que yo no pienso agradecer
a vuestra merced, y perdóneme, pues es favor tan general que
con todos hace lo mismo, porque no puede menos.
|
|
DOÑA MARCELA. - ¡Qué
galán es el señor Estacio y qué aprovechado en
las ocasiones! ¿Por cuánto dejara vuestra merced de
acomodar ese requiebro?
|
|
ESTACIO. - Hijo soy de obediencia, y el
más humilde; voy muy confiado de que el señor
capitán volverá por mi honra, aquí con la
lengua, y en las demás partes con la espada.
|
|
DON PEDRO. - ¡Notable es su
diligencia!
|
|
CAPITÁN. -
Su paciencia, mucho mayor.
|
|
DOÑA MARCELA. - Ese es el punto y
verdadero fundamento de nuestra plática.
|
|
CAPITÁN. - Pues a ése voy, y en
sólo un cuento dirá tanto que vuestra merced
dé esta causa por conclusa, y, sentenciando en favor de
Estacio, le mande despachar con carta ejecutoria de verdadero
paciente y le dé por hombre hábil para marido.
|
|
DOÑA MARCELA. - Los caballeros como
vuestra merced, y más de la profesión que sigue, se
precian mucho de amparar las causas de las mujeres, tratando con
ellas lenguaje limpio; y así, como yo no me quiero persuadir
que he de ser más desdichada que las demás ni vuestra
merced menos bueno que los otros, espero que ahora que estamos
aquí solos y donde Estacio no puede oírnos, se ha de
descoser vuestra merced y decir claramente y sin rodeos lo que
él procura negar. Aunque para mí bastaba lo que esta
mujer me ha dicho de él, que ha muchos años que le
conoce; pero porque en muchas cosas dijo se refería a
vuestra merced, ha sido fuerza suplicarle nos dé licencia
para que le cansemos con nuestras preguntas. Don Pedro, oyes,
amigo, ¿qué te parece?, ¿voy bien por
aquí o piérdome?
|
|
DON PEDRO. - Más que bien. ¡Por
Dios, que si de ésta sale con victoria el capitán,
que no hay sino cerrar los ojos y abrir los brazos para recebir en
ellos tal novio, que si no es como un oro, es como un marfil,
mirado por la parte de la cabeza!
|
|
CAPITÁN. - Esta García que estuvo
aquí ahora bien podrá ser que, como mujer y
mujercilla de las de la primera espera, si entendió que daba
gusto a vuesa merced porque la vio inclinada a que se dijese mal de
Estacio, que se torciese al lado de la mentira y,
arrojándose a la corriente, se dejase llevar a lo hondo;
pero yo, señora, como espero servir a vuesa merced en
negocios de más consideración, no quiero lisonjealla
con lo que suma tan poco como dos ceros, que en regla de buenos
contadores dos veces cero es nada. Tiempo vendrá en que yo
ocupe mis pulgares en labor provechosa y del gusto de vuesa
merced.
|
|
SALAZAR. - Prometo a vuestra merced,
señor capitán, que está muy engañado,
porque mi señora doña Marcela solamente desea que se
le trate verdad, y con la codicia de descubrilla habla algunas
veces con tanta ansia que manifiesta su pasión.
|
|
CAPITÁN. - Pues yo juro, a fe de
hijodalgo y soldado, que por entrambas partes me corre
obligación que me aprieta para que no pueda mentir, que
nadie en ese particular puede tan a manos llenas satisfacer.
¡Oh cómo le conozco, qué bien visto le tengo!
Cosas podría contar que pareciesen imposibles, pues a fe que
lo que se me ha ofrecido fuera bien celebrado como este auditorio
tuviera más deseo y menos recelo.
|
|
SORIA. - Diga vuesa merced, por amor de Dios,
que ya me figuro yo el caso tan gracioso, que estoy antes de oille
por pagar la mitad de la risa adelantada como alquiler de casa.
|
|
DON PEDRO. - ¿De qué te
ríes?
|
|
CAPITÁN. - Déjele vuesa merced,
que méritos tiene el cuento para que se le haga toda aquella
fiesta y mucho mayor; bien se le puede recibir con palio, porque se
le agravia mucho en juzgalle indigno de cualquiera solemnidad.
|
|
DON PEDRO. - Ya todos le esperamos devotos,
atentos y crédulos.
|
|
CAPITÁN. - Habiéndose casado el
contenido con la buena Inés, que Dios haya, recibía
él con mucho gusto y hacíasele cosa muy agradable que
entrase en su casa un caballero florentín, que dicen algunos
que fue el que cortó el primer racimo de la viña,
aunque él sacaba pies y juraba a Dios que no, diciendo que
cuando él llegó halló señales y pisadas
en el cercado de haber entrado más de otra docena, y
sería así, porque él era hombre muy verdadero
y ella mujer muy hábil. Este, como noble, acudía al
remedio de todas las necesidades, y por su causa no se
conocía en aquella casa el desconsuelo ni por el nombre.
Íbase la buena señora, y dejaba huérfanas sus
paredes y marido los quince y veinte días, y estábase
todo ese tiempo en casa del señor pagador, que, aunque era
caballero, por servicio della usaba este oficio, pues, liberal y
bizarro, abrasaba su hacienda por enriquecella. Pasó un
día acaso nuestro Estacio por las puertas del dicho, y
vióle que estaba puesto a una ventana,
entreteniéndose de manos con una señora, que no
conoció por estar vuelta de espaldas; volvió a su
casa a la noche, y habiéndose puesto a cenar, por más
que se esforzó no pudo pasar bocado. Dióle cuidado a
su Inés la novedad, porque es hombre que jamás se le
han visto cerradas las ganas de comer, y así, procuró
examinalle con astucia para saber la ocasión de su tristeza;
pero él, duro y cerrado, enmudecía más, y con
esto esforzaba el deseo para que se buscase la causa con mayor
diligencia; al fin, después de muchas preguntas y rodeos,
dijo: «¡Pobrecilla de ti, y qué poco que te
duran las buenas fortunas! ¡Nunca tú labrarás
casa con tejas azules y celosías de la misma estampa!
¿No es bueno que pasé por casa de fulano, y estaba a
la ventana jugando y entreteniéndose con una dama?
¡Mira al estado que has venido y en lo poco que te
estima!» Replicó ella riéndose,
trayéndole la mano por la cabeza y halagándole como a
criatura: «¡Calla, bobo, que no lo entiendes, que era
yo! ¿Es posible que no me conociste?»
«¡Ay! -dijo él entonces, como quien alentaba-,
Dios te lo pague, amiga, que con eso me has vuelto el alma al
cuerpo.» He aquí, vuestras mercedes, el trato y
disposición del pecho y entrañas de Estacio.
¿Hácele este cuento capaz y benemérito?
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SORIA. - Señores, ¿qué
dudamos? Este es el hombre que más bien nos asienta.
¡Oh, cómo quisiera ser en esta ocasión de
aquellos que cortan la pluma delgada y sutil, para ofrecerme por el
autor desta corónica, aunque se me pagaran los gajes en
leña de tinteros y calzadores!
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DON PEDRO. - ¿Qué decís
vos, Salazar?
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SALAZAR. - Callo, señor, y dóime
por vencido, admirado de ver que también en el mundo hay
monstruos de paciencia. ¡Raro es el hombre, y tan raro, que
si en lo exterior no lo pareciera, por lo que de su interior se
refiere le juzgáramos por bruto!
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DOÑA MARCELA. - No me alaben tanto a mi
Estacio, señores, ni me le desprecien, que aunque él
es extremado, no quiero que le lleven por los extremos.
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CAPITÁN. - Las once son éstas, y
en la lonja de San Felipe me esperan ciertos amigos; y aunque yo no
he dicho todo lo que sé, me voy, porque en muchos
años no hubiera lugar, y para el abono del contenido, con lo
que he dicho, lo que está por decir no es menester.
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DON PEDRO. - Vuestra merced acuda a su
ocupación, que es muy justo, y perdone la que aquí le
habemos dado, que a veces los demasiados curiosos pecamos de
impertinentes.
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DOÑA MARCELA. - El señor
capitán podrá tener esta casa por suya y servirse
della y de nosotros siempre que quisiere, seguro de que la voluntad
es tan capaz que hallará en la una lo que le faltare en la
otra.
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CAPITÁN. - Señora, los soldados
que nos hemos criado en la escuela de las armas alcanzamos poco
lenguaje, porque damos más pasos en el obrar que en el
decir; y así, aunque no responda a vuestra merced como
deseo, a su tiempo obraré como debo.
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DON PEDRO. - Venga vuestra merced, señor
capitán.
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CAPITÁN. - No pasaré de
aquí si vuestra merced no se vuelve.
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DON PEDRO. - Beso a vuestra merced las
manos.
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CAPITÁN. - Las de vuestra merced mil
veces.
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DON PEDRO. - Esto está hecho; no hay sino
arrojar la capa al toro, y a fe que pudiera, porque viene Estacio,
que es lo mismo, a quien acompaña un venerable anciano.
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ESTACIO. - ¡Oh, señora mía,
y lo que me pesa de ocupalla con tan largas relaciones! Mas como
vuestra merced es tan curiosa y amiga de desenterrar tesoros de
secretos, quizá estará menos cansada de lo que yo
temo.
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DOÑA MARCELA. - ¿Cómo
cansada?, entretenida más que en mi vida estuve. Estas
cosas, señor Estacio, son cortadas muy a medida de mi
condición, y así le entallan tan bien a mi gusto, que
por ahora no quiero vestirme de otra tela. Ha dicho el
capitán de vuestra merced milagros, y dije bien: milagros,
porque las cosas que de vuestra merced, se cuentan son fuera del
uso de la Naturaleza.
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ESTACIO. - Pues, señora, vuestra merced
no se apasione por nadie y guárdeme mi justicia, y para que
de todo punto quede satisfecha, oiga, suplícoselo, al
señor Cosme Laurencio, que es la persona que me crió
desde siete años de edad, y podrá deponer mejor que
todos de mi condición y costumbres; y aunque pudiera hablar
apasionado, como quien fue mi segundo padre, quiere más su
alma que los aumentos de mi fortuna.
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DOÑA MARCELA. - Está bien.
¡Oh, qué importante testigo, señor Estacio!
¡Qué de maravillas y prodigios se deben de encerrar en
el pecho del señor Cosme! Suplico a vuestra merced que
mientras nos las revela se retire un poco, que de cualquier modo le
está bien no oillas, porque si fueren alabanzas le pueden
desvanecer, y si injurias, desconsolar.
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ESTACIO. - Siempre quise yo a la obediencia
mucho, y más ahora que la empleo en cumplir los preceptos de
vuestra merced, quien, como a mi señora amo, y como a mi
juez temo, y por entrambas razones servir deseo y debo.
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DON PEDRO. - No es razón que las canas
del señor Cosme Laurencio estén tanto tiempo en pie
como este discurso que nos aguarda promete durar, que su presencia
persuade respeto, y la necesidad que tenemos della le debe
estimación.
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Cosme Noventa años de edad en cualquier
parte, señor don Pedro, necesitan de este socorro.
¡Oh, qué silla tan descansada! Con esto y con la
prevención que hice esta mañana hablaré una
eternidad.
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SORIA. - Yo lo creo, que los viejos que llegan a
sus años siempre son cumplidos habladores.
¿Qué fue, señor Cosme?
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|
Cosme Hijo, ya es costumbre antigua, y gracias a
Dios, me va bien con ella: hago que me frían un torreznico,
y después de haberle comido envío en su retaguarda
una tostada, y luego, a gloria y honra de la Santísima
Trinidad, de quien siempre he sido muy devoto, juntamente con la
pureza de la madre de Dios, bebo tres veces de vino puro, de este
modo cumplo con entrambas devociones.
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|
SORIA. - ¡Oh, singular virtud! ¡Por
cierto que no hay alabanza en la tierra que a vuestra merced no le
venga corta! Pero, ¡por Dios!, que aunque me cuenten entre
los bachilleres de la puerta de Guadalajara, que me he de atrever a
hacelle una pregunta.
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|
Cosme Norabuena, como más bien os
pareciere cumplid el antojo, que yo soy viejo que respondo apacible
a cualquier mozo, aunque pregunte atrevido.
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SORIA. - Es menester saber, señor,
qué tanta cantidad bebe vuestra merced cada vez, porque
puede ser vuestra merced tan medido, que tres suyas no valgan por
media de las que se deja despeñar por la garganta abajo un
cofrade del trago, vecino mío.
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|
Cosme ¡Ay, hijo mío de mi alma, y
cómo que tenéis razón en la advertencia! Yo de
mi condición soy muy templado, y en estas palabras del beber
más que todos comedidos.
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SORIA. - Vamos al cuánto, que todo lo
dicho es dejarme tan preñado como me vine.
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|
Cosme Paréceme a mí que debe de
hacer un bernegal de lata en que yo bebo, media azumbre.
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SORIA. - ¿Y éste se llena cada una
de las tres veces?
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Cosme Sí, hijo.
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SORIA. - ¿Y no bebe más?
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Cosme No, hijo.
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SORIA. - ¿Pues por qué?
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|
Cosme Por no ir contra la virtud de la modestia.
¡Oh, amigo, quiero y precio yo más el nombre de
reglado, aunque lo pague mi sed, que el deleite que se me
podía seguir si bebiese a satisfacción de mi
apetito!
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|
DOÑA MARCELA. - Basta lo que se ha
bebido, señores, y tratemos puridades de verdad y no de
mosto, pues éste es el fin principal a que ha venido el
señor Cosme, que después, si su merced fuere servido,
podrá tomar su confesión a una bota que me han
traído de vino del Santo, y esto tan boca a boca y tan a
solas, que de lo que entre los dos pasare ahora ni en tiempo alguno
no pueda haber testigos.
|
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COSME ¡Oh, cómo me anima vuestra
merced! Vamos a la lición: yo crié a este mozo, mi
señora doña Marcela, digo al virtuoso Estacio, desde
edad de siete años, porque aquellos padres honrados que Dios
le dio -que a fe que lo eran y tiene bien a quien parecerse, porque
el que le engendró fue un ánima bendita- fallecieron.
Tenía yo mucha hacienda de ganado en Extremadura, y
llevóme allá el cuidado de no perdella, riesgo que
corre en faltando la presencia del dueño en todas partes, y
también gustó de irse en mi compañía
una buena mujer anciana que sirvió a sus padres y le
había criado hasta aquella edad. Así como llegamos a
mi patria, el primer día que yo salí a ver mis
ganaderos y recorrer mis hatos le noté que se andaba hecho
un bobillo tras unas cabras, a quien seguía con amor, y
tanto que empezó a jugar con ellas, regalándolas tan
de su mano que con ella les arrancaba la hierba y se la
metía en la boca. No reparé entonces en esto con
tanto cuidado como después, porque los más
días se hurtaba de la escuela y se iba al campo, y la
lición que él recorría y estudiaba más
era andarse tras los tiernos y pequeños cabritillos con una
ansia tan particular como si hubiera con ellos afinidad de sangre.
Procuré corregille con el azote, y traté de que
acábase con él la disciplina y aspereza lo que la
buena razón y mi ruego no habían podido; pero
él, después de esta diligencia, quedó menos
enmendado y yo más avergonzado. Ocuparon mi ánimo
desde entonces unos deseos grandes de investigar y descubrir la
razón de este nuevo modo de entretenimiento para un muchacho
de aquellos años, y una noche, cuando pensé que
estaba más lejos de tomar tierra, hallé puerto capaz
y seguro en este modo: comuniqué este negocio con la mujer
que dije haber servido a sus padres y criádole, y
riéndose me respondió: «¡Ay, pobre de
mí, señor, un gran misterio natural se encierra en
eso! Sabrá vuestra merced que a dos meses de nacido
padeció cierta enfermedad, que, comunicada con los
médicos, eligieron por beneficio que se le diese leche de
cabras, y para esto les pareció mejor que se trajese una
cabra a casa y que la mamase; ejecutóse así, y
siguiósele tanto provecho que dentro de pocos días
huyó el mal, y la criatura engordó tanto que
así porque no quería aceptar otro pecho como por lo
bien que se había negociado, determinaron que aquel animal
le diese todo el sustento de leche que hubiese menester, hasta que
Naturaleza, alargando más el paso, le hiciese que abrazase
el comer y renuncíase el mamar, que lo tomó tan
despacio que cumplió cinco años con el pezón
en los labios; de aquí le nace, señor, lo que a vuesa
merced admira: no le pese de que sea agradecido.» Estas
fueron las palabras de la buena mujer, de donde podemos
inferir:
|
Que el buen hombre es un
cabrito |
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desde los pechos del ama. |
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En
este tiempo sucedió que como unos criados míos le
afeasen aquel entretenimiento, y le dijesen, deseosos de ponelle
freno con el espanto, que podía volverse irracional con la
conversación de aquellos brutos, replicó él
muy enojado: «¿Brutos llamáis a estos
cabriticos? ¡Pluguiese a Dios que me hiciese a mí tal
como ellos son!» Sin duda, señores, yo así lo
creo, que esta oración nació del corazón, pues
fue del cielo tan bien despachada, que se le otorgó todo lo
que pidió por ella, porque desde entonces hasta el tiempo
presente siempre ha seguido la naturaleza rústica de
aquellos cuya leche fue sangre que volvió a regeneralle.
|
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DON PEDRO. - Las doce dan, hora más a
propósito para comer que para examinar testigos; de mi
parecer se podrá, por ahora, poner silencio en esta
plática, y a la tarde despacharemos lo que falta.
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|
DOÑA MARCELA. - ¿Ya qué
puede faltar aquí?
|
|
SALAZAR. - Nada, antes nos sobra paño
para otras mangas. Bien puede quedar esta causa por conclusa y
pronunciar vuestra merced auto.
|
|
DOÑA MARCELA. - Conforme a esto, digo:
que conocidos por esta información los méritos y
partes del señor Estacio, le declaro por el hombre
hábil y suficiente para marido de cualquiera mujer, aunque
sea de mi condición y trato, y lo firmo de mi nombre.
Doña Marcela.
|
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DON PEDRO. - Yo quiero pedille las albricias,
por hacerme así bien quisto en esta casa con el que ha de
ser señor della, aunque le hemos habilitado para un oficio
cuyas acciones todas se dirigen tanto al recebir, que aun esto no
sé cómo le pida. Adelantaos vosotros, que el estado
de la salud de mi padre me tiene cuidadoso y temo que me falte en
la última bendición de su muerte la seguridad de la
quietud de mi vida... Aunque no, esperaos, que ya salgo, y iremos
juntos a ser testigos de aquello que mientras más lo
experimentamos menos lo creemos.
|
|
SALAZAR. - ¡Gran sentencia! Mas,
¡por Dios!, que se ha retirado con Marcela a desmentir en
secreto con la risa estas lágrimas que aquí
violentaba la hipocresía; y yo, en el entretanto, por salir
deste cuidado y cumplir con vuestra importunación,
referiré los epigramas que restan, donde vuestra malicia
saldrá de la sospecha que tiene y verá que se muerde
en los vicios comunes sutilmente, sin hacer, como hoy se usa,
particulares injurias con palabras groseras; dicen así:
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A todos los del lugar, |
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Lesbio, un secreto contaste, |
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y a cada uno encargaste |
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|
secreto en particular. |
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Y a lo que colijo yo, |
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|
tú pretendes de nosotros |
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sea secreto entre unos y otros, |
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y entre ti y nosotros, no. |
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Como aun los versos más
bellos |
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recitas, Celio, sin arte, |
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|
los comes sin contentarte |
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de saber que comes dellos. |
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Cómico vil y
traidor, |
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por Dios que es bellaca treta: |
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|
tan a costa del poeta |
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comes como del autor. |
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Sobre las que
traías, |
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cuarta vez te señalaron |
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el semblante, y te rasgaron |
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|
más boca que tú tenías. |
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|
En vez de pesar placer, |
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|
¡oh locuaz Lucio!, te dieron, |
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|
porque la ensancha te hicieron |
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donde la hablas menester. |
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|
Mas
escucha, que oigo pasos, y parecen de nuestro dueño, y la
voz, con que ya no puedo dudar en su conocimiento. ¿Oyes las
risadas?, pues tales exequias previene al mezquino padre, que son
justo castigo de su avaricia. No lo dudo, pero tampoco alabo la
inmodestia de su hijo. Escucha, que aquélla es Marcela; mas
no, que ya ellos salen, y pienso que arrepentidos de haber sido,
aun tan poco tiempo, recatados.
|
|
DON PEDRO. - Prevendré para el desposorio
los amigos, que habiendo de celebrarse esta noche, para todos
será entretenida. Tú elegirás entre tus galas
aquellas que más se conforman con tu belleza, porque
ésta es una de las ocasiones en que las damas ganan o
pierden crédito para toda la vida. Aprovéchate en
hacer que todos tus galanes te contribuyan para ayuda al dote, que
yo que te doy el consejo seré el primero para que los
demás se muevan con mi ejemplo y no piensen que por haber
sido el autor de la imposición me quiero exonerar della.
|
|
DOÑA MARCELA. - Todos esos intereses son
pequeños respecto del marido que cobro, a cuya sinceridad
espero ser deudora de grandes aumentos; verdad es que no se ha de
perder con la fortuna ninguna mano, porque no todas pone el juego a
nuestro propósito; y así, desde luego pienso echar mi
guante, y será la primera vez que mis amantes me
habrán dado a título honesto, aunque no lo
será el intento. Tú en lo que a ti te toca haz lo que
confío y te merece mi voluntad. No te descuides, porque ya
mis bienes o males de tu cuidado o descuido están
pendientes.
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|
DON PEDRO. - No merece la solicitud de mis
diligencias el temor vano de tu desconfianza: fía, que
volverá luego y traeré músicos que solemnicen
la fiesta con varios tonos, y entre ellos con uno excelente del
Maestro Capitán, capitán y maestro de las Musas, a
cuyo divino espíritu debe la guitarra española el que
hoy tiene, siendo éste el menor blasón de su ingenio,
digno por tantas partes de grandes premios, de quien siempre la
fortuna le estará deudora, bien que por ella satisface la
ilustre fama que ya del mismo regida canta, si no como debe, como
puede sus alabanzas.
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