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Ob. cit., pág. 43.

 

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«Lo que da esencialmente el tono del paisa je en Grecia, es la roca primitiva con sus aristas salientes, sus contornos finos y secos dibujados sobre el fondo claro del cielo. Lo que la naturaleza ofrecía cada día a la vista de los griegos eran aspectos simples, claros naturalmente divididos; ningún entrecruzamiento, nada sobrecargado nada que recuerde la maraña vegetal». E. Boutmy, Filosofía de la arquitectura en Grecia, Principios plásticos, I, Los sentidos, Buenos Aires, 1946.

 

173

Ob.cit., pág. 55-57.

 

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Este pensamiento de una suerte de compensación psico-geográfica -que es una vieja idea- ya fue desarrollada por Montesquieu al analizar el efecto de la fertilidad y de la esterilidad del país sobre la psicología colectiva: «La stérlité des terres rend les hommes industrieux, sobres, endurais au travail, courageux, propres a la guerre; il faut bien qu'ils se procurant ce que le terrain leur refuse. La fertilité d'un paya donne, avec l'aisance, la mollesse, et un certain amour pour la conservation de la vie», L'Esprit des Lois Libro XVIII, cap. 4.

 

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La observación de W. Frank que citamos a continuación constituye -como modo interpretativo-, casi el utensilio hermenéutico predilecto de quienes estudian a los pueblos americanos. Dice refiriéndose a los mayas: «El hombre vivía en contacto perpetuo con la violencia y cualquiera de estas violencias podía aniquilarlo. Hasta los árboles estaban siempre a punto de invadir sus mansiones, rajar las tallas exquisitas y derrumbar los altares. Para sobrevivir, el maya tenía que conservarse muy sereno en el vórtice devorador». Ob. cit., pág. 154.

E. Huntington aplica a la interpretación del destino de los mayas su hipótesis de los cambios, de las «pulsaciones» climáticas periódicas. El notable desarrollo alcanzado por esa civilización, no lo atribuye tanto a condiciones excepcionales del pueblo maya para soportar acaso el peor de los climas de América, sino a un cambio favorable del medio físico. Tal posibilidad la concibe en el sentido de un aumento en la duración de la estación de la sequía hecho que, disminuyendo el despliegue de vegetación, habría favorecido la limpieza de los bosques indispensable para el desarrollo de la agricultura. En apoyo de su teoría dice que «cuando se comparen las fechas de la historia maya con la curva de crecimiento de árboles en California, parecen concordar con la hipótesis de un cambio de zonas climáticas». El aumento de la velocidad de crecimiento o del diámetro de los anillos de los árboles de California se produce en los años en que las tormentas se prolongan durante la primavera, lo cual Huntington lo interpreta como un desplazamiento de la zona de tormentas y ciclones (Civilización y Clima, págs 258-263, Madrid, 1942. Acerca del recuento de los anillos de crecimiento, véase la obra de Weaver y Clements Ecología Vegetal, pág. 48 y ss. Buenos Aires, 1944). Sin duda existe una relación entre las precipitaciones fluviales y el crecimiento anual de las «secuoias» de California, cosa que se manifiesta en sus anillos de crecimiento pero el salto de lo ecológico a lo histórico resulta quizás tan peligroso como injustificado. El geógrafo O. Schmieder reconoce que son desconocidas las causas que condicionaron la decadencia de Viejo Imperio. Por ello, se mantiene cautelosamente indeciso ante las varias explicaciones posibles sugeridas por la emigración de los mayas sin embargo, rechaza terminantemente la hipótesis de un empeoramiento del clima como determinante de la ruina de la civilización maya (Geografía de América, p. 600, México 1946). Por su parte, Morley opta por la hipótesis de un «colapso agrícola», originado en peculiaridades del sistema maya de agricultura, que condicionaron la progresiva conversión de los bosques en sabanas artificiales (Ob. cit., p. 84 y ss.).

 

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Febvre rechaza, asimismo, la idea de sociedad insular, de unidad insular, como una categoría válida para las diversas circunstancias históricas, Ob. cit., pág. 274, 193, 305.

 

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Naturalmente. ello es exacto al ser concebido en los límites de la pura proximidad física. Sin embargo, el mismo Halbwachs observa que en la moderna sociedad de masas, en la vida de las grandes ciudades, los individuos «se sienten tanto más solos cuanto más frecuentemente chocan con los demás...» (Morfología Social, Segunda Parte, cap. II), lo cual indica un alejamiento de la consideración puramente cuantitativa de lo demográfico.

 

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Como ejemplo típico de este esteticismo geográfico, cabe destacar la importancia concedida a la idea de «fuerza telúrica», de «sentimiento andino», de «fuerza del paisaje». Así, el escritor peruano Emilio Romero, en una obra reciente, escribe: «Y es que en América del Sur vivimos todavía una etapa geográfica, y no histórica. En Europa o en otros continentes probablemente se hace historia. En América del Sur todavía se hace geografía. Nuestra lucha tremenda es con el paisaje y contra el paisaje», Geografía del Pacífico Sudamericano, pág. 25, México, 1947. (La cursiva es nuestra.)

 

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Véase su artículo «Ciencia y Magia del mexicano» en Cuadernos Americanos, México, 1947, N.º 2, págs. 56-57. Volveremos a tratar de este punto en la Cuarta Parte, Cap. V. Pedro Henríquez Ureña, ubica entre las «fórmulas del americanismo» aplicadas al problema de la expresión literaria, la tendencia a describir la naturaleza y el paisaje. «Tenemos partidarios de la llanura y partidarios de la montaña», nos dice. Y, «a la naturaleza -comenta más adelante- sumamos el primitivo habitante. ¡Ir hacia el indio!» Con todo, en otro lugar, él mismo se pregunta: «Si el paisaje mexicano, con su tonalidad gris se ha entrado en la poesía ¿cómo no había de entrarse en la pintara?». Seis ensayos en busca de nuestra expresión, págs. 21 y ss., 80 y ss. «Babel.» Buenos Aires, 1927.

 

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Dice este escritor, refiriéndose al terremoto que asoló Santiago el 13 de Mayo de 1647; «Su influencia moral y política, religiosa y civil, fue tan profunda como la lucha que dejara en las rocas de la tierra que trituró como polvo o hendió en grietas insondables. Aterró a la muchedumbre y morigeró no poco sus hábitos licenciosos.» Y agrega, más adelante: «Dio al propio tiempo diverso y mejor temple al ánimo del pueblo, tomado en su conjunto, imponiéndole esa energía, lenta en hacerse sentir, pero persistente y sufrida, que ha sido sin disputa una de las dotes más características de nuestra comunidad civil entre las demás del mismo origen en la América española. Imprimió, por último, al espíritu religioso de la sociedad, tan vivo en el siglo cuya primera mitad hemos descrito, un grado tal de preocupaciones y misticismo, por el ejemplo de lo deleznable de las cosas del mundo y de la vida, que Santiago estuvo a punto de ser todo entero un vasto claustro», Historia de Santiago, págs. 283-284, Tomo I, Santiago de Chile, 1924.