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181

Sobre la crítica del «difusionismo», véanse págs. 13, 486, 497, 539, México, 1947.

 

182

Ibid., pág. 50.

 

183

Ibid., página 222

 

184

Ibid., página 304.

 

185

Ibid., página 586.

 

186

The Mind of Primitive Man, pág. 95. traducido por la E. Lautaro con el título de «Cuestiones fundamentales de Antropología Cultural», Buenos Aires, 1947. Para lo que sigue, véanse las páginas 137 y 183 a 187 de la mencionada edición.

 

187

Schmieder, en su Geografía de América, citada ya anteriormente, rechaza la idea de la «pradera prístina», cuando trata de la capa vegetal en América del Norte (págs. 36-37). Y, en general, se resiste a la interpretación idílica que imagina la existencia de paisajes naturales en América, antes de la Conquista. Refiriéndose a Norteamérica dice que «los indígenas, a pesar de lo reducido de su número y lo bajo de su nivel cultural, habían intervenido en el desarrollo de la capa vegetal de una manera directa o indirectas (p. 36; sobre el tipo de bosque condicionado por los incendios, véase la página 321). Para este geógrafo siempre surge la duda de si se trata de una formación clímax o de una asociación influenciada por el hombre, como dice al referirse a ciertas modalidades vegetales de California (p. 40). Lo propio afirma de las asociaciones vegetales de la América Central, de las que dice que fueron considerablemente influidas por los antiguos mayas (p. 517). Del mismo modo, la influencia del hombre varió las condiciones naturales de la vegetación en Sudamérica (p. 708), influencia que alcanza tanto a las selvas del Brasil como a los Andes Centrales, cuya capa vegetal tampoco sería «natural» (p. 768). Por último Schmieder opina que la pampa argentina no constituye una vegetación primordial. «Es evidente que existe una contradicción entre las fértiles condiciones edáficas junto con un clima que es perfectamente propicio para una vegetación arbórea, y la existencia efectiva de extensas praderas. Y si no fueron las condiciones naturales las que impidieron la vegetación arbórea, es de suponer que las praderas de la Pampa sean un fenómeno cultural» (págs. 829-830). Claro está que como en esta hipótesis la oposición natural-cultural es de índole fitogeográfica, ello no contradice el hecho de que a los primeros colonizadores la pampa les impresionase como un paisaje natural. Al contrario, esto pone de relieve la necesidad de distinguir diversos planos de lo natural-cultural, para poder comprender las interacciones operantes entre el hombre y la naturaleza a que se refiere Boas. Acerca de la evolución del paisaje natural americano desde la Colonia hasta el presente, consúltense también las páginas 835, 859 y 924 de dicha Geografía.

 

188

La cultura de las ciudades, pág. 15. tomo I. Buenos Aires. 1945. Para las referencias que siguen a continuación véanse las páginas 55 y ss. y del tomo II págs. 85-90, 150, 158, 160, 161, 162, 163, 171 y 192.

 

189

Mumford observa agudamente cómo el tipo de habitación de la moderna metrópoli norteamericana, las «casas de apartamentos», excluye casi por completo la posibilidad de recogimiento, de reposo íntimo, y, sobre todo, no contempla la existencia de un remanso de espacio propicio a las primeras etapas de la relación amorosa juvenil. Acontece, de este modo, que la calle cumple la función de integrar la casa. «Por falta de espacio de esa naturaleza, en los Estados Unidos toda una generación de muchachas y de muchachos ha crecido en la promiscuidad vulgar del automóvil, que a menudo remataba en las intimidades no menos sórdidas de la hostería, llevando a su vida erótica la sensación de algo estéticamente incómodo y emotivamente destructor» (Ob. cit., pág. 355, tomo II). Pero lo que importa aquí es no confundir -cosa que, por otra parte, no preocupa a Mumford- el efecto con la causa. No sería infundado por ejemplo, pensar que acaso una originaria impotencia frente al prójimo, o una forma de convivencia insuficientemente diferenciada, hizo posible el actual fenómeno de extroversión, fragilidad y superficialidad propias de los vínculos afectivos del joven norteamericano.

Nos permitiremos en este lugar una fugaz referencia a las relaciones humanas en la Edad Medía y al «mito medieval», de que habla Mumford. Tanto al exaltar dicho período de la historia como al pintarlo con tonos sombríos, delátase la presencia de una motivación ideológica, de una ideología de clase en el sentido de Scheler, esto es, de un retrospectivismo o de un prospectivismo, respectivamente, de los valores en la conciencia del tiempo. En todo caso, la tendencia a imaginar idílicamente la vida en aquélla época, al concebir como llena de serena armonía la forma de convivencia propia de las ciudades medievales, es algo que debe rechazar al igual que su detracción intransigente. Portal motivo podemos admitir con Vedel, por lo que toca a la esfera de la convivencia, que la concepción del matrimonio en las antiguas ciudades era «poco romántica y no muy espiritual». Cierta «ecuanimidad melancólica» parece penetrar la vida apacible del artesano medieval. En este sentido interpreta Vedel el cuadro de J. V. Eyck del matrimonio Arnolfini: «Ninguno de los dos mira al otro, ni se acercan; ningún grado de ardor erótico ni de libre y personal abnegación se advierte en el lienzo...» (Ideales culturales de la Edad Media, tomo III, «La vida en las ciudades», págs. 52-65, 115 y ss., Barcelona, 1947). Refiriéndose a la representación de la esposa de Arnolfini. J. van der Elst parece apuntar a lo mismo cuando observa que su «mirada es un tanto abstraída, y parece colocar su mano derecha sobre la izquierda de su marido con más obediencia que ternura». Sin embargo, van der Elst se inclina a atribuir la rigidez de estas figuras a una concepción estática del espacio, a un penetrar en la anatomía del hombre de afuera hacia adentro, por carecerlos pintores flamencos de los principios generales del movimiento anatómico en acción bajo la apariencia de las cosas. (Véase su obra El último florecimiento de la Edad Media donde, además, se trata de las corporaciones de pintores, págs. 53 y ss., 100, 107, 215, 218, Buenos Aires, 1947). Huizinga, por su parte, al describir los retratos de J. v. Eyck se refiere a una «faz aguda y seca», a cabezas rígidas duras, a gestos misteriosos y herméticos, a la «imperturbabilidad enfermiza del Arnolfini de Berlín», habla de la «esfinge egipcia de Leal souvenir». Pero, estas expresiones de la figura humana, que Huizinga reconoce como hieráticas, con rígidas sonrisas, refinadas, no siempre parecen irradiar ese «luminoso brillo de alegría sencilla, de un tesoro de sosegada ternura», de que habla este historiador, cosa que al referirse al cuadro de Arnolfini le induce a pensar en su «íntima delicadeza» y en «la silenciosa paz que sólo Rembrandt nos dará de nuevo». Creemos, por el contrario, que se descubre en ellas una honda mediatización del vínculo humano y también la fría expresión de un pacto -como dice Vedel del cuadro del matrimonio Arnolfini- al que anima por parejo lo religioso y lo comercial. (Pero, ya volveremos a tratar de esto al estudiar las relaciones existentes entre la expresión fisiognómica y la cosmovisión, Parte Segunda, Cap. XI).Añadiremos finalmente, que el propio Huizinga, al describir la religiosidad de aquel tiempo, nos advierte que muestra bruscas alternativas de «contrastes casi inconciliables». Johannes Bühler nos recuerda, igualmente, que no debe considerarse como idílico el ideal de formación en las corporaciones y ciudades medievales, al menos por lo que respecta a las duras normas de subordinación imperantes en las relaciones entre artesanos, oficiales y aprendices; del mismo modo opina que los conflictos dados entre el individuo y la comunidad no eran, entonces, menos agudos que en los tiempos posteriores, sólo que orientados en otra dirección.

 

190

Para Huntington, la «inercia tropical», en una de sus formas, se manifiesta en las variaciones del carácter operadas a través de la voluntad. Huntington considera como típicas cuatro reacciones individuales que denotan, en una dirección específica, falta de voluntad: Escasa laboriosidad, carácter irascible, borrachera habitual e indulgencia sexual (Ob. cit., págs. 67-68). Nos limitaremos a observar que por la combinación mecánica, exterior; de las cuatro modalidades de abulia señaladas por Huntington, de ningún modo obtendremos los rasgos de la típica inestabilidad anímica del brasileño, que es también la propia del americano. Su concepto de inercia tropical resulta un tanto vago y formal, por lo que sólo podemos admitir que ella únicamente subyace a la discontinuidad de lo íntimo, ya que esta última actitud difiere de dicha inercia y la trasciende a través del ideal de vida que opera como factor diferencial.