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El universo de Max Aub

José Vicente Peiró Barco





Este año se cumple el centenario del nacimiento de Max Aub Mohrenwitz (París, 1903-Ciudad de México, 1972), hijo de padre alemán y de madre francesa. Autor con un lugar reconocido -por fin- entre los grandes escritores españoles del siglo XX, es una las grandes figuras culturales del exilio de 1939. Su vida discurrió, por diversas circunstancias, entre París, Valencia, Madrid, Barcelona y México. Si la biografía de Aub es la de un trashumante, sus obras discurren desde la vanguardia a la humanización, el realismo y la expresión subjetiva, y por distintos géneros literarios: poesía (Poemas cotidianos, 1925, y Hablo como hombre, 1967), teatro (Teatro incompleto, 1931, y San Juan, 1943), ensayo (Ensayos mexicanos, 1974), cuento (Crímenes ejemplares, 1957, y La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, 1960), novela (el ciclo de la guerra civil titulado El laberinto mágico, 1938-1968, o Jusep Torres Campalans, 1958), diarios de viaje (Enero en Cuba, 1969), la autobiografía (La gallina ciega, 1971), la crítica literaria (La poesía española contemporánea, 1954), además de sus periplos como guionista de cine con André Malraux y Luis Buñuel, en el arte y en la radio.

Su dedicación literaria comenzó en Valencia, donde se estableció con su familia en 1914. Allí cursó el bachillerato -y no olvidemos su mítica frase: «uno es de donde estudió el bachillerato»-, se nacionalizó español, y publicó sus primeras obras. En sus inicios partió del posmodernismo de Los poemas cotidianos hasta su vinculación con las vanguardias vigentes en los años veinte. Antes de la guerra civil, se mantuvo próximo, en la teoría y en la práctica, a las innovaciones extremas; hecho que se aprecia en obras prosísticas como Geografía (1929) y la metaficcional Luis Álvarez Petreña (1934), además de en sus frecuentes colaboraciones en revistas literarias de la época (Alfar, Azor, Carmen, La Gaceta Literaria, Revista de Occidente y la valenciana Murta).

Años más tarde reconstruiría el ambiente del Madrid de esos años veinte en la novela La calle de Valverde (1961). El espíritu vanguardista no le abandonaría a lo largo de su obra, a pesar del giro realista coincidente con la guerra civil, como se aprecia en el toque irónico de buena parte de sus novelas, en el juego de naipes atribuido al imaginario Jusep Torres Campalans, y en los titulares jugosos del «periódico conservador» El Correo de Euclides. Se manifestó también en el teatro: en sus obras y en su labor como director de la compañía valenciana «El Búho» en los años previos a la guerra. De él es el proyecto presentado al presidente Manuel Azaña para la creación de un teatro y una escuela de danza nacionales, que no pudo culminarse a causa del estallido de la contienda civil. Por su filiación socialista, militó en defensa de la República en sus misiones diplomáticas, entre la que destaca su nombramiento como agregado cultural de la Embajada española en Francia y su dirección del pabellón español de la Exposición Internacional de París en 1937. Su presencia en el Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia, celebrado ese mismo año, fue destacable. Es en este momento cuando surge el Max Aub más conocido: el que discurre hacia la literatura humanizada.

A pesar de encontrarse en París al final de la contienda, fue detenido y conducido a campos de concentración, hasta que en 1942 se estableció definitivamente en México. Allí escribió el corpus más denso de su obra, además de participar en proyectos culturales, creación de revistas, programas de radio y colaboraciones diversas.

La obra aubiana en el exilio está marcada por el ciclo El laberinto mágico, compuesto por seis novelas realistas, casi galdosianas, «los seis campos»: Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), Campo del Moro (1963), Campo francés (1965), y Campo de los almendros (1968). Posiblemente, sean el fresco bélico de la reconstrucción de la preguerra y de la guerra civil más importante en nuestra literatura. En todo el resto de su producción, siguieron latentes la contienda y la reflexión sobre el desarraigo del exilio, aunque no empleó exclusivamente motivos españoles. Así, representó el éxodo judío, proyección a su vez del nuestro, en San Juan, y la ocupación parisina por los alemanes en otra obra dramática Morir por cerrar los ojos (1944).

El reflejo de su experiencia de «hombre perdido en el mundo» se manifestó en sus relatos mexicanos, y en su literatura autobiográfica, sobre todo en La gallina ciega (1971), además de en sus Diarios (edición póstuma de 1998). En la obra de 1971 recogió su visión subjetiva y parcial de los avatares de su viaje en 1969 y mostró su pesimismo en el reencuentro con una España que no reconoce y es una realidad ajena a la que conserva en su memoria. En realidad, Aub diserta contra el olvido y busca una obra como memoria del tiempo histórico que desemboca en la guerra civil. Al no distinguir su mundo, le resulta imposible mantener una distancia irónica ante la realidad española de 1969. Las múltiples lecturas que hoy nos ofrece La gallina ciega dan testimonio del desencanto aubiano, motivado por el desarraigo del exilio y por la tragedia de una cultura rota en una sociedad enferma; tan desvalida como los exiliados en sus nuevos mundos.

Este año se consolida la restitución de Max Aub iniciada desde hace años, y que se fraguó a partir de la creación de la Fundación que lleva su nombre en Segorbe (Castellón) y de la celebración del Congreso «Max Aub y el laberinto español» en 1993. Desde ese año, se ha rescatado su figura en varias exposiciones como la titulada Jusep Torres Campalans del año 2000 o la que se celebra este año, El universo de Max Aub, que recorrerá varias ciudades relacionadas con el autor. Su vindicación histórica culminará con el congreso dedicado a su obra organizado por la Generalitat Valenciana en el próximo mes de abril. Es nuestro compromiso con la memoria de un autor que luchó contra el olvido, porque, como expresó Aub en su Manuscrito Cuervo, «el hombre, por el hecho de serlo, no es nada».





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