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Libro VI


Todos los que estaban escuchando quedaron sorprendidos de admiración. Sus corazones se enternecieron y se sintieron íntimamente penetrados de una respetuosa sumisión hacia Valdemaro y Ulrica-Leonor, sumisión que procuraron manifestar con bien expresivas demostraciones. Inmediatamente comenzó Valdemaro su historia. Contó la muerte que, envuelta en veneno, le dio a su padre, entre las delicias de un convite, el mayordomo cohechado por Cristerno, la enorme maldad de poner preso secretamente al hermano para atribuirle el infame crimen del parricidio, los desórdenes sucedidos en el pueblo, el destierro de Andrónico y de otros celosos ministros, los trabajos que padeció en la cárcel, el modo con que su hermana le puso en libertad, el naufragio que padeció, el arribo ala primera isla y cómo fue acogido en el mismo navío. Sucesivamente contó lo que le acaeció en la quinta de Gésner, el modo con que llegó a la isla donde estaba Andrónico, las maravillas que le refirió de Alberto, la partida de la isla a causa de sus predicciones y cuanto le aconteció hasta que fue recogido en el navío.

Después que Ulrica-Leonor enjugó las lágrimas que le hicieron derramar los sucesos de su hermano, dio principio a su historia en esta forma:

«No tardó a saber Cristerno la libertad de Valdemaro, y recelando que Ragnan y otros caballeros de superior nota habían cooperado a ella los condenó a la misma cárcel que sufrió Valdemaro. ¿Qué fortuna podía caberme cuando era yo la principal autora de su libertad? Sujeta al capricho feroz de un infame parricida, viéndole burlarse de mis suspiros y maldecir las lágrimas que me arrancaban la muerte de mi padre y la desgracia de mi hermano, ¿cómo podía esperar otra cosa que martirios y tormentos?

Llegó a tal extremo la indignación de Cristerno que me vi forzada a dejar el palacio. Ordené secretamente que se aderezase una nave para que me condujera a la Suecia, adonde, como sabéis, había enviado a mi hermano. Embarquéme con felicidad entre el silencio y tinieblas de la noche. Mis deseos no podían prometerse navegación más tranquila que la que nos concedía el cielo. No me cansaba de darle gracias porque me había dado lugar para apartarme de un hermano que se alimentaba de crueldades y delitos, y que prontamente habría bañado sus feroces manos en mi sangre. Pero, ¡triste de mí!, Cristerno supo inmediatamente mi huida, y rabiando de furor despachó al siguiente día una nave con órdenes dirigidas al comandante de mi navío para que al recibo de ellas tomase la vuelta para Copenhague.

Una breve detención que hicimos para dar algunos reparos a nuestro navío dio lugar a que nos alcanzase el enviado por Cristerno. Comandábale Brunswick, hombre adulador que, cooperando vilmente en las maldades de mi hermano, se había sabido ganar su afecto; y solícito en hallar nuevos modos con que agradarle, venía resuelto a poner en práctica su violenta providencia, pareciéndole que, de cualquier suerte que lograse conducirme a Copenhague, se granjearía nuevas recomendaciones para su privanza.

Publicó inmediatamente la orden que llevaba, y el capitán de mi navío, después de haber consultado conmigo y sondeado los ánimos de su gente, respondió con intrepidez que de ninguna manera torcería su destino y que todos los suyos estaban resueltos a ofrecer sus vidas al rigor de las espadas antes que abandonar a Ulrica-Leonor a la furia de su hermano.

Esta respuesta llenó de temor y confusión a Brunswick, y sin resolver se volvió a su navío a tomar consejo. Los de nuestra nave quedaron con cuidado para observar los movimientos de los contrarios, y cuando esperábamos señal para el combate notamos que la discordia se había apoderado ya de los ánimos de todos ellos. Desde el borde de nuestra nave estábamos mirando el sangriento destrozo que hacía la muerte. ¡Qué horror! Por huir del furor de las espadas, cuyos violentos golpes oíamos no sin dolor, se arrojaban al agua muchos de los combatientes. ¡Cuántos cuerpos truncos vimos caer precipitadamente en el mar! ¡Cuántos, cubiertos de sangre, iban vanamente luchando con las olas! Yo misma vi a un joven bizarro atravesar con su espada el pecho de Brunswick.

Muerto éste, se cubrió el navío de un pavoroso silencio; solamente se percibían agudos gritos y lastimosos ayes. Abordamos a él y vimos los funestos estragos de la revolución. Toda la cubierta estaba llena de heridos; unos, partida la cabeza y caída la mitad sobre el pecho; otros se revolcaban desesperados, forcejeando inútilmente por arrancarse la espada que todavía tenían atravesada; cuál estaba vomitando sangre por narices y boca, y cuál tenía cortados los brazos inhumanamente. ¡Ay de mí!, mi corazón desfallecía con tan sangriento espectáculo; y la memoria de Cristerno, que lo había ocasionado, me llenaba de indignación.

Entre los pocos que habían quedado exentos de los golpes de las espadas era uno el joven que mató al capitán. Llamábase Federico, y doblando la rodilla me dijo con gentil desembarazo:

Podéis, señora, seguir vuestro destino con seguridad. Ya no existe ese enemigo de vuestro descanso ni ninguno de los infames aduladores que le seguían. Yo fui el primero que me opuse abiertamente a la resolución que quería tomar de combatir con vuestro navío para poder llevaros, con vida o sin ella a la presencia de vuestro hermano. Los que se preciaban de nobles y de leales desenvainaron al instante la espada para defender vuestra causa y la mía; los contrarios, infame y cobarde chusma de aduladores, empuñaron también la suya para defender a su capitán; y ved ahí cómo se trabó el choque cuyas funestas resultas estáis mirando. Estas pocas reliquias que ha perdonado el furor de las espadas están prontas para ejecutar cuanto dispusiereis, y no dudarán en ofrecerse al fuego ni al hierro por salvar nuestra vida.

Agradóme el aire y el desembarazo del mancebo, y agradecida a su generosa acción mandé que limpiasen el navío y que se dispusiesen para acompañarme. Repartida la gente en los dos navíos y habiendo mandado a Federico que se pasara al mío, nos hicimos a la vela contentos y satisfechos de la victoria; pero, ¡ay de mí, que fue muy funesta para todos! Parece que desde entonces se conjuró el cielo contra nosotros. Una furiosa borrasca transportó la nave que nos acompañaba a donde no la vimos jamás, y la que conducía a esta desdichada anduvo dos días abandonada al viento y a las olas. ¡Cuántas veces nos vimos a pique de anegarnos! Toda la industria de los marineros no fue bastante para resistir a la violencia de la tempestad, y se rindieron finalmente, faltos de fuerzas y de esperanzas de salvarse.

¡Justos cielos!, decía yo. ¿Qué delito ha cometido contra vosotros esta infeliz para que así la llevéis errante por estos borrascosos mares? El pérfido Cristerno ha de estar anegado en delicias y placeres en su palacio, y esta desventurada, que no tiene más culpa que haber sido compasiva con su hermano Valdemaro, ¿ha de ser tan tenazmente perseguida?

¡Infelice de mí! Estas voces parece que no salieron de mi pecho sino para irritar más la cólera de los cielos. Apenas acabé de proferirlas cuando un furioso huracán arrebató la nave y la estrelló contra unas rocas. Hubiera yo perecido irremediablemente si Federico, que pudo asirse de una tabla, no me hubiera socorrido, pero a pesar de esta fortuna yo no sentía en mi corazón ninguna esperanza de salvarme. La borrasca, lejos de serenarse, se enfurecía, y en vez de acercarnos a tierra nos engolfábamos más. En vano procuraba Federico infundirme alguna esperanza; yo no podía mirar sino la cruel muerte que me amenazaba.

Mas, ¡oh providencia inescrutable!, después de haber sido todo aquel día infeliz juguete de los vientos y de las aguas, llegamos a las costas de Alemania. El viento soplaba más moderado y las olas se movían con más suavidad. Comenzaron a disiparse las nubes que oscurecían el cielo, el sol iba extendiendo por el horizonte sus dorados rayos y nosotros llegamos en fin a poner los pies sobre la enjuta arena.

Aunque fue imponderable nuestra alegría, no tardó mucho a sobrecogernos el más amargo desconsuelo, viéndonos en un paraje desierto, sin recurso alguno para restablecernos de la debilidad de nuestros cuerpos. Queríamos subir a lo alto de un montecillo para ver si descubriríamos alguna choza donde abrigarnos, pero nos hallábamos sin fuerzas para ejecutarlo Por que apenas podíamos dar paso sin dolor. Si Federico, más intrépido, no hubiera tenido valor para subir, hubiéramos perecido sin remedio aquella noche, pero habiendo descubierto una llanura bastante dilatada y poblada de algunas caserías y otras rústicas habitaciones, nos encaminamos hacia ella.

Llegamos a una quinta bellamente situada, donde para suavizar con las delicias del campo las tristezas de su viudez vivía con su familia una señora llamada Casimira. Al punto que entrábamos en una grande plaza cercada de pomposos árboles, que había enfrente de la puerta, salía una señora en cuyo rostro brillaban a competencia las gracias de la juventud y la hermosura. Cubríale la cabeza un pequeño sombrero de color azul ceñido de un rico cintillo de diamantes y guarnecido por una parte de trémulos penachos que ofrecían una hermosísima vista; llevaba en la mano derecha con gentil donaire un delgado palo de marfil y en la izquierda un ramillete de exquisitas flores, circunstancias que añadían un nuevo esplendor a la elegancia de su talle. Llamábase Narcisa y era la hija de Casimira, que en compañía de dos criadas estaba ya para salir a la ordinaria diversión del paseo.

Si os mueven, señora, a compasión, le dije, los infelices que gimen bajo el peso de una cruel fortuna, muévaos esta desdichada hija del muerto Heroldo, rey de Dinamarca; así conserve el cielo largos años vuestra gentileza.

Quedó Narcisa admirada, y tomándome por la mano, me dijo enternecida:

Aunque no fuerais quien sois, os socorrería con la mayor complacencia; bástame veros reducida a tan infeliz situación.

Llevónos a una hermosísima sala donde estaba Casimira su madre. Era una señora todavía bastante joven, y en su rostro se descubrían aún restos de hermosura; su vestido era sencillo y modesto, de color oscuro con que mostraba el desprecio que hacía de los vanos adornos y cuán rigurosamente observaba las estrechas leyes de la viudez. Estaba entonces con la aguja en la mano, enseñando a bordar a una porción de jóvenes doncellas, vasallas suyas y habitantes en las caserías comarcanas.

Aquí os traigo, madre mía, le dijo, el presente que más lisonjea vuestro corazón. Podéis ejercitar vuestra noble conmiseración en estos dos infelices que acaban de llegar a nuestras puertas a pedir socorro; y si supierais la calidad de sus personas, aún se excitaría más vivamente vuestra compasión.

Bástame saber, oh hija, que son infelices, respondió Casimira. Los infelices siempre encontrarán abrigo en mi pecho; vuestro hermano tal vez se debe hallar ahora en situación no menos funesta. ¡Ay de mi!, dulce hijo mío...

Un arroyo de amorosas lágrimas comenzó a correr entonces por los rostros de madre e hija. Los suspiros que tiernamente despedían no daban libre salida a las palabras, y se vieron obligadas a callar por un breve rato; pero de allí a poco nos dijo Casimira:

Sosegaos, hijos míos, y descansad de vuestras fatigas, que en mí hallaréis una madre que sabrá consolaros. ¿Sois hermanos por ventura?

No señora, no lo somos, le respondí. Este es un caballero a quien soy deudora de la vida que disfruto, y yo soy la desdichada Ulrica-Leonor, hija de Heroldo, rey que fue de Dinamarca, y hermana de Cristerno que actualmente reina. No lo dudéis; el cielo corte en este instante el hilo de mi vida si no es verdad lo que acabáis de oír.

¿Podré ponderaros los efectos que causaron mis palabras en los delicados corazones de aquellas señoras? La compasión y el respeto andaban en ellas a porfía, y ambas solícitas iban dando órdenes a las criadas para que dispusiesen cuanto podía conducir a nuestro regalo. Al instante nos hicieron mudar los vestidos que llevábamos mojados, e inmediatamente nos fue preparada una sabrosa y abundante comida.

En el discurro de ella me iba preguntando Casimira con discreta sagacidad el origen de mis infortunios y los lances que me habían acontecido en el tiempo de mi navegación, y yo sucesivamente le iba dando razón de todo lo que habéis oído hasta este punto.

Pensaba ser yo la única, me dijo, que con más motivo podía quejarse de su fortuna, pero ya veo mi engaño. En breve tiempo perdí un hijo a quien amaba tiernamente y un esposo que era el único apoyo de mis cuidados; pero a lo menos me ha conservado el cielo en mi propia casa, en donde no me falta más que la posesión de las dos prendas que lloro. Mis criados me sirven con fidelidad y me aman con ternura, y la compañía dulce de esta hija que me ha quedado suaviza los sentimientos de la muerte del esposo y los rigores de la pérdida del hijo. Pero vos, oh señora, sois mucho más infeliz. Perseguida de vuestro mismo hermano y abrumada con el peso de tantos desastres, no encontráis donde fijar el pie con seguridad y gozar tranquilamente de la vida que os ha conservado el cielo. Mas ya podéis, señora, vivir sosegada; estad segura de que ésta, desde hoy ya vuestra casa, os será más agradable de lo que os ha sido vuestro palacio. Contadme por vuestra amiga o por vuestra criada; en lo demás podéis mandar como señora que os hago desde ahora. Ese caballero a quien debéis la vida, como habéis dicho, quiero que me sea también deudor de los ofrecimientos que con toda la sinceridad de mi corazón os acabo de hacer; así conceda el cielo a mi hijo comodidad igual dondequiera que se halle.

No pudo aquí Casimira reprimir las lágrimas. La relación de mis infortunios le representaba tal vez los que debía de sufrir su hijo, y esta funesta imagen la tenía sin consuelo.

En el mismo día, me dijo sollozando, que contaba mi hijo los dos años de su edad di a luz a Narcisa, que es esta que tenéis en vuestra presencia; pero el cielo, sea que no supe disfrutar con moderación el placer que me causaban mis dos hijos, sea que quiso castigar alguna oculta ofensa que le hice, me privó en breve tiempo de la compañía del esposo y de la vista del hijo. Mi esposo fue muerto en una guerra civil que hubo en Stetin, donde nosotros residíamos entonces, y mi hijo, siendo de edad de ocho años, desapareció de casa. Éste fue para mí el día más amargo. La pérdida del hijo reprodujo más vivamente la muerte del esposo, y en aquel mismo día parece que acababa de perder a entrambos. Ningunas diligencias fueron bastantes para encontrar al perdido hijo, ni tampoco fueron suficientes las reflexiones más serias para consolarme. Entregada continuamente al llanto y al dolor, no podía hallar momento de quietud hasta que resolví retirarme a esta agradable porción de tierra donde ha quince años que habito con más serenidad de espíritu.

¿Y sabréis decirnos, señora, preguntó Federico, de qué modo se extravió de casa vuestro hijo?

Jamás he podido saberlo, respondió enternecida; sólo pude averiguar, después de las más vivas diligencias, que lo habían visto en compañía de otros muchachos en las riberas del Oder, donde se celebraron aquellos días unas solemnes fiestas.

¡Qué ideas me renováis, señora!, dijo Federico conmovido.En esas mismas fiestas me encontré yo, siendo de la misma edad que vos decís tendría entonces vuestro hijo. ¿Sería tal vez alguno de los que se embarcaron conmigo? ¿Cómo se llamaba?

Federico, respondió Casimira.

¡Cielos!, dijo el mismo; no había en mi compañía otro de este nombre más que yo.

¡Dios inmortal! , exclamó Casimira sobresaltada. ¿Federico os llamáis? ¿Estuvisteis en las fiestas del Oder, y teníais ocho años no más, y os extraviasteis en compañía de otros muchachos? ¡Corazón mío! ¿Qué dulce, inquietud es ésta? ¡Qué débiles esperanzas...! Pero decidme, caballero: ¿habéis visto desde entonces a vuestros padres?

No conocí más que a mi madre, respondió Federico, y no la he visto ya más desde entonces.

¡Cielos santos!, exclamó Casimira, ¿podré creerlo? El tono de la voz, las facciones del rostro, todo es de su padre. Narcisa, dulce, hija mía, ven acá, sosténme... Federico, conserváis una cicatriz en el pecho...

¡Madre mía!, dijo Federico entonces, arrojándose a Casimira, ¿soy yo vuestro hijo? ¿Sois vos mi madre?

Ninguno pudo proferir ya otra palabra, ni yo podré tampoco pintaros tan dulce y afectuosa escena.

«Así lo creemos, señora, dijo el capitán; semejante placer ni aun sabe expresarlo el mismo que lo experimenta; pero, ¿contó después Federico el modo con que sucedió su pérdida?».

«Sí, respondió Ulrica-Leonor. Acompañado de algunos muchachos de su misma edad marchó sin licencia de su madre a ver las fiestas que se celebraban en las riberas del Oder; pero, fastidiados pronto de ver los juegos que se hacían, se separaron del concurso y marcharon a lo largo del río. Al cabo de un dilatado espacio encontraron una lancha arrimada a la margen, y viendo que por allí no había persona alguna que pudiera divisarlos se entraron en ella y le cortaron la amarra que la detenía.

No tenían sus tiernos brazos bastante fuerza para manejar los remos ni sabían el arte de marear, a cuya causa la corriente del río se los fue llevando insensiblemente hasta que los introdujo en el mar, y hubieran perecido a no socorrerles una nave dinamarquesa que encontraron. Condujéronlos a la isla de Zelandia donde, viéndose sin recurso para volver a su patria, determinaron continuar en la marinería, alistándose para servir al rey mi padre en la guerra. De esta suerte sucedió que Federico se encontrase en la nave que mi hermano Cristerno despachó para que me apresara y condujera a Copenhague; y sucesivamente acaeció lo que habéis oído hasta que por particular providencia del cielo llegamos a la quinta de Casimira, madre de Federico».

«¡Cuán admirablemente se deja ver la providencia en todas las cosas!, dijo Andrónico en este punto. A la compasiva Casimira parece que no le faltaba para su felicidad más que el hallazgo de su hijo; y la providencia, por conductos escondidos a nuestros ojos, lo conduce a su misma casa y lo coloca en su amoroso regazo. ¿Qué, aquella noble generosidad con que socorría a sus prójimos no le había de granjear las bendiciones del cielo? El cielo nunca deja de recompensar el mérito de la virtud. Con un solo golpe de su equidad premia la conmiseración de Casimira y alivia la aflicción de Ulrica-Leonor y de Federico, que esperaban en su providencia».

«Así es a la verdad, dijo Maximino, uno de los caballeros que iban en la nave. Pero, ¿por qué ha de mantener Dios tanto tiempo elevados a los impíos sobre el monte de la prosperidad y ha de permitir que los justos anden abrumados con la pesada carga de los infortunios? Los buenos, viendo una permisión que parece injusta, son capaces de arrepentirse de su conducta y tal vez de envidiar la suerte de los malvados. ¿Por qué el perverso Cristerno ha de seguir una vida brillante entre las delicias de su palacio, rodeado de guardias que le defienden y de cortesanos que le adulan, en tanto que sus hermanos Valdemaro y Ulrica-Leonor andan arrastrando la pesada cadena de las desgracias? Esta condescendencia de Dios con los impíos es capaz de trastornar el ánimo de los justos, y tal vez de hacerles concebir alguna duda sobre su equidad».

Alegróse Valdemaro de que Maximino suscitara este punto, porque aunque ya lo había tratado Andrónico en otra ocasión, no había quedado bastantemente satisfecho y deseaba que lo explicase más para que no reverdecieran en su ánimo sus antiguas desesperaciones. Andrónico no se alegró menos, viéndose en ocasión de hablar sobre un asunto que deseaba dejar bien declarado para el aprovechamiento de Valdemaro y de Ulrica-Leonor; a cuya causa dijo con amable despejo:

«La misma diferencia que hay entre la vana prosperidad de los malos y la verdadera felicidad de los justos es bastante solución a la duda que habéis propuesto. La prosperidad de los impíos es como la flor que se abre por la mañana, se marchita al mediodía y se seca al anochecer. Su grandeza sólo sirve para deslumbrarlos; y por más que se elevan ahora sobre los montes de la fortuna, presto desaparecerán como aquellas exhalaciones salidas de la tierra, que en llegando a cierta distancia se desvanecen. Iráse después a buscar el sitio donde existieron, se requerirá el lugar donde disfrutaron sus placeres, pero ni aun se encontrará el menor vestigio.

¿Qué fortuna es ésta para que la envidien los justos que esperan en el Señor y tienen cifrada toda su gloria en complacerle? Éstos bien miran la prosperidad de los impíos, pero lejos de envidiarla la compadecen, porque conocen la rapidez de su duración y saben que, a la manera que el diestro labrador arranca de sus campos los árboles infructuosos y podridos, arrancará Dios a los malvados del centro de sus placeres.

Mas aun cuando la prosperidad de los impíos compitiera con la duración de los tiempos, ¿qué podría tener de común con la sólida felicidad de los justos? Los impíos, aun cuando corren sin tropiezo por el camino de sus deleites, no pueden encontrar una leve porción de aquel placer puro que gozan los justos en medio de sus mayores aflicciones; su mordaz conciencia les corroe continuamente; y sus artificios, sus cábalas, sus enredos son otras tantas furias domésticas que los despedazan. Una débil nube que salga a disputarle la claridad al sol piensan que ha de resolverse en rayos para aniquilarlos; la más ligera ráfaga que forma el viento les parece un huracán furioso que ha de arrancarles la casa desde sus cimientos; al ruido más leve se estremecen, les asusta cualquier rumor y al más ligero golpe se agitan y se conmueven.

Pero los justos, que solamente viven al abrigo de su Dios, nada reconocen sobre la tierra que pueda perturbarles aquella dulce paz cuyas delicias, más suaves que todos los placeres, gozan sin interrupción. Que los mares traspasen sus límites e inunden la tierra, que las fieras habiten las casas de los hombres, que el curso de los planetas se trastorne, que el movimiento de los cielos se desordene y que todo se desplome sobre la tierra; ellos, siempre inalterables, levantan humildemente los ojos a su Dios, de quien sólo dependen y de quien únicamente esperan el consuelo. La firmeza de su corazón nunca se abate y su alma siempre se ve colmada de dulzuras. Maquinen sus enemigos los más perversos designios, ármenles lazos para prenderles, llenen de tropiezos todos los caminos para precipitarlos; el Señor que e lisonjea de guiar sus pasos hará que caminen sin lesión sobre los mismos peligros y los sacará indemnes de todas las asechanzas.

Valdemaro y Ulrica-Leonor, cuyas desgracias, ocasionadas por la ferocidad de Cristerno, tanto han desazonado vuestro ánimo, nos sirven de ejemplar que confirme las verdades que os acabo de decir. De la oscuridad y lobreguez de la cárcel en donde Cristerno tenía sepultado a Valdemaro lo sacó Dios por medio de Ulrica-Leonor, y en todos los naufragios que ha padecido hemos visto que el Señor lo ha sacado a salvo por encima de las mismas ondas enfurecidas. Su inocencia ha salido inmaculada por más que procurase mancharla su hermano con la infamia del parricidio. Y para acabarnos de convencer de que el Señor se burla de los esfuerzos que hacen los malvados para exterminar al inocente, pongamos no más la vista en Ulrica-Leonor, cuando salió libre de las sacrílegas manos que querían ultrajarla y de la impía chusma que intentaba prenderla para entregarla a la furia de Cristerno.

Concluyamos de una vez. Los impíos serán arruinados dentro de breve tiempo y los justos poseerán pacíficamente aquella herencia incontaminada que Dios les reserva. No envidiemos la vana felicidad de los impíos, ni vosotros, Valdemaro y Ulrica-Leonor, tengáis celos de la caduca prosperidad de vuestro hermano. Aunque le veáis ahora exaltado sobre el trono de majestad, bien así como lo está el cedro junto a las frescas corrientes de un arroyo, presto lo veréis despojado de su lozanía. Su soberbia será humillada y el golpe de su caída será tanto más ruidoso cuanto fue más violenta su elevación. En vano se buscará después el lugar que ocupaba, porque ni aun se encontrará el menor vestigio; y si tal vez quiere alguno encomendar a la posteridad las memorias de su reinado, sólo será con estilo de horror, para que sirva de funesto ejemplar a los ambiciosos.

Y cuando el impío será exterminado después de un breve aunque brillante curso de vida, cuando sobre sus mismas ruinas se levante el justo perseguido y humillado para vivir tranquilamente en la región eterna de la paz, ¿podremos decir que Dios no procede con equidad? ¿Y serán capaces los justos de envidiar la falsa felicidad de los impíos, sabiendo la excesiva diferencia que hay entre una y otra? ¿Podrán Valdemaro y Ulrica-Leonor tener celos de la favorable fortuna de su hermano? Valdemaro y Ulrica-Leonor piensan de otro modo, y más bien querrán vivir abatidos en la casa de su Dios que exaltados en los palacios de los protervos».

«Celebro vuestro discurso, amable caballero, dijo Maximino; pero sabed que más os he provocado para que esforzaseis los ánimos de Valdemaro y Ulrica-Leonor que para que me convencierais de una verdad que creo sin disputa».

«Os agradecemos vuestro celo, dijo Valdemaro, y estimamos sobre toda ponderación el cuidado que tenéis de nuestro sosiego. Pero dejemos ahora, si os parece, que prosiga mi hermana su historia, que estoy impaciente por saber el fin».

«Estamos contentos de ello», respondieron todos.

Y anudando Ulrica-Leonor el hilo de su razonamiento, dijo:

«Al cabo de cuatro días que estaba en la quinta, tratada con aquella generosidad que caracterizaba el bizarro corazón de Casimira, supe por un caballero que pasó casualmente para Stetin cómo mi hermano Valdemaro, según inferí de sus respuestas, estaría seguramente en Rostock, donde lo había dejado esperando ocasión de embarcarse para la Suecia. ¡Qué cruel agitación excitó en mi alma tan no esperada noticia! Cuando pensaba que mi hermano estaría en Suecia, tomando las disposiciones necesarias para destronar al pérfido Cristerno, oigo que, hecho triste juguete de la fortuna, vaga incógnito por tierras extrañas, sin arrimo alguno que le sostenga en su desgracia.

Este mismo día quiero que sea el de mi partida, le dije prontamente a Casimira. Ya sabéis, señora, los motivos que me impelen a emprender este viaje; no puedo tener sosiego hasta que encuentre a mi hermano, y no habrá dificultad que no atropelle para encontrarlo. Pensad en qué puedo seros agradecida y dadme permiso para marchar.

La discreta y amable Casimira, conociendo que el dilatar mi partida sería añadir nuevos martirios a mi alma, me dio su permiso. Quería que me acompañara su hijo Federico pero no lo pude consentir jamás, porque me parecía especie de crueldad robarle un solo momento la prenda que acababa de encontrar, al cabo de tanto tiempo que la lloraba perdida. Sin embargo dispuso que me acompañasen dos criados suyos de su mayor confianza, cuyo favor acepté gustosa, y después de habernos provisto de lo necesario para el viaje nos despedirnos con no pocas lágrimas de ternura.

Mas no sé con qué terrible ceño me mira la fortuna, que por todas partes me va preparando lazos y tropiezos. Al segundo día de nuestro viaje nos asaltaron de improviso seis hombres de bárbaras costumbres, según lo mostró el efecto. Intentaron despojarnos de todos los efectos que llevábamos; y porque hallaron resistencia en mis dos criados les quitaron la vida, y a mí me amarraron al tronco de un árbol inhumanamente. Mis ruegos y las lágrimas que derramaba a mares pudieron alcanzar de los justos cielos que aquellos malvados no ultrajasen mi honestidad.

Dejáronme amarrada, partiéronse contentos con la presa y yo quedé dando voces al viento, porque nadie acudía a socorrerme, ni en todo aquel vasto desierto descubría cosa que pudiera servirme de alivio. Pero, ¡triste de mí!, uno de aquellos bárbaros que antes me habían dejado libre de todo lascivo insulto volvió después de largo rato, rompió mis ligaduras y comenzó a solicitarme con halagos. ¡Bárbaro, como no te tragó la tierra! Llevóme a una casa derruida que se divisaba a lo lejos, redobló su porfía, reiteró sus sumisiones; pero viendo bien a despecho suyo mi resistencia, trocó en amenazas sus halagos. ¡Ay de mí! Hubiera triunfado ignominiosamente de mis esfuerzos si el cielo no me socorriera por medio de Rosendo que está presente. Este caballero me arrancó de sus impuros brazos, dándole valerosamente la muerte, y después me acompañó hasta embarcarnos. Pero cuando la tirana fortuna conspira contra nuestra quietud; ¿quién es capaz de resistirla? Navegábamos tranquilamente y con toda la seguridad que puede ofrecer el inconstante mar, cuando de repente se levanta una furiosa borrasca, arrebata la nave contra unas rocas y la hace pedazos. Asíme de una tabla y fui arrojada de un golpe sobre una isleta.

Absorta estuve allí la mayor parte del día, y al punto que quería emboscarme divisé este navío que daba muestras de pasar por frente de ella. Cuando lo vi a poca distancia di voces, fueron atendidas y yo amorosamente recogida. Dios recompense vuestra noble compasión, generoso capitán, así como yo se lo pido con toda la sinceridad de mi corazón».




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Libro VII


En el oscuro centro del reino de las tinieblas hay un palacio lóbrego y asombroso donde tiene su morada el inexorable Plutón. Está continuamente sobre su trono de lúgubre ébano, infundiendo espantoso horror con sus ojos amenazadores a cuantos tienen la desgracia de verlo. Un horrible silencio reina de continuo en aquella tenebrosa estancia y las sombras, a manera de aves nocturnas, van revoloteando por ella sin intermisión. Allí fue donde la Desesperación, bramando de coraje por ver a Valdemaro tan lejos de seguir sus abominables máximas corno dispuesto a poner en práctica los saludables consejos de Andrónico, acudió acompañada de la rabia y del furor a quejarse de esta suerte:

«¿Es posible, poderoso rey, que sufráis tanta osadía en un joven tan débil como Valdemaro? Valdemaro, ese príncipe que tantas veces ha estado ya resuelto a rendir su cerviz a mi respeto, ¿es posible que vaya despreciando mis máximas y oponiéndose atrevidamente a mis órdenes? Vos que lo veis y lo sabéis todo, ¿podréis sufrirlo? Yo, siempre fiel en ejecutar vuestros mandatos, no he omitido diligencia alguna de cuantas me han parecido a propósito para seducirlo y hacerle ofrecer su vida en mis aras. Después del primer naufragio a que le condujo vuestro hermano Neptuno pude conseguir que se resolviera a precipitarse en la profundidad de una sima, pero aquel viejo fatal, aquel Andrónico que se le apareció de improviso, me lo arrebató de entre los brazos.

Aunque con este primer golpe quedé bastantemente aturdida, no por eso me rendí; antes, cobrando mayor esfuerzo, procuré en la siguiente noche proponerle mil géneros de muerte para que eligiese la que le pareciera menos terrible; pero, ¡triste de mí!, cuando yo iba guiándole los pasos hacia la cumbre de un monte para que desde allí se despeñara, apareció segunda vez mi antiguo enemigo y le impidió una resolución que me era tan agradable. Cuán grande fue mi dolor entonces no hay necesidad de ponderarlo, cuando vos mismo fuisteis testigo de las lágrimas que vertieron mis ojos y de los alaridos con que hice resonar vuestro palacio.

Pero lo que más me atormenta es el considerar que del todo ha cerrado ya su corazón a mis máximas y que, lejos de precipitarse hacia su perdición, va de cada día más acercándose al templo de la gloria. El hallazgo de su hermana le ha infundido un valor incontrastable; y los presagios de Alberto... ¡Ay de mí triste! Estoy corrida de que un débil joven haya prevalecido sobre la Desesperación».

«No sé qué oculta violencia tienen las palabras del viejo Andrónico, respondió Plutón, que han sido capaces de arrebataros tantas veces la víctima que iba a ofrecerse en vuestras aras; pero yo procuraré separarlo de su compañía y meterlo en un laberinto de donde tal vez no podrá encontrar salida. Valdemaro jamás ha experimentado los encantadores halagos de Venus ni su corazón se ha visto herido de las violentas flechas de Cupido; yo lo desprenderé de la nave y lo conduciré al palacio de Felisinda. Podrá ser que las caricias tiernas de ésta y el dulce veneno que derramará sobre su corazón la bella hija de mi hermano Júpiter le detengan para siempre y no le dejen llegar jamás a Dinamarca. Tentemos este medio y esperemos sus resultas».

Con estas lisonjeras esperanzas se suavizó algún tanto el ceño de la Desesperación y se retiró más consolada a su estancia.

No tardó mucho a experimentarse en la nave el influjo fatal de esta consulta. Luego se sintió Valdemaro arrebatar de una alegría extravagante; sus movimientos, sus palabras, sus acciones todas iban acompañadas de una risa intempestiva, más propia de un necio villano que de un príncipe prudente. Todos se admiraron de tan improvisa mudanza, pero mucho más que todos se maravilló Andrónico, llegando a entristecerse interiormente por parecerle que sólo podría servir de abrirle el paso para su ruina.

Había calmado el viento de suerte que la nave apenas podía moverse y Valdemaro, pareciéndole estrecho el ámbito del buque para encerrar su desmesurada alegría, mandó arrojar el esquife al agua para divertirse con otros caballeros jóvenes. Hiciéronlo en efecto, y tornando cada uno un remo comenzaron a romper el agua para seguir con velocidad el rumbo que les señalaba su gusto. Iban girando alegres por una y otra parte cuando, advirtiendo en la vecina playa una multitud de gente que marchaba al compás de músicos instrumentos, se enderezaron hacia ella, provocados de la curiosidad. Apenas llegaron a distancia proporcionada, dejan los remos y se paran a ver el alegre espectáculo que se ofrecía.

Un vallado de mimbres, fuertemente entretejidos con la madreselva y diferentes ramas de árboles, impedía la entrada a un espacioso circo que se formaba en medio de la playa. Varios hermosos arcos dispuestos a proporción servían de apoyo a una especie de bóveda labrada de enredaderas, mirtos y otros floridos ramos, que al tiempo que ofrecían una hermosísima vista embarazaban el paso a los rayos del sol. Una airosa gradería, poblada de numeroso concurso, rodeaba el circo, en el cual se iban sucediendo varias suertes de juegos y de danzas.

No se satisfacía la curiosidad de Valdemaro ni de sus compañeros en ver de lejos tan agradable espectáculo, y queriendo disfrutarlo de cerca impelen otra vez el esquife, déjanlo encallado en la arena y desembarcan. Apenas lo advierte el concurso, avisa al director de la función y manda que se suspenda. Sale a recibirlos un anciano personaje, acompañado de alguna gente, y les dice con urbanidad:

«Si acaso venís, oh extranjeros, a solemnizar las bodas del pastor Milón y su amable Ana, seáis llegados enhorabuena, que todos os recibiremos con aquel agrado que merece vuestra noble presencia. Aquí podéis ejercitar sin embarazo vuestras fuerzas o vuestras habilidades, que en tan solemne día a todos se permite un inocente desahogo».

«Nosotros, amable anciano, respondió Valdemaro, sólo con el fin de solazarnos partimos de nuestro navío, que no está muy distante. Advertimos de lejos esta función alegre, y traídos de la novedad hemos venido a disfrutarla. Ya que nos hacéis el honor de admitirnos tan benignamente, contribuiremos con nuestra presencia a lo menos a festejar a los felices novios».

«Venid, pues, conmigo, generosos caballeros, respondió el viejo, y solemnizad nuestra fiesta de la suerte que quisiereis».

Con esto los condujo al circo y les dio asiento junto a un hermoso pabellón donde estaban los novios extremadamente bellos y ataviados. Apenas estuvo todo en orden otra vez se abre de nuevo la función con una música de rústicos pero alegres instrumentos, y al instante se presenta una tropilla de niñas bellas y agraciadas con sonajas en las manos. Ceñíanles la frente unas coronas de diferentes y hermosísimas flores, entretejidas con tan nueva y maravillosa disposición que el gusto más delicado no sabía decidir de la preferencia entre naturaleza y arte. Un finísimo y delicado cendal con graciosos pliegues les cubría hasta la cintura, de la cual pendían unas faldas de ligera tela matizada de varios colores. Tan bizarramente aderezadas hacen reverencia a los novios y dan principio a la alegre danza. La graciosa agilidad de los movimientos, la invención de las mudanzas, la modesta gracia de las posturas y el alegre compás que las regía tenían embelesado al concurso.

Mal contentos con este delicado placer los fogosos espíritus de los jóvenes, se disponen para la lucha. Dejaron grabadas sus espaldas en la arena cuantos osaron competir con Mirtilo, gallardarnente robusto y arrogante. Su vigor, su agilidad, su robustez y esfuerzo le hacían invencible a todos los mancebos de la comarca, y con gentil desenfado paseaba el circo muy satisfecho de su valor. Entonces fue cuando Valdemaro, no pudiendo sufrir tanta arrogancia en un joven que tenía esperanza de vencer, pide permiso para combatir. El director hace vanidad de concedérselo, los novios cobran nuevo gusto, y el campo se ensoberbece viéndose ocupar de un joven cuya bizarra gallardía formaba las delicias de los espectadores. Enlaza sus forzudos brazos con los de Mirtilo, estréchanse pecho a pecho, descubren sus dilatadas espaldas y robustos nervios y se mantienen inmobles largo espacio, forcejando vigorosamente sin poder derribarse. Suspenso de un profundo silencio estaba todo el concurso, mirando el esfuerzo de los combatientes; la fuerza, el valor y la destreza, que parecían iguales, no permitían saber a favor de quién se declararía la victoria; pero cuando presumían que Valdemaro, por ser de juventud más delicada y robustez menos vigorosa, había de quedar oprimido por el valor de Mirtilo, ven que, levantándolo en el aire con esfuerzo hasta entonces nunca visto, lo derriba valerosamente y lo deja tendido sobre la arena.

Todavía resonaban por el aire los vítores con que aclamaban a Valdemaro cuando se presenta un mancebo de singular habilidad, a quien todos los que osaban competirle en la esgrima iban cediéndole la palma; pero sin embargo quiso probarlo Valdemaro, no sin esperanza de vencerle. Toma la espada y se traba el combate. La gentil y agraciada postura de Valdemaro, el aire con que acometía y se retiraba a su tiempo, la destreza con que reparaba el golpe y hurtaba el cuerpo, el gracioso denuedo en cortar de tajo y revés y la maestría en ofender y defenderse hicieron dar en vago todos los golpes del contrario y que se confesase vencido.

Para templar el violento placer que producía la vista de estos espectáculos se sustituyó otro más dulce y agradable. Ofrécese un coro de doncellas en quienes la juventud, la hermosura, la delicadeza y las gracias más hechiceras brillaban a competencia. Su largo y undoso ropaje, los cabellos anudados atrás con graciosa negligencia, la corona de laurel que les enredaba las sienes y el gentil garbo que las acompañaba sorprendieron dulcemente los ánimos de los concurrentes. Al compás de los músicos instrumentos que tañían unas comenzaron a cantar otras un galante epitalamio en honor de los novios; pero con aquella dulzura, con aquel mágico atractivo que roba las almas y las arrebata en una gustosísima suspensión.

Valdemaro y los caballeros que le acompañaban, embelesados en aquella agradable sucesión de divertimentos, no sabían apartarse de tan delicioso recinto. Cerraba ya la noche, y para sustituir la luz del día iban encendiendo de trecho en trecho varias rajas de tea; mas no por esto pensaban en partirse, imaginando que para volver al navío que habían dejado tan cerca no era menester apresurarse. Con este pensamiento permanecieron todo el tiempo que tardó a concluirse la función.

Conclúyese; pero he aquí que inadvertidamente se desvía cada uno por su parte entre el tumulto de la gente. Valdemaro, cumplimentado por el director de las fiestas, por los novios y otros sujetos particulares que se le habían aficionado, se entretiene a conversar con ellos. Sus compañeros iban buscándose ansiosos mutuamente, pero sin provecho, porque la oscuridad de la noche, la inmensidad de la playa y el gentío innumerable que la ocupaba hacían más dificultoso el hallazgo. Cada uno por su parte, pensando que los demás estarían aguardándole en el paraje donde habían dejado encallada la lancha, acudía ansioso; pero como no divisaba persona alguna se volvía otra vez a sus infructuosas diligencias.

En este tiempo se despide Valdemaro de los novios y demás personas que le habían obsequiado y parte para embarcarse. Llega al sitio donde presumió encontrar ya prevenidos a sus compañeros, recórrelo todo con exquisita diligencia, llama, vocea, grita repetidas veces, pero nadie le responde ni descubre cosa alguna. ¡Qué terrible alternativa de discursos forma en tan triste situación! Pensaba que sus compañeros le habían hecho traición, marchando en la lancha y dejándolo a él solo en la playa sin recurso, pero no se atrevía a recelar traición alguna de caballeros de tan distinguida nobleza. Ya creía que aquél no era el paraje donde habían desembarcado, ya le parecía ser el mismo. Tendía la vista hacia la mar y aunque no podía descubrir el navío que había dejado se figuraba verlo, y aun imaginaba oír el rumor de la tripulación y las voces de Andrónico y de su hermana.

Con este nuevo engaño, vuelve cuidadoso a reconocer la costa y descubre la lancha fluctuando sobre las olas. Esfuerza entonces el grito, llama a sus companeros pensando que ellos la gobernaban, pero se esfuerza en vano. En tanto que estaban todos engolfados en el gusto de los juegos y de los combates se había levantado una brisa que, hallando el esquife flojamente encallado en la arena sin amarra alguna que lo asegurase, se lo había llevado en la resaca. El navío, con todas las velas tendidas, los marineros dormidos en la calma y descuidada la tripulación, también iba siguiendo el impulso del viento sin que nadie lo advirtiese y sin que la oscuridad de la noche les permitiera ver el horizonte que dejaban.

De esta suerte andaban todos burlados y Valdemaro proseguía en dar voces para que se acercase la lancha que nunca perdía de vista. Los ecos que le respondían imaginaba que eran voces de sus compañeros, y engañándose a sí mismo caminaba por la costa conforme al rumbo que llevaba la lancha impelida de las olas. Así pasó la noche en continua fatiga; pero cuando al amanecer advirtió el engaño, cuando vio la lancha sola sin persona alguna que la ocupase, cuando, tendiendo la vista a lo largo del mar, no pudo descubrir el navío, cuando se vio solo en aquella solitaria costa, sin abrigo, sin Andrónico, sin su hermana y sin recurso para buscarlos, ¡qué veneno mortal no derramó la tristeza sobre su alma! Recuéstase sobre una roca, inclina la cabeza sobre el pecho, clava los ojos en el suelo y deja caer los desfallecidos brazos. Levanta tal cual vez los ojos al cielo, suspira con frecuencia, pero no puede verter más que alguna lágrima exprimida con violencia. Quiere prorrumpir en quejas pero su terrible opresión no se lo permite. Inquieto y confuso recorre la funesta historia de sus desventuras, y reflexionando sobre los documentos de Andrónico dice:

«Nací para ser desgraciado... Pero no; nací para ser feliz. ¡Qué señal más visible quiero de la providencia que me protege, cuando me hallo en una ocasión en que puedo ejercitar mi fortaleza! Ayer que disfrutaba delicias con la compañía dulce de Andrónico y de mi hermana, adoraba la providencia; ¿por qué no la he de adorar también hoy cuando me veo en una situación que no puede ofrecerme más que horror y espanto? ¿No lo dispone todo una misma mano? ¿Acaso sé yo para qué me reserva el cielo? El cielo, que después de una cansada serie de infortunios me consoló con el hallazgo de Andrónico y de mi hermana, hoy me priva de este consuelo; ¿por qué no puede volvérmelo mañana? ¿Puedo penetrar sus designios?».

Así hablaba cuando le sorprende un ruidoso estrépito. Vuelve la vista y ve cruzar un furioso jabalí, que acosado de los perros y de los cazadores iba a guarecerse en lo intrincado de un bosque que se descubría no muy lejos. Como una saeta que, disparada del oprimido arco, vuela rápidamente por la región del aire sin dejar vestigio, así pasaron los monteros; sin embargo cobra esfuerzo Valdemaro, pareciéndole que habría por allí cerca alguna población o casa de campo donde abrigarse, y resuelve atravesar el bosque.

Apenas llega a la otra parte, no sin bastante dificultad, descubre una bella y vasta llanura cuyos límites eran una serie de montes inaccesibles. En medio de ella se levantaba un edificio de magnífica arquitectura y a su contorno se descubría una multitud de caserías bellamente situadas. Dirígese a una de ellas; pero a pocos pasos encuentra a una mujer que le dice con ceño desapacible:

«¿Y de dónde os ha venido entrar en esta tierra con tanto atrevimiento?».

«Desde una playa que se descubre a la otra parte de esos bosques, respondió Valdemaro, adonde me condujo mi fortuna varia, he venido a buscar socorro en la piedad de los que habitan esta deliciosa morada».

«Pues sabed, oh extranjero, respondió la mujer, que en este país nadie puede fijar el pie sin el permiso de Felisinda, reina y señora de todos sus habitantes. Yo os conduciré a su presencia y ella determinará lo que se debe hacer de vos».

Con esto fue conducido a un palacio de tan grandiosa y noble arquitectura que al primer golpe de vista quedó extraordinariamente maravillado. Luego que entró en el patio, cerrado con cuatro magníficos corredores, se aumentó su admiración al ver una fuente de bronce bajo la figura de un león en el acto de despedazar a un hombre; pero tan lleno de propiedad, de expresión y de viveza que infundía terror al que lo miraba. Una airosa escalera que se partía en dos ramos daba subida a las salas y demás piezas de aquel portentoso palacio. A una de ellas fue llevado Valdemaro. Estaba toda primorosamente aforrada de china y en sus paredes se veían a proporción varios rasgos de pintura que en nueve cuadros ofrecían las nueve musas con el más enérgico y expresivo colorido.

Presentábase Clío bajo la figura de una hermosísima doncella cuyas sienes ceñía una corona de verde laurel. Tenía en su mano derecha una pluma, en la siniestra un libro cerrado y a sus pies se veían hechos heroicos y gloriosos triunfos de varones ilustres. En otro cuadro estaba Euterpe con el semblante adusto y melancólico, sosteniéndose la cabeza con la mano izquierda y reclinada la derecha sobre una urna sepulcral, en ademán de escribir algún fúnebre epitafio. Melpómene tenía marchitada su hermosura con las continuas lágrimas que vertía; ocupaba su mano izquierda una lámina de bronce y en ella iba esculpiendo con un buril de acero algunos sucesos trágicos. Sobre un delicioso prado cubierto de hermosas flores, que parece acababan de romper sus tiernos cogollos, se dejaba ver Talía, grabando en el tronco de un robusto árbol las delicias de la vida pastoril y campestre. Polimnía se mostraba bajo la figura de una hermosísima virgen sentada en el tronco de un verde laurel. Veíase tendida en el suelo aquella divina lira con que preserva del olvido a los más insignes poetas; tenía en sus manos un libro abierto, en el cual algunos poetas arrodillados por el plano del cuadro fijaban atentamente los ojos en ademán de aprender documentos morales. Gallardamente reclinada sobre una nube de oro y azul estaba Erato. Era su hermosura delicada y mostraba en el rostro un amoroso desmayo que aumentaba su belleza. Embarazábale la mano izquierda una dorada lira y la derecha el plectro arrimado a las cuerdas, con tal expresión y propiedad que el oído engañado se paraba atento para oír la armonía que la pintura quería expresar. Sobre su cabeza, hacia el lado derecho, revoloteaba el gracioso Cupido, que con rostro apacible y lisonjero le inspiraba los más afectuosos sentimientos. Terpsícore estaba tañendo una cítara a cuyo compás bailaban muchas ninfas jóvenes vestidas de blanco en un prado cubierto de amarantos,y violetas. En un cuadro donde parece que el arte había apurado sus primores se ofrecía Urania. Estaba pintada la noche serena y apacible, sin que por parte alguna se descubriese el más ligero vapor que pudiera perturbarla; los árboles infundían un dulce horror con su silencio y sólo parece que se percibía el murmullo de los arroyos que se despeñaban de un montecillo. En el centro de esta soledad oscura se divisaba a Urania, profundamente divertida en la contemplación del luminoso cielo, cuya hermosura brillaba en medio de la oscuridad. Estaba tan deliciosamente enajenada examinando los acordes movimientos de las estrellas, que persuadía los ánimos de los que la miraban a la contemplación de los astros. Calíope acomodaba en un estante varios libros donde estaban escritas las más insignes victorias de los más famosos héroes para que transcendieran hasta la posteridad más distante.

En esta grandiosa sala habitaba Felisinda, joven y hermosa sobre todo encarecimiento. Estaba majestuosamente recostada sobre una silla cubierta de finísima grana con realces de oro, leyendo con atención profunda en un libro que contenía los amores de Endimión y de Febe, y en torno de ella había muchas jóvenes doncellas ocupadas en diferentes labores. Ya estaba Valdemaro largo rato en su presencia y aún no había levantado los ojos a mirarlo, tan intensamente estaba divertida en su lectura. Pero poco después cerró el libro, dejólo sobre un bufete que tenía al lado y le dijo:

«¿Qué buscáis por estas tierras, extranjero infeliz? ¿Cómo con tanto atrevimiento habéis entrado en este país oculto sin solicitar antes mi permiso? Vos llevaréis el castigo merecido a vuestra osadía si entre ella y mi rigor no intercede la compasión».

«Bien la podéis tener, señora, le respondió Valdemaro, de quien no ha pensado haceros la más leve ofensa. Yo verdaderamente soy un joven infeliz; la cruel desgracia me persigue por todas partes, y en ninguna me deja fijar con seguridad la débil planta».

«Pues, y por qué causa, le preguntó Felisinda, andáis vagando por ese mundo? ¿Cuál es vuestra patria?».

«Yo, señora, respondió Valdemaro, soy dinamarqués; mi nombre es Valdemaro, nací en la isla de Zelandia. Muertos mis padres me embarqué para la Suecia, pero como la desgracia se había empeñado en destruirme, hizo que se estrellara el navío contra unas rocas. Escapé del naufragio y desde entonces que voy vagando sin poder encontrar medio para restituirme a mi patria».

«No estoy satisfecha de esta relación, replicó Felisinda. Necesito que me contéis vuestra historia con más individualidad; pero antes quiero que recobréis vuestras fuerzas y descanséis de vuestras fatigas».

Condújole una de aquellas doncellas a otra pieza más retirada y se cumplió lo que había ordenado Felisinda.

Entretanto la diosa Venus, obligada de la súplica que Plutón hizo a su padre Júpiter, despacha a su hijo Cupido para que se insinúe en el corazón de Felisinda y encienda en él la amorosa llama. Cupido baja al momento desde el cielo a cumplir con la comisión de su madre, introdúcese en el corazón de Felisinda, pondérale eficazmente la gallardía y hermosura de Valdemaro y la persuade de que, para colmo de su felicidad, debe tomarlo por esposo. Siéntese Felisinda violentamente conmovida; el veneno que acaba de derramar sobre ella el engañoso niño corre por sus venas, debilita sus miembros, desmáyale las.fuerzas y le abrasa el corazón. Ya suspira por la vista de Valdemaro y sin detención le hace volver a su presencia. Habíale dado la doncella unos vestidos de finísima lana bordados de oro, y con ellos parece que todas las gracias habían contribuido a realzar su hermosura y bizarra gentileza.

Esta bella muestra que nuevamente dio Valdemaro de sí a Felisinda avivó la amante llama que el rapaz Cupido había encendido en su corazón, y después de haber impuesto silencio a las damas que la rodeaban le rogó que le hiciese el gusto de referirle largamente su historia. Hízolo Valdemaro al instante, aunque disimulando siempre su ilustre nacimiento y callando aquellas circunstancias por las cuales se pudiera rastrear; pero supo dar tanta gracia a sus palabras y tanta fuerza a sus expresiones que, conforme a los varios pasajes que refería, se le iba conmoviendo el corazón a Felisinda. Ya se le ponía pálido el rostro, ya se le sonroseaba graciosamente; a las veces se le hinchaban los ojos y tal vez derramaba algunas lágrimas de ternura.

«Ya veo, gracioso Valdemaro, le dijo luego que acabó de oír su historia, que la cruel fortuna se ha obstinado en perseguiros. ¡Oh, y si Felisinda pudiera atajar de un golpe la corriente de vuestras desgracias! Pero descansad, que nada me quedará por hacer de cuanto juzgue a propósito para vuestro sosiego y felicidad. Ya es hora de dormir; seguid a esa dama, que ella os conducirá a donde podáis hacerlo sin susto alguno».

Con esto fue llevado a otra sala, poco menos magnífica que la primera, donde encontró un lecho ricamente preparado.

No podía tener Felisinda un instante de quietud ni sabía qué medio elegirse para reconciliar el sueño. El blando lecho le servía de tormento, la noche le parecía eterna y en ninguna postura encontraba alivio. Su pecho era muy angosto para encerrar tantas ansias y su corazón no podía sosegar.

«¡Qué violencia es ésta!, decía entre sí misma. ¡Qué oculta fuerza me agita el corazón de esta manera! ¡Tirano amor! ¿Habrá quien pueda evitar tus asechanzas? Yo me retiré a esta soledad para pasar tranquilamente mis días, para ser enteramente mía, para gozar una vida feliz entre las dulzuras del campo, para verme libre de tus insultos; mas, ¡cuán en vano...! ¡Amor cruel! ¡Ay, y cómo recelo que en mí se ha de reproducir la historia de Endimión que leía poco hace! Semejante a este bello desamorado he despreciado siempre las afectuosas ternezas de cuantos mostraban amarme allá entre el bullicio de las ciudades; pero, ¡ay de mí!, ¡que si le fui semejante en desdeñar amores, también le seré igual en rendirme a la belleza de este extranjero, como él se rindió a la hermosura de Febe! ¡Oh extranjero, venido por mi mal a este retiro!».

Aquí calló, pero no por eso pudo encontrar sosiego. Las gracias de Valdemaro, que revolvía en su imaginación, la atormentaban cuando despierta, y si tal vez podía dormir algún breve rato no la angustiaban menos los melancólicos sueños. Así estuvo hasta que amaneció, y levantándose impaciente se fue a despertar a sus damas. Prevínoles el modo con que habían de tratar a Valdemaro, y ella más bien que todas, como enamorada, no sabía qué hacerse para contentarlo; cada día observaba más atentamente sus movimientos y una mirada no más le bastaba para adivinar sus deseos y satisfacerlos aun antes que los declarase. Íbale paseando por todas las piezas de palacio para hacerle ostentación de sus preciosidades, y en sus conversaciones, disimulando el terrible desfallecimiento de su corazón, dejaba caer sin violencia una dulce caricia y alguna tierna expresión de afecto. Últimamente lo condujo al jardín para que se admirase de su bella y artificiosa disposición.

Partíase en cuatro cuadros y en cada uno de ellos campeaban varias figuras formadas de verdes arrayanes y olorosas flores. En el uno se veía un bosque por entre cuyas espesuras trepaba la ninfa Dafne huyendo del ligero cazador Apolo que la seguía. En el otro estaba ya la ninfa medio transformada en laurel, casi cubierto todo el cuerpo con las cortezas y convirtiéndose en hojas los cabellos, y el mismo Apolo, que, locamente enamorado, adoraba y besaba el tronco. En el tercer cuadro estaba su hijo Orfeo en ademán de tañer su lira de oro, y muchas fieras que, lamiéndole los pies y halagándole el rostro, expresaban la suavidad y dulzura de la música que las amansaba y atraía. En el último se veían Plutón y Proserpina, dioses del abismo, que templado su furor y suavizado su ceño a las dulces violencias de la lira de Orfeo, le entregaban a su mujer Eurídice que tenían en su imperio.

En el término donde se cruzaban las calles que dividían los cuadros se levantaba una fuente de mármol a manera de hidra, cuyas cabezas servían de caños por donde se derramaba el agua. El distrito que ocupaban los cuadros estaba circuido de diferentes géneros de árboles cuyas ramas, doblegándose con el peso de la abundancia, casi besaban el suelo. Dábanle la entrada diferentes hermosos arcos labrados de hiedra, jazmines y rosales; y en el arco del medio, que era el más grandioso, estaban Céfiro y Flora como presidentes de tan delicioso jardín. Céfiro tenía ceñida la cabeza con una guirnalda de flores y Flora su esposa, además de una corona de lo mismo que le adornaba su frente, tenía sembrado el vestido de rosas, jazmines y otras flores no menos bellas que olorosas.

«Os maravillaréis, le dijo, gallardo Valdemaro, de ver que por todo palacio respira el gusto de la poesía. En este recinto hermoso donde tengo mis estados observaréis trasladado el Parnaso, que procuramos cultivar mis damas y yo. La rusticidad y aspereza de estos montes, que a primera vista parecen inaccesibles, no han podido impedir que las aguas de Helicona corriesen hermosas y transparentes hasta esta vega. Este excesivo gusto que siempre he tenido en la poesía me hizo abandonar el estrépito de las ciudades para retirarme a este secreto ángulo de tierra donde he procurado conservar tranquilamente mi vida con mis damas y con mis amados vasallos, bien lejos de los hombres que siempre he mirado con indiferencia; pero vos..., pero vos...».

Aquí dio fin a sus palabras y Valdemaro, adivinando adonde se dirigían, le respondió con sagacidad:

«Yo, señora, también soy muy aficionado a la poesía, a ese bello ramo de literatura que tanto interesa y encanta a las gentes de gusto; mas como tanto tiempo hace que ando entre cárceles y destierros, no me he cuidado de sus delicias».

«¡Cuántas gracias tenéis, pues, que dar a la fortuna, le replicó Felisinda, que os ha conducido a este país! Aquí podéis gozar libremente de cuanto fuere de vuestro agrado; mis damas y mis vasallos no tendrán otra ocupacion que saber vuestros deseos para satisfacerlos; las musas que os fueron amigas un tiempo vendrán a reconciliarse con vos; y libre de los sustos y desvelos que hasta ahora os han molestado, podréis gozar con sosegada paz de las delicias que os ofrecen estos parajes».

«Si los deseos de encontrar a mi hermana y de restituirme a mi patria, dijo Valdemaro, no me lo impidieran, elegíría gustoso esta habitación alegre para mi perpetua morada; pero no puedo preferir el placer de una vida pacífica y deliciosa a la obligación de socorrer a mi hermana. Si me amáis, señora, os suplico que me facilitéis los medios para partir y dejar satisfechos estos deseos que tanto me interesan».

«Os amo mucho, le replicó Felisinda; y por lo mismo no me será fácil condescender a vuestra súplica. ¡Cómo! ¿Vos partiros...? ».

Las amantes lágrimas que corrieron improvisamente de sus ojos le ahogaron las palabras en la boca.

Retírase al momento dejando a Valdemaro extraordinariamente admirado; y encerrada todo el día en el más oculto retrete iba alimentando con sus lágrimas la amante herida que el rapaz Cupido había abierto en su corazón. Solamente permitió que la visitase Filena, la más confidente de sus damas.

Entró a verla, y encontrán dola sumergida en amargo llanto le dice:

«¡Qué es esto, señora! ¿Qué angustia os atormenta, qué os aflige?».

«¡Ay Filena!, le respondió Felisinda; deja que el dolor me consuma; deja... ¡Oh, si este día fuera el último...! Filena, si quieres recompensar el amor que me debes, anda, ve, busca a ese extranjero que ha venido a perturbarme y dile que marche presto de este país... Pero no, detente... ¡Ay de mí!».

«Pues qué, señora, ese extranjero, ¿qué agravio os ha hecho?, le preguntó Filena, ¿qué culpa ha cometido contra vos?».

«¡Ay Filena!, le respondió; Valdemaro no tiene más culpa que ser amado de Felisinda; Felisinda le ama y él no corresponde, ésta es mi pena. Quiere partirse a pesar de mis amantes solicitudes... Pero, ¿de qué me quejo? ¿Hele declarado acaso mi pasión amante? ¿Sabe que yo le adoro? Pues, ¿qué recelo? Estas lágrimas que aquí desperdicio tal vez no serían infructuosas si se derramaran en su presencia».

«Señora, le replicó Filena, ¿así presumís abatir vuestra hermosura y abandonar la adoración que se le debe? ¿No sería ignominia que Felisinda vertiese una lágrima en presencia de ese extranjero? Puesto que sus nobles prendas hayan encendido la amorosa llama en vuestro pecho, debíais vos sofocarla varonilmente. ¿Necesitará Valdemaro más que saber vuestra voluntad para sacrificarse prontamente a ella? Una leve insinuación no más bastará para que se rinda a vuestro gusto. Valdemaro, señora, está en vuestro palacio, vos le obligáis con beneficios, él es discreto y no puede dejar de ser agradecido. Estos favores, vuestra hermosura, gentileza, discreción y demás prendas capaces de avasallar al corazón más desamorado, ¿cómo podrán dejar de rendir a Valdemaro? Valdemaro...».

«En vano me aconsejas, Filena, interrumpió Felisinda; ¿cómo quieres que Valdemaro olvide a su hermana que tanto estima por corresponder a mi cariño? Después de tantos trabajos como ha sufrido, después de tantas dificultades como ha superado para encontrarla, ¿quieres que sean poderosos mis brazos para detenerlo? Son muy flojos mis brazos, Filena. Valdemaro hará vanidad de despreciar mi hermosura y cuantas riquezas pueda ofrecerle. ¿Tú no has reparado cuánta es su gentileza y bizarría? ¿Has notado con qué gracia contaba los pasajes de su historia? ¡Qué nobleza, qué dulzura, qué expresiones, qué viveza, qué alma! ¿Querrá encerrar tantas prendas en el breve recinto de este país, cuando parece que aun es estrecho el vasto ámbito M universo para contenerlas? No, Filena, no; no ha venido Valdemaro sino para dar muerte a Felisinda».

«Suspended, señora, el llanto, replicó Filena, y no deis lugar a esos recelos. Valdemaro, por más que sea valeroso y prudente, por más gracioso y gallardo que sea, en fin es joven, y el fuego del amor fácilmente prende en los leños verdes. Procurad abultarle las dificultades que le quedan que vencer para llegar a Dinamarca o para encontrar a su hermana, facilitadle todo género de placeres, lisonjead su voluntad en cuanto fuere posible, mostradle tal cual vez alguna parte de vuestro amor, pero como por hurto y mezclando ternezas con esquiveces, y veréis de esta suerte cómo olvidará memorias de Dinamarca, no se acordará de su hermana, se reducirá a daros gusto, y las lágrimas, que no parecen bien en vuestros ojos, se verán correr luego por sus mejillas».

En tanto que pasaba esta plática entre Felisinda y Filena, andaba Valdemaro discurriendo por el jardín, lo absorto en la contemplación de lo que le había sucedido con Felisinda. Las lágrimas que le había visto verter, las palabras que le había oído y otras señales que había observado en los días que estaba en el palacio le hacían sospechar si serían efecto de alguna pasión amante. Estas sospechas y las amables prendas que había notado en ella iban haciendo algún eco en su imaginación; pero como Dinamarca, Andrónico y su hermana robaban la mayor parte del cuidado, no podía dedicarse, enteramente a la consideración de ellas; sin embargo le tenían harto melancólico, y Cupido, que sólo esperaba atravesarle el corazón con sus flechas, comenzó dispararle algunas, viendo tan oportuna ocasión. Dejó que la tristeza esparciese sus funestas sombras sobre su alma e inmediatamente le aparentó inaccesible el trono Dinamarca, y que ni aun para su consuelo podría lograr jamás el abrigo de Andrónico ni la compañía de su hermana. Por otra parte le ponderaba la hermosura de Felisinda, las encantadoras gracias que brillaban en su airoso talle, las riquezas y delicias que tenía acumuladas en aquel vasto país, y que sería eternamente dichoso si se resolviese a tomarla por esposa.

Con esto andaba ya Valdemaro sin saber qué hacerse ni a dónde acudir: corría caviloso desde una parte a otra del jardín, arrojaba de cuando en cuando algún profundo suspiro y tal vez no podía reprimir las lágrimas. Ya le molestaban las memorias de Andrónico, los recuerdos de su hermana le parecían insípidos y sólo encontraba placer en contemplar las hechiceras prendas de Felisinda. Quería ir a visitarla, por ver si se habrían enjugado ya sus lágrimas y descubriría el origen de ellas; pero una fuerza no visible le detenía los pasos.

«¡Qué efectos tan contrarios, decía, combaten mi corazón! ¿Qué país es éste, o qué Felisinda es ésta que tan violentamente quiere arrancar de mi alma el amor de Andrónico y romper los vínculos del cariño que tan dulcemente me unen con mi hermana? ¡Cómo! ¿Es posible que así me hagan olvidar la corona y cetro de Dinamarca? Pero, ¿podré permitirlo? ¿Será justo que me olvide de mí mismo y que abandone con ignominia las antiguas obligaciones de mi estado? ¿Qué tengo yo que ver con Felisinda ni qué me resta ya que hacer en este palacio? Andrónico me llama, mi hermana me desea, Dinamarca me solicita; y un noble debe atropellar todo embarazo cuando se trata de cumplir con su obligación. ¿Qué me detengo, pues? Mañana, hoy mismo, en este instante he de partir... Pero, ¿a dónde? ¿Quién ha de guiar mis pasos para que me pongan fuera de esta desconocida región? Una cordillera de montes inaccesibles la cierra por una parte, y el inmenso mar que por otra le sirve de profundo foso impide la salida. ¡Infelice de mí, qué confusión es ésta!

¡Oh, y cuán a costa mía experimento la falta que me hacéis, amado Andrónico! Vuestros sabios consejos me harían fácil la salida que yo no encuentro. ¿Quién podrá ahora darme consejo? ¿Qué recurso me queda? Felisinda amable, vos sois discreta y compasiva; considerad la fatal situación en que me veo y dadme remedio».

Así se hallaba Valdemaro; lleno de una turbación cuya causa no atinaba, no se atrevía a entrar en el palacio; pero Filena, advertidamente descuidada, sale al jardín, se le hace encontradiza, le acompaña un rato en el paseo y lo conduce después a la presencia de Felisinda. Hallóla con una serenidad aparente que no podía encubrir bastante bien la interior tormenta que sufría; y Valdemaro, no menos afligido, mostraba con bastante violencia una calma que no tenía. Ninguno de los dos se atrevía a hablar del asunto que tanto les interesaba, y en tan profundo silencio Felisinda recorría con su imaginación todas las bellas dotes de Valdemaro, y Valdemaro no pensaba sino en Andrónico y Ulrica-Leonor. Felisinda, apoyada a las esperanzas que le había dado Filena, meditaba ya el pomposo aparato que había de solemnizar el amoroso enlace con Valdemaro; y Valdemaro, acordándose de las obligaciones de su sangre, sólo imaginaba ideas para salir de aquel laberinto. Pero Filena, astutamente lisonjera, conociendo las interiores ansias de cada uno dijo:

«Y bien, amable Valdemaro, ¡cuán loco debe ser cualquiera que, hallándose tranquilo en seguro puerto, quiere volver al golfo de que poco antes ha escapado!».

«No daría muestras de muy cuerdo, respondió Valdemaro; yo mismo os aseguro que si tuviera la fortuna de verme seguro en el deseado puerto, no volvería a buscar las borrascas que he sufrido».

«Pues, ¿qué mayor tranquilidad podéis encontrar que la que se os ofrece en este puerto? replicó Filena. Si por andar tras esa que imagináis os arrojarais otra vez al golfo y os arrebatara la vida juntamente con vuestras esperanzas, ¿seríais por ventura menos loco que el que hemos dicho antes?».

«Pero, ¿cómo puede llamarse seguro, preguntó Valdemaro, el que se halla en medio de una desenfrenada tormenta? Este que vos llamáis seguro puerto es para mí el más peligroso escollo, pues faltándome la compañía dulce de Andrónico y de Ulrica-Leonor me falta toda tranquilidad. No es exageración de un ánimo preocupado, señora, creedme; con Andrónico y mi hermana me hallaría más tranquilo entre los peligros de un naufragio que en la pacífica quietud de este paraje. Me precio de noble y no puedo abandonar las obligaciones que me debo a mí mismo; he de partirme».

Con la misma prontitud que un estruendoso y repentino trueno sorprende y perturba los sentidos de un pasajero descuidado en el centro de un profundo valle, así desconcertaron a Felisinda estas últimas palabras de Valdemaro. Un mortal frío se introduce por sus venas, los sentidos se le perturban, enérvanse sus miembros y cubre su rostro una palidez mortal; pero Filena, acudiendo prontamente a socorrer a su señora, dice con discreta sagacidad:

«Está bien, vos partiréis; la generosa y compasiva Felisinda consentirá que marchéis y aun os aprontará los medios necesarios para que lo hagáis con comodidad; mas, ¿a dónde habéis de ir? ¿Sabéis con certidumbre en qué región hallaréis a vuestra adorada hermana y al no menos amado Andrónico? Conque precisamente habéis de andar otra vez a combatir con las sirtes y los escollos.

Mas quiero que las aguas del inmenso mar os reciben plácidamente, que os permitan caminar sin embarazo y que os abran la entrada en todos los puertos; si al cabo de tan prolongada navegación preguntáis por Andrónico y Ulrica-Leonor y no lográis otra respuesta que el eco amargo de una voz que os diga: ya no existen, ¡qué tormento no será el vuestro! ¡Ah, Valdemaro! Andrónico seguramente habrá perecido entre las fieras olas. Las flacas fuerzas que le podían quedar en una edad cansada y decrépita no habrán podido contrastar tanto golpe de infortunios; y sin el arrimo de Andrónico, ¿qué podremos pensar de vuestra hermana, sino que la muerte cruel habrá cortado el hilo de su floreciente vida?».

Un copioso torrente de lágrimas se desprende impetuosamente de los ojos de Valdemaro al acabar de pronunciar Filena estas palabras; llora, suspira, se lamenta, pero de estos lamentos saca Felisinda su mayor alegría. Parécele que Valdemaro ha creído ya la muerte de Andrónico y de Ulrica-Leonor y desde aquel mismo instante le mira ya por suyo. Rompe de improviso el hilo de la conversación, vístese su aspecto de una alegría que procura encubrir modestamente, deja el asiento con gentil desembarazo y sale sola al jardín, como para confiar a las flores sus alegres esperanzas; así se truecan de golpe los afectos del corazón humano.

No se descuidaba entretanto Filena en persuadir mas vivamente a Valdemaro de la muerte de Andrónico y de Ulrica-Leonor; repetíaselo muchas veces, pero siempre se valía de nuevas y eficaces razones que con una fuerza irresistible se penetraban hasta lo íntimo de su corazón. Por el mismo estilo le ponderaba las delicias que con los brazos abiertos se le ofrecían en aquel país para que las gozase libremente, la sencillez amable de todos sus habitantes, que sólo procurarían adular su voluntad, y más particularmente le engrandecía las hechiceras gracias de Felisinda.

«¿Y es posible, le decía, que os queráis andar desatinado por esos mares tras un bien que sólo existe en vuestra fantasía, despreciando los que aquí se os ofrecen en realidad? Felisinda misma os facilitaría todos los medios imaginables para que poseyerais pacíficamente los sabrosos placeres que os promete la compañía amable de Andrónico y de vuestra hermana, si fuera posible conseguirlo; pero conocemos que sería fatigarnos en vano, que sería correr tras el viento y que al cabo de trabajos inmensos no lograríamos más que la confirmación de una verdad que estamos creyendo. El cielo, al cabo de tantos peligros de que os ha librado, os ha conducido a esta región de delicias para premiaros... Pero, ¿qué digo? ¿Podemos nosotros penetrar sus sabias disposiciones? Valdemaro, la providencia os ha puesto en esta feliz región; creo que lo habrá dispuesto para vuestro bien. Consultad ahora con las sabias máximas de Andrónico, que tenéis en tanto aprecio, y resolved lo que quisiereis. Yo no tengo más que deciros».

Mientras así habló la astuta Filena estuvo Valdemaro suspenso sin desplegar sus labios, pero las lágrimas que vertía expresaban el conflicto en que se hallaba su corazón. Hacíase fuerza para no creer las razones de Filena, pero salían tan llenas de eficacia que, a pesar de toda resistencia, se hacían sentir en su alma. No sabía qué decir ni qué hacer, cuando arrebatado de una fuerza extraña se levanta de repente y se retira a la estancia más secreta de palacio.

«¿Qué es esto, corazón mío?, iba diciendo entre sí; ¿qué extraordinaria violencia es ésta? ¿Qué nuevo modo de atormentar es éste? ¿Conque no he de ver ya más a mi hermana? ¿Conque ya es muerta Ulrica-Leonor? Y vos, adorado Andrónico, ¿ya no existís? ¡Oh suerte injusta! ¿Y quién te ha dicho, fortuna bárbara, que puede vivir Valdemaro ni un momento estando ya sin vida Andrónico y su hermana? No, cruel, prosiguió sacando un puñal, no lograrás que yo lleve una vida tan amarga, no; yo mismo me daré la muerte, ya que tú tiranamente compasiva me la dilatas. Amado Andrónico, adorada hermana mía, recibid esta alma como el más dulce sacrificio... Pero no, yo me engaño, ¿qué es esto? ¿No me acaba de decir Filena que la providencia me ha puesto en esta feliz región? ¿Y no me dijo muchas veces el sabio Andrónico que cuando me deje en manos de la providencia obraré siempre lo mejor? ¡Ah! La dejación de mi voluntad al arbitrio de la providencia será, oh Andrónico, el sacrificio que más gustosamente aceptaréis, y el más agradable a mi hermana. ¿Qué resuelvo, pues? Si Andrónico es muerto, si es muerta mi hermana, ¿no es cierto que así será conveniente para mi sólida felicidad? Gobierne, pues, quien sabe lo que conviene, que yo no haré más que callar y obedecer. No convendrá que yo llegue a Dinamarca ni que estas flojas manos empuñen el cetro, cuando la providencia me ha puesto en esta región incógnita de donde no veo la salida. Pero, ¡ay de mí! ¿Cómo podremos conciliar extremos tan opuestos? ¿Es esto lo que me presagió Alberto? ¿Cómo puedo quedarme encerrado en este país y ceñir la corona de Dinamarca? ¡Ah, qué confusión es ésta! ¡Cristerno cruel! He aquí el tropel de desórdenes que has ocasionado. ¡Monstruo infame, cuántas impiedades has cometido! Con un solo golpe has arrebatado la preciosa vida de mi amado padre, del celoso Andrónico, de mi dulce hermana... Pero no, huye de aquí, bárbaro hermano, no quiero que ocupes mi memoria.

Dios mío, que os lisonjeáis de hacer justicia a los inocentes oprimidos; vos que con una fuerza inconstrastable rompéis los muros de diamante y quebrantáis los hierros que cruelmente abruman a los cautivos; vos que alargáis vuestra mano benigna para conducir sin riesgo por entre las tinieblas a los que os llaman con esfuerzo, ¿cómo no acudís a dar consuelo a este miserable fugitivo y perseguido de su misma sangre? Vos sabéis mi inocencia; vos, Señor, conocéis la rectitud de mi corazón, vos mismo veis que no la ambición del cetro me impele sino la quietud de mis vasallos, la felicidad de mi pueblo, el alivio de mi hermana, el consuelo de Andrónico... ¿Qué pronuncio, si Andrónico y mi hermana ya no existen?».

En llegando a este punto, el dolor le arrebata las palabras y le deja sin movimiento. Cáesele la cabeza sobre el pecho, suelta acá y allá los desfallecidos brazos, túrbasele la vista y se rinde a un desmayo.

Como Filena había marchado al jardín a buscar a Felisinda y la demás gente de palacio andaba empleada en sus respectivos ejercicios, ninguno pudo saber el desmayo de Valdemaro hasta que, entrando en sospecha, fueron a buscarlo y lo encontraron sin sentidos sobre una silla. Esta triste vista fue un mortal golpe para Felisinda; su corazón amante no puede resistir el dolor que le ocasiona la pena de su amado y cae en el suelo desmayada. Filena, sobrecogida del espanto, no sabe qué hacerse; llama a las damas, busca a las criadas, dales órdenes precipitadamente, las riñe, las amenaza y nada se ejecuta. Todas se confunden, unas a otras se conturban, lo que manda la una lo reprueba la otra, todo va sin orden y nada se practica. Últimamente los colocan a cada uno en su lecho y con menos confusión les aplican los remedios más oportunos para restablecerles de su desmayo.



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