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Eminescu y su familia: Actitudes europeístas

Valentin Coșereanu

Traducción de Catalina Iliescu Gheorghiu

No nos proponemos revisar aquí la historia del continente en el que vivimos y del que nos enorgullecemos, ahora que Rumania se integra de facto en la familia de estados de la Unión Europea. Sin embargo, queremos hacer una radiografía de la espiritualidad del continente focalizada en las actitudes europeístas del poeta rumano Mihai Eminescu y las de su familia. El intervalo de tiempo que nos ocupa es el comprendido entre el año 1848 y la etapa de entreguerras, cuando Bucarest, la capital de Rumanía, tenía un aire tan «occidental» que se le apodó «la pequeña París». Con esto pretendo demostrar la conciencia europea de Rumanía, patente incluso a pesar del síncope de cincuenta años de régimen comunista.

En el período de la historia europea al que nos referimos, tres son las capitales que influyeron en la espiritualidad de todo el continente: París, Viena y Berlín. La primera se convirtió en la capital cultural de Europa, Berlín lo fue en el ámbito económico y militar, mientras que Viena fue sencillamente un «estado de ánimo». Nos centraremos en la capital del Imperio de los Habsburgo porque constituyó el crisol de la formación de este genio europeo (desgraciadamente poco conocido) que se llama Mihai Eminescu y que podría estar (por la multitud de sus preocupaciones intelectuales) al lado de un Leonardo da Vinci o un Goethe.

El primer aspecto que debemos remarcar en la actitud de la Viena de aquel tiempo es que los vieneses, con su profundo sentido estético, habían adoptado una filosofía propia de vida, manifestando total indiferencia hacia lo relacionado con las reformas políticas y sociales y cultivando una terapia del nihilismo social y político.

Por tanto, alrededor de los años 1800, los Habsburgo se dedicaron a adoptar las políticas del absolutismo ilustrado de Francia y Prusia. Desde los tiempos de María Teresa habían empezado a reorganizar las finanzas y, para desarrollar el comercio, habían estandarizado las unidades de medida y peso. En 1872, la casa de Habsburgo recogió en una especie de archivo del Estado todos los documentos reales y, siguiendo el modelo español o portugués, expulsaron a los jesuitas, secularizando sus escuelas. A continuación, mejoraron las condiciones de la salud pública y promovieron un estado de prosperidad y bienestar. A partir de estas medidas, siguió todo un avance en múltiples direcciones. Transformaron el Burghteater en un foro de la cultura nacional. El alemán se proclamó lengua oficial del imperio y en 1842 los judíos recibieron el derecho a votar. Empezaba en esos años la época Biedermeier, caracterizada por la resignación política, el deleite estético y la piedad católica. Comienza el florecimiento de las artes visuales bajo el deseo de inmortalizar y presentar los monumentos de la capital; florecen, asimismo, la reproducción de paisajes y el arte del retrato. La litografía (un invento praguense), respondía al deseo de cualquier burgués de inmortalizar su imagen para que permaneciera en la casa de sus descendientes. Austria dio al mundo un grupo de intelectuales que se adentraron en el campo del pensamiento original del trascendentalismo: Freud, Adler, Husserl, Wittgenstein, Mahler, Schnitzler, y otros. La capacidad de los autores judíos de sublimar su humildad en palabras sabias transformó la lengua en instrumento contra los traumas. Mahler y Kafka inventaron un mundo onírico que les garantizaría, una vez desaparecidos, el sosiego que no tuvieron en su existencia terrenal. Una amalgama de naciones daba color al imperio y todas ellas contribuían dando rienda suelta a su fuerza creadora: checos, judíos, alemanes, polacos, eslovacos, húngaros, rumanos, serbios. Todos ellos vivían con la certidumbre del progreso y eran los testigos de unos descubrimientos que iban a facilitarles la existencia: la bombilla, las cañerías e instalaciones sanitarias, los teléfonos o las bicicletas. Europa parecía adelantarse al resto del mundo. La gente vivía bien y se deleitaba. La aristocracia, abandonaba Viena entre junio y octubre para cazar en sus propias fincas del campo. Al compositor Anton Bruckner se le ofreció una vivienda en el jardín del palacio Belvedere, y muchos pintores y escultores recibían encargos por parte de la corte. En el mismo imperio, los funcionarios impenetrables de Kafka representaban la transfiguración artística de un estado de hecho, donde el soborno estaba al orden del día. El servicio militar en tiempos de paz llenaba de fantasías a la juventud, y las espléndidas bandas militares hicieron que Stefan Zweig remarcara con sarcasmo que el ejército austrohúngaro tenía directores de orquesta mejores que sus generales. El ejército participaba en distintas ceremonias civiles y los oficiales, en compensación por el corte de pelo al estilo «erizo», llevaban uniformes de colores vivos, lo cual determinó a Freud, el padre del psicoanálisis, a asemejarles con los loros. Los glamurosos salones de baile estaban llenos de estos oficiales que parecían haberse tragado sus sables, de sus vacuas y complacientes conversaciones, atributo, a menudo, del ritual del cortejo.

Desde el punto de vista religioso, el imperio era católico por excelencia, de modo que los territorios de los Habsburgo representaban la mayor extensión católica de Europa. Los católicos que desearan casarse con personas de otras confesiones encontraban tantos obstáculos, que, en 1914, alrededor de un millón de parejas vivían en concubinato. En el periodo al que nos referimos, se electrificaron los tranvías, se introdujo la iluminación en la calle, se abrió una piscina en el Danubio y se duplicó el número de maravillosos parques vieneses, aunque el agua potable se transportaba todavía en barriles, los teléfonos y los ascensores eran escasos, las neveras y bañeras desconocidas. En cambio, funcionaban universidades de mucha tradición como las de: Viena, Berlín, Graz, Innsbruck, Praga, Cracovia, Lemberg, Budapest o Klausenburg. Las escuelas técnicas y de artes aplicadas eran también muy rigurosamente organizadas. Se fundó en Viena el Pedagogium, destinado a preparar a los profesores. En las universidades, las críticas y las disputas no eran denostadas, sino todo lo contrario, lo cual fomentaba el progreso científico y la investigación. Los talentos eran estimulados en el célebre Theresianum, creado por María Teresa en 1746. El currículo exigía el estudio del latín durante ocho años. Las clases magistrales se remontaban a los autores griegos y latinos, dando a los estudiantes la certeza de participar en un acto de cultura iniciado muchos años antes. La enseñanza secundaria imponía una disciplina muy estricta. Una vez un joven fuera admitido como estudiante de universidad, tenía el privilegio de poder reducir la duración del servicio militar. La vida de estudiante, sin embargo, no era fácil, pues los profesores eran muy prestigiosos y el horario de clase empezaba a las 6.15 de la mañana y duraba hasta las 20.00 horas. A pesar de su modernidad, existía la discriminación en el medio universitario, por ejemplo, a las mujeres no se les permitió estudiar filosofía hasta 1897, mientras que científicos de la época insistían en considerar el cerebro de las mujeres más pequeño que el de los hombres.

Para otorgársele la importancia merecida, en 1884 la universidad fue alojada en un edificio monumental, estilo neorrenacentista, cerca del Ayuntamiento y del Parlamento, en Ringstrasse, en el centro de la ciudad. Allí enseñaban los célebres Robert von Zimmermann o Rudolf von Jhering, profesores también de Eminescu.

En una sociedad en la que la sociabilidad se había convertido en arte, Viena se hizo famosa por sus glamurosas mujeres cuya naturaleza sensible y tachada de neurótica se regía por normas de comportamiento muy estrictas. Carecían de educación sexual alguna y debían ruborizarse cada vez que se les saludaba. En los bailes vestían exclusivamente de blanco. Puesto que los salones eran regentados por mujeres, ellas se convirtieron en los árbitros del buen gusto e inspiraron a los artistas de la época que no eran pocos. De este modo triunfaron las tertulias en los cafés, donde nada se asumía, ni se llevaba a término; apareció el «folletón», otra de las novedades vienesas, llamado por Hermann Broch «el vacío de los valores», ya que era el producto literario nacido de este tipo de eventos. En los cafés vieneses también se leían revistas y se comentaban lecturas (incluso filosóficas) de tal modo que la juventud progresista de Ringstrasse tenía la posibilidad de disfrutar de los ensayos, por ejemplo, de Schopenhauer, antes de ser publicados, ensayos que también influyeron en Eminescu. La opereta y el folletón hacían de puente entre las clases sociales y allanaban las diferencias de opinión. Sobresaturado de tantos artistas y creadores, el público les forzó a competir, lo cual no vino mal en un contexto en el que afloraban también los infratalentos. El Burgtheater de María Teresa era en realidad una escuela para los universitarios y para los jóvenes en general, donde se aprendían los buenos modales y la manera de comportarse en sociedad. Los vieneses tenían que hablar lenguajes distintos según si se dirigían a los comerciantes o a las élites que frecuentaban los salones. Era un guiño lingüístico que todos adoptaban. El vals provenía de un baile popular, por lo que era amado y practicado por todos como un himno al cuerpo en movimiento. Su rey, Richard Strauss, era adorado y se le permitían ciertas excentricidades, como sus repetidos matrimonios. La frivolidad campaba a sus anchas, de modo que en una sola noche se celebraban más de cincuenta bailes, lo cual ayudaba a que los vieneses permanecieran jóvenes y despreocupados. A partir de 1842, los vieneses tuvieron filarmónica. Había tantos acontecimientos musicales en la ciudad, que se dictó una ley que prohibía la música después de las 23.00 horas. En la universidad, el profesor Hanslick inaugura el primer curso de musicología del mundo. ¿Cómo, si no, iban a aparecer Bruckner, Mahler, o Schönberg? ¿Cómo habrían podido ejercer su talento Klimt y Kokoschka, sin el Biedermeier vienés? No es menos cierto que este mismo Biedermeier vienés se caracterizaba, en el diseño arquitectural, por un interiorismo pesado, protagonizado por los muebles y cortinajes masivos, aunque, por otra parte, no era sino el producto de una floreciente capital europea que reflejaba el sentir y el pensar de una época.

Ante la muerte, los vieneses adoptaron una actitud opuesta al pavor habitual. Una de las pruebas que así lo demuestran es el Réquiem de Mozart -misa compuesta en el lecho de muerte, en la que el compositor, expresaba, resignado, una imagen de la muerte consoladora y sosegada-. Los francmasones vieneses, predicaban acerca de la muerte como parte de la vida y los funerales encerraban en su ceremonia una estética especial. Dominaba, obviamente, la creencia de que los muertos continúan viviendo en las almas de sus parientes. La muerte era pues, la promesa de la liberación del aburrimiento. A raíz de esta visión, hubo un alto número de suicidas, sobre todo entre los intelectuales. Los vieneses parecían preferir elevar estatuas a un genio muerto que honrarlo en vida. 

En 1869 se inventó la tarjeta postal y se dieron a conocer los precursores de la pintura no figurativa, representados en lo más alto de esta modalidad artística, por Frank Kupka. Su cuadro Amorpha, fugue à deux couleurs quedó en la historia de la pintura como el primer lienzo totalmente abstracto. Es ahora cuando se ponen también las bases de la filosofía del lenguaje.

Por supuesto, también hubo discrepancias entre los pueblos del imperio. En Chequia, por ejemplo, Wagner se representaba menos que Verdi y algunos ciudadanos se tapaban los oídos cada vez que se les dirigía un alemán. El célebre poeta Reiner Maria Rilke se quejaba de que tenía que hablar el checo mezclado con alemán, o bien el alemán mezclado con checo, si quería comunicarse. Los húngaros, en cambio, eran conocidos por escribir sus tratados en puro alemán. Un hecho tal vez sorprendente es la aparición de una corriente filantrópica que tomó auge en el imperio durante la segunda mitad del siglo XIX. Bertha von Suttner, una noble de Bohemia, convence a su amigo, Alfred Nobel, a iniciar un premio Nobel para la Paz.

Estas eran, a grandes rasgos, algunas características de la Europa con la que Eminescu y su familia entraron en contacto. Lo cierto es que lo estético no tiene y no tenía fronteras. Lo han demostrado muchos europeos y algunos rumanos célebres: Brâncuși, Enescu, Eugène Ionescu o Mircea Eliade. «La historia, dice Eliade, es por definición devenir, transformación continua, y finalmente, vanidades [...] Por encima de todas las glorias efímeras, y de las vanidades relacionadas con nuestras humanas pasiones, solo queda un punto estable, inamovible, ante cualquier catástrofe histórica: el genio. [...] Pase lo que pase en el destino rumano, no importa cuántos sufrimientos se hayan podido urdir en su estela, ningún ejército del mundo, ningún cuerpo de policía, por muy diabólico, no podrá borrar el Luceafărul [Hiperión] de Eminescu de la mente y del alma de los rumanos [...]», así como nunca podrán borrar a Federico García Lorca o a Cervantes de las mentes y almas españolas.

El signo de su destino europeo se lo dieron a Eminescu, desde el mismo instante de su nacimiento, los astros. Al nacer, su padre anotaba en un libro eclesiástico, según la costumbre de la época: «hoy, 20 de diciembre 1849, a las 4 horas y 15 minutos europeos nació nuestro hijo Mihai». Venus era el planeta que reinaba y El lucero sería también su poema más representativo. Mihai nació en Botoşani, burgo hallado en la cercanía de los monasterios de Bucovina, próspero desde el punto de vista económico ubicado a solo cuarenta kilómetros de la frontera con el Imperio austrohúngaro. Le separaban de Cernăuţi, hoy Chernivtsí/Чернівці, en Ucrania, 150 kilómetros.

En 1847, los padres de Mihai compraban una finca en Ipoteşti, a ocho kilómetros de Botoşani, la ciudad donde vivían. Era un lugar de ensueño, sobre una colina con un lago y un bosque secular, escenario idóneo para imaginar cuentos de hadas y cuentos populares procedentes de la zona balcánica de Europa. Por motivos ajenos a la voluntad de la familia, se mudaron todos a Ipoteşti, y Eminescu percibió este espacio como un «jardín celestial», para emplear el término con el que el Papa Juan Pablo II describiría la zona al visitar Rumania.

La familia del poeta poseía una biblioteca consistente, tanto en tamaño como en sustancia, considerada la tercera o cuarta de la región, ya que el padre, Gheorghe Eminovici era un lector empedernido. En la casa de la infancia del poeta había una habitación con las paredes llenas de libros. En esa estancia se encerraban los hijos, hermanos y hermanas de Eminescu, para leer, por puro placer. Todos se formaron como estructuras intelectuales autodidactas, lo cual hizo que, más tarde, no se sometieran fácilmente al sistema encorsetado de las normas escolares, cosa que les dio algún que otro quebradero de cabeza a sus padres. En su mayoría se trataba de libros pragmáticos y útiles, libros de literatura, diccionarios de todo tipo, tratados de filosofía o de iniciación en el Nirvana indio, y también muchas revistas. Los hermanos debatían sobre las lecturas y es aquí donde quizás Eminescu recibiera sus primeras nociones de filosofía india, de la mano de su hermano mayor, Nicolae, conocedor de este campo.

Los padres, Gheorghe y Raluca, tuvieron once hijos, de los cuales Mihai fue el séptimo. Todos los varones siguieron escuelas superiores y estudiaron en las grandes universidades europeas. El primero que emprende este camino es Şerban, que estudia medicina en Viena y obtiene el doctorado en Erlangen. Ejerce en Berlín a partir de 1873, siendo un médico muy prestigioso, sobre el cual Mihai escribiría: «tiene amigos entre los médicos alemanes y es muy querido. Es miembro de una sociedad médica. ¿Qué representan los rumanos que estudian medicina aquí, en comparación con él? Puedo decir que pasan desapercibidos».

Nicolae es otro hermano del poeta que tiene un destino excepcional. Estudia derecho, practica la abogacía y es un hombre con una gran sensibilidad. Tocado por el Nirvana, se suicida a los 41 años, confesando que está harto de vivir, que quiere alcanzar el estado de tranquilidad eterna.

George también tiene una muerte temprana, de tuberculosis, con solo 29 años. Eligió la carrera militar, con estudios en Prusia, y en diversas instituciones centroeuropeas. Cuenta el dramaturgo Ion Luca Caragiale que George impresionó a los altos mandos de la Academia Militar, con un examen que le había hecho el propio mariscal Moltke, gran estratega, que decidió promocionarle. Al volver a Rumanía, a George se le encomienda una correspondencia secreta del rey de Rumanía, Carol I, con Bismark (1868). Este repara en él, y, tras una conversación de dos horas, lo cual representaba un lapso de tiempo inmenso para Bismark, lo recomienda para participar en las maniobras militares de Brandemburgo, donde George destaca por sus brillantes soluciones tácticas.

Su hermana Aglaia era una mujer extremadamente bella y una alumna brillante en el internado de la señora Zielinsky donde aprendió francés y alemán. Hizo el conservatorio y arte dramático en Rumanía y dio conciertos de piano dentro y fuera del país, incluso en las grandes salas del imperio.

Harieta es otra hermana de Mihai, que arrastraba una discapacidad desde los 6 años a causa de una poliomielitis. Sobre ella Eminescu decía que tenía la memoria de Napoleón, y, a pesar de no haber cursado ninguna enseñanza reglada, aprendió sola a leer y a escribir, y se dedicó a componer versos.

Matei es el único de los hermanos que ha tenido una vida larga, hasta los 73 años. Él también siguió la carrera europea de sus hermanos estudiando en la Politécnica de Praga, aunque más tarde se alista en el ejército y alcanza el grado de capitán. A Matei le debemos una rigurosa documentación sobre la vida de Alejandro Magno. Tras su muerte, su hijo Gheorghe, siguiendo sus pasos, escribió un libro sobre Napoleón Bonaparte, muy elogiado por la crítica de especialidad.

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