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El tocotín «era un baile que se usaba principalmente en Yucatán cuando había fiestas sagradas» según nos dice Monique Legros con información que recoge de Clavijero (véase mi IC, p. 341); sin embargo, es obvio que muy pronto pasó a denominar también las danzas aztecas (Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, t. I, pp. 318-319; y fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España [...], t. II, p. 194, las llaman «areítos», término que hoy se aplica a las danzas aborígenes de las Antillas). En el tercer nocturno de los villancicos de la Asunción, 1676, SJ presenta otro tocotín y MP la llama «danza azteca» explicando que su nombre reproduce el «toco, totoco» del sonido que producen los instrumentos utilizados en la música (MP, t. II, p. 364). También en el t. II, vuelve a hablar del tocotín a propósito de los villancicos de San Pedro Nolasco (p. 275), y en el t. III, se refiere a este tocotín que estamos tratando (p. 503). En Los sirgueros [jilgueros] de la Virgen de Francisco Bramón publicado en 1620, donde aparece «el reino mexicano», se explica con mayor detalle en qué consistía esa danza; se dice que los mexicanos la llaman «netotiliztle» y en vulgar «mitote o tocotín» (p. 109). Agustín Yáñez en el prólogo se refiere a lo mismo (p. XVII). Véase a Clavijero, op. cit., p. 281.

 

472

Debo esta observación a María Socorro Tabuenca, de su trabajo inédito: «Lo pre-colombino: diálogo disfrazado en Sor Juana Inés de la Cruz» que contiene otras observaciones sobre el tema. Estudia aspectos de esta índole en la obra de SJ, que no se nos aparecen obvios. En el villancico mencionado de la serie dedicada a San Pedro Nolasco, tememos un ejemplo en la utilización del número «400» que la poeta menciona seguramente referido a «traidor» y que remite a la leyenda de Huitzilopochtli de los cuatrocientos Surianos (para esta leyenda, véase a León-Portilla, Las literaturas precolombinas de México, pp. 45-50). Aparte de lo que puede hallarse en las obras dedicadas a SJ de MP, Bénassy y Paz, las loas que nos ocupan han sido estudiadas anteriormente, era mayor o menor medida, por María E. Pérez, op. cit., pp. 172-206 y cap. V; sólo el DN y el CJ por Keen, La imagen azteca, pp. 204-206. Eladia Hill le dedica cierto espacio al DN, «Vertientes mágicorealistas en la loa El Divino Narciso», pp. 53-54; y Lee A. Daniel les dedica a las tres un párrafo (p. 45) en su artículo dedicado a las loas de la monja («The loas of Sor Juana Inés de la Cruz»). Parece ser que, más o menos al mismo tiempo que se redactaba este artículo, Margo Glantz escribía «Las finezas de Sor juana: Loa para El Divino Narciso». Más recientemente, se ha publicado de Alejandro López López, «Sor Juana Inés de la Cruz y la loa del Divino Narciso»; véase la bibliografía al final de este artículo.

 

473

IC, p. 409.

 

474

Según Keen (La imagen azteca, p. 191) la tradición mendicante estaba en plena decadencia para 1600 a consecuencia de lo cual la labor investigadora al modo de la realizada por Olmos, Motolinía, Sahagún y Mendieta se hizo difícil. Fue entonces que Torquemada empezó a escribir su Monarquía, «cifra y remate de la empresa cultural franciscana en la Nueva España». Aunque, al parecer, la mayor parte de la primera edición de Monarquía indiana (Sevilla, 1615) se perdió en el mar, obviamente hubo ejemplares que llegaron a la Nueva España ya que cuando se publicó la segunda edición en 1723 hacía 28 años que SJ había muerto. La obra de Torquemada es importante porque, además, tomó datos de Herrera, Sahagún, Acosta, Bernal (ibidem, pp. 191-92) a veces corrigiendo al primero. García Icazbalceta en su introducción a la obra de Mendieta había señalado a Torquemada, discípulo de Mendieta, como gran aprovechado de la obra de su maestro y de Vetancourt (Historia eclesiástica indiana, pp. XXIX-XXXVI); sin embargo, la posteridad ha explicado este asunto de un modo más equitativo. En la introducción de la edición de Torquemada que utilizo, León-Portilla aumenta el número incluyendo a Cortés, Las Casas, Motolinía (p. VII). Las crónicas constituyen un tupido engranaje en cuanto a la utilización de trabajos anteriores, así tenemos que en la introducción a la obra de Las Casas, O'Gorman nos avisa de la utilización que hicieron Torquemada y Mendieta de los escritos de Las Casas (p. XXXIV). Garibay en su introducción a la obra de Durán, trata de explicar la semejanza de datos de las obras de éste con Acosta, Tezozómoc, el Códice Ramírez, éste último sólo como «un residuo de la obra del padre Juan de Tovar» (pp. XXXV-XXXVI); Keen menciona la incorporación de capítulos enteros tomados de Las Casas de parte de Herrera en su obra (ver Friede y Keen, p. 13).

 

475

Francisco Javier Clavijero, op. cit., p. 288; Manuel Carrera Stampa, «Códices, mapas y lienzos acerca de la cultura náhuatl», pp. 187-189.

 

476

Benjamin Keen, La imagen azteca, pp. 218-219. SG criticó a Kircher diciendo que éste había interpretado mal (Keen, op. cit., p. 201). El criollo Agustín de Vetancourt (o Betancourt) fue uno de los amigos de SG que se aprovechó ampliamente de sus mapas, códices e impresos (véase Carrera, op. cit., h. 176); y seguramente de su gran conocimiento en la materia. Su Teatro mexicano fue publicado en 1688; en él, así como en la obra de SG: «Teatro de la magnificencia de México» que al parecer no terminó, se tratan muchos aspectos que interesaban a la sociedad novo-hispana (véase a Leonard en el prólogo de la edición de Bryant de SG, p. XXV).

 

477

Carlos de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, ed. de José Rojas Garcidueñas, pp. 298, 309-310, 334, 338, 341 y 347.

 

478

Miguel León-Portilla, Las literaturas precolombinas de México, p. 108.

 

479

Miguel León-Portilla, op. cit., pp. 37-45.

 

480

Miguel León-Portilla, ibidem, p. 42; Ángel María Garibay, Historia de la literatura náhuatl, t. 1, p. 303 y t. II, p. 318.

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