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En busca de una identidad y un acento1

Russell P. Sebold


Académico correspondiente de la Real Academia Española



Cuando me inscribí en la clase de español elemental en una escuela superior o instituto de la ciudad de Dayton, Ohio (Estados Unidos), me atraía la idea de estudiar una lengua moderna que todavía se hablara. No escogí el español por haber viajado a España o Hispanoamérica, o por haberlo hecho mi familia. A los quince años no me eran conocidos en absoluto los nombres de Jorge Manrique, Garcilaso, Cervantes o Galdós, ni los de El Greco, Velázquez, Zurbarán o Goya; y así, tampoco fue por razones culturales por lo que di mi preferencia al idioma de Castilla. Fue por la estúpida pero buenísima suerte de que en mi escuela no se enseñaba en ese momento ninguna otra lengua moderna. Si hubiese habido entonces instrucción en francés o alemán, yo ahora acaso fuera especialista en Voltaire, Diderot y Alfred de Musset, o en Schiller, Goethe y Heine. Posiblemente no me hubiera ido del todo mal, especialmente si el azar hubiera favorecido el francés, porque siento una profunda simpatía por esa literatura, mas mi temperamento de misionero no hubiera encontrado por allí tan profunda satisfacción.

El hecho de que yo llegara a ser alumno y maestro de español, después catedrático de literatura española, fue acaso también efecto de una crisis de identidades: identidad ingénita real, frente a identidad añorada ideal. En esto debió de intervenir decisivamente un elemento literario. De adolescente era ya un lector voraz; no me satisfacía la literatura juvenil que me regalaban los abuelos y otros parientes; leía a hurtadillas las novelas rosa con que mi madre aliviaba la prosa de su existencia y las aventuras heroicas de exploradores y soldados en cuyas páginas mi progenitor huía de su papel de modélico hombre de negocios y pater familias. Mientras me hallaba inmerso en esas lecturas, no había galán más seductor, arqueólogo más indagador ni capitán más denodado que yo. Mas justamente en eso radicaba el motivo de mi creciente insatisfacción con mí, por otra parte, adorado pasatiempo: esas identidades las tenía que dejar cortadas por las tapas de las novelas, las biografías y las narraciones de aventuras y campañas militares. Yo quería apropiarme alguna de esas bellas identidades ideales y de alguna forma vivirla en el mundo real y cotidiano.

Cumplí catorce años, y empezaba a columbrarse la solución. A esa edad, en esa época, en Estados Unidos, los jóvenes emprendían el estudio del latín. Me tocó la más reputada profesora de latín de toda la ciudad de Dayton. Simpatiquísima, entusiasta y muy exigente, era soltera y coja; y para ella no existía en el mundo actividad más hermosa que el estudio de la lengua de Julio César, Cicerón y Virgilio. Es más: todos los años la profesora Ruth Kuntz lograba infundirles a sus alumnos su gran amor al latín. He aquí, empero, lo significativo para nuestro tema. En la clase de tan exigente profesora no te limitabas a traducir pasajes de De Bello Gallico de Julio César. Ella, hablando latín, te hacía a ti y a tus compañeros preguntas sobre el contenido de la obra, y tú contestabas en la lengua de César. También en los exámenes, que ella escribía en el encerado, había preguntas de contenido en latín, a las que cada joven tenía que responder en el idioma de la Roma antigua. Cada mes redactábamos en latín informes sobre la vida, las costumbres y las fiestas romanas. Construíamos modelos del Coliseo y de los templos y palacios de la urbe eterna. Esculpíamos a nuestra manera a los oradores, poetas y emperadores romanos.

Dudo que cualesquiera alumnos secundarios del decenio de 1940 llegasen a sentirse más incorporados a la vida romana, más cómodos con la visión romana de la vida, en una palabra, más romanos que nosotros. Y lo esencial es que esto lo conseguíamos aun dejando a un lado los libros en los que lo habíamos descubierto. Pues hablábamos latín, escribíamos latín; y cada adolescente tenía su nueva identidad. En la clase de la Srta. Kuntz, éramos Marcus, Lucius, Rufinus, Publius, Livia, Drusilla, Camilla, Prudentia, etc. Pero ¿cómo distinguirme yo de esos otros neolatinos?, debí de preguntarme, ¿cómo hacer plenamente mía esa mi identidad de Roscius, romano neonato, cómo encarnarla lejos de la esfera de nuestra admirada magistra, a todas las horas del día, andando por la calle, en el cine, cenando en casa, en la cama por la noche? Es decir, ¿cómo disfrutar de mi nueva identidad y de las posibilidades inherentes a ella en todos los contextos de mi vida?, ¿cómo conseguir que ese nuevo quid de mi existencia no dependiera ya solamente de que yo acudiera puntualmente al aula de la profesora Kuntz todos los días lectivos?

Comencé a llevar siempre en el bolsillo del chaquetón un libro de lecturas en latín, empezando con Fabulae faciles (historias griegas clásicas, contadas en un latín fácil por el maestro Francis Ritchie) y progresando a autores romanos en sus textos originales; y ese libro con el que sorprendía a la gente en las salas de espera, paradas de autobús y cafés, iba siempre acompañado por un pequeño cuaderno o libro en blanco en el que intentaba comentar esas lecturas, en latín por supuesto, y apuntar en la misma lengua pensamientos originales que se me ocurrían (el libro en blanco era el producto de otra pasión de ese momento de mi vida; pues estudiaba la encuadernación, practicándola todos los sábados en un taller profesional). En esta afición a la escritura original en latín, totalmente divorciada de las frases latinas controladas con que traducíamos las inglesas del libro de texto, se apoyaba en cierto modo mi ingenuo afán adolescente de ser otro, de forjarme la identidad de adulescens romanus; y en esa afición se preludiaba uno de mis mayores goces y orgullos de hispanista: el proceso de escribir originalmente en castellano y mi dominio poco común del castellano escrito.

Al año de haber inaugurado mi estudio de la lengua de Cicerón, solicité la autorización de la junta administrativa de las escuelas públicas para seguir la clase de español elemental simultáneamente con el segundo año de latín. No me había dado cuenta de que sería tan difícil. Había intentado matricularme en la asignatura de Spanish One. Mas nunca en la historia del sistema de escuelas públicas de la ciudad de Dayton se había dado el caso de que un alumno cursara dos idiomas extranjeros al mismo tiempo. Se temía que eso perjudicara las facultades mentales del adolescente, o incluso que le llevara a enloquecer. Si hubiesen sospechado de mis fantasías en torno al latín, me habrían encerrado enseguida. En todo caso, no se pudieron haber engranado más felizmente las metodologías de las profesoras Ruth Kuntz y Martha Colé. La señorita Marta, la llamábamos. Marta hablaba español con la misma facilidad que si hubiera sido hispanohablante nativa. Había residido cuatro años en México, y tres en Cuba.

Nos habló en español desde el primer día. Al asignarnos la tarea para el día siguiente, nos dijo: «Aprended las palabras, y luego leed el cuento, leedlo en español; no lo traduzcáis. Si hubiera sido la intención del autor que lo leyerais en inglés, no lo hubiera escrito en español». Esto en una escuela pública ordinaria de Estados Unidos en los primeros años cuarenta del siglo XX era poco menos que inconcebible. Ni en los colegios privados más costosos de nuestro país se estilaban entonces métodos tan radicalmente sencillos, directos y fructuosos. Muy pronto todos los chicos de la clase nos expresábamos más o menos bien en castellano; no teníamos más remedio, porque estaba terminantemente prohibido emitir una sola voz en inglés en el aula de la señorita Marta. Al final de ese curso leíamos periódicos cubanos, y escuchábamos la radio mexicana. Vaya ahora un contraste tan deprimente como dramático.

Para el segundo año de español me tocó una típica profesora de idiomas de aquella época, quiero decir, malísimamente preparada. La pobre tiene que haber pasado a mejor vida hace ya tiempo, pero suprimiré su nombre por compasión. Uno de los primeros días me acerqué a su mesa después de la clase, y naturalmente me dirigí a ella en español. «Russell -me respondió en inglés-, con el ruido de los alumnos saliendo y entrando, no te entiendo muy bien. Otro día hablaremos español.» Esta triste e inepta maestra, cuando escribía en el encerado exámenes en español, pasaba discretamente por mi pupitre para pedirme que por favor le comprobase las palabras y la gramática. Confieso que en el primer examen había cometido la brutalidad de señalarle tres errores gramaticales públicamente, delante de toda la clase. Un día, hablándonos nuestra maestra de fiestas que había visto en México, ¡cayó en el lapsus de referirse a su intérprete! Lo que aprendí de español durante ese curso lo aprendí enteramente por mi cuenta. Entre otras tácticas mnemotécnicas utilizadas entonces, me hacía listas de las palabras que aún no sabía en español, consultaba los diccionarios, cuidando de coger bien las diversas acepciones de las voces; procedía luego a hacer nuevas listas en español, y me aprendía unas veinte palabras nuevas todos los días. No se piense que tanta actividad hispanística me llevara a dejar abandonado a Roscius. Seguí cursando latín y español simultáneamente todos los años; y a los ochenta años, me leo mi párrafo diario de Cicerón, Séneca, Suetonio o Cornelio Nepote.

Tratábase de forjarme otra nueva identidad, una identidad española que idealmente no sólo me convenciera a mí, sino también a los mismos españoles. Mas en mi camino existía un inmenso obstáculo, y me lo recordaban todos los sábados. No es nada frecuente la combinación de mi nombre y mi apellido, no muy común ninguno de los dos; y sin embargo, moraba entonces en Dayton otro Russell Sebold. La edad y el nombre son las únicas características que teníamos en común. El otro era cantante (¡qué voz más melodiosa tenía!) y tenía su propio programa en la radio los sábados por la mañana. Todas las semanas las gentes con quienes yo coincidía me elogiaban la voz y las canciones del sábado anterior, y por evitar las cada vez más molestas explicaciones de que yo no era sino tocayo del otro, empecé simplemente a agradecerles su amabilidad. Ahora bien: esta confusión me hería más profundamente de lo que nadie pudiera suponer. Pues yo de talento para la música tengo cero; estoy permanentemente desafinado; y aun a la edad de quince años sabía que quien no tiene oído para la música tampoco lo tiene para los acentos de otros idiomas y está impedido para cogerlos e imitarlos de modo convincente. El español no lo pronunciaría nunca como nativo. Varias veces, en mis muchos años de viajes a España, siempre en provincias, me observarían: «Usted habla diferente. ¿De qué parte de España es?». Yo no llegaría a más. ¿Cómo compensaría esta deprimente deficiencia? ¿Había otro acento que yo pudiera tener? ¿Por qué me fascinaba tanto la escritura en español y todo lo conectado con la sintaxis y el léxico españoles?

En la universidad elegí clases de química, influido por un primo que era químico en una de las grandes industrias norteamericanas. Pero allí no había carrera que me atrajera; y además, eso olía mal. «Combinaré mi amada lengua española con los negocios -me decía-, iré a Hispanoamérica, y me haré millonario.» Tomé una asignatura de comercio, y en jamás de los jamases he estado tan aburrido. Me inclinaba cada vez más a las humanidades. Cogí la clase más avanzada de composición española que ofrecía la Universidad de Indiana. Los libros de texto eran la Gramática de la lengua castellana de Andrés Bello y Rufino J. Cuervo y una antología de ensayistas españoles. El encargado de la clase, don Agapito Rey, nos asignaba un ensayo cada semana. Se trataba de imitar el estilo de Unamuno, de Azorín, de Joaquín Costa, de Grandmontagne, de Ortega, etc., en un ensayo original sobre el mismo tema. ¿Cuáles eran las reglas? ¿Cómo procedíamos? Era el mismo sistema con el que se enseñaba a redactar en latín durante el Renacimiento. El alumno había de leer el ensayo cinco veces, luego ponía el libro a un lado, no permitiéndose echarle una sola ojeada ya. Podía aprovechar cualquier voz, giro o modismo del que se acordara por sus lecturas del ensayo modelo, pero lo demás tenía que componerlo de su cosecha. Podía consultar la Gramática de Bello y Cuervo, podía consultar los diccionarios, de los que el más útil resultaba ser el de la Academia. Era un ejercicio difícil, muy difícil, pero para mí apasionante. Éramos sólo cinco estudiantes en esa clase; no se autorizaba la programación de una clase sin que hubiera por lo menos cinco matriculados. Al final del primer semestre, los otros cuatro abandonaron la clase.

No quedábamos sino el profesor y yo, y nos reuniríamos no ya en la sala de clase, sino en el despacho del profesor Rey, en medio de sus incontables diccionarios, libros de sintaxis, de ortografía, de fonética, de estilística y de literatura e historia de la literatura. (Continuaba la clase, porque según otra regla administrativa de la Indiana University, una vez que se había inaugurado una asignatura, había que asegurarles a los matriculados su conclusión, por pocos que permaneciesen en ella.) En dos horas semanales, acompañados de tanta inspiradora bibliografía, ¿sobre qué aspecto de la sintaxis, la estilística, el léxico, la semántica, la sinonimia, etc., no se han extendido una y repetidas veces el maestro y su solitario discípulo? Pero lo mejor de todo para mi gusto es que con el reducido trabajo del profesor, pues ya no tenía que corregir los ensayos de los demás alumnos, yo podía escribir dos ensayos a la semana. Cuando se enseñaba la escritura española con esta metodología, es decir, a mediados del siglo XX, los hispanistas norteamericanos escribían sus libros, artículos y reseñas en español (puede observarse lo mismo sobre nuestros profesores de francés).

En la universidad había emprendido asimismo el estudio del francés y del italiano. Pese a clases como la del profesor Rey y pese a un muy entretenido grupo de jóvenes hispanohablantes con quienes tomaba café tres veces a la semana, me costaba mantener la pureza lingüística en otros sectores de mi actividad hispanística. En mi postrer año en Indiana, seguí una clase sobre el Quijote con el reputado lexicógrafo y cervantista John M. Hill. A cada estudiante el profesor Hill le asignaba para la reunión siguiente una página de la novela cervantina para traducir. ¡Sí, para traducir! ¿Qué habría dicho la señorita Marta? No era una pérdida total, sin embargo, porque se nos imponía la condición de que esas páginas se vertiesen a un inglés de calidad publicable. El profesor Hill, por supuesto, dictaba sus clases enteramente en inglés. También seguía esa clase una muy tímida dominicana llamada Josefa Robles, que por fin un día hizo de tripas corazón haciendo una pregunta, la última que haría la pobre. Porque la hizo en español, y le respondió así el profesor Hill: «Miss Robles, you are now in the United States; here we speak English, and you are expected to do so».

Este profesor no era una mala persona; en el fondo era todo lo contrario. Los hispanistas de su generación, al terminar el doctorado, solían pasar un año en España, y muchos de ellos nunca volvían. Pero nosotros éramos una generación nueva, y yo protestaba contra su política lingüística. Sus conferencias las dictaba invariablemente en inglés, mas mis apuntes sobre ellas yo los escribía siempre en español. Era una protesta silenciosa hasta el primer examen; y pese a la observación del profesor a la pobre Robles, ese ejercicio lo redacté y entregué en castellano. Recuerdo otra asignatura de literatura española, sobre la generación de 1898, también dictada en inglés, por una profesora solterona, de unos cincuenta años de edad, de una severa belleza de tipo masculino griego, de carácter rígido y nada inclinada a perdonar las faltas. Lancé mi protesta lingüística contra ella en la misma forma: redacté mi trabajo de seminario en castellano. Mas ella fue la última en reírse: redujo la calificación que mi investigación y análisis merecían, preguntándome si yo pensaba que en su clase se hacían ejercicios de gramática y composición. Me había propuesto buscar una nueva personalidad a través de la lengua española, y si hubiera permanecido en ese departamento un año más, seguramente me la habrían atribuido de pícaro.

Durante dos maravillosos meses del verano de 1949, conocí por primera vez lo que es estar inmerso en un medio hispanohablante. Cogí un avión de la TWA en Chicago; y después de doce horas y dos escalas en Texas, me hallé en la hermosa capital de México. Así al menos sería -hermosa- cuando la terminaran de construir, me aseguraban todos mis nuevos compatriotas lingüísticos. Menos de seis horas después de mi desembarque, me hallaba en una librería al aire libre, bajo la deliciosa sombra de los altos y frondosos árboles de la Alameda Central, comparando ediciones de Gustavo Adolfo Bécquer. En los momentos en que me sucedía estar consciente de mis procesos mentales, me daba cuenta de que ya pensaba en español, y me hice el firme propósito de convertirme en español en otra lengua mental igualmente viable que el inglés. Mas en realidad ya había aprendido a mantener mis pensamientos en castellano al leer sin traducir y al escribir siempre directamente en castellano.

A partir del otoño de 1949, con los profesores Américo Castro, Vicente Llorens Castillo y Raymond S. Willis iniciaba en Princeton los estudios que me llevarían al doctorado en lengua y literatura españolas. Castro y Llorens son figuras conocidas para el lector español. Willis era un norteamericano que hablaba un castellano muy correcto; tenía ediciones del Libro de Alexandre y del Libro de buen amor, y era autor de una monografía sobre el fascinante tema de los capítulos fantasmales del Quijote. Ya no irrumpía el inglés en mis ocupaciones hispanísticas, y en su primera reunión con los nuevos alumnos de postgrado Castra me señaló como el que hablaba español con la mayor facilidad. En tal ambiente me despertaba por la mañana pensando en español. Ya no había clases de composición, ni avanzadas, y tampoco había ya necesidad de buscar tertulias de hispanohablantes para practicar el español. En el reducido recinto de nuestro programa graduado de español -tres profesores distinguidos y cinco alumnos muy selectos- todo, todo se hacía en el idioma de España, y se pulían simultáneamente nuestros conocimientos de la lengua y la literatura del amado país.

Diferían enormemente los modelos de enseñanza que los tres profesores de Princeton ofrecían a los alumnos, que, junto con conocimientos literarios, buscaban herramientas y procedimientos para su futuro ejercicio del arte pedagógico. Willis era un hombre bienhumorado, cuyas interpretaciones de las obras literarias nunca dejaban de ser agudas y no pocas veces eran brillantes, pero lo más admirable era que nunca perdía el hilo del tema literario anunciado. Llorens, que era de temperamento seco e irónico, se arriesgaba pocas veces en interpretaciones de las obras literarias, pues prefería el terreno seguro de anécdotas sobre la vida, la bibliografía y las opiniones políticas del autor a quien estudiáramos. No cabía imaginarse profesor más dinámico que Castro, era un ciclón encerrado en el aula; nunca se sabía qué dirección iba a coger el vuelo de su siempre inspirado genio. Su trabajo era su razón de vida; era un auténtico misionero, y en nosotros encendía la ardorosa voluntad de ser lo mismo. Nadie iluminaba con más astucia el sentido literario de la palabra. Mas tendía a perderse en digresiones sobre su filosofía de la historia de España; materia esta última de la que yo no quería ser misionero.

Hoy discrepo casi enteramente del pensamiento de Castro. Mas si tuviera que repetir mis estudios, los repetiría con él. Estudiar con Castro fue una profunda experiencia humana, especialmente para los que hicimos la tesis doctoral con él. ¿Refléjanse, por tanto, sus modalidades expresivas en mi estilo, en ese elusivo acento nativo que yo buscaba? No creo. Porque en sus últimos años el estilo de Castro propendía al barroquismo; influencia sin duda de los filósofos alemanes que leía y releía y de una creciente preocupación por los escritores barrocos (Góngora y Gracián no dejaron de fascinarme, pero eso duró poco). Un día, en medio de las intensas lecturas que realiza el doctorando -obras y crítica-, me llamó la atención el marcado paralelo que se da entre la experiencia mental de quien lee poesía del primer Siglo de Oro con su estilo claro, sencillo y directo, siempre cortado a la medida de su tema, como lo estaba el alma de Garcilaso a la de su amada, y la experiencia de quien lee un ensayo crítico intuitivo, justo, claro y cortado a la medida de la obra analizada. ¿Cuál es el lenguaje con que se construye esta crítica intuitiva? ¿Cuál es su tono preciso, su acento?

Desde esos años en el programa doctoral de Princeton, me fui formando una lista de modelos del estilo crítico; no me proponía imitarlos en el sentido vulgar de este verbo, sino en su acepción clásica de emular. Quiere decirse que simplemente los he tenido muy en cuenta al redactar trabajos de crítica literaria. Los críticos cuyo estilo han influido más sobre mi estilo o acento escrito -no sé cuál más, cuál menos- son Feijoo, Cadalso, Jovellanos, Lista, Larra, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Ortega, Marañón, Cernuda y Ricardo Gullón. Para evitar la confusión pondré aparte a dos críticos que no pueden haber influido sobre mi «acento», pero que en todo lo demás representan para mí los mismos valores que los ya mencionados: T. S. Eliot y Paul Valéry. Parece significativo que de estos trece críticos, ocho hayan sido al mismo tiempo poetas. Pues tanto el buen poeta como el buen crítico literario buscan la mayor precisión posible en lo intuitivo.

Durante los cuarenta y tres años que serví en activo como profesor de lengua y literatura españolas (1955-1998), trabajé en cuatro universidades estadounidenses: Duke, Wisconsin, Maryland y Pennsylvania. Son universidades privadas la primera y la última (pese a su nombre), y estatales la segunda y la tercera. En las cuatro dicté todas mis clases en español, y exigí que los alumnos utilizasen siempre el español tanto en sus intervenciones en el aula como en sus trabajos escritos y consultas conmigo en mi despacho. Y a lo largo de esos años mis horas de mayor deleite eran las que dedicaba al perfeccionamiento de mi dominio del español a través de los artículos y libros que escribía y las ediciones de clásicos que preparaba. En todos esos años no escribí sino un libro y tres artículos en inglés, y todos ellos volvieron a aparecer en castellano, en traducciones mías. No recuerdo un solo momento durante todos mis años de profesor ni durante los posteriores a mi jubilación en el que no haya estado ocupado en redactar algún escrito en español. Por un lado, me fascinaban los temas que trataba -pues yo he sido y soy un apasionado misionero del Dieciocho y el Romanticismo españoles-; y por otro, los temas siempre nuevos que desarrollaba me revelaban cada vez más riquezas de mi lengua preferida. Durante doce años fui director del departamento, y aun en ese período publiqué más cada año que cualquiera de mis colegas.

Cuando todavía era poco más que aprendiz de profesor, en la Universidad de Wisconsin, me tocó la singular suerte de tener como colega y buen amigo al novelista, agudo crítico y muy fino escritor Antonio Sánchez Barbudo. Le impresionó mi fervorosa dedicación a la literatura ilustrada y romántica. Me dijo que yo tenía una misión, que poquísimos hispanistas gozaban de tal bendición, y que por tanto lo que yo publicara debía exponerse en un español lo más claro, justo, vivo y elegante posible. Durante tres años Antonio leyó todos mis originales, apuntándome en ellos muy útiles sugerencias para la mejora de mi estilo. Y después de su astuta lectura, nos reuníamos para que él ampliara lo apuntado. Todavía hoy, al estar escribiendo, me acuerdo alguna vez de una de sus recomendaciones. Si tuviera que señalar tres hitos esenciales para la realización de mi voluntad juvenil de forjarme una personalidad española y un acento nativo escrito, serían la insistencia de la señorita Marta en el uso exclusivo del español, la clase avanzada de redacción española del profesor Rey y las sesiones con el amigo Antonio.

Soy un bibliómano confeso, por no decir librosexual, según llamaban a un colega cuyo coleccionismo también llegaba al pecado. Y una categoría muy respetable de los libros que colecciono, tanto antiguos como modernos, son los diccionarios y las gramáticas. No sabría decir cuántas veces consulto alguno de mis muchos diccionarios o gramáticas al releer y corregir mis originales, porque estoy de acuerdo con Horacio y Boileau. Algunos originales requieren diez correcciones, y otros veinte. No es que no sepa cuáles son las palabras y las construcciones gramaticales que hagan falta para la formulación de mi idea. Mas temo no conocer plenamente el carácter de alguna voz; ¿no tendrá una acepción poco frecuentada que exprese precisamente el matiz que quiero comunicar? Quizá con una variante de la construcción gramatical corriente se dotara mi idea de mayor sutileza. Es curiosamente en esta fase de la escritura, o más bien reescritura -la corrección, la lucha con la palabra, la lima, el pulimento-, durante la que me siento más español, más connaturalizado con la cultura cuyos secretos literarios procuro iluminar.

Una de las más ricas experiencias de mi ya larga vida de hispanista ha sido la que me brindó mi buen amigo Santiago Castelo, subdirector del diario madrileño ABC, al invitarme a escribir crónicas para su distinguido periódico. Colaboré con mucha frecuencia entre 1985 y 2000, y todavía mando algún original a Santiago. Algunos son de crítica literaria; otros son ora de meditación, ora de tema costumbrista, muchas veces humorísticos. Han tenido cierto éxito, y he recibido cartas muy amables de muchos españoles a quienes tengo el gran gusto de conocer merced a esos artículos. En los que son de crítica, en mi opinión, he formulado algunos de mis mejores juicios literarios; van allí asimismo algunas de mis páginas mejor escritas. Y los comentarios de los lectores sobre mi «excelente español escrito, culto y natural» -decían ellos- me han colmado de placer. Como efecto de este favor público, se han editado dos antologías de mis crónicas abecedeñas, en 1992 en Ediciones El Museo Universal; y en 2004 en Ediciones Universidad de Salamanca.

¿Quién escribe cuando me hallo ocupado en redactar un estudio académico, o una crónica para ABC? ¿Soy yo, o es esa otra identidad ideal española, pero también parcialmente real por los continuos y grandes esfuerzos que he invertido en la formación de mi acento nativo escrito? Sin duda somos los dos quienes escribimos. Porque a la vez que en mi carácter primitivo busco los argumentos más lógicos, los documentos más irrebatibles y los términos más precisos, me siento transportado. ¿De qué consta este transporte? De la belleza del tema, de mi entusiasmo por el tema, de las emociones de los personajes de la obra sobre la que escriba, de la personalidad y estilo del escritor interpretado en mi ensayo, y por supuesto de la alegría de hallarme una vez más dedicado a mi tarea predilecta. En alguna medida, el efecto combinado de estas emociones sé que se comunica por mi estilo; si no se refleja en el estilo de los trabajos de crítica literaria algo del goce que experimentan los autores en su tarea, la lectura se convierte en una experiencia decepcionante, sosa, muerta. En mi libro Trayectoria del Romanticismo español. Desde la Ilustración hasta Bécquer (1983), escribí: «La triste suerte del Romanticismo español en nuestro siglo es que la mayor parte de los estudios que se le han dedicado han sido escritos por unos señores que no parecen haber sentido una sola emoción en toda la vida».

En el año 1993 llegó el premio -doble premio- a mis largas pero dulces luchas por perfeccionar mi castellano: simultáneamente, la Real Academia Española y la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona me eligieron académico correspondiente. Otras dos distinciones muy honrosas, para las que se tomaron en cuenta mis escritos en lengua española, se me concedieron, una antes de mis dos elecciones académicas, y otra después: me refiero a mi doctorado honoris causa conferido por la Universidad de Alicante en 1984, y mi Premio Internacional Elio Antonio de Nebrija, otorgado por la Universidad de Salamanca en 2001.

Un galardón menos oficial, pero igualmente significativo para mí, es el número de españoles distinguidos -maestros todos ellos en el arte de escribir- que me han dicho que escribo el español con mayor naturalidad, corrección y gracia que la mayoría de sus compatriotas. Son: Antonio Sánchez Barbudo, Ricardo Gullón, José Luis Várela, Emilio Alarcos Llorach, Fernando Lázaro Carreter, Rafael Lapesa, Alonso Zamora Vicente, Julián Marías, Francisco Rico, Santiago Castelo, Rafael Montesinos, etc. En medio de todo esto, en los años noventa del siglo pasado, me entrevistó un periodista de una ciudad provinciana española donde había impartido una conferencia: «Habló el profesor Sebold un español impecable -comentaba en su reportaje-: sintaxis, léxico, todo perfecto, pero con un ineludible acento norteamericano». Esto me hirió al leerlo. Mas recordé que tenía mi consuelo y mi venganza en mi acento nativo escrito. Yo mismo, en efecto, les he dicho muchas veces a españoles al conocerlos por primera vez: «Hablo con acento yanqui, pero escribo con acento español». Además, de aquí a cien años, leyendo un ensayo mío, ¿cómo sabrá el lector que el autor de esas páginas, al pedir una ración de tortilla de patata, no lo hacía con un perfecto acento madrileño?





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