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En la tumba de Antonio Machado

Luis García Montero

Los cementerios están acostumbrados a ser el mar en el que desembocan las vidas particulares, pero solo de vez en cuando se convierten en un lugar simbólico en el que desemboca la historia de un país. En 1939 los mejores sueños de la España contemporánea encontraron su tumba en un cementerio extranjero. La noticia se fue extendiendo de boca en boca, de periódico en periódico, sobre las últimas trincheras. Rafael Alberti, según contó en La arboleda perdida II (1987), estaba escuchando una emisora francesa, poco antes de abandonar Madrid camino del exilio: «Habíamos oído, con grandísima pena, por una radio francesa, la muerte de nuestro grande y envejecido poeta Antonio Machado, en un pueblo del sur de Francia, en Colliure, cerca de los campos de concentración, donde millares de españoles republicanos, sobre todo soldados, comenzaban su destierro en condiciones terribles» (p. 9). Algo nuestro y grande había desaparecido. Al evocar con sus amigos el significado de aquellos días, Rafael confesaba que con la muerte de Machado sintió que todo estaba perdido y que la guerra había terminado.

Francisco Ayala, que había salido de España por la misma frontera y casi al mismo tiempo que el poeta, escribió en su exilio argentino un artículo titulado «Antonio Machado: el poeta y la patria» (1944), en el que identificaba los destinos del escritor y de la sociedad española: «No sé; pero al repasar con ocasión de las primeras ediciones póstumas, la obra de Antonio Machado y recordar también el paso de la vida del poeta, no he podido sustraerme a la impresión de que su figura alta, pensativa y derrotada representa, vista ahora a la luz de su muerte, toda la nobleza y todo el dolor de su patria» (pp. 164-165). No es Francisco un escritor que suela exponer al público sus ternuras privadas.

Por su parte, José Bergamín, al prologar las Obras de Machado, publicadas por la editorial Séneca, en México, en 1940, sintió también la unidad vital e histórica del poeta con la nación: «Ningún hombre es visible, decía Lulio. Si no tiene un pueblo detrás, añadiríamos. Un hombre es visible cuando tiene un pueblo detrás» (p. 10). Y para dejar clara la fuerza de esta intimidad simbólica, Bergamín recordaba un claro mediodía en el que Antonio Machado subió a un tingladillo en la plaza más grande de Valencia, tomada por una muchedumbre, para cantar la muerte de Federico García Lorca. Las palabras de Bergamín asumen la definición romántica del poeta portavoz de un pueblo: «Y quienes escuchábamos aquella voz, tímida y altiva voz que tantas veces escuchamos al cobijo de su intimidad solitaria, la veíamos, por primera vez, dibujando en los aires su contorno con precisión exacta, con verdad justa. No hablaba el poeta para nosotros, hablaba por nosotros. Hablaba desentrañando sangrientamente de su propia voz enfurecida algo mucho más hondo que su vida personal invisible, la vida visible, por su palabra, de un pueblo entero» (p. 11).

Cuatro años después de haberse redactado estas consideraciones, en 1944, Arturo Serrano Plaja publicó su libro sobre Antonio Machado, un ensayo en el que extendió la unidad de la poesía y el pueblo a todos los autores que habían participado en el movimiento de resistencia contra el ejército rebelde. Primero citaba al poeta sevillano: «una nueva poesía, supone una nueva sentimentalidad, y ésta, a su vez, nuevos valores. Un himno patriótico nos conmueve a condición de que la patria sea para nosotros algo valioso». Después, Serrano Plaja sacaba sus propias conclusiones: «Y de hecho, el 18 de julio de 1936, aparecieron nuevos valores, una nueva sentimentalidad. Los himnos patrióticos volvían a conmover porque en realidad había también una nueva patria y conmovedora hasta el punto de hacernos olvidar esa palabreja, patria, que había terminado por convertirse en la máscara, en el anti-faz o contra-faz de la España verdadera» (p. 108). Como reconocía el propio Serrano Plaja, el nombre de Antonio Machado iba a ser, sin la menor duda, una de las claves para definir «el suceso español, el acontecimiento de España» (p. 31).

En el centro de la famosa fotografía de los poetas que participaron en el homenaje a Góngora (diciembre de 1927), aparece un señor bajito, grueso y de bigote solemne. Se llamaba Manuel Blasco Garzón, y era en ese momento Presidente del Ateneo de Sevilla. El golpe de Estado de 1936 le sorprendió como ministro de Justicia del Gobierno republicano, y ya en el exilio publicó el libro Gloria y pasión de Antonio Machado (1942). La identificación del poeta y de la suerte española le parecía tan evidente que la conclusión final de su estudio se confunde con una profecía o con un deseo: «Ésa es la gloria de Antonio Machado, que corresponde a su pasión por España y por su verdad. Fue un poeta excelso que supo ponerse en pie junto a su pueblo. Y el pueblo le siguió, admirado y conmovido, y lo seguirá siempre. Cuando España sea otra vez España, los españoles tendremos que realizar esta misión: rescatar los restos gloriosos y llevarlos a Madrid. Allí, en el corazón de la ciudad, levantarle un altivo y generoso monumento. Será expresión de todas las Españas y símbolo de toda la poesía nacional» (p. 89).

Más allá de un dolor coyuntural, el exilio de Antonio Machado y su muerte en Colliure simbolizaban un desenlace profundo en el interior de los sueños colectivos de la cultura progresista española. Con su biografía, sus poemas y sus reflexiones, don Antonio se había convertido en el representante natural de la ilusión pedagógica, la clave del pensamiento republicano español, el deseo de una educación pública capaz de formar ciudadanos para la convivencia pacífica y la libertad, gracias a un hermanamiento respetuoso entre el trabajo y la cultura. Corpus Barga, uno de los encargados de atender al poeta en el momento difícil de cruzar la frontera, contó en su artículo «Antonio Machado ante el destierro» (1956) los detalles de aquellos días finales del mes de enero de 1939. Al leer los recuerdos de Corpus Barga, siempre tuve la sensación de que el momento en el que un Machado enfermo pasó con su madre a Cerbère, mientras la desbandada republicana era conducida a los campos de concentración del sur de Francia, supuso una escena patética: la ruptura definitiva de la ilusión pedagógica, la separación del trabajo y la cultura, el final de la ambición más noble de nuestros siglos XIX y XX.

Tal vez por eso, cuando quiso rescatar al poeta y someterlo después de muerto a la causa dictatorial, Dionisio Ridruejo no dudó en reírse de la admiración que sentía por Francisco Giner de los Ríos. Es quizá lo más significativo del famoso prólogo que Ridruejo escribió para las Poesías completas de 1941, aunque tampoco se quedó atrás la denuncia falsa de que la República dejó morir a Machado en un abandono absoluto: «Murió don Antonio en tierra de Francia. Quienes tanto ruido y alharaca armaron en defensa de la cultura occidental democrática contra España, no supieron rodear la muerte de este hombre del consuelo y del honor que merecía. Murió allí ignorado, en soledad y desatendido -después de estar en un campo de concentración-, el único fragmento verdadero de cultura universal que por los puertos pirenaicos recibió aquella Francia a quien Dios perdone, ya que los hombres le han dado su castigo» (p. XIV). Si la denuncia tuvo una suerte significativa en la cultura franquista de leyendas manipuladoras, fue porque traicionar a don Antonio suponía algo así como demostrar la falsedad de los sueños más nobles de la República. El artículo emocionado de Corpus Barga, en el que recordó las atenciones del Gobierno leal en una situación tan extrema para el poeta y su país, se publicó de hecho como contestación a otro artículo de Melchor Fernández Almagro, en el que se insistía en las afirmaciones malintencionadas de Ridruejo.

Como Machado representó la ilusión pedagógica de una política cultural, resulta natural que volviera al centro de la historia española, a los 20 años de su muerte, reuniendo de nuevo la cultura cívica y la política democrática. El famoso homenaje celebrado en Colliure, en 1959, tenía un claro significado ideológico, ya que encarnaba la reivindicación de una nueva poesía civil, de indagación histórica en los sentimientos, escrita por autores que guardaban en sus venas gotas de sangre jacobina. Carlos Barral contó en Los años sin excusa (1978) que fue precisamente entonces cuando tomó conciencia del sentido de su trabajo: «El caso es que aquella noche comprendí que estaba en mi mano la posibilidad de hacer respetar la poesía que precisamente los que estábamos allí y unos pocos más intentábamos hacer y que sobre todo predicábamos como propuesta de reemplazo de la poesía oficializada por las antologías de los últimos tiempos» (p. 189). A Carlos no se le ocultaba que esa operación literaria formaba parte de transformaciones sociales y políticas más extensas: «Había que reducir nuestra posible función: orilla lujosa de un acontecimiento mucho mayor y de inmediata significación histórica» (pp. 189-190).

Cuando la revista Olvidos de Granada organizó Palabras para un tiempo de silencio, las jornadas de homenaje al grupo literario del 50, Jaime Gil de Biedma me prestó un diario que todavía, según creo, permanece inédito. En la anotación del 24 de febrero de 1959, además de anotar algunas peripecias de redacción del poema «Ampliación de estudios», escribe: «Regresado ayer de Colliure. El homenaje discreto y hasta emocionante. Visto y hablado a mucha gente. El conjunto estuvo muy bien, interesante y divertido. Para nosotros, además, una afirmación de grupo». El 2 de marzo recoge la voluntad de Carlos de redactar una declaración o manifiesto de Colliure, idea en la que ya se han embarcado también José Agustín Goytisolo y José María Castellet.

Se puso en marcha la colección Colliure y se editó en Seix Barral la antología de Castellet (1960), heredera de la pretensión machadiana de superar las tradiciones simbolistas en favor de los nuevos caminos del realismo. Don Antonio se convertía así en una referencia capital: «La figura de Machado, de obra tan poco extensa, crece aún día a día. Su talla intelectual, su honestidad y el acierto de sus predicciones acerca del futuro de la poesía, le han situado como maestro indiscutible en los últimos años de la poesía española. En ello justifico mi atrevimiento de haberlo extraído de su lugar cronológicamente natural: la generación del 98, para acercarlo hasta los límites de la presente antología» (p. 56).

La recuperación de las ilusiones pedagógicas, la intención política y la defensa de la poesía civil volvieron a unirse en el volumen Versos para Antonio Machado, publicado por Ruedo Ibérico en 1962. En el colofón se anunció la creación de un premio: «tercer volumen de la serie Ruedo Ibérico (Poesía), destinado a conmemorar la institución del Premio Antonio Machado, que será otorgado por vez primera el veintidós de febrero de mil novecientos sesenta y dos en Colliure». Ángel González colaboró en aquel volumen de Versos un poema titulado a «A Antonio Machado», incluido después en Grado elemental, libro que recibió el Premio Antonio Machado, gracias a un jurado compuesto por Gabriel Celaya, José María Castellet, Jaime Gil de Biedma, Antonio Pérez y José Ángel Valente. El poema, titulado definitivamente «Lección de literatura (A Antonio Machado)», acababa así:

Predijiste los tiempos que cruzamos

y los que cualquier día alcanzaremos.

La España de la rabia y de la idea

avanza, pese a todo. Te escuchamos:

Más otra España nace...

Y te creemos.



No tuvo mucha vida pública este poema, porque fue excluido pronto de Grado elemental. Pero la referencia al poeta sevillano resultaba imprescindible en el libro, y el hueco se cubrió, a partir de la edición del volumen recopilatorio Palabra sobre palabra (1972), con «Camposanto en Colliure». Al aprobar las oposiciones al Ministerio de Obras Públicas, fascinado por la poesía de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Federico García Lorca, y por la música de Manuel de Falla, Ángel González había pedido un destino en cualquier ciudad de Andalucía. Le tocó vivir en la Sevilla más dura de la posguerra, la Andalucía del hambre y la emigración. Allí solo hizo amistad con una prostituta sordomuda, que no podía protestar cuando los clientes se marchaban de la habitación sin pagarle. Al viajar a Colliure con motivo del Premio Antonio Machado, que suponía, entre otros honores, la estancia de un mes a gastos pagados en un hotel del simbólico pueblo del sur de Francia, Ángel tardó poco en identificar el exilio republicano de 1939 con los trenes cargados de emigrantes que huían en los años 60 de la pobreza. En el Camposanto de Colliure volvían a reunirse la cultura y el trabajo, y su dolor resumía la historia amarga de España.

Escribir, desde luego, es leer, y los sentimientos son inseparables de las experiencias de lectura. Pretendía explicar en este artículo el proceso de composición de mi poema «Colliure», incluido en Vista cansada (2008), y he acabado paseando por mi biblioteca, recordando lecturas y conversaciones con Antonio Machado al fondo. La realidad se da tanto en una biblioteca como en un viaje real. Cuando el 24 de febrero de 2007 un grupo de amigos viajamos a Colliure para participar en un nuevo homenaje machadiano, yo acarreaba en mi silencio muchos libros y horas de conversación con Rafael, Francisco, Jaime, Carlos, José Agustín y Pepe. Ángel González, además, ya muy envejecido y enfermo, era el corazón sentimental del grupo. Encarnaba la presencia viva de una tradición poética y cívica que me afecta de un modo muy íntimo. Sus recuerdos se confundieron con las imágenes de nuestro pasado colectivo, las escenas de los republicados vencidos que huían a Francia por el litoral catalán, la muerte de Walter Benjamin en Port Bou, los episodios de frontera, los campos de concentración, las ilusiones rotas. Mientras veía los pies heridos de Ángel al recorrer el pueblo camino del cementerio, regresaba a las Últimas soledades del poeta Antonio Machado (1977), el libro escrito por su hermano José, y a las anécdotas contadas por Corpus Barga. Apoyado en su bastón, Machado pudo caminar desde la estación de tren hasta el Hotel Bougnol Quintana. Pero su madre estaba demasiado enferma para valerse por sí misma. Cuando la tomó en brazos Corpus Barga, doña Ana Ruiz le acercó la boca al oído y le murmuró una pregunta: «¿Cuándo llegamos a Sevilla?». La luz de un Mediterráneo en paz y el desvarío de la derrota sugirieron a la anciana un sentimiento parecido al que flota en el último verso de Machado: «Estos días azules y este sol de la infancia». Su hermano José, ya muerto el poeta, encontró el alejandrino en un bolsillo de su gabán, escrito a lápiz sobre un papel arrugado.

Y escribí «Colliure». Necesité contar por qué existen lugares sagrados para los ciudadanos laicos, por qué los poetas sentimos en primera persona la historia de todos, por qué es tan difícil la suerte de los países que viven protegidos por la misericordia de un poema y por qué, 70 años después, comparto con orgullo azul y soleado la derrota de un sueño de dignidad, civismo, educación y trabajo. Ese sueño descansa hoy, entre coronas de flores que imitan el color de la bandera republicana, en la tumba de Antonio Machado.

Bibliografía citada

  • ALBERTI, R. (1987): La arboleda perdida II, Barcelona, Seix Barral.
  • AYALA, F. (1944): «Antonio Machado: el poeta y la patria», Histrionismo y representación, Buenos Aires, Sudamericana, pp. 163-175.
  • BARRAL, C. (1978): Los años sin excusa, Barcelona, Barral.
  • BERGAMÍN, J. (1940): «Antonio Machado», en Antonio Machado, Obras, México, Editorial Séneca, pp. 9-21.
  • BLASCO Garzón, M. (1942): Gloria y pasión de Antonio Machado, Buenos Aires, Publ. del Patronato Hispano-Argentino de Cultura.
  • CASTELLET, J. M. (1960): Veinte años de poesía española. Antología. 1959-1959, Barcelona, Seix Barral.
  • CORPUS BARGA (1956): «Antonio Machado ante el destierro», La Nación, Buenos Aires, 29 de julio.
  • GONZÁLEZ, A. (1962): Grado elemental, París, Ruedo Ibérico.
  • GONZÁLEZ, A. (1972): Palabra sobre palabra, Barcelona, Barral Editores.
  • GONZÁLEZ, A. (1999): Antonio Machado, Madrid, Alfaguara.
  • MACHADO RUIZ, J. (1977): Últimas soledades del poeta Antonio Machado. (Recuerdos de su hermano José), Madrid, Forma Ediciones.
  • RIDRUEJO, D. (1941): «El poeta rescatado», en Antonio Machado, Poesías completas, Madrid, Espasa-Calpe, pp. V-XV.
  • SERRANO PLAJA, A. (1944): Antonio Machado, Buenos Aires, Schapire.
  • Versos para Antonio Machado (1962), París, Ruedo Ibérico.