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En nuestra más pura tradición


Luis Iglesias Feijoo





Antonio Buero Vallejo ha muerto. Con él desaparece una parte de la historia del teatro español, la que cubre la segunda mitad de este siglo XX que termina. No se puede ignorar que a su lado hubo otros muchos autores que contribuyeron al desarrollo de ese período de nuestra escena. Pero su nombre se impone con la solidez de la evidencia. Todo artista de raza crea, sin embargo, su propia tradición. Quienes asistieron a su primer estreno y creyeron ver en él el resurgimiento de fórmulas saineteras intuían una verdad que lo era sólo a medias. Nada más ajeno a la indagación teatral de Buero que los modos casticistas. En cambio, sí era cierto el deseo de entroncarse con la línea del drama realista español y europeo, que había recorrido ya un amplio camino. En ese marco, Buero se acercó a su versión más evolucionada, que tiene en Ibsen un representante eximio. Su propuesta de un realismo simbólico de claro alcance social y combativo fue la que más le atrajo. Nada extraño, por otra parte, cuando por un camino paralelo, un dramaturgo coetáneo como Arthur Miller estaba haciendo lo mismo en una sociedad muy diferente.

Esta tradición inmediata es la que explica también que sus obras fueran calificadas a veces de benaventinas, como si emparentasen con una de las especificaciones del teatro realista con la que, en verdad, no mostraba muchos puntos de contacto. Dentro de la escasa generosidad con que una parte de la crítica lo trató en un principio, se quería señalar una rama que gozaba ya de escaso atractivo, en vez de aludir al gran tronco común del que partía.

Con todo, su evolución incesante dejó también atrás ese modelo, para insistir con propuestas cada vez más dinámicas en el terreno de la exploración de los modos de estructurar el relato teatral, fuese por la vía del retablo histórico, fuese por la de apostar por la inclusión en el centro de la escena de un narrador dramático, hasta llegar a experimentar con el uso del punto de vista en el teatro.

Sus obras de los últimos cuarenta años caminan por esos senderos, no por el gusto de realizar ensayos en el vacío, sino porque le parecieron los métodos más oportunos de profundizar en los sombríos abismos del espíritu humano. La dimensión social y política de sus dramas se incrementó, pero ello no supuso el abandono de la preocupación filosófica que también le inquietaba. Sus dos primeras obras, Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, parecían disociar ambos componentes, centrada la primera en los problemas colectivos, mientras que la segunda intensificaba los metafísicos.

Sería muy fácil probar cómo ya en aquellas primeras muestras ambos planos se conjugaban, con la obsesión por el tema del tiempo en una y por las resonancias políticas de la institución para ciegos de la otra. Pero también es claro que la fusión de las dos dimensiones alcanza mayor perfección en obras posteriores. Acaso sea La Fundación la obra que mejor lo consigue. Y probablemente no es casual que ella nos muestre asimismo, con total evidencia, su voluntad de arraigo en la tradición española.

En efecto, además de la muy clara ascendencia cervantina de Buero Vallejo, esta obra, recientemente repuesta, permite calibrar su parentesco con otro dramaturgo de nuestro pasado clásico, pues sería muy difícil entenderla sin ver en ella a contraluz la silueta de La vida es sueño. Ahora que estamos en el año del centenario de Calderón, que ha venido a coincidir con este fatídico 2000 que nos recordará para siempre la muerte de Antonio Buero Vallejo, cabe evocar que él mismo alguna vez aludió como antecedente suyo, al menos en idea inspiradora, al doble plano que también atañe a nuestro clásico del Siglo de Oro, pues además de las resonancias metafísicas que asedian a Segismundo, está en la obra el problema político del gobierno del Estado, como está el problema social en El alcalde de Zalamea.

Al llorar hoy la desaparición de este clásico de nuestro tiempo, debemos atender a la vieja máxima que Horacio nos trae del fondo de los siglos: Non omnis moriar. No todo morirá, porque su palabra se elevó para dar testimonio de verdad y de belleza en un tiempo en que no era fácil ni cómodo hacerlo. Por eso seguirá vivo mientras alguien lea y represente las obras con las que consiguió asegurar la tan precaria continuidad del teatro español.





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