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En torno a la burla de los linajes

Alfredo Hermenegildo





La transformación de la sociedad española en los finales de la Edad Media produjo una gran tensión, ya estudiada repetidas veces, entre los marranos y los cristianos lindos. La tirantez social aparece concretada en la preocupación por el linaje y en la necesidad constante que un buen número de españoles tuvieron de justificar y demostrar la pureza de su genealogía. Nacen así los estatutos de limpieza de sangre, primero en ciertas agrupaciones privadas -cofradías de Jaén, Colegio de San Bartolomé de Salamanca y otros-, que se multiplicaron suficientemente como «para que el Papa Nicolás V, en una bula muchas veces alegada después [fechada el 24 de septiembre de 1449], prohibiera so pena de excomunión que a los convertidos a nuestra santa fe católica se les hiciera injuria de palabra o de obra, o se les apartara de los cargos y dignidades, a las que los demás cristianos tienen acceso»1. No voy a insistir sobre el tema, que ya ha sido estudiado en detalle por Domínguez Ortiz2 y Sicroff3. El hecho evidente es que, a partir de esta primera mitad del siglo XV, se desencadena en España una preocupación creciente por demostrar la limpieza de sangre. Aquellos que no lograban aclarar toda posible duda, se veían excluidos de los cargos y dignidades, tanto eclesiásticos como civiles. Los estatutos expulsaron de la sociedad a un número considerable de españoles, creando así una serie de ciudadanos de segunda categoría, de individuos marginados, que marcaron profundamente la historia y la cultura de toda la península ibérica. Los magistrales trabajos de Américo Castro siguen abriendo cada día nuevas veredas para la investigación futura, y numerosos son ya los escritores que pueden estudiarse en función de su pertenencia al grupo de los «españoles al margen».

Ante la marea que aumentaba, los conversos reaccionaron de manera diferente según la época. En la primera mitad del siglo XVI, muchos individuos de sangre mezclada, sobre todo de la clase clerical, tuvieron la audacia de querer acabar con los estatutos. Todavía era posible luchar con ciertas probabilidades de éxito. Pero el estatuto de la Iglesia de Toledo, en 1547, y su aplicación vigorosa por el cardenal Juan Martínez Silíceo, fue la derrota definitiva de los conversos y el anuncio de que toda tentativa contra dichos estatutos era inútil. A partir de aquí, los conversos intentarán, no defenderse, sino ocultarse, camuflarse, hacerse pasar por cristianos viejos. Y sólo encontraremos -Castro ha señalado múltiples casos- entre ciertos cristianos nuevos alusiones críticas veladas y una actitud vital trágicamente condicionada por un pesimismo irreparable.

La tendencia había empezado a manifestarse en el siglo XV y se concretó, en literatura, en las obras de los primitivos autores dramáticos castellanos (Juan del Encina, Lucas Fernández, Sánchez de Badajoz, y otros muchos). Es el caso igualmente de muchas obras literarias de fines del siglo XVI y, sobre todos, de ese prodigio llamado novela picaresca. La reacción conversa, iniciada con las agresivas y esperanzadas burlas del teatro primitivo, termina en la negrura y violencia de la picaresca clásica (Mateo Alemán, Juan de Luna, Antonio Enríquez Gómez, etc.).

Puesto que la manifestación exterior de todo este conflicto es la búsqueda y afirmación del propio linaje, vamos a estudiar en las páginas que siguen de qué manera se presenta la preocupación por la sangre limpia en estos dos momentos de la historia española de fines del siglo XV y primera mitad del XVI por una parte, y de la segunda mitad del XVI y primera del XVII por otra, utilizando como objeto de observación dos formas literarias predilectas de los cristianos nuevos: el teatro y la novela picaresca.

No es puro capricho ni falta de rigor histórico el recurrir a textos literarios para estudiar el problema de la genealogía. El enfrentamiento entre la masa de cristianos viejos y los conversos obligó a estos últimos a defenderse. «Il n’y avait cependant aucun espoir de succès pour les Conversos -dice atinadamente Sicroff4- s’ils voulaient se défendre par les armes. Ce fut la plume plus que l’épée qui leur fournit leur arme de défense». La mejor manera de analizar el problema del linaje en su vertiente conversa es, precisamente, la que parte de las obras escritas por los cristianos nuevos.

Veamos unas cuantas respuestas de conversos al interrogante de la genealogía. Los Cartagena, todavía en el siglo XIV, no ocultaban su origen judío y orgullosamente se decían descendientes de la Virgen María5. En el mismo sentido responde el converso Mosén Diego de Valera a los que le preguntaban: «Si los convertidos a nuestra fe [la cristiana] que según su ley o seta eran nobles retienen la nobleza de su linaje después de cristianos, a esto respondo, que no solamente los tales retienen la nobleza o fidalguía después de convertidos, antes digo que la acrecientan»6. Los vientos habían cambiado en la época del Emperador. Ya no era posible alardear de sangre judía. Y Fray Antonio de Guevara, muy preocupado, a pesar de los pesares, por la creación de su propio lugar en la sociedad española, quiere echar tierra encima del problema de los linajes. Márquez Villanueva ha recogido en su Espiritualidad y literatura en el siglo XVI7 una serie de citas tomadas del Libro llamado Monte Calvario (Valladolid, 1545) del obispo de Mondoñedo. El mismo crítico, al estudiar el tema de Santa Teresa y el linaje8, ha puesto de relieve ciertos pasajes donde la Santa de Ávila reacciona contra la preocupación por la limpieza genealógica.

Entre el orgullo de los Cartagena y el escepticismo del soneto de Quevedo, recogido por Américo Castro9, van a aparecer los autores dramáticos primitivos y los novelistas de la picaresca. Veamos cómo enfocaron el problema del linaje.

El primer teatro castellano fue obra de conversos y sirvió de plataforma para atacar al grupo campesino, tradicionalmente identificado como cristiano viejo de limpia ejecutoria. En mi artículo Sobre la dimensión social del teatro primitivo español10, he analizado el carácter denunciador de autos, farsas y églogas y he llegado a la conclusión de que los escritores pusieron en escena a los detestados campesinos - símbolos, repito, de los cristianos viejos- cargados de las conocidas «virtudes» de la ignorancia, la brutalidad, la malevolencia, la desconfianza y el orgullo de su linaje. John Lihani ha señalado ligeramente el tema del orgullo del linaje entre los pastores: «It must be remembered -dice11- that the shepherd’s paradoxical pride in his humble family background was a bit of dramatic irony and was used by the authors as a comic device to entertain their noble audiences». También W. S. Hendrix habla del tema de la genealogía en su estudio Some Native Comic Types in the Early Spanish Drama12. La ironía de la paradoja señalada por Lihani no es suficiente explicación si se afirma que solamente servía para «entertain their noble audiences». En todo el teatro primitivo hay numerosos casos -algunos ya han sido señalados, otros no- en los que se pone en escena de forma profundamente ridícula el tema del linaje, que era la gran preocupación de los españoles y, sobre todo, la bête noire de los conversos. Los escritores colocan en el escenario del ridículo a aquellos miembros de la sociedad que representaban el grupo triunfante. El pastor-campesino del teatro primitivo es, en ciertos aspectos, la encarnación misma del campesino castellano, cristiano viejo orgulloso de su genealogía, del paso del siglo XV al siglo XVI y de la primera mitad de esta centuria. Veamos algunos de los casos más significativos. Un inventario completo del problema de los linajes en el teatro primitivo establecería la profunda diferencia que le separa del teatro de Lope de Vega, construido sobre los pilares que sostenían la sociedad apasionada por la obsesión de las genealogías. Hoy no hago más que iniciar el estudio para comparar sus resultados con los obtenidos al observar cómo se presenta el linaje en las novelas picarescas.

En Juan del Encina no abunda la exhibición orgullosa de la genealogía. Pero hay, a pesar de todo, una tendencia constante a identificar como «hijo de» a pastores y otros personajes. En la Égloga de Cristino y Febea se pone en escena a dos pastores pregonando su filiación y lugar de nacimiento en los términos siguientes:

«JUSTINO
¡Nómbrate, hi de cornudo!
qué, ¿estás mudo?
¡Suene, suene tu lugar!
CRISTINO
¡La venta del Cagalar
el hijo de Pezteñudo!
JUSTINO
¡Assí! pésete [san] Pego]
con el juego,
y al cuerpo de sus poderes.
¡Sepan, Cristino, quién eres!»13


El principio de la Égloga de Plácida y Victoriano ofrece la figura de un ridículo pastor que ostenta vanagloriosamente el nombre de su progenitor:

«GIL
Ya acá estoy;
mas, ¿vos no sabéys quién soy?
Pues Gil cestero me llamo,
porque labro cestería
este nombre, miafé, tengo.
Soy hijo de Juan García
y carillo de Mencía,
la mujer de Pero Luengo»14.


John Lihani, en el artículo citado15, ha dado otros ejemplos de Encina: «el padre de Gil Vaquero», «el sobrino del herrero», «el hijo del meseguero», «la sobrina del Crego», «la hija del herrero», etc., que no hacen más que confirmar la tendencia de Encina a presentar pastores en actitud de exhibir ridículamente los linajes campesinos.

Lucas Fernández16 es, sin duda ninguna, el dramaturgo primitivo en cuya obra aparece de forma más patente la preocupación por el linaje. En la Comedia de Bras Gil y Beringuella, el protagonista es insultado de manera hiriente para él, que poco después va a exhibir toda su genealogía:

«JUAN BENITO
¡O hy de puta mestizo,
hijo de cabra y de erizo!».


Más tarde, encontraremos a Bras Gil demostrando a Juan Benito que la calidad de su familia le hace digno de la mano de Beringuella, nieta de este último:

«BRAS GIL
Nieto so yo de Pascual
y aun hijo de Gil Gilete,
sobrino de Juan Jarrete
el que viue en Verrocal.
Papiharto y el Çancudo
son mis primos caronales,
y Juan de los Bodonales
y Antón Prauos Bollorudo.
Brasco Moro y el Papudo
también son de mi terruño;
y el crego de Viconuño
que es vn hombre bien sesudo,
Antón Sánchez Rabilero,
Juan Xabato el sabidor,
Assienso y Mingo el pastor,
Llázar Allonso el gaytero,
Juan Cuajar el viñadero,
Espulgazorras, Lloreinte,
Prauos, Pascual, y Bicente
y otros que contar no quiero»17.


Una vez que la grotesca prueba del linaje ha terminado, el viejo Juan Benito retira las sospechas que tenía sobre la genealogía de Bras Gil:

«Digo ya, pues su nacencia
fue tan buena y los sus hados;
para que sean desposados
yo de aquí les doy licencia»18.


La Égloga o farsa del Nascimiento es otra de las obras en que Lucas Fernández muestra su manera de pensar. En las líneas iniciales dedicadas a presentar el argumento de la égloga, se señala claramente el carácter ridículamente presuntuoso del pastor-campesino. «Entra primero -dice19- Bonifacio alabándose y jatándose de ser zagal muy sabido y muy polido y esforçado, y mañoso y de buen linaje». Ya dentro del cuerpo dramático, el autor pone en boca del pastor la exhibición de su genealogía:

«BONIFACIO
Yo soy hijo del herrero
de Rubiales,
y nieto del messeguero.
Prauos, Pascual y el gaytero
son mis deudos caronales.
Y aun es mi madre señora
la hermitaña de San Bricio»20.


Inmediatamente después, otro personaje aclarará la identidad y condiciones de tal ermitaña: «gran embaydora», «gran diabro», «encantadora», «medio bruxa», «vieja maldita», «gran puta vieja»21, etc., dando así la verdadera dimensión del absurdo vanagloriarse del pastor «linajudo».

Lucas Fernández puso, pues, en la picota del ridículo al campesino cristiano viejo en trance de probar la limpieza de su genealogía. Esa fue su manera de defenderse con la pluma contra la agresividad de los cristianos lindos. Hay, sin embargo, un par de pasajes en su teatro en que la reacción de Lucas Fernández toma caminos diferentes. En la misma Égloga o farsa, el personaje Gil defiende abiertamente la nobleza del linaje judío. Hablan de la genealogía de Cristo:

«MACARIO
Dígote cierto, en verdá,
que viene por línea reta
del gran tribu de Judá.
GIL
¡A la hé, mia fe, digo ha!
qu’essa es casta bien perheta»22.


Con lo que vemos renacer un leve destello de la tendencia notada entre los Cartagena de Burgos. No es ésta, sin embargo, la línea más constante del pensar de Fernández, que oscila entre la burla descarada, ya apuntada, y el deseo de llegar a constituir una sociedad en la que los distintos orígenes raciales o religiosos no sirvan para separar sino para unir. Este es el sentido de los versos siguientes, tomados de la misma Égloga o farsa:

«GIL
Todos somos de vn terruño.
Baxos, altos y mayores,
pobres, ricos y señores
de Aldrán viene todo alcuño»23.


Si todos los hombres descienden de mismo Adán, cualquier diferencia que pueda surgir es accidental. Lucas Fernández habla por boca de Gil para tratar de convencer al pastor Bonifacio, testarudo y ridículo, de lo absurdo de sus pretensiones. Es importante aclarar bien en qué lugar del juego dramático se sitúa el portavoz del autor y el objeto -o sujeto- censurado. En el teatro primitivo la burla de los linajes se hace presentando en escena a uno o varios individuos campesinos -arquetipo del cristiano viejo- exhibiendo sus genealogías orgullosamente. El autor ridiculiza una costumbre y se mofa de los que creen en ella y la practican. La técnica usada en la novela picaresca, en el otro extremo del período elegido, será muy diferente.

El teatro de Bartolomé de Torres Naharro, tan profundamente marcado por el conflicto socio-religioso que enfrentaba a unos españoles contra otros, es también un excelente terreno para analizar el comportamiento literario del problema de los linajes burlados. En principio, abunda muchísimo la identificación de los pastores por su filiación. La variedad de ejemplos -tomados siempre de situaciones y contextos ridiculizadores- hace suponer las por otro lado conocidas intenciones del autor. Veamos algunos casos. En la Comedia Aquilana, Galterio habla de:

«... Luzía,
la nieta de Antón García,
que tiene mil perfecciones,
y avn diz que siega en vn día
más que dos buenos peones»24.


Y Dandario se refiera a:

«la hija de Antón Frontino,
que se maja, en hen[d]o assí,
media carreta de lino»25.


En la Comedia Trophea, el pastor que hace el introito se refiere, al contar sus aventuras amorosas, a «Marenilla, la hija del molinero»26. La misma identificación tiene lugar en el cuerpo de la obra, aunque ahora está teñida del orgullo de la casta ridiculizado en estas piezas dramáticas. Habla Juan Tomillo, pastor:

«sabé que soi Juan Tomillo,
nieto d’Andrés Bachiller»27.


El mismo tono tienen los pasajes siguientes de dicha Comedia Trophea:

«CAXCOLUZIO
Vuestra quillotra sabrá
que me llaman Caxcoluzio,
sobrino de Pero Suzio
que murió mil años ha»28.


«MINGO OVEJA
Señor, aqueste que os habra
porná por vos la pelleja;
que se llama Mingo Oueja,
sobrino de Sancho Cabra»29.


«GIL BRAGADO
Yo me llamo ciertamente
Gil Bragado,
y entiendo que so ahijado
del cura de San Pelayo»30.


El aire presuntuoso y los nombres dados a los pastores y a los miembros de su familia (Tomillo, Caxcoluzio, Suzio, Oveja, Cabra, Bragado) no necesitan ningún comentario adicional. Son claramente expresivos de la voluntad irónica de Torres Naharro.

La Comedia Calamita ofrece otro buen ejemplo de cómo su autor se enfrentó con el problema de los linajes. Pone en escena, al empezar la obra, a dos campesinos, Jusquino y Torcazo, que se aclaran mutuamente el parentesco que los une. Torres Naharro ha procedido de distinta manera en este caso. En vez de hacer la enumeración de nombres grotescos, ha descrito con apariencia complicada lo que no puede ser más sencillo. Este creo que es el fondo del problema: poner de relieve la falta de simplicidad que gobernaba la presencia de casa individuo en la sociedad, al obligarle a demostrar la pureza de su genealogía. Jusquino le cuenta a Torcazo la conversación que tuvo con Juan García, mientras jugaba al mojón:

«Me ha contado
que tu agüelo, Juan Parrado,
era padre de tu padre,
y era suegro de tu madre,
padrino de su ahijado»31.


En la misma comedia, Libina, mujer de Torcazo, hace gala también de su linaje:

«No me tengan en España
por muger,
sobrina del Bachiller,
hija de Pero García,
si la injuria d’este día
no te la doy a beuer»32.


Las obras de Diego Sánchez de Badajoz son, posiblemente, el latido más profundo de la conciencia de un cristiano nuevo contra el problema del enfrentamiento de las castas. Américo Castro ha señalado repetidas veces la importancia de su producción literaria. Sin embargo, sigue sin estudiarse de forma conveniente. Sánchez de Badajoz no enfocó el tema desde el mismo ángulo y en sus farsas no aparecen burlas del linaje. Por ello queda excluido de este trabajo, aun cuando al estudiar el tema de la honra en el teatro primitivo, su obra dramática adquiere una importancia capital.

La Égloga interlocutoria, atribuida a veces a Encina sin fundamento válido, forma parte, a pesar de todo, de la misma escuela de pensamiento. No puedo hacer ahora un comentario exhaustivo de la obra, pero sí merece la pena dar una breve nota sobre sus primeros versos. En ellos aparece abiertamente la ideología predicada por todos estos dramaturgos primitivos. Según los pastores, el nacimiento de Cristo ha contrario profundamente a «la gente de Mahoma»33 y a los «acotros marranos, confessos perros malditos»34 y ha producido el que:

«Pascual, ya nunca veras
gente de largas narices»35.


Es decir, judíos. Uno de los lugareños ha decidido marcharse a la ciudad. La reacción del otro pastor, Benito, expresa la desconfianza profunda que el campesino cristiano viejo tenía ante el ciudadano, de cuya limpieza podía dudarse. Ese es el sentido que tienen los versos siguientes. La alusión a que el que se va a la corte cobrará «el alcauala» parece un dardo evidente lanzado contra los recaudadores de impuestos, habitualmente conversos. La casta de un campesino no puede rebajarse.

Todo ello está envuelto en un ambiente burlesco producido por el contexto general en que se mueven los pastores de la égloga:

«PASCUAL
¡A la fe, chapado consejo!
quiero mudar el pellejo,
que del aldea reniego.
BENITO
Ni eres hombre de sala,
ni se te apega el palacio.
PASCUAL
Andar mucho enoramala;
¿has de auer tu el alcauala?
BENITO
No te viene de generacio.
PASCUAL
No me viene de natio.
BENITO
Mi fe, no mas que a un mastin»36.


Diego de Ávila, en su Égloga ynterlocutoria, al presentar la preparación de una boda entre pastores, recurre al esquema que ya hemos señalado en diferentes obras. Se enumeran los parientes de los novios haciendo, de pasada, alguna alusión a su riqueza. El contexto irónico es el mismo apuntado anteriormente:

«BENITO
Sábete que ando allá concertando
con Juana la Rubia, nuestra vecina,
porque nos dé á su hija Turpina
para tu hijo Tenorio Hernando.
Y luego para esto envio á llamar
á Pedro Domingo y á Pedro Bermejo,
y todos acuerdan de se la dar.
Son sus parientes del medio el lugar;
por eso, Hontoya, verás que me dices.
Que juro, no digo, á Sahelices,
mejor parentía no puedes tomar.
Ella es sobrina de Pero García,
y nieta también de Andrés de Batán,
y prima segunda de Juan Sacristán,
y hermana carnal de Alonso Matía.
Y en Carrascalejo tiene una tía,
qu’en toda l’aldea no l’hay más rica»37.


Es difícil, en el estado actual de la investigación sobre Diego de Ávila, encontrar datos sobre su identidad conversa o cristiano vieja. Lo único que se puede afirmar, sin dejar lugar a dudas, es que en sus obras muestra la misma preocupación por ridiculizar el problema de los linajes que he señalado en Lucas Fernández, Torres Naharro y otros probables conversos. En la misma Égloga ynterlocutoria se descubre al pastor Tenorio, dispuesto a casarse sin mostrar el menor interés por saber cómo es la novia. Lo único que le inquieta es la genealogía de la persona «amada»:

«TENORIO
Que no sé, á la mi afé, que no la he mirado.
Sea qual se fuere, que no se me da nada.
¿Quién es su padre?
BENITO
Miguel dell'Arada,
y ella se llama Teresa Turpina»38.


El orgullo del linaje campesino aparece en boca del personaje Ramón en otro lugar de la misma égloga:

«RAMÓN
Piénsaste tú que m’has de pisar,
porque presumes qu’eres d’igreja?
¿No só yo hijo de Mari-Bermeja
y tengo mi parte en este lugar?»39.


La apelación de distintos personajes utilizando su filiación es caso frecuente en otras muchas obras: la Égloga pastoril40, la Égloga nueva41, la Farsa nuevamente trobada de Fernando Díaz42, la Égloga real del bachiller de la Pradilla43, la Comedia Tesorina de Jayme de Güete44, la Égloga pastoril45, la Égloga Nueva46, etc. La lista podría extenderse mucho más, pero no añadiría nuevos detalles al tema de la burla de los linajes, según aparece en el teatro primitivo.

A medida que avanzaba el siglo XVI, la situación de los cristianos nuevos se iba empeorando notablemente. En la práctica, resultaba imposible burlarse de las exhibiciones genealógicas tal como había hecho el teatro de la primera mitad del siglo. Los estatutos de limpieza de sangre -sobre todo el de Toledo de 1547, obra del campesino Guijarro transformado en Cardenal Martínez Silíceo- habían dejado a un grupo considerable de españoles, sobre todo de intelectuales, indefensos ante la obsesión colectiva de la honra. Los cristianos nuevos van a atacar el problema del linaje desde un ángulo diferente. Se siente -y lo son- ciudadanos marginados por la sociedad. Desde su especial situación contemplan el espectáculo ofrecido por esa sociedad concebida con criterios teocráticos y expresan su angustia por verse excluidos, su ironía punzante y su ansia de redención. El género más representativo de la mentalidad conversa de las Españas de los distintos Felipes, sobre todo del segundo y el tercero, es la novela picaresca. En ella encontramos la estabilización literaria de la angustia, la ironía y el ansia de redención de sus autores.

La novela picaresca no es una unidad monolítica. Cada escritor expresó sus propias vivencias, críticas y deseos adaptando y modificando la elemental estructura novelesca lanzada por el Lazarillo de Tormes. Sobre el tema que me ocupa a lo largo de este artículo, también la novela picaresca adoptó un criterio diferente según los distintos escritores. Pero hay una línea constante que marca la diferencia existente entre la manera de presentar la burla del linaje en el teatro primitivo -en cuya época, repito, era posible utilizar al campesino cristiano viejo como objeto de la burla- y en la novela picaresca -en que esa misma posibilidad ya no existía.

Los autores de novelas picarescas, elementos marginados por y de la sociedad española, eligen como protagonistas de sus creaciones literarias a un individuo que se sitúa también fuera de los límites aceptados y exhibe, orgullosa y despreocupadamente, un comportamiento que de antemano es condenado por esa sociedad. Esa es la diferencia fundamental entre el teatro primitivo y la novela picaresca. Uno y otra son obras de conversos y atacan violentamente los prejuicios y la obsesión del linaje. Pero el pastor del teatro primitivo es cristiano viejo y los autores lo utilizan para contemplarlo en la picota del ridículo. El pícaro, por el contrario, es converso y, situado al margen de la sociedad, hace gala de no preocuparse de la honra y sus consecuencias. Es natural que el pícaro presente su linaje. Y es lógico que toda su genealogía esté manchada, sea desconocida o se caracterice por una serie de notas capaces de hacer enrojecer a cualquier linajudo de los que con tanta gracia ridiculizó Zabaleta. Vamos a hacer un breve recorrido por los linajes de los pícaros más significativos y hallaremos la confirmación de las ideas que preceden.

Oigamos a Lázaro de Tormes, «hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca»47. A su padre le acusaron de «ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí [el molino] a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por la justicia»48. Su madre, muerto el padre de Lázaro en una batalla contra los moros, se amancebó con un negro y, dice Lázaro, «vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar»49. El negro Zaide fue acusado de ladrón. «Al triste de mi padrastro -continúa Lázaro50- azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario...». Y el pícaro no tiene ningún rebozo en confesar su linaje, haciendo así resaltar el peligroso dilema en que los españoles se encontraban dentro de su sociedad. Una vez que el pícaro, por haber descubierto las vergüenzas familiares, se ha situado al margen de la sociedad, puede iniciar su peregrinación a través de ella con el fin de airear algunas de sus lacras más repugnantes.

Miguel de Cervantes, cuya filiación conversa parece no ofrecer duda, ha dejado en una de sus «novelas ejemplares» algunos casos típicos de esta versión picaresca de la burla de los linajes. En Rinconete y Cortadillo, el primer encuentro de los dos pícaros es motivo de algunas frases curiosas. La ceremonia desplegada en las primeras palabras de ambos habla a las claras de la ironía destilada por Cervantes. Dos individuos que no se conocen inician las presentaciones: «¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentihombre, y para dónde bueno camina? Mi tierra, señor caballero -respondió el preguntado-, no la sé, ni para dónde camino, tampoco»51. ¿Quién podía responder en estos términos a un desconocido sino alguien que, desvergonzadamente, se situaba al margen de todo prejuicio sobre el linaje? Una vez que los dos pícaros se declaran verdaderos amigos, no tienen inconveniente en descubrir la verdad de su genealogía. Rinconete habla en los términos siguientes, repitiendo el esquema ya apuntado en Lazarilllo de Tormes: «Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres viajeros que por él de continuo pasan; mi nombre es Pedro del Rincón, mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada: quiero decir que es bulero...»52. El segundo pícaro utiliza parecido criterio al presentar su historia: «Yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre; enseñóme su oficio, y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas»53. Y como siempre, una vez hecha la presentación, que es una auténtica declaración de principios, los dos compadres pueden lanzarse al camino. Como contraste con la filosofía pícara de Rincón y Cortado, Cervantes ha presentado la de Monipodio y su sociedad, estructurada con arreglo a criterios de tipo teocrático -¿no tiene un cierto aire eclesial el patio de la casa donde se reúnen?- no lejanos de los que gobernaban, según suelen denunciar los erasmistas del siglo XVI, la vida de los españoles en aquellos tiempos. Monipodio vive y se expresa con los prejuicios típicos de la sociedad española sobre el linaje. Cuando Rincón no quiere descubrirle su patria ni su familia, el hampón responde así: «Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís, porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano ni en el libro de las entradas: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron» u otra cosa semejante que, por lo menos, suena mal a los buenos oídos»54.

La obra máxima del género picaresco es el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Guzmán nos ha de dar una medida muy precisa de cómo se presenta la burla de los linajes. La obra empieza con una declaración justificativa de por qué el pícaro ha de exponer las lacras de su genealogía. Hablará de «quiénes y cuáles fueron mis padres y confuso nacimiento»55. Y añade: «Y a ninguno conviene tener la propiedad de la hiena que resustenta desenterrando cuerpos muertos, yo aseguro, según hay en el mundo censores, que no les falten cronistas [a los padres de Guzmán]. Y no es de maravillar que aun esta pequeña sombra querrás della inferir que les corto de tijera, y si temerariamente me darás mil atributos; que será el menor dellos tonto o necio, porque, no guardando mis faltas, mejor descubriré las ajenas»56. Y empieza a contar que la familia de su padre fue a residir a Génova, donde se dedicaba a «prestar dinero». En otras palabras, era de familia judía, o conversa. Su padre estuvo preso y Guzmán habla de él en un tono que hace sospechar del afeminamiento del genovés.

La aventura de éste con la madre de Guzmán, casada con un hombre de una cierta edad, permite el nacimiento del pícaro, nacimiento infamante, originado en unas relaciones ilícitas. Pero nuestro protagonista no tiene ningún rebozo -todo lo contrario- en publicar que «por la cuenta y reglas de la sciencia femenina, tuve dos padres [...]. Ambos me conocieron por hijo: el uno me lo llamaba y el otro también»57. El sarcasmo de Mateo Alemán llega al colmo cuando hace decir a su héroe: «Veisme aquí sin uno y otro padre, la hacienda gastada y, lo peor de todo, cargado de honra y la casa sin persona de provecho para podella sustentar. Por la parte de mi padre no me hizo el Cid ventaja, porque atravesé la mejor partida de la señoría. Por la de mi madre no me faltaban otros tantos y más cachivaches de los abuelos. Tenía más enjertos que los cigarrales de Toledo, según después entendí»58.

Marcel Bataillon ha dedicado frases elocuentes al tema de la honra en La pícara Justina: «El éxito de la materia picaresca -dice el ilustre hispanista francés59-, que se burla de los prejuicios de la honra externa y social (de la más trivial "honorabilidad") que los estatutos de limpieza de sangre convertían en una carrera de obstáculos [...]. Entre [... el] temor y [... la] esperanza, toda la España «honrada» vivía sometida al tormento de las encuestas genealógicas. Sobre esta situación funda su burla el sarcástico autor de La pícara Justina. En efecto, la obra del médico López de Úbeda es la burla más brutal de la pasión por los linajes que atormentaba a los españoles». Bataillon dice que «una de las provocaciones del libro más curiosas se encuentra en las numerosas páginas que la pícara dedica a su «abolengo»60. El título mismo del libro primero, La pícara montañesa, es un tremendo sarcasmo contra los que buscaban ascendientes en las montañas del norte empujados por la voz popular que excluía la presencia judía de las regiones montañesas, asturiana y vasca. Justina hace una desvergonzada muestra de un linaje capaz de hacer enrojecer al más liberal de los cristianos viejos. La pícara cuenta así la historia de sus antepasados: «Nació mi padre en un pueblo que llaman Castillo de Luna, en el Condado de Luna, y mi madre era natural de Zea [...]. Es Zea junto a Sahagún»61. Fue mi padre hijo de un suplicacionero, el cual en barajas y cestos y gastos de bergantines corsarios traía más de cincuenta escudos en trato. Él fue el que inventó traer los criados barajas, y por eso le llamaban por mal nombre el de Barajas»62. El bisabuelo de Justina tuvo títeres en Sevilla y «mi tercer abuelo de parte de padre alcanzó buen siglo. Fue de los primeros que trajeron el masicoral y tropelías a España»63. La pícara no oculta ninguna de las aficiones ni profesiones de sus antepasados. Pero donde insiste de manera más desenvuelta es al trazar las líneas genealógicas de su familia materna. «Los parientes de parte de madre -dice Justina confesando de forma abierta que eran conversos- son cristianos más conocidos, que no hay niño que no se acuerde de cuando se quedaron en España, por amor que tomaron a la tierra y las muestras que dieron de cristianos, y con qué gracia respondían al cura a cuanto les preguntaba»64. Lo que todos ocultaban, la pícara lo publicaba a los cuatro vientos bajo los títulos de «abolengo alegre» y «abolengo festivo». El padre de su madre fue barbero, su bisabuelo «mascarero», su tatarabuelo materno gaitero y tamborilero del lugar de Malpartida, cerca de Plasencia. Los padres de Justina se establecieron como mesoneros en Mansilla. Y la pícara cuenta, siguiendo la pauta establecida al hablar del resto de la familia, la muerte ridícula y vergonzosa de ambos. Al padre le mató de un «celeminazo» un caballero a quien quería robar. El episodio del perrillo comiéndose las orejas del difunto es el broche final de tan curiosa biografía. La madre murió ahogada por una longaniza. Y Justina comenta: «Lo que más sentí fue que quedó oliendo la casa a longaniza por más de seis meses»65. De esta forma completa el pavoroso cuadro de su linaje. El pícaro no cree en nada relacionado con la genealogía. Él sale al camino de la vida para contemplar a la sociedad estructurada sobre la obsesión por el linaje y para denunciar todos sus defectos.

La obra de Antonio Enríquez Gómez, converso notorio y exilado de España, lleva hasta el último extremo la precisión al enumerar los distintos miembros de la familia de su protagonista. Hemos visto en La pícara Justina dar detalles sobre padres y abuelos hasta la tercera o cuarte generación. La Vida de Don Gregorio Guadaña ofrece incluso la descripción de miembros marginales de la familia. El autor ha utilizado un orden perfecto en la enumeración y ha tenido buen cuidado en marcar a cada uno de los miembros de la tribu Guadaña con una de las profesiones predilectas de los judíos o de los conversos. La novela, que literariamente puede tener defectos demasiado evidentes, es, desde el punto de vista de la burla de los linajes, de una contundencia notoria. Me limitaré a citar, del capítulo primero en que «cuenta Don Gregorio su patria y genealogía», cada uno de los elementos del linaje:

-«Yo, señores míos, nací en Triana [...] Mi padre fue doctor de Medicina, y mi madre comadre; ella servía de sacar gente al mundo, y él de sacarlos del mundo; uno les daba cuna, y otro sepultura. Llamábase mi padre el doctor Guadaña, y mi madre la comadre de la Luz»66.



-«Un tío mío, hermano de mi padre, era boticario, pero tan redomado, que haciendo un día su testamento, ordenaba que le diesen sepultura en una redoma por venderse por droga»67.



-«Tenía mi madre un hermano cirujano; era la llave de mi padre, y con ella abría todo el lugar. Llamábase Quiterio Ventosilla»68.



-«Mi abuelo por parte de padre era sacamuelas; llamábase Toribio Quijada69, y desempedraba una y aun dos a las mil maravillas»70.



-«Mi abuela, por parte de madre, se llamaba Aldonza71 Cristel, y tenía por oficio ayudar con ellos a las damas»72.



-«Una prima hermana mía, hija de mi tío el cirujano Ambrosio Jeringa, era maestra de niñas; llamábase Belona Lagartija, y era tan extremada en todo género de costura, que labraba un enredo de noche sobre la almohada tan bien como de día le zurcía»73.



-«Un primo mío, hijo de mi tío el boticario Ambrosio Jeringa, era alquimista; llamábase Crisóstomo Candil, y sólo le faltaba quemarse a sí para hallar la piedra filosofal, porque él lo era»74.



-«Mi bisabuelo, por parte de padre, era saludador, y su mujer Casilda Pomada»75.



-«Mi bisabuela tiraba por otro rumbo; era barbera de las damas; quiero decir, que les quitaba el vello, y a veces el pellejo»76.



Por si la larga enumeración de su linaje no era suficientemente significativa de su manera de entender la vida, Gregorio Guadaña termina el capítulo primero de su vida confesando de manera explícita la norma de su conducta: «Estos fueron los más honrados de mi linaje, de cuyos oficios saqué mis armas [...] y si tengo nobleza, lo dirán mis obras en el discurso de mi vida, pues a mi flaco juicio el más bien nacido fue siempre el que vive mejor»77.

La cita ha sido larga pero su contenido lo merece y no exige ningún comentario adicional. Enríquez Gómez descubre la razón explicativa de la existencia en la novela picaresca de las genealogías de los protagonistas. No se trata de una pura tradición literaria, vacía de contenido humano y capaz de arrancar de la literatura decadente latina. Es la solución dada por los conversos al problema planteado por la presentación literaria de la burla de los linajes78.

Hemos visto la figura del campesino grotesco exhibiendo su ridícula genealogía en el teatro primitivo. Y hemos estudiado el tipo del pícaro mostrando desvergonzadamente las lacras de su linaje. Una y otra fórmula son el haz y el envés literarios del ataque que los escritores conversos lanzaron contra el orgullo de la sangre limpia, que se había transformado en cimiento sólido de la sociedad española de los siglos clásicos, al mismo tiempo que dejaba al margen de ella a muchos de sus hijos más ilustres, a buen número de intelectuales de origen converso.





 
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