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ArribaAbajoNota bibliográfica

(Julio, 1889)


El año pasado (1888), por IXART.- Barcelona


Mientras la mayor parte de nuestras capitales de provincias mandan a Madrid casi toda la fuerza intelectual y artística de su genio, y se quedan, con pocas excepciones, en manos de medianías, modestas o no, bien halladas con pensar y sentir poco y atrasado; mientras la misma Sevilla vive soñolienta de recuerdos algo mustios, Barcelona, que no parece España, florece en letras y en cuanto las ayuda (material o moral), seria y trabajadora, legítimamente enamorada de sí misma, para animarse con este amor propio, tan fecundo cuando es de todo un pueblo, a nuevas empresas, a más esfuerzos, a más rica y variada vida.

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Por lo que toca al pensar, y al escribir, y al amar y buscar las obras que deben su belleza al hombre, Barcelona, además de cultivar sus propios fueros artísticos y científicos, y trabajar en la historia reflexiva, y documentada de su actividad poética, en todo lo que llaman algunos autores alemanes lo pragmático, y en la de su tradición poética y científica, y además de procurar enriquecer estos caudales con una viva y vigorosa literatura regional contemporánea, atiende con intensa atención, y sin pereza para procurarse los medios de atender, al movimiento general de la cultura, y no sólo a la literatura nacional, sino a ese otro elemento, cada día más importante, del espíritu científico y artístico cosmopolita, mejor, de universalidad intelectual, que, como el del derecho, también universalizado, va extendiendo su influencia irresistible cada vez a más objetos, cada vez a más países.

La serie de cronicones literarios, artísticos, científicos, y aun algo más, que desde hace tres o cuatro años viene publicando con tan buen éxito el muy discreto y elegante escritor barcelonés señor D. J. Ixart, es una buena prueba, por dos conceptos, de este adelanto envidiable de la cultura en la capital catalana. Cada año, la Barcelona activa en las artes liberales da ocasión al Sr. Ixart para escribir un libro bien abultado, repleto de asunto,   -169-   no como tantos otros donde las ideas y las narraciones o descripciones de cosas interesantes recuerdan los garbanzos de la olla del famoso Cabra, aquellos tristes garbanzos que naufragaban en un mar de caldo. No: no flotan en un mar de palabras los sucesos importantes de la vida del arte o de la ciencia en Barcelona, que sirven de exclusivo tema a estas colecciones del crítico barcelonés.

Mas no se entienda que tales libros, si avaros de palabras, por llenarse con hechos, no abundan también en ideas. Estas crónicas de Ixart son obras de verdadera crítica muy a la moderna; y este era el segundo concepto por el cual El Año pasado del distinguido colega catalán me parecía buena prueba de lo que vale y adelanta la Barcelona que estudia, medita y saborea el arte. En efecto: es el Sr. Ixart un crítico que revela en cuanto escribe, no sólo un talento notable, un juicio y un gusto espontáneos y equilibrados, seguros y amplios, sino cualidades del ambiente intelectual en que vive, las cuales lleva como pegadas al cuerpo de su estilo, y nos hablan de una seria cultura, de un razonado criterio moderno, de una educación armónica, de relaciones constantes con la civilización más perfeccionada de los centros europeos; todo lo cual el individuo, por mucho que valga, no puede adquirirlo por sí solo; y con tenerlo,   -170-   nos indica que en rededor suyo hay elementos suficientes que le permiten asimilarse la sustancia de esta clase de vida.

Y cuenta que yo concedo mucho, en un hombre como Ixart, al esfuerzo espontáneo, puramente individual, y aun en muchas cuestiones de ideas y de gustos, podríamos encontrarle luchando con gustos y con ideas predominantes en su pueblo; pero con todo esto, al brillar, para provecho de su fama, como escritor seriamente instruido, sincero, franco, sencillo, perspicaz, tolerante y experimentado en la observación y el gusto, brilla también para honrar a su patria, a la que mucho debe, de lo que en la educación y en el roce constante de la vida social sirve para preparar el florecimiento de esta clase de facultades y dones del espíritu. Además, no está solo Ixart, ni con mucho. Son varios los críticos catalanes nuevos que podríamos ofrecer como la nata y flor, en este orden, de una cultura fuerte, expansiva, activísima, entusiástica; rueda engranada ya en la gran maquinaria de la vida nueva del mundo propiamente civilizado, y que es movida por el motor universal que algunos españoles desdeñan, y que es el único que tiene fuerza suficiente, por la solidaridad del mecanismo, para llevar por el camino del progreso la pesada masa de los pueblos perezosos.- Sí: en estos escritores catalanes, en los de esta clase, se nota   -171-   algo que parece extranjero, y que se ve en muy pocos de las otras tierras españolas, aunque sean superiores a los catalanes por otros respectos.- Yo, que no soy etnógrafo ni por asomos, y en punto a los orígenes, caracteres y movimientos de las razas no sé más que cualquiera de esos señoritos que suelen hablar de estas cosas en los Ateneos, por haber leído lo que debe leer toda persona medianamente culta; yo, que no podría jurar, ni demostrar llegado el caso, que somos los habitantes de esta Península tan negramente africanos como pretenden algunos escritores, v. gr., el muy discreto portugués Oliveira Martins, no vacilo en confesar que me parece muy verosímil esta teoría de lo bereberes que somos por acá, cuando considero los muchos resabios que nos quedan del clásico orientalismo que se cifra, para nosotros, en el placer paradisíaco de vivir echados a la bartola, cuidando tan sólo de no perder este sello nacional que tan bien nos sienta y tanto nos distingue. Todos los inconvenientes y defectos que de esta pereza nacional se originan, vienen a dar, de reflejo en reflejo, de influencia en influencia, a nuestra política, a nuestra religiosidad (no a nuestra religión, que no es nuestra, y es otra cosa), a nuestras costumbres de la vida ordinaria en sociedad, a nuestra literatura y a nuestra... ciencia, como si dijéramos. Pues bien: estos críticos catalanes de ahora se diferencian   -172-   de sus congéneres de Castilla, por regla general, en parecer menos... berberiscos; en recordarnos más la actividad formal e inteligente de la Europa occidental que las vaguedades poéticas del dolce far niente orientalesco, agravado de un tinte africano, que hemos convenido en atribuir como característica al genio de nuestra raza. Estos críticos son menos españoles que nosotros, y de camino son menos holgazanes.- En el Sr. Ixart, como en el Sr. Sarda, como en el Sr. Opisso, por poner pocos ejemplos12, se nota, a poco que se les lea, esa influencia, para mí, en general, saludable, de lo que podríamos llamar las modernas humanidades francesas; influencia que en escritores tan instruidos y discretos no es absorbente, exclusiva, ciega, sino que les deja libre el criterio para juzgar y comparar, y meter también los ojos del alma en lo que hacen los ingleses, los alemanes, los italianos, los rusos, los americanos, etc. Para encontrar en la crítica castellana conocimientos de tal extensión y la lucidez que engendran, es necesario elevarse a los maestros, a los Valera y   -173-   Menéndez y Pelayo; pero es claro que no es con estos con los que yo quería comparar ahora a mis catalanes, sino con otros que no se creerán menos que Sardá, Opisso, Ixart, etc., y que no lo son en muchos respectos, pero sí en este de la cultura, de la comunicación constante con el movimiento intelectual del extranjero, mediante estudio atento, bien guiado, reflexivo, y cuidadoso de la necesaria, indispensable selección que, como en tantas otras cosas, no puede faltar en esta, sin graves perjuicios, estancamientos y podredumbres.

Entusiasmarse hoy con el krausismo, mañana con el positivismo; ser ahora idealista en el arte, luego naturalista, y andar yendo y viniendo de todo a todo, de aquí para allá, no es dejarse influir y robustecer por los cuatro vientos del espíritu, sino dejarse llevar como arista o vana pluma por el primer soplo de aire que pase. Pero, en fin, no se trata aquí de insultar a nadie, y recojo velas y me concreto al Sr. Ixart y a su libro.

Todo lo que este tomo y los anteriores, y otros escritos públicos y privados del Sr. Ixart me han hecho pensar y sentir, no he de decirlo ahora, sino cuando escriba el largo estudio o ensayo, que estoy rumiando, acerca de la crítica moderna, principalmente en España y en Francia. Allí tiene el autor de El Año pasado su puesto correspondiente, como lo tiene Armando Palacio, por razón   -174-   de su prólogo de la preciosa novela La Hermana San Sulpicio.- No extrañe, pues, Ixart no ver aquí un examen más detenido de su talento, de sus opiniones y tendencias en la crítica. Sin esta aclaración, no sería injusto pensando mal de mí al ver que no digo lo que de fijo sabe él que tienen que haberme hecho reflexionar sus artículos y sus cartas. Ya sé yo que él sabe que yo sé, no flaquezas suyas, sino excelencias de su espíritu.

El año 1888 fue de excepcional importancia para Barcelona, gracias a la Exposición universal; y era asunto obligado para Ixart en su crónica este famoso concurso que tanto honra a su pueblo, pues el escritor polígrafo tenía que recoger muchas notas de tan solemne manifestación de la actividad humana. Pero además del asunto que indirectamente le ofrecía la Exposición, como tal, se encontró con materia para varios artículos en cierto género de fiestas de la inteligencia que sirvieron de digno acompañamiento y oportuno adorno al gran alarde industrial. Las sociedades científicas, literarias y artísticas celebraron sesiones memorables, en que se discutieron graves asuntos de su incumbencia respectiva; se dieron conferencias por autores más o menos ilustres, y, lo que interesaba más, en días de gala se oyó la voz de los prohombres españoles que, como si también asistieran   -175-   a un concurso, fueron dejando en Barcelona ecos y recuerdos de su elocuencia y de sus conocimientos.- Añádase a esto que el género literario más propio de estas grandes reuniones de los pueblos, el género social por excelencia, el teatral, también aprovechó la ocasión para presentar sus atractivos al público numeroso y ávido de emociones gozadas en común; y todo ello tenía que reflejarse en el libro de Ixart, si había de ser fiel a su propósito.

Por esta misma abundancia de materias, y por cierto como bullicio que todavía parece escucharse por aquellas páginas tan llenas de resonancia, de óperas, dramas, discursos, concursos, etc., etc., tal vez no es El Año pasado (1888) el tomo de la serie más a propósito para conocer bien a su autor y para juzgar a Barcelona en circunstancias ordinarias.

Sin embargo, en toda clase de asuntos está Ixart todo él, y en una de estas clases está Barcelona como suele ser; esta última clase es la que corresponde a la crítica de las obras literarias catalanas del año último; aquí no se trata de la Exposición, ni de su influencia (fuera de alguna excepción), sino del natural movimiento de este renacer de las letras regionales, por el cual Barcelona se muestra legítimamente orgullosa.

El Sr. Ixart es en este punto uno de los críticos más dignos de ser leídos, por quien quiera conocer,   -176-   sin miedo a exageraciones en ningún sentido, el verdadero valor de la literatura catalana actual. Es imparcial nuestro escritor, sin dejar de ser patriota; es competente; sabe lo que es en su pormenor, que no es tan fácil estudiar como parece, la historia de las letras de su patria; penetra con intensidad el valor local de aquella poesía; pues es claro que entiende y siente de veras el catalán (¡cuantos no podremos decir jamás lo mismo, al menos sinceramente!), y es esta condición indispensable para tal empeño; y además aplica al juicio de las obras que producen sus paisanos un criterio ilustrado con la meditación y la erudición necesarias para comprender en su generalidad los problemas estéticos.- En Ixart, gracias a este cosmopolitismo del gusto, no encontraremos uno de esos fanáticos del regionalismo artístico, que son verdaderas plagas en todas las regiones. Para él rara vez serán admirables esas medianías provincianas que el convencionalismo de los patriotas del cantonalismo literario quiere imponernos como portentos de ingenio y de sabiduría.- No diré yo que todos los escritores catalanes que, siguiendo la corriente, Ixart alaba mucho, valgan tanto como él dice; acaso se deja influir un poco en esto por la opinión predominante en su tierra; pero, en general, es justo, es prudente, rebaja lo que hay que rebajar, sin hacer alarde de esa frialdad y sequedad de espíritu   -177-   que algunos críticos creen indispensable para repartir premios y castigos debidamente.

Diré que en otras dos clases de asuntos se ve a Ixart, como es ordinariamente, sin salir de este tema del año excepcional para Barcelona. Una de esas clases es la que comprende los trabajos académicos de los mismos catalanes, la que contiene las conferencias dadas por Ixart en círculos notables de aquella capital acerca de asuntos de estética.- Esta parte de su libro es la que más me ha llamado la atención y la que me ha sugerido las reflexiones que van al principio respecto de los críticos nuevos barceloneses. Asimismo, de ella tratará lo más de cuanto he de decir con respecto a nuestro crítico cuando tome en consideración sus doctrinas y tendencias al examinar las variaciones de la crítica contemporánea.

Lo que anticiparé aquí es la alabanza que Ixart merece por sus opiniones, y por los razonamientos en que las funda, acerca de las artes particulares y su respectiva substantividad que exige conocimientos y gustos especiales. Este punto del especialismo técnico es de mucha importancia, y entre nosotros nunca se insistirá bastante en distinguir asunto de asunto, arte de arte, pues la general ignorancia y la despreocupación, su hija natural, arrojan a muchos a las vaguedades de la crítica recreativa, a la confusión de los tópicos seudo-filosóficos   -178-   de estética general; y así, v. gr., es lo más frecuente oír hablar de música aplicándole el tecnicismo de la pintura, y viceversa. Menéndez y Pelayo, en el hermoso monumento, que así puede llamarse, que está levantado a la erudición española con su Historia de las Ideas estéticas en España, comprendiendo lo mucho que importan estas distinciones, insiste una y otra vez en examinar la riqueza y variedad de la estética, y en poner de relieve lo complexo y difícil de su estudio, si ha de ser serio, pues exige especiales conocimientos y experiencias de artes diferentes, los cuales, sin perjuicio de sus principios comunes, puede decirse que son otros tantos mundos bien distintos. Ixart, con originalidad y fuerza de argumentación, trata esta misma materia y otra que con ella se da la mano, que viene a ser la misma, mas no ya referida al filósofo de la estética y al crítico del arte, sino al mismo artista; por ejemplo, al pintor que en el cuadro aspira a algo más que al elemento plástico propio de su material, y atiende a lo que puede llamarse la pintura literaria. Esta cuestión tan interesante de las relaciones de las artes, que por diferentes respectos ha merecido llamar la atención de escritores como Taine, Hanslich y tantos otros; que es una de las de más actualidad, pues llevan hacia ella el interés del público: los músicos que pintan, los escritores que pintan también,   -179-   los músicos que filosofan, etc., etc., la estudia Ixart con un criterio prudente, ilustrado y de gran lucidez, estableciendo todos los distingos necesarios, pues no puede resolverse tan de plano como parece. Es fácil hacer lo que hace Taine, por ejemplo, y con él tantos aficionados de la pintura; no ver en esta apenas más cualidades que las que se refieren a lo que es su característica, sin duda, en el arte. Más fácil, y de peor efecto todavía, es echar por el atajo opuesto, y, con pretexto de que alguien ha dicho que la pintura es romántica, pedirle más idea y más infinito y más claire de lune de los que, en efecto, tolera su condición; pero lo más difícil, y lo único justo, es no exagerar ninguna de estas tendencias, reconocer a cada cual sus títulos y razonar el por qué de este temperamento, que no es un eclecticismo, ni menos un término medio, abstracto, matemático, sino obra de una estética más profunda, más prudente, más filosófica en suma, que la que inspira los extremos señalados. Es claro que Ixart no se detiene en este punto todo lo que la importancia de la cuestión exigiría en un Tratado de estética de las artes, en el capítulo de sus relaciones; pero lo que apunta sobre el caso me parece que revela la seguridad, fijeza y amplitud de sus ideas respecto de la expresión de lo bello por el hombre, según los distintos medios inventados; y ciertamente tan delicado   -180-   asunto es de los de prueba para penetrar si hay en un escritor sistema, verdadero sistema, de crítica de arte; y en Ixart pienso que se encuentra tan rico venero. Por último: la tercera clase de artículos que nos dejan ver en El Año pasado (1888) al Ixart de siempre, no al que trata, por ocasión excepcional, de cosas muy lejanas de la crítica literaria y artística, es la que tiene por objeto examinar lo que han dicho y hecho, principalmente dicho, en Barcelona, los personajes españoles que la visitaron durante su famoso Concurso.

En este particular, tendría que detenerme mucho más de lo que consiente una nota bibliográfica, para explicar por qué me parece mal algo de lo que el crítico catalán dice de algunos de nuestros oradores, y por qué me parece muy bien lo que dice de otros, v. gr., del Sr. Romero Robledo.

Es más fácil estar de acuerdo en las doctrinas que en el juicio que merecen las personas. El señor Valera me escribía en cierta ocasión: «Si usted y yo hiciéramos un catecismo de estética, lo haríamos muy semejante, y, sin embargo, al juzgar a los poetas, novelistas, etc., casi nunca estamos de acuerdo». Como el Sr. Valera sabe mucho y vale mucho, y yo no sé ni valgo nada, es claro que el catecismo de la estética que escribiéramos los dos no podría parecerse tanto como él dice; porque el suyo sería bueno y lo publicaría, y el mío, que tenía   -181-   que ser malo, empezaría por no escribirlo; pero lo que sí es cierto, es que al juzgar a los poetas, nos separamos muchas veces más que lo blanco de lo negro.

La aplicación de la crítica al juicio de las obras individuales, sobre todo de las obras de los contemporáneos, es como la política con relación a la ciencia del derecho político. Para juzgar a los artistas, especialmente a los de nuestro tiempo, y en particular a los de nuestro país, hemos de tener en cuenta multitud de consideraciones de oportunidad, propiamente política, que no todos entendemos de igual modo. Y véase el ejemplo: unos creen que se debe estrechar la manga para los maestros, y después dejarlos que ellos se hagan su crédito futuro; y en cambio abrir la manga para los aprendices y tragárselas como puños, y ponerlos por las nubes por lo pronto, para que todo el mundo los vea. Otros creen que se debe medir por un rasero a todos, y que13 el defecto que se encuentra en un artista insigne debe ponerse a la vergüenza, y aprovechar la ocasión para decirle al tal señor, por si está engreído, que originariamente todos somos iguales..., etc. Hay otros... y otros muchos criterios, entre los cuales está el que yo sigo, y por haberlos, resulta que muchas veces los que piensan lo mismo de una doctrina, piensan de modo muy diferente al aplicarla a las obras de un autor.

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El Sr. Ixart, que piensa de Romero Robledo lo misino que yo (no se olvide que el Sr. Romero Robledo, buenos o malos, pronuncia discursos, y es, por consiguiente, autor y artista a su modo), y es casi seguro que piensa lo mismo también del Sr. Bosch, por ejemplo, ya se va por otros senderos cuando se trata del Sr. Cánovas. No me lo niegue; el Sr. Ixart admira a Cánovas como orador. Bueno: yo no. Adelante, El Sr. Ixart también admira a Castelar...; pero, después de admirarle, dice tales cosas de él y de su discurso de Barcelona, que me demuestra que el crítico barcelonés..., ante todo, tiene mucho talento, es perspicaz, y sabe hacer distingos en la punta de una aguja (habilidad indispensable para administrar justicia crítica), pero que, lo que es a Castelar, no le ha comprendido.

Fíjese el Sr. Ixart en que, hasta ahora, no he hecho más que reconocerle méritos; desde luego supondrá que no ha de parecerme perfecto. Pues bien: las cualidades que yo creo que le faltan al Sr. Ixart para ser un modelo de crítico moderno, son las que me parecen necesarias para apreciar a Castelar en todo o en casi todo lo que vale como artista de la palabra hablada.

Cuando yo vuelva a tratar del escritor barcelonés, en el ensayo, tres veces anunciado, sobre la crítica moderna, hágame el favor el Sr. Ixart de   -183-   acordarse de lo que ahora indico, y allí verá cómo y por qué entiendo que a él, y a otros de su tierra, les falta un poco más de corazón, un poco más de fantasía, un poco más de flexibilidad del gusto, y otros poquitos más de varias quisicosas, que sentarían de perlas, acompañadas de las muchas buenas cualidades que tienen, y que yo para mí quisiera.



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(Noviembre, 1889)


Por qué no se trata aquí de ciertas novedades.- La Unión Católica, por don Víctor Díaz Ordóñez (Librería de Fe)



- I -

Lo más natural sería comenzar una revista literaria, escrita para un periódico de la índole de este, hablando de aquellas obras del arte español que más hayan llamado la atención en los últimos días; y siendo así, referirse desde luego a La Incógnita, novela que acaba de publicar Pérez Galdós; a Morriña, historia amorosa, de la señora Pardo Bazán..., y al discurso de apertura leído por Menéndez y Pelayo en la Universidad Central.

Estos serían, en efecto, en circunstancias ordinarias, los asuntos que cuanto antes emprendería yo en una revista literaria en que me propusiera   -186-   transmitir, en lo posible, al lector las más recientes y más fuertes impresiones debidas al ingenio nacional en activo servicio. Pero tengo razones, no sé si especiosas, para no decir nada, o poco más, de ninguna de las obras citadas.

La Incógnita, la novela de Galdós, no puede ser juzgada, ni aun del todo comprendida, antes de conocer Realidad, otra novela que es, más que su continuación, su complemento...; pero no un complemento sucesivo, sino... En fin, quien tiene motivo para saberlo, explica el caso diciendo que leer La Incógnita es como leer las páginas pares de un libro y no leer las impares, que están en Realidad; que esta obra, partida en dos, no lo está en el sentido de la longitud, sino de la latitud. El que no acabe de entenderlo, tenga un poco de paciencia, y espere la publicación de Realidad, obra que, por la forma, será puramente dramática, aunque no teatral, pues no cabe representarla, tal como es a lo menos. Y digo tal como es, porque yo, que cada día me voy haciendo más partidario del sí y el no y el qué sé yo en materia de gustos y otras filosofías (a pesar de que el dilettantismo ya ha pasado de moda, y lo desprecian los jóvenes de la generación germanófila francesa) en punto a que de las novelas no se deben hacer dramas ni comedias, pienso, en general, que es verdad; que lo que nació comedia, comedia debe morir, y lo que   -187-   se engendró novela, novela debe ser mientras viva. Pero este es el no. Luego viene el sí, el sí inspirado por la tolerancia y la transacción y las lecciones de la experiencia, que nos han hecho ver, sobre todo en el teatro modernísimo francés, que de algunas novelas -de otras no- se podía sacar comedias o dramas, que, si no son obras maestras, resultaban, por lo menos, espectáculo muy divertido y nada grosero; y algo es algo. Pues bien: de acuerdo con esta mi segunda opinión, me digo a veces: ¿por qué no se convertirán en cosa de teatro muchas de las novelas de Pérez Galdós? Debiera intentarse aquí, con lo que se ha llamado nuestro naturalismo, lo que a veces con buen éxito y siempre con gran afán ensayan en París Zola, Daudet, Edmundo Goncourt y otros.

Mas tal asunto merece especial atención y estudio, y acaso se trate de él otro día.- Es claro que La Incógnita, a pesar de todo lo dicho, merece ya elogios desde ahora; el Galdós de siempre está allí. Pero no es en el capítulo de los elogios donde podría estar el peligro de equivocarse, sino en el de los reparos.

Algunos, tal vez puedan convertirse en sentencia firme, a pesar de Realidad; pero otros que se me ocurren, tengo la esperanza de que han de hacerse humo después de leída la novela dramática en cinco jornadas, que el corresponsal de Infante   -188-   tuvo guardada entre ajos y otras golosinas en un arca. La cual arca me parece que ha de ser simbólica, y representar, por un lado, el mundo pícaro y real, lleno también de ajos y cebollas; y, por otro, el cartapacio en que el clásico aconseja guardar los escritos literarios mucho tiempo, antes de publicarlos.

Pero ya que, por todo lo dicho, no se habla aquí de La Incógnita, me permitiré la indiscreción (que por supuesto no lo es, sino en el estilo de los revisteros) de decir algo del autor, de Pérez Galdós. D. Benito, además de ser nuestro primer novelista, es uno de nuestros primeros viajeros. Sus viajes suelen ser peregrinación a la patria del genio, o a los lugares por él consagrados. En la famosa ciudad alemana en que Schopenhauer puso su cátedra de pesimismo, Galdós visitó el comedor famoso de la fonda en que el ilustre loco (según Lombroso) estudiaba muestras de la humanidad ambulante, comía buenos bocados y daba al mundo el singular espectáculo de un Jeremías de la bonne compagnie. Tal vez pensando en Schopenhauer se le ocurrió a Galdós escribir esta Incógnita, que no se debe juzgar hasta que se haya leído otro libro, y entonces se pueda... volver a leer La Incógnita. Digo esto, porque, según recordarán muchos, en el prólogo del Mundo como voluntad y como representación, Schopenhauer advierte   -189-   al lector ligero de cascos que no le va a entender, si antes no ha leído y entendido la Crítica de la Razón pura de Kant, varias obras del ilustre pesimista... y el mismo libro cuyo es el prólogo en que esto se advierte; es decir, que el Mundo como voluntad, etc., no se entiende bien hasta la segunda toma. ¡Pobre novela de Galdós, si no hubieran de entenderla más españoles que los que hayan leído y entendido... la Crítica de la Razón pura!

Este verano, el autor de Gloria ha hecho su tercero, o cuarto, o quinto viaje a Inglaterra. Él es como aquel personaje anglómano que en Fortunata y Jacinta se muere de apoplejía. Sí el temperamento de Galdós le permitiera ser extremoso en algo, lo sería en su cariño a todo lo inglés. Su peregrinación de este año ha sido al pueblo que vio nacer a Shakspeare14. D. Benito dice de Stratford-upon-Avon, que es hoy para los ingleses un Lourdes del arte, un Lourdes, no de rosarios y agua santa, sino consagrado al genio literario; un Lourdes donde hasta los cuartos de las fondas tienen los nombres de los héroes de Shakspeare, y se llaman Hamlet, Shilock, Otelo, etc. La impresión que a nuestro novelista han causado estos   -190-   lugares santos del genio inglés, podremos conocerla en un artículo que Galdós ha dedicado al asunto.




- II -

De Morriña, la novela o historia amorosa de doña Emilia Pardo Bazán, no puedo hablar, porque, contra su costumbre, la ilustre escritora no me ha honrado a estas horas todavía con un ejemplar de su último libro. Lo he visto en la tienda, y, lo que es por fuera, es precioso, digno de la casa de los Sucesores de Ramírez, que sabe dar a las obras del ingenio rica y digna vestidura, por caro que le cueste.

Mas me consuela de esta ignorancia mía, y de sus consecuencias, la convicción de que a estas horas pluma mejor cortada que la que yo manejo (en las frases hechas no hay progreso, las plumas siguen siendo de ave), estará pergeñando un artículo como quien teje una corona de laurel, para premiar la primorosa labor de la más insigne mujer de letras entre las que tiene España. En Madrid o en Barcelona, tal vez en París, espíritu más despierto, joven, entusiástico y ardiente en el alabar lo bello que el mío, ya fatigado, descontentadizo, y acaso enfermo, estará fabricando ya el merecido elogio de Morriña, alabando, como si lo   -191-   viese, la hermosa copia de un pedazo de la realidad, que de fijo habrá en esa novela; y poniendo por las nubes, en su sitio, el estilo y el lenguaje de la ilustre estilista, fecunda como el Tostado, y activa, no como la ardilla de la fábula, sino como el generoso alazán que, dócil a espuela y rienda, se adestraba en galopar, según el maestro Iriarte. (Escrito lo anterior, recibo Morriña. Bueno; pero ya es tarde. Dejémosla para otra vez.)




- III -

En cuanto al discurso de Menéndez y Pelayo, que es una maravilla de erudición de primera mano, de talento en el decir, de penetración, originalidad y fuerza en el pensar, de seguridad, claridad, concisión y precisión en el expresar doctrina ajena, sería una verdadera profanación atreverse a hablar aquí, olvidando mi incompetencia, y que fuera desflorar un asunto, que debe dejarse intacto para algún varón docto y agudo, el decir de prisa y corriendo las cuatro vulgaridades que sobre el platonismo y su influencia en España, a mí, de mi cosecha, se me pudieran ocurrir.

Pensando en ese discurso de apertura, sólo se me antoja exclamar: ¡Qué pocas veces estos trabajos académicos son en nuestra tierra dignos de que los lean los sabios extranjeros! ¡Qué pocas   -192-   veces, aunque no lo crean algunos jóvenes estudiosos y a la larga vulgares y ramplones, en el Paraninfo de nuestra Universidad Central han resonado, en tales solemnidades, palabras dignas de meditación y de ser archivadas en la memoria! El discurso de Menéndez y Pelayo es una de esas pocas aves raras, y al mismo tiempo, es un ave del paraíso, por lo hermoso de su plumaje.

En un libro, de que voy a hablar más adelante, dice un crítico francés, tratando del sabio santanderino: «Menéndez y Pelayo es la cabeza más fuerte de la actual juventud literaria castellana». Verdad.




- IV -

Lo que va sucediendo en nuestra sociedad española con los intereses religiosos y morales, se parece a lo que allá en Bélgica aconteció cuando el partido liberal luchaba por imponer a los católicos la secularización de la enseñanza primaria. M. Goblet d'Alviella, antiguo miembro del Parlamento belga, refiere que el cardenal Deschamps tuvo por entonces una conversación con un personaje oficial, masón, que se dejó convencer por el Prelado, que decía ser imposible en las escuelas la neutralidad religiosa, comprometida del mismo modo si se hablaba del cristianismo que si no se   -193-   hablaba. Cuando apareció el programa de enseñanza histórica, donde no se decía palabra del cristianismo, el mismo Cardenal escribió: «Esto es, no sólo una necedad, sino una estupidez». Ciertamente; y a una estupidez por el estilo tienden nuestras costumbres actuales, que han hecho hasta de buen tono, y como signo de distinción, esa neutralidad religiosa que consiste en no hablar nunca de las cosas de tejas arriba, ni siquiera de lo religioso, en lo que tiene de asunto de tejas abajo. Este es el mejor término medio que se ha sabido encontrar para huir de los dos extremos viciosos que se pueden cifrar en El liberalismo es pecado, y en el ¿Puede un católico ir a la Exposición de París? por el lado de los fanáticos a la antigua, y en las lucubraciones de El Motín y de Las Dominicales, por el lado de los fanáticos a la moderna.

Malos, sí, muy malos son los extremos; pero el término medio de la neutralidad social es ridículo, falso, insostenible. Que en esta España, que ha vertido tanta sangre, propia y ajena, por la Religión católica, de la noche a la mañana dejemos de pensar en el catolicismo, y en general en toda religión positiva y aun en toda religión; que cada cual guarde sus creencias para el retiro de su alcoba, como si fuesen enfermedades secretas, y ante el mundo practiquemos la tolerancia de la   -194-   neutralidad de la escuela belga, que consiste en prescindir del cristianismo en la historia, mutilando el espíritu propio y ayudando a la mutilación de los demás espíritus..., es absurdo; es una pretensión grotesca, que, como se saliera con la suya, convertiría a los españoles en una clase de africanos bastante temibles.

El laicismo general, predicado y aplaudido así como suena por los liberales a la violeta, corre parejas en materias religiosas con el romancismo de los antihelenistas y antilatinistas en materias de enseñanza.

La tolerancia universal, la verdadera secularización religiosa, no ha de ser negativa, pasiva, sino positiva, activa; no ha de lograrse por el sacrificio de todos los ideales parciales, sino por la concurrencia y amorosa comunicación de todas las creencias, de todas las esperanzas, de todos los anhelos. Mientras callamos todos en materia religiosa, no aprendemos a ser tolerantes; como no aprende esgrima el principiante mientras no hace más que mirar al maestro, puestos ambos en guardia; para aprender, han de chocarse los aceros. Una sociedad es tolerante cuando todas las creencias hablan y se las oye en calma; no cuando hay esta calma porque callan todas. Sobre todo, en nuestro país, huir del problema religioso por el silencio, por el non ragionar di lor, es imitar al   -195-   avestruz, que huye del enemigo escondiendo la cabeza en la arena. El pensamiento libre en España debe recordar que no lleva vencido al tradicionalismo autoritario por la fuerza de las razones, sino por la fuerza de los hechos. Compárese la fuerza de pensamiento que España ha consagrado a su religión secular con la que ha dedicado al libre examen, y se verá que la desigualdad es enorme.

No basta contar con lo que se ha pensado en otras partes, con la victoria debida, casi pudiera decirse, a la rotación del progreso. Contra esta clase de argumentos salen de vez en cuando gritos elocuentes de protesta, en los que parece que palpita el alma nacional ultrajada, desconocida por lo menos, enterrada en vida. No bastan la desamortización y Espartero, y después Martínez Campos, para hacer tabla rasa de la idea que se supone vencida y aniquilada. Además, todo lo que sea sarcasmos contra la decrepitud tradicionalista, contra su debilidad y derrota, son sarcasmos contra la memoria de un padre. Aprendamos de los chinos, no la inmovilidad, sino el respeto a los ascendientes. Si yo por el pensamiento libre soy hermano de todos los liberales del mundo, soy hermano de todos los católicos por mi españolismo.- Los que son capaces de convertirse, a fuerza de abstracciones fabricadas con odio, en enemigos   -196-   verdaderos de los fieles de la Iglesia, vienen a ser creyentes al revés, como los poetas blasfemos, pues miran en la tradición religiosa, católica, no una obra puramente humana, que revela infinitos sacrificios, mares de amor y de inteligencia, y de energía, sino la obra de un poder sobrenatural aborrecido, de un demiurgo contrario a la propia idea y a las propias pasiones. Los que persiguen con rencor, que sería cómico si no fuera repugnante, a los partidarios del cristianismo histórico, conservan, sin darse cuenta de ello, respecto de su teología y teogonía, supersticiones negativas, como las de aquellos cristianos primitivos que veían sin querer en sus enemigos Júpiter y Venus dioses falsos..., pero dioses.- Nuestros librepensadores confesos, debieran pensar que para ellos el Dios de los católicos no debe ser un Dios enemigo, sino un esfuerzo vigoroso del espíritu humano, del espíritu humano trabajando siglos y siglos en las razas más nobles del mundo; una idea que progresa a través de símbolos y confesiones teológicas y morales. Desde este punto de vista, yo no concibo un buen español, reflexivo, que se considere extraño al catolicismo por todos conceptos. ¡Ah!, no; sea lo que sea de mis ideas actuales, yo no puedo renegar de lo que hizo por mí Pelayo (o quien fuese), ni de lo que hizo por mí mi madre. Mi historia natural y mi historia nacional me atan   -197-   con cadenas de realidad, dulces cadenas, al amor del catolicismo... como obra humana y como obra española. Yo todavía considero como cosa mía la catedral labrada y erigida por la fe de mis mayores; en ella penetro sin creerme profano; yo no escucho allí la voz de Mefistófeles que me dice: ¡Oh, tu non dei pregar!- Rezo a mi modo, con lo que siento, con lo que recuerdo de la niñez de mi vida y de la infancia de mi pueblo; con lo que le dicen al alma la música del órgano y los cantos del coro, cuya letra no llega a mi oído, pero cuyas melodías me estremecen por modo religioso; mi espíritu habla allí para sus adentros una especie de glosolalia que debe de parecerse a la de aquellos cristianos de la primera Iglesia, poco aleccionados todavía en las afirmaciones concretas de sus dogmas, pero llenos de inefables emociones. Sí: hoy el alma independiente, pero religiosa, llega a una glosolalia, mística a su modo, que se traduce en el dialogismo optimista y contradictorio de Renan, en el amor a la música de Schopenhauer, en la presencia de lo indiscernible en el alma, de Spencer, y en tantas y tantas formas de la poesía moderna, cuyos anhelos, cuyas vaguedades, cuyas contradicciones, cuyos nefandos contubernios de misticismo y naturalismo puede censurar y reducir a polvo tan fácilmente cualquier mediano crítico, con tal que sea de alma fría, que él llamará templada.   -198-   Cabe no renegar de ninguna de las brumas que la sinceridad absoluta de pensar va aglomerando en nuestro cerebro, y dejar que los rayos del sol poniente de la fe antigua calienten de soslayo nuestro corazón. Todo el pasado bien vale una misa. Y adviértase que no hay más que un modo de decir misa; pero hay varios modos de oírla. Cuando en el altar se eleva la Hostia, el creyente al pie de la letra, ve el cuerpo de Jesucristo; otros creyentes que hay de otro modo, ven a Jesús en la última cena, y a San Juan, el discípulo amado, que apoya su cabeza en el hombro de Jesús, y de Él recibe el pan que ata los corazones; y ven a San Pedro que, al separarse del Señor pocas horas después, para siempre, queda con la obsesión de su resplandeciente imagen grabada en el cerebro para toda la vida, y la ve flotar en las nubes, y resbalar en Genezaret sobre las aguas.

Y más ve y más oye el que oye misa bien; ve la sangre de las generaciones cristianas: y el español ve más: ve la historia de doce siglos, toda llena de abuelos, que juntaron en uno el amor de Cristo y el amor de España, y mezclaron los himnos de sus plegarias con los himnos de sus victorias. Separar la Iglesia del Estado, eso se dice bien; y se hace, pero con una condición: que el Estado no tenga otro nombre propio ni la Iglesia más apellido; pero si ese Estado es España a los   -199-   cuatro días de sus guerras civiles, y la Iglesia, la que tiene por patrón a Santiago, entonces el buen gobernante debe procurar no hender el añoso árbol; no dividirlo con hacha fría y cruel..., porque se expone a que las mitades, violentamente separadas, se junten en choque tremendo y le cojan entre fibra y fibra. Es mejor injertar que todo eso. Injertar en la España católica la España liberal, no consiste en falsificar la libertad, ni en corromper a los católicos por el soborno del presupuesto repartido. Tampoco se trata de una obra de seducción pérfida, de una propaganda inoportuna en terreno mal preparado; se trata de practicar de veras la tolerancia; de respetar las antiguas ideas y los sentimientos que engendran, y hasta de participar de esos sentimientos, por lo que tienen de humanos y por lo que tienen de españoles.

La obra que se propuso un hombre de Estado español, el Sr. Cánovas del Castillo, al atraer al campo liberal las huestes del tradicionalismo, era algo más trascendental en su pensamiento, tal me complazco en creer, que una mera astucia estratégica para dividir al enemigo; su propósito quiero creer que era demostrar a los llamados carlistas que, al hundirse bajo sus plantas el antiguo régimen, lo que se hundía no era el suelo de la patria; que patria seguirían teniendo los vencidos, como si fueran vencedores, en esta España, que si cambiaba   -200-   de rumbo, no renegaba de sus tradiciones, no olvidaba su historia, ni desconocía a los hijos que amaban por excelencia el pasado. Pero si esta idea que piadosamente atribuyo al Sr. Cánovas, y de la que le creo muy capaz, era buena, era justa, era grande, los medios de que se valió para aplicarla a su política fueron torpes, contraproducentes aún más que inútiles; y el trabajo, encomendado principalmente al fogoso, pero falso tribuno católico, D. Alejandro Pidal, no fue por este comprendido sino de manera pedestre, mezquina, indigna del alto propósito: creyó que se trataba de dar colocación a los carlistas que la guerra concluida dejaba desocupados; creyó que se trataba de repartir un botín, cuando lo que había que hacer era compartir un derecho.

Los elementos más sinceramente tradicionalistas rechazaron la humillante transacción, y en vez de acelerar una solución de concordia y olvido que cada día va siendo más urgente, lo que se consiguió fue exaltar el punto de honor de muchos buenos españoles, que fácilmente pueden convertirse en peligrosos ciudadanos, a poco que se les hurgue y moleste.

Se quería unir al cuerpo de la patria un miembro que por culpas propias o ajenas venía separándose de ella más y más cada día; y lo que se consiguió fue subdividir ese miembro en partes,   -201-   que se arrojaron una contra otra en implacable guerra.

De aquí nació una literatura político religiosa verdaderamente deplorable. La mayor parte de los incorruptibles, que no contaban para animarse a la lucha más que con su fe y su entusiasmo, alimentaron el fuego de este espíritu con excesos de retórica y de lógica, con paradojas e hipérboles de su creencia intransigente, que muchas veces iban a dar al olvido de toda caridad humana. Si no era, ni es (puesto que sigue) muy edificante este espectáculo, menos lo parece el que dan los enemigos de enfrente, los llamados mestizos, entregados casi siempre a miserables comedias, en las que falta el espíritu de la verdadera fe, sin que asome el de la libertad en nada. Místicos que, en vez de rezar, solicitan empleos de los aborrecidos masones, y llenan lo que debiera ser remedo de la mística ciudad de Dios, de caciques y prestidigitadores electorales, no valían el trabajo de conquistarlo, con el pan ázimo del presupuesto; y en este punto el Sr. Cánovas debe dar su obra por fracasada. Pues los tales místicos y los otros, intransigentes e irritados por la traición y el común desprecio y los sarcasmos de muchos que se llaman liberales, y creen que es pensar libremente insultar a los vencidos, se dividen el campo de la prensa llamada católica; y en vez de elocuentes gritos   -202-   de angustia, vigorosos arranques de protesta, poéticas saudades de la España perdida, de la España puramente católica, se escuchan recriminaciones, insultos, vulgaridades lanzados de uno u otro dogmatismo de política callejera; todo ello en el lenguaje absurdo de la moderna germanía política y periodística, en la que las palabras no significan más que vagas, incoloras abstracciones, a no ser cuando se cuajan en algo concreto para ser signos de alguna grosería.

En medio de estas tristezas literarias, que son reflejo fiel de la vida mezquina, pobre y débil de los espíritus, ambiente gris y frío en que ponen tintas y frialdades lo mismo los partidarios del pasado que los que dicen esperar algo del porvenir, consuela el alma de los que imparcial y amorosamente atienden, reflexionando, al movimiento intelectual de nuestra España, tal cual voz que de tarde en tarde despierta los ecos dormidos de la simpatía estética, con notas de sinceridad, fuerza y pureza y seriedad de ideas.

Ya he dicho muchas veces, hablando de nuestra poesía, por ejemplo, que en España, ni las ideas nuevas, ni las que van al ocaso, o ya han entrado en la noche, cuentan en la juventud con entusiastas amantes que las canten o las lloren; no tenemos poetas jóvenes, propiamente poetas; y siendo España quien es, es más de extrañar, y   -203-   acaso más de sentir, que de la tumba de tantas grandezas perdidas, de tantos ideales enterrados, no salga la voz rediviva, y encarnada en un Leopardi a la española, creyente en su tristeza, que nos cantase a su modo, al ver nuestros progresos pegadizos, la melancólica queja:

...ma la gloria non vedo;



la voz de nuestro genio nacional, no sé si agotado, no sé si falto de ambiente propio en la moderna vida. No existe ese poeta de la España que fue, y, para mayor desgracia, tampoco abundan los prosistas que con toda sinceridad, pureza, discreción, fuerza de sentimiento y pensar reflexivo, serio, ilustrado, defiendan las doctrinas que en otro tiempo tanta elocuencia arrancaron a las plumas castizas españolas, y que en otros países, mucho menos católicos que el nuestro, tuvieron por paladines, en una u15 otra forma, en uno u otro sentido, a hombres como Bonald y De Maistre, Lamennais, Caponi y tantos otros.

Menéndez y Pelayo, que al principio de su gloriosa carrera literaria podía ser considerado como un hombre de estas tendencias, como un defensor de esos ideales, es hoy muy otra cosa; y en la serenidad a que su altísimo talento le ha llevado, ni olímpica ni imitada de ningún pagano, grande ni   -204-   chico; en la serenidad de su crítica y del espíritu que la anima, no podemos ver cosa que corresponda directamente a lo que estoy echando de menos.

No: ningún nombre famoso en España suena hoy, respondiendo al anhelo que han de sentir muchas almas, de que haya quien en las letras represente con vigoroso esfuerzo las doctrinas y los deseos antiguos, caros a muchos todavía.

Pues, a falta de esos nombres resonantes, digo que consuela encontrar libros como el titulado La Unidad Católica (estudios histórico-canónicos), en que su autor, D. Víctor Díaz Ordóñez, catedrático de Derecho eclesiástico en la Universidad asturiana, nos da la flor y el fruto de una fe noble, entera, incólume; espectáculo cada día más raro y para mí agradabilísimo, lleno de ternura; de una fe ilustrada y no pedantesca, de un espíritu escogido y no orgulloso, de una ciencia cristiana no anticuada y manida, si no fresca, viva, llena de las emanaciones saludables del aire libre.

Muchos falsos librepensadores, que en España achacan al Catolicismo, en general, grandes defectos que encuentran en muchos de los escritores católicos de España, debieran fijarse en que cometen con esa religión tan respetable una injusticia, tan solemne como la que cometiera quien juzgase de la ciencia heterodoxa por los disparates y desplantes   -205-   de esos librepensadores falsos a quien me refiero.

Fuera de España, el Catolicismo lucha hoy con las armas modernas; se reconoce, para las condiciones exteriores de la lucha, como uno de tantos beligerantes, y procura, sin contar con privilegios que sean ventajas políticas, buscar la superioridad en su valor intrínseco. Aun entre nosotros, algunos ejemplos tenemos de este Catolicismo, que fuera de aquí representan, v. gr., en obras recientes, el Dr. José Kopp, de Viena, y el abate Fremont, de París: algunos de los escritos, no todos, del P. Zeferino (el de la hermosa Retirada de los arzobispados), son muestras elocuentes de ese Catolicismo, que, sin dejar de ser tan puro como el que más, usa las artes de combate de la vida moderna, en condiciones de igualdad, sin exageraciones ni imposiciones que sean una perpetua petición de principio.- La Unidad Católica del Sr. Ordóñez es un libro que corresponde de lleno a esta simpática literatura. La más absoluta intransigencia en la doctrina y la más exquisita sinceridad y flexibilidad en la forma. Es que, ante todo, el Sr. Ordóñez es un cristiano muy bien educado. La cualidad que apunto como gran mérito, es mucho menos común de lo que parece. La buena crianza del Sr. Ordóñez tiene una base firmísima y honda en la caridad. No es su trato de   -206-   forma exquisita, por bien parecer, por tener gracia, por ganar amigos, por suavizar las asperezas de la vida en el roce con las gentes: lo es porque una de las formas más eficaces, y de efectos constantes y positivos, de la caridad, consiste en el trato fino, obsequioso; porque a la mayor parte de nuestros semejantes no tenemos ocasión ni medios de hacerles más favores que el de portarnos como cumplidos caballeros en las someras relaciones accidentales que la sociedad procura. Hay muchas gentes que descuidan este aspecto del bien obrar, y, reservándose ser héroes de la abnegación en algún caso de mucho apuro, que muchas veces no llega, son, en las menudencias de la vida ordinaria, es decir, en lo más frecuente y práctico, insoportables erizos o icosaedros, llenos de puntas o de ángulos.

El libro del Sr. Ordóñez tiene su primera gracia, que transciende a su elemento literario, en esta forma cortés, sencilla, sin sorpresas desagradables de temperamento fogoso erigidas en dogmas. En todo libro español, esto es un gran mérito; en libro de controversia político-religiosa, un mérito mayor; en libro de ideas absolutistas (perdone el autor el epíteto impropio) que van de vencida, es un mérito máximo.

He dicho un libro de controversia, y el que examino apenas lo es. Es más bien una elegía con argumentos. Por eso, sin dejar de ser científica, es   -207-   La Unidad Católica obra por excelencia literaria, y por eso, ni más ni menos, hablo yo de ella.

Para defender su idea, La Unidad Católica, el Sr. Ordóñez ni se entrega a las flores de cura del jardín retórico-místico, ni a las filosofías político-escolásticas, que tanto abundan en libros que todos conocemos; sus razones y su elocuencia las saca de la historia. En efecto: causas como la católica, tienen en la historia su mejor defensa; y si se trata del Catolicismo, como ley social de España, al pasado, sobre todo, hay que volver la mirada para encontrar argumentos sustanciosos.

Pero la historia que el Sr. Ordóñez conoce y aprovecha no es la de tantas fuentes vulgares, y no muy puras las más de ellas, que suelen servir para sacar de apuros a eruditos improvisados de uno y otro bando; no: el Sr. Ordóñez utiliza para su libro, y por eso lo escribe, los estudios serios, metódicos, prolijos y reflexivos de toda una vida que ahora llega a la madurez, consagrada a una vocación exclusiva, con entusiasmo y hasta celo religioso abrazada. Nosotros, los que hemos tomado a nuestro cargo combatir en público ciertas hipocresías y farsas literarias y sociales de todos géneros, y por esto mil veces tenemos que burlarnos de la mentida piedad de un muchacho listo que se aprovecha de la fe cristiana de sus paisanos para especular con ella en la comedia política;   -208-   nosotros, los que hemos dicho pestes del catolicismo a la Tartuffe de ciertos fogosos oradores, tenemos obligación de detenernos a considerar y alabar a los verdaderos creyentes, que, huyendo de las ventajas materiales que todavía procuran en España los credos a la Tamberlick, ante el público del teatro Real cantados, se recogen a la soledad de su modestia y de sus creencias pudorosas; y si por una parte no buscan el aplauso de las Poppeas de bombonera y del five o'clock tea, por otra desdeñan o perdonan los desdenes del vulgo liberalesco, y se atreven, no a ostentar, sino a sostener sus ideas viejas ante un público hostil, o, lo que es peor, indiferente, y en su ignorancia intolerante. ¡Ideas viejas he dicho! ¿Habrá cosa más anticuada que el liberalismo superficial, cruel, desmadejado, incongruente, que profesan muchos que se creen escritores y pensadores? El catolicismo y su política tradicional, clásica, lógica, bien defendida, como hoy la defienden fuera de España algunos, y como ahora la defiende el Sr. Ordóñez, no es, en rigor, idea vieja, en el sentido de caducidad: no, no es idea gastada, y que no puede ser admitida como beligerante por su debilidad senil. El catolicismo, cuando no es sinónimo de reacción, de imposición doctrinal y política, de intransigencia y ceguera en la polémica, es una de tantas hipótesis sociales, religiosas, políticas, filosóficas y   -209-   artísticas que luchan legítimamente en la vida espiritual de los pueblos civilizados de veras. El catolicismo tiene sus representantes hasta en las avanzadas de las ciencias naturales, como lo prueban varios respetables sacerdotes, de todos conocidos; los tiene en las avanzadas de las tentativas socialistas, como lo prueban recientes sucesos de los Estados Unidos, y los tiene hasta en las avanzadas de la poesía modernísima, como lo prueba el ya famoso Paul Verlaine, uno de los poetas franceses de las nuevas generaciones, más seriamente inspirado, de más ideas y de más armonía; Paul Verlaine, que es católico.

A su modo, y en su esfera, el Sr. Ordóñez, más que por el fondo de lo que sostiene, por la forma en que lo defiende, es un católico de ese género, en cierto sentido nuevo, nuevo sobre todo en España. Por lo pronto, su erudición histórica, a que me estaba refiriendo, da testimonio de este simpático modernismo; el catedrático de Derecho canónico de Oviedo ha aprendido a estudiar la historia de la Iglesia, no sólo en la obra muerta de la empalagosa y eterna apologética oficial; ha ido al mundo, a la vida, es decir, al real campo de batalla en que la Iglesia ganó sus grandes triunfos con la sangre de sus hijos y el fuego de su espíritu cristiano. La gloria de la Iglesia la cuenta la historia profana sincera, ilustrada, documentada,   -210-   hasta filosófica y artística de los modernos historiadores, mejor que los mismos cronistas oficiales, de criterio cristalizado en formas hieráticas. El señor Ordóñez conoce la historia, y la utiliza -como la escriben los Thierry, los Taine, los Macaulay, y tantos otros que son gloria de la erudición racional y sabia moderna-; pero también conoce los monumentos de historia y derecho eclesiásticos que han producido Alemania y otros países que seriamente cultivan tales estudios, como lo muestran las obras de los Rohrbacher, Phillips, Walter, Christoffe, Héfelé, etc., etc. Y al par con esta clase de erudición, tiene otro género de ella el señor Ordóñez, aquel que mejor había de parecer en un español enamorado de la España tradicional, y en un católico fiel soldado de los sucesores de Pedro; el género de erudición que consiste en haber visto con los propios ojos y haber estudiado, vigilia tras vigilia, las obras de nuestros antiguos sabios clásicos, clásicos en tal materia, desde San Isidoro a Ambrosio Morales y más acá; la erudición que consiste en haber leído y pesado, y comparado, y comentado, y aplicado a su objeto la inmensa doctrina esparcida en las fuentes legales de los cánones, en los documentos pontificios, en las colecciones de los Concilios, en decretales, concordatos, etc., etc. Este lastre, que no se improvisa, que no hubiera podido adquirir el Sr. Ordóñez si   -211-   hubiera vivido en las sacristías cortesanas y en las redacciones seudo-místicas; si hubiera consagrado al estudio de sus documentos pocas horas de cada día, durante pocos años, fue para él tarea insensiblemente realizada, un gran resultado obtenido sin esfuerzo, merced a haber convertido toda su actividad a tal objeto, para él, animado de vivísima fe, agradable, suave y natural como una buena inveterada costumbre. El Sr. Ordóñez se ha encontrado, al cabo de varios lustros de una vida ordenada, modesta, escondida, con un caudal de paz de conciencia en el corazón, y un caudal de erudición racional, metódica, en el cerebro. De estas vidas, de estas sabidurías, salen estos libros, que, aunque estén a cien leguas de nuestras opiniones, se imponen al respeto y reclaman la reflexión y el estudio. No faltará un liberal que me diga: ¿de modo que, según usted, ese señor catedrático ha demostrado la necesidad de que volvamos a la Unidad Católica?

Liberales del género a que pertenece el que yo supongo que puede hacer esa pregunta, no merecen contestación. Sólo diré, a este respecto, que mi opinión importa muy poco en el asunto de que se trata: es claro que mi opinión es que ni debe ni puede resucitar la unidad católica; pero ¿qué vale esto? Lo interesante es llamar la atención de liberales y tradicionalistas hacia libros como este del   -212-   Sr. Ordóñez, en el que muchos sectarios de uno y otro bando tienen bastante que aprender. Los malamente llamados neos pueden aprender cómo la intransigencia en el fondo de la doctrina es compatible con la serenidad, tolerancia y espíritu expansivo de la forma; cómo se pueden defender las ideas antiguas con argumentos y estilo modernos, rejuveneciendo la polémica católica con algo más que arranques tribunicios... de sacristía, con el estudio serio e imparcial de las abundantes y sugestivas fuentes históricas de la ciencia moderna. En cuanto a los contrarios, podrán aprender en la obra del Sr. Ordóñez que el enemigo que combaten, el ideal católico religioso-político, no es cosa tan baladí y arrinconada como muchos se figuran; que muchos de los argumentos con que se pretende aniquilarlo, son falsos, otros frívolos, otros verdaderas calumnias. Si la doctrina política de la Iglesia, según esta interpretación rigorosa, no debe prevalecer, no será ciertamente porque esa Religión, que tantos siglos ha vivido con fuerza y con gloria, sea un tejido de absurdos, un edificio de cartón que pueda derribar de un papirotazo un gacetillero... Hasta para afilar las armas con que se puede atacar mejor la Unidad católica, conviene tener presentes libros como el de Ordóñez.

Además, hay en él algo que a todos los buenos españoles debe tocarnos en el corazón; todo lo que   -213-   se refiere a las indudables grandezas que tuvimos y que debimos en mucha parte a ese espíritu católico-nacional, que con tanta elocuencia, sinceridad y fuerza sabe evocar el catedrático de Oviedo. Los capítulos de La Unidad Católica en que se trata de los tiempos prósperos de nuestra historia pragmática y espiritual; el VII, que se titula Decadencia de la Europa cristiana y Renacimiento de España; el VIII, titulado La espada del Catolicismo, y singularmente el que se consagra al Siglo de oro, son trozos de muy selecta literatura; y en ellos, gracias a la sinceridad y profunda fe, a su sentimiento original y fuerte del elemento estético y moral del Catolicismo histórico, el autor llega a conmovernos, a despertar en nosotros el patriotismo religioso y arqueológico; y allí donde otros muchos no han sabido cosechar más que hojarasca de lugares comunes, hojarasca de otoño, amarillenta y pisoteada, buena para hacernos renegar hasta de nuestro glorioso abolengo, el Sr. Ordóñez encuentra la novedad que traen siempre consigo la verdad de nuevo reflexionada, o la belleza y el amor espontánea y originalmente sentidos.

Sea lo que quiera de los ideales con tanto valor, y sin alardes, mantenidos por el Sr. Ordóñez, su libro me ha traído a esta situación de ánimo en que escribo, hablando de tolerancia, de patriotismo espiritual, de amor, en el recuerdo común,   -214-   de todos los españoles para todos los españoles...

¡Oh!, sí; hablemos mucho de religión, cada cual como la entienda; de la piedad antigua española, herencia de todos; y ya que por los pueblos de más cultura andan corrientes de idealismo renovado y depurado; ya que la filosofía y la historia se juntan para reconocer, una vez más, que el mundo es mucho más misterioso de lo que puede parecer a ciertos boticarios, y que el pensamiento y el corazón de los antepasados valieron mucho más de lo que opinan los asiduos lectores de Las Ruinas de Palmira (de las que se han hecho mil ediciones modernas, con variantes); ya que se habla de nueva metafísica y hasta de palingenesias de la poesía de los poetas proféticos y hierofantas, acordémonos los españoles de que en esa tradición de los idealismos consoladores y vivificantes tenemos nosotros nuestra gran leyenda: recojamos del fondo de nuestra historia el pensamiento primordial de nuestra vida de siglos, y volvamos con él a esa vida nueva que todo nos anuncia, haciéndolo servir, con las transformaciones que en nuestro espíritu han realizado los elementos nuevos de la ciencia y del arte, en la gran colaboración que se nos pide en este sursum corda que por todas partes se anhela.

Pero..., no nos engañemos. Nada de esto es popular   -215-   todavía; según algunos partidarios de tales resurrecciones, no lo será nunca, ni debe serlo. Yo creo que sí debe llegar a ser patrimonio de todos, o de los más, por lo menos, esta anhelada restauración progresiva de la vida ideal, que hoy muchos no pueden comprender más que como una reacción vulgar, hermana de otras cien veces vencidas. Lo indudable es que, hoy por hoy, esta tendencia cuasi-mística a la comunión de las almas separadas por dogmas y unidas por hilos invisibles de sincera piedad, recatada y hasta casi casi vergonzante; esta tendencia a efusiones de inefable caridad que van, como efluvios, de campo a campo, de campamento a campamento, se pudiera decir, como iban los amores de moras y cristianos en las leyendas de nuestro poema heroico de siete siglos; estos presentimientos de aurora, que se vaticina por los estremecimientos de muchas almas, que son como aves que aguardan en vela y con ansia la luz del día, no son signos generales del tiempo, no son fruto que ahora se recoge de antigua siembra; y el que hoy, desde uno u otro partido, confesión, sistema, escuela, o lo que sea, da un paso en este camino de concordia, bien puede contar con que no trabaja para el gran público, y necesita caudal de propios consuelos, motivos íntimos de satisfacción, que compensen la frialdad ambiente, la indiferencia con que el coro mudo acoge   -216-   las estrofas de esos cánticos, sin acordarse de contestar con antistrofas, epodos ni cosa parecida.

El libro del Sr. Ordóñez, que, quisiéralo su autor o no, es de los que producen, en los espíritus bien preparados, impresiones de ese género, tendencias a esa neutralidad estética que tantos bienes puede traer a la paz del mundo, no causará probablemente ni frío ni calor en los sectarios incomunicables de uno y otro campo. Los amigos verán el filo del arma, pero se dirán: ¿y el veneno? Los enemigos verán la afirmación material, contraria a sus ideas; no verán lo que hay allí que no es de ningún partido, aunque el autor quiera otra cosa: la caridad, el olvido de las vanidades del éxito ruidoso, la sinceridad, la fe con su corte de buenas obras..., el aroma exquisito, elegante, puro, virtuoso del sueño ideal de España; aquel sueño que, según creencia tradicional, trajo a España el mismo San Pablo, el visionario del camino de Damasco, y si no, por lo menos, Santiago el ebionita.

Tal vez el mismo autor de esa obra que me ha sugerido todos estos renglones, que no acaban por ser un examen crítico (ni falta), extrañe algo de lo que va dicho. Pero bástele saber y creer que la sinceridad que él ha tenido para escribir su libro, la tengo yo al hablar a mi modo de tan serios asuntos. La explicación del cómo y por qué una defensa de la unidad católica puede inspirarme a   -217-   mí estos sentimientos de concordia y de restauraciones idealistas, sería muy larga, exigiría muchas referencias al estado del pensamiento y de la literatura en otros países, a los caracteres principales de nuestro genio nacional y a otras muchas ideas y recuerdos, de que hablaría muy a mi placer si me atreviese a escribir un libro sobre las creencias de los angustiados hijos de los años caducos del siglo XIX.





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(Diciembre, 1889)


La poésie castillane contemporaine (Espagne et Amérique), por Boris de Tannenberg (Paris, Librairie Académique Didier)


Los franceses hacen alarde de practicar un cosmopolitismo generoso, y en un sentido no les falta razón, pero sí en otros. Ese cosmopolitismo es evidente por lo que toca a considerar a Francia como el moderno umbilicum terrae, el centro de todas las miradas, el atractivo supremo de la civilización moderna. Ser admirados por todos los pueblos, imitados, seguidos y visitados por ciudadanos de todas las naciones, les agrada, los llena de orgullo, y para lograr tal efecto no perdonan esfuerzo ni sacrificio. En punto a literatura, que es de lo que tratamos, hacer del espíritu francés un imán, es su mayor gloria; aunque parece que lo disimulan, porque no cuentan con el gusto ni con el juicio de esos pueblos lejanos, de los cuales saben que son atentos espectadores de la comedia   -220-   literaria de París. Hacen como que no piensan en el público, en el extranjero; ventilan sus cuestiones nacionales como si no hubiera más mundo, y las universales como si fueran nacionales también. Un escritor notable, Edmundo Goncourt, llega a decir en el prólogo de una novela, Cherie, que él no escribe para que le entiendan extranjeros, ni siquiera el francés del Canadá (todo lo contrario de algunos de nuestros cucos académicos, que no escriben más que para los americanos): un crítico moderno, joven, M. Hennequin, ya difunto, más obligado que el novelista a saber lo que pasa en otras partes, a pesar de escribir nada menos que un nuevo sistema de crítica, que llama científica, al reseñar el estado de la ciencia estética moderna y de la crítica literaria, apenas cuenta con más nombres que algunos franceses, desdeñando sin miedo todo lo demás que no conoce, y gracias si cita a Jorge Brandes, poco menos que con desprecio; este mismo crítico científico, que mete en cuadros de clasificaciones de historia natural el genio del orbe terráqueo, entero, en grupos de escritores, al llegar a España concluye con este pisto graciosísimo:

NOVELA PICARESCA.
Calderón. Quevedo.
Imitación de Francia. Imitación de Inglaterra.
Hartzenbusch. Bretón de los Herreros, etc.;



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y se acabó la literatura española: Guyau, otro crítico, muerto también, también joven, consagra un libro entero de sus Problemas de la estética contemporánea al estudio del verso... francés16, como si el quicio de las leyes rítmicas se encerrara en los alejandrinos de Racine y de Víctor Hugo: el mismo Zola dictó leyes naturalistas al mundo entero, sin más experiencia apenas que la de la novela francesa del siglo presente; y, en fin, es general esa nota en los más insignes escritores franceses, este olvido de los demás, a los que ni siquiera conceden los honores de pío y discreto lector y de ilustrado público; si bien en las cuentas que echan con los editores y en las que echan con su vanidad, es claro que entra por mucho el comercio de exportación literaria.

A pesar de lo cual, no falta quien diga por allá que los franceses estudian y propagan las literaturas de todos los países que la tienen. No es verdad. Cierto que en Francia se traduce mucho, aunque en materia de pura literatura no tanto; pero el estudio serio y concienzudo y la traducción sabia, propiamente artística, de las obras de arte extranjeras, no están en proporción, ni con mucho, del   -222-   trabajo intelectual allí consagrado a la producción nacional exclusivamente17. Ya no hay un Chateaubriand que traduzca a Milton, y faltan y han faltado siempre, los Schlegel, dedicados a aclimatar con alientos de gran ingenio las obras maestras de países lejanos. En general, hoy el literato francés se distingue por saber pocos idiomas; por desconocer las literaturas modernas. Esto se descubre, entre otros síntomas, en lo poco que han influido en el espíritu de muchos de ellos algunos escritores insignes ingleses, alemanes, italianos, que de fijo serían mucho más citados si tuviesen una historia dentro del alma de los literatos franceses. Sirva de ejemplo lo poco que saben de Leopardi, el caso omiso que suelen hacer de Carducci, y la poca influencia de Macaulay y de Carlyle. Sólo una moda volandera, de superficial alcance, les llama la atención de vez en cuando hacia un punto u otro de la rosa de los vientos. Rusia, por ejemplo, ha merecido ser el tic literario de París durante estos últimos años; mas, aparte de la intensa impresión que una literatura hermosa, profundamente honrada, llena de esperanzas de ideal en   -223-   medio de su tristeza, haya podido producir en algunas almas serias y reflexivas, generalmente de las menos vocingleras, el prurito rusófilo no ha sido más que un arranque del neurosismo, del boulevard, algo ficticio y que ya empieza a decaer. En los más, el amor a las letras rusas (a una parte de ellas) obedecía y obedece a causas ajenas a la estética; por ejemplo: el deseo de atraer al gran Imperio del Czar a una alianza contra Alemania; la complacencia maliciosa de oponer a los novelistas del naturalismo francés triunfante, otro naturalismo y otros grandes ingenios que eclipsaran a los de casa a ser posible (porque la envidia triunfa hasta de la vanidad patriótica francesa). Añádanse a estas causas la influencia singular de Turguenef, ruso afrancesado, y la crítica estético-moral, suave, clara, simpática y al alcance de todos, de Melchor de Vogüe, el gran propagandista en Francia de Gogol, Tolstoy, Dostoiewski y otros pocos rusos.

De Inglaterra, de sus escritores, también se habla algo en los libros de París de cierto género..., pero no sin protesta de otros escritores. El estar enamorado de los poetas ingleses es una pose de los críticos franceses elegantes, de distinción, de los favoritos de las youthesses, y no falta quien declare afectación de dandysmo estético el alabar tanto a Keats, por ejemplo; y hasta un novelista   -224-   de los mejores se burla de los críticos jóvenes que escriben largos comentarios de las poesías filosóficas de Shelley. Para un Guyau, que se complace en discutir con Spencer y con Grant-Allen problemas de estética; para un Hennequin, que sólo en un inglés, Mr. Posnett, ve un precursor de la crítica científica, hay docenas de críticos franceses que viven bien hallados con no salir nunca de casa en sus excursiones eruditas por los dominios de la estética.

De Alemania no se diga. Contra algunos jóvenes que pretenden estudiar otra vez seriamente la filosofía y las letras alemanas, protestan los viejos (algunos de treinta años), llamando a los otros la generación del miedo, del sitio, eunucos germanófilos, de ingenio esterilizado por el terror de la invasión que los vio nacer18. Sea odio, desprecio, ignorancia, o algo de todo ello, los más de los literatos franceses prescinden hoy por completo de la literatura alemana actual, que muchos de ellos, sin conocerla, califican de nula; y así, por ejemplo, a ningún editor de París se le ha ocurrido publicar una traducción de Los Antepasados (Die Ahnen), de Gustavo Freitag, ni al hablar del naturalismo y de escuelas que les sirven de antecedentes,   -225-   citan jamás los críticos de París a los novelistas y humoristas alemanes modernos, ni dan a entender que la Joven Alemania y las escuelas extremosas que la siguieron, representan algo parecido a las tendencias de realistas, parnasistas, simbolistas, decadentistas, delicuescentes y demás verdes, azules y colorados de nuestras literaturas latinas del día19.

Y si de Alemania y de Inglaterra saben, o aparentan saber tan poco, los literatos de París, ¿qué decir de su cosmopolitismo artístico con relación a las letras modernísimas de las potencias de segundo orden intelectual?

De Italia, que es hoy tan fecunda y que tan cerca la tienen, y cuyo idioma es tan fácil, y con la cual han mantenido tantas clases de relaciones, los franceses apenas quieren acordarse. Si algo suena por la crítica de la vecina república el nombre de Carducci, es muy poco, mucho menos de lo que merece, y jamás se habla de Rapisardi, ni de Gabriel D'Annunzio, que no es manco; ni siquiera el naturalismo apostólico se ha dignado hacer mención de los realistas italianos que algo valen, pues ni Capuana, ni Verga, ni Matilde Serao y otros   -226-   escritores y escritoras de esta tendencia, merecen desprecio ni olvido. (En una novelita de Capuana, de la colección Homo, está en germen aquel poema de la propiedad urbana, que se lee en Au bonheur des dames, de Zola)20.

¿Qué sucederá respecto de otras literaturas más lejanas y oscuras? Como no sea en diccionarios y enciclopedias, o en algún resumen de carácter didáctico, en cualquier biblioteca de historias de literaturas modernas, apenas se encuentran estudios que se refieran a los autores, v. gr., de la Grecia moderna; y en cuanto a la actividad poética de los pueblos europeos del Norte, tan digna de ser tomada en consideración, harto poco se sabe de ella en París, cuando escritor tan ilustrado y discreto como Eduardo Rod (uno de los jóvenes que trabajan en el estudio del arte extranjero: Leopardi, Los pre-rafaelistas ingleses; Wagner, Los veristas italianos; Amicis), llega a decir en su prefacio al Teatro de Enrique Ibsen, traducido, en parte, al   -227-   francés del noruego por M. Prozor21: «Por acá sabemos muy poco de las costumbres y de la sociedad de los países del Norte. A no ser los cuentos de Andersen y algunas novelitas de Bjœnsen, nada conocemos de su literatura. Los nombres de sus escritores pasados y presentes nos son casi desconocidos enteramente. De cuando en cuando algún crítico cita a Jorge Brandes (es verdad, como Hennequin, para llamarle imitador de Sainte Beuve); pero los demás, los Sœren Kierkeegard, los Essaías Tegner, etc., apenas los espíritus más cosmopolitas sospechan que existen».

Por lo que toca a los españoles, a pesar de ciertas apariencias, no creo que salimos mejor librados de la ignorancia querida, como ellos dicen, voluntaria, de los franceses. No nos verán como una lejana Tulé, perdida entre la niebla22; pero aun con nuestro sol diáfano y todo, que a ellos les parece el sol de África, nos ven bastante borrosos, suponiendo que nos miren.

Lo que suelen saber los franceses, aun los de buena fe, de nuestra España, me recuerda aquel diplomático del Mandarin de Eça de Queiros, aquel ruso o alemán que allá en China, ante un portugués, queriendo elogiar la patria de Camoens,   -228-   sólo se le ocurre exclamar: «¡Oh, Portugal, das Land wo die Citronen blühn!»; y como una señora le advierta que Mignon no se refiere a Portugal, sino a Italia, añade imperturbable: «¡Ah, bien, Italia, sí; de todos modos, Portugal..., es un hermoso país!». Los franceses nos confunden a nosotros con los moros y con los mismos italianos muy fácilmente; y, en todo caso, siempre están dispuestos a rectificar: «¡Oh, España, un hermoso país!».

Concretándome a la literatura, diré que aun la presente, con toda su pobreza, merece una atención mucho más seria y asidua que la que a ratos, sin gran intensidad en el atender nos conceden a veces los escritores de la vecina República. Por lo pronto, se puede asegurar que ningún gran escritor francés, ningún crítico de primera línea, sabe cosa de provecho de la España actual, y menos de su literatura. No hay que hacerse ilusiones. Son muy de agradecer y apadrinar los esfuerzos de tal cual escritor laborioso, inteligente, perspicaz, de buen gusto y sanísima intención, que en París da voces para que le oigan hablar de los poetas, novelistas, críticos, etc., de España; pero lo cierto es que ningún Taine, ningún Renan, ningún Sainte Beuve, ni siquiera un Brunetière, Lemaitre, Bourget, etc., etc., se han fijado en nosotros. Taine, al empezar su Historia de la literatura inglesa, dice que también merecía la española ser escrita...; pero él la deja,   -229-   porque esa historia es muy corta; empieza tarde y se acaba muy pronto, mucho antes de haber nacido nosotros; según Taine. Por eso, en esa literatura comparada, que ahora recomiendan los críticos (v. g., Posnett, inglés)23, no cabe estudiar lo que el arte literario español moderno es en el pensamiento de los literatos franceses; ellos que han podido estudiar a los extranjeros afrancesados (Hennequin, en un libro que consagra a este asunto), no nos dan ocasión a nosotros para estudiar a los franceses hispanizantes..., porque, en rigor, no los hay. Hay, sí, algunos aficionados a nuestra literatura, aun la moderna; pero sin ofensa de nadie, se puede decir que en la lista de esos nombres respetables y algunos muy conocidos, no figura el de ninguna eminencia literaria, ni siquiera el de alguno de esos cosmopolitas, que empiezan a asomar en la juventud artística francesa, como Sarrazín, el citado Rod y otros pocos. Nada más difícil, ha dicho Rousseau, que la filosofía de lo que tenemos cerca; pues esta dificultad la encuentran, por lo visto,   -230-   sus compatriotas en materia de letras; nos tienen tan cerca, que no nos encuentran la filosofía. Y sin embargo, la tenemos. ¡Ya lo creo! Algo triste por lo presente, pero poética por los recuerdos, y acaso un poco por las esperanzas.

No sé si con esta franqueza me tendrán por ingrato los apreciables y muy discretos, y muy instruidos escritores y escritoras franceses, y españoles domiciliados en Francia, que una y otra vez me han honrado hablando de mi humilde persona en los periódicos y revistas de París; y también ignoro si el castigo de esta supuesta ingratitud será prescindir de mí en adelante, al enumerar a los españoles que tenemos la gracia de escribir: sea como Dios quiera, y vaya todo por Dios; pero la verdad es la verdad, y aquí consiste en decir que hasta ahora no ha entrado en la conciencia del artista y del crítico francés la idea del espíritu español literario, según es en nuestros días. Tal vez en otros países, a pesar de ciertas apariencias, no tenemos mejor fortuna.

A pesar de lo dicho, siempre merecerán gratitud y consideración los esfuerzos laudables de los Lugol, Savine, L. García Ramón, Leo Quesnel (una señora, según tengo entendido), De Frezal, Aquarone, Latour, y algunos más que en artículos y hasta libros de crítica, en traducciones y de otras maneras, procuran llamar la atención del público   -231-   francés hacia nuestras letras contemporáneas; no por vía de erudición, no con la pretensión de hacer estudios clásicos, sino refiriéndose a la literatura del día, al movimiento artístico actual, en trabajos de información, en que no se aspira más que a dar resonancia a las letras castellanas.

Boris de Tannenberg es uno de los escritores extranjeros que más cariño tienen a nuestra literatura. Boris de Tannenberg es un francés... que es ruso. Nació en Rusia; su señor padre fue desterrado por el delito de tener en su biblioteca libros que parecieron sospechosos a la policía del Czar. Desde niño vivió Boris en Francia, en París, con su madre, muy pronto viuda.

Un día, comiendo en casa del ilustre director de Le Temps, nuestro Castelar, en su viaje anterior al que ahora termina con tanta gloria para España, se encontró con un joven, muy joven, que hablaba español con admirable corrección y pureza. Aquel muchacho le habló de algunos escritores españoles, amigos de Castelar, como de personas a quienes viera todos los días. Castelar le aconsejó que visitara nuestra tierra para acabar de conocerla. Pocos meses después, Boris de Tannenberg llegaba directamente de París a una ciudad del Norte de España, y llegaba conversando con sus compañeros de viaje, como si toda la vida se hubiera paseado por Castilla. Era la primera vez que entraba en la Península.   -232-   El castellano que sabía, que hablaba como cualquiera de nosotros, lo había estudiado él solo en París, sin más práctica de pronunciación que algunas conversaciones de tarde en tarde con algunos compatriotas de Zorrilla. Esta admirable facilidad con que Tannenberg aprendió nuestra lengua, la debió en gran parte a su aptitud asombrosa, acaso de raza, pero también quizá principalmente al gran anhelo de llegar a dominar el idioma de aquellos poetas que desde el principio le cautivaron. Si tal vez a algún libro humilde de crítica debió el despertar de su afición a los escritores castellanos del día, bien pronto sus estudios se elevaron muy por encima de tan estrecho espacio. El joven profesor de París visitó a Zorrilla en Valladolid; a Pereda en Santander; vivió en Madrid al lado de Castelar; conversó largamente con Cánovas; tuvo muchas conferencias con Galdós; recorrió un día y otro día los barrios bajos con Armando Palacio; vio dramas de Echegaray; asistió al Ateneo, a la Academia, al Congreso; lo vio, en fin, todo, lo leyó todo; consultó a todos, hasta a los más humildes; hasta en París, ya de vuelta, continuaba sus investigaciones, y era asiduo acompañante de Emilia Pardo Bazán, y almorzaba con Valera, siempre en busca de datos y noticias; por último, como su proyecto era tratar también de la literatura hispano americana, recurría con incansable   -233-   asiduidad a las bibliotecas y archivos de los representantes diplomáticos de las repúblicas de la América del Sur, y a todas horas y en todas partes su gran preocupación eran sus estudios acerca de España, a los cuales se preparaba con interesantes conferencias públicas, muy bien recibidas en París, y con artículos en varias revistas y periódicos, como La Revista del Mundo latino, la Revista poética, de varios jóvenes literatos de la nueva generación, Le Temps, etc., etc.

Después de pasar más de dos años en tales preparativos24, Tannenberg, seguro de sus conocimientos, se decide a dar principio a la publicación de su obra; y comienza con un volumen de 330 páginas, dedicado a los poetas, que llama castellanos, de España y América.

A estas horas D. Juan Valera ya ha tomado nota del libro de Tannenberg en el popular Imparcial, y aunque no he tenido ocasión de leer el primero de los dos artículos que consagra al asunto, he podido ver el segundo, que corresponde a la segunda parte de la obra del crítico francés, aquella en que se estudia la poesía americana española en algunos de sus más ilustres representantes, no en todos.

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Se podrá estar o no conforme con Boris de Tannenberg respecto del juicio que este ha formado de nuestros ilustres vates: Quintana, duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla, Campoamor, Bécquer y Núñez de Arce; se podrá convenir en que son esos los principales, o echar de menos alguno, como Valera echa de menos a la Avellaneda, tratándose de los americanos, y con razón, y yo a Ruiz Aguilera entre los contemporáneos, de la Península; se podrá también encontrar graves inconvenientes a la división por géneros que el Sr. Tannenberg ha escogido; pero, de todas suertes, se puede asegurar que se tiene a la vista uno de los libros más fundados en documentos serios, más aproximados a la verdad, entre los que han consagrado escritores franceses a la literatura española moderna y contemporánea. Por lo común, los sabios de por allá, y los simples eruditos, y aun los eruditos simples, suelen preferir el examen de las letras españolas de más lejanos días, no ya porque valgan más que las presentes, que, en general, así es, sino porque les parece más grave tarea y más propia para adquirir fama de grandes historiadores y críticos, y el camino ofrece menos dificultades; porque, al fin, lo pasado, tan pasado es para nosotros como para ellos; los libros viejos iguales para todos; las probables equivocaciones, respecto a los tiempos de antaño, tan probables en nosotros como en   -235-   ellos; mientras que de los sucesos, libros y autores del día, es claro que sabemos más los de casa, y estamos en ventajosa situación para poder descubrir cualquier dislate.

Tannenberg, aunque también instruido en la literatura española de otros siglos, prefiere tratar de la contemporánea, lo cual es, por una parte modestia, y por otra justificado valor. Como el agradecimiento que desde luego merece un escritor extranjero, que tanto y tan asiduo trabajo consagra a estudiar nuestras letras, no ha de pagarse en moneda de adulaciones, yo declaro en pocas palabras que el Sr. Tannenberg no es aquel gran crítico por quien líneas atrás suspiraba yo; el crítico extranjero de primera talla que sería bien que nos estudiase de veras, no; el Sr. Tannenberg no está a esa altura, como no lo está el mismísimo Ticknor, ni el simpático pero no profundo Schack; es más: el Sr. Tannenberg no es un artista ni lo pretende; es hombre de mucho estudio (en lo que cabe a su edad, pues es muy joven), pero la predilección con que ama las letras españoles se extiende a muchas más cosas de nuestro país; y lo mismo que hoy habla de los poetas y mañana hablará de los novelistas, otro día puede referirse a la instrucción pública, o a los oradores políticos, o a los historiadores, o a cualquier otra esfera de actividad más o menos intelectual, pero no directamente   -236-   estética. A pesar de lo dicho, tiene, además de sus muchos y serios datos, un juicio sereno, por lo común acertado, a mi parecer, y está muy lejos de comulgar con ruedas de molino, como Gubernatis y tantos otros que han admitido toda clase de noticias y sugestiones críticas, enviadas ya con toda malicia desde España por los interesados. No, no se verán en el libro de Tannenberg esas listas de poetas que llenan páginas enteras en otras obras de la misma índole, por ejemplo, en algunas americanas recientes. No es este autor, que por sí mismo ha buscado sus documentos, de los que embarcan de todo, y por tal de ostentar copia de datos, no distinguen de malo y de bueno, y cargan con todo, como algunos folk-loristas. Al decir esto, me refiero no más a España; de lo que afirma de los vates americanos el Sr. Tannenberg, yo no respondo; y, a decir todo lo que siento, hubiera preferido que, por ahora, hubiese prescindido de lo trasatlántico, por aquello de pluribus intentus; y porque no cabe duda que, en rigor, esa segunda parte del libro no es segunda con relación a la primera, sino libro diferente. Esto, sin contar con que, respecto de algunos de los poetas americanos que el Sr. Tannenberg tanto alaba, habría mucho que decir; y de las comparaciones que entre alguno de ellos y otros franceses hace, más vale no decir nada. En este punto y en este sitio, muchas   -237-   razones de prudencia me aconsejan no expresar mi opinión con toda claridad; pero me permitiré indicar a mi querido amigo Boris, que ese Sr. Batres, poeta americano que a él tanto le gusta, hacía muy medianos versos, como lo son aquellos que él copia, y dicen:


    «Si me dicen que el sol, que por el cielo
Describir un gran círculo se mira,
Camina en torno de él con raudo vuelo,
Como sé que la tierra es la que gira
Sobre sus mismos polos, sin recelo
Digo que lo que dicen es mentira,
Aunque la vista así lo represente.
¿Por qué? Porque el discurso lo desmiente.
    Si sumerjo en un líquido una caña,
Y la veo quebrada desde afuera,
Entonces digo que la vista engaña,
Porque sé que la caña estaba entera.
Si encuentro al regresar de la campaña
A mi mujer con un galán cualquiera
En alguna no lícita entrevista,
Digo también que me engañó la vista».



Eso y todo lo demás que Tannenberg sigue copiando, es tan malo, que apenas puede ser peor.

Ya que somos justos y saludablemente severos en la Península, hay que serlo también en Ultramar. Y en cuanto a mí, que sin empacho digo a mis poetas españoles lo que me parece de ellos, no creo que haya motivo para exigirme que cambie el diapasón crítico cuando se trata de los americanos; una cosa es la fraternidad de España y de   -238-   América, y otra el medir por diferente Grilo los versos de acá y los versos de allá. Pero, ¿qué mucho que el Sr. Tannenberg, que al fin cuando rompió a hablar no habló en español, muestre esa benevolencia con los americanos, si el Sr. Valera, nuestro gran crítico le da ejemplo, y además, quince y raya25? Lo mismo que de Batres digo de Gutiérrez y González en cierto modo, especialmente de los versos relativos al maíz. ¡Oh!, ¡oh, señor Tannenberg, muy querido! Mucho cuidado, o vamos a tener que reñir. A ver si cuando se trate de la novela no encuentra usted tantos Manzoni en las valerosas e inteligentes repúblicas americanas.

Volviendo a Europa, para terminar, diré que, entre otras muchas ventajas que se encuentran en este vulgarizador de nuestra literatura en Francia, en comparación de otros que le han precedido, la principal, acaso, es la facilidad y corrección con que las más de las veces el Sr. Tannenberg traduce en francés nuestros versos. Mi opinión, en general, es que pocas empresas hay tan arriesgadas y espinosas como traducir bien, especialmente los   -239-   buenos versos: muchas veces me he visto en el compromiso de juzgar traducciones en castellano de Goethe, Heine, etc., y como se trataba de esfuerzos muy dignos de aprecio y muy alabados, prefería callar a decir francamente mi parecer, que era, en rigor, este: ni aquello era Goethe, ni aquello era Heine. Pues bien: la dificultad de la traducción sube de punto tratándose de la mayor parte de nuestros poetas, que, por lo común, tienen más importancia por el modo de decir que por lo que tienen que decir. Sea por esto, o por esto y además por la singular manera de nuestra poesía, y su encanto rítmico muy diferente, y, en general, superior al del verso francés, ello es que casi hacen reír las muestras que de nuestros poetas modernos se suelen ver por esas revistas de ambos mundos. Los más entonados y populares, los cultivadores épicos o líricos de los lugares comunes de la poesía, la religión, el progreso, la libertad, etc., etc., son los que más pierden, los que casi lo pierden todo, convertidos en renglones de prosa francesa, más o menos fría y más o menos adornada de figuras. Quintana, en francés, parece otro; Núñez de Arce no es ni su sombra. Boris de Tannenberg, sin embargo, hace milagros al traducir a estos poetas: lo cual no quiere decir que no se luzca mucho más en la interpretación, ya en verso, ya en prosa, de algunas de las doloras de Campoamor, y,   -240-   sobre todo, traduciendo las rimas de Bécquer, en prosa siempre, con tal arte, tal inspiración iba a decir, que pocas veces he visto que un poeta se desfigurase menos, trasladado a otro idioma. El señor Tannenberg, en este punto, merece plácemes sinceros sin ningún género de reserva. Tal vez reconociendo esta singular aptitud suya, y por ser el principal objeto que se propone en su libro propagar las letras castellanas, tuvo el buen acuerdo de copiar y traducir muchos trozos de nuestra poesía, de modo que su obra viene a ser, como en parte lo es la Historia de la literatura inglesa de Taine, una reducida Antología, que puede prestar utilidad a los extranjeros que de veras quieran iniciarse en el estudio de nuestra poesía.

Aparte de que esta revista se va haciendo eterna, y no podría yo entrar a juzgar el juicio que a Tannenberg merecen nuestros escritores, sin escribir mucho, muchísimo, no veo gran interés en comparar mis particulares opiniones con la de mi colega y amigo de París. En muchos pareceres coincidimos; en otros estamos muy distantes (aunque no tanto como en punto a poesía francesa); pero estas coincidencias y diferencias, ¿qué importan? No hay que olvidar, sobre todo, que libros como el del ilustrado hispanófilo ruso-francés, no están escritos para los españoles principalmente, sino para los extranjeros, y que en ello, lo más importante   -241-   no es la opinión del autor respecto del mérito de los poetas, sino lo que de estos da a conocer: pintarlos bien, no juzgar su belleza, es su misión más interesante.

Por lo demás, y por decir algo aún de esto, añadiré que el entusiasmo que a todos los españoles atribuye Tannenberg tratándose de los versos de Quintana, no es tan unánime como él dice; y si, por ejemplo, Valera los admira tanto, Campoamor los admira mucho menos. Es claro que mi opinión no importa un bledo; pero, aun sin importar es tal, que ya me guardaré yo de decirla. Si en semejante compromiso me viera, volvería a leer al ilustre y muy simpático poeta de nuestra libertad, por décima vez, por ver si se me quitaba el dejo de la última lectura, que fue, por desgracia, a continuación de haber llorado, así como suena, saboreando con el alma la poesía de Fray Luis de León. No se debe leer ni juzgar a Quintana después de ciertas lecturas. Pero, al fin, todos estos grandes poetas nuestros saben elevarse muchos metros sobre el nivel del mar; todos ellos suelen subir al cielo; sólo que unos en calidad de aves, y otros en calidad de globos. No olvidaré advertir que el Sr. Tannenberg, dando al poeta de nuestra Independencia y de nuestra Libertad lo mucho que merece en el capítulo de las alabanzas, no deja de señalar sus defectos, que no son   -242-   pocos, y sobre todo de un funestísimo ejemplo.

En el capítulo dedicado a Campoamor es acaso donde nuestro crítico francés ha penetrado más en el fondo estético y psicológico de su asunto; y a más de esto, le alabo el haber sabido reparar la injusticia que muchos cometen relegando el Drama universal a la categoría de obra secundaria, siendo así que, a pedazos, es de lo mejor, y más sincera y propiamente lírico que ha escrito D. Ramón. Tannenberg dice, al hablar del teatro de Campoamor, que «il s'est essayé au Théâtre, mais sans succés». Por si acaso, cuando en su tercer volumen hable de la dramática, no olvide el crítico que Cuerdos y locos tuvo muy buen éxito; y, lo que importa mucho más, que si las obras dramáticas del insigne lírico no son buenas para representadas, tienen bastante que saborear leídas.

Y para concluir definitivamente, cuando hable de Ayala como poeta dramático, no deje de recordar lo que ha olvidado ahora; que las poesías líricas del autor de Consuelo, aunque pocas, suelen valer mucho. Repare este olvido, ya que difícilmente tendrá ocasión de enderezar el entuerto cometido con Aguilera al preterirlo.

Y esto como posdata: el inconveniente de la división de la materia por géneros, está, entre otras cosas, en tener que presentar por primera vez a Valera... como poeta menor, siendo así que, en definitiva,   -243-   Valera, el autor de Pepita Jiménez y de algunos capítulos del Doctor Faustino, y de Asclepigenia, o no es poeta, o es tan mayor como el más pintado. Y en cuanto a Menéndez y Pelayo, que también ha escrito muy elocuentes y sentidos versos, lo primero que se ha de decir de él a un público extranjero, no es que se le debe apreciar como poeta erudito y elegante, sino que es el sucesor del Escorial en punto a maravillas españolas.

Ahora, Dios ponga tiento en las manos de Boris de Tannenberg, al escoger novelistas, como lo puso, en resumidas cuentas, al escoger poetas. La fórmula de mi opinión respecto de su Poesía castellana es una cumplida enhorabuena.



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