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(Enero, 1890)


La crítica y la poesía en España



- I -

Una de las publicaciones extranjeras, entre las de primer orden, que más constante y reflexiva atención consagran a la literatura española contemporánea, es La Nueva Antología de Roma. Suele ser el encargado de examinar las novedades que producen nuestros autores, el distinguido poeta y crítico G. A. Cesáreo, muy amigo de convertir en versos italianos, fieles y sonoros, las poesías buenas, medianas y hasta malas que producen nuestros ingenios, y algunos que no lo tienen sino harto menguado. Debo muchas atenciones, y hasta lisonjas, al Sr. Cesáreo, para no pagarle sus buenos servicios en la moneda de   -246-   mejor ley, en buenas piezas de lo que por acá llamamos hablar en plata. Es el caso que en su última reseña de la Literatura española, el elegante poeta de Le Occidentali se ha equivocado de medio a medio al tratar de sus hermanos en Apolo, los poetas jóvenes de España. Todo es relativo, como decía nuestro D. Hermógenes; el Sr. Cesáreo cita, por ejemplo, una composición del joven escritor D. Eduardo Bustillo, y este simpático y castizo autor de romances, aunque tiene el corazón de un niño, hace más de cincuenta años que lo tiene. Tampoco el Sr. Ferrari es de ayer mañana, y en cuanto a Manuel del Palacio, el mismo crítico italiano tiene que reconocer que es viejo. Pero como en todas partes hay, o debe haber, por lo visto, poetas jóvenes, el Sr. Cesáreo, después de haber enterado a sus lectores, en crónicas de más atrás, de quiénes son los poetas buenos de España, ahora, porque no se acabe la materia, tiene que hablarles de los demás que nos quedan, y los llama jóvenes, así en montón, por no llamarlos malos. A Cesáreo le ha pasado ahora lo que hace uno o dos años a Leo Quesnel, que hablaba en La Nouvelle Revue de los novelistas de la nueva generación en España, y entre varios sujetos, desconocidos los más, nombraba a Enrique Pérez Escrich. No es lo peor que estos críticos extranjeros quiten o pongan años a los autores, sino que   -247-   alaben, víctimas del reclamo, lo que por acá, con mejor juicio y más datos, hemos convenido hace tiempo en reputar por nada digno de alabanzas.

Se ha notado que para el poco versado en una lengua extraña, y además hombre de escaso gusto y frágil criterio, los versos leídos en aquel idioma que se entiende sin dominarlo, tienen cierta novedad y dignidad de frase que hasta le disfrazan de cosas de sustancia y miga poética los lugares comunes y las tautologías y nihilismos, que en los poetas de su propio idioma no toleraría ni un momento. Pero ya me pesa de haber recordado esta observación, porque no viene a cuento. No puede ser este el caso, pues que Cesáreo es hombre de gusto, y sobre todo de erudición y juicio sano, y ademas entiende muy bien nuestra lengua. No; no puede ser la causa de sus desaciertos al juzgar a nuestros poetas jóvenes (léase medianos, por lo menos), la que pudiera originarse en lo que dejo apuntado. Menos que Cesáreo valgo y entiendo yo; menos sé de su idioma que él del mío, y sin embargo, no comulgo con ruedas de molino cuando leo algunos versos vulgares que de Italia suelo recibir; y no me dejo engañar por las sonoras cascadas de italiano en versos bien medidos, ni por las metáforas de prendería, ni siquiera por aquel barniz de clasicismo y sabio modernismo que no suele faltar en los poetas medianos de los   -248-   bienaventurados países donde la segunda enseñanza es un hecho; quiero decir, que es en efecto una enseñanza. Con lo que se puede aprender en las cátedras de retórica de los gimnasios y liceos, en punto a mitología y otras antigüedades clásicas, y a poco que se añada la malicia de escribir los nombres de los dioses griegos y de los héroes como se escriben en griego, hay bastante para dar cierto tinte de poesía filológica a lo que se hace, y embobar a los incautos. Pues bien: ni por esas me he dejado yo engañar por los poetas chirles de allende el Mediterráneo o de allende los Pirineos. ¿Cómo suponer que engañen al Sr. Cesáreo nuestros versificadores, que ni siquiera son bachilleres, o lo son de mala manera? Renuncio, pues, a investigar la causa de la benevolencia intempestiva e inesperada con que el crítico y distinguido poeta italiano juzga a nuestras medianías poéticas, y paso a tratar el mismo asunto desde un punto de vista más elevado, como se dice, y del todo impersonal. La reseña del Sr. Cesáreo me ha sugerido esta parte de mi revista; pero conste que aquí dejo todo lo que se refiere a ese señor, y en adelante no va con él, ni con alma nacida, nada de cuanto tengo que decir acerca del asunto.



  -249-  
- II -

El cual ya va picando en historia, aquí, entre nosotros, como punto de derecho literario puramente nacional. La costumbre que tenemos varios revisteros de tratar en broma el fastidioso prurito de la poesía enclenque y manida que nos suministran muchos vates del país, ha hecho creer a ciertas personas que no tenemos argumentos serios en que apoyar esta patriótica protesta contra la vulgaridad y la tontería expuestas en octava rima y en otras artificiosas combinaciones de arte mayor y menor. Y la verdad es, que lo único serio es tomar a risa la pretensión de que se admita por poeta a todo el que se empeñe en serlo y cuente con algunos años de servicio. Para ciertos críticos benévolos, parece que no hay en esto de la fama poética más criterio que el de la escala cerrada, que tanto ha dado que decir en las cuestiones militares. Un señor empieza a escribir versos; se los alaban los amigos; insiste él en escribirlos, pasan años, y ya ha adquirido una respetabilidad poética, y es irreverencia negársela: ha ingresado en el escalafón, y allí se le consagran todos los gradus ad Parnassum que el tiempo le va poniendo debajo de los pies.

  -250-  

Varias teorías se han inventado, todas peregrinas, para defender la causa de los malos poetas. La primera que hoy quiero examinar, consiste en hacer hincapié en el antiguo refrán, o lo que sea, que dice: «sobre gustos no ha disputas»; olvidando el otro, según el cual «hay gustos que merecen palos». Ya Kant resolvió o pretendió resolver la antinomia que existe en ambas afirmaciones; y es claro que, de proclamar la verdad absoluta de lo que se quiere deducir del primer aforismo popular, no hay crítica ni estética posibles.

No se puede pasar por lo que proponen ciertos amigables componedores, arreglando la discordia crítica de esta manera: «Todos tienen razón; como no hay una medida para los poetas, como un poeta entero no es la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, no se puede resolver quién es poeta y quién no: todos tienen razón; los que admiten pocos hijos de Apolo, la tienen a su modo, desde el punto de vista elevado en que se colocan: los que sostienen que bien tendremos sus veinticinco o treinta poetas, tampoco se equivocan, y aun llegaremos a tener cuarenta y nueve, uno para cada provincia, prescindiendo de Ultramar, donde tampoco faltan». Con este sistema se puede dejar contentos a muchos; pero se niega por completo el fundamento racional de la crítica. «Es cuestión de gusto». Sí, señores, justamente   -251-   eso: cuestión de gusto. Pero la diferencia está en que unos lo tienen y otros no lo tienen. «Eso es querer imponerse». Pues es claro; es querer imponer racionalmente lo que se tiene por verdadero. Cuando un filósofo expone su idea, que juzga verdadera y cierta, se sobrentiende que su pretensión es esta: «Los que quieran pensar bien, deben pensar como yo». ¿Es que quiere imponerse? No. Lo absurdo sería decir: «Yo pienso así; pero es porque quiero: lo que yo digo es verdad..., para mí. Ustedes pueden pensar lo contrario... y también será verdad». O sobra la crítica, o la crítica no puede hacer consistir su modestia en dar como una preocupación individual, aprensión subjetiva, las afirmaciones que le dictan el juicio y el gusto.

Algunos poetas de los que yo tengo por malos han oído algunas campanadas, pocas, en este asunto de la crítica moderna, y aprovechando la ocasión de meterse a críticos interinos... han negado la existencia de su natural enemigo (según ellos), de la crítica misma. Y hasta han llegado a citar escritores extranjeros, raro fenómeno en nuestros castizos y patrióticos versificadores, que son, con monótona unanimidad, muy chauvinistes, por ser esta cualidad una de las más eficaces en el gran sistema de reclamos que utilizan.

Ante todo, es irracional y vulgar, y ridículo y cursi, creer en ese poder constantemente revolucionario,   -252-   del progreso intelectual y en la superioridad desmesurada y desproporcionada de cada momento de ese progreso con relación a los anteriores. La crítica de hoy no puede ser diferente de la crítica de hace veinte años... hasta el punto de ser en lo esencial otra cosa. La crítica de hace veinte, diez años, como la crítica de siempre, sirvió para juzgar; y para eso sirve la crítica de ahora, sea como sea. Tiene gracia que nieguen esto, repitiendo doctrinas cuya trascendencia ignoran, los que en verso y en prosa pasan la vida reconociéndose fieles idealistas y espiritualistas, partidarios de una metafísica real, histórica, tradicional. Si hay esa metafísica; si hay esas jerarquías ideales; si el mundo es un verdadero cosmos, un orden, ¿cómo no ha de haber crítica? Con tres o cuatro deducciones basta para llegar desde la afirmación metafísica primera, en que todos esos vates patrióticos e idealistas convienen, a la necesidad de la existencia de una crítica, según su concepto ordinario. No lo negará ningún estético de los clásicos de las escuelas tradicionales, ni tampoco quien haya leído un poco de filosofía. Si hay quien niega por ahí fuera la crítica, no es por dar gusto a los creadores de ripios españoles, que no quieren que se les someta a las más rudimentarias operaciones aritméticas; si se niega la crítica por esos mundos, es porque muchos han vuelto a los tiempos de Protágoras,   -253-   y porque otros muchos entienden mal las geniales pero muy elevadas doctrinas de quien, como Renan y otros pensadores, profesan un dilettantismo o dialoguismo filosófico que no es compatible con los exclusivismos y los dogmatismos cerrados de limitados horizontes. Al positivismo estético, superficial y presuntuoso, invasor y por completo ajeno al arte, que quiso, apoderándose de la peor parte de la doctrina de Taine y de los adelantos de la ciencia, imponernos una estética de boticarios, una casuística grosera, digna del mismísimo Mr. Homais, género de filosofía del arte que no estará mal representado por el popular y vulgarísimo manual de Eugenio Veron, sucedieron ciertos anarquismos y ciertas irreverencias algo más elegantes, y de estas doctrinas mezcladas, de esta confusión e hipertrofia de individualismo doctrinal, procede este superficial escepticismo estético que en Francia es ya una moda gastada, y que entre nosotros empiezan a comprender, y mal, algunos poetas medianos o malos del todo.

Con estas exageraciones del seudo-dilettantismo crítico, de la crítica de sugestión, de la crítica subjetiva, de la crítica pintoresca y de la crítica impresionista, es claro que vinieron también reformas y tendencias saludables. Es verdad que ya hoy no puede ser el tipo del buen crítico un Villemain,   -254-   tú un Gustavo Planche, ni siquiera un Sainte-Beuve (si bien en este todavía hay mucho que es de actualidad en el modo de entender la crítica); pero también es cierto que la crítica propiamente literaria, la que juzga, la que empieza a ser despreciada por la llamada crítica científica, lejos de morir, revive, se transforma, se extiende y llega a ser preocupación muy seria de los mismos ingenios creadores, y de los filósofos, y de los sociólogos, y de cuantos tienen, por un concepto o por otro, que atender a la vida del arte. Hoy se reconoce que la crítica que parece iniciada por Taine, la crítica científica, es insuficiente, es ajena, en rigor, al asunto directo artístico. Yo confieso que cuando leía la discreta pero débil refutación parcial que opone Paul Bourget a las lamentaciones de Caro y a las paradojas que acerca de la desaparición de la crítica escribió Barbey d'Aurevilly en Les Ridicules du temps, sentía cierta angustia intelectual al ver al discretísimo crítico novelista combatir en general la crítica juicio, en vez de limitarse, como parecía ser su intención, a condenar el juicio limitado, el juicio estrecho y exclusivo. El descubrimiento, si lo fue, de la moderna ciencia estética, de la variedad de medios, razas, tiempos, ideales, temperamentos, etc., dando variedad de bases para el juicio, no supone la negación de ese juicio mismo; ni más ni menos que no es la negación   -255-   del Derecho natural en sí el descubrimiento de que no hay en parte alguna, en tiempo alguno, un derecho natural, abstracto, a distinción y en oposición a los derechos positivos.

Es evidente que la crítica moderna tiene en cuenta los elementos científicos, suponiéndolos tales, de que Taine fue el principal sostenedor; pero ni la crítica de Taine, repito, basta para llegar a la verdadera crítica de arte, ni tampoco bastan, aunque han de tenerse en cuenta, esas otras atribuciones que le conceden al crítico la conocida imagen de Sainte-Beuve, la del paisaje reflejado en el río, y las amables simpatías y fecundas sugestiones y sabias psicologías del mismo Bourget. La crítica moderna, con ser todo eso, ha de ser algo más, ha de ser lo que en ella fue siempre esencial: un juicio de estética. Son más hermosas y algo más serias de lo que piensa M. Morice las boutades de Julio Lemaître; hay fecunda enseñanza en su gracioso desorden, en la espontaneidad de su crítica inspirada, genial e impresionista; pero hace bien un crítico muy serio, prudente y profundo, en señalar la insuficiencia de este modo, que, como Lemaître, no da explicaciones, puede parecer, y ha parecido a muchos, la proclamación del escepticismo estético, del sistema sofístico del juicio de arte. Si con las tendencias y procedimientos de Lemaître huimos demasiado del orden   -256-   científico, de la crítica exacta, con los nuevos pruritos científicos de Hennequin, el malogrado pensador, y de sus admiradores e imitadores, volvemos a las andadas, a la confusión de dos cosas diferentes, a la idea de que Taine y su manera pueden satisfacer a la crítica literaria. No, y mil veces no. Al lado de la Historia de la literatura inglesa de Taine se podría escribir otra que, siguiendo uno a uno a los mismos autores, y hablando de muchas de aquellas obras, fuese un libro casi por completo nuevo por su asunto: la verdadera historia literaria crítica, técnica, de Inglaterra; la historia para los literatos, es decir, para los artistas. Con las tendencias de Hennequin, que miro renovadas en el final del libro de M. Ch. Morice, La littérature de tout à l'heure, al ver proclamado al autor de La crítica científica como único crítico de la novísima literatura francesa; con esas tendencias a quitarle al arte, y con él a su crítica inmediata su fin directo, su verdadera sustantividad, se caerá cien y cien veces en la profanación y en el extremo de que ya se quejaba Flaubert en sus Cartas, con tanta razón y tanta elocuencia.- Lo confieso: he sentido una satisfacción de amor propio al ver en una obra reciente de M. Guyau, L'Art au point de vue sociologique26, libro póstumo, que el malogrado   -257-   filósofo y crítico coincidía con mis humildes apreciaciones respecto de la naturaleza del género literario de que se trata, que él rectificaba también, y en el mismo sentido en que lo hacía mi pensamiento, una y otra teoría de las modernísimas, que, aunque añaden mucho y bueno a la misión de la crítica, llegan, por exageraciones y exclusivismos, a prescindir de lo que en ella es esencial, y a confundirla con estudios paralelos, análogos, pero jamás idénticos. Y creció mi natural complacencia al notar que M. Guyau fortificaba su opinión con el mismo autor y con el mismo texto, absolutamente, precisamente el mismo, con que yo me había alentado a mí propio a insistir en mis ideas sobre el particular. En efecto: después de decir por su cuenta M. Guyau (obra citada, cap. III, pág. 46 y siguientes) que la crítica a lo Taine está hoy bien, pero no basta; que además del estudio histórico del autor y del medio, se necesita la última diferencia, el estudio de la obra misma, lo que hay de irreductible en el genio manifestado en ella, su orden interior y su vida propia27, copia las siguientes palabras de una carta de Flaubert, que   -258-   yo tenía ya apuntadas como epígrafe de cierto modesto estudio; palabras que vienen a ser paráfrasis de otras muchas análogas afirmaciones y declamaciones del ilustre corresponsal de Jorge Sand, de las cuales he tenido ocasión de hablar en muchos de mis artículos, porque, a mi juicio, hay que volver siempre a la idea de Flaubert, que es la segura en este asunto. «Me habláis -dice el autor de Salammbô- de la crítica en vuestra última carta, diciéndome que desaparecerá antes de poco. Yo creo, por el contrario, que, a todo lo más, ahora empieza su aurora. No se ha hecho más que tomar a contrapelo la crítica precedente. En tiempo de La Harpe se era gramático; en tiempo de Sainte-Beuve y de Taine se es historiador. ¿Cuándo se será artista, nada más que artista, pero bien artista? ¿Conoce usted alguna crítica que se interese por la obra en sí de una manera intensa? Se analiza muy sutilmente el medio en que se ha producido, y las causas que la han traído; ¿pero su composición?, ¿su estilo?, ¿el punto de vista del autor? Jamás. Para esta clase de crítica haría falta una gran imaginación y una gran bondad (esta bondad de Flaubert no tiene nada que ver con la benevolencia de ciertos críticos para lo mediano y lo malo; género de debilidad que Flaubert maldice en otra carta); quiero decir, una facultad de entusiasmo siempre dispuesta a mostrarse, y además gusto, cualidad   -259-   rara (¡y tan rara!) aun en los mejores, tanto, que ni siquiera se habla ya de ella».

Ya ven nuestros poetas mediocres que su alegría, al oír las campanas que tocan a rebato contra la crítica, debe volverse al fondo de las entrañas y convertirse en desencanto. No muere la crítica, la crítica que juzga, que es toda bondad, entusiasmo para penetrar en el alma de las grandes obras, lo cual es también juzgarlas, pues tan juicio es un elogio como una condena, pero que, por ley del gusto, al tratar de la producción baladí de los poetastros, tiene que ser severa, segura de que acierta en esto, y no puede admitir que se confunda, aprovechándolo, el estado de aparente anarquía de las convicciones filosóficas actuales con la cuestión exclusivamente de sentido estético; el cual, en el hombre de gusto, puede hoy, como siempre, hablar con claridad y fijeza y rechazar lo feo, cierto de que lo es; como está cierto, el que siente una quemadura, del dolor que experimenta, sea lo que quiera de las teorías del calor y del frío, sean lo que quieran el nóumeno y el fenómeno.

Ya ven también nuestros críticos benévolos que no cabe aprovechar la bonhomie de la crítica contemporánea en otros países, ni los dilettantismos, dandysmos y demás suavidades y elegancias extranjeras, para cohonestar los productos del ingenio canijo y desmedrado, ni para envolver en un   -260-   eclecticismo trascendental y de buen ver el montón anónimo de los poetas de rigorosa antigüedad, de las medianías que no hacen más que pietiner sur place, como dicen los franceses muy gráficamente.

Mentira me parece, lo declaro, que hombres a quienes sus gustos y ocupaciones llevan constantemente a la lectura de los grandes autores, de eminentes poetas y filósofos, cuando bajan a la calle a ver la literatura nacional de cada día, lleno aún el ánimo de las profundas, graves, escogidas preocupaciones que sus lecturas y reflexiones les dejan, tengan humor para fingir que les parece admirable la secreción misérrima de tantos vates ignorantes, insípidos, prosaicos, en suma; ni siquiera buenos retóricos, ni siquiera verdaderos amigos de la naturaleza, ni siquiera testigos fieles de la realidad, que ven y tocan y describen. Yo más bien creería que lo espontáneo, lo sincero en tal situación, sería quejarse de las malas impresiones vivamente sentidas que producirá el contraste de lo bobo, rastrero, insignificante, soso y vulgar, con lo grande, intenso, fuerte, profundo, delicado, que se acaba de ver; y también me explicaría que tales quejas fueran de vez en cuando interrumpidas por gritos de júbilo, por artículos de crítica simpática, bondadosa, los pocos días que algún verdadero ingenio natural, de los escasos que   -261-   tenemos, hicieran recordar con algo suyo el género de bellezas de aquella otra región superior en que la conciencia del crítico supuesto ordinariamente vive.




- III -

Otra de las teorías de que se ha echado mano para obligarnos a tolerar que haya docenas de poetas que deben leerse entre los que hoy en España quieren prosperar, es más especiosa que la anterior, y consiste en oponerse a la opinión de Horacio, tantas veces repetida, admitida por muchos sin bastante reflexión, según la cual, en poesía no puede admitirse lo mediano.

En este punto no hay más remedio que admitir distingos. Por de pronto, lo más práctico aquí es atender a que por la puerta de lo mediano se nos quiere meter lo malo. Admítase, provisionalmente a lo menos, que en poesía lo mediano no es malo. Bien; ¡pero lo malo sí!

Y aun de lo mediano propiamente tal, hay mucho que hablar. Por lo menos, Schopenhauer, que en materia de arte y de gusto es de los pensadores que más han visto, que más se acercaron al ideal del filósofo artista (como Platón y Renan, v. gr.); Schopenhauer, en una nota a sus observaciones acerca de la influencia del poeta en la idea, dice lo siguiente:

  -262-  

«No necesito decir que en todo lo expuesto me refiero al grande y verdadero poeta, que es cosa tan rara (¡claro!), y que no aludo, ni mucho menos, a la turba conjurada de poetas medianos, rimadores y cuentistas, que pululan hoy, sobre todo en Alemania, y a los cuales no debemos cansarnos de gritarles al oído:


    Mediocribus esse poëtis
Non homines, non Dî, non concessere columnae.



»Es necesario considerar seriamente la cantidad de tiempo y de papel malgastados por este enjambre de poetas mediocres y todo el daño que causan; pues, por una parte, el público pide siempre algo nuevo; por otra, se inclina siempre, por instinto, a lo absurdo, a lo vulgar y bajo, más conforme con su propia naturaleza: por esto los escritos medianos le apartan de las verdaderas obras maestras, y le impiden instruirse en su lectura: trabajan, por consiguiente, esos poetas medianos, contra la benéfica influencia del genio; corrompen más y más el gusto, y detienen el progreso del siglo. La crítica y la sátira debieran, sin miramientos ni piedad, flagelar a los poetas mediocres, hasta obligarles a emplear sus ocios, por propio interés, en leer lo bueno, en vez de dedicarlos a escribir lo malo. Porque si la torpeza de un ignorante sin vocación   -263-   ha podido exasperar al apacible dios de las Musas, hasta el punto de hacerle descortezar a Marsías, yo no veo qué pueden invocar los poetas medianos para exigir tolerancia28».

Larga es la cita, pero a mí me parece llena de enseñanza y muy de actualidad entre nosotros. Se escriben aquí y en América, y hasta en Francia y en Italia, libros y artículos en que se quiere pintar como floreciente nuestra vida intelectual, sobre todo la de fantasía; y tanto por llevar adelante este propósito, como, a veces también, por lucirse demostrando grandes conocimientos y rica erudición en el asunto, se acumulan nombres y nombres, y parece el mejor crítico, el historiador mejor informado, el que hace listas más largas de Gómez, Pérez, Sánchez y Rodríguez líricos. Esta clase de crítica se parece a la literatura de cátedra, la cual, fuera de contadísimas excepciones, suele estar encomendada a muy apreciables caballeros que hablan de poesía como podrían hablar de enjuiciamiento criminal; y estos tales también se muestran propicios a las enumeraciones largas y sin duelo de vates pasados y presentes, cuyos nombres sirven, ya que no para enriquecer, como dicen ellos, el Parnaso patrio, para demostrar la buena memoria y tenaz aplicación de los disertantes. Hay   -264-   mucha gente profana metida en el asunto de enterar al mundo de los poetas que poseemos o no poseemos; y esta gente profana, como no tiene ni puede tener criterio propio, original arranque del gusto, juzga por datos oficiales, forma su especie de expediente a cada aspirante a genio, y, según el resultado de los informes y demás documentos, así le declara poeta o no; ni más ni menos que pudiera darle un certificado de quintas, o una licencia de caza, o la capacidad electoral29.

Pues contra esta clase de medianías que llevan el vistobueno de otras medianías; contra estos poetas de Diccionario biográfico y del Libro de las cien mil señas; contra esta clase perniciosa tiene razón Schopenhauer; y no pocos de los sujetos a quien él entendía flagelar, son los mismos que hoy andan por las historias profanas de la literatura alemana, los mismos que toman al peso los sociólogos que se meten a hablar de estas cosas, y los mismísimos de quien Enrique Heine se burlaba tan graciosamente, con gran escándalo de ciertos graves políticos e historiadores de su tierra. No siendo los verdaderos artistas, los que saben cuán rara flor y cuán delicada es la poesía, pocos son los que, por talento que tengan, no admiten   -265-   de todo al tratar de la prosperidad poética de un país. Pocos hombres habrá habido en España más discretos que el malogrado profesor D. Francisco de Paula Canalejas; pues este señor, en un discurso del Ateneo, acerca de nuestra modernísima poesía, con ese afán a que me estoy refiriendo de encontrar abundante cosecha poética, iba descubriendo escuelas líricas y colegios de meistersinger por todas las provincias de España, y llegaba... a la poesía lírica asturiana, y, no teniendo cosa mejor a mano, la personificaba... en D. Jesús Pando y Valle, redactor en jefe de no sé qué Boletín de Pósitos! Sin ir tan lejos, sin llegar a los Pósitos, muchos insisten ahora en aplicar a la poesía lírica española las medidas para áridos y contar los Esproncedas por celemines. ¿Por qué no? ¡Viva la medianía!

Yo bien sé que si vamos a apurar la cuenta, con relación a los poetas mayores, pueden considerarse aún como medianos muchos que una y otra vez hemos alabado como primorosos. Pero ya se sabe que no es en este rigoroso sentido en el que se usan las palabras generalmente. Hay que quedar en eso; en llamar grandes poetas, o por lo menos poetas de primera clase, a los que no lo son comparados con los más célebres, con los ilustres en todo el mundo. En este sentido decía yo antes que había que distinguir. Pero hay   -266-   más: también es cierto que en muchas ocasiones escritos de mucho mérito, debidos a personas de gran talento, salen a luz en verso, por circunstancias varias, y sería ridículo desdeñar el contenido, que en prosa nos hubiera deleitado, sólo por seguir el dogma de no tolerar la poesía si no procede de los Homeros y Dantes. Tiene razón que le sobra D. Juan Valera, cuando, tomando desde este punto de vista la cuestión, defiende a las medianías poéticas.

Por otro lado, como observa con razón el citado Julio Lemaître en su libro Les Contemporains, hay cierto género de ingenios -hoy abundan, relativamente, fuera de España-, que sin que puedan ser igualados con los genios verdaderos, sin que ofrezcan la variedad y armonía de los artistas mayores, les igualan, y a veces aventajan, por la intensidad o por la perfección de un singular mérito, de una cualidad especialmente cultivada.

Además, a los ingenios de esta clase, hoy más que nunca, por motivos que sería largo explicar, les ayuda más que se suele creer la reflexión estudiosa, la voluntad atenta y constante, porque en el arte moderno todos los elementos conscientes y de solidaridad y orden influyen con mucha fuerza, por razón del carácter predominante en toda la vida psíquica del siglo. Prescindir de esta clase de medianías -si se pueden llamar así- sería absurdo,   -267-   y la censura del filósofo alemán que antes copiaba, no puede entenderse que se extendiera a estos escritores. Acaso pueden ser calificados, en cierto modo, de genios parciales, si nos atenemos a la clasificación de Guyau, según el cual el genio completo es potencia y armonía; el genio parcial potencia o armonía.

En la poesía modernísima francesa, por ejemplo, encontramos artistas de este género: no son genios, y sin embargo traen a la poesía, o una nota nueva, original, o un progreso formal, y siempre un procedimiento reflexivo, sabio, en el más alto sentido de la palabra, que hace de sus obras una oportunidad, una sugestión útil, un elemento indispensable en la vida actual artística. Teodoro de Banville, por ejemplo, no es un genio, y sin embargo su huella en la poesía francesa es imborrable; lo que él ha hecho es, a su modo, nuevo; supone la obra anterior de los grandes poetas, pero no es una repetición inútil de esta: es algo más y de otra manera; y además es trabajo reflexivo; muestra al lado de la inspiración, la conciencia y la ciencia, y así, junto a Les Cariatides, Les Exilés, Odes funambulesques, etc., podemos colocar, a manera de complemento y comentario30 estético, Le petit traité de poésie française, libro de tecnicismo métrico y de estética literaria que, apruébense o no sus teorías, es necesario considerar   -268-   cuando se habla de la forma poética, según las novísimas reformas y pretensiones.

Sully Prudhomme, el poeta pensador, para algunos, como el citado Morice, demasiado pensador en sus versos, por ser poeta, para los más poeta filósofo de verdad, de intensidad y armonía, no es, con todo, un genio; no ha inventado grandes cosas, no se le debe ningún temblor nuevo; y, sin embargo, su obra es insustituible, no cabe prescindir de ella, faltaría algo esencial en la evolución de la poesía francesa del siglo XIX si se olvidara a Sully Prudhomme. Y este también, además de sus versos, de sus Epreuves, Solitudes, Vaines tendresses, Destins, Justice, etc., etc., nos da un voluminoso programa estético en una obra de profundo estudio, de gusto, observación, alma y ciencia: L'expression dans les beaux arts, aplicación de la psicología al estudio del artista y de las bellas artes; verdadero tratado de estética en 420 páginas... Como estos poetas, podrían citarse otros muchos que en Francia, en Italia, en Inglaterra, representan estos dos caracteres que he señalado: una individualidad poderosa, intensa, que significa un momento importante de la vida artística de su país, y una obra reflexiva, de estudio, que acompaña a su inspiración como una especie de interpretación auténtica de esa misma obra artística. Leconte de l'Isle, aunque esté, en mi sentir,   -269-   a mayor altura que los antes citados en cuanto genio parcial, viene a dar una sanción científica a sus poemas con sus elegantes y sabias traducciones de Homero, Hesíodo, los trágicos y los líricos de la Bucólica helénica; traducciones que son de las pocas que pueden recomendarse tratándose de griego convertido en francés. Rapisardi, rival de Carducci en cierto respecto, acaba de traducir a Horacio. El malogrado Dante Gabriel Rossetti, poeta y pintor, jefe de grupo, defendía pocos años hace su pre-rafaelismo como poeta y como estético... En todas partes lo mismo; en todas partes, menos en España.

Aquí, después de los poetas, poquísimos, a quien todos reconocemos el título de tales, que lo serán de mayor o menor vuelo, pero que lo son, y respecto de los cuales no hay para qué entrar en odiosas comparaciones, después de esos no hay nada. ¿Dónde están las figuras que dentro del movimiento romántico, o del clásico, o del reactivo, o del realista, o del naturalista, o del simbolista, representen un modo original, un progreso en la perfección formal, una fecunda novedad rítmica, sugestiva de nuevas ideas poéticas, como pretende Banville que sean esta clase de novedades y restauraciones? ¿Dónde están esos genios parciales, aunque sea de menor cuantía, que acompañen a una original y potente nota propia en el arte el   -270-   producto de una reflexión seria, sistemática, ilustrada con la técnica correspondiente?- ¡Ay! ¡Nuestras medianías no saben más que imitar, dándole siempre vueltas al mismo amaneramiento, al poeta de su predilección, o por lo menos su protector y amigo; no escriben libros de ciencia estética; no piensan en la técnica de su arte; les basta con las reglas atropelladamente redactadas de las poéticas vulgares: han aprendido los misterios técnicos de la métrica en el Instituto provincial, y eso les basta; no han vuelto a pensar en las profundas y complicadas leyes del ritmo en su relación con la idea bella!- Y de los grandes problemas estéticos, ¿qué han dicho?, ¿qué han pensado? Nada. Ni les importa. Todo se reduce a escribir como Campoamor, o como Bécquer, o como Núñez de Arce, o como Quintana o como los traductores de los poetas clásicos o de los modernos extranjeros. Y todo lo demás se lo toman ellos por añadidura. De crítica no hablan más que para maldecirla, para envolverla en alegorías de la envidia... y exigirle alabanzas incondicionales. En otros países, la cuestión estético técnica de la poesía, la tratan principalmente los críticos poetas; aquí, nadie; a lo menos, los poetas no se acuerdan de ella. Y es que estos caballeros no son artistas, en resumidas cuentas; no están enamorados de la poesía, sino de la vanidad; quieren fama; no quieren el placer   -271-   sublime de descubrir misterios de la expresión bella.

A tal clase de medianías no se la puede tolerar. Es argumento baladí, si en su favor se emplea, el de que no sólo se ha de leer y estudiar el genio. Es claro: hay muchas cosas buenas que no las ha dicho el genio, en poesía como en todo; pero nuestros poetas de orden intermedio (entre malo y peor) no han dicho nada de eso. No sienten, desean; desean renombre. Su palidez no es la huella del dios que visitó su mente; es la palidez de Casio, que porque nadó con César en el Tíber, sobre las mismas turbias ondas, ya quiere ser tanto como César. Tampoco meditan; cavilan cómo se puede sobornar a la fama.

Y si en todo tiempo, como Schopenhauer dice bien, hubo razones para no atender a los poetas medianos de tal índole, porque el vulgo, oyéndolos a ellos, deja de descubrir la voz del genio verdadero, pierde el tiempo y se llena de ideas bajas, nimias y sin nobleza, de prosa ruin y de tautologías necias, en vez de encontrar en el arte un sursum corda; hoy, más que nunca, importa economizar la atención del público, y emplearla tan sólo en recoger las notas escogidas por el buen gusto; las que sugieran una idea sublime, un consuelo dulce y hondo, la poesía de los verdaderos poetas, nada más, de los que tienen algo esencial   -272-   que decirle al alma cansada, dolorida, de este siglo caduco, que, a pesar de la prosa que le abruma, viendo la inutilidad de sus tesoros para su dicha, ya no busca más que una idea que le dé fortaleza y una canción que le arrulle al dormirse en el último sueño.

Porque... ya lo sabemos todos, hay muchos que anuncian el fin de la poesía, a lo menos de la poesía en verso; se la declara incompatible con la vida moderna, con la ciencia nueva, con la democracia. Se dice que comienza la autonomía de lo mediano y acaba la aristocracia de los espíritus superiores; que la ilusión científica viene a matar la ilusión artística; que el olor punzante de la amarga ciencia va a matar el beleño de la belleza soñada... Todo esto se dice; se invoca el gran nombre de Hegel; se invoca el veredicto de la severa ciencia positiva; hombres serios, sabios de veras algunos, ven en el verso una forma gastada de expresión, en la poesía misma un momento ya vivido del espíritu humano: un poeta español se quejaba no ha mucho de tales tendencias (el Sr. Núñez de Arce), en una protesta cuyas exageraciones y exclusivismos tenían la disculpa del dolor cierto y de las brutalidades de algunos contrarios... Si esto hay; si es necesario que la poesía se defienda con todas sus fuerzas, porque lucha pro aris et focis, porque el peligro es grande, no   -273-   puede renunciar a sus mejores armas y emplear las que no bastan a vencer al enemigo. Las mejores armas son... los grandes poetas; ella, la poesía, es una aristocracia, una flor de espíritu; su enemigo es la vulgaridad, la democracia igualitaria y el atomismo individual; y daría buena cuenta de las huestes poéticas si estas fueran otra democracia también, el tutti quanti de los versificadores, los tópicos manoseados de la literatura académica o populachera. La poesía sólo puede salvarse insistiendo en ser quien es: reconocer el estro de las medianías, es abdicar; hacer de la turbamulta un juez, ni siquiera un jurado de quien sea el crítico mero asesor, es profanar la poesía. Esos escritores que recomiendan el arte como una panacea, como algo que va a gustar a todos, como un revolucionario puede recomendar la república que él va a traer llena de felicidad y economías; esos escritores que hablan de la prosperidad de un pueblo cifrada en los muchos Fernández, Pérez y Gómez que allí entienden de rima, o son cortesanos de esa democracia enemiga, o son tontos que ni siquiera saben cuán grave y delicada materia pretenden manejar.

Los dioses, ha dicho Renan, se echan a perder cuando se van haciendo nacionales. Los Elóhim perdieron su grandeza cuando se convirtieron en Iohua (Jehová o Iahvé), dios de Israel ante todo.   -274-   Pues la poesía es como los elóhim (es de su mismo aliento), y también pierde, sobre todo en nuestros días, cuando se la hace nacional, o política, o algo, en fin, exclusivo, utilitario, interesado y tangible. Si queréis que por fuerza, que por patriotismo, haya muchos poetas en un país donde no los hay, habréis salvado el decoro nacional...; pero no habrá poesía, y esos poetas, que hasta pueden figurar en la Guía de forasteros, no los leerá nadie, no consolarán a nadie, no verterán en los corazones el bálsamo de la ilusión, el ensueño de la esperanza.

Pero, en rigor..., no importa que haya quien llame poetas a los que no lo son. Al fin, ese vulgo enemigo de la poesía tiene también sus horas de sensiblerías, sus regresos al ideal; él también necesita poetas a su modo, poetas como él. Dejémosles, ya que tanto afán tienen de que se les llame lo que se llamó a Shakspeare. Si tanto insisten, entreguémosles el nombre. Sean ellos solos los poetas. Mas, en tanto, en otra parte, escondida y sola, rodeada de la discreta nube de que quiere circundarla un artista francés, la poesía servirá para los pocos espíritus capaces de sentirla y comprenderla, para los que pueden transigir con todo, menos con la invasión del arte por la multitud. Acaso el estado perfecto, el ideal de la mística ciudad poética, consista en venir a ser como una Atlántida sumergida, cuya existencia pasada llegue   -275-   a negar el mundo que ignora su realidad presente. Acaso lo mejor será que llegue un día en que la ciencia (!), la prosa, la democracia intelectual, la poesía oficial -pues seguirá habiéndola- crean que la poesía sueño, la poesía aristocracia, la poesía solitaria, la poesía sin medianías, sin listas de reclutas, ha muerto y está bien enterrada. Sí: cuando se piense que su patrimonio es una sepultura, nadie se lo disputará, y ya no querrán ser poetas los Sres. Gómez, Fernández, González..., ni habrá críticos nacionales y extranjeros que se lo llamen, llenos de candor o llenos de malicia.





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ArribaAbajoRevista literaria

(Marzo, 1890)


Realidad, novela en cinco jornadas, por D. Benito Pérez Galdós



- I -

No hace muchos días recibía, quien esto escribe, una muy discreta confidencia literaria de un notable crítico de Barcelona, acerca de cuyos méritos ya he tenido ocasión de hablar en una de estas Revistas. Varios oportunos consejos venían en aquella carta, y de uno de ellos me acuerdo ahora, al comenzar este examen de la última novela de Pérez Galdós, la cual, en mi sentir, representa, en cierto modo, una fase nueva de tan peregrino, fecundo y variado ingenio. Me decía el inteligente corresponsal a quien aludo, que en mis recientes artículos de crítica notaba una tendencia a abrir   -278-   camino en el gusto español a las novísimas aspiraciones literarias que, sin renegar del pasado inmediato, mostraban francamente no satisfacerse ya con la fórmula naturalista, y propendían a una especie de neo-idealismo. El crítico catalán no reprobaba este movimiento en general, pero sí lo estimaba prematuro tratándose de España, en donde los vicios tradicionales de otros idealismos, que nada tienen de nuevos, todavía florecen con lozanía, sin que amenace ahogarlos la vegetación realista, que está muy lejos, entre nosotros, de ser tropical ni cosa parecida. Confieso que la advertencia del discreto amigo me dio que pensar, y volví a tener ocasión de meditar sobre el peligro que me anunciaba, cuando, poco después, leía en una nota bibliográfica de doña Emilia Pardo Bazán, y en un libro de esta señora titulado Al pie de la torre Eiffel, ciertas bienvenidas alarmantes y ciertos pronósticos de reacción cristiana, entendiendo el cristianismo y sus consecuencias filosóficas, y particularmente estéticas, como los puede entender la ilustre autora de San Francisco de Asís. No cabe duda, por un lado, que es peligroso en España predicar ciertas doctrinas que pueden recordar a muchos que ellos son Júpiter, según el loco de Cervantes; mas, por otra parte, la sinceridad, esa décima musa de la crítica, obliga a no ocultar nada de lo que representa una modificación   -279-   del propio espíritu, digna de ser tomada en cuenta para juzgar bien el punto de vista en que cada día el crítico se coloca; y obliga asimismo a reconocer las variaciones del medio espiritual en que se vive.

Pocos días hace, un escritor de los reformistas, Desjardins, examinando el carácter de la poesía de Eugenio de Manuel, hablaba del lirismo judaico que en la inspiración del autor de Les Ouvriers resplandecía, y notaba que las corrientes actuales de la juventud literaria coincidían con esa tendencia anti-ariánica, con esa tendencia a desprenderse de la retórica del romanismo, y a buscar, fuera de la tradición erudita artística, nuevas fuentes de poesía, que nos vuelvan a la naturaleza, en las cuales sea la obra escrita inmediata, directa expresión del alma propia, y no artificio de autor que se observa y se distingue de su asunto, en el cual no se entrega, sino que, superior y extraño a él, se reserva el fondo de su personalidad, ajena, en rigor, al producto de sus habilidades. ¿Cómo ocultar que esta propensión artística de que habla Desjardins existe, y está generalizada en los poetas, novelistas y críticos de la generación que sigue a la de los llamados naturalistas, como Zola, Goncourt, Daudet, etc.?- En el mundo literario domina hoy, y debe dominar por algún tiempo, el arte realista, que con tantos esfuerzos y entre   -280-   combates de toda especie conquistó su primacía; más aún, en cierto modo, la novela social y de masas, de instituciones y personas mayores, que tiene en Occidente su principal representante en Zola, es algo definitivo, algo que viene a cerrar un ciclo de la evolución literaria desde el Renacimiento a nuestros días; en este punto, es pueril antojo y superficial coquetería de la moda pretender dejar atrás, como cosa agotada y que ya hastía, la novela de Zola y otras semejantes. Por lo que toca a las facultades del famoso reformador, los críticos más dignos de estudio, más serios y flexibles entre los que buscan nuevos horizontes, reconocen el mérito excepcional del audaz y poderoso maestro, y colocan su nombre entre los pocos de primer orden que señalan nuevas etapas de la historia literaria. Mas, a pesar de esto, y a pesar de no ser, ni con mucho, la novela épica de Zola mina agotada, no cabe negar que, en parte por lo que tiene de limitado y exclusivo el naturalismo, en parte porque, no contra, sino fuera de esa tendencia, aparecen nuevas aspiraciones, ello es que la escuela de la experimentación sociológica, del documento fisiológico, etc., etc., no significa hoy ya una revolución que se prepara o que ahora vence, sino una revolución pasada, que ya da sus frutos y deja que otras pretensiones, nacidas de otras necesitadas del espíritu libre, tomen   -281-   posesión de la parte que les pertenece en la vida del arte.

En pocas palabras: las nuevas corrientes no van contra lo que el naturalismo afirmó y reformó, sino contra sus negaciones, contra sus límites arbitrarios. Quedará la novela que un crítico francés llama de costumbres, con nombre nada exacto; pero el arte del alma, que vuelve a reivindicar sus derechos, permanece en la poesía y se restaura en la novela psicológica, que, al revivir, trae nuevas fuerzas, nueva intensidad y trascendencia; porque es claro que no puede ser la literatura espiritual, dadas las ideas actuales acerca de la naturaleza del alma, lo que fue en días de puro intelectualismo; como, en general, la metafísica, por cuya aparición hoy se suspira, no podrá ser la tradicional y con tantas fuerzas atacada. El mismo Zola parece reconocer algo de lo que se prepara, y en cierto modo comienza, cuando al contestar a M. Renard, autor de unos notables estudios sobre la Francia contemporánea, le dice: «Ciertamente, yo espero la reacción fatal; pero creo que vendrá más bien contra nuestra retórica que contra nuestra fórmula. El romanticismo será quien acabe de ser vencido en nosotros, mientras el naturalismo se simplificará y se apaciguará; será menos una reacción que un apaciguamiento, una expansión. Siempre lo he anunciado».

  -282-  

Tal vez con estas palabras de Zola, más o menos comentadas, y con algunas variantes, se pudiera satisfacer a mi buen consejero de Barcelona. Combatir en España el naturalismo, darle por gastado y vencido, no sólo sería prematuro, inoportuno, sino injusto, falso; pero otra cosa es decir de él... lo que, después de todo, este humilde revistero siempre ha dicho, que era una fórmula legítima, a la que había que hacer sitio en el arte; pero que no era única ni acertada en sus exclusivismos, así técnicos como filosóficos, ni otra cosa que la manifestación literaria más oportuna en su tiempo. ¿Paso esta oportunidad? Esta es la principal cuestión, y la que admite más variedad de conclusiones, según los países. ¿Asoman otras tendencias, más bien que fórmulas, legítimas en sí y oportunas también por el momento? Yo creo que sí. Y por lo que toca a España, donde el naturalismo, lejos de estar agotado, apenas ha hecho más que aparecer e influir muy poco en la cura de nuestros idealismos falsos y formulismos inarmónicos, lo más oportuno me parece seguir alentando esa tendencia, con las atenuaciones que imponga el genio variable de nuestro pueblo... y con las que vayan indicando esas últimas corrientes, que han de ser, según el mismo Zola, una expansión y un apaciguamiento. Véase por qué tal vez no hay tan gran peligro en ir advirtiendo el camino   -283-   de las nuevas tentativas del espíritu literario fuera de España, y cómo esto es compatible con la obra en buen hora emprendida por muchos, y todavía muy poco adelantada, de ir sacando el arte nacional de las pintadas cascarillas vacías donde muchos insisten en buscar el espíritu, el gran espíritu desaparecido, y que piensan poseer porque tienen, y ya corrompidas, las formas muertas de su cadáver. Lo que hace falta en tan meritoria empresa es, primeramente, no dar por agotado y gastado lo que no lo está; y después, no confundir vulgares reacciones, bien o mal intencionadas, obra de la medianía o de espíritus ligeros que van y vienen de todo a todo, porque ni su corazón ni su cerebro echan en nada raíces, con ese movimiento, simpático en los sinceros y profundos, en busca de nueva vida filosófica, sentimental, y, por complemento, artística.

Por todo lo dicho y harto más que callo, y de que hablaré en otras varias ocasiones, no veo inconveniente en decir que Realidad, de Pérez Galdós, me ha parecido un reflejo español de esa nueva etapa, a lo menos de su anuncio, a que parece que llega el arte contemporáneo. Es, si no más, un cambio de postura, y en cierto modo un cambio de procedimiento.

* * *

  -284-  

Fuera no conocer a Galdós pensar que puede obedecer este ingenio, tan independiente de todo compromiso de escuela, tan espontáneo y original, a ninguna consigna ni a tendencia sugerida por el estudio del movimiento literario extranjero. Galdós, como la mayor parte de nuestros buenos escritores, en algo para bien, en algo para mal, prescinde, al producir, de todo propósito sistemático, y del enlace que el arte nacional puede y debe tener con el de las naciones más adelantadas y dignas de atención en este punto. Tal vez no lee mucho de lo que día por día se produce en Europa; casi es seguro que de crítica y de estética de actualidad lee poco, y se puede afirmar que no hace caso de lo que lea, cuando él produce a su manera, según su plan y propósito. Mas no por esto deja de vivir en el ambiente del arte, ni deja de ser poeta, y poeta de su tiempo; y así se explica que más de una vez él, espontáneamente, sin relación con nadie, haya llevado su novela por los caminos que empezaban a pisar autores extranjeros, de los que Galdós poco o nada sabía.

Un crítico francés acaba de decir, y es probable que Galdós no lo haya leído: «Una novela es, más o menos, un drama que va a dar a cierto número de escenas que son como los puntos culminantes de la obra. En la realidad, las grandes escenas de una vida humana vienen preparadas de muy atrás   -285-   por esta misma vida... Del mismo modo ha de suceder en la novela... La novela psicológica tiene por rasgo característico lo que puede llamarse 'la catástrofe moral'».

El que haya leído Realidad, podrá recordar que las palabras copiadas parecen haber sugerido a Galdós la forma y el desenlace de su última obra. Y, sin embargo, casi me atrevería a asegurar que el insigne novelista no pensó ni en ese ni en otro estético al trazar el plan de su libro.- Él, sin necesitar que nadie se lo dijera, vio que la novela que otras veces escribía y mostraba al público, podía ahora ahorrarla, pensarla para sí, y dejar ver tan sólo el drama con sus escenas culminantes y su catástrofe moral. Así, Realidad, sin dejar de ser novela, vino a ser un drama, no teatral, pero drama. Galdós prescindió de la descripción que no cupiera en las rapidísimas notas necesarias para el escenario y en los diálogos de sus personajes, como prescindió de la narración que no fuese indirectamente expuesta en las palabras de los actores. ¿Quiere esto decir que el autor de Fortunata y Jacinta reniegue de la pintura exacta y de pormenores significativos, ni de la narración que para tantas maneras del arte es indispensable? De ningún modo; Galdós volverá mañana a sus procedimientos inveterados, como Zola, después de Le Rêve, vuelve a sus Bestias humanas que no sirven   -286-   más ni mejor a la tesis del novelista que Le Rêve mismo, como Brunetière, justo en esto, tuvo cuidado de advertir. En la forma que Galdós ha dado a Realidad, y que es lo que más ha llamado la atención, porque es cambio aparente que todos notan, no está la novedad relativa de su obra. La novedad está en que hay aquí como parte exotérica y parte esotérica; y mientras el drama exterior que se ve en la Incógnita y en el aparato dialogístico31 y escénico de Realidad, es lo notorio, lo que aprecian todos, el verdadero drama de la obra, el conflicto psicológico y la catástrofe moral están en aquellos elementos de Realidad, que acaso señalan, hasta ahora, el grado más alto a que ha llevado Galdós sus estudios de almas; en aquellos elementos que justamente menos sirven para el drama realista, aunque no sea de teatro, los puramente espirituales que el autor, por culpa de la inoportunidad con que escogió la forma cuasi escénica, tiene que mostrarnos casi siempre por medio de soliloquios y discursos fingidos del alma consigo misma, que son en gran parte artificiales, puestos retóricamente en boca de los personajes.

Concretaré más el punto de lo que yo creo novedades en la novela de Galdós. Decía Turguenef que la novela necesitaba examinar tres capas sociales en los caracteres: la primera, la de los hombres superiores, de alma grande, excepcional, por un   -287-   concepto o por otro; la segunda, la de la gran multitud de los tipos medios que no se distinguen ni por su elevación ni por degradados y deformes; y la tercera, la capa ínfima, la de los pobres seres que están por debajo del nivel normal; los depravados, los menesterosos. Añádase a esta teoría, o combínese con ella, la de Bourget, según la cual la novela de costumbres, la social, la que pinta los medios, una clase entera, una profesión, debe escoger los tipos normales, los de la segunda capa de Turguenef, porque sólo estas medianías representan bien lo que el autor se ha propuesto estudiar y expresar, mientras la novela psicológica, la que atiende al carácter, necesita siempre, según Bourget, referirse a los extremos, a una de las otras dos capas que indica el escritor ruso, a los seres excepcionales, en los que no se estudia un término medio de su género, sino una individualidad bien acentuada, original y aparte. Pues bien: Galdós casi siempre ha escrito la novela social, no la fisiológica, y en la novela de costumbres o de grandes medios ha seguido, por propia inspiración, la doctrina que para casos tales huye de los tipos de excepción superiores o inferiores al nivel general. Por esta cualidad, casi constante, el autor de La Desheredada ha ganado entre la gran masa de lectores sin preocupaciones escolásticas la fama que tiene de natural y verdadero, y también a esta   -288-   conducta debe que algunos poco expertos en estas materias, aunque titulados y críticos, le hayan tachado de prosaico y vulgar, y hayan hablado de cansancio de imaginación en el fecundo poeta de los Episodios Nacionales.

Mas deja ahora nuestro autor, por una vez a lo menos, la vía ordinaria, y aparece la verdadera novedad a que aludía. Galdós trata hoy asuntos de psicología principalmente, novela de carácter, y dentro del carácter, novela principalmente ética; y también por propio impulso, sigue la regla señalada atrás; es decir, escoge, no tipos medios, sino personajes de excepción, superiores a su modo, como lo son, sin duda, Tomás Orozco y Federico Viera.

Pero esto es lo esotérico, lo que sabe el autor, y lo que llegan a saber los lectores que atienden a los soliloquios de Tomás, Federico y Augusta, no lo que sabía el Corresponsal que escribe La Incógnita, ni lo que dijeron los periódicos que iba a ser la novela, ni lo que pueda parecer al distraído que juzgue por el aparato, el escenario y los detalles que acompañan al drama íntimo de Realidad. En este punto, la originalidad de Galdós no tiene ejemplo, que yo recuerde. Ya veremos que, en parte, paga cara esa originalidad.- La cual no consiste en volverse hacia la novela psicológica y a los personajes superiores, de elección, sino en hacerlo así... y parecer que no lo hace. Galdós, no   -289-   sólo nos ha hecho ver que en el mundo no todo es vulgaridad, ni todo se explica, como siempre, por los móviles ordinarios; no sólo nos ha hecho ver la novela de análisis excepcional, como legítima esfera del estudio de la realidad, sino que nos ha demostrado que esa novela puede existir... debajo de la otra; que muchas veces donde se ha presentado un estudio de medio social vulgar, puede encontrarse, cavando más, lo singular y escogido, lo raro y precioso.

En efecto: en la Incógnita y en la superficie de Realidad parece que se trata de una novela realista más, del género de las que estudian materia social: aquí el asunto era la opinión pública apasionada por la crónica del crimen, erigiéndose en tribunal, y dando una en el clavo y ciento en la herradura. Todas las soluciones que el vulgo presenta en la Incógnita al crimen de que fue víctima Federico Viera, son verosímiles; todas se basan en la idea corriente de que las cosas suceden como suelen suceder, tienen las causas que suelen tener. Inconscientemente la opinión acostumbra aplicar a los fenómenos sociales la ley de Quetelet; pero la aplica a deshora, y se engaña muchas veces. La equivocación del vulgo es la parte de novela de costumbres que hay en esta obra; pero queda lo que había debajo, lo que no podía ver ni calcular la plebe, lo que nosotros vemos ahora en los soliloquios   -290-   de Federico, de Tomás y de Augusta, y en los delirios de todos ellos.

El autor pensó, probablemente, que para mostrar este doble fondo de la acción en su sitio, sin digresiones ni contorsiones del asunto, sino de modo inmediato, que produjera el efecto estético del contraste de la apariencia y la realidad, lo mejor era recurrir a la forma dialogada... más el monólogo. En lo que Viera, Orozco y Augusta hablan con el mundo, y aun en mucho de lo que hablan entre sí, estará, pues, el drama exterior; pero en lo que piensan y sienten y se dicen a sus solas, cada cual a sí mismo, y algo a veces unos a otros, en todo esto quedará el drama interior, el que mueve realmente la fábula, el que se refiere a los grandes resortes del alma. Véase, pues, señalada la oposición de lo que parece y de lo que es, recordando los dos extremos de esta cadena de fenómenos. Un perdido aristócrata, un degenerado de la sangre azul, lleno de deudas y de infamia, aparece asesinado de noche en un barranco de las afueras. ¿Quién es el asesino? ¿Por qué lo ha sido? Federico Viera, un soldado fiel de los deberes en que cree, se mata porque no puede transigir con la vida cuando esta le pide transacciones a la conciencia. Mientras el populacho de calles y salones busca solución al problema del crimen en los motivos vulgares de estos actos, y mezclándose con la   -291-   acción de esta especie de coro de la opinión pública, un drama puramente ético pasa ante los ojos del lector, absorto en aquellas escenas semifantásticas, en que hablan a solas las conciencias o hablan con las sombras de otros personajes.

El resultado que, a mi parecer, el autor buscaba, se logra así; los dos dramas marchan juntos, rozándose en una especie de superfetación muy expresiva del propósito del novelista: sirva de ejemplo de esta trasparencia estética del intento artístico, la escena en que Viera, ya casi loco por sus combates morales, entra en un teatro, y encuentra a Orozco, y habla con él de sus males y apuros. La trivialidad del paraje y de la ocasión son antítesis, así como todo el aparato vulgar del diálogo, de la gravedad y excepcional importancia del fondo moral en que los personajes están interesados: tanto mejor se ve esto, la mezcla constante, y a veces indiscernible, de lo común, insignificante, vulgar y ordinario, con lo crítico, singular, culminante y escogido y extraordinario, cuanto más se atienda a la comparación de esa escena real, de ese diálogo positivo en el teatro, entre Viera y Orozco, con las escenas puramente fantásticas del cerebro de Federico nada más, en que la sombra de Tomás se le aparece y le habla. Para Federico, la realidad llegará a confundirse con la visión, y así, más adelante, llegará a creer que Tomás se le apareció... en el   -292-   teatro.- Todo eso está muy bien, y coadyuva al buen éxito del intrincado propósito del novelista; pero, a mi juicio, lo mismo que le sirvió para triunfar, le perjudicó en otro sentido.

Lo más interesante, lo principal, lo más hondo de Realidad, está en los soliloquios, en lo que se dicen a sí mismos, a veces sin querer decírselo, los principales personajes. Pues bien: esto resulta un esfuerzo casi humorístico, una forma convencional excesiva, que quita ilusión al drama, y, por consiguiente, fuerza patética, y hasta algo de la verosimilitud formal, al claudicar la cual peligra también el fondo mismo del estudio psicológico. Por eso no me extrañará que alguien, que no se pare a considerar todo lo dicho, crea que hay falsedad, capricho puramente ideal, abstracción y frialdad consiguiente, en esos mismos caracteres que, intrínsecamente, están, sin embargo, bien observados y bien experimentados32.- En mi sentir, a pesar del atractivo que ofrecía para esta novela la forma dramática con el contraste significativo de lo que se dice y lo que se calla, debió haberse renunciado a tal ventaja para lograr otra más sólida y duradera.

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La psicología en el drama, o en cuanto afecta sus formas, tiene que ser sumaria, sintética (en el sentido poco exacto, pero corriente, que se da a lo sintético), y sólo algunas veces el genio de un Shakspeare logra mostrar detrás del velo transparente de un rasgo dramático, toda una perspectiva psicológica, la historia de un alma. Es vulgar ya esto: para el teatro, y aun para el drama en general, no sirve el análisis, el estudio detenido, con su serie de petits faits que nos dan la vida de un espíritu humano. Cuando el teatro, el moderno principalmente, aspira a entrar en estos dominios de la novela, ante todo suele salir mal librado, y en lo que acierta, acierta mediante no muy legítimos expedientes, como v. gr., los monólogos excesivos, las escenas casi iguales repetidas, las transmutaciones violentas, el tiempo atropellado, etc., etc.- Como la forma dramática no es una creación artificial, sino una verdadera creación, es decir, cosa de la naturaleza del arte literario, lo que vaya contra las leyes radicales de esa forma, nótese bien, irá, si dentro de ella se mueve el poeta, contra la naturaleza misma del arte, contra la virtud artística del mismo fondo que se expresa33. No importa que, por prescindir de la preocupación escénica,   -294-   del teatro, del espectáculo, se crea el poeta libre para hacer lo que quiera dentro de la forma dramática; los límites de esta subsisten, aunque ya en otra forma que dentro de las tablas; el drama, o será una cosa híbrida, o seguirá siendo siempre imitación del teatro, más o menos fiel, porque el teatro se hizo para lo esencial en la forma del drama. La misma unidad de tiempo, no entendida groseramente, es natural en el drama, por la índole crítica y sintética de este.

Ahora bien: va contra el drama y contra el fondo artístico que con él se expresa, el arrebatarnos la ilusión de realidad mediante el absurdo plástico de presentarnos el anverso y el reverso de la realidad en un solo plano: el de la escena. El drama nace justamente de necesitar el espíritu comunicar con sus semejantes mediante el cuerpo, mediante la palabra, y en esta siempre es cosa distinta el alma que la expresa y guarda otras, y el verbo comunicado. Así como la hipocresía es un privilegio humano, así el silencio, que es un velo del alma, es otra hipocresía privilegiada, y con ella se cuenta en la vida; y por saber esto los hombres, que una cosa es hablar y otra pensar y sentir, son sus relaciones como son, y han dado la forma que tiene al elemento real que lo dramático imita.

De la negación de todo esto, aunque sea intencionada, maliciosa, resulta una falsedad, que si hay   -295-   tal intención, da a lo producido aspecto de arabesco humorístico; y sí no la hay, indica falta de habilidad en el artista. Aquí, en Realidad, hay esa intención, y bien acentuada, y por eso el lector no acaba de tomar en serio el libro por lo que respecta a la forma, y por eso hay el peligro de que tampoco el fondo se tome con toda la seriedad que merece.




- II -

Pero hay más. Aun dando por bueno que sea completamente serio, y permita conservar la ilusión de la realidad ese convencionalismo de oír pensar y sentir a los personajes, nace otra dificultad, aún mayor, de la índole misma de esos discursos.

Los soliloquios de Augusta, de Tomás, de Federico, traspasan los límites en que el arte dramático más libre y atrevido, más convencional, en beneficio de la transparencia espiritual de los personajes, tiene que encerrar sus monólogos. En el monólogo hay siempre el lirismo de lo que se dice a sí propio el personaje... para que lo oiga el público, para que se entere este de cómo aquel va pensando, sintiendo y queriendo. En el soliloquio de Realidad... hay mucho más que esto en el fondo, y la forma no es adecuada, pues siempre se   -296-   ofrece también con esa apariencia retórica, para que el público se entere. A veces el autor llega a poner en boca de sus personajes la expresión literaria, clara, perfectamente lógica y ordenada en sus nociones, juicios y raciocinios de lo que, en rigor en su inteligencia aparece oscuro, confuso, vago, hasta en los límites de lo inconsciente; de otro modo, el novelista hace hablar a sus criaturas de lo que ellas mismas no observan en sí, a lo menos distintamente, de lo que observa el escritor, que es en la novela como reflejo completo de la realidad ideada. A la novela moderna, llamando moderna ya a la novela de Stendhal, sobre todo en sus progresos formales de estas últimas décadas, se debe esa especie de sexto sentido abierto al arte literario, gracias a la introspección del novelista en el alma toda, no sólo en la conciencia de su personaje. Mediante este estudio interior en que el artista no se coloca en lugar de la figura humana supuesta, ni recurre al aspecto lírico de la psicología de la misma, sino que toma una perspectiva ideal que le consiente verlo todo sin desproporción causada por las distancias; mediante este estudio parcial, íntimo (pero independiente del subjetivismo propio del personaje), ha podido alcanzar la sonda poética de algunos novelistas contemporáneos honduras a que, valga la verdad, no había llegado la psicología artística de ningún   -297-   tiempo. Una de las causas de la superioridad que, en cierto respecto, hoy tiene la novela sobre los demás géneros, consiste en esta facultad de anatomía espiritual, que es, repito, cosa diferente del lirismo, y que en el drama es imposible. Tolstoi, y ya Gogol, han hecho grandes esfuerzos de ingenio, con buen éxito, en esta materia, pero con menos arte que Zola, cuyo Assommoir ofrece en tal particular una novedad completa, una sorpresa para todo lector atento. Porque Zola no será psicólogo en cuanto al fundamento de los fenómenos anímicos que observa y pinta, pero sí lo es de hecho; y hay una confusión, en que yo he visto caer a los más reflexivos críticos, al empeñarse en encerrar en pura fisiología el estudio humano artístico en las obras de Zola. Diga él mismo lo que quiera, por sus preocupaciones sistemáticas y sus pretensiones de científico, psicología hay en sus personajes, y por lo que se refiere al modo de penetrar en ella, que es lo que aquí importa, pocos como él, tal vez nadie, tal vez ni el mismo Flaubert, saben cómo se escudriña en lo más íntimo del hombre figurado, cómo se refleja en la narración imparcial del autor el estilo del sentir, del pensar, del querer de un alma imaginada. Pero lo que hace Zola, esto que hace también el mismo Galdós en muchas novelas de su colección de Las contemporáneas, no es posible conseguirlo, ni   -298-   se debe intentar, en obras de aspecto dramático. Lo que el autor puede ir viendo en las entrañas de un personaje es más y de mucha mayor significación que lo que el personaje mismo puede ver dentro de sí y decirse a sí propio. Un ejemplo acaso aclare mi idea. Si un médico alienista pudiera ver por dentro el pensamiento del enfermo, y lo que siente y lo que quiere, sacaría mucho más provecho para su estudio que de la observación puramente exterior, aun suponiendo que el enfermo muestre, mediante el lenguaje y otros signos, todo lo que él de sí mismo sabe. Pues bien: en los soliloquios de Realidad el lector sólo ve, de las figuras que hablan por sí, lo que a ellas se les antoja que son, y en la introspección de la novela, Zola, y aun el mismo Galdós, otras veces el lector, ve mucho más, ve lo que piensan, sienten y quieren los personajes, tal como ello es, no tal como ellos se lo figuran.

Añádase a esto la falsedad formal que resulta de la necesidad imprescindible de hacer a los que han de pensar ante el público, pero pensar hablando, expresar con toda claridad, retóricamente, sus más recónditas aprensiones de ideas y sentimientos; de la necesidad de traducir en discursos bien compuestos lo más indeciso del alma, lo más inefable a veces. Si fuera cierta la doctrina vulgar de que pensar es hablar para sí mismo, sería menos   -299-   violenta la forma dramática aplicada a tal asunto; pero bien sabemos ya todos, y un ilustre psicólogo consagró hace años en el Journal des Savants un estudio curioso y profundo a la materia, que pensamos muchas veces y en muchas cosas sin hablar interiormente, y otras veces hablándonos con tales elipsis y con tal hipérbaton, que, traducido en palabras exteriores este lenguaje, sería ininteligible para los demás34. De donde se saca que todo lo que sea usar de un convencionalismo innecesario para la novela, tomado del drama, que en ciertas honduras psicológicas no puede meterse, es falsear los caracteres, por culpa de la forma.

Esto sucede en la Realidad de Galdós; y he insistido en este punto mucho, por lo mismo que creo que sólo a esta especie de capricho del autor, tocante a la forma de su libro, se debe la falta de verosimilitud que algunos han de achacar a los caracteres por sí mismos.

No: hecha la salvedad que tantos renglones ocupa más arriba, bien se puede afirmar que Federico Viera es una de las figuras más seriamente   -300-   ideadas y expresadas con más acierto (fuera de lo apuntado) entre las muchas a que ha dado vida el genio de Pérez Galdós.




- III -

Ha dicho bien un crítico: el arte cada día será más complejo; la falsa sencillez a que aspiran, como a irracional y deletérea reacción, los perezosos y los impotentes, no será más que uno de tantos tópicos, como inventa el ingenio secundario, que es el que siempre se opone a la corriente poderosa que señala la dirección del progreso. Las metáforas solares que, como ya notaba madame Staël, en Homero son nuevas y de gran efecto, no pueden rejuvenecerse; aunque algunos bárbaros modernos aspiran a cegar la memoria de la civilización abriendo un abismo de ignorancia entre las nuevas generaciones y la tradición literaria, tal vez, como apunta Lemaître, para darse la satisfacción de inventar bellezas muy antiguas, descubrir Mediterráneos poéticos, los demás no pasamos por tal pretensión; sabemos el momento en que vivimos, lo que atrás queda, y no consentimos que se nos dé por nuevo, fresco y palingenésico lo que hasta la saciedad hemos visto y saboreado en   -301-   las obras de épocas anteriores. Nada más cómodo que no leer a los demás, especialmente a los antiguos, y después renegar de decadentismos y complicaciones y alambicamientos, y poner remedio a la sutileza enfermiza de las letras contemporáneas con la sencillez paradisíaca, con la sancta simplicitas, con la candidez y naiveté idílicas que cada cual ha podido saborear en la poesía de otros tiempos, en que todo eso era natural fruto de la estación, espontáneo producto de la historia. Aquel pedazo de muralla que Flaubert admiraba singularmente en el Partenón, como un modelo de sencillez hermosa, se convierte en muchos autores simplicistas del día en mampostería trabajada por kilómetros a destajo. No se nos quiera hacer adorar, por la sencillez del muro del Partenón, todas las obras de fábrica de la modernísima sencillez de cal y canto.

No; hoy es más natural, más sencillo, admitir el mundo tal como está, verlo tal como es; y fuera de casos contados, de excepcionales situaciones y de arranques rarísimos del genio, que no han de ser buscados, porque entonces no parecerán, lo regular será estudiar la vida actual, tan compleja como es, sin rehuir sus dificultades, sutilezas y complicaciones.

Federico Viera no es sencillo; es de los caracteres que algunos simplicistas llaman con desdén   -302-   compuestos35, porque no son de la prendería realista o idealista, y porque no está toda la máquina que los mueve al alcance de la primer lectora sentimental y sencilla, de esas cuya opinión halaga a ciertos autores... ¡que después se burlan de Ohnet!

Federico tiene el alma y la vida llenas de contradicciones, y es aquel espíritu como una de esas asambleas que tiene que disolver la autoridad, porque sus miembros no se entienden, se amenazan, se atropellan y son incapaces de adoptar un acuerdo, y por la deliberación sólo llegan al tumulto. Instintos buenos y malos deliberan, luchan en el alma de Viera, y la voluntad, traída y llevada por tantas opiniones, por tantas fuerzas contrarias, termina lógicamente por negarse a sí propia; puesto que no sabe querer nada, acaba por querer la muerte. Federico se mata, porque en el arte de la vida su torpeza para ser bueno y su torpeza para ser malo le ha llevado a profesar la religión del honor en el ambiente de la deshonra; se ha dejado arrastrar por el hábito al vicio; las costumbres, todo lo material, sensible y tangible, lo que para muchos representa toda, la única realidad, le   -303-   iban sumiendo en la vida desordenada; debía ser uno de tantos perdidos que comercian con todo, con el amor inclusive; debía admitir la salvación de sus intereses, es decir, el pan de cada día, de manos del marido de su querida; a esto le llevaba la lógica de su vida exterior; de aquella a que se había dejado arrastrar por la corriente... y ¡quién lo dijera!, en este camino de flores se atraviesa una cosa tan sutil, tan aérea como el punto de honor.

Él -un calavera que de tantos modos se ha degradado-, va a tropezar con escrúpulos morales de los que dilucidan los galanes de Calderón, o los catedráticos de ética casuística; como una tisis heredada, Viera encuentra dentro de sí una caverna moral, unos microbios psicológicos, y dentro de la psicología de lo más sutil, escrúpulos de ética, cosillas del imperativo categórico, de que tan graciosamente se burlan algunos; y parece nada, pero aquella inflamación, aquel principio disolvente de los tejidos del egoísmo, trabaja, trabaja, y llega a hacer imposible la vida del perdis, que tuvo la desgracia de heredar también, aunque mediante atavismo, porque su padre es un malvado en absoluto, de heredar la honrilla castellana de sus antepasados, que en tal o cuál ramo de la vergüenza eran intransigentes.

Cuanto más se medita sobre el carácter de Viera, más belleza se encuentra en esta figura que   -304-   Galdós inventó, componiéndola, sí, pero con elementos verosímiles, con datos de observación y sin salir de las normales combinaciones de que resulta un espíritu, no por complicado menos real.

Hasta en el amor es Federico una antítesis de esos héroes sencillos que algunos quieren resucitar.- ¡El amor en la novela! ¡Qué poco ha trabajado el realismo todavía en el amor! ¡Cuánto se deja en este asunto capitalísimo al convencionalismo tradicional y a los hábitos románticos! Muchos realistas han creído volver a la verdad erótica exaltando el elemento material de esta pasión, dando más importancia a los instintos groseros. Pero era esto poco, y por otro camino había que buscar la verdad y la sinceridad. Cuando una niña, la Mauperin, dice en una novela de los Goncourt que los libros están llenos de amor, y que ella no ve que pase lo mismo en el mundo, expresa, además de una frase característica de su inocencia, una regla que debería servir a los inventores de historia hipotética, a los artistas que imitan las relaciones de la sociedad. Un escritor ruso de los de segundo orden, una de cuyas obras dramáticas acaba de ser traducida en París, tiene por distintivo esta misma observación, aunque exagerándola: según él, no importa, no influye tanto el amor en el mundo, como dice el arte. (Entiéndase que se trata del amor sexual más o menos fino; el   -305-   amor caritativo influye mucho menos todavía.) Pues bien: Federico Viera no es sencillo en amor..., porque no es un amante absoluto, un esclavo de la pasión. Empieza por tener el amor partido. En casa de la Peri está la dulce y tranquila intimidad, la paz del alma en el afecto; en casa de Augusta, la violencia, el fuego, la ilusión, el incentivo plástico, la atracción corrosiva de la fantasía, del arte, de las elegancias. Pero el amor grande, el amor déspota, no está ni acá ni allá. De ser un Quijote Viera... ¡parece mentira!, tendría por Dulcinea la moralidad. A lo menos, por ella muere.

Y hay que tener presente que Galdós ha llegado a estas sutilezas sin recurrir a un héroe filosófico, a un discípulo como el de Bourget; Viera no es de esos hombres que pasan la vida en perpetuo examen de conciencia; no busca como un Amiel, el tormento interior, la angustia psicológica, como dilettante del desengaño; es un distraído, un hombre de mundo vulgar en muchas cosas; pero es la naturaleza moral naturans; es una energía ética luchando con adversidades, defendiéndose con instintos y con tesoros de herencia... Si aquí la crítica de actualidad se consagrara a estudiar de veras las obras de los poquísimos hombres de talento, dignos de su tiempo, que tiene nuestra literatura, en vez de repartir la atención entre las nulidades que saben faire l'article, y las medianías que poseen   -306-   la misma habilidad, a estas horas el Federico Viera de Galdós hubiera sido objeto de examen por muchos conceptos, como lo son en Francia, en Inglaterra, en Italia, en todas partes donde hay verdadera vida literaria, las figuras que van inventando los maestros del arte. Aquí, casi casi hay que pedir perdón por haber dedicado tantas palabras a un solo personaje de una novela.

Tomás Orozco merecería un estudio no menos detenido: en él los defectos formales de que tanto hablé más arriba, producen mayores estragos, hasta el punto de que a veces parece que el autor se burla de la bondad de su héroe y le convierte en caricatura36; pero Orozco es también tipo grande, y a pesar de la aparente sencillez de su bondad de una pieza, es complicado. ¡Y qué complicación la suya! A ella alude Augusta cuando duda si su marido es santo nada más, o es un santo con manías. Debajo de esto hay problemas que no se resuelven ni con renegar de la psico-física moderna, en nombre de los eternos principios de lo bello, lo bueno y lo verdadero... ni tampoco con copiar las ideas más o menos originales y meditadas de un Lombroso, y llamar loco a Schopenhauer, y creer que el doctor Escuder, de Madrid, por ejemplo, sabe, efectivamente, en qué consiste el alma.





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ArribaAbajoRevista literaria37

Resumen

Bis in idem.- Un criterio.- Programa.- Antología de poetas líricos españoles.- Tomo II.- Prólogo de Menéndez y Pelayo.


Invitado en cariñosa carta por mi buen amigo y compañero el director de Los Lunes de El Imparcial a reanudar mi antigua colaboración en la hoja literaria de este popular periódico, me apresuro a aceptar el honroso encargo de escribir cada mes un artículo que sea como revista bibliográfica; mas no de todos los libros literarios, propiamente, que se publiquen en España, sino de   -308-   aquellos nada más que yo tenga tiempo de leer a conciencia, y que en mi opinión, poco ilustrada y humilde, pero serena siempre, merezcan un examen más o menos detenido, o siquiera una mención honorífica.

Aunque parezca mentira, existen en la prensa moderna dos clases de censura literaria: la que se escribe después de leer las obras de que se trata y la que se escribe antes de leerlas, y aun sin leerlas antes ni después. En el forro de muchas revistas, lo mismo nacionales que extranjeras, más de estas últimas, como es natural, se ve sobre el fondo azul, pajizo o rojo, o lo que sea, del recio papel de la cubierta, destacarse la suficiencia perentoria de esos críticos, tan semejantes a la máquina Singer, que en una semana leen veinte novelas, doce libros de poesías y cinco o seis de viajes, y juzgan todas esas obras con envidiable frescura y con una concisión que suele ser casi siempre una injusticia, o por carta de más o por carta de menos.

Aun pasando del forro, aun llegando a las entrañas de esas revistas y de muchos periódicos diarios o semanales de literatura, se ve el mismo género de crítica, aplicado generalmente sin escrúpulo de conciencia. Se escriben cuatro renglones y se leen otros cuatro, y esto es la bibliografía en publicaciones de París, Roma, Londres, Berlín, Madrid, tan importantes como... no citaré ninguna...

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Un hombre que tiene algo más que hacer que leer novelas o libros de versos (y que si no hiciera más que eso acabaría en estúpido) necesita escoger, para tratar cada semana o cada quince días o cada mes de los libros que son dignos de ser leídos y juzgados. Y ¿cómo se escoge? Ateniéndose a un criterio, que en parte estará indicado por los límites naturales de las materias que son propias de la publicación de que se trate, y que, por lo demás, depende del concepto que se tenga del arte. No voy yo a examinar ahora este capital problema de selección y expurgo crítico en general y con el detenimiento que pide, sino en pocas palabras y refiriéndome a lo que directa y exclusivamente me importa. Así como dicen los economistas que no es país rico aquel en que existen unos cuantos centenares de fúcares, sino aquel donde el mayor número de ciudadanos disfruta de cierto bienestar; y que, por consiguiente, si Inglaterra, v. gr., es rica, no lo será porque el landlord domine en vastas heredades, sino porque el pueblo viva con cierta holgura; así hay, para muchos, riqueza literaria allí donde existe bastante producción y se publican muchos libros y se pronuncian muchos discursos y pululan los periódicos y las sociedades científicas, artísticas, etc., etc.

La estadística, que no se para en barras, a tales datos suele atenerse; y los que por ella juzgan,   -310-   pintan, según las cifras, de blanco o de negro un país, en el mapa de instrucción y de vida intelectual que llevan en la imaginación, por reminiscencias de los realmente gráficos que de este género se han hecho. En atención a lo que suele llamarse con palabra algo vaga y especiosa, cultura, esas cifras de la estadística importan bastante y tienen su elocuencia, para Guyau, por ejemplo, según claramente lo dice en su libro póstumo acerca de La Educación y la Herencia, la educación misma se define por el elemento cuantitativo, no sólo por lo que respecta al número de facultades perfeccionadas, sino en vista de la extensión de este progreso a mayor número de hombres. Esto, que en lo que puede llamarse sistema de las teorías de Guyau, en que da el tono a todo la idea social, es lógico, es una consecuencia necesaria, acaso no sea tan indiscutible desde otros puntos de vista; pero, en fin, siempre será cierto que la extensión de la cultura importa mucho cuando de instrucción general se trata; cuando se trata del progreso del mundo por la educación del espíritu. Mas cambia de aspecto la cuestión cuando se atiende a la vida literaria, no a la instrucción en general.

Aquí la estadística ya no dice tanto con los números, y hasta puede inducirnos a error por abarcar grosso modo asunto tan delicado.- Hoy más que nunca importa quitarle valor a la cantidad en   -311-   las cosas del arte, porque una mal entendida democracia, en realidad mesocracia, aplicada al gobierno del espíritu y aun del espíritu escogido y excepcional, nos lleva, con legítima alarma de algunos, al reinado de la medianía intelectual, y lo que es peor, de la medianía estética y moral. La medianía intelectual y moral tiende a la grey, quiere llamarse legión para ser algo de provecho, y en rigor todo lo espera de la mecánica. Estos Hércules que se llaman democráticos y aspiran a la nivelación artística no usan la maza del hijo de Alcmena, sino la prosaica palanca, a la ley de cuya fuerza todo lo fían. En revistas, sociedades, escuelas, etc., etcétera, se quiere entregar el porvenir del arte al trabajo que llamaría Häeckel filogénico, de la tribu, y por eso ofrecen cierto peligro, al lado de muchas buenas enseñanzas, libros como los de Guyau cuando aplican su sociologismo a la materia artística. En literatura, que es a lo que yo me concreto, se debe luchar mucho contra la invasión del vulgo que pretende ser excepcional. La tendencia actual de la clase media de los países más adelantados es, por lo que toca al arte, semejante a lo que sería un espectáculo público en que los espectadores se empeñaran en dar ellos la función.

Por ahora, y mientras el mundo siga pareciéndose un poco a lo que hoy es, los artistas son y serán unos cuantos que no serán comprendidos del   -312-   todo más que por otros artistas especiales (los verdaderos críticos), y que deben ser oídos por todos los demás hombres. En ese respecto cabe dar gran importancia a la cantidad, aun en la estadística del arte, en lo que toca al público. El papel de gran interés que ciertos críticos modernísimos, como el malogrado Hennequin, quieren atribuir al público en la vida del arte es legítimo, hasta cierto punto, en esta consideración de pasividad artística (que no es pasividad sociológica); pero no hay que exagerar este sentido en que cabe tomar la cuestión, ni, sobre todo, hay que confundirlo con el principal y directo objeto de la producción artística. Ateniéndose a esto, y hechas todas las salvedades indicadas, hay que declarar, y llego a mi asunto, que la crítica literaria no debe tomar como señales del progreso la multitud de libros, ni estudiar, por consiguiente, gran cantidad de ellos, sino los que por méritos particulares representan el verdadero movimiento de la vida intelectual del país. Dada la necesidad de la selección, algunos piensan que lo más justo es atender a la variedad de autores y no a la de las obras; de modo que, si un escritor notable publica muchos libros, se dejen olvidados los menos interesantes entre ellos, para tener tiempo de examinar los de otros muchos autores, aunque estos no estén acreditados, ni lo merezcan.

Yo no juzgo de esta suerte; creo que lo que hay   -313-   que escoger, por lo común, son los autores, no los libros; es claro que el gran ingenio produce a veces lo mediano, pero pocas veces saldrá obra buena de ingenio mediano; podrá haber rasgos dignos de atención, podrá haber aciertos casuales en lo que escriba el publicista adocenado, pero no será frecuente tal fenómeno. Olvidan, sencillamente, la relación de la causa al efecto los que, aplicando por absurda abstracción igualitaria a la crítica del arte el criterio democrático, bueno en política y en derecho civil, por ejemplo, entienden que no debe atenderse al autor, sino a la obra, y esperan encontrar todos los días un portento en las ocurrencias de un escritor que ha probado no valer nada, y en cambio descubrir flaquezas y fealdades en el trabajo del gran talento asegurado.- Con esta aberración suele andar mezclado el prurito vanidoso de la erudición, ya sea filológica, ya de lo contemporáneo. El que quiere en la crítica demostrar que ha leído mucho, tiende al cultivo por extensión de la literatura y gusta de descubrir viveros de poetas, por ejemplo, en un ameno huerto de hortalizas. ¿Quién le va a decir al autor de un Diccionario de escritores o al de una biblioteca o antología que la vulgaridad literaria representa cantidades despreciables?- Pero lo más racional es discurrir de esta suerte: que el vulgo, el público leyendo, supone algo, mucho en cierto respecto;   -314-   pero el vulgo escribiendo no supone nada, nada bueno a lo menos.

Una de las atenciones principales, no ya de un crítico de verdad, sino hasta de un humilde revistero, como el que suscribe, debe ser el estudio constante de las personalidades literarias del país de que ha de hablar al público, estudio en que haya cuenta corriente para cada escritor importante y en que se examine también con exquisito esmero el adelanto de los que empiezan y prometen y la decadencia de los que se extravían o declinan. Entre nosotros, por falta de conciencia colectiva en materias de arte, por lo poco que reflexionamos acerca de nuestro mismo trabajo nacional, los críticos suelen pararse apenas en tales escrúpulos; y, por una debilidad de funestas consecuencias, se deja que entre cualquiera en el ruinoso templo de la fama y que se arrincone en cambio el mérito verdadero, o por cábalas de la envidia o por el hastío de los necios, que no quieren lo bueno repetido y con la misma firma, prefiriendo, alternar con lo malo, si esto varía de nombre. Críticos hay entre nosotros que muestran grandísimo talento en todo menos al aplicar justicia distributiva a los autores. No hablar de los buenos y volverse loco para discurrir sutilezas que hagan pasar por buenos a los malos, es achaque de algunos respetables maestros, que, lo que es en esto, han pecado mucho.   -315-   Es claro que no aludo a ciertas personas que parecen discretas hasta que se las prueba en la piedra de toque del gusto y se las ve juzgando con originalidad una obra nueva, ante la cual demuestran su ceguera incurable de vulgo vulgarísimo. Ejemplos de esto, y bien recientes, pudiera citar, si no fuese porque me he propuesto, por hoy, a lo menos, huir de nombres propios en el capítulo de las censuras.

En consecuencia de todas las anteriores observaciones, notas y quejas, y de algo más que omito, puedo resumir de este modo los límites en que se encerrarán, por lo común, mis revistas literarias, a que aplicaré, para escoger materia, el criterio que de lo dicho se desprende.

Mis revistas serán de literatura española, y sólo se referirán a la extranjera cuando esto importe mucho a nuestro arte.

Casi siempre hablaré de libros; pero no me comprometo a no referirme alguna vez a otras manifestaciones de la vida literaria, y aun a los hechos sociales de otro orden que con ella tienen relación.

No entraré, con pretexto de las letras de molde, en campos ajenos a lo puramente literario, con lo cual creo dar un buen ejemplo. Mas es claro que hay géneros intermedios o mixtos que tienen su aspecto artístico, y en ellos no habrá inconveniente en meterse. El Sr. Valera censuraba no ha mucho,   -316-   con razón, al autor de una historia literaria de que se excluía, v. gr., la historia misma y la elocuencia. Por olvidos u omisiones sistemáticos de este género nuestra crítica habla menos de lo que debe de ciertas obras de Castelar, de Pi y Margall, de Giner, de González Serrano, etc., etc.

Trataré, generalmente, de la literatura que produzcan nuestros autores notables, los que lo son a mi juicio; entiendo por notables también a los que ofrezcan esperanzas en obras que positivamente ya tengan algo bueno. (Esto lo añado porque hay quien ve esperanzas a fuerza de buen deseo y sin datos a qué agarrarse.)

De lo que yo crea mediano o malo no hablaré, pese a todos los reclamos del mundo, a no ser pese a cuando tal sea el escándalo de la alabanza inmerecida y del tole tole insustancial que exija un artículo de esos de policía literaria, que también a veces vienen a cuento.

Que en algunas ocasiones he de equivocarme, es seguro; desde luego anuncio que me equivocaré. Pero de la sana intención, de la imparcialidad absoluta, respondo.

Y sin más prólogo, paso a decir cuatro palabras de un libro reciente que merecería un artículo más largo.

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Me refiero al segundo tomo de la Antología de   -317-   poetas líricos castellanos, ordenada por Menéndez y Pelayo, el cual para cada volumen va escribiendo un prólogo, que viene a ser, hasta ahora, una breve pero sustanciosa historia de nuestra poesía. Esta obra importantísima, que publica la Biblioteca clásica, abarcará desde la formación del idioma hasta nuestros días. Ojalá se publique de prisa y lleguen pronto esta especie de pandectas líricas a los poetas contemporáneos, porque tengo grandes esperanzas de que la autoridad de Menéndez y Pelayo venga a dar fuerza a mi opinión respecto de muchos de nuestros versificadores de hogaño.

Estos primeros tomos de la Antología se remontan a los orígenes, materia que en otros países es estudiada con cariño y constancia, con aguda inteligencia, no sólo por los eruditos de pura afición filológica, sino por la misma juventud enamorada de lo moderno, pero también de su genealogía. En Francia ya se sabe que contribuyeron no poco al estudio y resurrección de los antiguos poetas de variadas formas rítmicas los innovadores más atrevidos y modernos de las escuelas revolucionarias, desde los parnasistas a los modernísimos decadentes, místicos, simbolistas, etc., etc.... En Inglaterra basta un nombre para recordar el amor a lo antiguo: Dante G. Rossetti; y en Italia vemos que los versos de Rapisardi, del mismo G. D'Anunzzio, en cierto modo (v. gr., en sus odas romanas, recuerdo   -318-   de las de Goethe), suponen el estudio y la compenetración del espíritu poético de remotas edades. En España apenas podemos citar obras de verdaderos críticos, y menos de artistas, que traten estas materias a que se refieren los prólogos de Menéndez y Pelayo en los dos primeros tomos de esta colección sabiamente ordenada. En general, y fuera de hermosas excepciones, el estudio de nuestra antigua poesía ha sido aquí patrimonio de eruditos sin genio ni gusto, de esclavos de la letra, de pedantes más o menos disimulados; cosa oficial y académica, tarea de viejos fríos o de jóvenes acartonados y envejecidos por las indigestiones de papel disputado a los roedores. Nuestros poetas jóvenes apenas entienden más que de imitar a los maestros vivos, y no comprenden que se pierda el tiempo escribiendo un libro, v. gr., acerca de La Morfología del soneto en los siglos XIII y XIV. (La Biadene. Roma, 1888.)

Por eso debemos admirar y aplaudir al único escritor joven, de genio, de gusto, que, llena el alma de todo lo moderno, en lecturas, reflexiones y sentimientos, en España hace lo que fuera emprenden muchos: iluminar lo pasado con la luz de la crítica histórica que es gloria de nuestro siglo en naciones más felices que la nuestra. En Italia estudian autores como Alejandro D'Ancona y Domingo Comparetti las antiguas rimas vulgares, en   -319-   cinco volúmenes, empleando catorce años en trabajo tan fecundo. ¿Qué menos para prepararse a ver cómo aparece el dolce stil nuovo que ha de inmortalizar a Dante?

No fuera mucho pedir que legiones de literatos españoles, literatos de verdad, no sabios de real orden, sin más vocación que la de ganarse la vida de cualquier modo, se consagraran a escudriñar el interesante y misterioso amanecer de nuestro genio lírico, no menos digno de atención por las ideas y emociones que balbuce, que por la forma que emplea; de nuestro genio lírico, que ha de tener su florecimiento en las estrofas serenas, místicas y sencillas de Fray Luis de León, y en algunos romances eruditos, y sobre todo, por lo que al lenguaje patrio respecta, en el glorioso teatro de Lope, Calderón y Tirso. Desde Berceo a Góngora, ¡qué grande y rápido progreso! ¿Quién ha estudiado aquí esto de veras, por ello mismo, no por las circunstancias bibliográficas y otras análogas? Nadie. Menéndez y Pelayo parece que comienza tan interesante labor, y nadie habrá acaso que, hoy por hoy, pueda hacerlo en tan buenas condiciones.

Aunque este segundo tomo de la Antología comienza ya por la Danza de la muerte y sigue con fragmentos del marqués de Santillana, Dueñas, Fernán Mójica, Juan de Tapia, Lope de Estúñiga, Suero de Quiñones, Francisco Bocanegra, Carvajal,   -320-   Diego del Castillo, Juan Alfonso de Baena y el infante D. Pedro de Portugal, el magnífico prólogo que precede a tales artículos, y que se contiene en ochenta y tres páginas, no llega tan adelante y queda en la materia recopilada en el tomo primero, sin abarcarla aún toda, pues no alcanza a comentar las importantísimas obras del arcipreste de Hita, del Rabí don Sem Tob y del canciller Ayala, principales poetas del siglo XIV, en quienes, según el crítico, el mester de clerecía aparece ya muy modificado, principalmente por la influencia de las obras en prosa que reflejan el nuevo estado de la cultura de las clases sabias, y por el influjo también de la lírica gallega.

Empieza el autor del estudio preliminar notando que en la poesía popular primitiva precede siempre el elemento épico al propiamente lírico; y por esto hay necesidad de tomar el estudio de los orígenes de nuestra poesía en los cantares de gesta. Lamenta Menéndez y Pelayo la casi segura pérdida de innumerables documentos de nuestra primitiva literatura; y sólo con esta observación, ya sugiere al lector reflexivo una perspectiva ideal, que no aparece en esas historias literarias a que estamos acostumbrados, y en que vemos sucederse por el análisis externo de las fuentes que nos quedan, como en cuadro vetusto, las aisladas figuras, los paisajes sin perspectiva, propios de la pintura de siglos   -321-   bárbaros para el arte. Entre lo perdido y lo conservado, ve Menéndez materia bastante para una epopeya nacional, cuyos caracteres de originalidad estudia sobriamente, pero con gran agudeza crítica y severa imparcialidad.

Declara que nuestra literatura más original no es la de estos siglos remotos, sino otra posterior, y que a los espíritus superficiales les parece de mera imitación y de poco mérito por ser erudita; mas no por esto se deja llevar por el afán de escritores franceses (y algún español) que los más de nuestros antiguos poemas quieren suponerlos en todo y por todo copiados de la rica poesía épica francesa.

Menéndez entiende la epopeya en el sentido más rigorosamente etimológico, no en el restringido y menos exacto en que, por ejemplo, D. Francisco Canalejas la definía como una especie dentro del género épico. Para Menéndez hay epopeya, aun en lo fragmentario; y en rigor, sólo en este sentido se puede admitir que la epopeya por excelencia, para todos, La Ilíada, lo sea; pues hoy ya no cabe duda que la forma unitaria en que la vemos nosotros y la vieron todavía en tiempos lejanos los mismos griegos de las38 generaciones más civilizadas, es un producto histórico, algo semejante a lo que nos ofrecen muchos libros bíblicos según la crítica heterodoxa.- (Véanse respecto de la unidad de La Ilíada los estudios de Literatura griega, póstumos,   -322-   del insigne Egger, en los cuales, incidentalmente, se trata el asunto.)

Dado, pues, el sentido clásico a la epopeya, estudia nuestro crítico los principales caracteres de la castellana, y algunas de sus observaciones me parecen nuevas y muy dignas de atención y estudio. De cierto realismo congénito de nuestro espíritu castellano, y que tiene muchas ventajas y gérmenes de verdadera belleza, pero también muchas desventajas y gérmenes de frialdad, positivismo y limitación; de cierto realismo que aun hoy alaban algunos por sus deficiencias, se encuentra la primera fuente en esta poesía rudimentaria, a la cual, aun estudiándola con cariño, señala claramente capitales defectos Menéndez y Pelayo, aunque no siempre como defectos los reconozca.

Una de las limitaciones, para algunos excelencias, de esta poesía de gestas castellanas, es su falta de filiación pagana. No se remonta, a no ser por supersticiones secundarías y poco poéticas, a ninguna mitología; nace cristiana y dentro de un cristianismo ya eclesiástico, sin relación a leyendas anteriores a la conversión. No podría un Carlyle español estudiar el momento pagano de la poesía religiosa en un Odino de Castilla. Nuestra poesía nunca tuvo una religión natural y nacional; al contrario, la religión reflexiva, adquirida, fue la que contribuyó a fundar la nacionalidad. Pero... y   -323-   aquí otra observación profunda y exacta de Menéndez y Pelayo -no hay que atribuir a Mio Cid, ni a Fernán González, ni a héroe alguno de nuestra reconquista la idea abstracta de una reivindicación patriótica y religiosa. Estas generalizaciones son buenas, entiende el autor de los Heterodoxos, para tesis de discursos académicos, pero «El Cid del poema lidia por ganar su pan». Sépalo el señor Pidal; y no por eso destruya el precioso códice, único, del poema, que en su poder tiene.

Niega también el crítico ilustre a los héroes de nuestra poesía de la Edad Media el espíritu de galantería y de falso misticismo amatorio que les atribuye la superficial tradición de cierto romanticismo. Pero si todo esto, y aun más, les quita Menéndez y Pelayo a aquellos tiempos y a aquellos hombres, déjales en cambio otro género de poesía que vale más, porque es más natural en ellos; poesía que les acerca más a la realidad constante y a la circunstancial propia de su tiempo.

No cabe en este artículo, que es ya tan largo, seguir una a una las muchas notas de buena y profunda crítica que dan valor al estudio original y sugestivo que va haciendo el catedrático insigne, tanto de nuestros poemas de gesta, como, después, de los libros más famosos que conservamos de la poesía llamada mester de clerecía. ¡Con cuánto placer seguiría yo a Menéndez y Pelayo en sus   -324-   comentarios del simpático Berceo, del poema de Alexandre, etc., etc.!

Por hoy tengo que concluir dando la más cordial enhorabuena al querido amigo y condiscípulo por este prólogo que basta, por lo que hace vislumbrar, para sugerir aficiones de filología poética al modernista más enamorado de lo flamante y sin historia. Cuando el tercer tomo de la Antología se publique, y ojalá sea pronto, examinaré de modo menos incompleto el gran trabajo que está realizando el profesor ilustre de Historia crítica de la Literatura Española.



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