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Resumen

Balance.- Alarcón.- Coloma.- El año literario.- La novela.- Otros géneros.- Advertencia.- Ángel Guerra. La cantidad y la duración.- Lo que da unidad al libro de Galdós.- Psicología y Lógica.


Terminado lo que puede llamarse el año literario, que en cierto modo viene a coincidir con el económico, cabe echar ya la cuenta de lo que hemos ido ganando, al paso que se deja en piadoso olvido lo que hemos ido perdiendo. Aunque, mejor pensado, la piedad exige recordar antes que nada una pérdida de las más dolorosas que cabe imaginar, tratándose de literatura española contemporánea; hemos perdido a Alarcón, y con él un manantial de belleza de singular sabor, que no se ha de buscar en otra parte. Porque habrá quien le iguale, hasta quien le sobre, como decían antiguamente; pero se acabó para siempre un modo de originalidad; no se gozará más cierta clase de emociones que producían las novelas de este glorioso   -326-   ingenio andaluz, que, cuando acertaba, acertaba tan de veras.

No falta quien se consuele pensando, o por lo menos diciendo, que si hemos perdido a Alarcón, hemos adquirido a Coloma. Yo admito al simpático jesuita como una esperanza; pero ¡lo que va de una, esperanza a un maestro! Alarcón era un artista seguro, una imaginación riquísima; el Padre Coloma es un observador de talento, que ya veremos si acaba por ser artista, a pesar de los actuales límites de su imaginación. Antes de continuar hablando de esto, y para salir al paso a la malicia, necesito decir que yo sólo debo al P. Coloma buenas ausencias. En una carta que este señor escribía a un amigo hace años, le hablaba, en términos muy lisonjeros para mí de cierta novela que tuve la debilidad de dar a luz39. Los elogios del famoso jesuita me supieron tanto mejor, cuanto que eran en absoluto desinteresados; no podía él sospechar que tales alabanzas llegaran a mi noticia. Por vanidad y agradecimiento, me he inclinado siempre a ver el mérito del autor de Pequeñeces; digo que se me inclinaba o inclina el ánimo a ver ese mérito, pero sin llegar a la alucinación; de suerte que si leí con agrado las buenas cosas que contiene su famosa novela40, como no me había   -327-   propuesto a priori proclamarle gran novelista, pude notar, aunque sintiéndolo, los muchos defectos del autor, como autor, y los del libro. Y esto, a pesar de que la simpatía que me inspiraba el valiente Padre había crecido al verle luchar con tanta franqueza y energía en pro de la moral austera. Me parecía muy bien que, sin miramientos, atacase el vicio de las catorce señoras malas. Poco importaba que en su estadística sólo hubiera catorce pécoras, pues como su obra pudiera servir para escarmiento de esas catorce que él conocía, de igual provecho cabía que fuese para las docenas y docenas con que el regular valeroso no había contado.

Mas con todo este peso que en mi corazón y voluntad había a favor del jesuita, no llegué a reconocer en él aquel portento de que me hablaban aunque tampoco juzgué legítima la reacción, algo artificial, que entre gente del oficio y entre liberales a su manera cundía, para deshacer el efecto mágico producido en el vulgo por Pequeñeces y sus heraldos. Cierto que no faltaba quien elogiase tanto a Coloma


más
porque tenga envidia Bras
que por dársela a Teresa,



ni quien soplara con todas sus fuerzas en las trompas de la fama por lucir los pulmones y la influencia   -328-   crítica; cierto también que, fuera de tres o cuatro rasgos, nada hablaba en Pequeñeces del verdadero arte, de la delicadeza y la poesía que eran del caso, dado el asunto de algunos pasajes; pero ni aun siendo así, había motivo para despreciar al que presentaba su ensayo novelesco, tal vez con pretensiones bien modestas. No; no todo se debía a condiciones y circunstancias ajenas por completo a la literatura; en Pequeñeces había algo digno de llamar la atención; sobre todo, como promesa de futuras perfecciones. De mí puedo decir que si al leer yo este libro no hubiera existido aquella atmósfera artificial de admiración y escándalo, hubiera dicho a mis lectores esto, en resumen: «Señores: entre los muchos que ensayan ahora en España el género novelesco, merece fijar las miradas de la crítica un jesuita que demuestra talento, perspicacia, intención; que llegará tal vez a aprovechar artísticamente el documento humano, aunque por ahora, ni sabe escribir bien, ni sabe componer. El segundo capítulo de Pequeñeces, es decir, la presentación de Currita Albornoz, es cosa digna de un maestro; y en lo demás de la novela, acá y allá, a grandes distancias, hay algunos rasgos primorosos. Lo demás, lo más, es opaco, frío, inútil, desmañado, y por ello no me atrevo a anunciar con seguridad un novelista más, de los buenos».

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Sea como quiera, por mucho que el P. Coloma pueda valer con el tiempo, y aunque ya valga no poco, es claro que la novela española, en lo que toca al personal, más ha perdido que ganado este año perdiendo a Alarcón y adquiriendo al autor de Pequeñeces.

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Pero en cuanto a obras dignas de atención, el género de que hablo se ha enriquecido bastante en estos doce meses. Pereda nos dio Nubes de estío y Al primer vuelo, novela en dos tomos esta última, publicada con lujo y esmero por la casa Enrich y Compañía, sucesores de Ramírez, en Barcelona. Los mismos editores, también en edición ilustrada y en dos tomos, publicaron La Espuma, de Armando Palacio, novela que simultáneamente se ponía a la venta en Londres y Nueva York, en inglés. En cuanto a Pérez Galdós, durante el año literario nos dio los tres tomos de su Ángel Guerra. De Nubes de estío yo no he de decir ya nada, porque muy latamente expuse a su tiempo mi opinión acerca de este libro; de Al primer vuelo y La Espuma pienso hablar según mi leal saber y entender; mas no hoy, porque me faltará espacio.

En este artículo ya no lo habrá para más novelas que Ángel Guerra, que acabo de leer; y aun de este libro tendré que tratar con menos detenimiento que merece.

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En cuanto a los demás géneros, fuera del dramático que produjo durante el año Un crítico incipiente, de Echegaray, yo no recuerdo que hayan dado de sí, en el término a que me concreto, cosa digna de mención, como no sea algunos versos de pocas pretensiones de Campoamor y unas cuantas poesías hermosísimas de Balart. Ya sé que sinceramente unos, a regañadientes otros, y por gusto de llevar la contraria, críticos notables han aplaudido más o menos cierto libro de vulgaridades pseudopoéticas del Sr. Ferrari, uno de los vates que el mal gusto predominante se empeña en hacernos tomar por buenos. Pero yo no cuento entre las producciones dignas de mención la del simpático escritor de quien hablo, porque, aunque sintiéndolo infinito, le creo desprovisto por completo de cualidades artísticas. Creo haber demostrado que su Pedro Abelardo es un tejido de vulgaridades y desatinos, y sostengo aquí y donde quiera, que no tiene verdadero gusto, ni sabe lo que es verdadera poesía y lo que es la forma poética castellana el que alabe a Ferrari como poeta. Y más diré; que así se llamen Castelar, o Balart, los que publiquen tales elogios, afirmo que no dicen lo que sienten, o no sienten lo que deben. Porque el Sr. Castelar, verbigracia, es para mí casi sagrado...; pero es mucho más sagrada la poesía; la poesía que veo en las obras de Castelar, en sus discursos principalmente,   -331-   y que veo en los versos de Balart, pero no veo en las inocentes vulgaridades y tautologías del Sr. Ferrari, que es tan poeta como cualquiera de esos cuatrocientos jóvenes que publican Ensayos, Ecos, Penumbras, etc., sin que nadie haga caso de ellos.

Sería injusticia olvidar que en el año de que trato la literatura crítica ha visto crecer su caudal con una publicación que, bien o mal ideada, es de mérito y de utilidad indudable; me refiero, al Nuevo teatro crítico de doña Emilia Pardo Bazán. No puede decirse lo mismo de los malhadados Acontecimientos literarios del infatigable y muy estudioso ingeniero Sr. Palau, el cual, si efectivamente se propone servir a su patria, lo mejor que puede hacer es dejar que acontezca en la literatura lo que Dios quisiere, y dedicarse a las tareas propias de su profesión, tan honrosa como la de las letras y generalmente más lucrativa. El Sr. Palau es una persona excelente; escribió en su juventud algunos cantares muy bonitos, y es un hombre de mucha instrucción; pero no tiene gusto; en vez de criterio usa una bondad, más diré, un candor que puede servirle para ganar amigos, mas no para mejorar la cultura artística de este país, que creo que sinceramente ama. Pues, por eso, porque creo que es patriota verdadero, le aconsejo que suspenda indefinidamente los... Acontecimientos. Supongamos   -332-   que aquí no ha pasado nada.- Y ahora vamos a Ángel Guerra.

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Pero no. No vamos todavía. Vaya antes una advertencia respecto del tono empleado en algo de lo dicho más arriba. Por poco arte que se me suponga en el manejo de la pluma, se debe creer que, aunque sólo fuera por el aprendizaje de tantos años, podría yo emplear ciertos eufemismos y perífrasis para dar mi opinión desengañada tocante a ciertos autores y obras; es más, en otras ocasiones he sabido también andarme con circunloquios y repulgos de empanada. De modo que si tan en crudo van ciertas apreciaciones, es con toda intención y por ejercicio higiénico. Por mi gusto no tendría más que amigos; y para esto lo mejor sería aprovechar el poco crédito que mi opinión pueda tener en repartir diplomas de talento a cuantos lo solicitaren. Pero no puede ser; no debe ser. Si hay todavía quien repita que yo soy duro por llamar la atención, creo que el tal va más lejos que mi modestia tiene obligación de ir en el tenerme en poco. Yo, que no aspiro ni aspiraré jamás a ser académico, ¿no puedo aspirar a escribir ya sin el propósito predominante de llamar la atención? Lo que hay es que tomo completamente en serio la literatura, y que no puedo seguir en sus desdenes a esos hombres de Estado, filósofos, etc., etc., que   -333-   creen pecado venial alabar en letras de molde lo que en un corrillo de personas de cierto gusto se desprecia, como es natural que se desprecie. Mi manera de entender estas cosas tiene una sanción muy respetable: la del público. No creo que por más mérito que el de mi franqueza busquen mi colaboración periódicos como El Imparcial y La Correspondencia, los de más lectores en España. Diarios como estos no admitirían un género de crítica que el público rechazara; luego, por lo menos, mi modo de tratar a los autores que juzgo malos es uno de los que se admiten. Y como yo creo que hace falta, por eso sigo como siempre, pese a todos los anónimos y a todas las conspiraciones del silencio y del escándalo que contra mí quieran emplear las almas viles.

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Decía Michelet, hablando de la robustez intelectual que debía a los clásicos: Je fus preservé du roman. Lo cierto es que, sin ir tan lejos, y sin pensar que las novelas son como las setas, según decía el santo, este género de literatura tiene sus peligros para autores y lectores; y si es verdad que puede hacer mucho bien, también cabe que produzca mucho mal, como le sucede al periodismo, que es todo luz, menos cuando es todo tinieblas. No es renegar ni del periodismo ni de la novela decir que por lo mismo que tanto valen y tanto   -334-   importan en la vida moderna, debieran ser objeto de muy reflexionada selección. Debiera haber muchos menos periódicos... y, sobre todo, muchas menos novelas. La novela, en la vida contemporánea de los pueblos más adelantados, viene a ser un afeminamiento. En Inglaterra, en Italia, en Alemania, y aun en Francia, hay multitud de mujeres que escriben novelas; casi, casi se van repartiendo el género por igual con el hombre41. No hay por qué renegar de lo mucho que tiene el arte de femenino. No está mal sentirse en el alma un poco hembra, siempre que en alma y cuerpo haya garantías sólidas de no llegar a un desequilibrio de facultades: más diré, todo hombre algo poeta debe sentirse un poco Periquito entre ellas...; pero siempre será verdad que el afeminamiento es un peligro. Se cuenta que los romanos de la decadencia se vestían de mujer.

Tal vez un gran novelista es un grande hombre... que si fuera más varonil sería un grande hombre... de acción. No, no cabe ocultarlo: la mucha novela, que es un signo del tiempo, es también un peligro y hasta un síntoma del mal del siglo. Pero dejando ahora la patología social, la novela, por su tendencia prolífica, por su semejanza   -335-   a los gases en lo expansiva, por lo de parecerse al campo en no tener puertas, ofrece grandes peligros también desde el punto de vista meramente literario. Es el único género (no siendo el histórico y otros de los bello-útiles) que puede llegar sin ser absurdo a los tres y cuatro tomos. Tamañas dimensiones son lo que más compromete al arte novelesco actual en sus pretensiones de vida futura. Así como la arquitectura ojival y la árabe suelen tener una interesante deficiencia en lo mal que luchan con el tiempo; así como la Alhambra y la catedral de León son dos interesantísimas tísicas, la novela larga que se usa nos habla con sus capítulos y más capítulos del olvido en que tendrá que caer, relativamente, a poco que apure la necesaria selección que traen los siglos. Lo corto, o por lo menos, lo no demasiado largo, tiene ciertas garantías de solidez que en la arquitectura espiritual de la literatura contribuye a la nota de lo clásico. Tal vez griegos y romanos deben algo de su excelente concisión a la dificultad de la escritura material en su tiempo y a la escasez de los medios. El papiro solía faltar casi por completo en algunas épocas. Acaso nuestra literatura, y la novela particularmente, ganaran hoy algo con una huelga de fabricantes de papel.

Si hubiera que escribir con la economía que revelan los palimpsestos, originada por la penuria   -336-   a que me refería, tal vez nuestros mejores novelistas pudieran hacer la competencia, en punto a resistir la corrosiva acción de los años, a los autores clásicos. Sí, pierden algo de lo poético, de lo artístico, de lo sólidamente arquitectónico, las obras literarias que llenan volúmenes y volúmenes. No desdeñaré yo, como Platón, lo que no puede aprenderse de memoria. Según el filósofo, los medios de conservar, sin guardarlo en el cerebro, lo pensado y aprendido, dieron nacimiento a la pedantería. Mucho hay de eso. Pero al fin no hubo más remedio que inventar la escritura. Mas una vez inventada, no debe abusarse de ella, y menos siendo un artista verdadero. Cuando yo celebro una de estas epopeyas modernas en prosa realista, que son las grandes novelas, y digo, por ejemplo, que disputan el mérito a los libros clásicos, lo digo con ciertos remordimientos de inexactitud. Es muy posible que por culpa de la pícara cantidad nuestros nietos sepan más de literatura griega y latina que de la que hoy llamamos contemporánea...

El mayor defecto de Ángel Guerra es la prolijidad. No es que el autor hable por hablar, eso nunca; pero aunque todo sea sustancia, la novela es muy larga, y la sustancia no toda es necesaria. Aunque el último libro de Galdós vale mucho y debiera llamar más la atención, no merece, en   -337-   cierto modo, tanta admiración como otros suyos, por más que en algún respecto acaso a todos los aventaje. Para la psicología del ingenio y del carácter del autor, en los estudios que se llegarán a hacer de las ideas de este novelista, Ángel Guerra será de los más importantes documentos. Pero en cuanto novela que se entrega a un público que más entiende, por instinto, de proporciones que de honduras espirituales, Ángel Guerra no puede competir con Gloria, Marianela, Doña Perfecta, etcétera, etc. ¿Es que están echados allí a granel aquella multitud de episodios en que entran la mayor parte de los vecinos de Toledo y no pocos transeúntes? No; a todos da unidad la idea del protagonista.

Ángel Guerra es un espiritualista que vive fuera de sí; su ideal no está en él, está en Leré, su amor y la religiosidad que este ideal engendra no es un verdadero misticismo, sino que necesita el alimento del símbolo vivo, la obra nueva. La psicología de Guerra no se estudia dentro de él principalmente, sino en el mundo que le rodea. Por eso tienen tanta importancia en esta novela las calles y callejuelas de Toledo, los tabiques y ladrillos más o menos mudéjares, las capillas de la catedral, las iglesias de monjas y las desgracias y lacerías de los miserables. Sí; toda aquella multitud de digresiones descriptivas y narrativas se explica   -338-   y guarda su orden...; pero el lector se cansa quand meme en los pasajes en que Galdós no está inspirado. Son los menos, pero aún son muchos. Los inspirados son muchísimos. Y entre unos y otros hacen una infinidad. La Sra. Pardo Bazán, en una crítica que recuerda los mejores tiempos de esta escritora, se queja, con razón, de que la multitud de episodios en que Ángel y Leré no están directa e inmediatamente interesados, nos impiden seguir la acción principal, las relaciones de los personajes del primer término, con la constancia que quisiéramos. Es verdad. El núcleo de la novela es el amor de Guerra por Leré y lo que Leré siente por Guerra; y de esto se habla poco, relativamente, y a saltos, interrumpiendo lo principal con lástimas y arquitectura. Se comprende que el lector se fatigue, o, mejor dicho, se impaciente; pero no podía ser de otra manera si se había de respetar la verdad, y particularmente la lógica.

Se trata de un asunto espiritual..., exteriorizado, en que la psicología se ve principalmente en las consecuencias de los actos; y tenía que ser así, siendo quien son Leré y su amador. Guerra es un hombre de acción, y Leré una santa de acción, casi casi mecánica; sí, mecánica, en cuanto lo más de su virtud, y acaso toda su fe, son obra de la herencia. La santidad de Leré, que es oro de ley, tiene esa prosa, esa frialdad, esa falta de sentimentalismo   -339-   que un pedagogo italiano advierte en los catecismos de las escuelas. A Leré la psicología se la da hecha la Iglesia. Las ternuras recónditas, que son tal vez compatibles con esta bondad mecánica de temperamento, de herencia, el autor no nos las muestra, tal vez porque su observación no tiene datos para escudriñar tales regiones. Sólo dos veces Leré deja de parecer el ser astral de que habla la señora Pardo Bazán (copio el epíteto sin admitir la idea), cuando se despide en Madrid, (tomo primero) de su amo, y después, en su alcoba, piensa en su resolución; y cuando, al final del libro, ve morir a Guerra. En esta especie de pudoroso misterio del alma de Leré, Galdós ha empleado mucho tacto; pues dado el tipo y dado el propósito del novelista, no cabían honduras ni indiscreciones psicológicas, por lo que se refiere a Lorenza.

Menos cabían por lo que toca a Guerra. Ángel Guerra, sin ser vulgar, siendo en cierto modo hasta hombre superior (lo es en la relación moral, en idea y en parte en conducta), no es hombre de muchas psicologías tampoco. Tiene algo de poeta, de filósofo, de sociólogo; pero en nada de esto es lírico; tiene el carácter y las tendencias que también predominan en Galdós, que es lo menos lírico que puede ser un gran artista. Galdós, que tal vez empezó a leer (con orden y profunda reflexión quiero decir) a los filósofos, cuando ya él era hombre   -340-   maduro, ni en sus lecturas, ni, sobre todo, en sus meditaciones, debe de haber pasado muchas veces de la filosofía de aplicación, de la que importa para vivir en la esfera de las cosas ordinarias.

Galdós pertenece con toda su alma a la tendencia realista moderna, que parece enseñoreada del mundo, hasta el de las más altas inteligencias; cuando es pensador, lo es a la inglesa; no le gusta la especulación por la especulación, y así lo ha declarado indirectamente en sus libros varias veces. Pues Guerra es lo mismo; sin dejar de ser soñador, amigo de la abstracción melancólica, como lo es también Galdós, el revolucionario arrepentido necesita para alimento de sus ensueños lo relativo, casi se diría lo tangible. Así, su conversión a la fe, hasta donde se puede llamar conversión, se debe a una ocasión accidental, y tiene su apoyo en un amor humano y en rigor nada místico. Renan nos describe los amores de un religioso y una religiosa, allá de los siglos medios, en un país del Norte, y se llega a ver la posibilidad y verosimilitud de un cariño puro, desinteresado y realmente místico, sin dejar de ser ayudado por simpatía carnal, en el sentido más noble de la palabra. Pues el amor de Guerra, pese a las apariencias, no es por este estilo. Después de no llegar a la religiosidad por hondas meditaciones de metafísica, ni por una de   -341-   esas crisis de sentimiento que en la vida de un espíritu noble y reflexivo nacen sin necesidad de accidentes trascendentales; después de llegar a la religiosidad por sugestión de una mujer hermosa y pura, Guerra jamás consagra su alma a la idealidad neta, y se declara a sí propio convertido, sin que se vea en él la lucha principal: la de la razón.

Se convierte como un hombre de mundo, y dando a sus creencias exclusivamente el sesgo moral y estético de cualquier espíritu irreflexivo, desengañado de los fenómenos desordenados de la vida vulgar y azarosa. Ángel Guerra quiere decir misa; se deja guiar por clérigos discretos, pero mucho menos que almas superiores; se entretiene con la parte externa de la religión; allí se detiene, pudiera decirse; y hasta en su prurito de fundador de una especie de Orden tercera a la moderna, su originalidad se limita a lo accidental y se queda en relaciones de un orden práctico, utilitario pudiera decirse.

Grandísimo talento ha demostrado Galdós al desenvolver este carácter, y con lógica de gran artista le sigue hasta el último momento. Pero así como en la historia de muchos de esos santos activos que han fundado Órdenes, o cosa semejante, lo principal es la historia de sus obras, de sus fundaciones, así, siendo Guerra quien es, su novela tenía   -342-   que consistir principalmente en la historia de sus cigarrales convertidos en asilo. De hombres como Guerra no queda un recuerdo místico, una estela de piedad lírica: queda una obra pía. Galdós, como los demás novelistas de su clase, la de los insignes, ha visto toda la verdad histórica de su personaje.

El revolucionario del 19 de Septiembre, el que quiere ante todo actos, aun en el momento menos propicio, tiene que ser el converso también activo y práctico, y hasta pudiera decirse político. Es de la madera de los reformadores, todo lo contrario de los dilettanti; ve lo que ve, y no ve más; pero quiere que los demás lo vean, y, sobre todo, que lo hagan; la sociedad es para ellos, en vez de un terrible misterio que por lo complejo asusta, lo que el infeliz conejo para el fisiólogo; experimentan en sí mismos, y experimentan en el prójimo. Ángel Guerra, al devolverse al catolicismo, quiere llegar a la más práctica consecuencia, y se dispone para entrar en el sacerdocio. Esto por lo que toca a su propia reforma; en lo que mira a sus relaciones nuevas con el prójimo, también va a lo práctico, a la caridad, y más que a ella misma, a sus obras, a sus resultados. Todos aquellos capítulos, tan hermosos, por cierto, de los Cigarrales, de los interiores humildes de Toledo, tienen por unidad y explicación esta nota del carácter de Guerra.

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Hasta los episodios que llegan a cansar, pecan por algo que no es la impertinencia.

Si Galdós ha escrito libros más agradables, de más pasión y fuerza, tal vez no ha escrito ninguno de más rigor en el estudio de los caracteres. Hasta la poca psicología de Ángel Guerra se debe a la buena psicología.

Esta misma observación profunda y exacta y rigorosa en la lógica que hay en el modo de presentar y conducir los principales personajes, se advierte en la mayor parte de los secundarios. D. Pito es admirable en su alcoholismo simpático; los Babeles, representantes del hampa de levita, están hablando... y robando. Pero todavía merece más elogios el clero catedral y parroquial que anda por el Toledo de Pérez Galdós con la misma vida y fuerza de realidad que los curas y canónigos de Balzac andan por Tours, y los de Zola por Plassanss. Fernando Fabre en Francia y Eça de Queiros en Portugal nos han ofrecido abundante, pintoresca y muy bien estudiada colección de tipos clericales; pero cabe decir que Galdós en Ángel Guerra los iguala en mucho y tal vez los aventaja en verdad, imparcialidad y en los matices del bien y el mal que se puede ver en la clase.

De otros géneros de excelencias que abundan en la novela, ya no es tiempo de hablar después de haber escrito tanto. Pero concluyo, aunque sea   -344-   un ritornello, diciendo que con valer muchísimo Ángel Guerra, creo que no será de las obras de Galdós que más enamoren al público grande; y esto por culpas que pudieran llamarse accidentales; las más, en rigor, cuantitativas.



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Resumen

Cuentas atrasadas.- D. Manuel Cañete.- Salones literarios.- Libros nuevos y libros futuros.


Había ofrecido a los lectores de El Imparcial hablar en esta revista de las últimas novelas publicadas por D. José Pereda y D. Armando Palacio; mas considerando que estos artículos deben tener cierta actualidad, aunque no sea la que necesitan la noticia diaria, la crónica semanal y otros semejantes trabajos periodísticos, prefiero aplazar el examen de dichas obras, puestas a la venta hace ya medio año, para el día en que vuelvan a ser asunto del momento por motivo de relación con nuevos libros de los mismos autores. De Pereda nada sé concretamente en cuanto a su próxima obra; no hago más que esperar y desear que no tarde en salir a luz algún nuevo fruto de este peregrino y castizo ingenio. De Palacio sé que dentro   -346-   de poco tiempo, muy poco, publicará otra novela que se titula, según mis noticias, La Fe. Cuando tenga que hablar de La Fe, que se publicará simultáneamente en español, inglés e italiano, hablaré de La Espuma, de la cual sólo diré que mientras nuestros críticos apenas se dignaron examinar esa novela, en el extranjero ha sido objeto de muchos artículos; y, sin ir más lejos, la importantísima Nouvelle Revue, que dirige en París Madama Adam, la revista general más popular de Francia, consagra su último artículo, relativo a la literatura española, a La Espuma, de Armando Palacio, y a unos pocos más libros castellanos. No cabe duda que la crítica debe tener en cuenta, para sus juicios definitivos, los resultados de estas perspectivas lejanas.

Hay escritores que gozan una gloria que pudiera llamarse de post-liminium, y Armando Palacio es de estos.

Aunque en España se leen y aplauden sus novelas, no tiene comparación el grado de estima que ha conquistado entre sus compatriotas, a lo menos a juzgar por los ecos de la crítica, con el grado a que ha subido en el aprecio del público en otros países, por ejemplo, en los Estados Unidos y en gran parte de la América española. Se explica tal fenómeno por varias razones. Algunas son tristes para consideradas detenidamente; así   -347-   es que no haré más que indicarlas. Palacio es víctima de la envidia de muchos literatos, algunos muy notables, no sólo por lo envidiosos e intrigantes que saben ser, sino hasta por sus escritos. Además, Armando Palacio tiene cara de pocos amigos... literatos. Es muy amable, muy cortés con todos, con los gacetilleros inclusive; pero huye de la vida malamente llamada literaria; el arte para él no es un modo de actividad ordinaria, callejera; no es, menos, asunto de bandería, de colegio, de pandilla, de uniforme, de exhibición; no es literato más que cuando escribe... o cuando habla con algún raro amigo de las dulces y misteriosas intimidades de la poesía. Le sobra sinceridad, y acaso le falta un poco de caridad social, para tratar sin disgusto con la turba multa que se tiene por representante de la vida artística. Cierta frialdad que el autor de Maximina no oculta, se la pagan escritores y críticos con olvidos involuntarios. Palacio apenas se entera de estas venganzas... porque apenas lee periódicos.

Ello es que con motivo, triste motivo, de las últimas vacantes de la Academia, se ha hablado de multitud de candidatos para llenar esas plazas... y hasta se ha hablado de autores ilustres que no han escrito ningún libro, o han escrito alguno muy malo, cuya revisión sería cosa de verdadera gracia; de Armando Palacio, que ha publicado docena y   -348-   media de tomos de novelas; que es acaso el autor más traducido de los españoles contemporáneos; que tiene uno de los pocos nombres castellanos que suenan a algo por ahí fuera; que jamás ha insultado a Cánovas ni escrito contra la Academia, y que, por ultimo, reside en Madrid; de Armando Palacio no se han acordado los que llegaron a indicar a tal poetastro deplorable, a cuál traductor galiparlista, y al primer periodista que pasaba, y a varios ilustres escritores de los que no escriben libros por el fundado temor de que no se los lean. De Pereda no se diga. Nadie se ha acordado de él ahora para hacerle académico, porque... no tiene residencia en Madrid. Es muy hombre D. José para que vaya a cargar con sus penates y a poner casa en Madrid por el fútil atractivo de una plaza de académico. ¿Por qué no pueden ser académicos los literatos españoles que no residen en Madrid? Por cuestión de etiqueta, por pura fórmula. No es que positivamente se les exija la asistencia personal a las reuniones. El académico elegido puede marcharse de Madrid y no volver. El autor de las Fábulas ascéticas, el Sr. D. Cayetano Fernández, es, o era (no sé si vive), chantre de la catedral de Sevilla, lo cual exige residencia en la diócesis; y por aquello de duarum civitatum civis esse nemo potest, el Sr. Fernández, que tenía que ser vecino de Sevilla, no podía serlo de Madrid...; y con todo,   -349-   era académico. Luego lo que se exige no es la realidad de la presencia en la corte para coadyuvar en los trabajos de la sociedad (lo cual podría hacerse también desde lejos, como lo hacen los académicos corresponsales); lo que se exige es una ceremonia, un pleito homenaje a la centralización literaria.

Es este uno de tantos motivos como contribuyen a que el ser o no ser académico... no sea la cuestión.

En rigor, va siendo hasta ridículo hablar de ello...

Volviendo a las razones que hay, pues en eso estábamos, para que Armando Palacio no sea tan gustado en España como fuera de ella, recordaré lo que dice Hennequin combatiendo el exclusivismo de la teoría de Taine sobre la influencia del medio, del tiempo y de la raza. Hay, como afirma el malogrado crítico, personalidades artísticas refractarias a esa avasalladora influencia, y los tales parecen extranjeros en su patria.

Turguenef, por ejemplo, era menos ruso que otros ilustres literatos de su país y tiempo; Byron, menos inglés que muchos poetas célebres; Heine, más francés que alemán en muchos respectos; Amiel, más alemán que otra cosa; Paul Bourget, por su triste y dulce seriedad, es muy poco francés, y en la nueva generación literaria francesa   -350-   hay otros muchos ejemplos de este extranjerismo... nacional, si cabe hablar así. Muchas veces lo que no se tiene es el carácter de actualidad del país; se puede ser hasta más castizo pareciéndose poco a los nacionales contemporáneos. La literatura española, v. gr., ha perdido muchos rasgos de los más nobles y profundos que ostentó en otros días y que hoy son patrimonio de la vida espiritual de otros pueblos.

Por ejemplo, la íntima y seria y poética religiosidad realizada en el arte fue cosa muy castellana, y hoy en vez de eso... tenemos librepensadores de café y energúmenos de sacristía.

Nuestros folicularios se ríen de la piedad cristiana, y, nuestros neos (como les llamamos) tienen su fe como un privilegio, y convierten la propaganda católica en polémica del orgullo.

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Las novelas de Palacio tienen ciertos caracteres extranjeros, exigen en el lector un estado de ánimo, un género de capacidad reflexiva, un grado de sensibilidad y delicadeza del gusto que suelen faltar a la mayor parte de los españoles de nuestros días. Hoy las divinas novelas ejemplares de Cervantes parecen sosas o malas. El mal gusto, la ignorancia, la falta de reflexión, son plagas nacionales en nuestro tiempo. Delicadezas y matices que sabría saborear un español bien educado de   -351-   antaño, y que hoy saborea el lector de otras tierras, pasan sin que los note el español de ahora, que ni lee lo extranjero, ni lee lo antiguo de su patria, y que confunde a los poetas y a los poetastros, a los sabios y a los charlatanes, a los novelistas y a los vendedores de opio, a poco que la crítica y la gacetilla estén interesadas en tales confusiones.

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Una de las vacantes académicas de que tanto se habla, es la producida por la muerte del reputado crítico de La Ilustración Española y Americana, D. Manuel Cañete. En otro periódico he dedicado a la memoria del erudito escritor un artículo, que no quiero reproducir aquí con palabras diferentes. Mas no era posible pasar en silencio esta nueva desgracia de nuestras letras. Sí: desgracia, porque el Sr. Cañete representaba una cantidad positiva en el caudal de nuestra cultura; tenía en su abono el estudio serio, constante, la vocación literaria bien definida, aunque, a mi juicio, su fama y nuestro teatro hubieran ganado más con que el distinguido académico hubiera podido preferir el cultivo de las antigüedades y orígenes de nuestra dramática, materia en que trabajó con excelentes resultados, a la asidua colaboración periodística, que le obligaba a tratar de la crítica de actualidades,   -352-   para la que le faltaban ciertas condiciones. De todas suertes, fue un hombre docto, un espíritu recto, un literato verdadero.

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Una dama ilustre por sus talentos y sus obras pretende reanudar las tradiciones, no muy brillantes en España, de la particular institución social que suele llamarse salones literarios, por antonomasia. Ya se sabe que generalmente preside una mujer a esta clase de núcleos de cultura elegante, y que la idea capital del salón literario se refiere a la influencia que en la literatura llegue a tener el elemento femenino, como tal; la mujer ilustrada, inteligente, inclinada al estudio y al arte, pero como dama, no como autor, que puede ser a su vez, según es en el caso presente. Un notable crítico francés ha estudiado con análisis profundo esta influencia de los salones en la literatura de Francia; país en que tuvieron en los dos siglos anteriores al nuestro, sobre todo en el decimoctavo, mayor importancia que en nación alguna.

Difícil sería no suscribir a la mayor parte de los argumentos que Brunetière expone para hacernos ver las ventajas que las letras reportan de la vida del salón literario; y aun más fuerza se advierte en las razones que nos da al señalar los inconvenientes de que se escriba pensando en que se ha de merecer el aplauso de las señoras.

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Una literatura que necesariamente ha de ser sometida a la aprobación de las damas principales de un sarao, que al fin de saraos se trata, es probable que no peque contra aquella importante condición del arte a que consagró M. Martha todo un libro; pero en cambio propenderá al amaneramiento, a la falta de sinceridad, y lo que es peor de todo, a limitarse artificialmente por motivos convencionales, de etiqueta, de falso buen gusto, etcétera, etc. Por el salón literario se va a Marivaux, que vale mucho, pero que, si es bueno como punto de parada, es malo como camino; no se va a Dante, ni se va a Shakspeare, ni se va a Cervantes. Cierto es que del salón literario salió la Academia francesa, pero no es cosa segura que esto sea una recomendación.

Como es claro que entre nosotros no ha de prosperar mucho semejante costumbre, por la ley general de que no prospera aquí nada que suponga una actividad con un propósito constante, no hay para qué perder el tiempo examinando los caracteres que podría llegar a tomar nuestra literatura, si cundiera la moda, y arraigase, de hacer de las damas de un salón un público previo para los productos del ingenio.

Pero sí conviene indicar peligros de otro género, que aparecerían a poco, muy poco, que llegara a caer en gracia el nuevo o renovado intento. En   -354-   España no hay para la literatura de salón hablada, en parte, de diálogo, de palique, el inconveniente que ya madama Staël señalaba a la conversación de los salones alemanes. El esprit chispeante, rápido, vibrado, inquieto, que interrumpe, que salta como una pelota de una en otra boca, es difícil, casi imposible con un idioma, el sentido de cuyas frases no puede ser declarado por completo hasta terminada la cláusula, pues a veces sucede que hasta su carácter afirmativo o negativo se descubre al final de la oración. Nosotros no tenemos este inconveniente; en español castizo se puede hablar a medias palabras, llenando el diálogo de puntos suspensivos, sobrentendiéndolo casi todo; somos en este punto más graciosos (en el sentido rigorosamente estético de la palabra) que los mismos franceses. Se puede asegurar que en el salón español no faltaría el chiste, la graciosa ligereza y nonchalance del diálogo... Pero generalmente faltaría lo que les sobra a los alemanes y lo que suelen tener en justa medida los franceses: las primeras materias. La carencia general de estudios serios, extensos y profundos haría que la conversación (principalmente aquella en que intervinieran nuestras damas y nuestros políticos, periodistas ordinarios, etc.) degenerase pronto en verbosidad insustancial, semejante a la de cualquier tertulia animada, más o menos aristocrática. Un príncipe Pedro o un príncipe Andrés como los   -355-   de Tolstoi podrían hacer en nuestros salones literarios análogas observaciones a las que les causaban el tedio más profundo en los salones de la grandeza rusa.

Y aún no sería ese el mayor mal. Uno de los mayores defectos de nuestras costumbres literarias está en el compadrazgo, y en la excesiva confianza y en el trato familiar en que suelen vivir la mayor parte de los escritores. Se escribe la crítica como si se hablara delante del criticado y a instancia suya se le diese un parecer que la cortesía dictase. Un insigne escritor nuestro ha llegado a decir que jamás se debe juzgar a nadie en letras de molde en términos que no nos atreviéramos a exponerle a él cara a cara. Esto, a primera vista, puede parecer franqueza y valentía, pero, mejor mirado, yo creo que tiende a fomentar la hipocresía, la adulación, o si no, la pedantería en el trato, las malas formas, casi, casi, la grosería social. Opino todo lo contrario de lo que dice el ilustre autor. Creo que en el trato social, particularmente si hay señoras delante, si estamos en una fiesta, en un lugar de recreo, o si escribimos carta particular o nos vemos en situaciones y momentos análogos, no debemos reprobar los malos sonetos de Oronte, como lo hacía el Misántropo. El famoso escritor inglés Samuel Jhonson dicen que tenía arranques de esta índole (anfractuosidades), asperezas y franquezas de esta   -356-   clase, que no son para imitadas, aunque pueden perdonarse a un Jhonson, a quien llamaba lord Chesterfield el respetable Hotentote. En una ocasión, un joven que no había podido conseguir que yo hablase de un poema suyo en un periódico, se arregló de manera que me obligó a ser su amigo y darle mi opinión en una carta. Yo procuré escaparme por la tangente, diciendo: -«Soy incapaz de decirle a nadie cara a cara que es menos poeta que Homero».

A mi juicio no conviene, en general, para los más serios fines de la crítica, que los literatos sean demasiado amigos, se vean con mucha frecuencia y tengan el trato familiar que lleva a la pandilla, al compadrazgo. Los salones literarios vendrían a fomentar más todavía la ya excesiva benevolencia mutua de los escritores, que en nuestro país, en Madrid particularmente, se conocen y se alaban unos a otros (a lo menos en letras de molde) más de lo conveniente.

El ideal es claro que consistiría en que toda comunión social se extendiera y al mismo tiempo se hiciera más íntima, más estrecha, en el sentido de la intensidad del afecto; pero esto es el ideal, y así como es evidente que, a pesar de la humanitaria tendencia a reunir en un solo espíritu a todos los hombres, ello es que muchas veces conviene separarlos, para evitar contagios, podredumbres, fermentos   -357-   de vicios, así, por lo pronto, en la vida literaria española conviene que los escritores no lleguen a ser todos de la misma tertulia, para que el engaño del público no vaya en aumento. Como convendría que los gitanos que acuden a las ferias no se conocieran ni se estimaran tampoco. Y basta. Intelligenti pauca.

En rigor, en esta revista no he revisado nada y ya tengo que darla por concluida. No me queda tiempo más que para mencionar algunos libros, que bien merecerían detenido examen. La literatura que llamamos aquí festiva ha producido dos obras de muy amena lectura; una titulada Salpicón, de Cavia, un revistero de buen humor y de mucho ingenio, que tiene todas las cualidades de un verdadero literato; el otro libro a que aludo es La vida cursi, del fecundísimo Taboada, cuyos chistes inagotables son de la mejor cepa, porque no sólo sirven para revelar el ingenio del escritor, sino que nos dan el placer, cada día más raro, de la verdadera risa que alegra y refresca.

Antonio Valbuena ha publicado otro tomo de su Fe de erratas, libro de real importancia, del que no se puede hablar en cuatro palabras si se le ha de hacer la justicia que merece.

Por ser de quien es, hay que mencionar también los Últimos escritos del insigne Alarcón, obra póstuma. No pudiendo, como no puedo, hablar   -358-   hoy de este libro con el espacio suficiente para que el eufemismo ocupe todo el hueco que sus circunloquios necesitan, y no consintiendo el respeto más sagrado el debido al gran talento y a la muerte, que se hable de este libro sin eufemismos, renuncio a todo examen de esos últimos escritos, que no son últimos, y me limito a recomendar el volumen como se recomienda una reliquia, y a aconsejar la lectura de los primeros capítulos, en los cuales el autor refiere varios viajes con la fuerza plástica y la gracia que eran características del poeta... en prosa de La Alpujarra.

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En mi próxima revista acaso pueda hablar ya de obra tan importante como Dolores, la esperada y deseada colección de poesías de Federico Balart, de la cual ya puedo hacer cumplido elogio, por conocer, como todos los aficionados a la lírica, gran parte de su contenido.

También, dentro de un mes, se podrá decir ya algo de los nuevos libros de Castelar y de varias novelas de escritores tan notables como A. Palacio Valdés y Emilia Pardo Bazán.- Para otro día dejo asimismo algunas consideraciones acerca de la obra magna del Sr. Benot, que se propone publicar una prosodia... en tres tomos de cuatrocientas páginas. ¡Mil doscientas páginas de prosodia!



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Resumen

Historia de las ideas estéticas en España, tomo I, segunda edición refundida y aumentada, por M. Menéndez y Pelayo.- Una noticia.- Asuntos aplazados: Estudios psicológicos y estudios críticos, por U. González y Serrano.- La enseñanza de la Historia, por Rafael Altamira.- Ayala, estudio político, por Conrado Solsona.- La conferencia del Sr. Vidart.- Novelas.- La Fe, por Armando Palacio Valdés.- Reparos a una objeción.- Dos historias vulgares, por J. Castro y Serrano.


Mucho asunto, por fortuna, y poco espacio, por necesidad, exigen de mí en esta revista que, ya que no puedo valerme de la justamente alabada concisión de Tácito, logre la brevedad indispensable, dedicando a cada una de las materias que anuncio menos renglones de los que merecen todas.

Menéndez y Pelayo, que por juntarse en él cualidades que rara vez reúne un sólo crítico, debe   -360-   ser llamado, sin que nadie pueda ofenderse, nuestro primer erudito de literatura, nuestro primer tratadista de historia intelectual, ha publicado la segunda edición, refundida y aumentada, del primer tomo de su obra monumental acerca de la Historia de las ideas estéticas en España... y en todo el mundo pudiera añadirse. A Menéndez y Pelayo le ha pasado con esta empresa, verdaderamente titánica, lo que Goethe describe con tanta elocuencia, pero con palabras que yo no puedo recordar ahora exactamente, al pintarnos los cambios que la inspiración artística y el trabajo van imponiendo a la primitiva concepción de una obra literaria. El autor se encuentra con que una vegetación exuberante, inesperada, transforma a sus propios ojos la idea inicial; multitud de relaciones de su asunto con las demás cosas del mundo le salen al paso exigiendo ser expresadas, y multitud de energías del ingenio, de que no había conciencia, piden también espacio, forma. Cuanto más humana, más real es una concepción artística, y cuanto más de las entrañas del espíritu sale, más rica es al producirla, esa vegetación inesperada, invasora, que la rodea y en cierto modo desfigura, porque todo vibra al vibrar ella, todo revela la sustancia común, los lazos invisibles de las cosas que la inspiración advierte y que no se muestran a la fría abstracta manera de ver ordinaria, que engendra   -361-   preocupaciones vulgares y la prosa común de la vida pobre, y también sistemas filosóficos negativos y teorías políticas y sociales atomísticas. Esa tendencia expansiva, que lleva a verlo todo en cada cosa, a mirar siempre desde un punto de vista unitario, armónico, es la que expresa un personaje del mismo poeta que citaba antes, la condesa de Scandiano Leonor de Sanvitale, cuando al hablar de las contemplaciones poéticas de Tasso, dice:


    «Sein Ohr vernimmt der Einklang der Natur;
Was die Geschichte reicht, das Leben giebt,
Sein Busen nimmt es gleich und willing auf:
Das weit Zerstreute sammelt sein Gemüth.
Und sein Gefühl belebt das Unbelebte».



«Su oído percibe la armonía de la naturaleza; lo que ofrece la historia, lo que la vida nos da, su pecho lo recoge al punto con ardor; su genio reúne lo que aparece disperso y lejano, y su sentimiento anima lo inanimado».- En los productos del ingenio que llega a esas alturas, esta relación a todo lo demás siempre será una tendencia, que puede pecar de excesiva y que se podrá dominar o no, según el carácter del poeta y hasta el de su raza; en la música, por ejemplo, veremos lo mismo que en las letras la diferencia que a este respecto señala la calidad del genio teutónico y la del genio llamado latino; veremos la facilidad y claridad y   -362-   elegante medida de un Rossini oponerse a la profunda y sugestiva complicación armónica de un Wagner; como en las letras, podremos comparar la sencillez y precisión de los grandes escritores franceses de su siglo de oro, con la grandeza exuberante, a veces descompuesta, de un Shakspeare, con la variedad y aparente incoherencia de un Juan Pablo, con las sacudidas nerviosas y para algunos incomprensibles, u oscuras por lo menos, de un Carlyle; en el mismo Goethe encontraremos, según las épocas, según los momentos de su inspiración, ya la sencillez hermosa y limitada del espíritu clásico que imita en obras como Ifigenia, en su idilio famoso de Hermann y Dorotea, que encanta a nuestro Castelar; ya en Guillermo Meister (que Castelar no admira tanto y que Carlyle comenta sin agotar jamás el comentario) la variedad y profundidad y trascendencia omnilateral, propias de los grandes espíritus de esta raza, en las épocas de florecimiento y cultura principalmente, aunque también, en cierto modo, en los albores de sus literaturas, como Taine nos demuestra.

Un libro de historia espiritual, como es este de Menéndez y Pelayo, también es obra de arte y de inspiración cuando es concebido y escrito en las regiones de la alta crítica en que vive nuestro erudito -poeta también a su modo-. Menéndez y Pelayo, que comenzó su gloriosa carrera amando con   -363-   la pasión propia de la juventud, exclusivamente, el genio clásico, fue poco a poco, con una sinceridad de que hay raros ejemplos, estudiando y penetrando el espíritu del Norte que despreciara al principio, tal vez por preocupación religiosa en parte, tal vez en parte por celos patrióticos. Hoy es acaso el literato español que mejor conoce la gran literatura británica y la gran literatura alemana; su propio talento, su propio carácter, se han dejado influir por los poetas filósofos, historiadores y críticos germánicos, y cada día se va pareciendo menos a otros escritores españoles, claros, serenos, nobles, brillantes, sí; pero intransigentes, limitados, tranchants, como dicen los franceses; espíritus que, si no fuera la comparación irrespetuosa, podría decirse que llevan anteojeras para no apartarse del camino real que siguen, ni dejarse asustar ni aun influir por el resto del mundo que queda a derecha e izquierda. Menéndez y Pelayo hablando hoy de arte, de filosofía, ofrece las mismas vaguedades, como las llaman por acá, los mismos a peu pres, los mismos puede ser, que tanto irritan en Renan a ciertos críticos (Renan, que es el francés-alemán, como Carlyle es el inglés-alemán, como acaso Menéndez y Pelayo acabe por ser el español-alemán), las mismas medias tintas, las mismas afirmaciones provisionales que vemos en tantos escritores, ya germánicos, ya influidos   -364-   por ese espíritu, en todos los países de gran cultura intelectual y del sentimiento42.

A pesar de que Menéndez y Pelayo es hoy un escritor católico, pues mientras él lo diga hay que creer que lo es, porque no es de los que engañan ni de los que juegan con estas cosas; a pesar de que para el mundo milita en partido y escuela que se llaman reaccionarios, sería absurdo confundirle con los ilustres corifeos de la escuela tradicionalista aunque sean tan ilustres como Valdegamas. A nuestro crítico no cabe aplicarle ciertas clasificaciones antiguas; es otra cosa, es algo más y mejor que todo eso. Si hemos de insistir en dividirnos en liberales y tradicionalistas, en progresistas y retrógrados43 y conservadores, a Menéndez y Pelayo no le podremos medir ni le podremos clasificar; es de otro mundo, que será el que prevalezca si han de ir a bien los destinos humanos.

Su libro no podía menos de ser influido por estas tendencias del autor. Escribir la historia de las ideas estéticas en España hubiera sido para cualquier erudito vulgar, de esos que tanto abundan en las huestes de la sabiduría oficial y ordinaria, empresa bien concreta y determinada por el nombre   -365-   del asunto; se comenzaría por ver «si era España palabra vascongada», o por lo menos por investigar, merced a los estudios célticos, «qué casta de estética usaban tan remotos pobladores de la Península...» y en adelante, en toda la obra se tendría siempre presente el lema geográfico de que aún hay Pirineos.

Menéndez y Pelayo, bien al revés de lo que suelen hacer muchos escritores franceses, que ven la historia de todo el mundo en la de Francia, vio con más razón la historia de las ideas estéticas de España en la de todo el mundo, y al hablar de la antigüedad fue a buscar el germen de nuestra vida intelectual respecto de su asunto, donde estaba, en Grecia y Roma; en la Edad Media buscó antecedentes de la estética cristiana fuera de nuestro suelo, en San Agustín, por ejemplo, y después sabio complemento en Santo Tomás; para hablar de la influencia de árabes y judíos, sin perjuicio de insistir como era natural en el estudio de los judíos y de los árabes españoles, trató en general de los escritores que la sabiduría estética ofrece en uno y otro pueblo semítico, y llegando después a tiempos modernos, creyó indispensable preparar el estudio del pensamiento español en punto a estética, investigando con extensión, originalidad y diligencia suma los elementos extranjeros que han influido y pueden seguir influyendo en nuestras   -366-   ideas; y de aquí los volúmenes dedicados a la estética francesa, inglesa, alemana en los varios períodos y escuelas. Se ha dicho que el autor de tan magna obra había salido de su plan; pero él mismo explica la legitimidad de todas sus luminosas excursiones a la estética extranjera, que aparte de ser fundadas en razón, se harían legítimas a fuerza de revelar talento, gusto, prolijo y discretísimo estudio. Bien puede decirse que Menéndez y Pelayo es el primer español moderno que se pone al nivel de los grandes tratadistas extranjeros al examinar una de las grandes manifestaciones del pensamiento humano en toda la historia.

Por lo que toca a esta segunda edición del primer tomo, que ocasiona estas consideraciones, sólo diré que obedece su presencia a los escrúpulos del concienzudo crítico, que habiéndonos pasmado con la erudición que se revelaba en la edición primera, la cual comprendía desde los orígenes hasta fines del siglo XV, se creyó obligado a mejorarla, rectificando, ampliando, añadiendo noticias a noticias, de modo que de lo que era antes un volumen tuvo ahora que hacer dos. Comprende el primero la introducción y el período hispano-romano; el segundo comienza en San Isidoro y llega al fin de la decimoquinta centuria. No es esta ocasión de examinar detenidamente el contenido de obra tan rica en ideas, en fuentes y   -367-   erudición de todo género, sólo diré que no ha de entenderse que por ser de muchos volúmenes y de mucha sabiduría, la Historia de Menéndez y Pelayo es uno de esos libros de consulta de que sólo pueden sacar partido los especialistas; no, es como la famosa Historia de la literatura inglesa de Taine, obra que pueden saborear todos los que tengan afición a las letras y al arte, que interesa como una buena novela, que se entiende sin esfuerzo, pues el autor es clarísimo aun al exponer la más intricada filosofía, y que equivale su lectura a la de toda una biblioteca de los más importantes monumentos de la filosofía de lo bello y de las artes.

Los pocos críticos españoles que han hablado de este libro aplazan para más adelante el examen de que es digno, y siento yo tener que imitarlos en este momento, por causas ajenas a mi voluntad. Porque, a pesar de que tan grande es la fama del insigne profesor de Historia crítica de la literatura española, aunque no hay trabajo crítico que se refiera a literatura española moderna en que no se le cite, lo cierto es que sus obras se examinan poco, no se habla de ellas, en los periódicos y revistas más populares, con el detenimiento que merecen; y es esta una injusticia, pues no se trata de escritos cuyo asunto de tecnecismo44 oscuro, inaccesible para la mayor parte del público,   -368-   los haga patrimonio de la atención de los especialistas; los autores de la clase de Menéndez y Pelayo tienen en Francia, en Inglaterra, en Italia, en Alemania, etc., un público numeroso, y son, sin dejar de ser sabios, populares. Los citados Taine y Renan son buenos ejemplos.

Si Menéndez y Pelayo tuviera tiempo, que no lo tiene, para pensar en este silencio general respecto del análisis de sus libros, se consolaría sin más que recordar los testimonios de admiración que se le tributan en el extranjero, donde se rinde a su mérito el mejor homenaje, el que más puede halagar a hombres de su condición, a saber: el estudio reflexivo de sus obras.

Un ejemplo reciente vemos en el Anuario crítico de los progresos de la filología en los países latinos, de que es editor el profesor D. Carlos Vallmöller, de Dresde, y director-gerente Richard Otto, de Munich. (Kritischer Jahresbericht über die Fortschritte der Romanischen Philologie.) Tratando Vallmöller de los Romanceros y Cancioneros españoles, cita con gran encomio la corta, pero excelente exposición que de la historia de nuestros Romanceros y Cancioneros nos ofrece Menéndez y Pelayo en su introducción a la Antología de poetas líricos castellanos, introducción de que hace meses hablé en una revista literaria de El Imparcial.

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Y ya que cito el Anuario alemán que honra a nuestras letras antiguas y modernas, consagrándolas gran parte de sus páginas, aprovecho esta ocasión, la de la gran publicidad de El Imparcial, para anunciar, por encargo de los señores Vallmöller, Otto y Scheffler (los cuales me han distinguido, encargándome de los estudios correspondientes a la literatura española contemporánea), que dichos señores recibirán con sumo agrado cuantas noticias relativas a literatura española se les remitan, así como libros, revistas, periódicos, diarios, etc., etc.; todo, en fin, lo que pueda contribuir a la noble y desinteresada idea acometida por ellos de propagar e ilustrar cuanto se pueda la filología y literatura de los pueblos cuyo idioma sea de los que forman en el grupo del nuestro45. Asimismo, para preparar la Memoria correspondiente al año 1891, yo agradeceré los datos y documentos que se me remitan, a más de aprovechar los que de continuo vengo recibiendo (y agradeciendo) de directores y editores que no han podido hasta ahora tener en cuenta esta nueva utilidad que para mí ofrecen sus obsequios. A juzgar por la lista de colaboradores de la citada publicación, la literatura hispano-americana está muy dignamente representada, pues allí leo el   -370-   nombre del ilustre filósofo Sr. Cuervo, cuyo Diccionario, no terminado, es todo un monumento literario.

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Aquí pensaba yo hablar, porque juzgo que lo merecen, de los siguientes libros: Estudios psicológicos y Estudios críticos, por el notable filósofo español (el único filósofo español acaso que hoy escribe con cierta asiduidad) D. Urbano González Serrano. La enseñanza de la historia, por el muy erudito y perspicaz crítico, y ya puede decirse que sabio, D. Rafael Altamira, uno de los pocos hombres nuevos que son legítima esperanza de la vida intelectual española. Ayala, por el inteligente, activo y bondadoso periodista D. Conrado Solsona, que sin pretensiones que a otros les sobran, sabe lograr el gran éxito de hacerse simpático a sus lectores, aun defendiendo causa tan arriesgada, si bien generosa, como la de sacar la fama política de Ayala, libre y sin costas.

Mis propósitos respecto de estos libros son buenos; pero el espacio me falta hoy, pues necesito emplear el que me queda en obras puramente literarias.

En la próxima revista, Dios mediante, hablaré de tan interesantes obras, más o menos, refiriéndome, como es natural aquí, a la relación literaria en que cabe examinar los respectivos asuntos que   -371-   tratan. Es claro que los Estudios críticos del señor Serrano entran en la literatura directamente; mas prefiero examinarlos con la unidad que dará la consideración del ingenio de su autor al análisis de sus trabajos críticos y de los psicológicos. ¡Análisis! No será tanto; pero, en fin, lo que yo pueda.

También hubiera querido hablar de la conferencia del Sr. Vidart en el Ateneo acerca de Cristóbal Colón y sus mayores o menores méritos y defectos. Mas, a falta de espacio, diré en estilo telegráfico que, a mi juicio, ni F. Duro ni Vidart hacen mal en declarar lo que entienden ser verdad, toda vez que hablan con la conciencia de que deben sus afirmaciones a estudio detenido46. Obligación es de los que han profundizado tan grave asunto, dilucidarlo; como es deber de los que sólo conocemos tales disputas de oídas, por datos vulgares, abstenernos de votar, aunque el sentimiento nos grite, como me grita a mí, en favor del grande hombre y de su leyenda.

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Sin mucho ruido, pero con resonancias lejanas y duraderas, con buen éxito en la librería y mereciendo la atención de los pocos lectores de veras   -372-   competentes, apareció en el pasado mes la anunciada novela de Armando Palacio, titulada La Fe. Como no ha de tardarse en decir, cuando cierto vulgo letrado empiece a enterarse de algunas novedades, ya viejas, que la tendencia espiritual que se nota en el arte literario español obedece a una imitación más de lo que pasa en París, bueno es ir curándose en salud, haciendo ver, por ejemplo, que Galdós, con su Ángel Guerra; Balart, con sus poesías de noble sentimiento religioso, y Armando Palacio, con La Fe, si acentúan esa propensión que en cierto sentido podría llamarse religiosa, y aun cristiana, en muy lata acepción de la palabra, lo hacen con absoluta espontaneidad, por motivos hondos, de las entrañas de su inspiración, obedeciendo al desenvolvimiento natural del propio espíritu y bien lejos de pensar en lo que pueda por fuera suceder, tal vez ignorando, a lo menos en el pormenor, lo que sucede. Así como el buen realismo español, no el amanerado y sectario, no el de autores vulgares incapaces, en rigor, de seguir más criterio que el de la moda, siempre fue original, y casi podría decirse ignorante, respecto de sus coincidencias con extranjeras literaturas; así como nadie puede sospechar que Pereda imitara a ningún francés, del propio modo ahora se inicia naturalmente una tendencia, que no es una contradicción, sino un complemento, un paso más,   -373-   bueno hoy, más arte, otra oportunidad, sin que los escritores españoles que por vocación interior, por motivo de su historia propia la siguen, necesiten copiar análogas manifestaciones de franceses, ingleses o rusos, las cuales obedecerán también a causas semejantes, pero sin perjuicio de la independencia ideal de todos. Así como es absurdo atribuir, a lo menos exclusivamente, tal movimiento de la filosofía y la literatura francesas en sentido que puede llamarse más idealista a la influencia de tres o cuatro novelistas rusos, también sería irracional quitar valor propio a las tentativas de reacción espiritual, en cierto sentido religioso, que van apareciendo en el arte español literario en sus más recientes manifestaciones.

Armando Palacio, que es de quien hoy se trata, no necesita por ahora sincerarse, demostrar la originalidad de su actual manera de tratar el arte en su relación con las más altas ideas; y no lo necesita, primero, porque en muchos libros anteriores a La Fe, en Maximina, por ejemplo, hay ya rasgos que muestran la poética inclinación del alma del autor a la idealidad profunda, a la contemplación a su modo religiosa; y además, no lo necesita porque gran parte de los lectores harán con La Fe lo que han hecho ciertos críticos, no menos vulgo que el vulgo raso: tomar a mala parte el capital interés de la novela, viendo en ella un cuadro sombrío,   -374-   un eco más del pesimismo, algo siniestro, un acto de pública desesperación... y hasta una obra impía, como tengo entendido que ha dicho La Época47. ¡Novela impía La Fe! ¡Novela siniestra, sombría, pesimista!... Es uno de los pocos libros españoles que, hablando del amor divino, llegan al alma. Hablo de libros contemporáneos. Aun entre los antiguos abundan, sobre todo los que tienen más luz que fuego. Sólo un alma sinceramente religiosa -sea la que quiera la solución precaria que su subjetivismo dé al problema actual religioso, intelectualmente- sólo un alma que vive de la esencia de la religiosidad, sabe hacer asunto del corazón lo que tantos y tantos hombres han hecho en el mundo asunto de fanatismo, de miedo, de ignorancia, de egoísmo, de orgullo y hasta de comercio.

¡Qué miserable tiempo, qué triste tierra la tierra y el tiempo en que se puede decir, sin que sea escándalo, que es impío un libro como La Fe y que es piadosa una política como la de Pidal!

Hay en España escritores y escritoras que aunque llenen volúmenes hablando de piedad, de documentos religiosos, no hacen sentir la religión ni un instante; hablan de esto como del bien del país los políticos abstractos, que tienen en un programa   -375-   la felicidad de la patria. La España actual no sólo no es un país religioso, sino que48 es un país donde toda gran idealidad se convierte en abstracción, donde todas las grandezas espirituales se cristalizan en el hielo de fórmulas oficiales, académicas, eclesiásticas, según los casos. La Fe de Armando Palacio es una novela que parece escrita por un extranjero. Esto, en el sentido en que lo digo, es un elogio. Es La Fe algo nuevo por completo en España. El mismo Galdós, que tantas veces trato de asuntos religiosos en sus obras, no ha ido nunca por este camino; ni aun en Ángel Guerra, donde el análisis de un espíritu llevado a los ensueños ideales por un amor puro y noble nos acerca a la poesía de los más elevados sentimientos. El P. Gil, de Palacio, pasando de la fe hereditaria y sugerida por la educación, a la duda y hasta al escepticismo relativo deliberados y reflexivos, y después llegando a la fe nueva, original, suya, inefable, incomunicable, musical, poética, es una figura interesantísima, en absoluto nueva en la literatura española. Son pocos los autores castellanos que hacen sentir al tratar materias ideales como se siente cuando se trata bien de amores humanos, de las pasiones mundanales. Armando Palacio ha conseguido, gracias a lo que lleva en el alma, interesarnos vivamente con lo que a otros les serviría para un   -376-   libro técnico, para una disertación académica. Cuando el P. Gil piensa en Kant y en Humboldt, en el positivismo, en el panteísmo, en el materialismo, el drama de sus ideas y de su corazón nos interesa más todavía que las tormentas que alrededor suyo se desatan sobre la mísera superficie de las cosas mundanas. ¡Y con qué arte ha sabido el poeta pensador llevarnos al momento supremo en que al P. Gil le asiste la fe definitiva, la ganada con la sangre y las lágrimas de su pensamiento, justamente en la hora misma en que sus negocios empeoran, en que su perdición ante los hombres es inevitable!

El P. Gil, recobrada la fe, entra en la cárcel con una aureola. La suprema alegría se ha apoderado de su espíritu, y ya es inútil que la necedad humana acumule sobre el cuerpo del sacerdote ignominia, calumnias, insultos. El creyente se deja medir el cráneo, las extremidades, por los antropólogos del distrito, por los Garófalos y Lombrosos del pueblo: resulta un fetichista del amor, como le llamaría Binet... y él no se queja ni protesta; no hace más que gozar de la salvación de su espíritu. Yo, en el caso de cierta ilustre escritora, encontraría todo esto más inverosímil, más astral que las zapatillas bordadas de un aristócrata de novela que tanto le dieron que hacer en ocasión no lejana.

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Pronostico a Armando Palacio que cuanto más avance por el camino que ahora sigue, menos lectores le entenderán de veras. Aun de los críticos que quieran halagarle, oirá cosas peregrinas. Pero estoy seguro de que él estará cada vez más satisfecho de sí mismo, no por el resultado aleatorio de su obra, sino por el progreso y depuración de sus facultades.

En otra parte, porque aquí ya no hay sitio para ello, examinaré La Fe detenidamente, refiriéndome a los méritos secundarios y a los pocos notables defectos.

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Mas antes de pasar a otro asunto, quiero tomar en cuenta cierta censura dirigida al pensamiento capital de la novela de Palacio Valdés por un crítico cuyas palabras merecen atención, aún más que por ser suyas, por el lugar donde habla.

Un Sr. Villegas, encargado de la revista literaria en La España Moderna, funda la objeción principal que opone a la idea que engendró La Fe, en este argumento: «la fe es una cosa que, como la inocencia, una vez perdida, no se recobra49». Estas, o semejantes palabras, son las del Sr. Villegas; de seguro su pensamiento es este: que el creyente que pierde la fe, no puede volver   -378-   a creer. Aunque estoy poco fuerte en teología dogmática, casi me atrevo a afirmar que esa proposición es herética, y lo que aseguro por mi cuenta es que es disparatada y contraria a lo que nos enseñan la historia y la observación, y la experiencia también y a cada paso. Si la Iglesia participase de la opinión del Sr. Villegas, no correría tras las ovejas descarriadas que salen del aprisco por falta de creencias; no procuraría llamar a sí con gran eficacia a los que nacieron en su seno, en él se criaron y llegaron a hombres, separándose después por dudas o negaciones terminantes. Entre los miles de ejemplos que pudieran presentarse al Sr. Villegas para demostrarle con hechos que está en un error, basta citar uno de los más elocuentes, por referirse a uno de los cristianos más ilustres. ¿No ha leído el Sr. Villegas Las Confesiones, de San Agustín?- Aurelio Agustino, aunque hijo de padre pagano, que no recibió el bautismo hasta poco tiempo antes de morir, tuvo por madre a Mónica, cristiana y santa, y ella le educó en la fe de Cristo, en la que vivió hasta que se la arrancaron poco a poco sugestiones de la pasión, de la vida desarreglada; San Agustín en los salones de Roma, como si dijéramos, llegó a burlarse de las reliquias de los santos, y sus cavilaciones de descreído le arrastraron hasta los errores de los maniqueos. Mas luego en Milán, donde profesó la   -379-   elocuencia el futuro obispo de Hippona, volvió a la fe católica, gracias en gran parte a las predicaciones de San Ambrosio, y fue bautizado en 387. Todo esto lo sabe el Sr. Villegas, porque lo sabe cualquiera, y sin duda lo tenía olvidado, de puro sabido, al afirmar que la fe no se recobra.

Pero sin ir tan lejos, ni concretándonos a una religión positiva (como se llama impropiamente a cierta clase de fe, con perjuicio de otra no menos positiva), en los tiempos actuales puede observar el crítico de La España moderna el gran movimiento religioso, idealista, metafísico (que de todas estas maneras puede llamarse, según como se mire), en que multitud de espíritus criados en la fe de una u otra confesión, y que la olvidaron por completo para caer en el escepticismo, o para entregarse al criticismo, o al positivismo, o al materialismo, vuelven desengañados a buscar apoyo moral en la idealidad religiosa, suspirando todos por una creencia (lo cual es ya casi casi un modo de creer) y no pocos de ellos arribando, en efecto y por su ventura, a una esperanza de orden trascendental, divino, que es una fe tan pura como cualquiera.

Si la rotunda afirmación del Sr. Villegas fuera cierta, venía a tierra el pensamiento que sirve de quicio a la novela de Armando Palacio; por eso me he detenido a combatir tan desconsolador   -380-   aserto, no por mortificar al crítico de La España Moderna, ni menos con el propósito de discutir en tan pocas palabras una cuestión que tan graves resultados traería, de resolverse en el sentido desesperado a que se inclina ese caballero. Quien se ha equivocado, a mi juicio, en esto, como al citar unas palabras de Virgilio, el cual, si bien no llegó a ver la luz de la fe cristiana, fue digno de que Dante le tomase por guía; y no lo hubiera sido si hubiese ignorado, como el Sr. Villegas supone, que per no es preposición de ablativo, y que, por consiguiente, no cabe decir per gurgite vasto, como dice el Sr. Villegas en el mismo artículo en que habla de La Fe con cierta ligereza.

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Hay señores, generalmente ya gallos, que siempre visten bien, son elegantes, sin someterse a los rigores y extremos de la moda, conservando con cierta nostalgia indumentaria algunos rasgos y desahogos del antiguo modo de llevar la ropa, pero sin terquedad, sin exageraciones arcaicas tampoco; eclécticos del paño, en suma, verdaderos oportunistas del traje, que nunca son el último figurín, pero siempre figuran ventajosamente entre las personas de buen ver.

El Sr. Castro y Serrano es un elegante de las letras, gallo ya también, que aplica análogo criterio   -381-   al citado, cuando escribe; y por eso, a mi entender, aunque no sean estos los tiempos de mayor esplendor para su fama, lejos de estar anticuado, arrinconado, decadente, como dicen con fruición los jóvenes impacientes, que además de fogosos son malas personas; lejos de estar mandado retirar, como también se dice de modo bárbaro y grasero, alterna sin desdoro con lo más nuevecito. Sus Historias vulgares, especialidad suya, que tiene, en efecto, un corte original, singular, que le hace merecer un nombre genérico (aunque parezca contradicción); esas novelas cortas, que se diría que están escritas en doble prosa, prosa por el lenguaje y prosa por el asunto, pero muchas veces con la íntima poesía que hay en la prosa del verbo y en la prosa de la vida ordinaria; esas historias vulgares, digo, nunca fueron obras que dieran el tono a la literatura de una actualidad; pero hoy, como hace años, honran a nuestras letras, se leen con sumo agrado y representan un elemento no despreciable de la producción artística española.

Castro y Serrano, en estas historias, siempre ha sido realista, sin necesidad de llamárselo; sin imitar a nadie, sin teorías importadas, ha cultivado, de muy atrás, una especie de filosofía casera que no deja de tener su solidez, a lo menos cuando no extrema los ataques a ciertas novedades   -382-   poco estudiadas por el prudente y concienzudo pensador... de tejas abajo.

Así como a los egipcios de antaño toda su vida les servía para el resultado final de un juicio, el de los muertos, a todo escritor sus obras y sus actos le van haciendo una opinión, una cuenta corriente con el público, que da por resultado un balance de simpatía o antipatía; hay autores que al fin y al cabo son antipáticos, aunque tengan tales y cuales méritos. Castro y Serrano, que habrá padecido lamentables equivocaciones, como cualquiera; que tal vez en ciertas psicologías peca de vulgar y hasta de retrógrado, es, en general, uno de los escritores que en resumidas cuentas resultan simpáticos. No creo que tenga enemigos entre los académicos ni entre los modernistas; puede ser íntimo amigo de Cánovas aun en literatura, sin que nadie se lo eche en cara; hay cierta prudencia, cierto tacto, cierto justo medio en el Sr. Castro y Serrano; hay cierta holgura de ideas que le hacen parecer bien en todas partes, sin que por eso peque de anodino, de inofensivo, en la mala acepción de la palabra.

La serpiente enroscada y El reloj de arena son dos novelas, aunque el autor no quiera llamarlas así, que se leen con interés y cierta delicia tranquila; vale más la primera que la segunda, porque tiene verdadera unidad y más vigor en la expresión   -383-   del carácter que le sirve de asunto; El reloj de arena comienza con gran interés y después todo se precipita y casi casi podría decirse que todo se disipa. Pero en uno y otro estudio, historia o lo que quiera el autor, hay gracia, elegancia, estilo, conocimiento del mundo, del demonio y de la carne; sabiduría tripartita que es necesario que posea el que pretenda escribir novelas realistas.



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