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ArribaAbajoLa novela del porvenir

Con este título publica en la Revue de Deux Mondes, de París, M. Fernando Brunetière, su acostumbrada revista literaria, y quiero decir algo de este notable artículo, uno de los mejor pensados que, a mi juicio, han salido de la pluma del ilustre crítico. Hace muchos años, tal vez desde que Brunetière escribe en la famosa Revista, y de fijo desde mucho antes de adquirir él la gran autoridad que hoy tiene, leo constantemente los trabajos críticos de este publicista; y si bien, antes de oír a nadie elogiar sus facultades, admiraba yo su talento, su erudición, la habilidad con que penetra en las entrañas de las ideas, y el fino análisis con que sabe apagar entusiasmos, defender tradiciones y combatir paradojas, y aun sostener las suyas, jamás había leído un estudio de M. Brunetière que por entero me agradase.

Ha sido uno de los escritores de estética aplicada que más me han hecho ejercitar la espontaneidad del juicio, pues siempre le he leído contradiciéndole;   -386-   he procurado penetrar toda su idea para encontrar todavía un pero. Algo semejante me sucede con el Sr, Cánovas; por supuesto, cuando este señor escribe cosas que tienen fondo.

He escrito mucho, muchísimo, contra Brunetière, no por él, que es claro que no ha de saber de mí, sino por la influencia que su crítica ejerce en muchos franceses, que a su vez influyen en los españoles, y en algunos de estos directamente, como v. gr., el citado Sr. Cánovas, que al juzgar perentoriamente en sus discursos de circunstancias la literatura francesa contemporánea, casi siempre se guía por las afirmaciones de Brunetière y su compañero Valbert (Víctor Cherbuliez).

Mas hoy, alegrándome de ello, tengo ocasión de alabar, casi sin reservas, lo que Brunetière dice al terciar en la famosa cuestión de la Novela novelesca promovida por el Sr. Prevost, un joven de grandes esperanzas, según la opinión de Brunetière mismo y la de Alejandro Dumas, sin citar a otros. En España, un periódico popular y amigo de las letras, El Heraldo de Madrid, ha traducido la cuestión, por decirlo así, y hasta ahora ha publicado el dictamen respetable de Valera y la señora Pardo Bazán, entre otros de menor cuantía, como, v. gr., el de quien esto escribe. De la opinión de la señora Pardo ya he hablado en El Heraldo mismo, y ahora quiero referirme sólo a lo   -387-   dicho por el Sr. Valera, comparándolo con el artículo del crítico francés que me sirve de asunto.

Brunetière da a la cuestión y a M. Prevost más importancia que Valera, y creo (contra lo que suele ocurrirme) que tiene más razón Brunetière que nuestro D. Juan. La Novela del porvenir, y aun la que Prevost pide, no es la novela enfermiza: ni es este epíteto que debe prodigarse, si no hemos de ser injustos.- Estamos en un país en que hay que tener poco miedo al sentimentalismo y mucho a otras cosas. En la España de la semana del Corpus, la de este año, la de los toreros sacrificados al Moloch de nuestras pintorescas tradiciones, no hay para qué dar la voz de alarma contra la epidemia de la literatura visionaria y sensible. No hay miedo de que muramos de empacho de misticismo fin de siècle, en una tierra en que el primer crítico afirma que valen más las escenas andaluzas del Solitario, que la obra de Mariano José de Larra.

La cuestión de la novela futura existe. Dice muy bien Brunetière: el arte, no por ser inspirado, es inconsciente, ni siquiera irreflexivo. Para ser arte necesita, ante todo, la reflexión. Muy bien; es evidente. El poeta que no sabe lo que se hace, no es artista. El novelista no es artista tampoco, si no hace, en general, lo que se proponía y como se lo proponía. Por lo cual son legítimas las escuelas   -388-   y legítimas las polémicas de estética. Se puede perder el tiempo hablando de estética literaria, pero será si se habla mal. Así, se puede perder el tiempo hablando de cualquier cosa, hasta de presupuestos. Yo creo que en este mundo se ha divagado mucho más hablando de lo práctico que hablando de lo teórico.

Mejor se tolera el discurso de un profesor que el de un dentista. Que hable Castelar tres horas, puede soportarse; pero el Sr. Cos-Gayón debiera contentarse con hacernos ricos sin decírnoslo.

Que esta, que puede llamarse ya literatura universal, en el sentido en que es universal el derecho romano, por ejemplo, quiera pensar los pasos que da, quiera discernir las causas de su movimiento, no tiene nada de extraño ni de bizantino.

Admitida y demostrada la legitimidad de la cuestión, el crítico francés comienza a analizar los caracteres que tendrá, a su juicio, la novela del porvenir. Este examen de M. Brunetière se resiente del defecto de que adolecen casi todos los de su índole hechos por los franceses: trata el asunto en su aspecto general, confundiéndolo con su aspecto puramente nacional; algo de lo que dice se refiere a la novela de cualquier país culto de Europa y aun de América; lo demás es puramente relativo a Francia, sin que el crítico piense en señalar la correspondiente distinción.

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Así, v. gr., una de las notas que espera de la novela nueva, y que le pide, es que salga de París y estudie en la provincia multitud de relaciones, de formas que hoy no se estudian ni pintan. En efecto, por lo que a Francia toca, la novela es excesivamente centralista, de la capital. Pero en otras naciones no es así. En España, la novela digna de ser leída, entre las modernas, es más bien provinciana que madrileña, en general. Verdad es que tampoco es Madrid a España lo que París a Francia: es mucho menos.

También prevé Brunetière que la novela del porvenir se inclinará en cierto modo al misticismo. Dando a esta palabra un sentido muy lato, muy vago, yo creo que acierta Brunetière. Él ve en esto peligros que indudablemente existen; pero que serán muy diferentes en Francia y en España, si por acaso se llega a escribir por acá la novela mística.

Enlazando esta materia con su pensamiento de que el arte significa siempre un propósito, un fin racionalmente prefijado, el crítico francés sostiene que será la novela del porvenir idealista, en el sentido de que la invención del novelista, la acción de su obra irá, mediante la composición, a un objeto racional, a una idea previamente determinada. Al llegar aquí da la razón a los simbolistas modernísimos que atacan al naturalismo por contentarse   -390-   con ser una forma, un reflejo, sin concluir nada, sin leer ninguna idea en la realidad imitada.

A mi entender, podría formularse la doctrina de Brunetière diciendo que la imitación, no por ser fiel, deja de ser un pensamiento.

Pero a esto digo yo, sin negar que tal pueda ser la tendencia de la novela Futura, que así como Brunetière distingue la acción de la composición, hay que distinguir la composición de la idea que se quiere ver expresada por la acción. La composición es cosa del libro, de la obra como artística; se refiere, por decirlo de este modo, a exigencias técnicas de la estética; y la idea ha de penetrar en la acción... sin desnaturalizarla. Lo cual es muy difícil. La morfología de la vida no tiene por leyes las que el subjetivismo pretenda imponerle; y más ha pecado el arte, hasta ahora, contra la naturalidad de la acción, que contra la de los caracteres. A esto me refería yo en este otro artículo, cuando examinaba las obras sociológicas de Zola, sus novelas dedicadas a entidades, no a organismos. El mayor defecto del teatro en general, y del teatro tendencioso en particular, es este idealismo (en el sentido que dice Brunetière) de la acción.

Con gran perspicacia, el ilustre crítico, además de indicar las cualidades del naturalismo que permanecerán, como el esmero en la observación, la influencia del medio, la impersonalidad, etc., se   -391-   refiere a las propiedades artísticas que los naturalistas debieran, lógicamente, haber aprovechado en sus novelas, y que no pasaron de los programas, de las teorías. Es verdad, y yo lo he indicado varias veces: el naturalismo, lejos de estar próximo a su muerte, aún tiene sin cumplir gran parte de su idea: no ha llegado el momento de su perfección. Basta pensar en el teatro para verlo así.

Y ¿quién será en Francia iniciador, por lo menos, de esa novela que se espera? La verdad es que no se ve por ningún lado nada que se parezca a un Zola del nuevo idealismo, o como se llame. Sin embargo, M. Brunetière señala tres nombres como dignos de llevar en sí la divisa de la nueva tendencia. Tal vez llegue a ser portaestandarte el mismo Prevost, a quien nuestro Valera trata con cierto desdén. Otros dos escritores indica el severo crítico francés: Marguerite y Rosny.

Siento cierta emoción de vanidad al recordar que cuando M. Rosny era poco conocido, yo me fijé con particular atención en su novela Le Termyte, que iba publicando la Revista de madama Adam.

¿Y en España? ¿Qué hay de nuevas tendencias, y quién las representa, si existen?

Eludo una repuesta que sería poco halagüeña, haciendo notar que el tratar de tal asunto excede de la materia propia de este artículo, que se reducía a comentar el de M. Brunetière.



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ArribaAbajoLa juventud literaria

I


Hace pocas semanas publicaba un periódico de Madrid las interesantes conferencias que el Sr. Soriano había conseguido tener con Emilio Zola, durante la breve estancia del eminente novelista francés en San Sebastián; y entre las muchas cosas dignas de atención, y nuevas no pocas, que el solitario de Medan se dignó decir, me conviene recordar ahora lo que se refiere a sus quejas contra la que llamaba impaciente juventud literaria de París; la cual, según él, quiere ocupar antes de tiempo los primeros puestos, y hacer que se conviertan en vejeces las invenciones de ayer, mediante la exhibición continua de novedades forzadas, de invenciones churriguerescas, amaneradas y falsas.

Se ríe Zola, no sin cierto despecho, del prurito   -394-   de convertir en jeune maître a cualquier joven de talento que muestre cierta independencia dentro de una escuela ya creada, o a lo más dentro de una tendencia que está iniciada por antiguos maestros; y al llegar a examinar el carácter y la trascendencia del que se llama ya generalmente nuevo idealismo, lo declara, por lo que respecta a las pretensiones de esa juventud impaciente, pura farsa, cuyo objeto es atraer la atención, hacerse notar y vender libros. Lo mismo que Zola juzga ahora, fue él juzgado no hace mucho tiempo; y así como no se podría jurar que en las teorías revolucionarias en estética que formaban el credo literario del autor de Mis odios no hubiera su poquito de reclamo, de pose, de exageración intencionada y habilidosa, tampoco se puede afirmar ahora que Zola se equivoque por completo al atribuir miras interesadas a los nuevos reformistas; pero, en general, ni Zola mentía al proclamar el naturalismo como su fe artística, ni la juventud (en algunos relativa) de la novísima literatura francesa miente al declarar que es anhelo, confuso, pero intenso, de su espíritu una idealidad futura, que sin renegar del sagrado abolengo de todas las idealidades, ofrezca la esperanza de mayor resistencia.

Hay quien se pasa de listo y está demasiado bien enterado de ciertas menudencias; y para el que se halla en este caso es claro que todo este idealismo   -395-   nuevo, este misticismo nuevo, como le llama Paulham (que lo estudia con gran imparcialidad; serena, pero no fríamente), es pura comedia, asunto de la blague, un pastel literario compuesto por los agudos escritores franceses que ya no saben qué discurrir para evitar el crack de la librería, el hastío del público burgués del mundo entero.

No falta en España quien, por darse tono de parisién de temporada, procura desengañarnos y hacernos ver que, en efecto, es una farsa el decantado renacimiento idealista. Para probarlo, nada más a propósito que hablar del nuevo o recalentado teosofismo, de los versos místicos de... Richepin (!!) y de las recaídas pecaminosas de Pablo Verlaine.

Con esto y confundir las cosas, y ponerles motes, v. gr.: decadentismo, simbolismo, instrumentismo, etc., etc., se cree que se ha dicho todo. Autor serio hay que piensa haber negado la realidad de la nueva tendencia sin más que citar el soneto de las vocales... con colores y otras vulgaridades así. Hace pocos días, el mismo Copée, el poeta de los humildes, publicaba un cuento, «Palote», para burlarse de los poetas simbólicos, de los aficionados a los pintores primitivos, de las tablas hieráticas de fondo de oro, y acaso de Paul Bourget y de los pre-rafaelistas...; y el poeta de la poesía callejera oponía, como triaca al amaneramiento de los falsos místicos, el cliché gastado de su costurera   -396-   virtuosa, resignada y tísica... Yo no dudo que los autores nuevos trabajen por algo más que por el ideal; pero los antiguos, los Copées y Zolas, ¿se resisten a admitir lo nuevo sólo en nombre de las teorías?... Por lo demás, Zola se contradice. En una y otra conferencia con periodistas franceses ha reconocido la legitimidad y la realidad de la nueva inclinación literaria: es más, hablando con el citado Sr. Soriano del socialismo, Zola reconoció la gran influencia que en la cuestión social podía tener la religión cristiana... ¿Quién lo duda? El mundo va por ahí. Los espíritus más recogidos, de más reflexión y sentimiento están llamados a gozar la voluptuosidad moral inefable de encontrar una armonía entre las más recónditas exquisiteces del análisis psicológico y metafísico modernos con la gran tradición humana del sentido común cristiano.

Desde este punto de vista, es innegable que la juventud literaria, como en cierto modo la filosófica y científica, merece la atención del observador... en otros países.

En otros países, porque en España, y a esto íbamos, yo no veo por ninguna parte síntomas de que nuestros literatos jóvenes se hayan enterado de lo que pasa por el mundo. Mientras poetas, novelistas y filósofos de la juventud francesa estudian y admiran a nuestro San Juan de la Cruz, a nuestro   -397-   San Ignacio, a nuestra Santa Teresa, a nuestro fray Luis de León y a nuestro fray Luis de Granada, etc., etc., aquí, nuestros vates jóvenes imitan... a los parnasianos, o a Campoamor, o a Bécquer; nuestros sabios nuevos insisten en ser positivistas de la manera más ramplona... y todos ellos se quejan porque no se les hace sitio, porque no se les tiene en cuenta. ¡Pero si no estudian, si no sienten, si no meditan! La nota dominante en poesía, ¿sabéis quién la está dando? Un viejo, Balart, cuya colección de poesías, próximas a publicarse, va a ser el verdadero acontecimiento poético de nuestra literatura. Balart, sin imitar a nadie, sin prurito de modernísimo, guiado sólo por su dolor y por su inspiración, se ha convertido en un poeta, el más notable, a mi juicio, que en el gran género realmente religioso ha tenido España en todo el siglo.- Si la juventud nos ofreciera poesías como las del insigne crítico, ¿qué mayor dicha que estudiarlas, analizarlas y vaticinar días de gloria para la lírica española?



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ArribaAbajoUn libro de Taboada

Tengo yo un amigo (porque a cualquier cosa llamamos amigo) que cuando estaba muriéndose Gayarre, no hacía más que decir: «El médico que le asiste vive en el piso segundo de mi casa». Por lo visto, para este amigo mío, lo más importante que había en el trance terrible de morirse el gran tenor, era la circunstancia de ser vecino suyo, de mi amigo, el médico que asistía a Gayarre. Yo me reía de tal sujeto, y ahora caigo en que yo también tengo una debilidad análoga; pues cada vez que Luis Taboada hace algo bueno, que es muy a menudo, digo a quien me quiere oír: Pues ese es vecino mío; vive en el principal de mi casa, esto es, de Madrid Cómico. Y me doy tono y me explico la vanidad del amigo de marras.

Los elogios que se tributan a Taboada se me figura que en algo me tocan a mí, porque soy vecino suyo; y a tal punto llega la ilusión, que las   -400-   pocas veces que me decido a echarle un piropo, siento cierta vergüenza, como si me estuviera alabando a mí mismo, según hacen algunos poetas.

Perdone, pues, mi vecino la cortedad de mis elogios, por el motivo indicado, y permita que insista, más que en alabarle, en darle consejos de esos que no se piden... ni se toman.

La vida cursi, ya lo saben ustedes, es un nuevo libro de mi querido compañero, ilustrado con primor (el libro, no Taboada, que también es ilustrado, pero sin fotograbados de Laporta) por Ángel Pons, con la gracia concisa que distingue al simpático dibujante humorista.

Esta nueva obra tiene la ventaja de ofrecer mayores tendencias a la seriedad de asunto que alguna anteriormente publicada por el famoso articulista.

Lo cursi, tal como se muestra en la clase media, que es la que principalmente padece esta plaga social, de más perniciosos efectos que se cree, es la idea que enlaza todos estos estudios de costumbres; que no por estar escritos sin pretensiones y en forma de caricatura casi siempre, dejan de ser verdaderos estudios.

Taboada es todo un observador artista, tiene mucha imaginación, aunque no sea muy poética, en cierto sentido de la palabra, y posee como pocos el arte dificilísimo de decir lo que quiere con   -401-   sencillez y exactitud, con pocas palabras y mucha fuerza plástica. Es, además, de los que tienen la inspiración de su propio idioma; sabe su lengua, más que por estudios prolijos, por instinto gramatical. Es de los que, a su modo, hacen castellano, pues esto no consiste sólo en emplear palabras nuevas con autoridad, ni en desechar las50 viejas, sino en crear giros, o grupos de imágenes, o varios otros elementos que constituyen, no menos que el vocabulario, el positivo lenguaje de un pueblo en momento determinado.

Taboada es muy original y muy español en su modo de ver y juzgar el mundo. No debe nada, absolutamente nada, a la blague francesa, ni al esprit parisién, ni al humour inglés, ni tampoco se parece a Fígaro, ni al Solitario, ni a Mesonero Romanos, ni a Frontaura, ni a alma viviente. Es él y nadie más que él. En su opinión, lo mismo que resultó escritor festivo, pudo haber resultado presbítero; pudo, pero siempre hubiera sido un clérigo del género de Juan Ruiz, de Swift, de Tirso, de Rabelais; siempre hubiera sido satírico, verdadero humorista a la española, un espíritu burlón, no escéptico.- Las excentricidades e incoherencias intencionadas que tan a menudo se ve en sus obras, no son un amaneramiento, ni un recurso de la pobreza de inventiva, sino el sello de la índole de su temperamento literario. Y no sólo literario;   -402-   Taboada como orador es el mismo que vemos todas las semanas en Madrid Cómico. Más diré: vale en cierto modo más el Taboada oral que el escrito; porque hablando, le queda la mímica, que es en él expresiva, y además su ingenio se excita y mejora con la contradicción.- Como diestros dibujantes dejan a veces maravillas del lápiz sobre la mesa de un café, tomando al vuelo apuntes del natural, Taboada hace a diario, en el café también, junto a una mesa, retratos y caricaturas tomados de la observación inmediata, y valiéndose de la palabra y de los gritos como instrumentos gráficos. Tal vez esta misma facilidad ha contribuido a la preocupación de excesiva modestia que obliga a Taboada a desconocer su propio mérito. Tan poco trabajo le cuesta producir, y producir siempre con gracia, soltura y sencillez, que él mismo llega a creer que aquello vale poco, y que acaso


harto más valido hubiérale
estudiar forenses fórmulas.



Esta equivocación del escritor festivo respecto de su propio talento y arte, en parte le favorece y en parte le perjudica.

Le favorece en cuanto le hace simpático por su modestia, por su falta de pretensiones de trascendencia y de estilo; porque le aparta de la vanidad   -403-   que engendra el amaneramiento y la rebusca de novedades poco espontáneas; pero le perjudica, porque no le deja animarse a sí mismo a emprender obras de más empeño, para las que le sobran alientos. Así se le ve como burlarse de sus propios escritos, y en virtud de ello dar un sesgo extravagante e incongruente al discurso, y con más frecuencia que esto exagerar los rasgos de la caricatura, con la intención manifiesta de no dejar ver en su trabajo la pretensión de reflejar fielmente la vida real, como pudiera hacer, gracias a sus facultades de observador perspicaz y reflexivo.

Taboada sale al paso a los que le digan que debiera escribir, sin salir de su estilo festivo, con más seriedad en el asunto, respetando más sus propias composiciones; y les dice en el prólogo (autobiografía) de La vida cursi, que para dar más fondo a sus artículos, sólo se le ocurre... meterse en una tinaja.

Hace bien en obedecer ante todo a su instinto, a su espontaneidad; pero sin salir del camino que le señalan guías tan seguros, podría tomarse a sí mismo más en serio, atender con más ahínco a su vocación y escribir... por ejemplo, o novelas, o cuadros de costumbres más amplios, con propósito más meditado... y acaso también debiera escribir para el teatro.

Para la escena, dirá él, ya he escrito y no he   -404-   conseguido tan buen éxito como en el periódico. Es verdad; pero yo creo que debiera insistir.

En las pocas comedias de Taboada que he visto, sobraba lo que pudiera llamarse lirismo burlesco; los chistes hiperbólicos, las incongruencias sugestivas para unos pocos, para los capaces de alambicar lo ridículo, desorientaban a la masa del público. Sucedía con los sainetes de Taboada, lo que, en otra esfera, con los dramas de Campoamor. Pero estos inconvenientes son, más bien que defectos, excesos. El autor de La vida cursi, trabajando con fe, con asiduidad, podría vencer estas dificultades y aprovechar sus muchas aptitudes para la comedia. Basta leer artículos como Los empleados, Lances de honor y otros muchísimos, para comprender que su autor haría hablar en las tablas a sus personajes ridículos con gran naturalidad y poderosa vis cómica... Pero ceso en este empeño, pues siempre hay algo de importuno en señalar a un escritor de larga historia lo que debe emprender de nuevo.

Sea como quiera, Taboada, que no es de los que pretenden, sin razón, pasarse a mayores, merece elogios de la crítica por su colección de cuadros de costumbres La vida cursi. No haya miedo de que en autores como este hagan estragos morales y literarios las alabanzas de la prensa. Es probable que siga escribiendo como hasta aquí,   -405-   artículos cortos y nada más que eso; pero es seguro que aunque le llamen genio, él seguirá pensando que sería mucho mejor que le pagasen muy bien por no escribir, que cobrar poco por escribir demasiado.



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ArribaIbsen y Daudet


- I -

Cuando se publique este artículo ya habrá llegado a noticia de los lectores menos diligentes en averiguar lo que sucede fuera de España en asuntos de literatura, el buen éxito alcanzado por Alfonso Daudet en el teatro llamado Gimnasio, de París, con el estreno de una obra dramática titulada El Obstáculo. Es comedia de tesis, y por las señas, obedece a un plan de filosofía espiritualista que el autor del Nabab se propone llevar al teatro, para oponerlo, como triaca, al veneno de las famosas leyes del naturalismo moderno referentes al modo de la evolución mediante la selección, la adaptación al medio, la lucha por la existencia, la herencia, etc. En efecto, en un drama   -408-   representado hace tiempo, Daudet combatía la lucha por la existencia en cuanto pretexto de algunos modernos vividores para medrar sin escrúpulos, y caiga el que caiga.

Hoy le toca la vez a la herencia, y Daudet, en El Obstáculo, combate, no la verdad del orden fisiológico que puede haber en esta ley material estudiada por los modernos sabios, sino la extensión y trascendencia filosófica y moral que por muchos se quiere dar al principio y sus conclusiones. En el estreno de El Obstáculo no todo el monte ha sido orégano, pues, al parecer, en el momento de querer una madre sacrificar su fama, su honor, por salvar a su hijo de la aprensión de la locura, el público, que, allá como acá, quiere que los personajes de las comedias sean moderados en sus afectos, se impacientó un poco. Por fortuna, Daudet, que no en balde se parece al pintor aquel que Zola nos presenta en la Obra, eclipsando al maestro a fuerza de transacciones disfrazadas de atrevimientos, Daudet no extrema las cosas, y no hace más que señalar el sacrificio de la madre, como nuestros espadas tienen que hacer con el sacrificio de las reses en las plazas de toros de París. Desde aquel momento el público ya no presenta más obstáculos al Obstáculo; se llora, se ama al prójimo con aquel amor de teatro que ya Voltaire describía; y el ilustre valetudinario, discípulo de Flaubert, aunque   -409-   no muy fiel, recibe el homenaje del todo París de los estrenos, que desfila ante él en el saloncillo, como si dijéramos, para manifestarle que está conforme con la teoría de que nos vendría muy bien que, en caso de tener un ascendiente loco, pudiéramos vencer la tendencia hereditaria a fuerza de pensarlo mucho y con reactivos espirituales.

El Diario de los Debates no se entusiasma con este optimismo, a pesar de ser él un burgués de los más reflexivos; y dice que El Obstáculo, aunque enterneció al público, es obra lánguida e incoherente. Debo advertir que esto no lo dice el crítico de plantilla, el simpático Lemaître, sino el anónimo adjunto de las noticias teatrales.

En cambio, Alberto Wolff, en el Fígaro, echa las campanas a vuelo. El famoso cronista tudesco parisiense, crítico de letras a ratos y crítico de pintura en cuanto se abre el salón, elogia siempre que hay pretexto a Alfonso Daudet de una manera desmesurada, acaso más por dar envidia a Goncourt y a Zola que por halagar a Daudet; pero ello es que le pone en los cuernos de la luna. Pues este Wolff51, que fue el que dijo, no sé con que fundamento, que Safo, la novela, colocaba a su autor a la cabeza del naturalismo francés, ahora compara El Obstáculo de Daudet con las obras, que no cita, de Ibsen, en que se trata el mismo asunto, la herencia   -410-   fisiológica. Y aunque nada dice Wolff contra el autor escandinavo, parece desprenderse de su comparación que la manera de tratar Daudet esta materia difícil es preferible a la de Ibsen. En efecto, en El Obstáculo, siguiendo la narración del mismo cronista del Fígaro, la herencia fisiológica no llega a presentarse, es el enano de la Venta; el personaje aquel que pedía la armadura a un gran trágico para gritar ¡alerta! entre bastidores. En cambio, en Ibsen, en su drama Los Aparecidos52 (que supongo que será al que alude Wolff) la herencia se muestra no en forma de tesis, sino como las cosas deben presentarse en escena, en cuerpo y alma, en la figura de Oswaldo Alving, pintor. En el teatro libre de M. Antoine se ha representado ya Los Aparecidos (Los revenants, en francés) y a juzgar por los periódicos, se vio lo que tiene el drama de admirable. Sin embargo, sea porque el teatro libre no es público oficialmente, y aunque por dinero, como en todo, se entra en él, el número de espectadores que le frecuenta es insignificante en comparación del gran público de los teatros principales; sea porque, como se temía, lo extraño de la obra no llegó a vencer de veras las preocupaciones tradicionales del gusto predominante, ello fue que Los Aparecidos de Ibsen no tuvieron, ni con mucho,   -411-   la resonancia de una de estas obras genuinamente francesas que en París se aplauden hasta por patriotismo. El Obstáculo, por ejemplo, ha hecho infinitamente más efecto que la obra del autor noruego. Y con todo, por lo que se refiere al interés dramático (que es lo que importa) de la enfermedad hereditaria y sus consecuencias, no cabe duda que va de la obra de Ibsen a la de Alfonso Daudet lo que va de lo vivo a lo pintado.

Yo no comparo, en general, al autor del Norte y al paisano de Tartarin; no cabe comparación; son hombres muy diferentes y su arte tiene que serlo también. Ibsen es, puede decirse, principal, casi exclusivamente, autor dramático; y en Daudet lo principal es el novelista; en Ibsen hay todo un pensador, y pensador revolucionario; un refractario de alto vuelo; Daudet tiene, como mayor deficiencia de su gran ingenio, el límite estrecho de sus miras; puede decirse que no ha pensado siquiera en las grandes cosas, que son lo principal, son el fondo de los mejores dramas de Ibsen. Los atrevimientos de Daudet se limitan a retratar del natural, sin escrúpulos ni miedo, reyes destronados, fúcares, ministros, literatos, cómicos, bailarinas, etc., etc.... Todo eso es algo, mucho en su género; pero en el mundo hay mucho más. Sólo en ciertas delicadezas escapa Daudet al alcance intelectual del vulgo ilustrado; por esto suelen   -412-   preferirle los carneros de Panurgo del pensamiento a Zola, Flaubert, y ahora a Ibsen.

Daudet es uno de tantos hombres modernos que, respecto de los grandes intereses ideales, no profesan más que una especie de escepticismo prudente y discreto, oculto o disimulado, cuya práctica constante consiste en abstenerse de tocar materias metafísicas ni nada que con ellas se dé la mano. Para el arte de Daudet, el interés de la vida empieza en lo relativo, y las más veces radica en lo convencional. Destruir, o combatir por lo menos, un convencionalismo de esos que pasan pronto por sí mismos, una moda, le parece poner una pica en Flandes. No hay más que ver cómo aborda estas cuestiones que ahora trae entre manos en sus comedias, para comprobar que no es capaz, como poeta a lo menos, de mirar su asunto sino desde un punto de vista de poco alcance, en atención a un utilitarismo inmediato.

Ibsen peca por lo contrarío. A fuerza de ser artista, no echa a perder, por pura abstracción, las obras que sirven como de símbolos a sus ideas de innovador. La preocupación predominante de este poeta nos recuerda, a su modo, las grandes esperanzas y las grandes revoluciones ideales de los místicos y soñadores de Italia, que creían llegada la hora del Evangelio Eterno.

En efecto, una tercera ley es lo que viene a pedir   -413-   Ibsen; en el siglo XIX, y tal como hoy puede ser esto, Ibsen, descontento, pide algo semejante a lo que querían los Joaquín de Flora, los Juan de Parma. Reconoce, como dice Eduardo Rod, la fuerza histórica del cristianismo, su necesidad; pero aspira a un tercer reinado, que no define, pero que sería en el fondo la reconciliación entre la teoría del placer, esencia de las creencias paganas, y la teoría del sacrificio, de la abnegación y renuncia, base de las doctrinas cristianas.

En efecto, esta tendencia, este anhelo se ve en la señora Alving de Los Aparecidos, que después de muchos años de sacrificios siente remordimientos de su propia abnegación, remordimientos de haber olvidado su propio derecho; se ve también en la Nora de La casa de la muñeca, que habiendo llegado hasta el delito por el amor de su esposo, cuando ve el egoísmo de este en su triste desnudez, recoge su sacrificio y abandona el hogar que ya no considera suyo, desde que la frialdad del marido ha echado nieve sobre el fuego. Y sobre todo, se ve la idea de Ibsen respecto de este apocalipsis místico hedonista53 con que sueña, en su drama más notable, que se titula Emperador Galileo.

Basta con estas ligeras indicaciones para comprender que es Ibsen hombre y artista de muy diferente índole que Daudet, y es natural que al referirse   -414-   al mismo asunto, la herencia fisiológica, en su respecto patológico, mientras el francés huye, en rigor, las dificultades del compromiso, el noruego las plantea a su modo y las resuelve sin miedo, dando un carácter plástico a la materia que en El Obstáculo no aparece ni por asomos.

Voy a comparar el cuadro y se verá gráficamente probado lo que digo. Primero recordaré el argumento de El Obstáculo y después expondré el de Los Aparecidos, deteniéndome a extractar alguna de las escenas culminantes.




- II -

Didior, marqués d'Alein, es el prometido de Magdalena de Remondy, rica heredera, menor de edad, y que tiene por tutor a M. de Castillon, magistrado. En Niza, donde se encuentran las dos familias, pues con Didior está su madre, se concierta el matrimonio.

Pero el tutor, que como el doctor Bartolo y otros muchos tutores, quiere para sí la pupila, averigua que el padre del novio ha muerto loco, y esto le sirve de pretexto para oponerse a la boda. Didior ignora la enfermedad de que murió su padre, pues su madre, la marquesa d'Alein, siempre   -415-   le ha ocultado la terrible verdad para evitar que la aprensión de heredar la locura precipite en ella acaso al hijo querido. Para conseguir que se rompan aquellas relaciones, a lo que Didior se opone con vehemencia, es necesario que la misma Magdalena, en una dolorosa entrevista, declare, mintiendo por caridad y por amor, que ya no ama a su novio.

Didior, desesperado, se vuelve furioso contra el tutor, y exclama:

«-Ya es libre, libre para todos, puede ser de quien quiera... pero de usted jamás; si usted osa levantar los ojos hasta ella...

»-Señor Marqués -interrumpe el tutor-; ya veo que está usted loco, lo mismo que su padre. Y nadie se bate con un loco».

Aquí comienza el mayor mal, el terror de la Marquesa: su hijo sabe la verdad que tan cuidadosamente le ocultó siempre; puede la aprensión, el miedo llamar la locura, que acaso se hereda indefectiblemente. ¿Qué hacer? El mayor sacrificio. Declarar a su hijo, matando el honor por salvarle a él, que su madre ha sido culpable, que el loco... no era padre suyo. Inútil recurso, Didior no cree en la deshonra de su madre; no cabe insistir en aquella noble superchería.

«-¿Tú culpable, madre? -dice Didior-. ¡Imposible! De eso no me podrá persuadir nadie».

  -416-  

Hermus, un amigo de la familia, entusiasmado con esta respuesta, declara la verdad: su madre teme que Didior, preocupado con la idea terrible de la herencia funesta, sea despreciado bajo el influjo de tal idea.

«-¡Pero si gracias a Dios -contesta el Marqués-, esa idea no la he tenido en mi vida! Por lo pronto, porque tengo la cabeza firme y los ojos en su sitio. No sé lo que es vértigo. Y además, los nuevos catecismos de la ciencia moderna yo no los acepto ciegamente; pienso como tú, mi antiguo maestro, que para luchar contra el poder nocivo de la sangre heredada, el hombre lleva una fuerza moral e interior (sic), que, si él quiere, puede emanciparle de esas leyes de la fatalidad».

Y Hermus añade:

«-¡Pues ya lo creo! Y eso es lo que nos diferencia del bruto».

Este es El Obstáculo en esqueleto; sus bellezas, que al parecer son muchas, no consisten, como se ve, en la presencia del protagonista, la locura heredada, el mal del padre repercutiendo en el hijo y espantando a la madre como espantó a la esposa.

Algunos han dicho que Daudet se proponía demostrar que no siempre se hereda la locura; pero no debió de ser tal el propósito del ilustre novelista. Entre otras razones, porque Didior, al acabarse   -417-   la comedia, es muy joven todavía, y puede ser que, cuando ya nadie se acuerde del Obstáculo, el marqués d'Alein pierda el juicio, previa o no la aprensión de perderlo. Y entonces, adiós tesis.

Otros dicen que en esta obra se defiende el idealismo contra el determinismo. Yo opino que tal idealismo hay, que está muy por encima de esta cuestión: ¿se hereda necesariamente la locura? Pudiera ser la afirmación cierta y sin embargo no padecer por ello esos grandes intereses morales que se pretende salvar quitando aprensiones a los descendientes de los locos. Pero no quiero insistir en este punto, primero, por no corresponder a mi propósito presente; y además, porque temo no explicarme bien. Desde que vi lo mal que me entendía en ciertas materias delicadas hombre tan agudo como el Sr. Balart, desconfío de mis facultades de expresión para las ideas que no sean triviales y corrientes. A otra cosa. Al drama de Enrique Ibsen.




- III -

No pretendo analizar toda la obra, trabajo que saldría, con mucho, de los límites de un artículo como el presente. Sólo pienso referirme a aquella parte de la acción y de los caracteres que ofrecen   -418-   con El Obstáculo de Daudet el contraste de lo vivo a lo pintado, de que antes hablaba.

Cinco personas figuran en Los Aparecidos. La señora Elena Alving, viuda del capitán y chambelán Alving, Oswaldo Alving, su hijo, pintor; el pastor Manders; Engstrand, carpintero, y Regina Engstrand, criada de la señora Alving. La escena representa una casa de campo a orillas de un fiord de la Noruega septentrional.

La señora Alving ha sufrido años y años bajo el poder brutal de su marido, y ha sufrido en silencio, hasta el punto de dejar creer al mundo entero, aun a sus más íntimos amigos, que el capitán Alving era una persona digna de todos los elogios que el pastor Manders piensa consagrarle en la oración inaugural de un asilo benéfico, erigido por la viuda en memoria del difunto esposo.

Es necesario advertir que en su juventud el pastor Manders estuvo enamorado de Elena, y que los instintos de una mutua inclinación sólo fueron vencidos a tiempo, a fuerza de virtud, y merced sobre todo al ascendiente moral de Manders sobre su amiga; casada esta, sacerdote él, se separaron, sin culpa alguna, y no volvieron a verse, pues los Alving se retiraron a la aldea, hasta que la administración del instituto benéfico de los Alving trajo a Manders a la presencia de Elena, ya viejos los dos.

  -419-  

Elena, después del primer año de matrimonio, huyó de su marido; pero los consejos del pastor la volvieron a su hogar y a su deber. A pesar de esto, Manders, fiel guardador de los preceptos de su moral religiosa, no está satisfecho de su amiga, y le lanza sin miedo acusaciones que le parecen fundadas, porque él ignora el misterio terrible de aquel hogar en que había un tirano loco, furioso, entregado al vicio, y una mártir. Oswaldo, alejado de la casa paterna desde muy joven, antes de tiempo ha adquirido en París costumbres que el pastor también condena, y de sus consecuencias deplorables culpa también a Elena.

«Manders.-  Usted, señora, ha estado toda su vida dominada por una invencible confianza en sí misma; siempre propicia a despreciar el yugo de toda ley. Jamás quiso soportar el yugo de una cadena. Todo cuanto en la vida le molestaba se lo ha sacudido de encima, sin pena, sin remordimiento; no quiso usted ser esposa, y huyó de su marido; no quiso usted la incomodidad de ser madre, y ha enviado a su hijo al extranjero...

»Señora Alving.-  Es verdad. He hecho todo eso.

»Manders.-  Ha sido usted culpable, lo reconoce, para con su marido, al cual consagra hoy una reparación levantando ese monumento a su memoria; culpable para con Oswaldo, su hijo, reconózcalo usted también...  (Pausa.) 

-420-

»Señora Alving.-   (Lentamente y dominándose.)  Ha dicho usted, señor pastor: y mañana hablará ante el público para honrar la memoria de mi marido. Yo no hablaré mañana; pero hoy tengo algo que comunicarle... Al juzgar mi vida de esa manera no hace usted más que unir su opinión a la opinión general.

»Manders.-  Bien, sí, ¿y qué?

»Señora Alving.-  Hoy, Manders, le debo a usted toda la verdad... Esta verdad es... que mi marido ha muerto en la disolución en que siempre había vivido.

»Manders.-  ¿Y a los extravíos de la juventud los llama usted disolución?

»Señora Alving.-   Nuestro médico se servía de esa expresión.

»Manders.-  ¿De modo que todo vuestro matrimonio, aquella común existencia de tantos años, no habrá sido más que un velo echado sobre un abismo?

»Señora Alving.-  Ni más ni menos. Para ocultar el secreto necesité una lucha a cada instante, lucha sin tregua. Después que nació Oswaldo pareció que mejoraba la situación; pero fue por poco tiempo. Doble combate desde entonces. Yo tenía que ocultar al mundo entero qué clase de hombre era el padre de mi hijo. Por fin... el chambelán, mi esposo, cometió la abominación más indigna;   -421-   trajo a esta misma casa, ahí, a esa estancia, sus liviandades; persiguió a una criada, la venció, y estos amores tuvieron consecuencias... Después... para retenerle en casa, para que no llevase fuera nuestra ignominia, tuve que hacerme camarada de sus orgías; sentarme a su mesa y beber con él, y luchar con él, cuerpo a cuerpo, para meterle en su lecho...

»Manders.-  ¿Y ha podido usted sufrir tanto?...

»Señora Alving.-  Por mi hijo. Oswaldo tenía que salir de esta casa; había cumplido siete años; empezaba a fijarse, a observar; preguntaba... no podía estar aquí. Toda la herencia del chambelán la gasté en el asilo...; no quería que Oswaldo heredase nada de su padre. Todo lo que tenga mi hijo ha de ser mío, todo...».

[...]



Oswaldo, de quien, al verle por primera vez, había dicho Manders: «Cuando le vi entrar con la pipa en la boca creí ver a su padre resucitado», persigue a Regina, la criada, allá dentro, en el comedor.

 

(Se oye el ruido de una silla que cae, y voces.)

 


La de Regina, mitad estridente, mitad ahogada.

«-Oswaldo, ¿estás loco? Suéltame. (Frase análoga a la que reveló a Elena las relaciones de su esposo y la criada.)

-422-

»La señora Alving.-    (Retrocediendo espantada.)  ¡Ah!

 

»(Fija la mirada con extravío en la puerta entreabierta. Se oye a Oswaldo toser y bromear. Después el estallido de un tapón de botella que salta.)

 

»Manders.-   (Indignado.)  Pero... ¿qué quiere decir?... ¿Qué es esto, señora Alving?...

»Señora Alving.-   (Con voz ronca.)  ¡Aparecidos!, ¡resucitados! La pareja del invernáculo que vuelve...

»Manders.-  ¿Qué dice usted? ¿Regina? ¿Será acaso?...

»Señora Alving.-  Sí. Sígame usted. Ni una palabra».



Así acaba el primer acto.

Como se ve, el terror de la madre no se funda en el miedo de que su hijo tema heredar el mal de su padre, sino en la visión dramática, gráfica, profundamente artística del mal heredado que se le revela de repente.




- IV -

Oswaldo, a quien su madre alejó del hogar por apartarle del ejemplo y del contagio de su padre, llega a ser en París artista de grandes esperanzas;   -423-   pero el vicio le llama, la vida alegre le envuelve, le va tragando como arena movediza, y él siente que se hunde y siente el horror de la fatalidad fisiológica porque se hunde. Este es un secreto. Al volver al lado de su madre, en la que piensa que existe poco amor para él, porque ha podido vivir tanto tiempo sin verle, experimenta la comezón irresistible de comunicarle sus angustias, su terror... Y después de comer y beber con exceso, que asusta a la señora Alving, su hijo acaba por revelarle el terrible misterio de su vida, por enseñarle aquella repugnante llaga de su herencia; herencia de que él no sabe nada, pero de cuyos resultados está seguro por sus propios males.

La situación, como se ve, es harto más dramática e interesante que la de El Obstáculo.

«Oswaldo.-  Escúchame tranquilamente. Lo que tengo no es una enfermedad, lo que se llama enfermedad generalmente.  (Cruzando las manos sobre la cabeza.)  ¡Madre! Tengo el espíritu así como roto. Soy hombre al agua. Ya nunca podré trabajar.  (Oculta el rostro entre las manos y cae a los pies de su madre sollozando.) 

»Señora Alving.-  Oswaldo, Mírame. No, no; lo que dices no es verdad...

»Oswaldo.-  ¡No trabajar jamás! ¡Jamás! ¡Ser como un muerto vivo! Madre, ¿comprendes este horror? ¿Puedes figurártelo?

-424-

»Señora Alving.-   ¡Desgraciado hijo mío! ¿Pero de dónde viene ese horror? ¿Cómo se ha apoderado de ti?

»Oswaldo.-  No puedo darme cuenta de ello. Jamás me he abandonado a una vida... que pueda llamarse borrascosa. No, en ningún sentido. Puedes creérmelo: soy sincero.

»Señora Alving.-  Oswaldo, no lo dudo...

»Oswaldo.-  ...Primero violentos dolores de cabeza, sobre todo en el occipucio; me parecía tener el cráneo dentro de un círculo de hierro. Me era imposible trabajar. Quise comprobarlo con un gran cuadro. Mis facultades no me obedecían; no podía concentrar la atención, fijar las imágenes; todo daba vueltas en mi derredor, era un vértigo. Por fin llamé al médico. Por él lo supe todo.

»Señora Alving.-  ¿Qué quieres decir?

»Oswaldo.-  Era una notabilidad. Me preguntó cosas que parecía que nada tenían que ver con mi estado. Acabó por decirme: hay en usted desde su nacimiento, algo así... vermoulu; sí, se sirvió de esta palabra francesa.

»La señora Alving.-   (Con atención concentrada.)  ¿Qué quiere decir eso?

»Oswaldo.-  Eso era lo que yo no comprendía. Por fin se explicó el cínico del hombre...  (Apretando los puños.)  ¡Oh!

»Señora Alving.-  ¿Qué dijo?

-425-

»Oswaldo.-  Dijo: los pecados de los padres caen sobre los hijos.

»Señora Alving.-   (Levantándose lentamente.)  ¡Los pecados de los padres!...

»Oswaldo.-   Me daban tentaciones de abofetearle...

»Señora Alving.-    (Atravesando la escena.)  Los pecados de los padres...

»Oswaldo.-  Por tus cartas le hice comprender que no había caso, que mi padre...

»Señora Alving.-  ¿Y entonces?

»Oswaldo.-  Entonces comprendió que había equivocado el camino. Y así fue como pude saber la verdad, la intolerable verdad. ¡Oh, la dichosa vida de expansión de la juventud... las campañas de la gente alegre! Debí haberme abstenido. Había ido más allá de lo que consentían mis fuerzas. ¡Todo por mi culpa!

»Señora Alving.-  No, Oswaldo, no creas eso.

»Oswaldo.-  No había otra explicación posible. ¡Perdido para siempre por mi propio aturdimiento!... ¡Si a lo menos fuese una herencia, algo contra lo que yo no pudiera luchar!...».

[...]



Oswaldo pide a su madre horrorizada, como un niño mimado, que satisfaga sus vicios: la sed, aquella ardiente, constante sed... Y después le pide   -426-   el cuerpo hermoso, seductor, fresco y robusto de Regina, la mariposa negra, la pérfida criada.

En adelante, el drama puede decirse que es esta lucha de la madre y el hijo; y la madre va cediendo, y va entregando a Oswaldo todos los medios de disolución que reclama, sin detenerse en miramientos morales... Además, la señora Alving, que sacrificó su existencia a la crápula de su esposo, que contrarió los propios instintos y tiene, como ya se ha dicho, el remordimiento del placer no gozado, de la alegría humana jamás satisfecha, quiere desquitarse en su hijo; y la acompaña como un aya del vicio en todos sus extravíos de concupiscencia doméstica. Pero el mal avanza, Oswaldo se precipita en esa especie de puerilidad nerviosa que lleva a la muerte por una trágica parodia de la infancia.

La madre le suministra el alimento de la concupiscencia como pudiera darle juguetes al niño enfermo. Son terribles verdaderamente las últimas escenas en que esta extremada situación moral y fisiológica se pinta. La simple lectura de tales pasajes da espanto, causa vértigos, aprensiones del contagio del mal. En poder de un artista capaz de representar exactamente el Oswaldo que se disuelve en el limbo de lo inconsciente54, en una estupidez graciosa, infantil, el final de Los Aparecidos será un espectáculo casi intolerable, pero de un   -427-   vigor dramático, que recordará el terror que causaban en el pueblo helénico las tragedias griegas, y el que aún producen en el pueblo persa sus dramas extraños.

¡Qué lejos, y qué por encima (en el aspecto artístico) estamos con todo esto de la tesis consoladora de Daudet y de aquella herencia que no sale a la escena siquiera!...

Regina, la salud y la corrupción han partido. Oswaldo y su madre quedan solos.

«-Madre -dice Oswaldo-, soy un enfermo. ¡No puedo pensar más que en mí mismo!

»Señora Alving.-  Bien; bien. Yo sabré tener paciencia...

»Oswaldo.-  ¡Y alegría, madre!

»Señora Alving.-  Bien, sí; lo que quieras. ¿No he conseguido alejar de ti todo lo que te sofocaba... los remordimientos?

»Oswaldo.-  ¡Ay, sí! Pero ahora, ¿quién me librará de la angustia?

»Señora Alving.-  ¿La angustia?

»Oswaldo.-  Regina lo hubiera conseguido con una sola palabra55.

»Señora Alving.-  ¿Por qué hablas de angustia y de Regina?

-428-

»Oswaldo.-  Madre, ¿va pasando la noche?

»Señora Alving.-  Va a despuntar el día. El alba colora las cumbres. ¡Tendremos buen tiempo, Oswaldo! ¡Dentro de pocos instantes verás el sol!

»Oswaldo.-   Me alegro. ¡Hay tantas cosas que pueden alegrarme y convidarme a vivir!...

»Señora Alving.-  ¡Ya lo creo!

»Oswaldo.-  Aunque no pueda trabajar...

»Señora Alving.-   Podrás trabajar, pronto podrás...

»Oswaldo.-  Y ahora, que has disipado mis aprensiones y el sol va a salir... hablemos, madre. Vas a saberlo todo.

»Señora Alving.-  ¿Qué quieres decir?

»Oswaldo.-   Madre, ¿no has dicho esta noche que nada hay en el mundo que no hicieras por mí si yo te lo rogase?

»Señora Alving.-  Sí, lo he dicho y es verdad.

»Oswaldo.-  Pues escúchame, y no me interrumpas, oigas lo que oigas. Has de saber que esta fatiga... y este estado en que la idea del trabajo se me hace insoportable... todo eso no es mi enfermedad en sí misma. Esta enfermedad que me ha tocado por herencia...  (Pone un dedo sobre la frente.)  está aquí dentro.

»Señora Alving.-   (Casi afónica.)  ¡Oswaldo!... ¡No, no!

»Oswaldo.-   No grites... No puedo soportarla...   -429-   Sí, ya lo sabes... está aquí dentro... escucha... y a lo mejor puede estallar...

»Señora Alving.-   ¡Ah, es espantoso!

»Oswaldo.-  Tranquilidad, madre. ¡Así me veo!

»Señora Alving.-   (Dando un salto.)  ¡Todo eso es falso! ¡Es imposible!

»Oswaldo.-   Ya tuve un acceso allá abajo. Pasó pronto, pero me vi perseguido por la angustia que me enloquecía... Y tan pronto como pude he corrido a tu lado. Es un horror indecible. ¡Si no se tratase más que de una enfermedad mortal ordinaria! Al fin no temo tanto la muerte que... y eso que bien quisiera vivir todo el tiempo posible...

»Señora Alving.-  ¡Oh, sí, y vivirás, Oswaldo!

»Oswaldo.-   ¡Pero hay en esto una cosa tan horrible! Volver, por decirlo así, al estado de primera infancia... Necesitar que otro me alimente... ¡Ah, no hay palabras para expresar lo que yo padezco!

»Señora Alving.-  El niño tiene a su madre para cuidarle.

»Oswaldo.-   (Dejando su sitio de un brinco.)  ¡No, jamás! Me resisto a la idea de permanecer en tal situación años y años, de envejecer y encanecer así... Y en tanto, tú podrías morir y dejarme solo.  (Se sienta en la misma silla de su madre.)  Porque el médico me ha dicho que esto no acaba necesariamente por una muerte inmediata. Pretende que   -430-   es el cerebro que se ablanda... sí, una especie de blandura en el cerebro o algo parecido.  (Sonrisa penosa.)  Me parece que la palabra suena armoniosamente... Constantemente me siento inclinado a representarme terciopelos de seda, rojos, color cereza... Algo delicado que se acaricia.

»Señora Alving.-   (Gritando.)  ¡Oswaldo!...

»Oswaldo.-    (Levantándose de un brinco y atravesando la escena.)  ¡Y me has arrebatado a Regina! ¿Por qué no está aquí? Ella sabría socorrerme...

»Señora Alving.-   (Acercándose a él.)  ¿Qué quieres decir, hijo del alma? ¿Qué socorro habrá que yo no esté dispuesta a ofrecerte?

»Oswaldo.-  Cuando recobré el sentido, después de mi acceso de allá bajo... de París... el médico me dijo que si este repetía... y repetirá... no había esperanza.

»Señora Alving.-  ¡Y tuvo valor para decirte eso!

»Oswaldo.-  Le obligué yo. Le dije que tenía que dejar algo dispuesto...  (Sonrisa maliciosa.)  Y era verdad.  (Sacando una cajita de un bolsillo interior.)  Madre, ¿ves esto?

«Señora Alving.-  ¿Qué es?

»Oswaldo.-   Polvos de morfina.

»Señora Alving.-    (Mirándole con espanto.)  ¡Oswaldo, hijo mío!

»Oswaldo.-  He conseguido reunir doce paquetes.

-431-

»Señora Alving.-   (Procurando coger la caja.)  ¡Dame esa caja, Oswaldo!

»Oswaldo.-  Todavía no, madre.  (Guarda la caja.) 

»Señora Alving.-   No sobreviviré a este golpe.

»Oswaldo.-  Se puede sobrevivir... Si tuviera a Regina aquí, la diría mi resolución y la exigiría este último servicio. Regina, estoy seguro, no me lo negaría.

»Señora Alving.-  ¡Jamás!

»Oswaldo.-   Si el acceso me hubiera dado en su presencia, y me hubiera visto aquí tendido en el suelo... más débil que un recién nacido... impotente, miserable, sin esperanza, sin salvación posible...

»Señora Alving.-  No; Regina no hubiera consentido jamás...

»Oswaldo.-  Regina no hubiera dudado mucho tiempo. ¡Tenía un corazón tan adorablemente ligero! Y además, pronto se hubiera cansado de cuidar a un enfermo como yo...

»Señora Alving.-  Entonces demos gracias a Dios, porque se ha marchado.

»Oswaldo.-  Sí, madre, y ahora... Tú eres quien tiene que ayudarme.

»Señora Alving.-   (Un grito.)  ¡Yo!

»Oswaldo.-  ¿Quién, si no tú?

»Señora Alving.-  ¡Yo! ¡Tu madre!

-432-

»Oswaldo.-   Precisamente.

»Señora Alving.-  ¿Yo, que te he dado la vida?

»Oswaldo.-  Yo no te la he pedido. ¡Y qué vida la que me has dado! No la quiero. Tómala.

»Señora Alving.-    (Huyendo hacia el vestíbulo.)  ¡Socorro, socorro!

»Oswaldo.-   (Corriendo tras ella.)  ¡No me dejes solo! ¿Adónde vas?

»Señora Alving.-  A buscar al médico. Déjame salir.

»Oswaldo.-  Ni saldrás tú, ni entrará nadie.  (Se encierra con llave en la estancia con su madre.) 

»Señora Alving.-  ¡Oswaldo, Oswaldo, hijo mío!

»Oswaldo.-  ¿Y tienes tú corazón de madre? ¿Y puedes verme sufrir esta angustia sin nombre?...

»Señora Alving.-   Toma mi mano.

»Oswaldo.-  ¿Quieres?

»Señora Alving.-  Si llega a ser necesario. Pero, no será. ¡Es imposible, imposible!

»Oswaldo.-  Esperémoslo así. Y en tanto, vivamos juntos todo lo que podamos. Gracias, madre.  (Se sienta en la butaca que la señora Alving ha acercado al sofá. Es de día. La lámpara continúa ardiendo sobre la mesa.) 

»Señora Alving.-   (Acercándose suavemente.)  ¿Te sientes ahora más calmado?

»Oswaldo.-  Sí.

»Señora Alving.-   Todo ello no era más que cosa   -433-   de la imaginación... Estás muy fatigado. Es necesario que reposes... ¡Aquí, a mi lado, junto a tu madre, hijo del alma! Todo lo que quieras, cuanto pidas, te lo daré yo; sí, lo mismo que cuando eras un rapazuelo. Ya ves; ha pasado el ataque. ¡Ah, bien lo sabía yo! Y ahora, mira, Oswaldo, ¡qué hermoso día tenemos! ¡Cómo resplandece el sol!...  (Se acerca a la mesa y apaga la lámpara. Sale el sol; en el fondo del paisaje la montaña y la llanura brillan con los rayos matutinos.) 

»Oswaldo.-   (Inmóvil en su butaca, vuelve la espalda al fondo del escenario; de repente pronuncia estas palabras:)  Madre, dame el sol.

»Señora Alving.-   (Junto a la mesa, mirándole espantada.)  ¿Qué dices?

»Oswaldo.-   (Con voz sorda.)  ¡El sol! ¡El sol!

»Señora Alving.-   (Acercándose a él.)  Oswaldo, ¿qué tienes?

 

»(Oswaldo se desploma en la butaca; todos sus músculos se aflojan; el rostro pierde ya su expresión; los ojos, apagados, miran fijos.)

 

»Señora Alving.-  ¿Qué es esto?  (Gritando.)  ¡Oswaldo!, ¿qué tienes?  (De rodillas ante él, y sacudiéndole.)  ¡Oswaldo, Oswaldo, mírame! ¿No me conoces?

»Oswaldo.-   ¡El sol! ¡El sol!

»La señora Alving.-   (Levantándose de un brinco, desesperada, las manos en la cabeza y gritando.)    -434-   ¡No puedo! ¡Jamás!... ¿Pero dónde están?  (Busca con rapidez en los bolsillos de Oswaldo.)  ¡Aquí!  (Retrocede y exclama:)  ¡No!... ¡No!... ¡Sí!... ¡No, no!  (Con las manos rígidas, entre el cabello, permanece a algunos pasos de su hijo, fijos en él los ojos espantados.) 

»Oswaldo.-    (Siempre inmóvil.)  ¡El sol! ¡El sol!



FIN







 
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