Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Ensayos y revistas: 1888-1892


Leopoldo Alas



Portada





  -[5]-  

ArribaAbajoCamús


- I -

No hay más remedio: tienen que ir muriéndose todos, y no por esto hay motivo para ser pesimista, ni vale llamarse a engaño; desde muy niños empezamos a persuadirnos de que somos mortales. ¡Ay! Sí; pero una cosa es creer en la necesidad lógica y ontológica de la muerte, a pesar de las graciosas e ingeniosísimas paradojas de esperanzas de eternidad epitelúrica del pobre Guyau, (que ya se murió también); una cosa es saber que morir tenemos, y otra cosa es ir viendo la muerte, alrededor nuestro, cómo va matándonos la parte de corazón que tenemos desparramada por el mundo, y cómo se va acercando, acercando, afinando la puntería, hasta herir en el misterioso centro en que lo sentimos todo. No hay que ser pesimista, es verdad; digámoslo dando voces para animarnos los unos a los otros, como gritan, para   -6-   entenderse entre los bramidos de la tempestad, los marineros náufragos que juntan en un solo esfuerzo el valor y la energía de todos para luchar más tiempo con la fuerza inexorable que ha de arrojarlos, a todos también, al abismo. ¡No hay que ser pesimista! No: todo es relativo. La culpa de que nos muramos no la tiene la muerte siquiera, sino la vida. Es más: si sois jinetes bastante diestros para montar a la grupa en las paradojas de Schopenhauer, consolaos con saber que la muerte, en rigor, no existe; que no hay sensación, por dolorosa y extrema que sea, que no sea todavía de la vida: la muerte no se siente. A lo que no puede llegar el ingenio del filósofo es a demostrarnos que no se siente la muerte... de los demás. Y en los demás y en lo demás nos vamos muriendo nosotros, como lo pintó muy a lo vivo el poeta Richepin en unos hermosos versos.

El mismo día que yo tuve noticia de la muerte de Rafael Calvo, se me había muerto a mí un diente. ¡Qué tenía que ver el ilustre actor con mi incisivo! Para los demás, nada; para mí, mucho: eran dos cosas de mi juventud que se iban. Calvo, el ideal romántico del teatro español, que se me iba; algo del alma de mis veinte años, de los entusiasmos de mi poeta interior: el diente... ¡figúrese el lector si un diente tiene algo que ver con la juventud!...



  -7-  
- II -

Pero los que más mueren son los padres. También esto es natural, pero también es muy triste; y por lo mismo es natural. Se nos mueren los padres de la sangre, que lo son, por consiguiente, del corazón; y se nos mueren los padres del espíritu. Cuando se ama bastante las ideas para tenerlas por un tesoro, el alma agradecida recuerda la paternidad de cada una. Morírsele a uno los padres es morírsele, por ejemplo, Víctor Hugo, morírsele García Gutiérrez, cuando se ha sentido en el cerebro algo nuevo leyendo las Odas y baladas o los Cantos del crepúsculo, o viendo El Trovador. Yo confieso que cuando muera Renan, si muere antes que yo, estaré de luto por dentro. Mi gran respeto a ciertos hombres, respeto que ya me han echado en cara, tiene sus hondas raíces en esta paternidad espiritual: para mí Giner de los Ríos es padre de algo de lo que más vale dentro de mi alma; Tolstoi, un ruso que está tan lejos y a quien no veré en mi vida, algo engendró dentro de mí también... Y, como hay padres, hay abuelos de este género: Fray Luis de León es antepasado, estoy seguro, de mis tendencias místico-artísticas; y, en cambio, leyendo a Quintana veo en él un compatriota, pero nada mío, a lo menos por la línea directa.

  -8-  

¿Que adónde va a dar todo esto? Va a dar a Camús, un muerto que también era padre de algunas cosas mías. Fue mi maestro.




- III -

Si queréis que se hable con sinceridad del dolor que causa la muerte de los hombres que merecen necrología, dejad que cada cual recuerde los vínculos que le unieron con los desaparecidos.

Para una elegía clásica o un elogio fúnebre de Academia o de cementerio, el dolor impersonal, los lugares comunes de primera o segunda clase de la Funeraria de las letras; para hablar de la pena verdadera, lo que uno siente, las memorias de las relaciones de corazón y de inteligencia que se hayan tenido con el muerto.

No escribo la biografía ni la apología de Camús. Acabo de leer, en un telegrama, que ha muerto: me llega al alma su muerte: fue mi profesor, tengo algo que recordar de su corazón, de su carácter, de su significación en nuestra cultura, y por eso escribo.

No tengo a mano ningún diccionario biográfico (ni siquiera el libro de las cien mil señas) en que sea probable que esté el nombre de Camús: era de esos literatos que hacen de veras lo que muchos dicen que se debiera hacer, sin hacerlo: despreciar   -9-   la notoriedad insípida, el aplauso de la multitud. No: no es probable que el nombre de Camús ande en diccionarios. Yo no sé dónde ni cómo nació. Es más: al llamarle Alfredo Adolfo Camús, no estoy seguro de que no debiera llamarle Adolfo Alfredo.

Con estos datos no se escribe una biografía. Pero se puede relatar el cuento de cómo vos conocí, como dice el Cervantes convencional y simpático de El loco de la guardilla al falso Lope de Vega de la misma zarzuela.

La primera noticia que tuve de Camús en este mundo, fue por una traducción de la retórica de Hugo Blair, anotada y ampliada, si no recuerdo mal, por este catedrático español, que primero explicó esta asignatura y después pasó a la Universidad.

A los pocos años le vi en su cátedra de la Central: leía, como decían los antiguos, literatura latina a los estudiantes de un curso, y a los de otro literatura griega.

Era allá por los años de 1871 a 72 (estilo de matrícula). Yo me había hecho abogado en un periquete, aprovechando lo que entonces llamábamos libertad de enseñanza, en mi pueblo, para correr a Madrid a estudiar lo que se denomina filosofía y letras. ¡Hermosa juventud! Salía yo de las tristezas nebulosas de la penserosa adolescencia, que ve más y presiente mejor que la juventud: entraba en   -10-   esa edad de renacimiento, confiada, llena de esperanzas, entusiasta; y ponía gran parte de mis amores en las letras, según esperaba que me las enseñasen en Madrid las lumbreras que yo tanto admiraba desde lejos. En el primer año me esperaban Canalejas y Camús. Canalejas representaba a mis ojos toda aquella filosofía de la belleza que yo me figuraba como un dilatadísimo espacio lleno de resplandores. ¡Cuánto había que aprender! Pero todo, todo se estudiaría. Camús representaba las letras clásicas, pero las verdaderas, no las del dómine que había tenido que improvisarse un helenismo que estaba muy lejos de su ánimo, para poder cumplir con las reformas del plan de enseñanza oficial. Mi dómine helenista (que por lo demás era un bendito), ¡cuán aborrecible había hecho para siempre el Ática, y las islas Jónicas, y la severa región de los Dorios, a muchos de mis condiscípulos que ahora son ingenieros, jueces, diputados, y, a pesar de sus dos años de griego, sólo recuerdan algunos signos del alfabeto por sus estudios de matemáticas! A mí, a pesar de haberme pronosticado que pararía con mis huesos en un presidio, por confundir el aoristo segundo con el pretérito imperfecto (que él también confundía), a mí nunca logro hacerme despreciar a Homero el buen dómine; porque yo, tomando por el atajo, me dedicaba a traducir directamente del francés   -11-   La Iliada y a comparar mi traducción con la de Hermosilla en persona. Pero, huyendo del dómine, fui a Madrid en cuanto despaché con Alfonso el Sabio y la ley Claudio Moyana, y llegué a la cátedra de Camús como un creyente a la Meca.

Camús tenía una leyenda estudiantil, como la tienen todos los profesores que se distinguen por algo. Por lo pronto, había dos Camús: el de la cátedra de literatura latina y el de la cátedra de literatura griega. El primero era el popular, porque en esta clase se mezclaban los estudiantes de Derecho, que eran cientos de diablos, con los estudiantes de Letras, que eran dos docenas de jóvenes estudiosos. Para los más, Camús era el de los chascarrillos, el de los cuentos verdes: se creía que había estudiado tantas antigüedades romanas con el exclusivo objeto de enterarse de la crónica escandalosa de los tiempos de Augusto. La verdad es que él solía decir: -Señores: a mí no me engañan ni Livia ni Augusto, porque sé todo lo que sucede en aquella casa, y crean ustedes que es un escándalo. Estoy en todos los secretos del tocador de aquellos buenos señores, etc., etc.- También se jactaba don Alfredo, y con justo título, de que él podría ser cocinero en la cocina del Emperador romano más delicado de paladar. Para los más, todas estas ingeniosas originalidades del ilustre humanista no eran más que salidas de un excéntrico,   -12-   que le habían costado muchos años de manejar libros y estudiar museos. Lo que toda esta de la cátedra de Camús significaba, era cosa mucho más profunda: significaba resolver prácticamente, en el mejor sentido, dos de las cuestiones de la pedagogía: una general, otra especial de la enseñanza clásica.

Pero ya hablaremos de esto. Y vuelvo a mis primeras impresiones de la cátedra de Camús.




- IV -

Una mañana de Octubre de 1871 entraba yo, o creía entrar, en la cátedra de literatura latina de la Universidad Central. Estaba seguro: el aula tenía el número que rezaba el cuadro de la portería; la hora aquella era: allí estaría Camús. ¡Con qué emoción abrí la puerta! Penetré a lo gato por no hacer ruido, por cumplir bien con mi papel de mísero estudiante provinciano, absolutamente insignificante; me senté en un rincón del primer banco, y busqué con los ojos abiertos a lo maravilloso la figura simpática del profesor, de la lumbrera clásica, como pensaba yo. En el sillón del catedrático estaba un joven de poco más de veinte años, moreno, de aventajada estatura, a juzgar por el busto. Hablaba con rapidez y con gesto y acento apasionados; movía mucho los brazos extendidos,   -13-   y tenía cierta expresión de misterio en la mirada, en las inclinaciones de la cabeza y en el ir y venir de las manos, que a veces tomaban movimientos de alas. Parecía un moro vestido de levita. Lo que decía, también tenía para mí algo de árabe, a lo menos por lo incomprensible: yo entendía las palabras todas o casi todas, pero se me escapaba el sentido de muchas frases, y por completo el de los raciocinios, Comprendí en seguida, sin necesidad de gran perspicacia, que ni aquel era Camús, ni aquello era literatura del Lacio. En efecto: había habido un cambio de horas entre dos clases, y la que tenía enfrente era la Metafísica krausista, explicada por el sustituto de Salmerón, el que hoy es mi queridísimo amigo y siempre maestro (desde aquel día) Urbano González Serrano.

Al día siguiente, algo más temprano, en aquel mismo sitio, en vez del joven de tipo oriental que hablaba de ideas sutilísimas con ademanes de la pasión filosófica, como sienta bien a todo pensador meridional, que lleva el corazón y el temperamento a la dialéctica y es a los filósofos lo que el Jerez a los vinos, merced a la colaboración del sol en el fermento de sus pensares; en vez del krausista extremeño, discípulo del krausista andaluz, vi detrás de la mesa del catedrático un anciano alegre y vivo en gestos y ademanes, de tipo francamente   -14-   latino, con permiso de Valera; una cabeza digna de una moneda del Imperio.

No hablaba tan de prisa ni con tanta facilidad como el joven filósofo del día anterior; pero la claridad de su discurso era transparente como el cristal: podía pintarse casi todo lo que decía; y el público numeroso de sus alumnos, tiernos bachilleres en artes que se preparaban para ser licenciados en derecho y después comerle un lado a la patria, con justo título y buena fe, aplaudía con sonoras carcajadas la gracia de los conceptos, lo pintoresco y malicioso de la expresión, y hasta la soltura, viveza y plasticidad de los ademanes. No cabía duda: aquel sí que era Camús. Pero lo que explicaba... ¿era literatura latina? A ratos, sí: a ratos, no. Esos partidarios entusiásticos de la integridad de los programas oficiales, que piden a grito pelado, desde las columnas de los periódicos más leídos, que cada catedrático explique, sin dejar una coma, todo el programa de la respectiva asignatura en los ocho meses nominales de cada curso, tendrían un gran disgusto asistiendo a la clase de Camús y viendo cómo solía empezar por el canto de los Salios y el de los hermanos Arvales...; pero no concluir por los autores latinos del Bajo Imperio, ni por los retóricos y gramáticos, ni por la patrología latina, ni por otras materias que en un buen programa, ordenado y completo,   -15-   diría cualquier pedante como natural coronamiento de un curso que empezase por el pelasgo álalo y acabase por la famosa edad del hierro del latín, según la llaman muchos, Cantú en su Historia de la literatura latina, verbigracia. Camús no podía llegar, ni con mucho, al latín de los Bárbaros, de los Avitos, Epifanios, Isidoros, Fredegarios, Teódulos y Gotescalcos; ni siquiera al de Lactancio, etc.... porque tenía que hablar de otras cosas que le parecían más interesantes, verbigracia, de las tragedias de Shakspeare1 en su relación con las Doce Tablas, del Reisebilder de Heine, de El mágico prodigioso, de Calderón, y de la scortum abominable, y de Poppea y Actea sentimentales y pudibundas en la perdición refinada. Es necesario confesar que no es así como se cumple con el ideal de la instrucción pública, según se le puede ocurrir que deba ser a un redactor de periódico callejero, que probablemente opinará que se debe suprimir el latín hasta del misal.

La cátedra de Camús se parecía al Museum de Juan Pablo, de ese Juan Pablo con quien el perspicaz, pero no siempre tolerante Hipólito Taine, ha sido tan poco justo, no queriendo pesar todo el valor de lo que el crítico francés llama sus extravagancias, las extravagancias que tanto admira el ilustre Carlyle, a quien Taine reconoce la calidad de genio... Camús, sin llegar a tales alturas, iba   -16-   camino de ellas, en un bellísimo desorden, lejos de los casilleros oficiales de hacer ciencia y literatura por horas y vista ordeñar. Yo creo que el estudiosísimo amigo de los clásicos se echaba esta cuenta: -La mayor parte de los chicos que me oyen, me oyen como quien oye llover: ellos, más inteligentes que el Gobierno, comprenden que ni Festo ni Macrobio les han de sacar de ningún atolladero cuando tengan que hablar, en estrados, del interfecto, o pedir recomendaciones para una plaza por oposición; que ni Palladio ni Sexto Africano son autoridades que se puedan invocar para falsificar unas actas de diputado con arreglo a las prácticas parlamentarias; y que si está de Dios que algún día ellos sean de la comisión de algún negocio de los gordos, o siquiera de algún proyecto de Código, no les valdrá acotar con Ammiano Marcelino, ni con Claudiano, ni con Ausonio. Al lado de estos muchachos, futuros gobernantes de la patria, hay otros pocos que tienen afición a las letras, y aptitud para su cultivo. A estos, lo que más les conviene, lo que más prisa les corre, no es que yo les repita aquí, de memoria, las noticias biográficas y bibliográficas referentes a los cientos de escritores que manejaron el latín, las cuales noticias pueden ellos leer cuando quieran en los mil y cien manuales que las contienen, lo que más prisa les corre es llenar el ánimo de la unción literaria que   -17-   es indispensable para tener buen gusto y hablar con sentido práctico de las cosas de los artistas de la palabra, de las bellezas de la poesía. Hagamos a estos chicos, ante todo, comulgar en la gran iglesia del arte universal, haciéndoles ver el parentesco de la poesía de todos los tiempos y de todos los pueblos; llenémosles el corazón y la fantasía del entusiasmo estético por todo lo que produjo la humana poesía, y sírvanos de ejemplo para la admiración, hoy la obra de un romano, mañana la de un griego, después la de un alemán o un persa; busquemos y encontremos las infinitas afinidades electivas de los genios poéticos de todos los siglos; y la asociación de ideas y el magnetismo artístico llévennos de polo a polo, saltando siglos y extensas regiones en un momento, en desorden aparente, pero siempre guiados por la lógica de la hermosura, por las relaciones sutiles y delicadas de lo grande y de lo bello, que, pese a la necedad y a la prosa humana, que no entienden de esto, se dan la mano desde lejos, y se parecen cuando no lo parecen, y están siendo lo mismo cuando a los ojos profanos se les antojan más diferentes y separados.

Por esto, o algo semejante que pensaba Camús, se hablaba de El Mercader de Venecia acabando de analizar el latín de hierro de las Doce Tablas; y de la cortesana que tenía a Ovidio desesperado a   -18-   su puerta una noche entera, se saltaba a un amor al minuto que vislumbró Heine en las alturas del Harz. La explicación de Camús se parecía un poco a la prosa y aun a los versos de Campoamor en lo de ser una verdadera sátura (satyra), en el sentido primitivo de la palabra.




- V -

Hay profesores y profesores; y lo que debe esperarse de un retórico oficial que ha dicho en unas oposiciones todo lo que sabe, y que jura por Gil y Zárate o Coll y Vehí, o por la Estética de Hegel o la del mismísimo Jungmann, no es lo mismo que lo que ha de buscarse en un verdadero literato, que lleva a una cátedra su trabajo espontáneo, original, una personalidad artística, un pensamiento que tiene señalados caracteres individuales que le distinguen de los demás pensamientos; en fin, que es una firma. En toda clase de enseñanza hay que distinguir al maestro de vocación y de facultades del que va a ganar el pan con el sudor de su lengua; pero en las disciplinas literarias es donde hay que atender más a esta distinción. Toda literatura oficial, con programa, de cátedra, lleva ya consigo ciertos inconvenientes, Si en la antipatía que a muchos escritores franceses, por ejemplo, inspiran los que por allá denominan les normaliens hay   -19-   mucho de injusticia, exageración y no pocas confusiones, también es verdad que a los críticos y poetas de escuela normal les cuesta trabajo sacudir un airecillo de matonismo catedrático en que, de cerca o de lejos, nunca falta cierto parecido con don Hermógenes. En la crítica modernísima, así francesa como italiana, y tal vez en la inglesa (en la alemana siempre hubo esto), se puede señalar, entre muchas excelencias, el defecto de un tufillo de colegio que quita a muchos muy discretos, instruidos y de gusto, la facultad de apreciar y de producir (al modo que produce la crítica) cierto género de belleza. Hasta se lleva a la poesía y a la novela el dejo escolástico, y hay muchas frialdades, como diría un traductor de Quintiliano, en la literatura de estos últimos lustros, que se deben a esto.

Ni el mismo Carducci, con ser quien es, está exento de toda tacha en este respecto. Ni las más espirituales y mundanas novelas psicológicas de P. Bourget dejan de recordarnos, de modo lejano, al estudiante.

No hay que confundir el defecto, o el tinte de defecto de que hablo, con la erudición ni con la trascendencia filosófica, ni con el gusto arqueológico. Flaubert, por ejemplo, a pesar de todas sus Salammbos con notas, no tiene pizca de normalien. Hay cierta fragancia de libertad y de airosa   -20-   espontaneidad, en los autores que no recuerdan la escuela, que en vano querrán comprender los partidarios de mezclar su sabiduría más o menos sistemática, seria y profunda, con la obra de las Gracias. Qui potest capere, capiat.

En la cátedra de Camús la literatura era lo menos catedrática posible; aun antes que esto, la enseñanza era lo menos académica posible.

Generalmente, lo que repugna en el estudio a los escolares, no es el fondo del estudio mismo, no es el saber, sino la tradicional disciplina que tiene siempre algo de superstición impuesta, que se parece, más o menos, siempre, a una cábala, a un rito misterioso, a una autoridad que se reserva todo un mundo de esoterismo y que va dando por píldoras la ciencia a los que aspiran a iniciados. El elemento administrativo, el elemento de las frivolidades plásticas (trajes académicos, borlas, discursos de apertura, colores de facultad, etc., etc.), ayuda grandemente a esta corrupción idolátrica, a este fetichismo racional; y viene a ser complemento de todo esto la ordinaria pequeñez de ingenios y corazones que van al profesorado como a una triste vendimia con el lema de «el escalafón por el escalafón», y que están como el pez en el agua vestidos de orangutanes ilustrados, orgullosos todavía de haber vencido en la lucha por la existencia y haber pasado de monos hirsutos,   -21-   colgados de los árboles, a hombres sabios, aunque todavía foncierement salvajes; como lo prueban los flecos amarillos, rojos y azules de los ridículos bonetes, la hinchazón de mucetas, al tatuaje civil de medallas, vuelillos, y demás bordaduras y cimeras. Como el pez en el agua están los tales, asimismo, con su famosa ciencia (¡oh ciencia!) consignada en un libro de texto, con fórmulas sagradas, con invariable método (¡oh método!) que va de lo fácil a lo difícil, de lo conocido a lo desconocido, etc., con sus admiraciones y vituperios tradicionales. Horroriza, por ejemplo, contemplar lo que han hecho, en poco tiempo, preceptistas y retóricos filósofos de todos los países cultos, del hermoso, profundo, espontáneo y libre movimiento, del gusto estético y de la reflexión acerca del arte, que fue obra, en estos últimos siglos, de unos pocos genios, ya artistas, ya filósofos. Dentro de la misma enseñanza procesional, en todas las naciones adelantadas, hay ya, a estas horas, una saludable tendencia de protesta contra tantos y tantos vicios tradicionales, contra las preocupaciones inveteradas que dejan al servilismo de la autoridad y de la memoria mecánica, su musa, los mayores empeños del estudio; pero en esa misma tendencia abundan las medianías que oyen campanas y no saben dónde: el pedantismo contra el pedantismo; y no pocas veces se malogra el esfuerzo de los   -22-   hombres superiores que originalmente han sentido y manifestado esa protesta, por culpa de la imitación superficial y literal de los sectarios adocenados. Sin embargo, con esta nueva aspiración se emplean algunos medios muy eficaces para el buen propósito de arrancar la ciencia a la pedantería, a la rutina y al dogmatismo escolástico: tales son, v. gr., la aplicación de la enseñanza sugestiva, de la forma socrática, en general, de la vida común y familiar de profesores y alumnos, de las expediciones, visitas a museos, monumentos, etc. Por desgracia, y por lo indicado, esta naturalidad de la educación y de la instrucción se desnaturaliza muchas veces, se hace afectada y pierde toda la gracia y degenera en mueca de hipocresía inconsciente, en amaneramiento repugnante, en convencionalismo de medianías y nulidades servilmente imitadoras de apariencias y formularios, que es lo único que comprenden2.

En la cátedra de Camús la naturalidad era verdadera, porque le salía a él del corazón, porque era él un pedagogo natural... naturalmente.

En la idea y en la intención didácticas de Camús había más profundidad de la que podía ver el distraído o el observador superficial. Para comprenderlo   -23-   bastaba fijarse en la diferencia que él establecía entre su cátedra de literatura latina y su cátedra de literatura griega, no por razón del asunto, sino por razón de los discípulos. La literatura romana creía el Gobierno que debían conocerla todos los abogados del reino, y la griega se reservaba para los que tuviesen la vocación y la abnegación de la filosofía... y las letras (asuntos inseparables, según la ley). Camús les hablaba a los juristas de multitud de asuntos que no eran precisamente historia de las comedias, poemas, églogas, epístolas y demás que se escribieran en latín. Tal vez reflexionaba que al año siguiente aquellas yemas de jurisconsultos iban a aprender la profunda definición de la jurisprudencia que les ofrece la Instituta (definición tan mal comprendida por los más de los comentaristas modernos)... divinarum atque humanarum rerum notitia...: noticia de las cosas divinas y de las humanas. Sí: Camús comprendía la profunda, intensa, jugosa relación del derecho con las humanidades, y preparaba a los adolescentes del Preparatorio, con el pretexto de una literatura que ellos no habían de aprender en ocho meses; de todas maneras, les preparaba a entender algo de las luchas de los hombres por lo tuyo y lo mío (la propiedad), por la tuya y la mía (el matrimonio), de las pasiones y las perfidias de los hombres (derechos personales, estados, contratos,   -24-   etc.). Todo esto lo iba haciendo ver, no siguiendo el texto de los Códigos yertos, de esas fuentes de derecho, secas hace tantos siglos, sino estudiando la vida, la pícara vida, en esos rastros de las bellas letras, que sólo son rastros para el literato verdadero que es, además, hombre de mundo, más o menos práctico, y, sobre todo, hombre de observación, de gusto, y para el cual las espinas de la experiencia son capítulos de quœdam dolorosa philosophia.




- VI -

Había hasta como cierto escepticismo escolástico en las conferencias de literatura latina del sabio profesor; no creía Camús que aquellos alborotadores de quince a dieciocho años, que tan sagrados derechos tenían para no estarse nunca muy quietos a su edad, necesitasen, ante todo, saber una por una las opiniones de los críticos clásicos sobre todas las obras en prosa y en verso del ingenio latino. Por lo pronto, a Camús le constaba que aquellos estudiantes de leyes... no sabían latín. ¿Para qué quiere un romancista picapleitos conocer los pormenores y todos los datos consistentes en cifras de una literatura muerta, cuya lengua ignora? ¿Por qué los Gobiernos hacen prepararse, a los legistas, con un curso de literatura latina...   -25-   sin latín? Por mortificarlos, como suelen pensar los estudiantes jóvenes y fogosos de casi todas las asignaturas. Porque esto es lo cierto: en muchas, en casi todas las carreras, se prescinde generalmente de encerrar el cuadro de las asignaturas en límites y con formas adecuadas al propio sistema de la realidad a que los respectivos estudios corresponden; y además (y esto es casi peor para el rationable obsequium que ha de tributar todo el que estudia, como hombre de conciencia, a las ciencias de su vocación) además se olvida también generalmente dar clara y razonada cuenta a los escolares, en cada carrera, porque se guía del motivo lógico cada una de las ramas de su estudio y del plan a que este obedece, y del organismo científico a que corresponde. Por todo lo cual, el estudiante que ve que los maestros se dan por satisfechos con que él trabaje y aprenda muchos libros o muchos apuntes, de memoria, de la correspondiente asignatura (que siempre es para el pedagogo vulgar que la explica la más importante), llega a adquirir la creencia de que con tantas disciplinas sólo se trata de ponerle a prueba y de hacerle purgar de antemano los desaguisados que más adelante puede cometer en el ejercicio de su licenciatura, ya matando prójimos, ya defendiendo criminales, ya enmarañando pleitos, etc., etc. El estudiante se llega a figurar los sudores científicos, que no sabe por qué   -26-   se le imponen, como una ley fatal y triste que ya simbolizaban los azotes de Sancho, indispensables para el gobierno de la ínsula. Y aunque sea mala comparación, también suele el estudiante acordarse de su suerte y de su lucha con las asignaturas impuestas, cuando ve el brioso potro que se ha de domar hundiendo los cascos en la menuda arena y fatigándose en vano por correr en tan falso terreno, como corriera libre sobre el piso duro de la dehesa. Carrera de fatiga se le figura al escolar la suya. La mayor parte de los españoles que en otras décadas tenían que cursar griego, no se formaban otra idea de la lengua del Ática, que esta: era un martirio lingüístico, complicado con varios tornillos y correas de dialectos y contracciones, muy a propósito para atormentar bachilleres.

La literatura latina que se hacía estudiar a los que buscaban la toga con muceta roja, era también asignatura de esta clase, de las de peso puramente. Camús comprendía que así lo comprendían los estudiantes. El Gobierno acabó por comprenderlo también. Hoy ya no es indispensable, según la ley, saber de las disputas de los Escipiones con Nevio, ni de las aventuras eróticas de Horacio y Ovidio, para entrar al año siguiente a estudiar el derecho romano... en español, del Sr. Laserna, o de otro cualquier Irnerio contemporáneo.

Camús, pues, con el escepticismo del plan de   -27-   estudios, no queriendo molestar a los abogados futuros de su patria ni profanar las letras clásicas, se dedicaba principalmente a enseñar algo de la vida, tal como se puede ver a través de las buenas letras clásicas, sin hipocresías ni romanticismos sacristanescos, y llevando por guía a un hombre de experiencia y de agudo ingenio, verdadero humanista en la acepción más humana de la palabra.

Pero al año siguiente, cuando los que queríamos ser filósofos... de letras llegábamos a la literatura griega (en vez de haber empezado por ella), entonces ya era otra cosa. Camús se ponía serio sin dejar de reír. Sus conferencias, sin dejar el carácter de cosmopolitismo literario, bordeaban de más cerca el asunto de la asignatura; se hablaba más de los griegos que se había hablado de los latinos. Éramos pocos; no hacíamos ruido; teníamos, o se nos suponía, más definida vocación; éramos sus amigos de letras que íbamos a buscar, desde aquellos duros pero honrados bancos, la miel del Himeto, el sol helénico, el que mató con las flechas de su arco de plata al pobre Ottfried Müller, que murió temprano porque era querido de los dioses... Y Camús se entusiasmaba; su oratoria florida, abundante y pintoresca, rayaba en elocuente; y era elocuente desde luego aquel amor a lo clásico, a lo griego, que se manifestaba en sus gestos, en el timbre de su voz, en el calor que le enrojecía el   -28-   rostro, mientras maldecía de los pícaros romancistas y elogiaba con ditirambo perpetuo a cuantos, desde el Renacimiento acá, supieron comprender y sentir de veras el quid divinum del arte helénico. La fe en Grecia de Camús se contagiaba, porque era sincera y persuasiva: no predicaba aquel hombre la importancia de su asignatura como tantos y tantos don Hermógenes, opositores a cátedras, como el de Moratín, que están enamorados de la Ilíada y del Prometeo, como lo estarían de la veterinaria si esa fuese la ciencia o el arte de su cargo.

Muy al revés de lo que suele notarse entre los pedantes españoles, ya literarios, ya científicos, Camús no afectaba desdeñar la ciencia y las letras de la Francia contemporánea, y comprendía que en París estaba el centro del moderno humanismo, aunque pudiera haber sabios más sabios en otras partes. Así, recomendaba a los estudiantes cuya vocación literaria reconocía, los libros y las revistas francesas de nuestros días en que escritores como Nisard, Boissier, Egger, Martha, Paul Albert, etc., etc., trataban, unos con más erudición, otros con más arte y sentido moderno de los antiguos, los puntos más interesantes de literatura clásica. Prefería la Literatura romana de Paul Albert a las obras didácticas españolas, que de tan desgraciada manera, con tanta pesadez y falta de original   -29-   criterio y total ausencia de gusto se atreven a profanar la delicada flor de la poesía griega, y la no menos delicada flor de estufa de la rápida edad de oro de la inspiración latina... Si hubiera muchos Camús, las dulces humanidades no correrían en España a la fatal ruina a que sc precipitan. La famosa cuestión del latín tiene para mí estas dos diferentes soluciones condicionales. Las letras clásicas explicadas por maestros como don Alfredo Adolfo Camús, a nadie le sobran: las letras clásicas explicadas por los pedantes, por el vulgo del profesorado mecánico, no sirven para nada.

Pero ¿de cuántas materias de enseñanza se podría decir algo semejante?

No bajemos a este abismo.

No hagamos por hoy más que meditar ante la tumba del sabio, cerrada apenas.

Cerrada apenas, cuando ya tenemos que llorar la huida de otro gran espíritu liberal de las letras: de don Antonio García Blanco, el maestro de hebreo.

¡Alegraos, romancistas: pronto, pronto os quedaréis solos, dueños del campo!





  -[30]-     -[31]-  

ArribaAbajoLecturas

Zola.- «La terre»



- I -

Después de leer la última página de La Tierra, de Zola, quedó mi espíritu, este pobre espíritu de que hoy no se atreven a hablar muchos, por vergüenza, dulce y tristemente impresionado. Eso que podría llamarse lo bello doloroso, fecundo fermento formado con miles de esperanzas e ilusiones disueltas, podridas, germen de una vaga aspiración humilde, en mi sentir cristiana, a lo menos cristiana según el cristianismo de la agonía sublime de la cruz; esa tristeza estética, eterno dilettantismo de las almas hondamente religiosas, era el último y más fuerte aroma que se desprendía de aquel libro, tan insultado por ese terrible término medio de la inteligencia y de la moralidad, que jamás perdonaría a la Magdalena   -32-   ni jamás dejaría la capa a la mujer de Putifar. Yo creo sinceramente que un alma buena no puede ver, en las libertades de lenguaje de Zola, la especulación del miserable que comercia con la lujuria literaria del mundo. Podrá haber en tal prurito una aberración, algo enfermiza si se quiere, una gran exageración romántica, una de esas exaltaciones nerviosas en que la ilusión nos lleva al extremo de querer vivir sub specie æternitatis, no sometidos a las condiciones accidentales de nuestro tiempo, coetáneos sólo de los espíritus nobles, agudos y fuertes; ilusión semejante a la de esos simpáticos soñadores políticos que quieren vivir bajo el imperio de un abstracto derecho natural, tan puro como aéreo, tan imposible como impalpable: lo que yo no creo que haya en Zola es un sarcasmo sangriento y lucrativo, fríamente calculado, mediante el cual demostrara el escritor que llaman, y a veces se llama, pesimista, que el mundo es efectivamente tan malo que compre por cientos de millares los libros que le escandalizan, y a cuyo autor apedrea con insultos y calumnias. Lo que debe de haber en esto es lo que acabo de indicar: el afán de escribir para todos los tiempos y para ninguno, para lectores ideales ante cuyos sentidos y potencias todo en la naturaleza sea santo, por ser todo igualmente digno, sea bueno, sea malo, parezca feo o parezca hermoso. Lo cierto es que   -33-   en los libros de Zola el instinto afrodítico es un deus ex machina, pero no una delectación voluptuosa: se parecen tanto a una tentación de lascivia como puede parecerse una clínica de enfermedades secretas. Sin embargo, en este punto nadie puede responder más que de sí propio: se han visto tales aberraciones en esta materia, que bien puede ser que algunos de esos críticos que tanto se escandalizan se hayan sentido sobrexcitados a deshora con las brutalidades de Buteau o las abominaciones de Nana; porque es evidente que en los mismos hospitales hay casos de repugnante desenfreno, y no faltan ejemplos de actos bochornosos en que fue la víctima un cadáver. De todo hay en la naturaleza y en las letras contemporáneas3...

La última impresión que me dejó La Tierra, decía, era de una tristeza que en sí misma lleva una especie de consuelo tenue, pero muy dulce a su modo; sentimiento incompatible con el recuerdo   -34-   vivo y excitante de toda sugestión pornográfica. Se comprende que la abadesa de Jouarre y su amante hablen de amor a las puertas de la muerte; pero no se comprendería que se deleitasen con obscenidades. Francisca de Rímini y Paolo, arrastrados por la buffera infernal, siguen amándose en apretado abrazo; pero no se dice que gocen con lasciva complacencia. El que vaya a buscar a La Tierra argumento para deliquios bochornosos, no digo que no pueda encontrarlos; pero el lector sereno, atento y de buenas costumbres, y con un poco de corazón y con alguna idea en el cerebro, que ingenuamente se deje llevar por el autor a la impresión final y suprema a que naturalmente conduce el libro, ese estará, al terminarlo, a cien leguas de todo pensamiento lúbrico...

En todo caso, podrá ser un defecto de Zola, extremado en La Tierra, esa excesiva desnudez, esa franqueza ultraparadisíaca; pero también hay exageración en achacar a esa debilidad tanta importancia que se llegue a hablar, como M. Brunetière, de «la bancarrota del naturalismo». Lo principal del naturalismo de M. Zola, que es del que se trata, son sus novelas, y estas gozan de perfecta salud y de no menos sano crédito; llevan consigo una virtud que las hace superiores a todos los ataques de una crítica parcial y estrecha, y a los extravíos del propio espíritu sectario: esa virtud es   -35-   el grandísimo ingenio del novelista, que sale triunfante de las asechanzas de sus enemigos y de las más temibles de sus propias aberraciones.

Hoy se escribe mucho; hoy, muchos autores notables, de gran talento, es más, hasta las medianías, toman cierto aire de eminencias, gracias al adelanto común, a esas ventajas que Hæckel llamaría filogénicas, no ontogénicas: perfecciones debidas a la selección, méritos de la masa social, méritos de esa gran casualidad, si lo es, que se llama el progreso. Y distinguirse entre tantos hombres que se distinguen, ser eminencia entre tantas eminencias, es algo más que ser el ciprés del clásico, y aún más que el cedro del Líbano: para llegar a tanto hace falta llamarse Washingtonia. Zola ha ido conquistando, si no adeptos, admiradores, no por sus teorías, sino en gran parte a pesar de sus teorías. No hay gloria mayor. Así ha sido la de Víctor Hugo: sus grandes obras han servido de hipoteca al crédito de sus doctrinas. Entre nosotros, en esta España de Quintana, no se comprendería siquiera la teoría del verso-prosa si Campoamor sólo tuviera en su favor sus luminosas paradojas y antítesis, y no sus hermosos poemas. No quiero hablar de lo que ha ido ganando el autor de La Terre en el ánimo de sus enemigos franceses y de otros países: quiero concretarme a España. Es posible que Cánovas siga aborreciéndole   -36-   o despreciándole sin leerle; pero yo sé de muchos críticos que hoy le reconocen un valor que antes le regateaban. González Serrano dice de él: «¡Es mucho hombre!», y se queda pensativo recordando muchas bellezas profundas, grandes de veras. Menéndez y Pelayo ya no le trata con tanto desdén como algún día; y aunque insiste, con razón en parte, en negarle el caudal de conocimientos necesarios para ser un innovador en arte, no creo que le niegue dotes superiores de novelista... Valera, el maestro Valera, cuyas palabras todas yo peso y mido, no quedando contento si tengo que seguir pensando como él no piensa; el insigne Valera ya lee a Zola y le ha reconocido implícitamente algo de lo mucho que vale, parte de la importancia que tiene, si bien se obstina en cierta oposición radical a sus doctrinas y procedimientos, que yo no acabo de explicarme en nuestro gran crítico artista. Para mí, esta cuestión del talento de Valera negando el paso a Zola, es como para Bossuet la cuestión de la gracia y el libre albedrío, y para mis adentros resuelvo yo mi problema como Bossuet el suyo: estoy seguro del talento, siempre presente, de Valera, y seguro del mérito excepcional de Zola como novelista y en parte como crítico o, mejor, como reformista. De todas suertes, Valera ya ve en el escritor naturalista mucho más que veía hace años... cuando no   -37-   lo había leído. Hasta Cañete, que a última hora se ha enterado de los libros de crítica de Zola, declara que, en efecto, hay allí mucho que aprender, y le cita como autoridad a cada paso. Por cierto que este Sr. Cañete, que a lo menos es leal, hace con los hombres a quienes va reconociendo mérito, a pesar de tenerlos por inmorales, lo que hizo Dios con Adán: los saca del barro. De barro hizo Dios al primer hombre, y del cieno y del lodo de sus metáforas y alegorías palustres saca el buen Cañete a Zola y sacó antes a Echegaray (para volver a zabullirle)...4 Hacen mal los críticos, y mucho peor los novelistas, que no leen al autor de Germinal (con atención y en francés, por supuesto), porque todos ellos podrían aprender mucho; por ejemplo, los unos a juzgar y los otros a dejarse juzgar, haciendo más justicia a críticos y autores respectivamente.

Lo digo con entera franqueza: para mí los franceses que no reconocen hoy en Zola un novelista superior, con mucho, a todos los demás que le ponen en parangón, cometen la misma injusticia, o, mejor diré, tienen la misma ceguera que cuantos, al hablar de oradores españoles contemporáneos, mezclan a Castelar con los demás, lo barajan con   -38-   ellos. Castelar es un orador... aparte, de otro modo que los demás grandes oradores de nuestra tierra: Zola es mucho más novelista, mucho más hombre que Daudet, Goncourt, Bourget, Maupassant, etcétera, etc.; es otra cosa.

Por casualidad leía yo, días pasados, una revista francesa del año cincuenta y tantos, y allí se hablaba de una de las primeras obras de Emilio Zola. ¡Que extraño efecto me produjo una profecía sembrada al correr de la pluma, sin que el crítico le diera importancia, tal vez a guisa de tópico encomiástico, de que el tal profeta no se acordará acaso, si vive! Zola está cumpliendo todo lo que allí se anunciaba: la garra del león asomaba ya entonces, y el crítico la había visto, o por benevolencia la había adivinado. Las cualidades que en ese artículo y otros de aquellos tiempos que he leído, referentes a otros ensayos de Zola, se descubrían en el novel escritor, siempre eran la fuerza, la originalidad, la valentía; tres ideas que de un modo u otro se juntan con la idea de creación. La fuerza, esa diosa de Spencer, ese misterio de todas las filosofías naturales, ese modo de llamar al gran impulso desconocido, tiene tan importante papel en el arte como en cosmología. Sí: los artistas a quienes llamamos fuertes son los mejores, los que crean. Zola es de esta raza: eso que llaman ya todos su fuerza, triunfa de muchas cosas: de   -39-   sus enemigos, de sus abstracciones sistemáticas, verdaderas trabas de su genio, que le han atado ya con ligaduras tan importunas como la famosa historia natural y social de una familia bajo el segundo Imperio.

A Zola, que es un soñador en el fondo, y casi podría decirse un desterrado de lo ideal, si no pareciese rebuscada la frase; a Zola, alma sincera ante todo, le sorprendió y deslumbró un tanto la luz de la verdad que arrojó sobre todos nosotros lo que se llama la ciencia moderna, con sus tendencias... digámoslas positivas, grosso modo. En Zola, al lado de esa sinceridad y amor serio a lo cierto, no había esa levadura de germanismo ni la otra de antiguo humanismo, que es acaso lo que Menéndez y Pelayo echa de menos cuando habla de la ignorancia del autor naturalista. Y, valga la verdad: estas ausencias, si por un lado le libraban de las incertidumbres y del quietismo de un Amiel, de las nebulosidades y podría decirse hipocresías inconscientes de tantos y tantos idealistas trasnochados, y le libraron, sobre todo, del pedantismo filosófico y literario, de los miedos ridículos, de los convencionales y oficialescos cánones estéticos, por otro lado precipitaron su concepción artística, haciéndole contraer excesiva solidaridad para su naturalismo con uno de los aspectos menos amplios y eficaces del llamado positivismo. Sí, hay   -40-   que confesarlo: de esto se resienten principalmente sus doctrinas y lo que de ellas, en lo fundamental, aprovecha para su obra. Pero también es verdad que, tanto en la crítica como en la poesía de Zola, el que quiera ser justo y ver claro tiene que distinguir tres elementos: el genio creador con singulares dotes, con originalidad y novedad evidentes; la doctrina propia de ese genio en sus rasgos esenciales; y, por último, la influencia de las teorías positivistas francesas en la obra y en la crítica de este escritor insigne.




- II -

No es esta ocasión, ni tengo yo ahora tiempo, para emprender estudio semejante: no hago más que apuntar lo que para él me parece necesario, lo que tal vez ensaye algún día, y lo que, sobre todo, en mi opinión, deben tener presente los que se atrevan con tamaña materia crítica.

Es preciso, por ahora, volver a La Terre y no salir más, en estas consideraciones, de lo que sugiere este libro.

La tierra de que habla el poeta es la que nos da de comer primero, y nos come después. La novela o poema, si así quieren llamarlo, comienza por la sementera y acaba en el cementerio. El hombre araña la tierra, siembra el grano, recoge   -41-   el fruto, vive de esta sustancia, repite con perpetua monotonía las mismas operaciones unos cuantos años, y al cabo la fatiga le rinde, cae en el surco, para él más hondo, como semilla que no ha de resucitar espigando sobre los campos reverdecidos. Tal vez todo eso es triste; tal vez, mirándolo bien, no lo sea; pero, de todas suertes, es así.

Pero antes del último trance hay que luchar para tener lo que llamamos el derecho de ser quien siembra y quien recoge. Además de la poesía más o menos melancólica, según se mire, de esta monótona faena del sembrar y recoger para acabar por morir y ser enterrado, hay la prosa, seguramente aburrida, del registro de la propiedad, la hipoteca, la inscripción, el título, la escritura, el tabelión y el Azzecagarbugli. ¡El mismo campo que puede ser teatro del idilio y la égloga, figura en el empolvado archivo del Registro, descrito por sus límites y cabida! Y ¡qué más!, la misma égloga clásica de Virgilio comienza inspirándose en motivos de prosa pura, cantando agradecida al que aseguró a Titiro su derecho de propiedad sobre los campos en que apacienta su ganado:


[...] deus nobis hæc otia fecit.
[...]
Hic mihi responsum primus dedit ille petenti.
«Pascite, ut ante, boves, pueri; submittite tauros».



Los que encuentran poco poéticos a los aldeanos de Zola, recuerden que este mismo Titiro,   -42-   modelo de pastores ideales, se alegra de haber sido abandonado por Galatea porque mientras fue suyo no tenía libertad... ni dinero:


[...] dum me Galatea tenebat,
Nec spes libertatis erat, nec cura peculi.
Quamvis multa meis exiret vict ma septis,
Pinguis et ingratæ premeretur cascus urbi,
Non unquam gravis ære domum mihi dextra redibat.



Dice que en vano de sus establos salían numerosas víctimas; en vano para una ingrata ciudad fabricaba los mejores quesos; siempre se volvía a casa con las manos vacías, sin un cuarto.

Estas y otras realidades se encuentran en la primera égloga del mantuano; y si leemos el que es tal vez su mejor poema, Las Geórgicas, veremos que la inspiración constante de aquella poesía tan sincera, notable y sensible es la Naturaleza útil. Pero Las Geórgicas son un poema campestre... sin hombres: no hay allí una fábula humana a la que sirva de marco o de fondo la verdura de prados y bosques. Por eso acaso es apacible, suave; por eso conforta como una meditación tranquila en las soledades de un retiro. La Terre de Zola es el campo... más el hombre...; la vermine, como él dice tantas veces. La tierra más el gusano, la tierra más la propiedad: y la propiedad es el drama de la tierra. Estos aldeanos de Zola, estos Fouan, la Grande, Buteau, parecen verdaderos autóctonos: se diría que tienen todos un aire de familia   -43-   con el mismo terruño pardo. Si en otros siglos serían siervos de la gleba por la fuerza, ahora lo son por la codicia. No basta decir la codicia: es una codicia que toma tornasoles de amor y de manía; una codicia vegetativa que acerca las almas de estos seres a la condición sedentaria de las plantas. Son lombrices de tierra; son como esos pobres sapos que confundimos con el piso fangoso y negruzco, de cuya sustancia parece que acaban de nacer cuando saltan a nuestro paso.

De amor y tierra, de lo que se hacen los hombres, de lo que Dios hizo a Adán, según la hermosa tradición asiria, hizo Zola esta novela en que, si tal vez el dolor humano calza demasiado alto coturno para realzar su valor trágico, la verdad de la pena irremediable se revela en ayes auténticos, de cuya autenticidad responde el timbre, que no cabe falsificar, de las entrañas que vibran desgarrándose.

No sabe escribir libros tristes y desconsoladores el que quiere. Muy fácilmente se logra hastiar, aburrir: es más difícil entristecer. Para que un lector de alma templada medianamente llegue a contagiarse con la melancolía del arte, hay que llegar al dolor metafísico; quiero decir que el artista ha tenido que llorar primero con esas penas hondas, de valor universal, de las que no consuela una filosofía... tal vez incompleta.

  -44-  

No es lo mismo arrancar lágrimas que despertar el dolor. A las lágrimas se llega, no sólo con el mijo de los espectadores persas, sino con otros recursos morales y retóricos. Hace sentir piedad y lástima un poeta sencillo, candoroso, superficial en sus ideas, que posea el don de reflejar desgracias contingentes de sus personajes; pero no llegará este poeta, porque no ve, pensando, los dolores grandes y no contingentes de la vida, a teñir de luto las almas reflexivas. Si Emilio Zola es uno de los grandes poetas modernos del dolor, lo debe ante todo a que primero ha sabido pensar y sentir las grandes penas generales, que son como el horizonte visible de la vida. Esto es lo que da autoridad, seriedad y profundidad a muchos de sus libros.

No es en él lo principal el naturalista, ni el pesimista, sino el filósofo de la tristeza, el Jeremías épico. El naturalista ayuda con su arte mucho a los efectos expresivos: el pesimista perjudica no poco al poeta pensador, que, así como Pitágoras filosofaba en versos de oro (suponiéndolos suyos), filosofa en elegías de prosa épica. En La Terre, las reglas primordiales del naturalismo sirven mucho para el efecto que el autor se propone, ayudan al asunto; pero el pesimismo casi sistemático, por lo menos tenaz y voluntario, trae consigo algunas exageraciones y esa falsa composición que tiene   -45-   que producir sin falta el mal geométrico de los desesperados en absoluto por vía científica, bajo la ley de un principio. Fuera de esto, es La Terre uno de los libros modernos que más fiel eco han de dejar del más hondo, serio y sentido pensar de nuestros días. Es más triste que L'Assommoir, y tanto como Germinal, porque revela y retrata la miseria en donde es más doloroso que la haya.




- III -

L'Assommoir, en efecto, pinta la epopeya del dolor ciudadano; nos habla de los horrores de miseria moral y física que producen siempre los emporios de civilización, las grandes aglomeraciones de hombres que parece que renuevan eternamente el mito de Babel, como si la acumulación de vida humana diera de sí necesariamente, a modo de ambiente eléctrico, una influencia diabólica. Aunque es ya triste eso, que muchos hombres juntos produzcamos el diablo, le queda un consuelo al misántropo en pensar que la mayor parte del mundo está desierta, y que aún, en tierra de cultura, lejos de las ciudades, los habitantes del campo viven diseminados; y parece que ha de ser más tolerable, menos nocivo, el trato humano, en pequeñas dosis y mezclado con grandes cantidades de naturaleza: como si dijéramos, que puede tolerarse   -46-   un hombre si se le encuentra rodeado de trescientos árboles. Dicho aún de otro modo, es indudable que el campo y su vida se ofrecen como una esperanza al alma que abruman las tristezas de la gran ciudad con todas sus miserias inevitables, que vienen a ser, o a parecer a lo menos, como un efecto de química moral, un precipitado de dolor y pecado que obedece a leyes invencibles. Consuela el pensar: «Bien, esto es muy triste, pero no es irremediable: queda el recurso de no juntarse tanto los hombres. La vida que L'Assommoir retrata no es forma necesaria de la sociedad. Diseminemos a los hombres: no tocándose tanto, no se devorarán tanto, ni se mancharán con tanta impureza. Babilonia, Antioquía, Roma, París, disuelven y enfrían el hogar, envenenan el amor, matan de hambre al débil; pero queda la aldea: los campesinos serán mejores, porque a menos condensación de humanidad debe de corresponder menos malicia». A esta esperanza responde La Terre con un desengaño, que no tendría gran valor ni produciría la gran tristeza que produce, si la realidad desmintiese al novelista.

¿Quién, a poco que haya vivido, no ha experimentado esta amargura de ver que en vano buscamos en nuevos parajes, en otros climas, en otras costumbres y clases de sociedad, el hombre bueno, la hermandad verdadera, la abnegación, la generosidad,   -47-   la idealidad triunfante? Hay almas buenas, grandes virtudes, muchas secretas; pero la multitud de los malos, de los espíritus mezquinos, egoístas, materializados, nos da la impresión dominante de desconsuelo y desconfianza que convierte la vida, a cierta edad, en una decepción melancólica por lo que toca a las esperanzas de la tierra. En medio de tanto progreso, ante un visible, innegable mejoramiento, debido a fuerzas anónimas e impulsos impersonales, a leyes de mecánica y fisiología social, nos sorprendemos cien veces, suspirando por dentro con esta exclamación en el alma: «Sí, pero ¡qué escaso papel representa la virtud en todo esto! ¡Qué poco caso se hace en el mundo de los que son buenos, y qué pocos lo son! ¡Cuánto grande hombre y ningún santo!».

Y libros como La Terre nos recuerdan estas positivas tristezas del mundo, que no son hijas de la hipocondría ni de un sistema de filosofía negra, sino de la observación más sincera, llana y sencilla. «La vida del campo no hace mejor al hombre: el hombre es generalmente malo por causas más hondas que las combinaciones de la forma social. Sí: es malo en París, es malo en la aldea: basta el amor avariento del terruño para corromperle: lleva consigo su codicia, y en cualquier clase de vida encontrará objeto para ella». Aquí ya no hay la esperanza que había en L'Assommoir: «Huyamos   -48-   de las Babeles». ¿Cómo se ha de huir del mundo? «El cambiar de postura sólo es cambiar de dolor», dijo Alarcón el poeta: el cambiar de sociedad sólo es cambiar de miserias.

Esta idea de que el campo no es un refugio, es de la misma clase (aunque no tan terrible) que la hipótesis de figurarnos muchos de esos astros del infinito espacio poblados por hombres... ¡por hombres que pueden ser tan poco amables como los de la tierra!

¡No encontrar la felicidad, el prisionero, en el aire libre! ¡No encontrar el bien en las lontananzas vagamente soñadas desde las mazmorras de nuestra vida ordinaria, rodeada de necios, malvados, hipócritas y egoístas!

En La Terre, este género de dolores, reales, genuinamente humanos, es el que se despierta, al modo que el arte de la novela épica de nuestros días suscita las emociones. El habitante de la hermosa naturaleza la mancilla. No es su adorno, como en los cuadros de Poussin: es su carcoma, «...la vermine sanguinaire et puante des villages deshonorant la terre». Y además de mancillar el suelo que le sustenta, profana el amor que le crea y la familia que le perpetúa en la especie. Sí: el amor y la familia, esos refugios del alma desencantada, también aparecen contaminados: la podredumbre llega a ellos; de modo que ni en el espacio ni en   -49-   el espíritu queda un asilo para la sed de bien y de virtudes.

El amor es más brutal en este libro que en otro alguno de Zola. Sus extravíos no son los del alambicamiento sensual, sino los que vuelven a la naturaleza, al instinto de la bestia, a ser fuerza ciega de procreación: este amor busca el placer con vehemente ansia de necesidad fisiológica, con escasa conciencia del placer mismo y fuerte sensación de la ley material a que obedece. Y así tenía que ser para que correspondiese esta novela al asunto que trata; y por eso la lascivia de La Terre, con ser más descarada que la de otros libros del naturalismo, es, en mi sentir, menos escandalosa y menos nociva como ejemplo y sugestión posible. En el primer capítulo de esta novela hay un símbolo del amor natural, del ayuntamiento carnal como tendencia fisiológica para la conservación de la especie: es la Coliche, la vaca que Francisca lleva al toro. Ningún crítico de los que han gritado y gesticulado contra el brutal erotismo de La Terre ha querido ver, en esta escena de la Coliche fecundada por César, el toro de M. Hourdequin, una explicación de todas las caricias torpes de aquellos aldeanos de la Beauce. La concupiscencia no cabe en la obra puramente animal: toda cópula no es escándalo de lascivia, porque, según las circunstancias, la unión de los sexos   -50-   es impureza o no lo es; y, por caminos distintos, llega hasta la consagración sacramental en el matrimonio cristiano y a la castidad de la naturaleza en los misterios amorosos de los estambres y los pistilos.




- IV -

Si ya no hay un rincón de tierra donde los pueblos no sean miseria humana, amontonada en calles y plazas o esparcida por campos y montes, habrá un refugio siquiera en ese nido de almas que se llama el hogar, la familia. Yo conozco con alguna intimidad a varios pesimistas y a varios ateos de verdad que se acogen, como a un santuario de asilo, al amor de sus padres, de su mujer, de sus hijos; en el general escepticismo5 desmayado y misantrópico que reina entre los espíritus que algo piensan y sienten (aunque tal vez no todo lo que debieran), y no son hipócritas, ni egoístas, ni aturdidos, se nota, comúnmente, un respeto incólume, como un último culto: el de los lares, cual si volviera el hombre, desengañado, a la religión primitiva de nuestras razas, que le decía: «Ama a los tuyos». Esta última tabla de salvación para el cariño la vemos zozobrar y hundirse en La Terre. La lucha por el terruño tiene por combatientes, no pueblos enemigos, como griegos y troyanos; no   -51-   familias enemigas, como Capuletos y Montescos, sino herederos contra herederos, hermanos contra hermanos, y, lo que aún es más terrible, successores contra auctores, hijos contra padres. No se trata ya del heredero que fustigó la musa latina, de aquel que deseaba y hasta facilitaba por modos indirectos la muerte del testador, pero que al fin, mientras vivía, le halagaba para conquistarle: aquí se hereda en vida, descaradamente se disputa al antecesor su derecho a conservar lo suyo, se le arranca a Fouan, el padre, lo que para él es más que la vida: la tierra. Para él, dejarle vivo sin tierra, es peor que enterrarlo en vida: se le obliga a un suicidio. Otros se matan por huir de la miseria: a Fouan se le mata todo menos lo suficiente para seguir teniendo la miseria misma a que se quiere arrojarle; pero al fin, como no se le puede arrancar el último bocado de pan para robárselo, se le sofoca y se le abrasa. Todo esto es horroroso; pero el que lea la novela de Zola no podrá decir, si algo entiende, que deja de ser artístico para convertirse en una causa célebre. Así como se engañan los que creen llegar al sublime trágico a fuerza de hecatombes, y hacen consistir el genio en no tener piedad de ningún género con los personajes que crea su fantasía, también se equivocan los que piensan que la sangre ahoga la poesía y el fuego la quema. Las grandes tragedias griegas no pierden   -52-   su grandeza artística, su clásica hermosura, por los crímenes de Egistos y Clitemenestras, Edipos y Yocastas, Orestes, Medeas, Fedras y demás asesinos e incestuosos. En esas mismas obras escogidas suelen pasar en familia las grandes catástrofes, y la raza de Fouan de Zola no aventaja en picardía y malos procedimientos a la de Layo, según testifica el mismo Racine, que por boca de Yocasta dice en Los hermanos enemigos:


En la raza de Layo, más atroces
crímenes viste ya.



Es ridículo, dígase de una vez, fundar la crítica literaria en el tanto de culpa que puede caber a los personajes; y ese argumentillo joco-serio, tantas veces empleado por el Sr. Cánovas, entre otros, y que consiste en decir: «Para esos horrores, me voy a la colección de causas célebres o a los archivos de las Audiencias», nada prueba, ni siquiera el ingenio de quien lo usa. Es claro que en los anales del crimen hay mucha materia artística; pero es como en las canteras de mármol hay templos y estatuas. El crimen no quita ni pone el arte. El Buteau de Zola es un parricida, pero no menos verosímil que Orestes, por ser un aldeano. Es demasiado violenta la acción de esta novela -se ha dicho-; hay demasiados horrores: todo eso es posible, sí; pero no se retrata de ese modo el término   -53-   medio de la vida aldeana: los aldeanos franceses, en general, no son tan malos. Este argumento tendría fuerza si se demostrara que el arte realista ha de ser un término medio estadístico, y que Zola había ofrecido en alguna parte representar en su Terre a la mayoría de los habitantes del campo.

Por de pronto, el término medio en literatura, es absurdo. Recurso matemático de más o menos discutible eficacia y valor científico, en asuntos sociológicos es una abstracción, imposible en poesía. Cualquier autor o cualquier crítico que hablen de pintar costumbres, pasiones, caracteres por términos medios, confunden el arte de Shakspeare y Cervantes con los procedimientos de Quetelet y Assiongaber. Verdad es que hay críticos, en el día, que más parecen agentes de una Sociedad de seguros sobre la vida, que amantes de las letras. Zola no pinta lo ordinario en las pasiones de los aldeanos, en el sentido de pintar lo excepcional tampoco; pues ni en el mundo, tal como por ahora es, ni con el arte, por consiguiente, cabe considerar como excepcional el crimen, a no ser que no se entienda bien del todo lo que significa excepcional. Hay que fijarse en esto: la Terre dejaría de ser lo que pretende si retratase lo excepcional; pero no, escogiendo lo extremado, tan real, y verosímil por tanto, como todos los extremos de todas   -54-   las cosas. Los polos de un objeto son tan suyos, tan naturales, como todo lo que queda en medio.

Tropmann, el famoso criminal, no es carácter artístico en manos de un fiscal vulgar, pero puede serle estudiado y pintado por un artista; y casi lo es en poder de Lombroso, v. gr., que penetra, mediante análisis fisiológico y psicológico, en el alma enferma de aquel célebre desgraciado. Buteau, en la sentencia de un juez o en la crónica de un redactor de boletines del crimen, sería carne de verdugo simplemente: en manos de Zola es todo un carácter, con todas las cualidades que la belleza exige, sea en el bien, sea en el mal.

* * *

Lástima que, por motivos ajenos a mi voluntad, no pueda yo detenerme ya a examinar particularmente los muchos méritos de este libro que, a pesar de ciertas crudezas y notas exageradas, es uno de los más seriamente importantes del insigne novelista francés.

Variando, o, mejor, dejando sin cumplir mi propósito, habré de terminar este artículo sin completar la materia (después de hablar de la impresión general que La Terre me produjo) con el examen de sus caracteres, de sus magníficas escenas   -55-   y descripciones. Fouan, su mujer, todos sus hijos, no son personajes que se olvidan tan pronto. Confesando que este trabajo queda incompleto, lo termino por causa de fuerza mayor, pero sin renunciar a la idea de venir como a reanudarlo en cualquiera otra ocasión que se presente de tratar de las últimas obras del gran creador de los Rougon-Macquart, para mí el ingenio más poderoso de cuantos hoy tiene vivos la literatura.





  -[56]-     -[57]-  

ArribaAbajoZola y su última novela

L'Argent



- I -

Zola es ya uno de los pocos autores vivos que podemos llamar cosmopolitas, y en cualquier país civilizado la publicación de una novela suya es un acontecimiento literario nacional, si se tiene en cuenta que en la vida intelectual de un pueblo no hay que atender sólo al que produce, sino al que consume también; no sólo a los autores, sitio al público. A estas horas L'Argent, de Zola, traducido en español y puesto a la venta el mismo día que en París, comparte la atención del público de las novelas, que en España va creciendo,   -58-   con las obras recientes de Galdós, Pereda, Palacio, Coloma; y así, si el hablar de estos novelistas es acto de crítica nacional, por el doble respecto del escritor y del lector, hablar de Zola lo es también por lo que al público toca.

Sí: cada libro nuevo de Zola es un acontecimiento notable en Europa primero, y a poco en América; en vano la crítica italiana suele mostrar mal fingido desdén al autor del Assommoir; en vano en Inglaterra se le recibe con cierta pedantesca superioridad que, como vanidad, no es tan fingida; en vano en Alemania se le persigue materialmente por la crítica de Estado, que corre parejas, en competencia, con el socialismo imperial, también de Estado; en todos esos países Zola es leído, comentado y sus obras van pesando más y más cada día en la opinión latente, y su personalidad sugiere estudios detenidos a los críticos más imparciales y profundos, como, verbigracia, Jorge Brandes, el escandinavo germanizado, que ha consagrado a Zola uno de los estudios que más fama han dado al ilustre crítico.

Zola ha dejado con sus obras positivas, con sus novelas, muy a la zaga su naturalismo doctrinal, que él no tuvo tiempo, o gusto o vocación, o todo junto, de desenvolver, ampliándolo, mejorándolo. En la crítica de Zola hay mucha más novedad de la que parece; jamás los Goncourt, ni en la novela   -59-   ni en la crítica, han visto ni realizado todo lo que el naturalismo de Zola significa: por eso, decir que Goncourt es el verdadero fundador, como dicen, por ejemplo, Wolff y la señora Pardo Bazán, es sentar una verdad incompleta. Lo que hay es que a la doctrina de Zola, a lo menos considerada personalmente, como obra suya, le han causado graves perjuicios, defectos y circunstancias que, por una parte han malogrado hasta cierto punto la tendencia naturalista, y por otra han influido en el juicio de los críticos más discretos, impidiéndoles ver toda la fecundidad virtual de la idea de Zola. Tuvo este siempre la grave deficiencia de su cultura, que le echaba en cara un crítico francés implacable, cuando descubrió, con regocijo, que Zola no sabía quién era Niebuhr. También habla de esta poca erudición del autor de Germinal nuestro Menéndez y Pelayo, pero con mejores modos. Es verdad, como indica este último, que el Pontífice de Medan ha descubierto muchos Mediterráneos; que su falta de estudios clásicos y de filosofía estética le ha hecho dar por nuevas y por suyas muchas doctrinas adquiridas para el acervo común de la ciencia de muy atrás, sin duda: pero, en rigor, esto no prueba gran cosa contra el valor intrínseco de la crítica de Zola; que no es un erudito, ya se sabe, lo reconoce él mismo; pero su sinceridad y su talento se comprueban con esas   -60-   mismas ideas que él, para sí, ha descubierto y que otros habían visto antes; esas ideas él las encontró en su reflexión mezcladas con otras que son la verdadera novedad de su crítica; y se le puede acusar de ignorante en la historia de la ciencia y de las letras, pero nada más. No es él el único que en crítica literaria y en filosofía, en general, se pone a pensar aisladamente; otros han prescindido también de la solidaridad histórica, de la ayuda de la tradición del pensamiento, ya por ignorancia también, ya por sistema; y el resultado ha solido ser análogo, aun en los más originales e inspirados, a saber: junto a novedades verdaderas cosas muy conocidas. Para mí, el peor resultado de la, relativamente, escasa cultura científica y literaria de Zola no está en esas repeticiones o pleonasmos, sino en que le cierra el horizonte y le hace exclusivista. Ya como artista, como productor, tiene la fatal tendencia de casi todos los de su profesión al sistema subjetivo, abstracto, a la negación precipitada; a mí una de las cosas que más me disgustan en Zola es... no haberle visto nunca un poco inconsecuente (en teoría). Desconfío algo, en general, de los que sosteniendo un partido, en ideas, en sentimientos, nunca han tenido la nostalgia del campo contrario. En Zola hay esta cerrazón del espíritu, no cabe negarlo: esto le da fuerza, color y calor de sinceridad, pero le empequeñece un tanto.   -61-   Y en gran parte se debe a que ha estudiado, relativamente, poco. Poco y tarde. De este exclusivismo, causado por esa falta de grandes y largos estudios, nace el mayor defecto de la crítica de Zola; su positivismo artístico, su idea falsa, radicalmente falsa, de la ciencia; Zola, tan grande en otras cosas, no es en esta cuestión, fundamental desde cierto punto de vista, más que un sectario del positivismo de segunda mano de los experimentalistas de los estudios fisiológicos. Ni siquiera ha tomado por maestro, por guía, ya que lo necesitaba, a un Taine, cuyo positivismo apenas puede llamarse así, si se atiende especialmente a su concepto de la abstracción en su estudio acerca de Stuart Mill. Zola se ha acogido a Claudio Bernard, el gran fisiólogo, según dicen, pero como filósofo, como lógico... un profano. Sí, es preciso confesarlo; Zola, que había de sacar tantas verdades de aplicación artística de sus meditaciones, de sus lecturas del arte moderno, se condenó a una especie de raquitismo filosófico desde el principio por la precipitación, propia de su carácter, de admitir como ciencia absoluta, como verdad incontrovertible en materia de método científico, el análisis parcial, deficiente, según lo entendía Claudio Bernard; el cual, para su objeto, no necesitaba verdaderamente otra cosa. Pero ¡extraño fenómeno!, a partir de una teoría falsa, en cuanto deficiente y exclusiva   -62-   por tomar el análisis por toda la ciencia y un análisis especial por todo el análisis, Zola llegó, sin embargo, en lo que al arte importa, a una doctrina fecunda en buenos resultados, siendo rectamente entendida; la de la observación y experimentación artísticas como procedimientos del novelista. A mi juicio, esta doctrina sólo tiene de mala lo que tiene de exclusiva; pues no sigo a los que piensan que en el arte literario no cabe la experimentación. Yo creo que sí cabe, como cabe también en las ciencias morales, sin perjuicio de la libertad humana, o de lo que como tal se nos presenta. Lo que hay es que la experimentación artística es diferente de la científica, por razón de la naturaleza de su objeto.

De todas suertes, Zola, al limitarse y negar otros modos de vida al arte contemporáneo, se paró, dejó de ver verdad nueva, y de aquí que hayan venido a debilitar y oscurecer en cierta manera su teoría crítica las circunstancias del arte, muy particularmente en el pueblo en que vive. Lo que Zola no ha querido ver, lo han visto otros; la tolerancia a que él se negó, otros la han sabido hacer fecunda; y no cabe negar que la crítica francesa, sobre todo en los representantes jóvenes, ha dado en algún sentido pasos que dejan atrás al naturalismo, tal como Zola lo explica en su obra crítica. Así como también, según antes indicaba, la   -63-   novela, la obra artística de Zola está ya muy por encima de sus teorías, en cuanto son un exclusivismo. Es un filosofo más profundo, más humano Zola en sus novelas que en sus estudios de la novela, del naturalismo, etc., etc.

Pero si declaro todo esto, también digo que se equivoca a mi juicio quien como hace Ch. Morice, el autor de La litterature de tout a l'heure; entiende que ya es una fórmula agotada la naturalista, ni aun en su derivación francesa según Zola. No, del naturalismo, aun a lo Zola, hay que sacar todavía mucho provecho, mucha higiene intelectual y particularmente literaria. Es hasta ridículo hablar de Zola como de algo anticuado, como de algo que ya nada puede decir fresco, original, sugestivo a las generaciones nuevas del arte y de la filosofía. Zola es absolutamente contemporáneo, no es de esos muertos que se creen vivos; es un vivo de los más fuertes, y su novela ni cansa, ni se repite en lo principal, ni revela decadencia, ni verdadero amaneramiento. Ahora, otra cosa es negarse a reconocer otras formas; otros propósitos, otros ideales que viven junto a Zola, sin deberle nada y con esplendor que el suyo no deslumbra. La tendencia neo-psicológica, sin derrotar a Zola, ni mucho menos, divide con él y con otros, la actividad literaria; y se puede, sin contradicción, seguir admirando al poeta, y en   -64-   cierto modo hasta apóstol del naturalismo francés, sin cerrar el pensamiento ni el corazón a otras corrientes en cierto modo más nuevas, que suponen más ciencia, más profunda psicología y un criterio mucho más abierto y mucho más rico, por consiguiente, en influencias recibidas y transmitidas.

Dicho esto, y explicado, con las distinciones debidas, en qué sentido decía más arriba que la novela de Zola hoy deja muy atrás su obra crítica vamos a ver a este insigne autor en su último libro artístico, que si en ciertos respectos, no es más que un nuevo eslabón de esa cadena homogénea, en varias relaciones ofrece novedades.




- II -

A mi entender, eran más realistas (en el sentido más favorable para el arte) las novelas de Zola en que no se podía decir con una sola palabra o con muy pocas el asunto total del libro. Mientras la humanidad sea el objeto de la novela, lo mejor será que el asunto tenga su unidad y su armonía en la vida humana; como tal, en sus personalidades ya individuales, ya sociales. Este hombre, esa familia, aquel pueblo, son asuntos de novela más humanos, más semejantes al asunto de la vida real del hombre, que tal o cual hombre que resume o   -65-   simboliza, con mayor o menor abstracción, pero siempre con abstracción, alguna fuerza social, un vicio, una tendencia, una institución. Cuando son los seres humanos por sí materia de la novela, no cabe explicar en dos palabras o en una el asunto, porque este siempre tiene que ser complejo: en él se encontrará la vida en todas sus formas, o en muchas por lo menos; el artista no tenderá, por razón del argumento, a la abstracción y selección artificial que son contrarias, en el arte, al genuino realismo. En La Fortune des Rougon el asunto no es la codicia de Felicidad, por ejemplo, porque ni Felicidad es sólo codiciosa, ni el carácter de esta mujer es lo que da unidad a la obra. En La Curée, a pesar de que ya asoma la abstracción del propósito, todavía no hay en calidad de protagonistas un concepto, sino una persona o una familia. La Conquête de Plassans (que no es bastante apreciada; que merecía, como dijo bien Flaubert, ser más conocida y estudiada), tiene por asunto todo un modo complejo de la vida humana, en tales caracteres, en tales clases sociales, en tal clase de pueblo. La misma Faute de l'abbé Mouret, con ser un símbolo, tiene un interés directamente personal...; y por no citar todas las novelas de nuestro autor, diré que desde Pot-Bouille empieza a acentuarse en él la tendencia, el propósito sociológico abstracto, el cual da a su poesía épica un carácter casi didáctico,   -66-   que en algún concepto la eleva a gran altura; pero no en el puramente artístico de producir novela realista, propiamente tal. La tendencia de que hablo continúa en Au bonheur des Dames, desaparece en La Joie de vivre (una de las mejores novelas de Zola a mi entender) y vuelve con mayor fuerza para no eclipsarse más en Germinal; L'Œuvre y Le Rêve son casos atenuados del mismo prurito y La Terre, Le Bête humaine y L'Argent los ejemplares más acabados de esa abstracción artística, que tiene sus grandezas, pero también sus defectos.

Yo voy a estudiar brevemente lo bueno y lo malo de estas novelas de concepto, refiriéndome solo a un ejemplo, el actual: El dinero.




- III -

No cabe duda que en sus últimas novelas, con excepción de Le Rêve, preocupan a Zola ciertos propósitos de sociología artística, que a los ojos de los lectores inteligentes, ilustrados, pero no artistas, ni siquiera amantes del arte ante todo, dan superior importancia a estas novelas de asunto abstracto, en comparación de otras anteriores, como La joie de vivre, cuyo asunto, ciertamente, no podía caber con holgura en el título de un capítulo   -67-   de tratado más o menos científico de sociología.

En cambio, el verdadero naturalismo, el que atañe a la composición de la acción, como imitada de las formas probables de la vida, se respeta menos en esta clase de obras que, si no son de tesis, tienen algunos de los inconvenientes que a las de tesis perjudican.

Tal vez uno de los graves obstáculos con que el simbolismo, que por lo visto insiste en querer vivir, ha de tropezar en sus progresos, cuando se manifieste en forma de novela, o algo semejante, consista en esa transposición del interés humano inmediato de la fábula, que se supedita al valor oculto de lo representado. Ya en los ensayos, algunos verdaderamente dignos de atención, de la moderna tendencia (no quieren ellos que se llame escuela), he podido observar efectos de ese inconveniente.

No sólo es la oscuridad lo que dificulta la propagación de esa nueva literatura; es la falta de interés inmediato. Tal vez grandes talentos se esterilizan prescindiendo de sus facultades para el arte épico, propia y clásicamente tal, por el prurito de la segunda vista. En algunas obras de Rosny; en una muy corta, pero muy delicada de Ernst (L'heure); en el proyecto con que termina el conocido estudio de Morice Le litterature de tout à l'heure; en   -68-   el extraño libro de Paul Adam En decor, y en otras varias pruebas del simbolismo en prosa, he notado, junto a cualidades literarias a veces de primer orden, pobreza de inspiración imitativa, falta de interés real, y otras condiciones que serán eternamente indispensables para que la literatura ofrezca obras maestras.

Y eso, es que se olvida aquel elemento esencial de las artes imitativas que el naturalismo ha venido, no a inventar, sino a fortalecer y razonar; y bien puede decirse que en este respecto no hay simbolismos: sí invenciones peregrinas que destruyan el resultado naturalista.

Sea influencia del ambiente espiritual, o lo que sea, Zola mismo olvida un poco, en lo esencial, esa biología artística, que es la principal ley del naturalismo en la composición; y en estas obras de trascendencia sociológica, se aparta, en cierto modo, de la sana tradición de Balzac y de Flaubert. Así como los Goncourt se separaron desde el principio de ese camino real, por el prurito del dilettantismo, de la sensación refinada y aislada, y además, valga la verdad, por natural limitación de su idea y de su ingenio; así ahora Zola, cediendo a la influencia, ya perniciosa para él de antiguo, de la llamada ciencia positivista, entrometida en asuntos de arte, deriva, sin pensarlo, hacia un idealismo, a veces hasta simbolismo, que hace aumentar   -69-   el número de las ediciones de sus libros, que les da celebridad pasajera entre los que no leen novelas si no tratan asuntos de la filogenia, que diría Haeckel, pero que debilita en tales obras al valor realmente artístico, y literario particularmente, al robarles gran parte de su belleza imitativa.

L'Argent es acaso la obra de Zola más abstracta en el sentido indicado. El asunto es un agente de la vida social, y de la vida social en cierto grado de cultura y de civilización compleja; un agente convencional, en su forma actual por lo menos. Pero hay más: Zola ni siquiera estudia El dinero en todo lo que el concepto abarca, ni mucho menos comprendiendo la variedad de su influencia, según las esferas de la vida económica; se concreta la novela al dinero que va a los Bancos y que va a la Bolsa. En rigor, no es el dinero, si no la especulación, el juego, el asunto de este libro. La idea general del dinero abarca muchos más dramas, muchos más escenarios que la novela de Zola.

Este afán nuevo de hacer novelas de entidades, no de organismos, obliga al autor a ir estudiando por capítulos, o, mejor, por cursos, la complicada sociología de un pueblo moderno. Reúne, es verdad, en seis meses, en un año, merced a una febril actividad, multitud de datos, y consigue Zola   -70-   esa fuerza de reportaje, que es la que le reconoce, amén de la pornográfica, el sañudo Brunetière; pero... a esta observación precipitada, unilateral, las más veces, azarosa no pocas, le falta la pátina de la reflexión y del hábito que sólo da de sí el tiempo. Se pueden hacer buenas novelas (siendo un buen novelista, por supuesto) con estas informaciones de temporada, de una vez, de un curso, de turista...; pero la observación será más honda, más propia para el arte, cuando sea antigua, repetida, de vocación particular en ambiente consuetudinario. ¡Oh! ¡Como pintó a Plassans, como pintó a París, como pintó ciertos caracteres, ciertas pasiones, no pinta ni pintará Zola ni la guerra, ni la bolsa, ni los ferrocarriles, ni los bazares, ni las minas, ni el terruño!, pese a los grandes méritos técnicos de ciertas descripciones.




- IV -

Respecto del dinero, hay que recordar que hace poco más de un año Zola se declaraba un grandísimo ignorante en materia de cataláctica plutónica, como diría quien yo me sé. «Yo no tengo más banquero que mi mujer -decía Zola a un periodista-; todo cuanto gano lo va ella guardando, y de nuestra gaveta pasa a manos de los que me venden lo que necesito para mis caprichos, que   -71-   ahora son los tapices y las telas caras históricas. No sé una palabra del arte de sacarle dinero al dinero». Estas o parecidas palabras pronunciaba Zola, y me recuerdan, por cierto, las de otro gran artista, este español, que ocupando un altísimo puesto, le decía al ministro de Hacienda: «A mí números, no me los enseñe usted; explíqueme usted todo eso con palabras que no signifiquen cifras».

Hay cosas que no se aprenden nunca; hay antipatías intelectuales, si cabe unir ambas palabras, como las hay de sentimientos, sensaciones, etc.; y es lo más probable que a pesar de todos sus estudios de este último curso, Zola no haya podido enterarse de veras de los misterios de la vida bursátil que, según él declara varias veces en L'Argent, «con tanta dificultad entran en la cabeza de un francés». Los grandes negocios que constituyen la trama de esta novela, los ve casi siempre el lector por el forro; sí, a pesar del gran aparato de detalles, de las gráficas descripciones de la Bolsa, oficinas, operaciones concernientes al mercado... nos queda la duda de que Zola mismo haya entendido el fondo técnico de los grandes manejos del crédito en que anda metido su protagonista, Saccard.

No apunto esta duda en son de censura por lo que toca al valor de la novela como documento de   -72-   verdad artística, no; para el efecto realmente artístico y humano de la acción, basta con que Zola vea tan maravillosamente lo que ve, los resultados sociales, los agentes psicológicos y el elemento plástico del escenario de su drama; pero va mi observación a la idea que venía desenvolviendo, a la influencia final de este reporterismo precario, que los grandes novelistas no deben estimar en más de lo que vale, y al cual no deben fiar la principal defensa de sus obras.

En L'Argent, Zola ha reunido infinidad de datos; la crítica, que otras veces suele echársele encima, demostrándole errores técnicos de mayor o menor calibre, esta vez le ha presentado poca oposición en este capítulo de los detalles (acaso porque los críticos no son mejores bolsistas que Zola); y a pesar de todo eso, el lector vislumbra que el autor de L'Argent no ha profundizado el elemento económico de la vida moderna que estudia esta vez, y lo juzga más por sus resultados que en el tejido de sus complicados hilos, para el profano indiscernibles.

En algunos episodios, este recelo del lector, siquiera sea tan profano como yo en materias bursátiles, se convierte en vehemente sospecha, como sucede cuando Zola explica la catástrofe de la Bolsa después de Sadowa. El telegrama de Rougon, la ignorancia de todos, menos Saccard y los   -73-   suyos, me parecen de explicación difícil, un recurso pobre, ligeramente estudiado.

Tal vez obedece a no haber visto el autor el fondo de su asunto muy claramente, cierta lenidad en su pesimismo fenomenal, que ya ha sido notada por varios críticos. Digo el pesimismo fenomenal, que es el que importa en un artista, y el que da fuerza pesimista a las obras literarias cuando son realistas. Así como las tristezas del mundo no nacen de las lamentaciones ni de las filosofías desesperadas, si no de la realidad misma, así en el arte realista, cuando es pesimista, el pesimismo que produce efecto es el fenomenal, que en rigor no es pesimismo, si no el mal registrado, laceria vista, dolor confirmado. Por lo cual la lenidad pesimista de esta obra no nace de las exclamaciones del autor en que asoman esperanzas, ni siquiera de las palingenesias de alegría del carácter de Carolina, que es todo lo contrario de un budista; nace esa lenidad de no ser intenso el estudio del mal; se origina de cierta inseguridad del autor. El dinero, ¿es bueno o malo? Segismundo dice que malo; Saccard que bueno; el autor no ve clara la cuestión. Es más: los crímenes de Saccard más bien proceden de su carácter que de las condiciones fatales de la concurrencia del agio.

Zola, que conoce muy bien su meridional exaltado, loco, de genio, figura compleja y, sin embargo,   -74-   de unidad hermosa, fuerte y viva, en él, en Saccard concentra los fenómenos de la institución social que estudia, y viene a resultar que la novela, más que la del dinero, y aun del dinero en la Bolsa, en la especulación, en el crédito, etc., etc., es la novela de un aventurero de millones, del crédito y del juego. En La Terre, en Germinal, el interés y la acción estaban repartidos entre muchos personajes que representaban distintos pero capitales aspectos del asunto; en L'Argent todas las demás figuras relacionadas con el dinero son secundarias, ejemplos que sirven para hacer resaltar los efectos de las hazañas locas del protagonista, Carolina, figura interesante, estudio de verdadero psicólogo artista, no está en la novela por el dinero, está por Saccard, y el lector llega, como Carolina, a ver en L'Universelle, no el monstruo del crédito y del juego, sino el reflejo del alma de su director.

Opino que si Zola hubiera entrado en las entrañas de la fiera, hubiera pintado, no una desgracia, sino más catástrofes, más tristezas, más miserias humanas, y hubiéramos tenido el efecto de Germinal, que también termina por palabras que son para unos amenazas, para otros esperanzas, esperanzas para la justicia, y, sin embargo, nos deja la impresión total de la común laceria, de la irremediable miseria de todo; no porque el autor lo diga,   -75-   sino porque lo dicen las cosas, tal como las pinta.

El Oriente, que a cada página aparece por referencias, es un oriente de oídas y de mapa; y no podía ser de otra manera, siendo enemigo Zola de echarse a imaginar, a lo menos a sabiendas. Él no ha estado en Oriente, y no ha querido fiarse de testimonio ajeno, aunque fuera artístico; así los recuerdos del ingeniero Hamelin y los de su hermana nada añaden a lo que dicen los planos que tienen colgados en su despacho de París. El catolicismo de Hamelin, todo su carácter y todos sus trabajos en Roma, en Constantinopla, en Palestina, en el Tauro, etc., etc., son también para Zola naturaleza muerta; y si el modo de tratar tales asuntos demuestra la probidad del naturalista, también es cierto que debilita gran parte del efecto.

El amor, que en casi todas las novelas anteriores de nuestro autor es principal elemento, siquiera sea el amor sensual y las más veces brutal, instinto de la especie, en L'Argent es un incidente que se repite con la monotonía de toda necesidad orgánica, Hasta las relaciones de Saccard y de Carolina, que podían ser puras, por su misma frialdad, son, en lo que tienen de sexuales, cosa de la carne, episodios lujuriosos, caprichos instintivos a que se da poca importancia. Carolina, es verdad, llega hasta sentir celos...; pero también los olvida. Ama a Saccard filosóficamente... y se entrega a él   -76-   por hábito animal, de que llega a no hacer caso, por no sentirlo ni siquiera como remordimiento. El interés real y grande que hay en las relaciones de la animosa Carolina y su amante, está en algo que no se refiere al amor.

Quedan, ciertamente, las aventuras de la baronesa Sandorff; pero en estas el amor es tan secundario como indecoroso. Por desgracia, con motivo de las frialdades eróticas de esta cortesana de la Bolsa, llega Zola a extremos de desnudez a que no había llegado nunca. Como nota bien un revistero italiano (que en todo lo demás la yerra), ciertos desmanes de la Sandorff y cierta irregularidad legendaria de Sabatini, convierten L'Argent en un libro que no deben leer las mujeres honradas, sean o no sean doncellas. Por si estoy a tiempo, lo advierto a las señoras que, con achaque de literaturas, se exponen a ver sin comprender (grave inconveniente para críticos) o a comprender horrores.- ¿Qué se ha de decir de esta debilidad de Zola? Lo único que en su favor cabe apuntar es que deben calumniarle los que, como Brunetière, atribuyen este prurito lamentable del gran novelista a fines bastardos.



  -77-  
- V -

Y basta ya de reparos. Por lo demás, L'Argent es admirable; está allí el Zola de siempre, con sus grandezas de pintor colosal, con sus efluvios de poesía sentimental reconcentrada, casi mística, con su serenidad plástica, con su maestría en los efectos, con su sobriedad y verdad en los diálogos.- Carolina y Saccard son, como trabajo de psicología literaria, de lo mejor que Zola ha pensado y expresado. Cierto es que a Saccard le pasa algo de lo que se nota en el Tartarin de Daudet, que no es el mismo en África y en los Alpes; el Saccard de La Curèe era mucho menos hombre que el del Dinero. Este personaje es un malvado que se hace querer; un caso, a su manera grande y bello, de hiperestesia cerebral: ¿se le ha de querer a pesar de todo? Esta duda de Carolina la tiene Zola, y acaba el lector por tenerla. Si hay algo naturalista en un estudio de carácter, es esta mezcla de bien y mal, muy difícil de lograr por el peligro de engendrar monstruos imposibles.

Carolina, tipo un tanto simbólico en medio de su naturalidad, es acaso la mujer más amable, más   -78-   hondamente femenina (pese a sus olvidos) que ha pintado Zola de mucho tiempo a esta parte. Su teoría sentimental de la renovación de la alegría, de los cielos de esperanza, es bellísima, tiene cierta novedad y señala un aspecto nuevo en el fondo de la idea del autor.

El banquero judío, el rey del oro, Gundermann, que yo creo que debe de ser en cierto modo recuerdo de un célebre personaje, nos presenta, aunque es secundario en la acción, rasgos de admirable maestría. La descripción de su casa, de sus costumbres, de su carácter, son páginas clásicas desde luego; pregonan con elocuencia suma adónde llega la eficacia del arte realista en poder de un gran escritor, de un gran poeta épico, en prosa. Las dos escenas en que se pinta a la familia Mazoud, primero en su felicidad doméstica, después en el horror de la catástrofe, son de un patético sano, sencillo, vigoroso, sobre todo la última.

Para concluir: de todas las novelas de Zola se podrían hacer grandes cuadros, por la fuerza plástica, por la precisión y expresión de las líneas. En L'Argent, por ejemplo, Saccard, arrimado a su columna de la Bolsa en el día de la victoria y en el día de la derrota, merece sendas obras maestras de un Meissonier: acaso mejor (cuando L'Universelle se derrumba y él no se dobla) merece una estatua.

  -79-  

De bronce se la consagra Zola, pese a Brunetière, que encuentra al poeta naturalista «más vulgar que poderoso». ¿Qué le habrá hecho Zola al crítico de la Revista de Ambos Mundos?- ¿Se parecerá, acaso, a cualquier amigo suyo, profesor de provincia un tiempo, después escritor atildado, aquel director de La Esperanza que tan feos vicios alimenta?- Si Brunetière fuera español, yo me inclinaría a creerlo.





Indice Siguiente