Muchas veces se ha repetido en estos últimos años, dentro y fuera de España, que la época
presente no es época de poesía. Nada, sin embargo, más distante de la verdad. La indiferencia
con que gran parte del público suele hoy acoger los versos que salen a luz reunidos en
colección, no es suficiente motivo para estimar exacta semejante especie. Esa indiferencia,
lamentable siempre como signo de poco apego a los puros y tranquilos goces del alma, es
entre nosotros resultado inmediato del afán con que se ha procurado impulsar la juventud al
camino de la ambición y de las luchas políticas; pero no quiere decir que este momentáneo
eclipse indique la nulidad o acabamiento de la inspiración poética. Las voces que de cuando
en cuando resuenan entre el confuso clamoreo de las pasiones que engendra el desmesurado
afán de intervenir en la vida pública (menos por bien de la patria, que por codicia de medros),
harto claramente revelan que aún no se ha extinguido el fuego sagrado, y que arde, con
celeste llama, como en fanal transparente, en el fondo de los pechos generosos. No, la poesía
no ha muerto; la poesía no puede morir, mientras haya fe y amor y caridad en el corazón del
hombre. La poesía vive, y vivirá con el virginal atractivo de inmaculadas bellezas, mientras el
ser privilegiado de la creación no reniegue de sus propias condiciones, subordinando los
movimientos del ánimo a las sugestiones del instinto. En vano se jactará el moderno
materialismo de haber dado el golpe de gracia a la poesía. Cuando más la juzgue muerta, la
verá surgir nuevamente de las catacumbas del espíritu, cual los primitivos cristianos,
regenerada, fortalecida, pronta a dilatar su imperio por los confines de la tierra. De estas
delicadas voces que se dejan oír entre el rumor de las luchas sociales, como eco misterioso de
un lenguaje más universal y más puro que el de la multitud esclava de sórdidos intereses,
forma parte la joven poetisa, cuyos versos reunidos en colección siguen a los presentes,
renglones.
No pidáis a su corazón tierno y sencillo, enriquecido con el tesoro de la moral cristiana,
los arrebatos líricos del sensualismo de Safo. No le pidáis tampoco el arrojo de los modernos
cantores de la desesperación y de la duda, ni menos el furor y terribles contradicciones que
han precipitado a la musa de Víctor Hugo de su luminoso trono, para arrastrarla por el lodazal
de pasiones infernales. Pedidle cánticos de gratitud al Redentor de los hombres y a su Madre
Santísima, consuelo y refugio de los que lloran; pedidle amorosas expansiones de un espíritu
regenerado por la fe y vigorizado por la esperanza, sueño de un alma despierta; pedidle, en
fin, la candorosa expresión de las vagas e indefinibles emociones que produce la
contemplación de la naturaleza, cuando se apodera de nuestro ser cierta apacible melancolía,
y de todo ello encontrareis aquí muestras dignas de estimación.
Con el pudor propio de la mujer para expresar sus afectos, aún teniendo el corazón herido
profundamente, descúbrense con timidez en algunas inspiraciones de nuestra poetisa huellas
de crueles amarguras, de íntimos dolores, que la natural discreción de un noble pecho
pretende ocultar, pero que insensiblemente se dejan traducir en lastimeros ayes, como a veces
una lágrima furtiva suele hacer traición, sin que la podamos reprimir, a la sorda tempestad
que agita el fondo de nuestra alma.
Pues si seguís ocultamente sus pasos, y os paráis a escuchar los acentos en que prorrumpe
ante el hermoso espectáculo de la naturaleza, una siempre, y siempre nueva y distinta, ¡con
qué dulce satisfacción no la oiréis exclamar, a la luz argentina de la encantadora Febe, sol de
los desvelados, según el lírico inglés; en las playas valencianas, ceñidas de vergeles, donde
anida perpetuamente la primavera; ante el inquieto ir y venir de las olas del Mediterráneo,
teatro insigne de tantas heroicas hazañas; conmovida por el tranquilo reposo de la gente
labradora, que en sus limpias cabañas (fabricadas bajo el extendido pabellón de gigantesca
palmera) duerme el pacífico y envidiable sueño de la honradez laboriosa:
¡Cómo no sentiros arrastrados de secreta simpatía, cuando al caer la tarde la oigáis decir en
la soledad de los campos, entregada sin reserva a los naturales impulsos del corazón:
En resolución, las composiciones de nuestra modesta poetisa, reunidas en el presente
volumen, tienen el atractivo de todo lo que nace espontáneamente en un alma templada al
calor de afectos puros y generosos. La crítica descontentadiza podrá tal vez hallar pequeños
lunares en la forma de tan delicadas flores: la suavidad de sus perfumes regalará siempre el
espíritu de las personas sensibles.
Madrid, 15 de Febrero de 1868.
Manuel Cañete.
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Hay días de grata calma, |
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De tan dulce desvarío, |
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Que flores hasta el vacío |
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Presta a nuestro corazón; |
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Y entre vagas armonías, |
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Y entre sueños de dulzura, |
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Siente el alma de ventura |
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Desconocida emoción; |
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Y busca un sol más brillante |
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Y otro suelo y otras flores, |
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Y más risueños colores |
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Y otro cielo que admirar, |
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Y otro lenguaje que exprese |
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Lo que el suyo en vano trata |
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Que sólo su afán retrata |
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Con incierto suspirar... |
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Mas ¡ay! que en cada suspiro |
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El alma al espacio vuela, |
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Y nueva vida recela |
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Que no acierta a definir, |
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Y llorando de ventura |
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Por delicias no esperadas, |
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Siente dichas ignoradas |
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Y pide en ellas morir! |
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Y pasan las horas |
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En rápido vuelo, |
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Y el alma levantan, |
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Levantan al cielo... |
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Mas ¡ay! que ni a él llega |
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Ni en la tierra está. |
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Y es que, hay otro mundo |
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Latente, escondido, |
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De castas delicias |
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Purísimo nido, |
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Y el alma que siente |
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A ese mundo va! |
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Y vienen horas en cambio |
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En que sin razón segura, |
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Nos envuelve la amargura |
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Con su fúnebre crespón; |
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Y sin saber por qué lloran, |
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Lloran sin tregua los ojos, |
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En tanto que los enojos |
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Rebosan del corazón; |
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Y ni matices las flores |
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Nos muestran en su corola, |
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Ni la luna su aureola, |
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Ni vemos el sol brillar; |
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Ni los cantos escuchamos |
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Con que las aves se entienden, |
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Y hasta sus ecos ofenden |
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Y doblan nuestro pesar. |
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Y huyendo de cuanto bello |
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El alma en su torno mira, |
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Por otro mundo suspira |
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Y a otro mundo quiere ir, |
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Mundo en donde su amargura |
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Más alta y más ancha viva, |
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Buscando a su pena vida |
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Y ansiando en ella morir! |
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Y pasan las horas |
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En amargo duelo, |
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Y el alma levantan, |
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Levantan al cielo... |
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Mas ¡ay! que ni a él llega, |
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Ni en la tierra está. |
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Y es que hay otro mundo |
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Latente, escondido, |
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De santos dolores |
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Purísimo nido |
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Y el alma que siente |
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A ese mundo va! |
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En alas del sentimiento |
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Más que de la fantasía, |
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Volé un día y otro día |
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A esa ignorada mansión; |
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Y en sus espacios perdidos |
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Estas hojas se trazaron, |
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Y una tras otra brotaron |
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De mi pobre corazón. |
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Por eso hoy al darles nombre |
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Con que entrar en este mundo, |
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Las llamo, como al fecundo |
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Mundo en que las vi nacer; |
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Y aunque aparezcan desnudas |
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De galas del pensamiento, |
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Tendrán las del sentimiento |
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Del mundo que los dio ser! |
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Sólo se alzó hasta Ti mi pobre acento |
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En oración cristiana: |
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Nunca osó temeroso el pensamiento |
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De humilde inspiración bajo el amparo, |
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Llegar hasta tu asiento, |
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Que cercan los querubes |
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y sostienen las nubes |
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Sobre el ropaje azul del firmamento. |
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Nunca, nunca pulsé la lira mía |
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Al nombre de María, |
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Porque juzgué, Señora, que cantarte, |
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Sólo aquellos debieron |
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Que del cielo la dulce melodía |
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Para sus tiernos cantos recibieron |
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Y robaron al arte sus primores |
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Su cadencia a los suaves ruiseñores, |
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Y la arrogancia para alzar su canto |
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Al águila altanera, |
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Que rauda tiende el vuelo, |
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La tierra deja, por la nube rompe, |
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Y el sol mismo amenaza en su carrera, |
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Y va a perderse en la celeste esfera |
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Por temor a lo pobre de mi canto |
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Hasta tu trono santo |
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Mi lira no elevó tímidos ecos, |
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Pero ya de mi pecho alborozado |
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Se escapa el sentimiento |
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Que estuvo hasta hoy callado, |
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Y a Ti vuela mi acento, |
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Y en pos de Ti se lanza, |
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Y ya temor no advierte, |
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Que en Ti miro la vida de mi muerte, |
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Mi norte y mi esperanza. |
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Oh! Salve en Ti, María |
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A la casta doncella |
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Que la cabeza del dragón impío |
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Holló bajo su huella; |
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La que inclinó su frente |
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De su Dios a la voz, y humilde dijo |
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Con labio reverente: |
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«He aquí, Señor, tu esclava: |
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Hágase en mí según tu amor contaba.» |
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Bendita en Ti la esposa, que su nombre |
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Enlazó con el hombre, |
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Por ser su madre nueva |
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Borrando el crimen que aún el mundo llora |
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De la Eva pecadora, |
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La inmaculada, la cristiana Eva! |
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Si una mujer el mundo |
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Pudo lanzar de un golpe en el profundo |
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Abismo de los males, |
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Otra de santa abnegación ejemplo, |
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Abrió a los fieles el cerrado templo |
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De gracias celestiales... |
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Raro contraste, singular misterio, |
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Que el ánimo suspende, el alma eleva, |
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Y hasta su Dios la guía |
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Él con liberal mano |
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Los males atajó, y augusto quiso, |
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Si una mujer la humanidad perdiera, |
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Que otra mujer viniera |
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Y con su amor la humanidad salvara! |
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Gloria a la Madre que apuró hasta el fondo |
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El cáliz de amargura, |
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Y en su propio dolor encontrar pudo |
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Tesoro tal de maternal ternura, |
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Que acoger le dejó en su amor al hombre, |
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Que con feroz, sangriento regocijo, |
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Enclavado en la cruz le dio a su Hijo! |
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Tan sólo quien tuviera |
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Origen celestial, y Dios criara |
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Para madre del Verbo, y la eligiera |
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Para que al hombre mísero salvara, |
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Ejemplo tal de amor al mundo diera! |
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Aunque necia e impía |
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La humanidad por madre te negara |
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Yo tu gloria cantara, |
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Tu piedad implorara el labio mío, |
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Por Ti mi frente al polvo se humillara, |
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Y con ojos que viven |
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Dentro del pensamiento |
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Y la luz solo de la fe reciben, |
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Sobre el azul del cielo |
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Buscárate con fervoroso anhelo! |
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Oh! Si un día perder debiera el alma |
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La venturosa calma, |
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Que por mares tranquilos hoy la guía, |
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Para lanzarse en mar ¡ay! borrascosa, |
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No me quites jamás, Señora mía, |
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La fe que en Ti reposa, |
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Que con ella mis penas |
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No han de creerse de consuelo ajenas. |
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Mi fe me hizo volver a Ti los ojos, |
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Ya por el llanto rojos, |
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En esas horas de mortal quebranto |
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En que el alma, en aislado sufrimiento |
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Y callado tormento, |
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Quiere huir de sí propia con espanto; |
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Y al volverlos a Ti, cual la tormenta |
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Que alborota los mares, |
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El iris calma, la bonanza advierte, |
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Y al navegante alienta; |
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Así en el alma mía |
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Huyeron los pesares |
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Al invocar el nombre de María! |
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Qué fuera de los míseros mortales |
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Si en tu amor no vivieran y esperaran? |
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Quién calmará sus males? |
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Quién sus quejas oyera, |
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Y por ellos, Señora, intercediera? |
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Oh! no; el pesar humano. |
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Límite de dolor mayor no alcanza |
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Que a perder su esperanza, |
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Y eres Tú la esperanza del cristiano. |
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Nunca, nunca te pierda el alma mía! |
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Sé Tú mi escudo, sé Tú mi consuelo, |
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Y el alma acoge y guía |
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Cuando deje este suelo, |
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Y a más perfecto mundo tienda el vuelo! |
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Deja que en mis placeres te bendiga |
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Y en mi dolor te implore |
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Deja que a tus pies llore |
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Y mis penas te diga; |
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Deja en fin elevar mi pobre canto |
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Hasta tu trono santo, |
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Y ve, Señora mía, |
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Que a falta de ecos de la lira mía |
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Te ofrece el pecho, con su fe escudado, |
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Un corazón en lágrimas bañado, |
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Que a Ti reza, a Ti acude y en Ti fía. |
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He llegado a comprender |
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Que al sentir aproximar |
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lloras de dulce soñar |
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Y de vago padecer; |
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Horas en las que esconder |
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Ve sus reflejos el día, |
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Pidiendo a la noche umbría |
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Sin su fúnebre capuz |
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Misteriosa, incierta luz |
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De tierna melancolía: |
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En esas horas que son, |
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Para quien sabe sentir, |
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Horas en que deja oír |
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Verdades el corazón, |
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Lamentas, no sin razón, |
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Que yo, que tanto canté, |
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Yo, que al papel trasladé |
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Cuanto en el alma sentía, |
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Tan solo a ti, madre mía, |
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Un canto no consagré. |
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Mucho has debido sentir, |
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Mucho has sabido callar, |
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Mucho has podido envidiar |
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Mis conceptos al oír, |
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Si llegaste a presumir |
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Que iba en ellos de partida |
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El alma entera escondida, |
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Sin decirte nada a ti, |
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Cuando eres tú para mí |
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Otra mitad de mi vida. |
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Mas no es así, no te azores; |
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Deja que cante a la flor, |
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De la aurora el esplendor, |
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Del ruiseñor los primores; |
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Deja que entre mis dolores |
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Quejas a los vientos dé, |
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Ve que si no te canté |
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Es que por ti tanto siento, |
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Que ni aun poniendo en tormento |
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La razón, decirlo sé. |
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Tú, que de mi pobre gloria |
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Tierno vigilante fuiste, |
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Tú, que en el seno escribiste |
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De mis desdichas la historia, |
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Tú, en cuya amante memoria |
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Van impresos mis pesares, |
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Mis venturas, mis cantares, |
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Cuanto el pecho guarda en calina, |
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Qué puede decirte el alma |
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Que en ti misma no encontrares? |
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¿Anhelas mis cantos, di, |
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Pobres de ingenio y de arte? |
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Ellos no pueden pintarte |
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Lo que guardo para ti. |
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Por eso siempre temí |
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El silencio quebrantar, |
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Porque antes de profanar |
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La santidad del querer, |
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Dejo al labio enmudecer, |
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Sólo al corazón hablar. |
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Busca el alma que te llama, |
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Todo día, en toda hora, |
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En el fuego que atesora |
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De mi pupila la llama; |
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En mi aliento que se inflama |
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Si el tuyo débil advierto |
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En mi respirar incierto |
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Sino estás al lado mío; |
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En el beso que te envío |
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Cuando a tu lado despierto. |
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Búscala al verme luchando |
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Víctima de ensueño triste, |
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Si a mi lado sonreíste |
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Mi espíritu serenando |
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Cuando padezco callando |
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Por no turbar tu contento |
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Cuando elevo al firmamento, |
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Mi mente y mi corazón, |
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Pidiendo a la Inspiración |
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Gloria, que en tu frente asiento |
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Recoge, en fin, con anhelo |
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Los pedazos de mi alma |
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En esas horas sin calma, |
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De tan triste desconsuelo, |
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Que ya no encuentro en el suelo, |
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Esperanza ni alegría, |
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Y a otro mundo volaría, |
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Si, cuando el dolor le ahogara, |
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El corazón no estallara |
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Exclamando: «Madre mía!» |
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No hay canto que valga, madre |
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Lo que tal exclamación, |
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Ni pidas al corazón |
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Lenguaje que más te cuadre: |
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Deja que el pecho taladre |
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Con mi propio razonar, |
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Y cuando le oïgas cantar, |
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Falto de arte, pobre de estro, |
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Piensa que sólo maestro |
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Ha sido en saberte amar! |
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Noviembre del 66 |
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Misterio incomprensible, que sostienes |
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La fortaleza, la virtud del alma, |
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Que la recibes cuando viene al mundo, |
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Siempre la amparas: |
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Faro consolador del afligido, |
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Iris que calma siempre la borrasca, |
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Apoyo del espíritu cristiano.... |
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¡Salve, esperanza! |
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Eres del niño peregrina estrella, |
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Que guías hacia el bien su débil planta, |
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Haciéndole entrever gloria y ventura |
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En el mañana: |
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Eres del hombre espíritu intranquilo |
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Que le despiertas y hacia ti lo arrastras, |
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|
Le encadenas, le ofreces, le ilusionas, |
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|
Audaz le engañas; |
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|
Y vuelves luego a interesarle, y vuelves |
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Siempre a jugar con sus mortales ansias, |
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Sin que él reniegue de tu dulce imperio |
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|
Dicha del alma! |
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Eres de la mujer más que la vida; |
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Eres la fe que la sostiene y salva! |
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|
Niña, doncella, madre, en ti constante |
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Sus ojos clava: |
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Y si reza, es que tú le dices «ora, |
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Que Dios oye clemente tu plegaria:» |
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Si sentir deja al corazón, comprende |
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Que tú le dices «ama.» |
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|
Y si un ángel lo da sobre la tierra |
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|
La bendición de Dios, estas palabras |
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|
Son las primeras que a decir le enseña: |
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|
«¡Fe y esperanza!» |
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|
¿Cómo no bendecirte el labio mío, |
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|
Si fuiste por el mismo Dios formada, |
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|
Y eres de nuestra madre cariñosa |
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|
La primera palabra? |
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|
¿Qué fuera del amor sin tu alimento? |
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|
¿Sin ti, cómo hacia el bien bogara el alma? |
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|
La virtud, el amor, ¡cómo vivieran |
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|
Sino esperaran! |
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|
No se padece pena más aguda, |
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|
Ni se inventó palabra más amarga |
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|
Que ésta que mata, que aniquila el ánimo: |
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|
«¡Sin esperanza!» |
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|
¡Es recibir la muerte y no morirse! |
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|
Es quedarse con vida y no gozarla! |
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|
Es no tener sonrisas, ni oraciones, |
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|
Ni fe, ni lágrimas |
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|
Dichoso aquel que sus pesares llora |
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|
Y llorando su vista a Dios levanta, |
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|
Tendrá el consuelo que al que en Dios espera, |
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|
Dios siempre manda. |
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Virtud que al alma vacilante enseñas |
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Que hay siempre un mas allá de paz y calma, |
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|
Que sobre las miserias de este mundo |
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Dios nos aguarda; |
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|
Bendito tu fulgor que el alma eleva! |
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|
Tu poderosa, inextinguible llama, |
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|
Del nacer al morir siempre la vemos, |
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|
Nunca se apaga; |
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Y ni en ese momento en que la muerte |
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|
Nos acaricia con sus negras alas, |
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|
Supremo instante en que se pierde todo, |
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|
Todo se acaba, |
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|
Y ni el beso del padre nos conmueve, |
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|
Ni el acento del hijo que nos llama, |
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|
Ni nos arranca el mundo que dejamos |
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|
Una mirada; |
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|
Cesa la mente de esperar, que entonces |
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|
Se eleva, y más creyente, más cristiana, |
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|
Espera que en un mundo más perfecto |
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|
Vivirá el alma! |
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|
Si es tu pálida blancura, |
|
|
Si es tu mágica dulzura |
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|
La que infunde |
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|
Paz y calma, |
|
|
Y difunde |
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|
Dentro el alma |
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|
Ignorado bienestar; |
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|
No huyas tan rápida, espera, |
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|
Plácida y fiel compañera |
|
|
Del que llora; |
|
|
Deja ruegue |
|
|
Que la aurora |
|
|
Nunca llegue |
|
|
Tu claro brillo a matar. |
|
|
|
No adviertes cómo esta noche, |
|
|
Cual flor que rompe su broche, |
|
|
Renaciendo |
|
|
El alma mía, |
|
|
Ya sintiendo |
|
|
De alegría |
|
|
Bálsamo consolador? |
|
|
No adviertes cómo mis ojos, |
|
|
Por el llanto siempre rojos, |
|
|
Al mirarte |
|
|
Se serenan |
|
|
Y al nublarte, |
|
|
Tú, se llenan |
|
|
De lágrimas de dolor? |
|
|
|
Solitaria mensajera, |
|
|
Bienhechora compañera |
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|
De quien no ama |
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Sol ni día, |
|
|
Y te llama |
|
|
Y te confía |
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|
Secretos del corazón: |
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Confidente de las flores |
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Y de los castos amores! |
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|
Yo daría |
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|
Del sol bello |
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|
La alegría |
|
|
Y el destello |
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|
Por tu luz de bendición! |
|
|
|
Yo te vi alumbrar hermosa |
|
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Entre la enramada umbrosa, |
|
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Arroyuelo |
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Que de día |
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Sin anhelo |
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Visto había, |
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Y hermoso me pareció: |
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Vi al sol iluminar montes |
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Y lejanos horizontes, |
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La alta cresta |
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La hondonada, |
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La floresta |
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Ponderada... |
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Y el alma no impresionó: |
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Pero los vi a tu luz vaga, |
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Y cual misteriosa maga |
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Les prestaste |
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Tal grandeza, |
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Que animaste |
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Mi tibieza, |
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Y el poder de Dios sentí; |
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Y hasta humilde florecilla |
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Olvidada por sencilla, |
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No encontrara |
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Mi deseo |
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Flor más cara |
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Si la veo |
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Iluminada por ti. |
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Hoy te contemplo a la orilla |
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Del mar, y en sus ondas brilla |
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Aún más vivo |
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Tu reflejo, |
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Y apercibo |
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En su espejo |
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Tus cambiantes rielar: |
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Y tu misterioso encanto |
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Impresiona el pecho tanto, |
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Que a grabarte |
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Ya la mente |
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Por mirarte |
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Eternamente |
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Reflejada en ese mar. |
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Nunca lo hallé tan hermoso! |
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Nunca el jardin tan frondoso, |
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Ni su esencia |
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Tan fragante, |
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Ni a Valencia |
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Tan gigante |
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Como al verla a tu fulgor! |
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Que sus torres elevadas, |
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Sus campiñas dilatadas, |
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Cuanto ostentan |
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Sus vergeles, |
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Que aún lamentan |
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Los infieles |
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Cual su pérdida mayor; |
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Encuentro hoy más atrevidas, |
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Y sus llanuras vestidas |
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Más de fiesta |
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Portentosa, |
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Porque en esta |
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Noche hermosa |
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Les da más valor tu luz: |
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Y no diera en este instante |
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Por un alcázar brillante |
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Que alboroza |
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Y maravilla, |
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Una choza |
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De esta orilla |
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Coronada por la cruz! |
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Solitaria mensajera, |
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Bienhechora compañera, |
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De quien no ama |
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Sol ni día, |
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Y te llama |
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Y te confía |
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Secretos del corazón: |
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Confidente de las flores |
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Y de los castos amores: |
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Dios bendiga |
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Tu incolora, |
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Luz amiga |
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Que atesora |
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Bálsamo de bendición! |
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-Padre mío, una vez mirando al cielo |
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Una niña exclamó: |
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Pudo alguno elevarse desde el suelo, |
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Y ese azul traspasó? |
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-No, hija mía, cruzando el ancho espacio, |
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Salvando el arrebol |
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De esas nubes de fúlgido topacio, |
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Y atrás dejando al sol, |
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Tan sólo el pensamiento a la presencia |
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De Dios sabe llegar, |
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Del Dios cuyo sabor y omnipotencia |
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Pudo un mundo crear. |
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-¿Y qué es el pensamiento? |
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-Es la luz pura |
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Que Dios mismo encendió, |
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Y para iluminar su mente oscura |
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Al mortal otorgó. |
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Rayo es que nos alumbra en esta vida |
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Con vivo resplandor, |
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Y va guiando el ser donde se anida |
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Hacia un mundo mejor. |
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Él nos da cuando niños la esperanza, |
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Nos da después la fe, |
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Que de la suerte en la áspera mudanza |
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La mano de Dios ve, |
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Y nos enseña luego en los dolores |
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Lo que es conformidad, |
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Y a esperar que del Iris los colores |
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Traiga la tempestad. |
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Es el que en la niñez nos da cariño, |
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Oro en la juventud, |
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Probando al viejo, aconsejando al niño, |
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No hay dicha sin virtud. |
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Es el que de la flor en el aroma |
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Nos da grato placer, |
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Y de las aves el sentido idioma |
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Nos permite entender: |
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Es el que del vapor alas creando, |
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Nos trasporta veloz, |
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Y con alambre mundos enlazando |
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Los impulsa a una voz: |
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Y el aire aunque te asombre nos concede |
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Con firmeza cruzar; |
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Y la nube, que el sol romper no puede, |
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Y las olas del mar. |
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Y en los rayos del sol coger nos deja |
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Secretos de la luz, |
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Y en cada estrella un mundo nos refleja, |
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Y la gloria en la cruz! |
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Es en fin, hija mía, el pensamiento |
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Escala celestial, |
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Que levanta del polvo al firmamento |
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Al mísero mortal! |
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Era yo niña: entre el rumor primero |
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Que al pecho llega en plácida armonía |
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Cuando de la inocencia prisionero |
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Vislumbra ya de la razón el día, |
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Tú llegaste hasta mí; dulce y severo |
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Lograste conmover el alma mía, |
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Y te busqué, y tu nombre aún ignoraba |
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Y ya el labio tus versos murmuraba. |
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Y ellos mi entendimiento iluminaron, |
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Santas delicias a mi infancia dieron, |
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Y poco a poco levantar lograron |
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Mis sentidos, que al fin te comprendieron: |
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Mis labios que a cantar tu gloria osaron, |
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Entonces para siempre enmudecieron. |
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¡Hoy, que de tu valor mide la talla, |
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Admira la razon, la lengua calla! |
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Grande tu misión fue: la patria mía |
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Con santo orgullo y con amor te nombra, |
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Y el estro de la hispana poesía |
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Se alza gigante con tu augusta sombra. |
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Sirviéronle a tu rica fantasía |
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Del arte los obstáculos de alfombra, |
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Y el arte por primero te proclama, |
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Y es pedestal el Mundo de tu fama. |
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Con tu Secreto agravio y tu Venganza |
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El alma llenas de mortal pavura, |
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De tu Médico admira la templanza, |
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De tu Duende mujer la donosura, |
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No halla en la primavera semejanza |
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Con tus Mañanas de sin par dulzura, |
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Y se crece el espíritu, y no es dueño |
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Aun así, de alcanzar tu Vida es sueño! |
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Nadie hasta ti llegó: Lope fecundo |
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Camino te abre con su rica vena; |
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Tirso, ya picaresco, ya profundo |
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Su musa ostenta de donaire llena |
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Otros cien tras de aquestos dan al mundo |
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Joyas que ensalzan la española escena; |
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Mas sólo tú hermanaste sutileza, |
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Heroísmo, pasión, arte, grandeza! |
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No debes a la patria agradecida |
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Un humilde recuerdo a tu memoria; |
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Una losa entre ruinas confundida |
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Hoy nos habla tan sólo de tu gloria. |
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Olvidote tu patria a quien das vida, |
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Cuál página más rica de su historia, |
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Mas monumento firme y duradero |
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La admiración te da del mundo entero. |
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No necesitas que unas pobres flores |
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Agrupándose al pie de tosca piedra, |
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Rindan a tu valer pobres loores, |
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Cual débil luz a quien la fuerte arredra. |
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Tú las creaste dignas y mejores, |
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Que a ti se enlazan cual al tronco yedra, |
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Y éstas, que vida del sabor reciben, |
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De unos en otros van, y eternas viven. |
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Quédate, así; y pues sólo en la memoria |
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De los que viven, sienten y te admiran |
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Debes vivir, justo es si hacia tu gloria |
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Mi mente el alma en su entusiasmo giran: |
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Tú los llamaste, tuya es la victoria |
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Si hoy sienten, piensan y a lo bello aspiran, |
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Que otra senda jamás seguir pudiera |
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Quien te ha debido su impresión primera. |
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