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Entre un frente de batalla y otro, el poeta de Orihuela escribe versos cada vez más teñidos de desesperanza

Carmen Alemany Bay

Las conmemoraciones siempre son propicias para actualizar y renovar el acercamiento a un escritor y a su obra. En el caso de Miguel Hernández, de quien se celebra este año el centenario de su nacimiento, es un caso paradigmático porque su obra -fundamentalmente poética, pero también teatral y prosística- y su vida han estado cercadas por una serie de mitificaciones que no en pocos casos han desvirtuado la verdadera esencia del poeta. Ojalá este evento nos ayude a fijar una imagen prístina y depurada de quien murió por la libertad, pero también por la literatura.

Nacido en el pueblo alicantino de Orihuela, su infancia estuvo rodeada de la naturaleza levantina que tempranamente reflejará en sus primeros poemas. Los continuos referentes mitológicos y la lectura de poetas como Virgilio, Fray Luis, los principales escritores de los Siglos de Oro, Rubén Darío y los costumbristas Gabriel y Galán y Vicente Medina marcarán sus composiciones juveniles escritas en su mayoría en un cuaderno que el poeta se llevará consigo a Madrid a finales del año 31.

Con la convicción de que en esencia era poeta, Miguel Hernández viajará a la corte con un haz de composiciones de marcado carácter pastoril en el que se fusionaban su pronta experiencia como pastor de cabras y sus atropelladas lecturas de los principales referentes poéticos. Salió de Orihuela con el ánimo del triunfo pero sus perspectivas se truncaron y volvió a su pueblo natal en la primavera del 32 sin obtener mayores resultados; aunque con una idea actualizada de la poesía y habiendo detectado los nuevos rumbos estéticos. La gran lección de esta experiencia fue que pasó a tener conciencia de su gran desventaja respecto a la gran preparación cultural que tenían los del 27; sin duda, escritores referentes para Miguel Hernández y para todo aquel que quisiese innovar en poesía en la década de los 20 y de los 30. Su posicionamiento radical en el aprendizaje de lo poético le llevó a trabajar intensamente el lenguaje, a copiar definiciones de palabras, a escribir juegos de rimas que extraía de diccionarios. A partir de esas copias configuraba series continuadas de versos que separaba entre guiones y que le servían como referente para escribir poemas. Sin embargo, esos ejercicios poéticos eran insuficientes para sus exigentes inquietudes; por ello no dudó en copiar de su puño y letra composiciones de otros escritores como Jorge Guillén y traducir, con su precario francés, a autores que revolucionaron la poética europea: Verlaine, Mallarmé, Cocteau, etc.

De ese intenso aprendizaje poético, basado fundamentalmente en la escritura de octavas, pero también de décimas de claro sabor guilleniano y poemas de verso corto, nacería su primer libro en 1933, Perito en lunas. El libro, compuesto por 42 octavas reales, asume la metáfora gongorina como principal centro de creación y cada poema se configura como un acertijo que nos recuerda a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. La naturaleza, y en concreto la luna, se convierten en vocabulario clave de su poética. El libro tuvo una escasa repercusión crítica.

No tardará mucho Miguel Hernández en plantearse un segundo viaje a Madrid en marzo del 34. Atrás dejará su Orihuela natal y el grupo de amigos amantes de la poesía como lo fueron Ramón Sijé, los hermanos Fenoll o Manuel Molina. La vuelta a la corte será decisiva para su formación o, mejor, para su consolidación como poeta. Allí conocerá poco tiempo después a muchos de los escritores del 27, pero su amistad la ofrecerá al chileno Pablo Neruda y a Vicente Aleixandre con quienes compartirá fraternidad y poesía. El grupo -compuesto fundamentalmente por Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Luis Cernuda, Federico García Lorca y Rafael Alberti- se reúne casi diariamente en los mismos bares, sobre todo en la cervecería de Correos, y allí comentan sus creaciones diarias. En el mes de abril del 35 homenajean al poeta chileno y entre ellos, el ya casi inseparable Miguel Hernández, quien ha visto en Pablo Neruda al hombre amable y sensible que no menosprecia -como sí hicieron algunos de los poetas del 27- los orígenes del oriolano y sus conocimientos intuitivos y autodidactas. Miguel Hernández ha aprendido en estos meses madrileños -y cada vez más gracias a Neruda y Aleixandre- que la poesía podía ser algo más que la referencia a la naturaleza y al catolicismo -como le había enseñado su amigo Sijé-, y que el verso podía tener libertades inusitadas que él nunca había experimentado. Cada día sigue alimentando de versos ese poemario venturo, compuesto fundamentalmente por sonetos, que llevará por nombre El rayo que no cesa (1936), dedicado a Josefina Manresa; aunque también otras mujeres que el poeta ha conocido en Madrid participarán de estos versos.

Tras la publicación de El rayo que no cesa, libro cabalmente estructurado y levemente alterado en su estructura por la inclusión de la elegía dedicada a Ramón Sijé, Miguel Hernández comienza a publicar poemas en la revista que acababa de fundar Pablo Neruda, Caballo verde para la poesía: «Vecino de la muerte» y «Mi sangre es el camino», composiciones en las que imágenes surreales, muy al estilo nerudiano, se hacen patentes. Los versos desatados, telúricos y crispados tan propios del poeta chileno harán mella en otros poemas como «Alba de hachas», «Me sobra corazón» y «Sino sangriento», que finalmente no fueron integrados en ningún libro.

Un nuevo estilo poético comienza a hacerse patente en la poética hernandiana; pero se verá truncado con el comienzo de la guerra civil española. Miguel Hernández se mete «pueblo adentro» y participa doblemente en el acontecimiento bélico: primero como soldado al lado de los republicanos y después como comisario de cultura en una división del Ejército popular. De su experiencia en los primeros meses de la guerra nacerá el poemario Viento del pueblo (1937), en el que mezclará sus vivencias en la guerra con su vida personal: su unión matrimonial con Josefina Manresa, el 9 de marzo de 1937 y el nacimiento de su primer hijo, el 19 de diciembre del mismo año; ambos se convertirán en símbolos de su lucha: «Para el hijo será la paz que estoy forjando. / Y al fin en un océano de irremediables huesos / tu corazón y el mío naufragarán, quedando / una mujer y un hombre gastados por los besos».

Miguel Hernández, entre un frente de batalla y otro, comienza a escribir versos que cada vez más se tiñen de amargura, de desesperanza, de muerte, de dolor, de heridos, de presentimientos de cárceles y de derrota. De todo ello nacerán los poemas de El hombre acecha; pero a pesar de todo, el hombre y el poeta siguen en la lucha.

Casi al final de la guerra, Miguel Hernández emprende la escritura de su último libro que continuará en las trece cárceles que el poeta tendrá que recorrer. Se trata del Cancionero y romancero de ausencias, libro de expresión concentrada y depurada y en el que la metaforización se atomiza en una serie de motivos que se convierten en obsesivos: la ausencia, la mujer, la muerte de su primer hijo a los diez meses de nacer, la alegría por el nacimiento de su segundo hijo el 4 de enero de 1939, la posibilidad de supervivencia y, a pesar de todo, la esperanza. Una poesía de enorme calado autobiográfico que inaugurará una parte de la poética de la posguerra española. El poeta fallece el 28 de marzo de 1942 en el Reformatorio de adultos de Alicante, su última cárcel.