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El olor del gallinero, a las dos de la tarde, era nauseabundo. Los restos del almuerzo diseminados por el suelo, mezclados con las heces de los animales, constituían una combinación insoportable. Las pobres gallinas intentaban dormir una siesta debajo del único árbol, a pesar del calor infame y de los insectos que zumbaban en torno a ellas.

La pequeña Beatrice sintió un profundo dolor en el estómago; pero se aguantó. No podía darse el lujo de ser débil, pues la decisión estaba tomada. No se quedaría un minuto más en su casa, y ese sitio inmundo era el único en donde podía esconderse hasta poder actuar con tranquilidad.

-¡Porca, figlia d'una puttana, rispetta la morale della tua famiglia! Madonna Santa, apprendi della tua fratella, la Marietta, questa ragazza é tutto una donna.

Las palabras de su padre retumbaban en su cerebro. Y los golpes posteriores a las mismas aún le estremecían la carne de dolor. Beatrice no estaba dispuesta a seguir tolerándolo. Esa última golpiza   —72→   había sido suficiente motivo para desencadenar tal determinación. Ella no seguiría los pasos de su hermana Marietta, que con dieciséis años sufría sin objeciones la autoridad despótica de su padre y, sumado a ello, la de un marido de treinta y pico que no le permitía ni siquiera asomar la nariz a la calle.

La sumisión de Marietta la revelaba aún más. Ella y su hermana eran el polo opuesto. Beatrice lo atribuía a que ambas eran hijas de dos mujeres diferentes, que en nada se parecían entre sí.

Marietta Antonello llegó de su Italia natal a los dos años con su padre, un siciliano viudo a temprana edad, quien después de volver a casarse y tener a Beatrice, fue abandonado por la nueva esposa, que se marchó con un camionero sin decir hasta luego. Agriado por la soledad, por el dolor del desarraigo, endurecido por la formación rígida y moralista de las familias campesinas de la Italia de principios de siglo, cargó sobre sus espaldas la responsabilidad de las dos criaturas. Beatrice pensaba que él siempre vio en ella el rostro de la traidora, pues los únicos recuerdos que tenía de su padre eran las cicatrices de los golpes que se le fueron acumulando a lo largo de sus catorce años.

Beatrice y Marietta crecieron con el miedo permanente alojado debajo de la piel. Una insignificancia bastaba (la sopa muy caliente, un resto de polvo en los muebles, una mirada de frente a alguien, cualquiera, del sexo opuesto), para que su padre monte en cólera, descargando toda su bravura (y por qué no su bronca y   —73→   su resentimiento) sobre las pequeñas. Crecieron también con la pobreza como compañera de infortunios. Las niñas no sabían de vestidos nuevos, de estrenar zapatos, de domingos en la calesita del pueblo. Beatrice soñaba con una vida como la de las modelos que veía en esas revistas viejas que le regalaba su vecina millonaria. Entonces se prometía frente al espejo que su condición de pobre era una etapa que terminaría pronto. Ella no sería como su hermana... ¡jamás! Su destino era ser una gran actriz, una estrella. Tendría al mundo rendido a sus pies. La gente pagaría por un minuto de su tiempo y contendría el aliento al verla pasar. Sólo debía aguardar a tener suficiente edad como para conseguir un trabajo y marcharse a la ciudad.

Pues bien, el momento había llegado.

Esperó a que su padre decida salir de la casa, y al cabo de una hora y media, cuando él y Marietta se marcharon con la bolsa de las compras, entró rápidamente a su cuarto. El olor de la pobreza le saturaba la nariz, y las paredes corroídas, el piso de tierra y los cartones tapando los agujeros de los vidrios le lastimaron cruelmente la vista.

Reunió las pocas cosas almacenadas a lo largo de su vida: un viejo libro de Neruda, una piedra de mar que la niña rica del colegio le trajo de sus vacaciones, un rosario de su abuela, un lápiz labial rancio que le regaló don Arsenio el farmacéutico, tres vestidos descoloridos, una chaqueta gastada, cuatro pares de medias, dos combinaciones de ropa interior que le pasó Marietta cuando engordó los veinte kilos del   —74→   embarazo y un único par de sandalias, Rápidamente, acomodó todo dentro de una bolsa de harina. Removió la tierra debajo de su cama y extrajo un paquetito con sus ahorros (obtenidos éstos como pago de alguna diligencia para Don Arsenio o de algún vuelto robado cuando su hermana la enviaba a la despensa).

Antes de salir, se miró en el ennegrecido espejo del ropero. Su pelo rubio le caía hasta la cintura en una coleta motosa, el busto precozmente crecido era algo desproporcionado, teniendo en cuenta su escasa altura. Sin embargo, en ese momento y por primera vez, esto le otorgó seguridad. Beatrice no supo cómo, de pronto, tuvo la sensación de haber crecido, y del otro lado del azogue, vio el dibujo de una mujer. Sin mirar atrás, cerrando fuerte los ojos, dijo adiós a todo, cargó la bolsa sobre su hombro y cerró esa puerta para siempre.

El atardecer la encontró en el ferrocarril, con el tiempo justo para comprar el boleto y abordar el tren. La ciudad la esperaba, el sueño aquel, acariciado de lejos tantas noches entre golpes, llantos y frustraciones, estaba más cerca que nunca. El comienzo de una vida de verdad le daría la bienvenida al poner el primer pie en el andén.

Pero no fue fácil.

Beatrice era muy inocente y sabía muy poco de la vida. Con el escaso dinero que traía pudo rentar un cuarto pequeño y mal ventilado en un conventillo. Conseguir trabajo se convirtió en toda una tarea, pues ella no tenía estudios suficientes, ni edad, ni preparación como para obtener algo medianamente decente. La plata se acabó a las dos semanas, y la dueña de la pensión   —75→   comenzó a perseguirla hasta el punto de amenazarla con llamar a la policía.

Empezaba a invadirla una nociva mezcla de desesperación, desilusión y bronca, unido al amargo sabor del fracaso, cuando Freddo se instaló en el conventillo.

De edad indefinida, usaba el cabello curiosamente pegado a su cabeza, como un casco (nadie sabía si el efecto se debía a la gomina o a la mugre acumulada de días). Un bigote negro y finito le cruzaba la cara, paralelo a una gruesa cicatriz. Mordisqueando constantemente una boquilla, vestía trajes a rayitas de llamativos colores (que por cierto nunca combinaban con sus corbatas, también muy coloridas) y el insoportable olor a perfume barato se mezclaba con el de su piel grasienta. Patéticamente, Freddo quería emular el léxico y los modales de los grandes señores, lo que hacía más evidente su condición de pobre tipo.

Pero ella, con su escasez de vivencias, jamás notó nada de todo esto y creyó sus historias de viajes por el mundo, de citas con la realeza europea, de mujeres bellas y sitios paradisíacos. Estaba convencida de que él era un caballero de verdad, y un día de soledad y nostalgia le confesó su sueño de ser actriz. Fue entonces cuando él le prometió sacarla de la miseria, y Beatrice estaba segura de que así sería.

La tarjeta que Freddo le dio cierta vez anunciaba: «Freddo Comacchio, Representaciones Artísticas», arriba de una dirección desconocida. Allí se enteró de que la misma pertenecía a una especie de club   —76→   nocturno, en donde Freddo hacía las veces de relacionista público, o algo parecido que ella no llegó a comprender del todo. Sin embargo, no dudó que era muy importante.

-Vamos a darte ropa como la gente y tenés que cambiarte ese nombre, que parece de folletín. Hay que buscar algo más corto, que suene pintoresco y simpático... -él le tomó la cara y se la observó detenidamente, tan cerca que Beatrice pudo percibir su aliento fétido-. Betty, por ejemplo.

-Betty -repitió ella, y un nuevo ser se introdujo dentro de su cuerpo junto con ese nombre desconocido.

El trabajo era sencillo. Debía comenzar de abajo, como todo. Betty sólo tenía que sonreír, divertir a los señores que se acercaban al bar, y hacer que estos se sientan tan a gusto que pidan una y otra copa, hasta dejar todo su dinero en el mostrador. Ella se desilusionó un poco, porque pensó que él le ofrecería un numero artístico.

-Paciencia, muñequita. Ya te dije: se comienza desde abajo.

Su primera noche empezó a tornarse nefasta cuando Freddo la dejó a cargo de Astrid, una fulana vieja y gorda con un horrible lunar en la boca pintarrajeada, con un vestido de plumas fucsia y verde que le daba aspecto de gallina gigante. La llevó hasta una habitación maloliente con una luz mortecina. Unas seis muchachas se vestían y se perfumaban a la vez que chismorreaban entre sí. Cuando Betty entró, todas se callaron para mirarla sin disimulo. Astrid le arrojó unas escandalosas   —77→   prendas colorinches que dejaban sus muslos y parte de sus pechos al descubierto, le improvisó un peinado y un recargado maquillaje. Betty se miró en el espejo, y la impresión fue tal que se echó a llorar, mientras que las otras se reían a carcajadas.

-Mirá, primor, acá no queremos mocosas chillonas. Si no te gusta, la puerta queda allá -señaló Astrid, a punto de explotar de furia, mientras las otras no dejaban de reír-. Además, no tengo tiempo ni paciencia para aguantar novatas desquiciadas. ¡Freddo! -bramó-.¡Llevate a esta palomita de acá!

Por más que se exigía a sí misma, Betty no podía parar de llorar. Freddo entró sin llamar, presuroso.

-¿Pero qué pasa, qué son esos gritos?

-Tu muñequita -Astrid tomó por el brazo a Betty y la empujó contra él-. No sirve. Ponele un vestidito blanco, hablá con el cura y conseguile un puesto para que prenda velas en la iglesia.

Freddo le pidió a Betty que lo espere en el pasillo. Ella le obedeció, sin dejar de llorar. Se sentó en el suelo y de pronto comenzó a reaccionar. Concluyó que no tenía nada ni nadie en el mundo, que sus éxitos o sus fracasos dependerían de ella y sólo de ella, que tenía que ser fuerte y arremeter si quería lograr su propósito. El llanto y la debilidad no eran propios de los triunfadores, y mucho menos, de las grandes estrellas. Entonces... ¿qué estaba haciendo? Cuando tenía la suerte de encontrar a alguien tan bien relacionado y tan caballero como Freddo, ella estaba estropeándolo todo con sus lagrimillas. «De ninguna manera, Beatrice   —78→   Antonello. ¡Vas a salir de la pobreza, a costa de lo que sea!»

Se secó las lágrimas, se puso de pie, adoptando una postura altiva, entró nuevamente al camarín y anunció:

-Voy a demostrarles que puedo trabajar -El breve silencio fue seguido por las risotadas de las muchachas semidesnudas, pero ella decidió que lo que oía no era risa sino un chillido de loros sin importancia. Astrid quiso decir algo, pero ella se le adelantó-. Si me da otra oportunidad, le prometo que no la voy a defraudar.

-No nos cuesta nada, Astrid, probémosla, por esta noche al menos -terció Freddo

-Está bien -cedió al fin el mastodonte-, pero al primer berrinche se va la mocosita y vos por detrás... ¿me entendiste? -Las mujeres comenzaron a murmurar entre sí-, y ustedes cierren el pico y vayan ya mismo a trabajar.. ¡manga de holgazanas!

El resto de la noche no fue mejor que el comienzo, pero Betty sabía que no debía darse tregua a sí misma. Si se descuidaba, tendría que volver a la calle o, lo que era peor, a la casa de su padre. No permitiría que nada de eso suceda.

Aguantó dignamente a los borrachos lascivos que se le acercaban, procuro servirles lo que le pedían y sonreír, pasando por alto los manotazos y las groserías susurradas con sus voces pegajosas. Veía a las actrices de variedades haciendo su show sobre el escenario y se imaginaba ocupando, algún día, ese lugar, dando inicio al vertiginoso ascenso que la llevaría al estrellato.

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Ese sueño le daba fuerzas para continuar, y para no recordar que jamás conoció a ningún hombre como tal. Todo lo que rodeara a la palabra sexo le era absolutamente ajeno, enigmático y desconocido. Ni siquiera caía en la cuenta que a partir de esa noche estaría inmersa en ese insondable misterio que, unos meses atrás, no entraba en el universo de sus posibilidades.

Y así siguió, noche tras noche, vendiendo sonrisas y encanto al mejor postor. Entonces llegó «El Día D», cuando Astrid le propuso vender algo más que todo aquello. Hasta ese momento, la madama había estimulado el morbo de su clientela, desparramando a los cuatro vientos que tenía entre sus niñas a una quinceañera virgen, hambrienta de sensaciones, ansiosa por entregarse a un hombre. Desafiaba entonces a los embravecidos machos a que hicieran sus ofertas, hasta que ella decidió que esa era la noche.

Un usurero árabe fue el que se llevó el premio mayor. Betty jamás olvidó el olor rancio a cigarro y alcohol, mezclado con el sabor de la humillación, ni la excesiva hemorragia, sangrando desde su cuerpo y, también, desde el sitio en donde la pena le abría las compuertas de un llanto secreto y silencioso. Ella recibió unas monedas extra al finalizar la noche, que regaló a un mendigo al salir del lupanar.

Pero pronto todo aquello se le fue tornando una insensible normalidad, llegando a aceptar de buen grado el dinero que recibía al finalizar el trabajo. De allí pasó a la ambición, al querer más y más. Ya no   —80→   soportaba más aquel conventillo de indigentes, ni su vida de ciudadana de cuarta categoría.

Betty quería subir al escenario y debutar como actriz, pero a pesar de los continuos reclamos a Freddo y a Astrid, ella seguía sin avanzar. Hasta que comprendió que nadie, excepto ella, podía decidir el curso de su destino.

Entonces, se puso manos a la obra.

Se platinó el pelo y se cortó su larga coleta, reemplazándola por un peinado con rulos alrededor de su rostro redondeado. Le pidió a una de las prostitutas que le enseñe a maquillarse, y después de estudiarse horas en el espejo, pudo otorgar a sus facciones de niña el aire de mujer fatal. Con lo poco que logró ahorrar, se armó un guardarropa en donde predominaban los grandes escotes, las faldas mínimas, las formas adherentes y los colores primarios. Freddo le enseñó a fumar, y a arrojar el humo sensualmente a la cara de su acompañante. Caminó mil veces el angosto pasillo de la pensión, para dar al fin con algo parecido al andar felino de las estrellas de cine. Y así estuvo lista para dejar de ser una pobrecita.

Fue un éxito. El cambio rotundo que se produjo en ella constituyó la envidia de las demás y el propio convencimiento de que era ese el modo de acceder a lo que tanto deseaba. Astrid estaba feliz. Betty era su mejor adquisición, y pronto decidió mejorar el negocio subiéndola (al fin) al escenario, para presentar un provocativo y poco pretencioso strip-tease.

Ganaba mucho dinero, considerando la vida   —81→   paupérrima que siempre tuvo. Betty logró cosas impensadas de los hombres y sentía crecer en ella el delicioso poder de manejarlos a su antojo. Aprendió poco a poco sus mañas y sus costados débiles. Y este aprendizaje le tomó dos años, y la llevó a conocer a Peter.

Retacón, rollizo y pecoso, nieto de irlandeses, con una mata espesa de cabello colorado y fumando un cigarro tras otro, se quedó hechizado por los encantos de la muchacha y la convirtió en el más caro de sus vicios:

-Sos como los buenos perfumes, palomita, esos que vienen en frasco pequeño pero son intensos e inolvidables.

Peter estaba seguro que Betty era un talento desperdiciado en ese tugurio apestoso. Entonces le ofreció trabajar en uno de sus casinos. Ella se resistió al principio, pues la alejaba de su sueño de convertirse en actriz.

-Pensalo bien, mi bombón. Voy apagarte buen dinero, y no te va a faltar nada. De noche incitarás a esos infelices a dejar toda su platita en las arcas de tío Peter, y durante el día podés dedicarte a buscar en serio un trabajo como actriz. Conozco algunos lugares...

No tuvo que decir mucho más para que la diminuta rubia cargue sus bártulos y se traslade sin chistar al casino de Peter, desoyendo las súplicas de Astrid y sus desesperadas contraofertas.

Ganó más dinero del que imaginó en su vida. Los desprevenidos clientes se dejaban subyugar por los encantos de la muchacha y acababan vendiendo el alma al demonio por una noche con la adorable criatura.

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Rentó una casa, pequeña pero decente, e invirtió todo su capital en pieles, perfumes y vestidos de dudoso gusto. Las tardes las ocupaba visitando estudios de cine, televisión y radio, compañías de teatro, hasta agencias de modelos y academias de baile. Pero en todos lados recibía la misma cordial respuesta:

-Complete esta ficha con sus datos y, ni bien surja algo, le avisaremos.

Betty estaba desalentada, y lo que más la desanimaba a veces era que no le importaba un pito. Ganaba mucho más dinero como prostituta en el casino, y no tenía que caminar cuadras y cuadras ni implorarle nada a nadie. Se estaba dejando vencer por la comodidad y la vida fácil, situación que se agravó cuatro años después, con la llegada de Enrique al escenario en que transcurrían sus días.

Era un coronel de alto rango en las Fuerzas Armadas. Tenía mucho dinero, mucho poder y una esposa gorda y aburrida. Se conocieron en el casino, una noche que él estaba bebido en exceso y entonces vomitó sobre la falda de Betty, por lo cual ella le arrojó un vaso de aguardiente a la cara que casi lo deja ciego.

Cuando Enrique se enteró de los hechos al día siguiente, le envió un anillo de esmeraldas con una nota de disculpas.

Fue el comienzo de una relación tormentosa, surcada por las sombras de los celos enfermizos de él y los ataques de histeria de ella, sumado al terror a que la esposa los descubra. Ambos eran violentos por   —83→   naturaleza, y proyectaban esa agresividad en su pareja. A veces, Betty se preguntaba por qué estaba al lado de un hombre como él, y la soledad le respondía que quizá porque él fue la única persona capaz de demostrarle un poco de afecto (aunque tampoco descartaba una buena cuota de comodidad). Enrique estaba embelesado con la niña, a sus cuarenta y ocho años, y con una incipiente barriga y calva considerable, pocos eran los que podían darse esos lujos, aun con toda la fortuna del mundo. Sin embargo, no podía decirse que él estaba exactamente enamorado. Ella constituía un bonito pasatiempo que, como el golf o las carreras de caballos, le relajaba la mente y le hacía olvidar a su mujer, formando parte de la interminable lista de indicadores económicos que posee todo hombre de su edad y posición: autos caros, abultada cuenta bancaria, viajes, varias casas y una amante. Pues bien, Betty era su última «adquisición».

La muchacha se instaló en el departamento que él le regaló. Un amplio semipiso en planta baja, con un jardín interior, amoblado con lo más costoso de la mueblería más famosa de la ciudad (aunque lo caro de la decoración no le quitaba ese toque vulgar, colorinche y de mal gusto que agredía la visión de quien entraba a la casa). A Betty no la incomodaba en lo más mínimo su condición de mantenida, por el contrario, le resultaba práctico. Era fantástico no tener que pegarse sonrisas postizas para los clientes cuando no tenía ganas de trabajar. Sus sueños quedaron olvidados en el fondo de su placard, junto con las pieles falsas y las joyas de   —84→   fantasía que usaba en el prostíbulo, en los tiempos del strip-tease.

Al mirar hacia atrás, comprendía que ya nada quedaba de aquella tanita de pueblo (excepto la falta de clase, pero ella obviamente no lo sabía). La ingenuidad y la capacidad de asombro las había perdido en los recovecos de su vida de ciudad y de burdel, para ser reemplazadas por una actitud calculadora y extremadamente materialista. Betty aprendió las artes de la seducción y las utilizó sabiamente para conseguir lo que quería de los hombres, incluso, una vida de princesas.

Una tarde, cuando Betty salió a recibir al jardinero, Ariel Sereatti abordó el ascensor a escasos metros de su puerta. La sorpresa la paralizó, y los recuerdos que se le agolparon todos juntos en la memoria bloquearon su poder de reacción.

-Por cuarta vez, señorita -le reclamó con impaciencia el jardinero-, la maceta es pesada... ¿Me quiere decir dónde finalmente vamos a ubicar el ficus?



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El comisario Santiago Esponda jugueteaba con un bolígrafo mientras su mirada se perdía en algún punto de la habitación. Hojeó la pila de informes desparramados en su escritorio y concluyó que, por primera vez en veinte años de profesión, los hechos no le cerraban. Ni le cerrarían. Se perfilaba como un caso difícil. Un supuesto hecho de homicidio con arma de fuego y un asesino muy, muy hábil, que cuidó hasta el último detalle. Parecía una labor artesanal...

Esponda tragó la última gota de su café y repasó mentalmente los elementos con los que contaba.

Susana Franco de Sereatti, licenciada en Publicidad y Marketing, treinta y cinco años, dos hijos. Matrimonio aparentemente tranquilo. Sin enemigos. Apolítica. Mujer de costumbres serenas, no tenía amantes.

Ariel Sereatti, hombre exitoso pero de perfil bajo. Excelente nivel socioeconómico. Tampoco tenía enemigos declarados, tampoco estaba involucrado en   —88→   política ni en sindicatos, no tenía amantes. Razones (malditas razones) por las cuales Santiago Esponda tenía que descartar un crimen por venganza y un crimen pasional. ¿Un psicópata?... Quizás. Y si no era ninguna de estas tres variantes... ¿por qué cuernos alguien querría asesinar a una mujer como Susana Sereatti, enervantemente normal?

Repasó también los escasos indicios que se desprendían de la inspección del cadáver y de los estudios de la sección Balística.

El arma. Según las pericias llevadas a cabo, la bala hallada en el cuerpo de la víctima provenía de una pistola Ballester Molina 7,65 del año cuarenta (imposible identificar al dueño, esas armas salieron de circulación aproximadamente treinta años atrás, probablemente el tipo estaría muerto hacía décadas).

La distancia. Según los informes del forense, el disparo fue realizado desde atrás y, según Balística, el alcance mínimo de estas armas es de cincuenta metros. Considerando que el cuerpo fue hallado al pie de la escalera, y teniendo en cuenta la forma de las estrías encontradas en la bala, podía deducirse que el asesino se encontraba a unos ochenta metros de la víctima, tal vez, agazapado detrás de algún vehículo para salir luego tras los pasos de la víctima. Rastros de asesino. Inexistentes. No había marcas de neumáticos ni de zapatos, no había impresiones digitales, no había cerraduras forzadas...

«Un panorama realmente prometedor».

Se propuso dejar de ver las cosas desde una   —89→   perspectiva tan negra y buscarle un encuadre positivo. Tenía que haber algún escondrijo, alguna punta de ovillo en donde comenzar a desentrañar los hechos.

El entorno de los Sereatti, por ejemplo.

Dos macetones con plantas flanqueaban la entrada y otros más pequeños, en el interior, se disponían cerca de las paredes revestidas en mármol del amplio hall. En todo el edificio se respiraba un aire limpio, y se percibía el fresco silencio que siempre habita los sitios lujosos. Hacia el fondo, cerca de los ascensores, un guardia uniformado leía perezosamente un periódico sensacionalista. Al ver a Esponda se puso rápidamente de pie. Era petiso, de piernas cortas y arqueadas, una redonda barriga pujaba por escaparse de la chaqueta presionando cruelmente los botones, que estaban a punto de salir disparados hacia adelante. Los ojos tenían cierto brillo cómico y una expresión que intentaba intimidar pero que, en esa cara redonda, de nariz y mejillas rojas, sólo lograba hacer sonreír a quien tenía enfrente. Con las manos en la cintura, inflando el pecho en una actitud desafiante, se plantó frente a Esponda y le preguntó a quién buscaba. Mientras reprimía una sonrisa, el policía trató de recordar a qué caricatura de su infancia se parecía.

-La doctora Paula Sereatti. Tengo entendido que vive en el piso tres.

-Solamente puedo permitirle subir si me deja su cédula.

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Santiago Esponda extrajo su credencial de la Policía y la exhibió ante el precavido guardia.

-Yo creo que no va a hacer falta... ¿no es así?

-Oh, no, comisario, por supuesto que no -se apresuró a decir el hombrecillo, haciendo un ademán grandilocuente para dejarlo pasar. Esponda estaba por abordar el ascensor pero se detuvo al escuchar la voz del guardia-. Comisario... dudo que la señorita Paula esté en su casa hoy.

-¿Por qué?

-Bueno... usted estará al tanto de lo que le pasó a su cuñada. Pobrecita, que en paz descanse, tan joven y bonita -se detuvo ante la mirada inexpresiva de Esponda. -Tosió-. Disculpe, iré al grano. Ocurre que la señorita Paula se mudó por un tiempo a la casa de su hermano, para cuidar a sus sobrinos. Aquí sólo viene de tanto en tanto, a ver cómo están sus plantas.

-En ese caso... -Esponda estaba por marcharse, pero quizás el gordito podría ser de utilidad-. Dígame, mi amigo, ¿usted conocía a la señora Susana?

-¿A la finadita?... Sí, sí, claro que sí. Una hermosa señora. Ella era muy amable, siempre estaba contenta. Además, muy elegante...

-¿Ella venía muy seguido?

-Y la verdad que sí. Solía dejar a sus hijos con la señorita Paula, por cierto, qué criaturas más hermosas, pobrecitos, que tristes han de estar sin su mamá. A veces venía también con su marido. Me parece verlos, trayendo pizzas o videos. Esas noches, se marchaban muy entrada la madrugada. La señorita Paula los   —91→   acompañaba hasta la puerta, me saludaban, los tres muertos de la risa, haciéndose bromas... ¡qué gente más adorable!

-La señora Susana... ¿venía sola?

-También, también. Ella y la señorita Paula salían muy seguido, de compras, o al cine. Más de una vez me han contado la película mientras esperaban el ascensor.

-¿La señorita Paula recibe a otras personas?

-Muy pocas. Ella es muy reservada. He visto que tiene un grupo de amigas un poco raras.

-¿Raras?... ¿Cómo raras?

-Sí, raras. Intelectuales, que les dicen. También ha subido gente muy elegante, gente fina ¿me entiende? Hombres... algunos. También muy distinguidos. Yo me pregunto por qué la señorita Paula nunca se casó, porque la verdad es que no es nada fea, y se nota que es muy inteligente y...

-Le agradezco su ayuda -interrumpió Esponda, antes que el gordinflón le narre toda la vida sentimental de Paula Sereatti-. Trataré de comunicarme con la doctora Sereatti.

-Si la veo, le diré que usted estuvo por aquí,

-Mejor no le diga nada.

-Está bien, como usted mande, comisario -y se cuadró cómicamente ante Esponda.

El teléfono sonaba largamente. Después de consultar el reloj, Santiago Esponda comprendió que ningún estudio estaría abierto a las diez de la noche. Sin   —92→   embargo, cuando estaba por colgar, una voz agitada vibró del otro lado de la línea:

-PMS Estudio, buenas noches.

-Buenas noches, quisiera hablar con la doctora Paula Sereatti.

-Soy yo, ¿quién habla?

-Yo soy el comisario Santiago Esponda, jefe de la división Criminalística de la Policía.

-Encantada, usted me dirá en qué lo puedo ayudar -la voz de Sereatti sonaba segura, ligeramente áspera. Una mujer algo fría, posiblemente, «un hueso duro de roer».

-Como usted bien sabrá, estamos trabajando en el caso del asesinato de su cuñada, y estamos interrogando a la gente allegada a la señora Susana. La molesto para solicitar una entrevista con usted, señorita Paula.

El comisario percibió un breve, quizás hostil silencio.

-OK. Verá, mañana tengo un día un poco difícil pero...

-En efecto, sé que usted es una persona muy ocupada - intervino Esponda, a modo de disculpas, palabras a las cuales ella no prestó atención, prosiguiendo:

-Pero seguramente puedo hacerme un tiempo al mediodía. ¿Dónde quiere la entrevista?

Iba directo al grano. Concisa y de pocas palabras. Mejor. Aceleraría trámites.

-En donde a usted le quede mejor. Puedo ir a su   —93→   oficina, o si prefiere a su casa.

-En mi oficina estará bien. Lo espero a la una.

-Allí estaré. Le agradezco doctora Sereatti.

-Bien. Hasta luego.

Esponda arrojó con desdén el celular hacia el asiento trasero de su auto. ¡Qué mujer más insípida! Tuvo la desagradable sensación de haber hablado con un conmutador. Nada le quitaba lo correcto, sin embargo había algo irritante en el tono de Paula Sereatti, que aún no descubría qué era.

La noche se cerraba brumosa y densa sobre la ciudad. Santiago Esponda dejó su coche en la calle... quizás más tarde podría dar unas vueltas por allí.

Entró a su departamento del noveno piso y sirvió un Jack Daniel's, mientras escuchaba los mensajes de la contestadora. El jefe de operaciones, para presentarle un caso de violación con homicidio. La fiscal Da Costa, para solicitar un resumen de evidencias, caso robo del banco. Su madre, con una andanada de reproches, la dejó plantada con el almuerzo. Una vez más el jefe de operaciones, urgente. Finalmente, cuando su cabeza estaba a punto de estallar, la voz acalorada de su ex-esposa:

-¡Te voy a destruir, maldito! Si a mí no me movés un pelo con tus modelitos veinteañeras y platinadas, a mis hijas no las vas a involucrar. Té prohíbo, ¿me oíste?, te prohíbo que mezcles a dos criaturas inocentes con esas rameras de lujo. Obviamente que ya me enteré de lo de ayer. ¿Qué creías... que no lo haría? Te puedo dar todos los detalles. Estuvieron los cuatro en el cine, ¿no   —94→   es así?... Enternecedor. Una adorable «Familia Ingalls». No lo vuelvas a hacer, Santiago, porque te juro que te hago aplastar por mi abogado.

Esponda se dejó caer en el sofá y suspiró, agobiado. Se pasó una mano por el cabello y bebió un largo y reconfortante trago de whisky. Deseaba que pronto se termine ese eterno juicio de divorcio. Deseaba que su esposa deje de torturarlo. Deseaba tener más tiempo para reorganizar su vida personal y dejar de aturdirse con niñas de plástico. Deseaba avanzar aunque sea un solo y pequeño paso en el caso Sereatti. Deseaba unas vacaciones. Tantas expresiones de deseo le hicieron pensar en cierta cosa fantástica de Las Mil y Una Noches. Si algún genio bueno rondase por casualidad el lugar, seguramente saldría desesperado ante tanta demanda de equilibrio.

¡Ah, el equilibrio... esa extraña e inalcanzable panacea que cura los males del alma! ¿Habría sido él equilibrado en algún lejano y olvidado tiempo? Por lo pronto, tenía la secreta esperanza de recuperarlo algún día. Era comprensible cierto desquicio existencial en situaciones como la suya. Por un minuto, hizo el esfuerzo de mirarse a sí mismo. Cuarenta y cuatro años, excelente reputación en su trabajo, buena posición económica, considerable éxito con las mujeres consecuencia, creía él, de estar físicamente bastante bien conservado (aunque no tuviese tiempo de quemar alcohol, nicotina y comidas rápidas en ningún gimnasio y en su cabeza comience a notarse un elevado porcentaje de cabellos blancos). En contrapartida, su caos personal. La reciente   —95→   separación que, según los «experimentados», es el tramo más duro y traumático, y ahora el juicio de divorcio, que le resultaba tan difícil de llevar. Una mujer como Dolly, con la cual era imposible razonar, sus hijas que estaban sin rumbo, tironeadas entre los afectos opuestos de sus padres. Y también su caos laboral, su trabajo que no le dejaba tiempo para pensar en nada más y que, después de más de veinte años, comenzaba a agotarlo.

Concluyó que se sentía desmotivado, pero antes de que pueda buscar soluciones al problema, el cansancio lo venció y se quedó profundamente dormido, sin siquiera oír la lúgubre campanada del gran reloj de pared, heredad de su abuelo, cuando anunció la media noche.

La secretaria impecable, de uñas cuidadas y prolija voz, completaba unos formularios tras un escritorio de líneas depuradas, integrado a la perfección en un blanco y modernísimo ambiente. Esponda reconoció el buen gusto en las extrañas esculturas de hierro, en los cuadros de autor de las paredes, en los sillones de la sala de espera, con un diseño vanguardista que los alejaba de ser un simple mobiliario.

-¿En qué le puedo ayudar?

-Soy el comisario Santiago Esponda, tengo una cita con la doctora Sereatti.

-Doctora Paula -dijo por el interno-, el comisario Esponda está en el estudio... Muy bien, se lo diré. -Le dirigió una mirada tan clara como el entorno y   —96→   sonriendo (también impecablemente) le anunció:- Si gusta tomar asiento, por favor, la doctora lo atenderá en unos segundos.

Tres personas estaban sentadas, él prefirió quedarse de pie, y deseó no tener que aguardar mucho tiempo y así poder hablar al fin con esta mujer. Tantos rodeos le hacían pensar en una entrevista con Margareth Thatcher. Pero la secretaria en seguida se acercó para acompañarlo hasta la oficina de Paula Sereatti.

Lo recibió con una sonrisa, Esponda quedó impresionado por su altura. Era más bonita de lo que se imaginaba, y también muy elegante. Tenía que reconocer que la visión lo había sorprendido. Llevaba el cabello castaño claro alzado en una coleta, vestía pantalones rectos grises, camisa blanca, blazer azul y zapatos chatos. Usaba un maquillaje suave que acentuaba sus expresiones vivaces, enérgicas. Se notaba la distante corrección en la forma de pasarle la mano, en los gestos para ofrecerle asiento, en sus sonrisas cordiales sabiamente dosificadas. Se sentó tras su mesa, que seguía las líneas depuradas de la recepción.

-Usted dirá, comisario.

-Bien, como sabrá, este es un procedimiento de rutina. En casos como este tenemos que recoger la mayor cantidad de información, por lo tanto...

-No tiene que molestarse, comisario Esponda -interrumpió Paula-. Le agradezco sus explicaciones pero no las necesito. Tan sólo pregúnteme y si está dentro de mis posibilidades, con gusto responderé a sus   —97→   requerimientos.

El frío y correctísimo argumento de Paula Sereatti lo desconcertó una vez más. No podía ser irónico pues ella en ningún momento lo agredió. Ojalá lo hubiese hecho, para poder replicarle unas cuantas cosas.

-Bien, como prefiera. -Abrió su cuaderno de notas y comenzó-. ¿Solía ver muy seguido a su cuñada?

-Frecuentemente.

-¿Dónde?

-En su casa, en la mía, en la oficina... a veces almorzábamos juntas, o salíamos de compras, o a un concierto, en fin...

Una leve sombra opacó por un instante el brillo gélido de los ojos azules de Paula y fue la primera que vez que Esponda vio aparecer un esbozo de sentimiento en su perfecta y cibernética persona.

-¿Cómo era el carácter de Susana?

-Era una excelente persona. Raras veces se la veía de mal humor o acongojada. Era muy querida por la gente que la rodeaba. Muy inteligente, muy profunda, con una gran riqueza interior.

-¿Usted tiene conocimiento del grupo de personas que frecuentaba?

-Ella y mi hermano eran muy selectivos con su entorno, y muy cuidadosos con sus afectos. A menudo se encontraban con dos matrimonios amigos de ellos. Susana es única hija por lo cual sus padres eran los únicos parientes que veía con más asiduidad. También su amiga Mabel, una ex compañera de la facultad con quien se encontraba una vez al mes. Fuera   —98→   de estas... desconozco otras relaciones.

-¿Relaciones de trabajo?

-Obviamente, comisario. El personal de la productora, sus clientes y proveedores, maquilladores, modelos, etcétera. Pero con ellos sólo mantenía una relación estrictamente profesional.

-¿Cómo veía el matrimonio de su hermano?

-Si le digo que ellos formaban el matrimonio ideal probablemente usted me acuse de imparcialidad -Paula esbozó una breve sonrisa-. Ariel y Susana tenían una muy buena relación, se complementaban de manera increíble, casi nunca discutían. Si bien mi hermano es una persona de naturaleza racional y muy frío en apariencias, en realidad es un ser muy cálido. Más aún con Susana, frente a quien parecían caer al suelo todas sus barreras.

-¿Usted vio a la víctima la víspera del asesinato?

-Sí, por supuesto. Ella y Ariel dejaron a los niños en mi casa para salir a cenar.

-¿Fue la última vez que la vio?

-No. Mis sobrinos durmieron conmigo, y ella los buscó en la mañana para llevarlos al colegio.

-¿Notó alguna actitud extraña, o le hizo algún comentario fuera de lo normal?

-En absoluto.

-¿Dónde estaba usted en el momento del asesinato?

-En mi auto, viniendo a mi oficina.

-Bien, eso es todo -dijo Esponda mientras se ponía de pie-. Le agradezco su tiempo y su colaboración.

  —99→  

Paula también se levantó y tomó la mano que él le ofrecía.

-No tiene por qué. Estoy a sus órdenes.

-Igualmente, buenos días.

Esponda evaluó la información que había recogido hasta allí mientras aguardaba su almuerzo en la cafetería de la esquina. El perfil personal de Susana Sereatti se completaba poco a poco. Por un momento fue optimista y pensó que si comenzaba la investigación por ese lado, las piezas del rompecabezas irían encajando una a una hasta concluirlo al fin.

Repasó la lista de personas que quedaban por interrogar. El esposo. Los padres. El personal de la oficina. Algunos vecinos del edificio de los Sereatti, funcionarios de la empresa y agregó en la nómina a Mabel Charles, la mujer que mencionó Paula. Sus hombres tendrían mucho por hacer.

Por un momento observó la tarjetita que tenía entre sus manos. «Dra. Paula María Sereatti. Antropóloga». Esa mujer lo exasperaba y no descubría aún por qué. Tenía la habilidad de lograr lo que nadie pudo nunca, y mucho menos una mujer: hacerlo sentir ridículo y a la defensiva. -Caramba, Esponda, sos un tipo seguro», se dijo. Sin embargo, consideró la posibilidad de que Paula Sereatti, debajo de su frialdad y su actitud apabullante, escondiera una personalidad cálida y brillante. Además, era linda. Estas apreciaciones, sin embargo, no significaban que dejara de resultarle   —100→   antipática. Esponda compadeció al hombre que tenga la osadía de invitarla a salir, probablemente el pobre tipo terminaría hecho un pollito mojado, sintiéndose un miserable y un desubicado.

En fin... al diablo con ella, ya había conseguido parte de lo que necesitaba. Tenía mucho trabajo y era mejor almorzar rápido. Al llegara la oficina, convocaría a una reunión a los jefes de cada una de las secciones para distribuir tareas y ponerse en acción.



  —101→  

ArribaAbajoSiete

  —[102]→     —103→  

Ariel recibió una llamada de la Policía. Querían una cita lo antes posible. Él ya no tenía fuerzas ni ganas de revivir el tétrico episodio, pero se consoló al instante pensando que quizá aquello contribuía a esclarecer los hechos, para terminar al fin con esa incertidumbre que lo atormentaba día y noche.

Colgó el teléfono. La cabeza le estallaba. Sintió que en ese momento estaba solo con su dolor, que nadie era capaz de comprenderlo, que el resto del mundo seguía su marcha compadeciéndolo sin saber lo que verdaderamente se sufría. «¡Hipócritas!», pensó.

En el instante en que buscaba una aspirina sonó el timbre. Fastidioso, fue a abrir la puerta. Don Alberto. Ex funcionario de correos, que sólo vivía para escuchar los partidos en la radio, comer los buñuelos domingueros de su señora y entrometerse en los asuntos de todos los vecinos. Era un hombre de expresiones bonachonas, de unos setenta y tantos años.

  —104→  

-Hola, hijo. Le traje algunas revistas que quizá le sirvan para distraerse un poco.

Y le pasó unos ejemplares de Intervalo que a él no le interesaban en lo más mínimo. No obstante, apreció la actitud del señor y le convidó un licorcito.

-¿Sabe una cosa? -preguntó el viejito, con voz baja y ciertos dejos de complicidad-, esta chica que vive debajo de nosotros... ¿cómo se llamaba?...

-Mmmmm... no recuerdo bien. Betty, o algo parecido.

-¡Eso, Betty! Bueno, esta Betty tiene unas costumbres rarísimas. ¿Se ha fijado usted, mi amigo, que uno puede ver vida y obra de los vecinos del piso de abajo cuando se olvidan de cerrar las persianas? Bueno, esta chica abre los postigos y se pasea desnuda con las luces encendidas. ¿No le parece una falta de respeto? -Ariel asintió, comenzando a divertirse-. Aunque, le diré que el espectáculo es bastante agradable. Uno cargará sus años pero todavía tiene su corazoncito ¿vio?... Le digo más. La otra tarde, entró un tipo, un militar, creo. Con mi esposa vimos que éste le ponía una gargantilla a esta Betty, Debió ser muy cara, porque brillaba mucho. Se imaginará usted lo que pasó después. ¡Lo vimos todo! Al rato se fueron en un auto que ni le cuento...

-Ya ve, don Alberto, estos edificios son «conventillos verticales», como dice mi padre.

-Y uno no tiene más remedio que enterarse de la vida de los otros. ¡No podemos estar ajenos aunque queramos! -hizo una breve pausa para vaciar su copita de licor, y continuó-. Otro que es un fulano extraño es   —105→   ese que vive al lado nuestro. Usted sabe que de la pared del living se oye todo lo que dicen. A mí nadie me lo saca de la cabeza: Ese anda en negocios turbios. Una vez, escuchamos que hablaba con unos tipos algo acerca de cargamentos, armas y esas cosas de las películas -giró la cabeza de un lado a otro y chasqueó la lengua-. Yo tengo miedo, no me gusta nada ese hombre. No, no. Ayer les contaba a alguien por teléfono acerca de un chantaje y de...

Ariel estaba maravillado con la imaginación del viejo, y lo informado que estaba de la vida de todos los del edificio.

Sintió una especial y repentina simpatía hacia él, y lamentó cuando se marchó pues, por momentos, le hizo olvidar su dolor.

Era la una del mediodía. Paula, Luis y Carola no tardarían.

-¡Al diablo! -exclamó Betty en voz alta, mientras cerraba con furia la puerta de su departamento.

Ese petulante otra vez. Ariel Sereatti volvía a descolocarla, haciéndola sentir torpe, además de humillada. El tipo constituía un gran desafío, pues era el único hombre que se atrevió a ponerla en tales situaciones y, desde la mañana que lo conoció, ella se juró a sí misma no descansar hasta ser la dueña de su bonito cuerpo y su abultada cuenta bancaria.

Contó con los dedos cuántos años habían pasado, pero ni así pudo llegar a precisarlo. El   —106→   tiempo se le había escapado cuantitativamente, pero los hechos estaban tan claros en su memoria que hasta podía ver aún el recorrido de la voluta del humo de su cigarrillo, mientras entrecerraba los ojos, escudriñándole el rostro sin piedad.

-Bueno, en realidad lo que nosotros necesitamos es gente con experiencia. -Echó una ojeada indolente a la foto que Betty había dejado sobre la mesa-. Sos muy linda, nadie puede negarlo...

-Vea, puedo no haber hecho jamás televisión, pero le juro que puedo aprender.

-Sí, sí, por supuesto. Pero lamentablemente nosotros no trabajamos a riesgo. Tenemos clientes muy exigentes, en el caso de los comerciales, y para la nueva telenovela la gente ya ha sido seleccionada, la mayoría son actores y actrices famosos y...

-¿Y como extra?...

-Los extras también están seleccionados concluyó Ariel - mientras levantaba el auricular del teléfono para atender una llamada.

Por primera vez en su vida, Betty estaba perdiendo terreno frente a un hombre. Se sintió frustrada al comprobar que sus caídas de párpados y sus cruces de piernas no funcionaban con ese tipo. Ella lo observaba. Mientras hablaba, Ariel sonreía, fruncía el ceño, mordisqueaba el extremo de su bolígrafo, carraspeaba... Cualquier gesto resultaba terriblemente encantador. Esos ojos azules parecían hechos del más puro hielo, sin embargo, se habían suavizado un poco al levantar el teléfono. La piel bronceada, el   —107→   aroma de su perfume, el pelo castaño que el gel mantenía en su lugar, la camisa blanca y la corbata, las obras de arte que colgaban de la pared de su oficina, todo hablaba de clase, y de su persona emanaba una innata actitud de poder.

Betty decidió jugarse su última carta. Conseguiría el trabajo, y conseguiría también a Ariel Sereatti, sus millones y su poder. Él colgó el teléfono y su vista se posó en la muchacha. Mientras se ponía de pie para dar por terminada la entrevista, le dijo:

-Te avisamos si aparece algo. Pero sinceramente no quiero crearte falsas expectativas. Nosotros trabajamos con otro tipo de perfil.

¡Cerdo! Todavía no estaba dicha la última palabra. Él posó su mano sobre el pomo de la puerta y antes que pueda accionarlo, ella la tomó con la suya. Ariel se quedó inmóvil, como un tigre al acecho, esperando.

-No sea tan duro, señor Sereatti. Si es bueno conmigo podemos pasarla muy bien juntos -le susurró, tal cerca de su oído que pudo percibir el olor exquisito de su perfume.

Él giró la cabeza y Betty sintió el estiletazo de la mirada congelada sobre sus propios ojos. Con la mano libre, retiró despacio la manecilla de la chica.

-Te pido por favor que abandones mi oficina.

Ella se empinó sobre sus tacones para rodearle el cuello con los brazos, apretándose con fuerza contra el cuerpo de él. ¡Qué hombre! Haría cualquier cosa por llevárselo a su cama.

  —108→  

-Si tan sólo me diera una oportunidad. Le juro que no se va a arrepentir. Por favor... -era la primera vez en su vida que Betty pedía por favor a un hombre.

Con toda la serenidad que pudo reunir, Ariel la apartó con firmeza y dijo:

-No soy hombre de dar oportunidades a gente que utiliza recursos tan bajos. Por última vez y de buena manera: salís de mi oficina o llamo al personal de seguridad.

Ella tomó su cartera y cuando pasó frente a él para marcharse, se detuvo para decir:

-Algún día lo va a lamentar. Se lo prometo.

Él ignoró el comentario y se hizo a un lado para dejarla pasar.

-Buenos días, señorita.

El recuerdo tenía sabor agrio. Betty jamás olvidó a Sereatti, su discurso escueto y la dura muralla de hielo tras la que hablaba, su pinta de actor de cine aderezada con su actitud prepotente y soberbia. Y era justamente esa actitud la que, en vez de hacerla retroceder como un animalito asustado, le planteaba todo un desafío. Y entonces Ariel se le incrustó en el alma como una secreta y enfermiza obsesión. Fantaseaba con ser la dueña de ese Adonis inalcanzable, lo imaginaba en su cama, lo imaginaba sonriendo, lo imaginaba regalándole pieles y perfumes, lo imaginaba pidiéndole perdón e implorándole amor, lo imaginaba cordial, lo imaginaba... Hasta cuando Enrique la besaba, imaginaba que era él. Ariel Sereatti. El único. El hombre. La meta.

Durante años, idealizó a Sereatti con un puñado   —109→   de falsas creencias, que fueron derrumbándose una a una el día que se mudó al departamento de Enrique. Primero comprobó que él ni siquiera la recordaba (¿cómo pretendía que lo haga, con tantas chicas que desfilaban por su oficina con sus sueños a cuestas?) Después supo que era casado, y que tenía unos niños preciosos. Y la última decepción: su esposa era la antítesis de ella misma, alta, morena, elegante, dinámica, sonriente, con clase...

Esa ramera Sereatti. Ella no tenía ningún derecho de anteponerse a sus objetivos. Cuando se cruzaban en el hall del edificio o en el ascensor, Betty sentía correr por su sangre la naturaleza violenta y agresiva de su padre, entonces le venían ganas de destrozarle a golpes su bonita cara maquillada. Apretaba fuerte los puños y construía una armadura de insensibilidad cuando la indiferencia de Susana le rozaba la manga del vestido.

Y ahora, cuando finalmente llegaba el momento de abrir fuego con el primer disparo que iniciaba la guerra, él la desarmaba una vez más con su frialdad y su desconocimiento. Secretamente, Betty sabía que él sería suyo, como supo cuando joven que saldría de la miseria. Su linda esposa, que ella consideraba el principal obstáculo, estaba ya bien muerta y enterrada, lo demás dependía de ella y sólo de ella. Se puso de pie con determinación y, mirándose al espejo, se dijo:

-Nadie te va a quitar lo que te corresponde, Beatrice Antonello. ¡Nadie!



  —[110]→     —111→  

ArribaAbajoOcho

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-¿El señor Alberto Corrales?

Entreabrió la puerta sin soltar la cadena de seguridad y la nariz roja apareció en primer plano en la pequeña abertura.

-¿Qué se le ofrece?

-Comisario Santiago Esponda -se presentó. Al ver la credencial de la Policía, la cara del anciano se congestionó en una expresión de pánico soslayado-. Necesito hacerle unas preguntas, si es tan amable. Es por el asesinato de Susana Sereatti.

Don Alberto destrabó rápidamente la cadena y abrió la puerta de par en par.

-Sí, sí. Por supuesto, comisario Esponja...

-Esponda.

-¿Eh?

-Mi apellido es Esponda. Con D.

-Oh, sí, disculpe. Esponda. Adelante, señor Esponda, pase. -La evidente turbación le entorpecía el habla, por lo cual Esponda se compadeció, algo   —114→   divertido, y aclaró:

-No se preocupe, señor Corrales, es sólo rutina. Hemos interrogado a la mayoría de los vecinos del edificio, no le robaré mucho tiempo.

Corrales le invitó a sentarse y en seguida vino doña Blanca, su esposa. La tensión se fue aligerando poco a poco cuando hablaron del clima lluvioso, de lo frío que se vino este invierno, «qué desastre, estamos sufriendo las consecuencias de los irresponsables que no cuidan el planeta», y terminó de distenderse cuando la señora les sirvió unas masitas de chocolate que daban la impresión de desgarrar el hígado con el olor, pero que el policía decidió probar para no deshonrar el gesto. La mujer era vivaz e inquieta, como su marido, los dos irradiaban cierta energía que invitaba a la charla, sonreían, y un aire de «abuelesca» calidez flotaba en torno a ellos. Esponda comenzó preguntando acerca de la vida del matrimonio Sereatti y, a diferencia de los otros vecinos, don Alberto y Doña Blanca parecían estar al tanto de sorprendentes pormenores.

Así, le contaron con impresionante exactitud los horarios de llegada de Ariel y Susana, porque don Alberto tomaba su religioso vermut de las siete y media en el bar de enfrente y siempre los veía regresar. A veces llegaban con los mellicitos (¡ellos son tan simpáticos!), otras veces a los niños los traía la hermana de él, por cierto qué señora más estirada esa, tan distinta a la señora Susana, que siempre estaba contenta. Rosa, la empleada doméstica venía a la mañana y se marchaba   —115→   cuando los señores llegaban por la tarde. Doña Blanca solía encontrarla en la azotea al ver la credencial oficial de la Policía o en el almacén y ella le contaba lo buenos que eran con ella los Sereatti. El señor es un poco serio, pero eso no le quita que sea una gran persona, en cambio la señora Susana era un encanto... ¡hasta vestidos le regaló a Rosa, hasta vacaciones en las sierras! Y entre ellos... ¡cómo se querían! El señor Ariel veneraba a su esposa (qué suerte la de ella, aparte él tan buen mozo). Rosa nunca escuchó peleas, ni gritos... por lo menos, no delante de ella. Con los vecinos no tenían mucho trato, «buen día, buenas noches, hasta luego», eso sí, muy correctos y educados. La gente que los visitaba era siempre muy distinguida, y a veces la hermana venía para quedarse con los niños cuando ellos salían. Esa señorita Paula no es que sea muy agradable... ¿vio, comisario?

Esponda agradeció a los viejitos la colaboración y, ante la insistencia de Don Alberto, prometió almorzar algún día en su casa.

-Le tomo la palabra, señor Esponja.

-Esponda. Con D.

-Disculpe, lo doy por hecho, comisario Esponda.

Extrajo de la impresora el último de los interrogatorios. Releyó las carátulas de cada uno y lo abrumó su propia disconformidad. Los hechos continuaban confusos y ni siquiera podía vislumbrarse una pista que al menos lo acerque a un solo sospechoso.

  —116→  

El portero de Paula le pintó un panorama general acerca de la relación de ésta con los Sereatti, lo cual quedó aseverado después por la misma Paula. Parecían conformar un triángulo extraño y bastante cerrado.

De la declaración de Ariel Sereatti, Esponda confirmó lo que la mayoría de las personas aseguró: el tipo estaba muy enamorado de su mujer, la relación había sido muy profunda. El pobre hombre estaba destrozado. Esponda trató de ponerse en su lugar por un momento; pero su situación era muy diferente, por lo cual decidió mirar el caso desde afuera.

Tanto los desconsolados padres de Susana, su amiga Mabel, los empleados de la productora y algunos vecinos coincidieron en describir a la víctima como una mujer encantadora, con un buen humor constante, muy bella, excelente profesional. «Supermujer», pensó Esponda y no pudo evitar inmiscuir otra vez su historia personal entre los papeles y recordar con pesar el fracaso de su propio matrimonio.

Hojeó la carpeta «Vecinos», y allí sólo encontró inservibles y poco objetivas descripciones del señor o la señora, de las hermosas criaturas y algunos hábitos de la familia. Sin embargo, resaltó con marcador la hoja de Beatrice Antonello. La chica parecía tener una especie de solapado resentimiento contra los Sereatti, sobre todo contra Susana. Interrogaría nuevamente a la muchacha, y trataría de explorar más profundo en sus declaraciones. Le llamó la atención también la carátula   —117→   de la señora Dionisia Santa Cruz, del noveno piso. Ella y su hija Ana Clara sabían vida y obra de la familia. Extrañado, se dijo que sólo alguien muy ocioso puede ponerse a espiar por la ventana el interior del departamento del piso de abajo.

Si bien el panorama se ampliaba para Esponda, las pistas para esclarecer el asesinato eran prácticamente nulas. Uno de sus hombres visitó la ferretería que estaba enfrente de la productora. El empleado vio ingresar el auto de Susana la mañana del crimen, pero no pudo precisar si alguien entró antes que ella ni vio salir a nadie después. El sereno de la productora se marchaba a las seis y media, mucho antes del arribo del personal, por lo cual sus declaraciones tampoco le eran de mucha utilidad.

Se sentía cansado y frustrado. Sin notarlo pasaban las semanas y sus subordinados de trabajo comenzaban a murmurar a sus espaldas. Estaba acorralado.

El aglomeramiento de muebles barrocos y las pesadas cortinas rojas desentonaban desagradablemente con los estantes de caño cromado, las flores de plástico y los posters de cantantes abarrotando las paredes. Esponda no pudo entender tanto derroche de vulgaridad, si alguien lo hubiese hecho adrede, jamás hubiese logrado algo tan espantoso. Un intenso y dulzón olor a desodorante de ambientes intentaba sin éxito sofocar el olor a fritanga   —118→   de los restos del almuerzo, y juntos conformaban una combinación nauseabunda. La televisión a todo volumen, encendida en el canal de las novelas, era un reto a la calma del más controlado de los sujetos.

-¿Podemos bajar el volumen, por favor?

-Oh sí, por supuesto comisario Esponda

Betty se puso de pie ostentosamente y pasó por delante del policía con un provocativo contoneo de caderas. Volvió a sentarse en el pomposo sofá y se inclinó para tomar su taza de café, cuidando que el escote de la blusa caiga lo suficiente como para ofrecer una panorámica vista de sus exuberancias-. Ahora sí, lo escucho -dijo, acentuando sus palabras con un parpadeo.

-Bien. ¿Cuándo conoció a los Sereatti?

-A ella la conozco de vista, de cruzarnos en el pasillo o en el ascensor. Con él... bueno. Con él fue diferente.

-Usted lo conocía de antes.

-Digamos que sí.

-Necesito que sea más específica, señorita.

-Está bien, le contaré.

Después de varios rodeos, Betty narró al policía la historia de aquella primera entrevista, la frialdad de Ariel, su bronca. Obviamente, omitió ciertos detalles que «no venían al caso». Siguió por el día que se sorprendió al descubrir que él vivía en su edificio, haciendo hincapié en lo engreída que le resultaba Susana Sereatti y manifestando abiertamente su antipatía; y concluyó con una versión un tanto   —119→   cambiada de la tarde en la sala de los Sereatti.

-Yo le juro, comisario, que nunca pensé que alguien podía ser tan grosero con una dama que se acerca a ofrecer ayuda y a llevar sus condolencias.

-¿En qué consistía esa ayuda, señorita Antonello?

La rubia paseó nerviosamente la vista por la habitación, se acomodó un inexistente mechón escapado de su peinado y vaciló un poco al responder:

-Bueno, ayuda. Usted sabe... algo de compañía, una charla quizás.

-Ya veo.

-Ponerme a sus órdenes -se apresuró a decir ella-. ¡Eso mismo! Cuando uno ofrece ayuda a alguien se pone a sus órdenes ¿no es así?...

-Por supuesto. ¿De qué vive, señorita Antonello?

-Comisario Esponda, es una pregunta algo indiscreta ¿no cree?

-¿De qué vive? -insistió él.

-De rentas -mintió ella.

-Ahá, de rentas. ¿Podría ser más específica?

-Bueno, digamos que ahorré cierto dinero, lo puse en el banco y los intereses me permiten vivir con comodidad.

-Ha de haber amasado una gran fortuna, entonces. El alquiler de este departamento no debe ser exactamente barato. ¿O es suyo?

Betty estaba perturbada. No le gustaba dar detalles de su vida y se sentía acorralada.

-Sí.

  —120→  

Esponda se puso de pie mientras decía:

-Muy bien, señorita Antonello, aprecio su colaboración. Estudiaré sus declaraciones y, de no resultarme convincentes, pediré una nueva indagatoria. Esta vez, en la comisaría. Le aclaro que cualquier alteración a la verdad puede enviarla a la cárcel acusada de obstrucción a la justicia. Buenas tardes, y muchas gracias.

Estaba llegando a la puerta cuando la vocecita de Betty lo detuvo:

-Comisario -él se volvió sin emitir sonido-. Está bien, usted gana.

Betty confesó entonces sus comienzos en la ciudad, el sueño de ser actriz, su historia con Peter, y concluyó hablándole de la relación tormentosa con Enrique, sus celos y su ira, paralelo a su dadivosa manera de disculparse con obsequios y abultadas «sorpresitas» en efectivo.

Cuando Santiago Esponda salió de allí, estaba convencido de que la pequeña muchacha escondía muchas cosas. Había puntos oscuros en su declaración, estaba casi seguro de que la chica sabía algo acerca del asesinato. Estaba dispuesto a profundizar en el asunto hasta aclarar hasta la última de sus dudas.

Esponda accionó una vez más la contestadora para volver a escuchar el mensaje:

-Soy Paula Sereatti. Le agradecería que se ponga en contacto conmigo. Estoy en mi casa. Gracias.

  —121→  

Se sentó lentamente en el sofá y se tomó su tiempo para terminar el cigarrillo y el Jack Daniel's recién servido. Luego buscó su agenda y marcó el número de Paula.

-Doctora Sereatti, ¿en qué le puedo ayudar?

-Necesito hablarle personalmente, comisario Esponda. Si no tiene inconvenientes, me gustaría reunirme con Ud. lo antes posible.

-Con muchísimo gusto, doctora, usted me dirá cuándo.

-En realidad, estoy bastante justa con mi tiempo, pero me urge esta entrevista. Quizás podría recibirlo en mi oficina a última hora de la tarde.

-Bien. Estaré allí a las siete y media.

-Lo espero. Y muchas gracias.

¡Qué extraño! ¿Qué tendría que decirle «la dama de hielo»? La perspectiva de hablar con ella lo irritaba, aunque paradójicamente, sentía cierta curiosidad e intriga hacia la persona de Paula Sereatti. Ella era tan impenetrable que la sola idea de explorar los insondables territorios escondidos «más allá de la coraza» resultaba muy atractiva.

Pero no tenía intenciones de meter sus narices en la vida de nadie, demasiados conflictos tenía en la propia. Mejor telefoneaba a alguien más fácil de tratar y sin ninguna coraza que derribar. Tomó su agenda. Ingrid, Claudia o Patricia. Cualquiera. Una o la otra vendrían bien para hacerle olvidar por un momento las penas con sus risitas de utilería y sus primarios diálogos de cartón pintado. Entonces, escribió los tres   —122→   nombres, los mezcló y extrajo uno al azar. En seguida tomó el teléfono:

-¿Patricia? Hola, preciosa. ¿Qué te parece si salimos a portarnos como chicos malos y a reírnos de la noche?

La puerta principal de PMS Estudio estaba trabada, por lo cual Esponda hizo sonar el timbre. Paula Sereatti acudió a atender, con cierto aire casual que distaba mucho de la rígida formalidad con la que lo recibió la última vez. El personal se había retirado y sólo ella quedaba en el lugar.

-Ya no hay más nadie aquí, pero puedo prepararle un café. Si se anima -aclaró sonriendo.

-Por supuesto, muchas gracias.

Definitivamente, la actitud de Sereatti había cambiado, él no supo si esto se debía a que ella estaba fuera del horario de trabajo, o por haber sido Paula quien planteó la entrevista o quizás eran sus jeans, su camisa y su pelo suelto que la acercaban a un ser de carne y hueso. Trajo los cafés, obvió el escritorio y le invitó a sentarse en la pequeña salita dentro de su oficina. Era un agradable rincón con sillones mullidos y exóticas antigüedades, sabiamente contrastadas con el estilo vanguardista del lugar.

-No quiero quitarle mucho tiempo, comisario. Sinceramente no es nada de urgencia pero...

-No tiene que molestarse, doctora -interrumpió él-. Le agradezco sus explicaciones pero no las   —123→   necesito. Tan sólo pregúnteme y si está dentro de mis posibilidades, con mucho gusto responderé a sus requerimientos.

Por un momento, Paula se quedó atónita y sin comprender, hasta que recordó la primera entrevista, cuando ella le había dicho exactamente lo mismo. Se dio cuenta, entonces, que el hábil policía la había hecho caer víctima de sus propias palabras. Él se quedó mirándola, reprimiendo una sonrisa, después de lo cual los dos se echaron a reír.

-Está bien, admito la derrota; pero usted admita que es un hombre que sabe esperar el momento justo para cobrarse sus revanchas. -Paula sonreía tras su taza de café y él creyó estar hablando con otra mujer-. Suena peligroso, comisario.

-Digamos que no lo soy tanto, pero bueno, reconozco lo primero.

-Me cuidaré de ahora en más. Comisario, lo he citado porque estoy verdaderamente preocupada por mi hermano. Se le ha vuelto una obsesión enfermiza el descubrir al asesino de su esposa y yo sé muy bien que hasta que no se encuentre al culpable, no se liberará de esa actitud atormentada. Sé que le estoy exponiendo una cuestión muy personal, pero sinceramente, mi hermano Ariel es el ser más importante en mi vida, y yo soy capaz de hacer cualquier cosa por él. Comisario, quiero pedirle que se ocupe del caso especialmente, y a su vez me pongo a sus órdenes. Haré lo que sea necesario, lo que fuera que ayude a esclarecer lo sucedido.

  —124→  

Esponda estaba algo sorprendido. Tras las palabras de Paula se entreveían la desesperación y la lucha por mantener la cordura, para no descubrir del todo su costado sensible. Pensó que Paula tenía pudor de sus propios sentimientos. Tal vez, en ese momento, ella debía sentir que se estaba desnudando frente a él.

-Entiendo -dijo-. Desde luego, doctora, yo más que nadie estoy interesado en que todo esto llegue a su fin. Le aseguro que tanto mis hombres como yo estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance.

-¿Cómo están las cosas?

Él suspiró.

-Difíciles, doctora. Prácticamente no hay pistas, ni mucho menos testigos. Todo lo que hacemos se basa en deducciones nuestras, extraídas de los diferentes interrogatorios, y en los indicios que se desprenden de los informes del forense y de la sección Balística. Pero en concreto hay muy poco. El asesino, obviamente era un profesional. No ha dejado un solo rastro.

-¿Usted cree, comisario, que haya sido un psicópata?

-No me cabe duda. El perfil de su cuñada no coincide con el típico blanco de asesinatos por venganza o de crímenes pasionales. He estado investigando otros casos en archivos pero no hay similitudes, ni balas provenientes de ese tipo de armas...

-¿Qué tipo de arma?

-Era una pistola Ballester Molina.

-Ahá. Una 7,65 -acotó Paula-. Esas armas se   —125→   usaron en la Segunda Guerra Mundial. Un verdadero lanza proyectiles.

-Y una excelente maniobra del asesino. Es imposible identificar a su dueño.

La conversación continuó en torno al asesinato y después, sin que ninguno lo note, ambos estaban introduciendo lentamente sus opiniones personales. Paula era tina mujer muy informada y, aportaba comentarios válidos e inteligentes a los relatos del policía. Era fácil conversar con ella, las palabras fluían y él sentía eso que los fanáticos new age definían como «vibrar en una misma sintonía». Esponda notaba que «la dama de hielo», contundente y, de pocas palabras, se mutaba en un ser humano afable, profundo, con un extraño y exquisito sentido del humor. Definitivamente, una mujer interesante.

Aquello que, en un principio, sería una breve entrevista de trabajo se convirtió en una charla distendida y cordial, que tocó desde los exóticos viajes de Paula investigando culturas ignotas, hasta los libros preferidos de él y de ella, pasando por la riqueza espiritual de las personas.

-Cada vez es más difícil dar con gente que tenga criterios formados acerca de las cosas. Estamos en la era del culto a lo visual, a lo externo, y esto nos lleva a que lo de adentro no importe o importe cada vez menos porque de todas maneras «no se ve» -comentaba ella.

-Usted parece una mujer con mucha vida interior, doctora -aventuró él, involucrando la primera   —126→   apreciación acerca de ella.

Por un momento, pensó que Paula tomaba mal el comentario, pues se quedó pensativa y en silencio, pero al instante se echó a reír y exclamó:

-¡Vaya descubrimiento, comisario! Me siento un fósil debajo de la lupa de un arqueólogo.

-No me mal interprete. Se suponía que era un halago... No debo ser bueno para los halagos -concluyó con fingida resignación.

-O puede ser que yo esté un poco susceptible en cuanto a ese tema. Sé que no soy una mujer fácil. Las personas que no me conocen me definen como antipática o cosas por el estilo. Por eso creo que mi círculo de afectos es tan reducido. Un poco porque detesto la hipocresía, y la estupidez me parece una de las formas más perfectas de vulgaridad; y otro poco porque amo la gente que está viva por dentro y ésta suele ser una escasa minoría. Mi hermano, por ejemplo, es uno de esos seres con los cuales puedo comunicarme más allá de las palabras. Yo lo defino como «conjunción de almas».

-Ustedes conforman un dúo peculiar.

-Sí, comisario -y en las expresiones de Paula algo se dulcificó, como sí una gran ternura la volviera vulnerable-. Desde siempre, desde niños. Como le dije antes, haría cualquier cosa por Ariel, y él por mí -y le narró las aventuras de pequeños, las locuras de la adolescencia, sus códigos, su extraña manera de devorarse la vida, sus charlas hasta el amanecer-. Reconozco que el casamiento de Ariel fue bastante duro   —127→   para mí, si bien yo adoraba a Susana. Estaba feliz porque un gran hombre se llevaba una gran mujer. El vacío fue enorme. Pero bueno... después las cosas siguieron como antes, con la diferencia que, esta vez, Susana se había unido a nuestra locura.

-Sinceramente, es muy difícil imaginarla a usted haciendo locuras -dijo él.

Ella rió con ganas.

-En verdad, Ud. no me conoce, comisario.

Cuando Paula miró el reloj comprobó que hacía tres horas y media que estaban hablando. No entendía cómo ese tipo, que era un desconocido, había logrado que ella se vacíe como una alcancía y revele todas esas cosas tan suyas, tan privadas. Cuando él se marchó, Paula se quedó disfrutando del aire, donde aún flotaba la presencia de ese hombre seguro, endurecido. Ni tan sensible a la vez. Paula pensó que él y ella se parecían bastante. Eran almas solitarias dentro de una armadura de helado metal. Él estaba muy atormentado por los vaivenes de su reciente separación, por las exigencias de su trabajo, pero ella estaba segura de que tenía muchas cosas para ofrecer.

No saliendo del asombro por lo que acababa de suceder, Paula tomó el teléfono y discó el número de Ariel.



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ArribaAbajoNueve

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Anita acomodaba prolijamente la ropa de los niños. Carola y Luis le estaban tomando mucho cariño y, secretamente, esto la engrandecía. Le producía cierto orgullo el hecho de que ella, Anita-la-solterona, la pobre diabla sombría recorriendo el lado de adentro de la vida, despierte algún pequeño sentimiento en alguien. Ella no tuvo hijos, no tuvo un hombre que la ame, ni siquiera tuvo emociones fuertes. Su vida de mujer sola se le había adherido como una costra sobre los pliegues del alma y había hecho de ésta una dura y vieja callosidad.

Pero ella no lo sabía.

Su madre siempre la cuidó, siempre se ocupó de ella y la acunó en sus brazos. Mamita. Ana de treinta y tres años, llorando aún sobre su vasto pecho. Anita nunca dejó de escucharla y de seguir sus consejos. De no haber sido así, ahora estaría allá afuera, penando en una vida de maldades e injusticias. Ella nunca salió del capullo seguro y del arrorró tibio de su primera infancia. Ella nunca   —132→   levantó la voz para defenderse, porque mamá estaba allí para hacerlo por ella. Ella nunca empeñó seguridades para tomar una decisión, porque mamita decidió siempre mejor que ella y asumió los riesgos de sus fracasos. Ella nunca quiso grandes cosas para sí, porque las grandes cosas representan peligros. Ella nunca ambicionó nada, porque todo lo que poseía y el amparo del amor de mamá tenían que bastarte para ser feliz.

Algunas noches se le aparecía «El Príncipe Encantado», tan apuesto, tan dulce, a llevarla con él para hacerla feliz hasta la eternidad. Aquellos sueños le producían un extraño bienestar. Al despertar, Anita se sentía culpable y avergonzada. Mamá decía que no había que pensar en hombres.

-¡Son una raza despiadada! -acusaba.

Pero ella sabía que «El Príncipe Encantado» era diferente a los demás. Y no podía evitar aquellas sensaciones. Como tampoco podía evitar sentirse pequeñita cuando, en la realidad, él pasaba a su lado y ella olía su perfume tan rico. Claro, él ni siquiera notaba su presencia. Pero Anita lo amaba en silencio. Y estaba segura de que algún día él se enamoraría de ella.

-¿Te gusta mi dibujo, Anita?

La vocecita de Carola la sobresaltó y la trajo de regreso al presente. La niña extendió un papel de dibujo sobre la cama.

-¡Qué hermoso!... ¿Quiénes son?

La pequeña se puso grave y, señalando uno a   —133→   uno los personajes garabateados en la hoja, dijo:

-Luis, Tía Paula, papá y yo. Y acá, arriba del sol, está mamá.

Ana la rodeó con sus brazos y, por un momento espantó el horror de la tragedia. La pobre Carola no tenía una mamá que la proteja. Ella, en su lugar, se hubiese suicidado.

Ariel luchaba con uñas y dientes consigo mismo y con los demás. Trataba de aprender la soledad. Por más que se proponía, no podía enterrar y dejar en paz aquellos hechos que en poco tiempo hicieron de su vida una pesadilla. Susana había muerto y él sabía que encontrar al culpable no la resucitaría, ni aliviaría el dolor. Sin embargo, semejante atrocidad debía ser pagada. El asesino no merecía la libertad. Y Ariel, perseguido por la gran injusticia, no dormiría hasta verlo entre rejas. Ni siquiera podía dejar de preguntarse por qué. Por qué a Susana, por qué a un ser con tanta generosidad y tanto amor. Por qué a su esposa, a la mujer de su vida, a la mamá de Carola y de Luis. Por qué. Sumado a esto, la lucha de sobrevivir a su ausencia. En el trabajo ya nada era igual sin ella moviéndose de aquí para allá, organizando, creando, imaginando, riendo, compartiendo sus éxitos. ¿Con quién los compartiría ahora?... ¿Con quién brindaría con champán hasta el amanecer un cliente ganado, o el final exitoso de una telenovela, o la documental que grabaron en Medio Oriente?

  —134→  

Timbre.

-Señor Ariel, acabo de dejar a Luisito y Carola en casa de la señorita Paula. Yo pensé que mañana podría buscarlos desde allí para llevarlos a la práctica de tenis.

-No es necesario que se tome tantas molestias.

-¿Sabe, señor? Mañana es sábado y no voy a la escuela, y estaré muy contenta de dar un paseo con ellos antes de dejarlos en el club.

-Le estaré muy agradecido, entonces. Mi hermana tiene que atender unos asuntos por la mañana y no podrá hacerlo. Yo me encargaré de buscarlos del club al mediodía.

A la muchacha se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja.

-Gracias a usted, señor. Hasta mañana.

-Hasta mañana.

Se preguntó también qué clase de magnetismo tendría esa criatura insípida sobre sus hijos. A su vez, le resultaba extraño el marcado interés de esta mujer por atenderlos y cuidarlos. Ellos parecían estar encantados, sobre todo Carola, con quien Anita se pasaba horas leyendo cuentos y pintando. Ariel, en cierta forma, se había visto beneficiado con esta «mutua atracción», ya que Paula podía contar con vida propia ahora, y él no tenía que ver la cara de preocupación de Rosa cada vez que se quedaba tiempo extra para cuidarlos. Él le propuso entonces bonificar el trabajo de la solterona con un salario.

-No se trata de ningún trabajo, señor Ariel. Adoro a los chicos y no veo por qué tenga que cobrar   —135→   nada por estar con ellos.

Ella se rehusó a aceptar ningún dinero y cuando él vio un asomo de lágrimas en los ojos de la mujer, decidió no insistir. Seguramente, algún día hallaría la forma de recompensarla.

Pensó en su hermana. Le intrigaba la llamada de aquella noche. Paula era muy objetiva y analítica con las personas y se abstenía de hacer comentarios hasta no estar segura de ellas. Sin embargo, después de hablar dos veces con el comisario Esponda, ella telefoneaba para tranquilizarlo y decirle que el caso estaba en buenas manos, que se trataba de un profesional con mayúscula y que hallaría al culpable por más difícil que esto parezca.

Él también opinaba lo mismo. Los últimos encuentros con el policía le dejaron una reconfortante sensación de seguridad. Desde la primera conversación, a las pocas palabras, Ariel se dio cuenta que el comisario sabía lo que hacía, le parecía un tipo con criterio y coherente en su forma de trabajar. Considerando las escasas evidencias que había dejado el asesino, él sabía que Esponda avanzaba, aunque más no fuera de a poco, en la investigación. Por supuesto, era consciente de que el camino hacia el asesino era muy largo. Aún así confiaba en Esponda. Pero Paula estaba siendo muy efusiva. Y esto lo sorprendía. Y bueno... no tardaría en enterarse por qué. Paula era incapaz de esconderle por mucho tiempo ningún secreto.

El chillido de la puerta de Ana, en el piso de arriba, resonó en el silencio del edificio. La soledad de   —136→   Ariel se agigantaba por las noches. Trataba de solapar los recuerdos tras las páginas de los libros o emborrachar su alma en blanco y negro con las imágenes saturadas de colores de los videos, hasta que el sueño le apagaba los pensamientos y todo se tornaba ligero y soportable hasta el día siguiente. Pero esa noche en particular, no se sentía atraído por Morris West que lo esperaba en su mesa de luz, ni por los adormecedores sonidos de la televisión. Necesitaba hablar con Paula y pensó en llamarla, pero desistió. Últimamente estaba siendo muy absorbente y egoísta, olvidando que ella también tenía una vida.

Se sirvió entonces un whisky, accionó un CD de música new age y se recostó en el sofá, dejando que las notas contengan el llanto no derramado y apacigüen los temblores de la bronca no gritada. Cuando el whisky desapareció del quinto vaso, Ariel se sentía flotar en una mullida bruma de sensaciones, en una dulce y pacífica euforia, acrecentada por el humo denso de su cigarrillo en el místico aire de esa noche. La áspera y pesada voz de Albert King reemplazó los etéreos acordes de Enya. Otra copa, por él mismo. Por Albert King, por la bebida. Una carcajada exorcizó la tristeza. Larga y sonora carcajada, hija del alcohol y de los blues, que se fue mutando en un llanto que brotó solo, porque sí, un llanto interior, catarata, desalojando del alma la angustia contenida tanto tiempo. Tragó las lágrimas con la última gota de whisky, y lo aturdió el golpe seco del hielo estrellándose en el fondo de la copa vacía, superponiéndose al sonido agudo del timbre.

  —137→  

Llegó a la puerta a duras penas y, entre el humo del cigarrillo y la niebla de la embriaguez, vio el contorno de una pequeña mujer.

-¡Señor Ariel! Había una luz en su ventana y supuse que estaría despierto. Bueno... pensé que necesitaba compañía - explicó ella, cautelosa.

-Por supuesto, adelante... ¿cómo dijo que se llama?

-Betty, señor.

Ah, cierto, Betty Boop. Simpática la rubiecita.

-¿Quiere algún trago, señorita Betty?

Y antes que ella conteste, le estaba ofreciendo un whisky y volviendo a llenar su propia copa. Le agradó la idea de tener con quien compartir, aunque más no fuera la mujer-caricatura, alguien que lo haga sentir menos solo en ese trágico mundo de gente acompañada. Ella se sentó a su lado en el sofá. Transcurrió un silencio solemne, que ninguno supo quebrar. Ariel flotaba en nubes de alcohol, y ella sentía que el corazón le golpeaba, enloquecido.

-Linda música... ¿quién canta?

-Albert King. Un viejo lobo de blues -contestó él.

-¿Blues?

-La música de las nostalgias trashumantes -dijo Ariel, con la mirada perdida en alguna invisible forma en el aire-. Los bosquejos llegaron a Norteamérica en el barco de los esclavos africanos, y en los años treinta empezaron a tomar su forma actual en los cabarets y en las tabernas marginales.

  —138→  

-Oh. Qué interesante -respondió ella, entendiendo muy poco lo que él decía-. Es una melodía muy sexy.

-Es un lamento, -corrigió él- sentida añoranza negra.

-Es muy linda, pero yo prefiero otro tipo de canciones. De amor, y en castellano.

-Seguramente -murmuró Ariel, reparando en el esmalte morado de las uñas, en los altos tacones plateados y el moño anaranjado que coronaba su cabeza.

-Si quiere puedo bajar a buscar unos discos.

¡No... que no le hagan eso! Que no lo despojen de su música sagrada, que no le lastimen los oídos.

-Gracias, señorita Betty, no tiene por qué molestarse. ¿Le sirvo otro trago?

Inesperadamente, ella se acercó a él y se apretó contra su cuerpo. Ariel no tuvo tiempo de reaccionar, la bebida lo atontaba, y se quedó tieso como una estatua.

-No seas tan formal conmigo. No es necesario, mi tesoro -le susurró ella, mientras con un dedo le recorría el cuello para descender luego por la superficie que descubría la camisa abierta.

Una caricia, amigo King. Cuánto tiempo. Despertaban las sensaciones y el cuerpo respondía, y la sangre galopaba por las venas como potros salvajes. Todo en él renacía. Un beso. Chispas en el aire. Piel de mujer. Susana, te enciendo otro Virginia. Hermosa, riendo.

  —139→  

Suspiro. Sos el Paraíso. Nunca hice el amor así.

Incendio. Sudor. Unos metros, Susana, unos metros y llegamos a la playa. Y te beso, y te bebo, salitre, esencia de mar colgada de tu cuerpo.

Respiraciones agitadas. Quitame todo el aliento, Susana, inhalá mi ser y guardalo dentro tuyo.

Esta música. El Café del Altillo está vacío esta noche, y un bohemio barbudo canta para ellos. Old love, leave me alone3. Bailamos, mi amor, te siento, te abrigo, te abrazo, te tengo. Old love...

Besos con sabor a alcohol. Champán para dos, burbujas. París, feliz aniversario. ¡Voilá la magia! ¡Voilá Dom Perignon!

Y finalmente el éxtasis. La suma de lo sublime y lo divino, la síntesis del universo en la piel, la sangre, la vida, vos, el milagro, los hijos. Te amo, Susana, abrazame, te amo.

Oscuridad. Silencio interior. Susana, nos caemos, mi amor. Esperame, no te vayas, no me dejes...

Soledad.

Alguien lo sacudió por los hombros, pero al abrir los ojos, sobresaltado, sólo vio la hiriente claridad del sol que entraba a raudales por la ventana.

La cabeza le estallaba, tratar de pensar era todo un esfuerzo, el cuerpo le dolía y le pesaban las articulaciones. ¿Qué había sucedido?...

Quiso recomponer las escenas de la noche   —140→   anterior, pero las imágenes se le mezclaban en la mente. Obviamente, había bebido de más, la botella vacía, tumbada sobre la alfombra, así lo confirmaba. Recordaba a Albert King cantando como un desquiciado en el equipo de CD, y finalmente esta chica de planta baja, cuyo nombre tampoco pudo precisar, se le aparecía en la incoherente pantalla de la memoria haciendo el amor con él. ¿Realmente sucedió? Visualizaba vagamente una cabellera rubia con olor a perfume dulzón, una piel blanquísima y un cuerpo pequeño apoderándose del suyo. En medio del torbellino de imágenes mezcladas, un resabio de amargura lo oprimía: la presencia de Susana flameando como una bandera entre la locura del alcohol, el sexo y el dolor. Se sentía mareado y no alcanzaba a comprender qué era verdad y qué alucinación. Se sentía asqueado por su propia debilidad. Se miró en el espejo de la sala, tendido en el sofá, con el pelo revuelto y una mirada irritada y roja navegando en unas ojeras liláceas. Entonces, lo invadió una mezcla de bronca y autocompasión. Bronca por él, por Susana, por noches como aquellas. Autocompasión por su soledad, por su tristeza, por su andar a la deriva. El sonido del teléfono fue una puñalada en el medio del cráneo.

-Señor Ariel, disculpe que lo moleste un sábado por la mañana -le costó identificar la voz acelerada de su secretaria-. Llamó el presidente de Play Publicidad. Quieren reunirse urgente con usted porque un cliente necesita grabar un comercial en Roma.



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