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- XXVI -

Doce años después


Dibujo letra P

Papá, papá, he sacado la nota de sobresaliente en los exámenes: mire usted la papeleta, decía un gracioso adolescente a un caballero de edad provecta que le estrechó en sus brazos, y volviéndose a la criada que había abierto la puerta, dijo:

-No cierre usted, que sube mi hermano.

-Pero, muchacho, ¿cómo has subido la escalera?, decía un gallardo joven que lo seguía riendo y jadeando.

-No lo sé; pero mire usted, papá, mire usted mi nota.

-Hombre, te creo, me basta que tú lo digas.

-Pero es que yo mismo no lo quería creer.

-¿Tan mal has contestado?

-Perfectamente, papá, dijo el hermano mayor. No se podía exigir más.

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-Sí pero me han tocado preguntas muy fáciles, respondió modestamente el estudiante, ruborizándose; ¿dónde están mamá y Blanca?

Este nombre habrá revelado a nuestros jóvenes lectores quien era el que acababa de examinarse.

Enrique se preparaba para ingresar en la escuela de Ingenieros, ya se ha visto con cuánta aplicación y aprovechamiento. Aquel día le había tocado sufrir el examen de matemáticas y mis lectores saben la brillante nota que había obtenido.

-Tu madre y tu hermana han ido a la iglesia, dijo el padre, contestando a la pregunta de Enrique.

-A rogar por mí ¿verdad? Pues voy a decirles que no recen más, que ya estoy listo.

-Pero, atolondrado, ¿sabes por ventura a que iglesia se han dirigido?

-Indudablemente a Santa María, pues allí están las Cuarenta horas.

Y el alegre muchacho bajó la escalera tan precipitadamente como la había subido.

Apenas dió algunos pasos en la calle, cuando vió venir a las personas en cuya busca corría, y acercándoseles con grave ademán, puso la papeleta abierta ante sus ojos.

La madre le tomó las manos y se las estrechó con ternura, mientras el más puro contento brillaba en las hermosas facciones de Blanca.

Basilio, entretanto, después de explicar al padre las preguntas que habían tocado en suerte a su hermano menor, lo satisfactoriamente que había contestado, para persuadirle de que no al favor, sino a la justicia, debía su honrosa calificación, dijo:

-Si nada más tiene usted que mandarme, bajaré al despacho.

-Ve, hijo mío, a cumplir con tus deberes, respondió el caballero.

Nuestro antiguo conocido bajó el entresuelo de la misma casa, donde tenía su despacho de ahogado, pues se había dedicado al foro y pocos meses antes había recibido la investidura de Doctor.

Todo lo prosaico y desagradable de la embrollada legislación desaparecía o se poetizaba en aquellos anchurosas salas, cuyos balcones con persianas verdes daban vista o un espacioso   -283-   jardín. Los blancos y fragantes jazmines, las suaves lilas y las moradas e inodoras campanillas esmaltaban y adornaban el barandal, pues sus ramas trepadoras subían por la pared y se enlazaban graciosamente sobre los hierros de los balcones.

En aquel recinto, a los preceptos de Licurgo y Séneca, al Digesto y las Siete partidas, se mezclaba el canto de los pájaros.

En la primera sala había tres mesas cargadas de legajos de papeles, ordenadamente colocados, y de gruesos volúmenes; y en cada una de ellas trabajaban dos escribientes, sin charlar ni fumar, sin que interrumpiera el silencio que reinaba en la estancia nada más que los trinos de los cantores del jardín, y el tenue rumor de las férreas plumas que se deslizaban rápidamente sobre el papel; sin que suspendieran el trabajo para quitarse y ponerse el cigarro en la boca, quemando con alguna chispa o ensuciando de ceniza el tapete, los libros y los papeles, e impregnando la atmósfera de ese olor nauseabundo que produce el humo del tabaco de mala calidad, olor sui generis propio de todas las oficinas públicas y despachos particulares de nuestro país.

El abogado Don Basilio no fumaba, y los escribientes, si tenían este vicio dispendioso y antihigiénico, se entregarían a él en su casa o en la calle.

A lo largo de la pared se hallaban sentados los clientes que esperaban turno para sus consultas, entre los cuales había algunas señoras.

Pasó Basilio, saludando cortésmente, levantó el elegante portier que separaba su despacho del de sus dependientes, se sentó en un cómodo sillón ante una gran mesa, y, tocando un timbre, dió la señal de introducir al primer cliente.

Era Basilio un modelo de jurisconsultos. Cuando un litigante a quien no asistía la razón, le suplicaba se encargase de defender su derecho (o lo que creía tal), lo desengañaba y por ningún interés del mundo aceptaba el encargo; pero cuando la razón y la justicia estaban de parte de su defendido, su lógica era contundente, irrefutables sus argumentos y rara vez dejaba de salir de sus razonamientos la verdad, a pesar de las argucias de sus contrarios, como sale brillante el Sol, de entre los negros nubarrones que tienden a ocultar sus fulgores.

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Cuando le tocaba de oficio defender a un desgraciado criminal, describía con tal elocuencia la fragilidad de la humana naturaleza, siempre combatida por tiránicas pasiones, sacaba tanto partido, ya de la falta de educación, ya de los malos ejemplos que habla recibido y lo limitado de sus alcances, imploraba la clemencia de los jueces con frase tan conmovedora, que arrancaba lágrimas de los ojos de sus oyentes.

En los pleitos defendía a los pobres gratuitamente, con amor y caridad; pero las personas pudientes, que velan por la actividad y talento de su abogado asegurada su fortuna, le recompensaban pródigamente, de modo que el oro, los billetes de banco y los regalos afluían a sus arcas; él se alegraba porque esto compensaba a sus padres los sacrificios materiales que habían hecho por su educación e instrucción; pero, más que las riquezas, estimaba su buen nombre y su intachable fama.

Blanca era el encanto de su familia y de cuantos tenían el placer de tratarla, y lo era más que por su belleza (que ésta es un don del Cielo, y nadie reconoce mérito en poseerla), por las virtudes que atesoraba su corazón, por su excelente carácter y afable trato.

Hacendosa cual ninguna, lo mismo dirigía y aun ayudaba a las criadas en el arreglo y aseo de las habitaciones, que preparaba un principio o un postre que sabía eran del gusto de sus queridos padres; lo mismo cosía tosca ropa blanca, para repartir entre las familias pobres, que ejecutaba un primoroso bordado. Zurcía y remendaba cuando era necesario, y las alfombras, los transparentes, los cortinajes y hasta las preciosas flores que en sendos jarrones se ostentaban en el salón, y las acuarelas que adornaban las paredes, eran obra suya.

La piedad más sincera, sin ostentación ni gazmoñería resplandecía en todos sus actos, y los más de los días festivos, después de asistir a los divinos oficios con su mamá, pasaba, también en su compañía, a las casas de las personas desgraciadas donde sabían que había lágrimas que enjugar, miserias que socorrer o enfermos a quienes asistir; y aquella misiva preciosa doncella era el adorno de los salones cuando se presentaba en ello, haciéndose admirar por su gracia natural y la distinción de sus modales.

Vestía sin lujo, con esa encantadora sencillez que tan bien   -285-   sienta a una señorita, y era citada entre las personas de buena sociedad como un modelo de buen gusto en los trajes y adornos.

No se prodigaba mucho en los bailes y reuniones, y así en todas partes era acogida con alegría y entusiasmo; sobre todo si conseguían que dejase oír su voz de ángel, pues cantaba muy bien y tocaba el piano con notable maestría, y sobre todo, con expresión y sentimiento.

En cuanto al teatro, asistía a él toda la familia cuando tenía que admirar algún célebre cantante, de cuando se representaba un drama de notable mérito literario, pero que no ofendiese a la moral, como desgraciadamente sucede con harta frecuencia. Nada de autorizar con su presencia esas zarzuelas absurdas, esos espectáculos chabacanos, en que el buen sentido, la literatura y la moral salen igualmente lastimados.

Mientras Blanca se quitaba la mantilla y el traje de calle, la doncella anunció a Luisa y recibió orden de introducirla en el gabinete de la señorita.

Como las dos jóvenes se entendían ya perfectamente, la recién llegada, que se había desarrollado mucho y rebosaba salud y vida, contó a su protectora que bordaba para un bazar y que le daban cuanta labor podía hacer, de modo que, como su madre tenía a su cargo todos los quehaceres domésticos, ella tenía tiempo de sacar un bonito jornal, gracias al cual ayudaba a su padre a mantener la familia y había colocado algunas módicas cantidades en la caja de ahorros.

Le enseñó una docena de pañuelos que llevaba ya bordados para devolverlos; Blanca los enseñó a su madre, aplaudiendo ambas la habilidad de la muda, y le ofreció la hija en nombre de su madre y suyo, que si alguna vez le faltaba trabajo, ellas se lo proporcionarían por cuenta propia o buscándole entre sus amigas.

Pero, dirán nuestros jóvenes lectores, ¿ese autor o autora se ha olvidado del locuaz, del preguntón Jacinto? ¿Es que no existe? ¿Es que, cual el hijo pródigo de la parábola, abandonó la casa paterna para correr en pos de los placeres?

Nada de eso. Jacinto vive y goza de buena salud, y si no se ha presentado en escena en el último capítulo, es porque está ausente del paterno hogar, mediante el consentimiento de los autores de sus días. Jacinto es un valiente oficial de marina, que navega en un buque de guerra y que mientras   -286-   sucede lo que estamos relatando, se dirige al archipiélago Filipino.

Por eso Enrique, en cuanto entró en su casa acompañando a su madre y hermana, se puso a escribir una larga y afectuosa carta que con otra de cada uno de los demás individuos de su familia, debía salir en el próximo correo, a fin de que la recibiese inmediatamente que desembarcara en Manila. Inútil es decir que el principal objeto de Enrique era participarle el feliz resultado de sus exámenes.

Faltaba, pues, de la casa el hijo segundo, pero ¡qué consuelo tan grato experimentaban los padres y hermanos cuando recibían carta del querido y amante marino! ¡Qué inefable placer disfrutaban cuando tras larga ausencia podían estrecharle entre sus brazos!

Dios derrama sus favores sobre los individuos de esta bendita familia, y plácida y tranquila se desliza su existencia.

¡Dichosos ellos, que admirando durante su niñez las maravillas de la creación aprendieron a conocer al Señor por sus obras, y aspiraron a servirle y adorarle!

¡Dichosos vosotros, queridos lectores, si sabéis imitar su ejemplo, adelantando en la ciencia y la virtud, pues en ellas está vinculada la verdadera felicidad!

Dibujo Fin





Nota:

La presente edición no incluye el Glosario para uso de los niños que aparece al final de la obra en la edición original.



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