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Escribir y sentir entre la Península y América: la presencia del Romanticismo español en las poesías guatemaltecas de María Josefa García Granados

Helena Establier Pérez




«Yo también, como tú, desterrada,
de la plácida Bética hija,
El destino de América fija
Mi existir de amargura y dolor»1.


(García Granados 1952: 35)                






Aunque el florecimiento del Romanticismo en España puede fijarse en los primeros años de 18302, década a la que ya pertenecen algunos de sus grandes hitos poéticos, los primeros testimonios de la actividad lírica de las románticas en la Península hay que buscarlos más bien hacia principios de 1840, allá cuando la repentina muerte de Espronceda convertía para siempre El diablo mundo en una muestra incompleta, pero no por ello menos genial, de las infinitas posibilidades de la indagación romántica en materia poética, y también cuando Rivas, Bermúdez de Castro, García Gutiérrez, Arolas, etc., inundaban el panorama literario de su tiempo con romances históricos, moriscos, caballerescos u orientales, y con toda suerte de poemas narrativos de mayor o menor fortuna.

No en vano señala Kirkpatrick en su estudio sobre las románticas -obligado libro de cabecera para quienes se interesan por la escritura femenina decimonónica-, que la tradición de la literatura de las mujeres, tras un silencio secular solo turbado intermitentemente por algunas voces excepcionales, se inicia en 1841 (1991: 11). Cierto es que alguna escritora, como Vicenta Maturana, había dado antes de esa fecha algún indicio de incorporación de nuevas formas poéticas3, pero es efectivamente en 1841 cuando Gertrudis Gómez de Avellaneda y Josefa Massanés publican sus primeros libros (ambos con el título de Poesías) y también cuando comienzan a aparecer composiciones de Amalia Fenollosa en diarios locales. Un poco antes, a finales de 1939, la prensa madrileña había acogido algunos versos de Coronado, y unos años más tarde, en 1843, ven la luz su primer poemario y el de Amalia Fenollosa. Hacia mediados de la década en cuestión, las colaboraciones de las poetas románticas en la prensa son ya más que habituales y para 1855 es rara avis la escritora que aún no ha lanzado al mercado editorial un volumen de poesías4.

En la América recién independizada, pese a que la difusión de las formas y de los temas del Romanticismo se adelanta en algunos años a su desarrollo peninsular5, las poetas no proliferan. De hecho, a excepción de María Josefa García Granados (y de Gómez de Avellaneda, claro, cuya carrera literaria se desarrolla en España a partir de los años cuarenta), las escasas mujeres que escriben en América lo hacen ya en torno al medio siglo, al calor de la eclosión del Romanticismo, como la boliviana María Josefa Mujía (1811-1888), la ecuatoriana Dolores Veintimilla de Galindo (1829-1857), la cubana Luisa Pérez de Zambrana (1835?-1922) o las hermanas guatemaltecas Jesús (1820-1887) y Vicenta Laparra de la Cerda (1831-1905). Inútil es, por supuesto, tratar de buscar algún tipo de nexo poético o de «hermandad lírica» entre ellas, al estilo de las «poetisas» españolas, quizá por ausencia de una autoridad poética femenina a la que adscribirse -como la de Coronado, modelo e inspiración de una buena parte de las escritoras peninsulares- o más probablemente por su dispersión inevitable en un continente inmenso y plural como el americano.

En este mundo poético absolutamente masculino desarrolla su labor literaria María Josefa García Granados (1796-1848), una guatemalense de sangre y cuna españolas, que bebe de las fuentes del Romanticismo europeo -y en particular, del español- para convertirse en pionera de la presencia femenina en las filas del movimiento a uno y a otro lado del Atlántico. Su obra literaria, sin embargo, no ha conseguido hasta el momento traspasar las fronteras guatemaltecas. Los estudios sobre el Romanticismo en nuestro país, por ejemplo, no la incluyen, pese a su origen español. Bien es cierto que la poesía de las románticas, salvando la de Carolina Coronado y la de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, es todavía un campo de estudio bastante intransitado en el ámbito español, a pesar de las inestimables contribuciones de Mayoral y Kirkpatrick hace ya más de dos décadas; así, pendientes aún de una puesta al día en la materia, y de una actualización de los estudios sobre la obra de nuestras románticas más próximas, la falta de atención de la crítica peninsular hacia la obra de García Granados, perdida en una Centroamérica en vías de emancipación, aun siendo lamentable, no sorprende en demasía.

Tampoco recogen su obra los principales estudios ni antologías actuales de poesía hispanoamericana (Carilla 1967; Rivera-Rodas 1988; De Vallejo 1993; Barrera/Béjar 1999), salvo aquellos trabajos más locales, dedicados a la literatura centroamericana o guatemalteca (Figueroa, Acuña et al.; Albizúrez y Barrios; Méndez de la Vega; Gallegos Valdés; Hoeg; Ávila; López). Sus escritos son hoy accesibles gracias a dos antologías realizadas en Guatemala por Jorge Luis Villacorta y por Enrique Noriega, en 1971 y 2010 respectivamente, de escasa difusión más allá de sus fronteras.

De su trayectoria vital, pocos datos se conocen. De madre guatemalense y padre gaditano, María Josefa García Granados nació en el Puerto de Santa María (Cádiz) en 1796, aunque con quince años, y a resultas del asedio francés a Cádiz, se trasladó a la capital de Guatemala, donde su padre tenía intereses económicos. Según relata en sus memorias su hermano Miguel García Granados6, Guatemala, «a pesar de abundar en elementos de riqueza, era en aquella época, merced al absurdo sistema colonial de España, un país pobre y miserable» (1952: 6). Allí falleció la madre en 1816, dejando once hijos vivos, «voluntariosos, altaneros y faltos de aquel respeto tan necesario para conservar la paz y la armonía entre sí» (ibid., 8), y allí también contrajo matrimonio dos años más tarde María Josefa con el nicaragüense Ramón Saborío.

Apenas un año después de jurar la Constitución española, el 15 de septiembre de 1821, la Capitanía General de Guatemala se separó de la metrópoli. Don José García Granados, en su calidad de español, y sus hijos mayores desconfiaron en sus inicios del afán separatista de la colonia, y de hecho, el padre se negó a jurar la independencia (García Granados 1952: 21). Tres años más tarde, en 1824, se constituyó la República Federal de Centroamérica y se promulgó la Constitución federal, que, teñida del pensamiento liberal de la época, trataba de consolidar los intereses políticos de los grupos progresistas y de quebrar el poder de la oligarquía dominante, a la que pertenecían los García Granados. De hecho, cuando en 1829 el ejército liberal comandado por el general hondureño Francisco Morazán tomó la ciudad de Guatemala, el bienestar del que había gozado la familia en América comenzó a verse considerablemente mermado.

Desde entonces, «la Pepita», como la conocía en aquellos tiempos, se convirtió en enemiga de la causa liberal e incluso se atrevió, según relato de su hermano Miguel, a publicar unos retratos poéticos en verso de sus enemigos políticos, afines al presidente liberal Mariano Gálvez, que causaron un revuelo tal que la autora hubo de abandonar Guatemala por unos meses y refugiarse en Ciudad Real (Méjico) hasta que las aguas se calmaran7. En los años treinta cultivó asiduamente el periodismo satírico-político a través de las publicaciones que fundara con su buen amigo el poeta José Batres Montúfar (Cien Veces Una y La aurora), donde firmaba con el seudónimo «Juan de las Viñas». Estos versos de tipo satírico, jocoso o burlesco, estaban destinados a expresar el descontento ante la política del partido liberal, a ridiculizar públicamente a sus dirigentes, o a provocar a la sociedad de su tiempo burlándose abiertamente de ciertas actitudes y costumbres: además de diversos retratos de políticos y de las composiciones publicadas en los dos periódicos anteriormente citados, incluimos en este grupo un «Sermón» de contenido erótico dedicado al canónigo Castilla y el famoso «Boletín del cólera morbus», donde, tras la epidemia de esta enfermedad sufrida por Guatemala en 1837, la autora se burlaba explícitamente de la actuación de los especialistas nombrados por el presidente Mariano Gálvez para combatirla.

No en vano la sátira -de raíz ilustrada, aunque despojada ya de su pretensión de universalismo moral-, a través del artículo de costumbres pero también en forma de letrillas, epigramas, parodias en verso, etc., es una de las formas más consolidadas de expresión romántica, que encuentra un vehículo muy apropiado en la prensa política y festiva de la España del Trienio Liberal (1820-1823) y del período pos-fernandino (Cantos Casenave 1993; Rubio Cremades 2000), y que en América se canaliza a través de la parodia descarnada de los sistemas políticos generados tras el proceso independizador y de la manifestación de las rivalidades entre los defensores de las diferentes opciones gubernamentales. Tal y como explica Vela (1943: 157), la sátira estuvo absolutamente arraigada en la prensa americana del período, como manifestación culta pero también como expresión de la cultura popular, a través de letrillas, canciones patrióticas, fábulas políticas, epigramas contra políticos y partidos, parodias, himnos burlescos, etc., siempre centrados en asuntos de interés local y a veces impregnados de auténtica virulencia.

A esta misma década, los años treinta, pertenecen también las poesías líricas de la autora. A diferencia de las poetas peninsulares, García Granados jamás reunió sus versos en un volumen, lo cual revela una concepción de la poesía como actividad inmediata y circunstancial (los versos satíricos y jocosos) o como un desahogo íntimo, sin afán de preservarla para la posteridad. Insistíamos en las primeras líneas de este trabajo en la tremenda soledad en la que se desarrolló el talento poético de García Granados, única mujer de letras en la Guatemala de su tiempo, circunstancia que cierra cualquier posibilidad de una hermandad lírica femenina -al estilo de las poetisas románticas españolas- que pudiera haber estimulado el deseo de pervivencia; recordemos ahora que tampoco existe una «escuela» romántica guatemalteca por aquellos años en la que pudiera -quizá- haberse incardinado pese a las limitaciones impuestas por su género. No podemos siquiera descartar que, más allá de los versos con marcada función social o pública, su actividad lírica no fuera más que un juego íntimo entre ella y su buen amigo el poeta José Batres, y que la mayor parte de sus composiciones no se guardara o desapareciera con los papeles personales de la autora.

Lo que de todo ello conservamos es un reducido núcleo de doce poemas, en los que la autora se vuelca entera con toda la fuerza del sentir romántico, en cuyo aprendizaje, como veremos, se había ya ejercitado8. De hecho, el ambiente literario de los círculos intelectuales era, en la Guatemala de los años treinta y cuarenta, claramente romántico. Tal y como cuenta el político guatemalteco Lorenzo Montúfar en sus memorias, «los romances franceses estaban en boga. Sué [sic] y Victor Hugo se hallaban a la orden del día, en todas partes. No se podía ir a una tertulia de personas medianamente instruidas sin hablar de las obras de aquellas notabilidades francesas» (Montúfar 1898: 36). Pepita García Granados era asidua a las reuniones literarias más selectas, como la del conocido novelista guatemalteco José Milla, tertulia de «liberales» donde se discutían los versos de Zorrilla, los artículos de Larra, las poesías de Lamartine y las obras de Victor Hugo, y a la que la escritora asistía junto a su amigo Batres y a los españoles José María Urioste y Dionisio Alcalá Galiano (Montúfar 1898: 34). Montúfar, de hecho, la recuerda como una gran lectora de la literatura moderna9.

Según relata el propio José Milla, primer estudioso de la obra de Pepe Batres, este y García Granados se empaparon de los usos románticos gracias a su amistad con el poeta español José María de Urioste, quien, recién llegado a Guatemala, colaboró en el periódico La aurora, fundado por aquellos dos. Al parecer, la libertad y la variedad de los versos de Urioste, al estilo de los de Zorrilla y Pastor Díaz, causaron una honda impresión en los círculos literarios guatemaltecos (Villacorta 1971: 53), en los que también la influencia de Dionisio Alcalá Galiano fue decisiva para la expansión romántica (Gallegos Valdés 1984: 146).

María Josefa García Granados era también lectora y admiradora de Byron, hecho que no es de extrañar en un ambiente general hispanoamericano -y no sólo hispanoamericano (Peers 1973: 390-395)- de casi unánime «byronismo», de cuyas obras se realizan abundantes traducciones, imitaciones y reflejos parciales de un lado al otro del continente, desde Andrés Bello a José María Heredia (quien en 1826 inicia su serie de artículos sobre los poetas ingleses contemporáneos en El Iris mexicano precisamente con la figura de Byron) o a la misma Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien traduce «Sun of the slepless» («A la luna») junto a otros poemas del inglés. María Josefa García Granados se incardina a esta admiración colectiva por la obra de Byron y realiza la única traducción que le conocemos, la de la llamada «Canción de Medora» de El corsario (1814), fragmento en el cual Medora se lamenta de su triste suerte amorosa mientras Conrad, el causante de sus males, la escucha escondido entre los arbustos. No es casual, evidentemente, que de todo el material poético que ofrecía El Corsario, García Granados fuera a elegir para su versión española precisamente un fragmento lírico en el que escuchamos una voz de mujer, la de la languideciente Medora, que enhebra todos los tópicos que van a prevalecer posteriormente en la iconografía romántica femenina: el dolor del amor insatisfecho, el abandono y el olvido, la ingratitud masculina, la vida que se extingue, etc. Traducir a Byron debió de constituir para la autora un excelente campo de aprendizaje de los modos poéticos al uso.

Cierto es, tal y como se desprende del estudio de Pedro Grases sobre Andrés Bello en Londres (1962), espléndido a la hora de mostrar las efervescentes relaciones culturales entre lo más granado de la intelectualidad hispanoamericana y la Inglaterra de Wordsworth, Coleridge o Byron, que las obras de los románticos ingleses fueron los textos incitadores del movimiento en América (Barreda/Béjar 1999: 5), junto con las reflexiones teóricas del historicismo alemán desarrolladas a partir de J. G. Herder y a los modelos aportados por la poesía francesa, especialmente la de Victor Hugo. De hecho, algunos estudios actuales sobre el Romanticismo americano, como el de Rivera-Rodas, desmontan las ideas establecidas por ciertos trabajos clásicos (el de Carilla, por ejemplo) acerca de una cronología paralela entre el Romanticismo español y el hispanoamericano, y de una influencia «originaria» del primero sobre el segundo, para establecer como modelos dominantes los ingleses.

Para García Granados, sin embargo, el gran modelo es el escritor español Ángel de Saavedra. Se conocieran en persona o no en la etapa gaditana del Duque de Rivas, antes de que la familia de la autora emprendiera su éxodo a América10, lo cierto es que bastantes años después ella quedó impactada por «El sueño del proscrito» (1824), poema perteneciente al exilio londinense de Saavedra, que junto a «El desterrado» y «A las estrellas» (y también años más tarde, a «El faro de Malta» (1828), confirma el giro romántico que estaba experimentando en aquellas fechas su trayectoria lírica (Martínez Torrón 2009: 131-133).

A partir de esa suerte de iluminación poética que supone la lectura de «El sueño del proscrito», García Granados compone tres poemas absolutamente ligados entre sí («Himno a la luna», «Dedicatoria del himno precedente a D. Á. Saavedra. Aludiendo al sueño de un proscrito, que compuso» y «A un amigo. Contestando a una queja, por haber dedicado a Saavedra la Oda a la Luna»), versos que nos permiten certificar la deuda de García Granados con el Romanticismo español y conocer aún mejor los lazos entre las manifestaciones tempranas de este movimiento a uno y a otro lado del Atlántico.

De hecho, el primero de ellos, el «Himno a la luna», guarda una deuda temática bastante estrecha con «El sueño del proscrito». Recordemos que en el poema de Rivas, la angustia y el dolor producidos por el alejamiento forzoso de la patria -y del amor-11 solo encuentran alivio en la irrealidad del sueño, en esa visión idílica de una España libre, triunfante, representada por una naturaleza apacible y proclive a la plenitud amorosa del sujeto poético12. Desafortunadamente, el bálsamo del sueño se revela frágil e inestable, y la pesarosa realidad, el destino inclemente -tan caro a Saavedra-, se imponen, pese a las invocaciones del poeta:


«Oh sueño delicioso
Que hace un momento tan feliz me hacías,
¿Huyes y me abandonas inclemente,
Y en el mar borrascoso
Tornas a hundirme de las ansias mías?...
¡Ay!... Los fugaces cuadros que mi mente
Ha un instante en tus brazos contemplaba,
Los juzgué realidad, y mis pesares
Y mi destino bárbaro olvidaba».


(Rivas 1895: 63)                


La luna que el escritor cordobés contempla en su ensoñación, luna tranquila, fulgente, que ilustra el cielo de zafiro y que insufla paz en el poeta es, precisamente, el motivo central de la pequeña oda en octavillas agudas de García Granados, y cumple en ella la misma función que la ensoñación de la patria en el poema de Rivas: astro apacible, de «pálidos rayos» y «luz blanda y pura», la luna del himno de la escritora invita a las almas sensibles al ejercicio de la reflexión, inspira ternura y adormece el pecho de los amantes. Pero también es un lenitivo para el propio sujeto poético femenino, que encuentra al contemplarla un alivio para sus males, producto de un destino aciago, paralelo al de Rivas, frente al cual no ha logrado aún salir victorioso. Motivo simbólico de amplio espectro, la luna se asocia al ámbito de la imaginación, de lo oculto y de los sueños, como ocurre en el citado poema del cordobés, pero también representa el principio y el poder femeninos, la Diosa-madre (Astarté, Hécate, Artemisa, Venus, Selene, Diana, etc.), la capacidad cíclica femenina de muerte, renacimiento y transformación (Cirlot 1968: 283-285). No es extraño pues que la autora invoque al que ella misma denomina en otro poema «astro de las mujeres» («A un amigo») en una búsqueda de renacimiento espiritual a la luz y a la paz interior perdidas:


«¡Salud astro hermoso!
Tu dulce influencia
Quizá a mi existencia
Dará nuevo ser.
Que ya de los hados
La víctima he sido
Y en vano he querido
Luchar y vencer.
Si fijan mis ojos
Tu bello semblante,
Percibo un instante
Suspenso mi mal;
Mas esto no basta:
Tu aspecto sereno
Derrame en mi seno
Su calma inmortal».


(García Granados 1952: 31-32)                


Precisamente los últimos versos del poema expresan el temor de la autora ante la posibilidad de la pérdida o disolución de esa fuente de calma espiritual, tal y como el sueño patrio de Rivas se deshacía súbitamente para abandonarlo en la cruda realidad londinense13.

Que la autora pudiera haber escrito este poema en su «exilio» del año veintinueve, cuando huyó a Méjico para evitar la persecución del partido conservador a raíz de sus sátiras políticas, es más que probable. De hecho, su hermano Miguel, quien se reunió allí con ella en 1830, relata en sus memorias que el humor de M.ª Josefa era bastante cambiante aquellos días, que sufría crisis de ansiedad y que incluso contrajo una seria enfermedad pulmonar que la decidió a regresar a Guatemala aun a riesgo de sufrir nuevas represalias (García Granados 1952: 310-311).

Si el tono melancólico y angustiado del «Himno a la luna» concuerda perfectamente con el estado de ánimo descrito por el general García Granados para la estancia mejicana de su hermana en 1829, a ello debemos añadir que este poema genera a su vez otra breve composición fechada -esta sí- un año más tarde: «Dedicatoria del himno precedente a D. Á. Saavedra. Aludiendo al sueño de un proscrito, que compuso».

En solo cuatro octavas la autora da cuenta cumplida de su deuda poética con Rivas y nos ofrece algunas claves de su estado anímico al comenzar la tercera década del siglo, de su ideología y de sus vínculos con la madre patria. En las dos primeras estrofas solicita la indulgencia del Duque de Rivas ante su «musa atrevida» y elogia la riqueza descriptiva del sueño inglés que inspira su oda a la luna: «Pues marchitos se ven a tu lado» -dice, refiriéndose a la descripción de Rivas- «los floridos jardines del Edén» (García Granados: 34). Las dos últimas octavas alcanzan un tono bastante más combativo, y en ellas la autora enlaza el triste destino de Saavedra y de España -aún bajo el yugo del absolutismo, tras el amago frustrado del Trienio Liberal- con su amarga situación personal. Así, la poeta alza la voz contra los tiranos de Iberia reclamando libertad y justicia, reivindica con orgullo su origen español, y desde su destierro en Ciudad Real (Méjico) empatiza con el exilio londinense de Rivas en los versos con los que abríamos este trabajo:


«Yo también, como tú, desterrada,
De la plácida Bética hija,
El destino en América fija
Mi existir de amargura y dolor».


(35)                


Es evidente el vínculo implícito que la autora establece entre ese existir suyo «de amargura y dolor» causado por la persecución del partido conservador y la situación de Rivas con el reforzamiento del absolutismo fernandino tras el fin del Trienio liberal. No es difícil imaginar que en aquellos meses de soledad y de alejamiento de sus seres queridos, el destino americano se le antojara a la autora más amargo que nunca, y que los recuerdos de la Andalucía dejada atrás hacía dos décadas, embellecidos además en el «Sueño» de Rivas, hubieran removido su entraña española.

El tercero de los poemas que componen este «ciclo del proscrito», «A un amigo, Contestando a una queja, por haber dedicado a Saavedra la oda a la luna» es totalmente diferente de los dos anteriores. Presenta un tono más íntimo y coloquial, combinando redondillas y quintillas de pie quebrado en una especie de coqueteo poético con un interlocutor oculto tras el apelativo poético «Fabio», responsable de la mejoría espiritual de la autora14 y aparentemente insatisfecho del escaso reconocimiento público que esta brinda al afecto por ambos compartido15. La autora se defiende de los injustos reproches literarios de su «Fabio» por el motivo poético elegido en el «Himno a la luna»:


«Sin justicia me motejas
De extravagante y ociosa
Porque a Diana deliciosa
Dirijo mis tristes quejas».


(37)                


y especialmente por la dedicatoria posterior del mismo al Duque de Rivas:


«Pero aún es mucho mayor
Tu rigor,
Criticándome severo
El homenaje sincero
Que ofrezco a su amable autor».


(37)                


García Granados se declara ferviente admiradora de Saavedra, «sabio, sensible y honrado / Expatriado / Por amar la independencia» y cierra su jugueteo lírico reconviniendo cariñosamente al celoso Fabio por su exigencia de atención16 y aludiendo en tono cómplice al silencioso lazo afectivo que los une: «Y satisfecho has de estar / De mi afecto, aunque callado».

Como hemos comprobado, la influencia del Rivas del exilio, aquel que ya había consolidado el giro romántico iniciado antes de la década de los veinte en poemas como «Elegía», «Lamento nocturno», «Lamentación», «A Olimpia», etc., fue un detonante fundamental en la trayectoria poética de María Josefa García Granados alrededor de 1830. La admiración de la escritora hispano-guatemalteca por el autor de Don Álvaro y la materialización de dicho «magisterio» poético en las composiciones primerizas de aquella, son una buena muestra de los lazos entre el movimiento romántico español y su homólogo centroamericano, y de los claros ecos del primero en el segundo.

En la década de los treinta, cuando aún en la Península las poetas románticas guardaban silencio, en América una española se atrevía a traducir a Byron, a hacer política a través de la poesía, a escandalizar a la sociedad de su tiempo con versos jocosos de explícito contenido sexual y a trasladar los usos románticos a la recién nacida lírica poscolonial. La reconsideración de la obra de María Josefa García Granados y su merecida inclusión en el aún escueto panorama de las románticas españolas debería quizá conducirnos a un nuevo planteamiento de la cronología de la poesía femenina del período. Valgan las presentes páginas, entre tanto, como homenaje a la primera de nuestras románticas y como punto de partida para una visión más amplia -y quizá también menos peninsular- de la presencia de las mujeres en la lírica de la primera mitad del siglo XIX.






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