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España y la Italia de los humanistas: Contactos personales y novedades literarias

Ángel Gómez Moreno





Por fin, también es verdad que nadie en España dedicaba su tiempo a la ardua tarea de buscar obras clásicas perdidas o a recopilar datos sobre autores desconocidos; a modo de desquite, conviene tener en cuenta que, si bien es cierto que en España no faltaron nunca copias de los clásicos latinos, solo en contadas ocasiones se trataba de codices vetustissimi o, en general, de codices optimi1. No obstante, Petrarca mismo procuró el rastreo de testimonios relevantes en nuestras tierras, aunque todo indica que sus logros fueron muy escasos (Sen., XVI [XV], 1). Ante este panorama, no exagero al afirmar que los españoles educados de ese período (me refiero, muy en particular, a la primera mitad del siglo XV), como los de toda Europa a excepción de Italia, eran mucho más receptivos que activos en lo que a las pesquisas de corte filológico se refiere2; sin embargo, no es menos cierto que, desde pronto, nuestros antepasados supieron sacar provecho de muchas de las aportaciones de los humanistas italianos en sus estudios sobre la Antigüedad3 . A pesar de esta afirmación, no hay que pasar por encima de esfuerzos singulares, como los que seguramente dedicó Álvaro Afonso, el culto Obispo de Évora que aparece en las Vite de Vespasiano da Bisticci (op. cit., vol. I, págs. 349-351, y no Alfonso de Cartagena, como repiten no pocos estudiosos tras Sabbadini, Le scoperte..., op. cit., vol. I, pág. 92), a cumplir con el encargo que Poggio Bracciolini le hizo en una carta de 1441: la búsqueda de un manuscrito completo de las Atticae noctes de Aulo Gelio en los anaqueles del Monasterio de Alcobaça4.

En el siglo XVI, la situación cambió notablemente por medio de la labor de eruditos de la talla de Antonio de Nebrija o de Antonio Agustín (1517-1586), Arzobispo de Tarragona, reputado jurista y filólogo, quien editó el De lingua latina de Varrón (siglo I a. C.), junto a fragmentos de Verrio Flaco (siglo I d. C.) con el epítome de Pompeyo Festo (siglo IV). Las investigaciones de este religioso se vieron facilitadas por su estancia en Roma en calidad de miembro del tribunal del Papa (entre 1544 y 1554); sin embargo, frente a lo arriba indicado, fue precisamente en España donde encontró varios fragmentos desconocidos hasta aquel momento de Polibio, insertos en la Encyclopaedia de Constantino VII Porfirogénito (siglo X)5. Ese súbito cambio en el patrimonio bibliográfico español tiene su explicación por haberse creado la Biblioteca del Monasterio de El Escorial entre 1566 y 1587; junto a otros importantes manuscritos de ese centro, se encontraban los excerpta citados, que procedían de la primitiva colección de Juan Páez de Castro, el que fuera capellán de Felipe II, desaparecida en el terrible incendio del año 16716.

Retrocedamos en el tiempo para volver al siglo XV. Durante esa centuria, las relaciones entre las dos naciones, Italia y España, fueron determinantes para los derroteros que habría de seguir nuestra cultura. No faltaron los escritores españoles que dispusieron en todo momento de información fresca por sus relaciones especiales con determinados humanistas desde que tuvo lugar el primer contacto documentado entre un español y un humanista italiano: la epístola que Coluccio Salutati dirigió a Juan Fernández de Heredia (ca. 1310-1396) hacia 1390 en que le solicitaba el envío de su versión de Plutarco; sobre dicha carta y otra más escrita al propio Papa Benedicto XIII con este mismo propósito, volveremos algo después. En primer lugar, se impone dibujar el panorama correspondiente al Reino de Castilla.

Con los datos de que disponemos hoy, y aun a falta de una monografía que aborde esta materia, la nómina que conseguimos reunir es realmente extensa7. Si solo atendemos a Castilla, hay que citar la amistad de Alonso de Cartagena con personalidades de la envergadura de Leonardo Bruni8, Poggio Bracciolini, Francesco Pizolpasso (Arzobispo de Milán, que murió en 1443), Eneas Silvio Piccolomini (luego Papa Pío II, entre 1458 y 1464) o Pier Candido Decembrio (la relación con estos tres se inició a través de los contactos del Concilio de Basilea)9; la de Nuño de Guzmán con Gianozzo Manetti y otros muchos personajes de relieve10; la de Rodrigo Sánchez de Arévalo (1404-1470) con Pío II y Pablo II (papa entre 1464 y 1471) junto a Pomponio Leto, Bessarion y el célebre filósofo y cardenal, de origen alemán pero italiano de adopción, Niccolò Cusano (al que conocemos mejor como Nicolás de Cusa [1401-1464]), entre otros nombres de enorme importancia11; la de Alfonso de Palencia con Jorge de Trebisonda o con el que fuera su ilustre maestro, el ya citado Cardenal Bessarion12; la de Íñigo Dávalos con uno de los intelectuales milaneses de más renombre, Francesco Filelfo13; la que tuvo Guiniforte Barzizza (1406-1463) con Juan de Torres14; la trabada por Juan de Mella (1440-1465 o 1467), Cardenal de Zamora, con Poggio Bracciolini, florentino de cuna aunque estrechamente vinculado a la corte papal15; la que mantuvo Lorenzo Valla con Fernando de Córdoba (ca. 1421-1480)16, con el Cardenal Juan de Carvajal (ca. 1399-1469), con Jaime Serra (que no hay que confundir con su posterior homónimo, relacionado con la curia romana) o con Juan de Lucena (ca. 1430-¿1506?)17.

Por fin, entre los contactos más tempranos y de mayor impacto cultural, sobresalen los del Marqués de Santillana con Angelo Decembrio (ahí está su versión italiana de Plutarco, que dedicó a don Íñigo y que tradujo después a nuestro vernáculo el Príncipe de Viana)18, con Pier Candido Decembrio o con Tommaso Morroni da Rieti, al que también llamaban Tommaso Cappellari da Rieti (1408-1476); este, que estuvo en España en 1439, recibió numerosos honores de parte del Marqués, como se verá más abajo. Ambos humanistas escribieron sendos epitafios al enterarse de la muerte del noble español19. Gracias a esas relaciones permanentes se entiende bien que don Íñigo tuviese noticia casi inmediata de la traducción latina de la Ilíada llevada a cabo por Decembrio y por Bruni; con toda seguridad, don Íñigo se procuró enseguida una copia de su labor gracias a la gestión de ese anónimo «pariente y amigo mío [...] que nuevamente es venido de Italia» (Carta a su hijo, en Gómez Moreno-Kerkhof, op. cit., pág. 455), que hoy cuesta identificar sin más con Ñuño de Guzmán, según propuso Schiff (La bibliothèque..., op. cit., págs. 449-459). Como sabemos, la llegada del códice latino de la Ilíada impulsó al Marqués a solicitar una versión castellana de la misma a su joven hijo, Pedro González de Mendoza (1428-1495), que, a la sazón, era estudiante en Salamanca y, años más tarde, llegaría ser Gran Cardenal Primado de España20.

Como puede imaginarse, más frecuentes fueron las relaciones entre los escritores de la Corona de Aragón y los humanistas italianos; como prueba, basta una larga nómina que arranca del ya citado Juan Fernández de Heredia, pasa por la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo (Rey entre 1443 y 1458) y de Ferrante (entre 1458 y 1494), halla el mejor de los abonos en tierras italianas por medio de la familia valenciana de los Borja o Borgia21, logra afianzarse en la Península con nombres como el de Dalmau de Mur, Arzobispo de Zaragoza (1431-1456)22, para llegar hasta el ya citado Arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín. Este último erudito, que se formó con Andrea Alciato (1492-1550) en Bolonia, no solo se granjeó una merecida fama en nuestra tierra sino en el resto de Europa a través de sus muchos trabajos jurídicos y por la traducción al latín y al italiano de algunos de sus principales escritos, como sus Diálogos de las medallas y inscriziones y otras antigüedades23.

Por cuanto atañe a Portugal, un personaje apasionante y todavía prácticamente desconocido es el converso español Vasco Fernández de Lucena, embajador de Portugal y erudito al que he aludido atrás; tanto por su oficio común de traductor como por la similitud de su nombre, se confunde en ocasiones con ese binomio formado por los hermanos portugueses Femando de Lucena (¿?-1512) y Vasco de Lucena (ca. 1435-1512), ambos ligados a la corte de Borgoña24. Las noticias reunidas en tomo a Vasco Fernández de Lucena son pocas; sabemos, eso sí, que, en 1435, acompañaba en calidad de orador oficial al Conde de Ourém en algunas sesiones del Concilio de Basilea y que, en su vejez, aún era apreciada su facilidad de palabra, como se pone de manifiesto en un discurso en latín ante Inocencio VIII (Papa entre 1484 y 1492) del día 2 de diciembre de 1485; como hemos visto, también tenemos noticia de su versión portuguesa del De moribus ingenuis et liberalibus de Vergerio. La penuria en datos sobre su figura resulta, con todo, evidente y dificulta su identificación indubitada con ese «Meser Valasco di Portogallo» que se incluye entre las Vite de Vespasiano, como ha propuesto Lawrance con toda razón tras N. Espinosa Gomes da Silva25. Al lado de este orador, hay que citar, cuando menos, al oscuro Alfonso Mangancha, que alcanzó un sonado éxito en el susodicho Concilio26.

Al librero florentino le debemos también la noticia de la fama alcanzada en la misma Italia por Álvaro Afonso, Obispo del Algarve, de Silves y de Évora (cargos que detentó, de manera sucesiva, desde 1453 hasta su muerte, en 1469). Por Vespasiano, sabemos que «Meser Alfonso di Portogallo, Vescovo» era tan ducho in utroque que se hizo con el gobierno de la cancillería papal; nuestros propios rastreos nos certifican que mantuvo un estrecho contacta con algunos de los humanistas italianos de más renombre, entre los que se cuentan Pío II, Poliziano y, una vez más, Poggio (ya he tenido ocasión de aludir a la carta en la que le solicita su ayuda para encontrar un manuscrito de Alcobaça)27. Salta a la vista que este humanista italiano fue uno de los que gozaron de relaciones más frecuentes con eruditos extranjeros, tal vez por ese prurito cosmopolita que poseyó como pocos y que lo retuvo en la lejana Inglaterra entre 1418 y 1423.

Evidentemente, resultaba un auténtico lujo contar con amigos, afincados o de paso, cerca de la meca cultural italiana: por ellos, se podía estar al tanto de los gustos culturales o, más específicamente, literarios de aquel momento; gracias a su mediación, llegado el caso, resultaba algo menos difícil hacerse con lujosas copias de escritos clásicos o humanísticos28; además, si el contacto se había establecido con un italiano aficionado a los studia humanitatis y la relación era verdaderamente estrecha, cabía sorprender a propios y extraños con la dedicatoria personal de algún opúsculo. A tal efecto, el más beneficiado resultó ser, sin duda, Nuño de Guzmán, para quien Giannozzo Manetti redactó la Apologia Nunnii, al mismo tiempo que le dedicaba su Vitae Socratis et Senecae; por fin, el De illustribus longevis iba dedicado al padre de Nuño, Luis de Guzmán, y la Laudado Dominae Agnetis a su madre, Inés de Torres. Más común, claro está, resultaba mantener esa relación con algún español afincado en Italia; si este tenía la formación adecuada, nunca había que desechar la posibilidad de hacerse con el romanceamiento de alguna lectura de moda. Incluso a Juan de Mena le pareció adecuada la atmósfera italiana al tener que habérselas con el Omero romaneado, su versión vernácula de la Ilias latina, con un prólogo que envió a Juan II aprovechando su estancia en Italia hacia 1442; ahí, Mena se equivoca y, de paso, confunde al lector al decir que su obra procede de un manuscrito latino que recogía la traducción del original homérico29.

Esto es también lo que nos ofrece el ms. b-IV-29 de El Escorial; una versión castellana cuatrocentista del De potestate et sapientia Dei, supuesto tratado de Hermes Trismegisto, con base en la versión latina preparada por Marsilio Ficino (1433-1498/1499). El responsable de esta labor fue Diego Guillén de Ávila, quien la llevó a cabo en 1485 (este personaje, ligado al círculo cortesano del Cardenal Orsini, donde estuvo entre 1483 y 1499, nos ha dejado constancia de su vena poética en un poema de significativo título, Égloga, presente en el Cancionero general [1511] de Hernando del Castillo)30; la copia escurialense es del año 149131. Por su importancia, recogeré aquí la carta de envío, cuyo destinatario no es otro que el poeta Gómez Manrique (1413-1491), sobrino de don Íñigo López de Mendoza, el afamado escritor y primer Marqués de Santillana:

[T]raslado de vna carta inviada de Roma por Diego Guillén, familiar del reuerendissimo señor Cardenal Vrssino al muy noble cavallero el señor Gómez Manrrique, corregidor en la çibdat de Toledo, con vna obra de vn tratado del libro de Mercurio Trismegistro, trasladado de latín en romançe por el dicho Diego Guillén, e la carta dize assy:

Noble y muy virtuoso señor,

[C]ommo por diuersos respectos a vuestra señoría sea mucho obligado y asta agora el deseo que de seruir le tengo con ocupaçiones non aya puesto en obra, commo quier que avn non libre de aquellas penssé de traduzir alguna obra de latín en nuestro romançe e dedicarla so el nonbre de vuestra merçed, assy por lo suso dicho commo porque la tal obra por el tal nonbre perdurablemente viuiesse; e, conosçiendo la voluntad [que] a las scripturas antiguas tiene, penssando con quál antes seruir le podría, ocurrióme un tratado de Mercurio Trismigistro De la potençia y sapiençia de Dios; e éste pues delibré de romançar por ser en parte cathólico, sy dezir se puede seyendo por hombre gentil y tan antiguo conpuesto. E porque en el prólogo de Marsillo van declaradas la vida de Mercurio y continençias deste tratado, non digo más sinon que por él verá vuestra merçed el error que comúnmente se tiene creyendo que a los gentiles non provenniesse el cognosçimiento de vn Dios fazedor e governador de todas las cosas.

Nuestro Señor la noble persona y estado de vuestra merçed prospe[re]. De Rroma a çinco de abrill de ochenta e siete años, que las manos de vuestra merçed besa Diego Guillén.



Como vemos, la versión castellana de este diálogo (y volveremos sobre dicho género algo más adelante), dedicado a Cosme de Médicis, es un regalo a un noble aficionado «a las scripturas antiguas»; en concreto, Hermes Trismegisto era el autor de la Antigüedad (espurio, claro está) de moda en aquel momento por el interés con que lo habían recibido los estudiosos neoplatónicos. Así visto, el presente de Diego Guillén no podía resultar más adecuado; pero hay algo que me extraña en esa carta-exordio, que llama también la atención por su brevedad y, sobre todo, por su relativa libertad respecto de los usos dictaminales de aquel momento. Verdaderamente, deja un tanto insatisfecho el motivo por el que Guillén reconoce haber escogido este texto: según sus palabras, ha tenido muy en cuenta el mensaje de la obra, coincidente con los principios básicos del credo cristiano (recordemos que la conciliación de la doctrina platónica con la fe cristiana constituía la empresa principal de Ficino). En este punto, quizás me muestre más severo con Guillén que con los más avanzados autores italianos del momento, que se podrían haber expresado de una manera muy parecida dado el caso; sin embargo, tras este único romanceamiento creo atisbar algunas limitaciones ideológicas en el traductor o, más bien, en su destinatario. De hecho, es muy sintomático que Guillén haya apostado precisamente por este autor clásico por razones de orden moral.

A los viejos argumentos evemeristas y la moralización, los humanistas habían unido otros sólidos apoyos, como el que les brindaba la Homilía XXII de San Basilio (ca. 330-379), conocida con el título De libris gentilium legendis en la versión latina preparada por Bruni, que muy pronto habría de llegar a España32. Como defensa de la Poesía y la Elocuencia, el traductor de esa obra (con toda probabilidad, Pero Díaz de Toledo [ca. 1418-1466]) se la ofreció al Marqués de Santillana con el claro propósito de salir al paso de «aquellos que quieren obtrectar los estudios de la humanidat porque nosotros nos damos a los poetas e oradores e otros que los han tractado» (ibid., pág. 101). De todas formas, a nadie se le escapa que, a pesar de lo andado, aún había posturas contrarias a una lectura libre de los clásicos: como muestra, nos basta con el nombre de don Alfonso de Cartagena33.

Esto sucedía hacia 1401 o1402. Tras la labor de Bruni (difundida a lo largo de los siglos XV y XVI) parecía innecesaria otra defensa de esas características, aunque a los clásicos aún les quedasen enemigos por derrotar no solo en España sino en la propia Italia. ¿Cómo explicamos el prólogo del De potestate et sapientia Dei? ¿Adivinaba Diego Guillén ciertos prejuicios en Manrique o estos solo albergaban en su propia cabeza? La obra literaria del noble español no invita a descubrir un espíritu conservador en especial; sin embargo, me parece sintomático que el poeta, a la sazón, contase unos setenta años, edad esa «donde cada uno devría baxar las belas e recoger la xarçia»34. Sea cual fuere nuestra interpretación de este testimonio, el manuscrito del Monasterio de El Escorial nos viene bien para reconocer de nuevo la deuda adquirida por parte de los principales escritores de la Castilla del siglo XV para con Italia.





 
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