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Esplendor y ceniza en la poesía de Antonio Porpetta

Leopoldo de Luis

Década del insomnio es el título con que Antonio Porpetta reúne una amplia antología de sus siete libros. El volumen se presenta con un estudio del profesor José Mas. Un estudio detenido que, en cierto modo, coloca al poeta en el puesto que merece su obra en el panorama poético actual. Dada la escasa difusión que suelen tener las colecciones de poesía, resulta muy beneficiosa esta suerte de libros antológicos amparados por un, por así decirlo, mapa de situación.

La obra de Porpetta está realizada con gran perfección y con excelente sentido del ritmo. También con lucidez y convicción. A este respecto no es baladí el título con que signa la antología. Con él, parece el poeta querer apartarse de fantasmagorías y subconsciencias. La poesía clásica promueve claridad; la poesía romántica se apega al sueño. En trance de acotar valores y definir tesituras, creo que hay más clasicidad que brumas románticas en Antonio Porpetta, porque su obra a lo largo de diez años supuso -él mismo lo dice- un insomnio. Un, pues, estar en vela, no en reductos oníricos. El sueño, como hijo de la noche, no acompañó su creación lírica, aunque sí a veces lo hizo en su condición de hermano de la muerte. El autor de estos poemas se ha movido entre Eros y Tanatos. La sensualidad, el amor, de una parte; el sentimiento de finitud, la emoción del acabamiento, de otra. Otro título: el del primer libro, La huella en la ceniza (1980), induce a nuevas inferencias inquietantes: el poeta ve en todo la huella que la ceniza deja como fin inevitable, o bien el poeta quiere que sobre ese inevitable fin de ceniza quede perdurando la huella de su voz. De una u otra suerte, tal rastro nos sale al paso conforme leemos su obra.

Abrimos este libro, y en la primera página encontramos: «Yo guardo en la memoria / marcada con un hierro tenaz y dolorido / mi infancia alicantina y su paisaje». Cuando lo cerramos, en la última página: «Esto ha cambiado mucho: todos dicen / que me encuentran muy bien, / que cuánto he mejorado en poco tiempo. / Y nadie se da cuenta / de que yo en poco tiempo me he quedado / tremendamente solo».

Prescindamos de referencias biográficas, que a veces desorientan. Pueden entrañar contradicciones. A cuerpo limpio frente a los poemas, lo que nos llega es la sospecha de que el poeta ha tocado con estas estrofas primera y última, nada menos que el alfa y la omega de la poesía misma. Porque el punto de partida de la poesía es la memoria y una suerte de mirada infantil, y porque la poesía concluye por revelarnos aquella radical soledad del ser que es, según Ortega, la vida humana. No hay poesía sin memoria; no hay poesía sino desde la soledad. «Viven y mueren a solas los poetas», dijo Luis Cernuda. Antonio Porpetta, en un ciclo de diez años que ahora parece querer cerrar, se ha movido entre los bordes mismos de la Poesía. Bordes, por otra parte, quemantes y que tocan lo ontológico y lo teleológico, por así decirlo: el porqué y el para qué de su ignición. Una vez más, la función prometeica de la poesía. Este es el motivo de que, para mí, toda la poesía de Antonio Porpetta sea la huella en la ceniza: el poema se graba en la caducidad de su esplendor. Lo he corroborado ahora, en la nueva lectura sobre las páginas de la presente antología. La vida esplende, la ceniza aguarda.

Ya en el primer libro, las cosas le parecen grises al poeta, esto es: color de ceniza, cuando carecen de hondura vital y sin el fuego íntimo de la presencia amada. Seguimos avanzando; ya en el Cuaderno de los acercamientos (1980), libro que se mueve entre la elegía y el mito, la brasa anhela el soplo que remonte hacia el fuego y el devenir del tiempo llena de pavesas las manos. Y qué son pavesas, sino partículas de un cuerpo incandescente. Los seres que nos abandonan son un río de lava resumido en cenizas. Los aborígenes, los ancestros, regresan de lejanos incendios y la ceniza del silencio y del dolor persiste en los labios.

En Meditación de los asombros (1981) se canta elegíacamente lo perdido no por el poeta, sino por la historia que tiñó viejos muros. Aquí las sepulturas reales guardan molienda de ceniza, y una doncella romana, en el recuerdo, ni siquiera es ceniza en columbario, en tanto que la vega en que viviere el último rey moro se convierte, con su exilio, en páramo y ceniza, lo mismo que sobre los cadáveres anónimos en sus tumbas del siglo XV se alzó ceniza torva.

En Ardieron ya los sándalos (1982), libro de exaltación amorosa, también la ceniza lastra el recuerdo y hay extrañas llamadas que hacen sentir el acoso de esa torva ceniza.

De 1984 es El clavicordio ante el espejo, que ofrece la originalidad de presentar cada poema con su doble, respondiendo a tesituras distintas, como hiciera Vicente Aleixandre en uno de los capítulos pertenecientes al libro En un vasto dominio. Es uno de los mayores logros de Porpetta y tampoco se salva de la presencia de la ceniza que vengo rastreando: está en el antiguo recuerdo y, patéticamente, en la frente del padre muerto, entre una música de violines imposibles, o se cree ver en remotos trenes fantasmales, provocada por brasas y humaredas.

El poeta va al encuentro de lo secreto de la existencia en Los sigilos violados (1985), y percibe el deterioro de la realidad que avanza como un dolor físico en las fauces del tiempo, mientras la decepción deja un regusto agridulce. El contradictorio y paradójico ser humano pasa, desde la más remota edad, dispersando su gloria y su ceniza, porque la muerte es asimismo un viento que derrama humildes cenizas, y un trote lento de fiel ceniza es la marcha de lo temporal.

Solo en Territorio del fuego (1988) no aparece directamente nombrada la ceniza. El libro alza un canto erótico a la belleza del cuerpo femenino. Contemplación hedonista, que no ascética, pero si en el ardor de la pasión sensual el cuerpo es tierra de fuego, la consunción ha de traer un futuro de ruina cenicienta. Además, el poeta alude al sabor del miércoles, y cualquiera que sea la motivación subjetiva, no es fácil eludir la connotación con que ese día se une a la ceniza en las postrimerías de la religión cristiana.

No ha sido una crítica, y mucho menos que una exégesis lo que he querido seguir en estas notas, sino buscar lo que me parece una constante en la obra de Antonio Porpetta. Comentados ya en su día y con intención de examen cada uno de los libros, al repasar hoy toda la obra antologada, he ido encontrándome los numerosos ejemplos que avalan esta comprensión de una tesitura dominada por la huella que marcó ya su entrada en la poesía. Y es que, tal como yo lo veo, la belleza que exalta siempre la obra de Porpetta lleva dentro, como una hermosa fruta, el hueso de su acabamiento: la ceniza de lo que ardió. De ahí un evidente gusto por el pasado, un amor a lo que se fue, una propensión a resucitar vidas que ya no están. De ahí esa joya de la melancolía que es el Cuaderno de los acercamientos. De ahí ese lujo de lo perdido y recuperado en la imaginación que es Meditación de los asombros. De ahí esos sándalos que, al arder, nos dejan sus perfumes turbadores. De ahí esa música antigua, arrancada a un perdido clavicordio y esa vieja dama que quebranta sus secretos nostálgicos. Y de ahí ese fuego que domina un territorio de sensualidad. ¿Ha llegado don Francisco de Quevedo a tocar con su pesadumbre barroca la meditación y el asombro de Antonio Porpetta? Quizá, porque de sus poemas deducimos que «lo fugitivo permanece y dura». Territorio del fuego el cuerpo amado o deseado, territorio del fuego la poesía de Antonio Porpetta: del fuego en trance de extinción, esto es: en permanente huella de ceniza.

Pero la poesía es un camino en llamas del que solo salvamos la ceniza, que es el poema. Decía Emerson que el poeta no es el antorchero del fuego de la poesía, sino que es el fuego mismo. Es el fuego de un infierno al revés, de un infierno que no condena: salva. Y al salvarse, el poeta nos salva un poco a todos. Porpetta, afortunadamente, no ha cerrado los caminos. Esta década no es sino un jalón y él va a seguir -estoy seguro- echando leña al fuego.