«Espuma», de Claudio Rodríguez
Gonzalo Sobejano
Los poetas españoles que empiezan a darse a conocer en los años cincuenta buscan una poesía de crítica y de conocimiento: en Jaime Gil de Biedma predomina la crítica (y la autocrítica), en José Ángel Valente crítica y conocimiento ge equilibran, en Claudio Rodríguez triunfa el conocimiento.
El primer libro de
Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad, de 1953 (un
tiempo de poesía todavía religiosa y ya plenamente
social), se señalaba por una voluntad de conocimiento de la
naturaleza a través de la mirada creadora de imágenes
y de la palabra ansiosa de dar en un blanco que fuese poesía
sin dejar de ser vida concretamente experimentada. Pero la
extremada juventud del poeta en ese momento ha de resignarse a que
la claridad sedienta de forma opere como un don procedente de
arriba, un ardor en espera, una ebria persecución
interrogante. Se busca en los breves poemas de ese primer libro una
corporeidad, una entrada en la vida, que por lo pronto adopta el
ademán de una entrega difícil pero colmada de deseo.
El deseo de darse va tomando la forma del caminar (ruido de pasos
sobre tierra roja) y la altura de un vuelo del ver, que es amor. No
importa el fin, sino el viaje: «Que cuando
caiga muera o no, qué importa. Qué importa si ahora
estoy en el camino»
. Quiere el caminante pasar más
allá de las apariencias, sin anularlas; y de ahí el
timbre metafísico de sus versos, nunca artificiosos, siempre
removidos, abruptos o trémulos de sinceridad, atentos a la
más vieja música del río, al riesgo del cereal
y del alma en crecimiento, a la limpia verdad del amor que nunca ve
en las cosas «la triste realidad de su
apariencia»
. Toda la contemplación emocionada del
libro lleva un signo de previa pureza, de angélica
incontaminación; y al final del recorrido contemplativo, el
sujeto no sabe si va a empezar a morir o a vivir, sólo sabe
que el intervalo entre ambas interrogaciones ha sido un estado de
enajenación iluminadora como el de la ebriedad.
En el segundo libro, Conjuros, de 1958, el poeta llega, sobre todo en los poemas finales transidos de solidaridad, a la verdad real que esperaba compartir. Hay primero un afán de consonar con el hondo significado de las cosas de su tierra; después, una penetrante observación de las cosas en apariencia intrascendentes pero henchidas de historia (una viga de mesón, una pared de adobe); luego; el anhelo de ascender al cerro y a la nube, y, por fin, la alegre voluntad de participar con los otros en el esfuerzo y en la fiesta: en el contrato de trabajo que toda vida impone y en la ilusionada celebración de la hermandad con todos.
Parece hasta
ahí Claudio Rodríguez, y los títulos mismos lo
insinúan (ebriedad, conjuro), un poeta dionisíaco y
jovial. Pero el disfrute de la unión con el universo no
oculta su condición de busca más que de encuentro, y
padece ráfagas de melancolía y aun de conciencia
trágica de la separación. Por eso suena más
pura, más modesta, la alegría pretendida. El poeta se
sitúa a las puertas de la ciudad, cerca y lejos del Duero,
contemplando su ropa tendida a secar por quién sabe
qué lavandera, en un desamparo que recuerda la orfandad de
Vallejo («¿Quién nos
calentará la vida ahora / si se nos quedó corto / el
abrigo de invierno»
, del poema «Primeros
fríos»), ansioso de la aldabada que le anuncie al
final del trabajo la llegada del amigo, nostálgico de
sumirse en la nube que pasa, habitándola, o al menos
retenerla; preso en la alegría, necesariamente fugaz, de la
fiesta; sumado a la contrata de los mozos labradores, pero como
conciencia que más los contempla que se comunica; remoto en
la muelle cama materna, pero siempre soñando con ella;
urgido por el deseo de incorporarse al baile de su pueblo, pero
pidiendo esta merced como un vecino que tiene primero que acreditar
su condición de tal; impulsado a la solidaridad, pero
sabiendo que ésta más a menudo se logra por el miedo
defensivo que por el amor concordante. Y es este contraste de
afirmación deseada y negatividad latente lo que hace tan
reveladora la segunda colección poética de Claudio
Rodríguez y, en general, su poesía toda.
José Olivio
Jiménez ha estudiado cuidadosamente los dos libros
últimos del poeta: Alianza y condena, de 1965, y
El vuelo de la celebración, de 19761.
Refiriéndose a Alianza y condena, sitúa a su
autor «en la línea de los que
sienten la poesía como medio de conocimiento y
expresión integral de la persona completa»
;
destaca los temas mayores de la primera sección del libro:
la necesidad de la verdad, la naturaleza de la verdad real, los
instrumentos para buscar y poseer la verdad, y los enmascaramientos
de la verdad; con mucha razón, señala la nota que
impregna la poesía de Rodríguez: la llanera, la
negación de orgullo y eminencia, la capacidad de contemplar
humildemente lo creado; define como «realismo
simbólico» la inquisición del poeta en el
objeto para mostrarlo en sí y en su trascendencia; advierte
la participación del modo narrativo en algunos poemas, y ve
en las dos odas finales (a la niñez, a la hospitalidad) el
anhelo de necesaria inocencia y de permanente abertura amistosa.
Rasgos estilísticos percibidos por el mismo crítico
son la irregularidad estrófica, los versos que tienden a
encabalgarse vorazmente, las oraciones incidentales,
interrogaciones sin respuesta, enumeraciones, ritmo impulsivo pero
acogedor como de quien canta andando, proximidad de abstractos y
concretos y adjetivación analítica y lúcida.
La alianza, sea a veces algo distinto del amor (pacto de
unión defensivo), sea el amor y el propósito de
concordia, y la condena (todo lo que es negativo en el
coexistir humano) forman los polos entre los que alienta la
poesía del penúltimo libro, más consciente de
la condena, y del último, más atento a la
alianza.
Quisiera añadir dos observaciones acaso no baldías: una se refiere a afinidades, otra a rasgos de estilo.
Claudio
Rodríguez tiene notables afinidades con Arthur Rimbaud. El
«Canto del caminar», de Don de la ebriedad,
lleva un lema de este poeta («... ou le Pays des
Vignes?»
), y aunque todo ese libro
esté inspirado en la misma movilidad itinerante y
transformadora que distingue a Rimbaud, es en otro poema de
Conjuros («Siempre será
mi amigo...»
) donde puede hallarse más profundo
sincronismo:
Como el Rimbaud de «Sensations», «Ma bohème» o «Le bateau ivre», Claudio Rodríguez es poeta caminante y veedor (si menos visionario), joven siempre, iluminador de ocultas relaciones, a un mismo tiempo desvalido e intrépido.
El lenguaje poético de Claudio Rodríguez se caracteriza por lo que dice José Olivio Jiménez y también por la calidad trémula de su verso. Nada en él de lisura, fijeza o cierre. Débese esto en gran parte a los encabalgamientos, pero en gran parte también a un juego frecuente de diéresis y sinéresis, de dilataciones y contracciones que, no pudiendo comprobarse hasta leído el verso por entero, mantiene a éste en un estado de procreativa inquietud que lo hace flexible y tembloroso. Esta especie de inesperada contracción, o de inesperada dilatación, de los versos concuerda con la emoción momentánea, variable, siempre viva, de lo que ellos significan, alejando al lector de toda sensación de rigidez. Las palabras obedecen al ánimo que las dice, no a la razón que las dicta. Unos ejemplos, entre muchos, de esta convergencia de encabalgamientos, diéresis y sinéresis:
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(Don de la ebriedad, Libro Primero, I) |
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(Alianza y condena, «Viento de primavera») |
Uno de los más representativos y eficaces poemas de Claudio Rodríguez es, en mi opinión, el titulado «Espuma», de Alianza y condena:
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De este poema dice
José Olivio Jiménez: «El
poeta [...] contempla la espuma y parece comenzar a describirla;
pero de inmediato nos damos cuenta de que aquélla le sirve
sólo de indicio o dirección hacia lo que en verdad le
mueve: el deseo de destacar cuánto necesita el hombre de la
experiencia vivida, cotidiana y dolorosa, para que a su
través cobre la más cabal conciencia de su ser. Como
el mar, que sólo cuando golpea contra algún
obstáculo, puede salvar su informe misterio
resolviéndolo en espuma: materia que se ve, que está
ahí ya realizada, y que por ello puede presentarse como
símbolo expresivísimo de la realización de la
vida»
2.
Cierto pero además el poema es un modelo de coincidencia de
la palabra en su sonido con la cosa en su materia y con la imagen
en su sentido.
Comienza el sujeto nombrando sencillamente el acto de mirar lo que mira. Decir Miro la espuma es hacer imaginariamente el objeto del poema. En seguida, sobre la línea misma de esta fundación imaginario-verbal del objeto, éste se define por abstracción de una cualidad suya, elegida entre las que hablan al sentido; pero no al sentido visual, sino más bien a un latente tacto apreciador: su delicadeza. La espuma es delicada, delgada a la vista, pero sobre todo a la mano ideal que de los ojos mismos procedería, adelantándose a palparla. La apreciación al tacto se establece por relación a otra materia, aunque tan distinta, delicada: la ceniza. No es necesario otorgar ya dimensión suprafísica a la espuma ni a la ceniza, sino sólo conocer que aquélla, en el ámbito de imaginación recién abierto, es húmeda, líquida y alzada, y ésta seca, polvorosa y caída. Distintas la espuma y la ceniza, pero ambas semejantes en delicadeza; y subraya esta semejanza la melodía de los finales de ambos versos, que, para mejor notar el musical acorde, podrían escribirse así:
su | dè | li | ca | dé | za |
la | dè | la | ce | ní | za |
Contrasonancias se llama a estas consonancias diferenciadas en la sílaba tónica (é-za: í-za), y cierto poeta francés, jugando a ellas, las aplicó a poemas enteros3. Aquí la contrasonancia funciona a la orden del sentido, al servicio de la eficacia semántica. Ahora podemos ya sentir, tras la materia espuma, su idea (vida erguida), y tras la materia ceniza su idea correspondiente (muerte yacente).
El párrafo segundo del poema va abriendo deleites nuevos al oído, a la vista, al sentimiento y a la comprensión:
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Al quedar
suspendida la comparación por una pausa (una coma) que se
prepara a precisar la condición del término
comparante, sonrisa se cierne en momentánea
situación final y, por ello, en asonancia con
ceniza. Pero, tras la pausa interior del verso,
aquella, en pausa métrica, viene a asonar con
delicadeza (é-a), y esta
asonancia se mantendrá a lo largo del texto. Se afirma
así un esquema de romance endecasílabo, pero son los
versos impares (del 1 al 23) los que portan la asonancia continua,
y no, según el esquema tradicional, los pares. Aunque no
insólito, el hecho trasmite la sensación de que, al
comenzar el poema con el verso portador de la rima continuada, es
como si comenzase sin principiar, rítmicamente
«in medias res»; y puesto
que la espuma aquí cantada es imagen de un constante nacer,
comenzar en medio es lo apropiado: si la espuma nunca principia o,
lo que es igual, comienza siempre («la mer, la mer toujours
recommencée»
) conviene que las
palabras que la cantan aparezcan rezando ya la oración de la
continuidad.
Aprobado su primer término comparativo (ceniza) pero al mismo tiempo rechazado (tan distinta) puesto que, como abajo se lee, la espuma es manantial, no desembocadura, aquélla recibe su segundo correlato: una sonrisa, aquella sonrisa por la que un hombre da su vida y que le es fatiga / y amparo. Nuevas asonancias: si antes ceniza y sonrisa, ahora vida y fatiga. Esta última palabra, fatiga, al asonar con el verso segundo (ceniza) promueve para un oído habituado a la asonancia par la expectación de un romance; expectación que se desvanece al encontrar en modesta, entrega, etc., la impar ya señalada. Nuevo fenómeno de vacilación, que contribuye al efecto de ritmo «in medias res», ya que la asonancia impar (la que prevalece luego) resalta mejor gracias a la indecisión de los cinco versos primeros.
Comparada la espuma con una sonrisa, ésta es, implícitamente, la del ser amado, la de la persona objeto del amor capaz de sacrificio; sonrisa que, para quien la contempla, es fatiga / y amparo. La pausa versal entre estos sustantivos, reforzando su aparente distancia (lo que es fatiga se diría opuesto a lo que es amparo) confedera las dos ideas más persuasivamente: el amor por el que el hombre es capaz de dar su vida sería causa de una bien pagada sensación de cansancio y a la vez origen de una satisfecha sensación de pertenencia. Y si antes el sujeto había dicho sencillamente Miro la espuma, una vez comparada ésta con la sonrisa puede decir: miro la modesta / espuma, donde la espuma mirada recibe un calificativo tradicionalmente poco previsible y contextualmente justísimo. Sonrisa, fatiga, amparo han preparado el advenimiento de ese preciso adjetivo: modesta. La espuma que se mira no es salada, no es blanca, candida, argentada nevada o cana, ni rizada, estremecida o fugitiva, ni ardiente, férvida o deshecha: es modesta, como su delicadeza lo insinuaba. De igual modo que, al leer la palabra modesta, se afirma como dominante la asonancia é-a, así se impone la novedad e intención precisadora del adjetivo modesta al quedar colocado en el saliente del verso 5, planeando por un instante, en soledad, a la busca de su objeto: espuma.
Esta imagen de moderación humana, de sufrido modo, se destaca más intensamente en relación al párrafo tercero del poema:
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La fuerza del mar es bronca y bella. Es el mar quien se entrega. Rudo y hermoso de su fuerza, crea con el uso, el roce y el acto de entregarse, la modesta espuma. La tríada (uso, roce, acto), no sinonímica sino gradualmente distintiva, reitera, como tal tríada, el curso triple de da su vida, fatiga y amparo; y, como pluralidad de nociones, comparte él mismo campo de una experiencia humana fundada en trato de amor: da su vida se coordina con el acto de la entrega; fatiga con uso; amparo con roce.
La entrega del mar crea la modesta espuma. Nueva atención ahora (con lejano timbre romántico, apuntado ya en bronco y bello) al mar que crea esa espuma:
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Mar como dolor. Dolor como prisionero. Rítmicamente, en los dos versos anteriores y en el primero y en la cabeza del segundo de esta pareja, se verifica una replegada contracción, como si de un movimiento retrogradante de resaca se tratase:
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Los dos adjetivos bisílabos, bronco y bello, de fonética semejante; los tres sustantivos, también bisílabos, en rápido y nervioso asíndeton (uso, roce, acto), el gerundio a la vez postergado y recogido (creándola), la insistencia contigua en el estrechamiento entre unos límites (el dolor encarcelado / del mar) forman en conjunto ese movimiento de repliegue que, en seguida, oleaje contraído, va a resolverse en un segundo movimiento, más breve, de dilatación:
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La espuma ha sido -no ha sido- ceniza. Ha sido sonrisa. Ahora es fibra, hebra, filamento, con sus connotaciones vegetal (mar fecundo) y unitiva (mar que tiende a la tierra sus vínculos). Lo que sigue, desarrolla esas connotaciones definiéndolas en la imagen de la flor (vegetal) y de la madeja (unitiva), al mismo tiempo que, en el plano sonoro, imita el ansioso vaivén, la revuelta búsqueda de la espuma en su afán de forma:
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Nuevas tríadas sobre las ya anotadas: quilla, dique, amor surcado (= 'arado'); rompe la muerte, el mar cobra ser, el hombre es hombre. Abarcando las cuatro, podría trazarse el siguiente esquema de correspondencias:
- da su vida - acto de la entrega - amor surcado - el mar cobra ser;
- fatiga - uso - frente al dique - rompe la muerte;
- amparo - roce - bajo la quilla - el hombre es hombre
1) El hombre que da su vida por una sonrisa que ama sería como el mar creando la espuma en el acto de la entrega, como el amor que en tierra abre los surcos donde nace la flor, como el mar que cobra ser en la madeja de sus espumas;
2) Aquella sonrisa amada sería para el hombre motivo de la gozosa fatiga de quien lucha por merecerla, como el mar crea la espuma en el uso de su perpetuo esfuerzo de donación al chocar con el dique, al estrellarse contra esa barrera donde rompe la muerte, donde la muerte irrumpe y se rompe haciéndose vida;
3) Ese amparo que la sonrisa amada significa para el que por ella da su vida sería como el roce, el trato inmediato y perenne del mar en su entrega a la tierra y como el contacto de la tierra con el mar a través de la nave que con su quilla rompe el mar y abre surcos en él, amándolo, fecundándolo a la manera como el amante, desea, ama, surca y fecunda a la amada.
La imagen de la
quilla, explícita, y la del arado, implícita
en amor surcado, conducen lo cantado (la espuma) a su
cimera metáfora genésica: la esperma, el semen, que
en el verso 16 hace su aparición en una forma modesta y
ordinaria, de sobreentendido signo coloquial (leche = 'semen';
«en carne viva»
, «a lágrima viva»
):
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Reitérase aquí el movimiento contracción-dilatación de los versos precedentes; la palabra cima, colocada al borde del precipicio, al extremo de un verso, se despeña, sorteando la dificultada convulsión del siguiente, hacia el desenlace. La crispación del lenguaje en busca de la coronadora: relación metafórica espuma = 'esperma', trae consigo las tríadas agolpadas, los encabalgamientos abruptos (donde / existe; como en tierra / la flor; es en ella donde el mar cobra ser; como en la cima / de su pasión; fuera / de otros negocios) y la irregularidad de las asonancias, como si la voz emisora, por exceso de temperatura armonizante, desbordase la convención de la asonancia impar. El hecho es que los versos 11 a 17, sin perjuicio de esa asonancia impar en é-a, añaden dos irregularidades; repiten en un verso par esa misma asonancia (12: y es en ella) y vuelven a asonar en í-a (como en los versos 2 y 4) los finales de otros dos versos pares (14: en la cima, y 16; leche viva).
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Este párrafo último no atenúa la crispación, aunque acabe distendiéndola. Vuelven los encabalgamientos con su ritmo de desasosiego: cuando la marea / sube; con entera / aceptación. Vuelven las tríadas: me asomo, naufrago, me ahogo; con entera aceptación, ileso, renovado. Conforme a la posición contemplativa del sujeto, la gradación va de arriba abajo, de la superficie al fondo: pretil más externo que brocal, y éste más que manantial, al brocal cabe asomarse, en el manantial hay que sumirse; me asomo asuena con me ahogo; naufrago consuena casi con me ahogo en nueva contrasonancia; y en muy silenciosamente, más que la anegación, se expresa la fusión con el mar. Pero los dos versos finales ya no dicen el hundimiento, como hasta ahí, sino la salvación: no para salir del mar, sino para ser el mar mismo: con entera aceptación (dando la vida, entregándose) , ileso (a salvo) y renovado (naciendo de nuevo)
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En este verso último se cumple la identificación entre donación y permanencia, instantaneidad y eternización: en la u de espumas, radica la cima del ímpetu y en las prolongadas e de imperecederas se explaya el continuo estallar renaciendo, el desmadejarse y volverse a enmadejar, el comenzar sin principio, el acabar sin fin. Con delicadeza, tal verso rubrica ante el límite el acróstico del vivir ilimitado:
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El movimiento esencial del poeta es querer ser lo que canta: enajenarse en el objeto de su canto, y lo consigue al fundar su objeto por la palabra, al hacer del objeto real que estaba mirando el objeto imaginario que canta. Pero en el caso de «Espuma» el objeto imaginario, el poema, significa además el proceso de transformación del sujeto en objeto; la intraobjetivación del contemplador en lo contemplado.
Tres momentos
pueden distinguirse en ese proceso; contemplación (versos
1-6), esencia (6-16) y transformación de la
contemplación en esencia (17-23). En el primer momento todo
es mirada del sujeto: «Miro la
espuma»
, «Como quien mira una
sonrisa»
, «Miro ahora la
modesta / espuma»
. En el Segundo, todo es esencia del
objeto: «Es el momento»
,
«creándola»
, «existe amor»
, «nace la espuma»
, «es en ella / donde rompe la muerte»
,
«en su madeja donde el mar cobra
ser»
, «el hombre es
hombre»
, «leche
viva»
. En el tercero, reaparece el sujeto para fundirse
con el objeto: «es manantial»
,
«me asomo ahora»
, «la marea sube»
, «naufrago»
, «me ahogo»
, «con entera / aceptación, ileso, renovado
/ en las espumas»
. La aproximación (miro ahora
la modesta / espuma) engendra la revelación (nace
la espuma) y ésta la identificación (en las
espumas imperecederas). Un proceso muy parecido se da en otro
de los más celebrados poemas de Claudio Rodríguez:
«Al ruido del Duero» (en Conjuros). Comienza
también continuativamente: «... Y
como yo veía / que era tan popular entre las
calles»
, y la resistencia inicial del sujeto al ruido
popular del Duero (opinión) se va transformando a
lo largo del texto en reconocimiento de la música
íntima y colectiva (verdad) del río
Duradero, última palabra del poema,
designación de la perpetuidad del río, tan semejante
a las espumas imperecederas.
Siguiendo la cadena de metáforas de nuestro poema (ceniza, sonrisa, fibra, flor, madeja, leche, manantial) se percibe que el valor simbólico de la espuma -vehículo de la vida en acción, pero no sólo eso, sino real y concreta espuma, y de ahí que sea símbolo y no alegoría- aparece contrapunteado por imágenes de extinción o finitud que sólo intervienen para ser negadas: tan distinta a la de la ceniza (no ceniza mortal), rompe la muerte (irrumpe, pero en el lugar mismo en que la espuma se hace y el mar cobra ser: en el rompeolas) , es manantial, no desembocadura (bulle la espuma como agua de hontanar, no agoniza en olas exangües). Entre estas correlaciones rechazadas se abren paso las otras, de carácter vital: la destinada sonrisa y la fibra salvadora poseen todavía una condición justificadora o defensiva; pero la flor en el surco, la madeja que teje la trama, la leche seminal y el manantial del renuevo incrementan paso a paso a esa afirmación que, al final, vencidos los contrastes, logra una forma ya no metafórica, en ese plural que compendia la índole frecuentativa, colectiva y unánime del objeto: espumas imperecederas.
Un poema nunca es
la suma de sus imágenes, sino la configuración
personalmente única que la actitud, el tema y la estructura
adoptan memorablemente en el lenguaje. Por eso no es de
extrañar que de las imágenes de este poema casi
ninguna carezca de antecedentes. Sin necesidad de trazar
aquí un manual de espumas, puede recordarse que la
sonrisa es metáfora frecuente, pero referida al mar
mismo, no a la persona amada: desde la «innumerable sonrisa»
de Esquilo hasta
la balada de García Lorca: «El mar
/ sonríe a lo lejos. / Dientes de espuma, / labios de
cielo»
. Fibra y madeja, imágenes
más metonímicas que metafóricas, quedan
aludidas siempre que a la espuma se la califica de «ligera»
, «frágil»
o «rizada»
. La ola del mar comparada al
surco de la besana, y la quilla (o el remo) del navegante
al arado del labrador, forman un topos de ilustre antigüedad:
«¿Cuál tigre, la más
fiera / que clima infamó hircano, / dio el primer alimento /
al que -ya deste o aquel mar- primero / surcó labrador fiero
/ el campo undoso en mal nacido pino?»
(Góngora,
Soledad I, 373-78). En relación con la
metáfora seminal (leche viva) se hallan cuantos
versos aluden a Venus nacida de la espuma, y ya Philón
explicaba a Sophia que «se entiende por
la espuma el semen del hombre»
(León Hebreo,
Diálogos de amos, II, fol. 103). Incluso de la metáfora del
manantial, podrían recordarse textos muy parecidos: «El mar, trémulo espejo de los ojos / del
Señor, primer cuna de la vida»
(Unamuno, «El
Cristo de Velázquez»); «Ola
tras ola sigue a ola tras ola, / persigue espuma a espuma fugitiva,
/ dádivas sobre dádivas ofrecen / felicidades siempre
repetidas»
(Salinas, «El
contemplado»
, VII), sin olvidar el marino cementerio de
Valéry con su mar sin cesar empezando. Pero la
fibra y la madeja de Claudio Rodríguez son
más directas que tantas ligerezas y fragilidades, su
amor surcado se ofrece exento de tópicas
deprecaciones morales, albergando humildemente la mención de
la flor, y tanto esta imagen de los surcos como la de la
leche viva aparecen desnudas de recuerdos
mitológicos, o de intenciones pictóricas («verde botella, verde lejía, palidez
seminal en retirada, en descenso, rocas abajo, dejando al
descubierto la base chorreante de los
acantilados»
)4,
en limpia y concreta encarnación humana. Como concreto es
todo este libre mar, contemplado y asumido, que el poeta canta por
su belleza real y en cuya realidad hermosa encuentra al mismo
tiempo la gracia, la ebriedad, el conjuro, la alianza y el vuelo de
celebración de la vida.
No el lejano techo
tranquilo del comienzo de «El cementerio marino», sino
las olas gozosas que al final rompen ese techo donde los foques
picotean. No el total azul de Jorge Guillén que «levanta en vilo al verano / sin celaje, sin
espuma»
(«Lo inmenso del mar»,
Cántico) , sino más bien «la rosa / frágil, de espuma,
blanquísima»
del mar de julio de Salinas
(«Orilla», Seguro azar). La imperecedera
espuma, hermana del viento, del pájaro, la lluvia, la luz,
el corro de niños la ofrecida juventud. Espuma que, cuando
la marea sube, edifica la forma misma de la vida, cuyo nombre es
Alianza.