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ArribaAbajo- VI -

La generación de 1830. El Salón Literario


Influjo de la cultura francesa. Libros y revistas. La juventud universitaria y el magisterio de Diego Alcorta. El teatro romántico. La librería de Marcos Sastre. El Salón Literario. Los discursos inaugurales y sus críticos. Las «lecturas» de Echeverría. Fracasada trasformación del Salón. La Moda. Fundación de la Asociación de la Joven Argentina.


La juventud intelectual que al terminar la tercera década del siglo habría de dispersarse en el destierro, dio al país en el trascurso de la misma el aliento de una primavera espiritual rica de esencias. Aunque Buenos Aires concentraba el núcleo más denso, también el interior contaba con grupos promisorios; las ideas y los ideales circulaban por la vastedad apenas poblada, como sustento aéreo de su coordinación, y esos hilos sutiles iban tejiendo la urdimbre de una generación armónica, llamada a duro y férvido destino.

A pesar del tumulto y la regresión del caudillismo y de las luchas intestinas, la cultura mantenía erguido su islote. Las aulas universitarias de Buenos Aires se debatían contra la hostilidad multiforme del medio y del fanatismo; la Biblioteca Pública aumentaba su caudal y el número de lectores; el periodismo sembraba lo que podía; el libro extranjero entraba con relativa profusión; y algo como el presentimiento misterioso de calamidades latentes asociaba a los espíritus juveniles, ansiosos de luz y rebelados contra la pasividad rutinaria.

Coincidente con la llegada de Esteban Echeverría, la revolución francesa de 1830 favoreció el acopio bibliográfico. «Nadie es hoy capaz de hacerse una idea del sacudimiento moral que este suceso produjo en la juventud argentina que cursaba las aulas universitarias» -rememoraba a fines del siglo el anciano historiador Vicente Fidel López, en su Autobiografía-. «No sé cómo se produjo una entrada torrencial de libros y autores que no se había oído mencionar hasta entonces. Las obras de Cousin, de Villemain, de Quinet, Michelet, Jules Janin, Mérimée, Nisard, etc., andaban en nuestras manos produciendo una novelería fantástica de ideas y de prédicas sobre escuelas y autores románticos, clásicos, eclécticos, sansimonianos. Nos arrebatábamos las obras de Víctor Hugo, de Sainte-Beuve, las tragedias de Casimir Delavigne, los dramas de Dumas y de Víctor Ducange, George Sand, etc.».

El influjo de la cultura francesa se había iniciado en 1817, durante el Directorio, con la llegada de muchos bonapartistas distinguidos, desterrados por la restauración borbónica. El libro francés se introdujo desde entonces con dominante preferencia, y en 1828 ya escribía Juan Cruz Varela en El Tiempo, con desconsuelo por los perjuicios del idioma propio: «Véanse todas las bibliotecas particulares de Buenos Aires y se hallará un prodigioso excedente de libros franceses sobre los españoles; véanse los libros que sirven de texto en nuestra universidad, y se encontrará que todos son franceses...». Dos años después, un viajero francés lo confirmaba en la Biblioteca Pública: «el número de volúmenes alcanza a veinte mil, de los que son franceses la mitad».

El semillero parisiense de Esteban Echeverría halló bien preparado el terreno y la emancipación de la literatura española no fue, en gran parte, sino la adopción de los modelos de la francesa. En 1832, un estudiante de derecho, Santiago Viola, decidió invertir en libros algo de lo que derrochaba en diversiones, e hizo venir de Europa sus novedades literarias y filosóficas en lengua francesa. Adquirió además las colecciones de la Revue de Paris y la Revue Britannique, con suscripciones subsiguientes, y una galería litográfica de los autores de moda. Todo lo puso el mecenas a disposición de sus condiscípulos y amigos. «Como las moscas alrededor de un manjar -recordaba el doctor López en las páginas citadas- corrimos en tropel al incentivo de las grandes novedades»...

Ese mismo año, Miguel Cané organizó en su casa una «Asociación de estudios históricos y sociales». Reuníanse los jóvenes asociados semanalmente a escuchar y criticar la disertación impuesta con anterioridad a un compañero. A Félix Frías tocole el paralelo entre Mirabeau y Martínez de la Rosa; favoreció al segundo y levantó el clamor del auditorio.

La cátedra universitaria de filosofía, a cargo del médico porteño Diego Alcorta, fue en aquel decenio una forja de la inteligencia y del carácter de sus alumnos devotísimos. López, Alberdi, Gutiérrez, nos han hablado de la elevación de su alma, de su bondad conmovedora, de su enseñanza ejemplar que trascendía los límites del aula. José Mármol puso en labios de un personaje de Amalia la gratitud de su generación22. Los alumnos del curso de 1835, que fue el más concurrido, lograron vencer la modestia del maestro para obtener su retrato físico, cuyas facciones trasuntan el moral23.

El doctor Alcorta, casado con María Josefa Belgrano, sobrina del general, prolongaba en su casa los atractivos del aula. «Vivíamos alrededor de su persona y de su familia -recordaría también Vicente Fidel López-; hablábamos con él de todo; no tuvo hijos, y nosotros éramos para él la corona doméstica y universitaria». Aquel hogar solía convertirse en centro de reuniones artísticas: Manuel Belgrano, cuñado del dueño de casa, autor de la tragedia Molina, traductor ocasional de Byron; Juan Thompson, educado en Francia, versificador en la lengua de Lamartine; Florencio Balcarce, casi un niño y la más firme promesa de su generación, entretejían sus estrofas; Carmen, hermana de Manuel y de María Josefa, tenía a su cargo la parte musical; y acaso Alberdi sentose al piano, más de una vez, a ejecutar uno de sus minués, y aun Juan Pedro Esnaola, el primer pianista argentino de la época, debió en ocasiones de regalar al auditorio con sus «piezas de salón»...

El teatro del decenio acogió las novedades francesas sin excluir las españolas, y el repertorio execrado en días del Directorio volvió a las tablas del romanticismo con Lope, Tirso, Calderón, Rojas, Moreto, Huerta, Moratín, Jovellanos, Quintana... Los ecos parisienses alternaron con los madrileños: Antony (1831) o La Tour de Nesle (1835), de Alejandro Dumas (en castellano, naturalmente, como las demás obras francesas); Marino Falliero (1829) y Les enfants d'Edouard (1835), de Delavigne; Angelo, tyran de Padoue (1835), traducido por Vicente Fidel López (primera obra de Hugo representada en Buenos Aires, en 1838), comedias de Scribe en versiones de Larra o Ventura de la Vega, fraternizaron en el escenario porteño con la Conjuración de Venecia (1836) de Martínez de la Rosa, Lanuza (1822) de Ángel de Saavedra, Macías (1834), de Larra y El trovador (1836), de García Gutiérrez. La producción local estuvo representada por los estrenos de Carlos, o el infortunio, de Luis Méndez, el 10 de junio de 1838, y El renegado o el triunfo de la fe, de Rafael Corvalán, el 31 de octubre del mismo año; ambas obras tuvieron por intérprete a Juan Aurelio Casacuberta.

¡Con qué nostalgia, con qué anhelo se soñaba, desde rincones lejanos del país, en la fascinadora ciudad del Plata! El catamarqueño Marco Manuel de Avellaneda, doctorado en ella, en 1834, y a quien sus condiscípulos llamaban Marco Tulio por la elocuencia y el amor a los clásicos latinos, vegeta en Tucumán, envidia a su amigo Alberdi y le escribe en 1836 confesando el sofoco de una existencia aldeana entre «unos cuantos clérigos y frailes que ejercen el monopolio del saber y de un gran número de esos hombres frívolos destinados a morir como viven y mueren los naranjos». El sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento, que no conoce Buenos Aires, se dirige en 1838 con seudónimo, al mismo corresponsal, a quien admira de lejos, y al someter a su juicio los primeros versos -¡y acaso únicos de su vida!- que acaba de escribir, declara su pasión por Byron, sus lecturas de poetas franceses y su dolor de vivir tan lejos de «ese foco de civilización americana».

Llamas del foco eran las librerías bien provistas, y entre éstas, la de Marcos Sastre extendía sus resplandores en un catálogo tentador. Uruguayo de nacimiento, educado en Córdoba, el propietario de los bien colmados estantes era un bibliógrafo experto y generoso que atraía a toda clase de lectores con su versación ilustrativa y su liberalidad comercial. La Librería Argentina era también local de reunión para Echeverría y sus amigos, de la que participaba el librero. De esos encuentros debió surgir en Marcos Sastre la idea de fundar el Salón Literario.

Abiiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur lucis! «¡Desechemos, pues, la obra de las tinieblas, y adoptemos las armas de la luz!». El lema apostólico extraído de la Epístola a los romanos fulgía en la testera del recinto. Los mil libros escogidos por Marcos Sastre en los estantes de su comercio para poblar los de su Salón eran el arsenal luminoso que se brindaba a los porteños en una sala anexa al nuevo local de la Librería Argentina. Un estruendo de bombas anunció la apertura en una tarde dominical de junio de 1837. Entre la concurrencia, el doctor Vicente López y Planes, jerarca de las letras patrias, representaba la generación de Mayo; su hijo Vicente Fidel y sus amigos, la juventud universitaria, rebelde a toda dictadura; el napolitano don Pedro de Angelis era el ojo y el oído del receloso gobierno.

Se pronunciaron tres discursos en el acto inaugural. Correspondió el primero al dueño de casa y autor de la iniciativa. Entre la execración a «esa multitud de novelas inútiles y perniciosas que a montones abortan diariamente las prensas europeas» y ditirambos ineludibles al «gran Rosas», anunció los propósitos del Salón: ofrecer solamente los libros selectos que den «un impulso notable al progreso social», y cursos de lecturas en que se expusiesen «las altas concepciones de los sabios, tales como Vico, Herder y Jouffroi», o tuvieran expresión «en nuestro idioma los acentos poéticos y religiosos de almas como las de Lamartine y Chateaubriand», y se diese cuenta de los progresos industriales aplicables al país, y se comunicaran «ideas y nociones importantes sobre la religión, la filosofía, la agricultura, la historia, la poesía, la música y la pintura». Proclamó y analizó luego los tres inminentes divorcios de «toda política y legislación exóticas», del «sistema de educación pública trasplantado de la España» y de «la literatura española y aun de todo modelo literario extraño», a fin de adoptar la que en esos diversos campos conviniera a la naturaleza nacional.

Habló a continuación Juan Bautista Alberdi, como perdido en las tinieblas de la inscripción tomada de San Pablo. Sólo pudo entreverse que el orador proponía al auditorio dos direcciones para futuros trabajos: «la indagación de los elementos filosóficos de la civilización humana» y «el estudio de las formas que estos elementos deben recibir bajo las influencias particulares de nuestra edad y nuestro suelo». El párrafo siguiente descubrió el cauce de las aguas molineras: «En estos dos objetos tenemos que hacer estudios nuevos. La Europa que no cesa de progresar en el primero, tiene hoy ideas nuevas que nuestros predecesores no pudieron conocer y que nosotros somos llamados hoy a importar en nuestro país. Con la revolución francesa del 89 termina el siglo 18 su misión inteligente. El Imperio hace contraer el pensamiento a la naturaleza y a la observación; y el Instituto y la Escuela Normal tienen desarrollo. La Restauración, de naturaleza ecléctica, imprime su carácter mixto al pensamiento de su época, y Platón y Kant y Hegel son presentados y asociados a Condillac por Royer Collar y Víctor Cousin».

La última pieza perteneció a Juan María Gutiérrez. Señaló la ausencia de España en el mundo de las ciencias y abolió sin dificultad la literatura española: «En toda ella no encontraréis un libro que encierre los tesoros que brillan en cada página de René, en cada canto de Childe Harold, en cada meditación de Lamartine, en cada uno de los dramas de Schiller». Una vez declaradas «nulas» la ciencia y las letras españolas, sólo restaba librarse de ellas. Pena grande que no fuera posible romper tan fácilmente el vínculo idiomático; «pero éste debe aflojarse de día en día, a medida que vayamos entrando en el movimiento intelectual de los pueblos adelantados de la Europa». No obstante, el joven demoledor propiciaba una literatura nacional, representativa de nuestras costumbres y nuestra naturaleza. Y he ahí otros aspectos de la lucha contra las tinieblas que iba a emprender el Salón.

Don Juan Manuel de Rosas olfateó en seguida la pólvora sorda, aunque se limitó a reconvenir indirectamente al doctor López y Planes por su presencia tutelar en aquel nido de reformadores. Por lo demás, el Salón hizo poco ruido. Un articulillo burlesco y otro serio en defensa de las contribuciones de España a la civilización fueron su eco dos meses después de inaugurado, al publicarse los discursos en folleto24. Hoy conocemos dos cartas privadas, ambas de 1837 y exhumadas cien años después, que lo iluminan desde afuera. La dirigida por Florencio Varela a Juan María Gutiérrez ve «muchísimo de falso» en el discurso de Sastre, declara ininteligible el de Alberdi y juzga incomparablemente superior a los anteriores, aunque injusto y también falso, además de absurdo en lo que dice sobre el idioma, al de su destinatario25. Conocemos asimismo la respuesta del equilibrado Gutiérrez: «Amigo, en cuanto a los discursos, estoy con la opinión de Vd. y creo que al mío hace Vd. más honor del que se merece»26. La otra carta es de Florencio Balcarce, estudiante de diecinueve años en París, y está dirigida a Félix Frías. Trata despectivamente a Sastre, se asombra de lo dicho acerca del «lenguaje nacional» y opina «que los ataques a la literatura española sólo sirven para desacreditar la sociedad ante los ojos de los pocos hombres ilustrados que hay en el país»27. Los dos comentaristas distantes desconfían de don Pedro de Angelis, conocen los ingredientes incompatibles de algunos asociados y vaticinan corta vida al Salón.

Uno de los asistentes a las reuniones ateneístas, el ya nombrado Vicente Fidel López, dirá en sus sabrosos recuerdos que en ellas «se produjo poco, se leyó mucho, se conversó más». Su indicación de las lecturas corrobora el culto a Francia: «Leíamos de día, conversábamos y discutíamos de noche. El célebre Prefacio de Cromwell, de Víctor Hugo, llamado entonces el Nuevo Arte Poético, el nuevo dogma, regía como constitución las ideas. Las Palabras de un creyente, de Lamennais, los discursos parlamentarios de Guizot, Thiers, Berryer, la Roma subterránea de Ch. Didier, la pléyade de los mártires italianos, amigos nuestros por la desgracia y por los fines que interesaban nuestras más vivas simpatías. Entre todos ellos había tres que eran los que más nos arrastraban: Lerminier, Pedro Leroux y Sainte-Beuve».

A continuación recuerda que en aquellas reuniones conoció a Esteban Echeverría y que en ellas leyó Gutiérrez fragmentos de La cautiva (todavía inédita). Marcos Sastre, al anunciar la próxima publicación de este poema en su discurso de fundador, había mencionado también al autor como uno de los asesores del Salón. Raro parece que el celebrado poeta de Los consuelos y ya reconocido iniciador de una generación literaria, no ocupase la tribuna en el acto inaugural. ¿Prefirió cederla a sus discípulos Alberdi y Gutiérrez para no comprometer su autoridad ni su acción en una ceremonia de dudosos efectos? Entre sus páginas póstumas aparecieron las de dos disertaciones pertenecientes a una serie que, según el compilador, había pronunciado en el Salón durante el mes de setiembre. Primera muestra de la prosa política del poeta, plantea ese trabajo los deberes de la juventud. La espada había cumplido con brillo su obra emancipadora; la libertad exigía una labor afirmativa, sin ruido, «reflexiva y racional». La revolución de Mayo y la sangre derramada para librarnos de una «tiranía peninsular», no debían malograrse en una «tiranía doméstica», situación infamante por ser «obra de nuestros propios extravíos». Era hora de edificar. «La obra debe renovarse o más bien empezarse desde el cimiento. No han faltado operarios en ella, pero todos, más bien intencionados que hábiles, han visto desmoronarse el edificio aéreo que fabricó su imprudencia... Debemos buscar los materiales de nuestra futura grandeza en la ilustración del siglo... Nuestra misión es esencialmente crítica, porque la crítica es el instrumento de la razón».

Una carta de Marcos Sastre, fechada a fines de aquel mes de setiembre, pero conocida públicamente hace pocos años, revela el proyecto de trasformar el Salón Literario en un Instituto, y al ofrecer su dirección al poeta, manifiesta el concepto en que se le tenía: «Yo pienso, Sr. Echeverría y me atrevo a asegurar qe. V. está llamado á presidir y dirigir el desarrollo de la inteligencia en este país. V. es quien debe encabezar la marcha de la juventud; V. debe levantar el estandarte de los principios que deben guiarla y que tanto necesita en el completo descarrío intelectual y literario en qe. hoi se encuentra. ¿No siente V. allá en su interior un presentimiento de que está destinado á tan alta y gloriosa misión?». ¡Cómo no había de sentirlo! Pero se ignora su respuesta: en la mencionada libreta de Gutiérrez con anotaciones para la biografía de su amigo, se halla la siguiente: «1837, Sep. 28 - Carta de Sastre invitando a Echeverría pa. q. se ponga al frente de una sociedad literaria en q. deseaba transformar el Salón literario. Echeverría contestó estensamte y dice Sastre q. esta conton la di'o originl al Dr D.P.S. Obligado, qn me dice q. no la tiene» (p. 34).

Leyéranse o no aquellas páginas en el Salón, el mes de setiembre fue para sus reuniones el de su canto de cisne, y en los comienzos del año siguiente se inició el remate de sus libros y los de la librería proveedora. Pero no se dispersaron todos los asociados. El 18 de noviembre había aparecido el primer número de La Moda, taller del núcleo echeverriano, aunque sin Echeverría... ¡La Moda! Título inocente, de femenina frivolidad, apuntalado aún por esta declaración: «Gacetín de música, de poesía, de literatura, de costumbres»; ni siquiera un solapado etcétera; y con este lema absolutorio al tope: «Viva la Federación», Y todavía, en la última página de cada número, este cierre de seguridad: «Editor responsable, Rafael J. Corvalán», el hijo del edecán del gobernador don Juan Manuel de Rosas. El prospecto debió de atraer a las niñas: noticias locales y europeas sobre la moda en vestidos, peinados, mobiliario y «asuntos de conversación general»; nociones accesibles de literatura moderna, música y otros adornos de la educación juvenil; «nociones simples y sanas de una urbanidad democrática y noble»; poesías nacionales, «siempre inéditas y bellas»; crónicas de la vida social; y todo ello semanalmente acompañado por un minué o un vals de la mejor calidad: «preferiremos no publicar música a publicarla mala»... Veintitrés números dejaron donde pudieron aquellas orientaciones seguidas por compases ternarios. Y el 23 de abril de 1838 apareció La Moda por última vez, sin que nada advirtiera despedida ni clausura.

Echeverría, es necesario repetirlo, no perteneció a la redacción anónima del «gacetín». En cambio, fue su jefe Alberdi y a su lado estuvo Gutiérrez. Los demás colaboradores se llamaron Vicente Fidel López, Demetrio y Jacinto Peña, Carlos Tejedor, Manuel Quiroga de la Rosa, Carlos Eguía, José Barros Pazos y Nicolás Álbarellos, sin olvidar al ya citado editor responsable. La investigación ha creído descubrir alfileres sutiles destinados a la política y a la prédica social ocultos en dobleces y guarniciones de prendas de haute couture. Aquí nos interesa particularmente la siembra literaria. «La literatura no será para nosotros Virgilio y Cicerón» -anunciaba el prospecto. Tampoco ciertos autores y conceptos echeverrianos. En algunos números, por cuenta propia o ajena, se respeta pero se rechaza a los hermanos Schlegel como «espíritus retrógrados» o vueltos hacia la Edad Media (n.º 8); se considera a Víctor Hugo «una estrella en el ocaso» (n.º 8); a Hugo y Chateaubriand (dejando a salvo su expresión artística) y «a todos los escritores de la escuela llamada romántica», poco menos que enamorados de las cavernas (n.º 21). «No somos ni queremos ser románticos», gritan los «gacetineros» en el número 8, y en el 21 aclaran: «Queremos una literatura profética del porvenir y no llorona del pasado». En ese último número se le cae el antifaz a su jefe cuando recomienda a los «jóvenes que aspiran al talento divino de escribir» la lectura de Jouffroy, Fortul, Lerminier, en cambio -y en el siguiente orden- de Capmany, Jovellanos, Cervantes.

Días antes de la aparición de La Moda se publicó en Montevideo el primer tomo de Fígaro, «colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres por D. Mariano José de Larra». Este autor se había suicidado en Madrid el 13 de febrero del mismo año, a los veintisiete de edad. Los funerales apoteósicos de La Moda a la memoria de «Fígaro» se inician en el segundo número con un minué que ensaya su «retrato musical»; como retratista se presenta «Figarillo», quien, desde el número siguiente, firmará bocetos de «costumbrismo» impersonalizado, vale decir de «tipos ideales de fealdad social». El devotísimo «Figarillo» se confiesa hijo de «Fígaro», se estima «una imitación suya», «el último artículo, por decirlo así, la obra póstuma de Larra» (n.º 5). Y «Figarillo» es Alberdi, que cuenta los mismos años de Larra al morir. El implacable hispanófobo, el demoledor (en varios sentidos) de la lengua española, aparece conquistado por una voz de España, por la voz de «la joven España, la única España amiga y querida nuestra» (n.º 6). El tiempo hará lo demás...28

A los dos meses justos de fenecida La Moda, el 23 de junio de 1838, Esteban Echeverría, acompañado por Alberdi y Gutiérrez fundó la asociación de la Joven Argentina29, llamada, años después, por él mismo, Asociación de Mayo, denominación que prevalece en la historia literaria y política.




ArribaAbajo- VII -

La Asociación de Mayo y su credo


Restauración y continuación del pensamiento revolucionario de Mayo. Disolución y dispersión de los asociados. Publicaciones del Credo o Dogma. Polémica de Echeverría con Pedro de Angelis. Trascendencia del Dogma Socialista.


La intromisión política era sentencia de muerte para asociaciones y periódicos no adictos al régimen despótico. Crear secretamente un organismo de profundas reformas políticas y sociales con la esperanza de conquistar y armonizar las «facciones» antagónicas y de atraerse al déspota y trasformarlo, fue la aventura imaginada por el poeta y sus amigos. Ni federales ni unitarios, los jóvenes se consideraban herederos directos del pensamiento revolucionario de Mayo, que se proponían restaurar y continuar. Algunos más de una treintena reuniéronse «en un vasto local» la noche del 23 de junio de 1838. Esteban Echeverría expuso el pensamiento corporativo y fue designado presidente. Leyéronse entre aclamaciones las quince «Palabras simbólicas».

1. Asociación. 2. Progreso. 3. Fraternidad. 4. Igualdad. 5. Libertad. 6. Dios, centro y periferia de nuestra creencia religiosa: el cristianismo; su ley. 7. El honor y el sacrificio, móvil y norma de nuestra conducta social. 8. Adopción de todas las glorias legítimas, tanto individuales como colectivas de la revolución; menosprecio de toda reputación usurpada e ilegítima. 9. Continuación de las tradiciones progresivas de la Revolución de Mayo. 10. Independencia de las tradiciones retrógradas que nos subordinan al antiguo régimen. 11. Emancipación del espíritu americano. 12. Organización de la patria sobre la base democrática. 13. Confraternidad de principios. 14. Fusión de todas las doctrinas progresivas en un centro unitaro. 15. Abnegación de las simpatías que puedan ligarnos a las dos grandes facciones que se han disputado el poderío durante la revolución.

La noche del 8 de julio, víspera del vigésimo aniversario de la independencia declarada en Tucumán, todos prestaron juramento; al día siguiente, celebraron la fundación y la fecha patria con un banquete; en agosto se discutía el Credo o comentario de las palabras simbólicas, redactado por Echeverría durante dos semanas de reclusión campesina. Pero antes de que Rosas hubiera podido enterarse del sentimiento absolutorio y armonizador con que aquella juventud esperaba su poderoso patrocinio, sus esbirros descubrieron la entrada precautelosa de los conjurados en locales distintos. «Señores: estamos vendidos y la tiranía nos acecha», anunció el autor del Credo para urgir su aprobación; e inició la despedida con un abrazo fraternal y el compromiso de luchar por lo jurado.

Habiendo decidido Alberdi radicarse en Montevideo -«fui el primer joven que atravesó el río de la Plata con miras revolucionarias contra Rosas»-, se llevó el documento para publicarlo en aquella ciudad. Apareció en el último número del periódico El Iniciador, datado el l.º de enero de 1839, con este título ambicioso: Código, ó declaración de principios que constituyen la creencia social de la República Argentina. El desarrollo diferido de la última palabra simbólica había sido realizado por el propio Alberdi en Montevideo. Otro periódico montevideano, El Nacional, reprodujo el documento en febrero y marzo. La semilla se expande por las provincias argentinas. El sanjuanino Manuel Quiroga Rosas predica y difunde con ardor de misionero la nueva doctrina y funda en su ciudad cuyana la filial de la Joven Generación, apoyado por sus comprovincianos Domingo F. Sarmiento, Santiago S. Cortínez, Antonio Aberastain, Saturnino Laspiur y el tucumano Benjamín Villafañe, quien la implanta con los suyos, Marco M. de Avellaneda y Brígido Silva, en la ciudad del norte. Córdoba la recibirá con la llegada del porteño Vicente Fidel López, para constituirla con Paulino Paz, Enrique Rodríguez, Avelino y Ramón Ferreira, bajo la presidencia del juez de comercio doctor Francisco Álvarez. Pero los sucesivos desastres de las conspiraciones y las armas contra Rosas determinaron la expatriación de los asociados que pudieron salvar la vida y el mismo Echeverría, demorado en una expectación voluntaria, tuvo al fin que cruzar el río y refugiarse en el Uruguay antes de mediar el año 40.

Fuera de su participación personal en la primera sesión pública del Instituto Histórico Geográfico, dedicada a lecturas poéticas y realizada el 25 de mayo de 1844 en el Teatro del Comercio -donde se originó la agria polémica con José Rivera Indarte- y de su actuación, desde 1847, como miembro del Instituto de Instrucción Pública del Uruguay, la vida de Echeverría en el destierro se mantuvo apartada de los medios oficialistas, de los corrillos políticos y del periodismo profesional, y su obra se desarrolló en una soledad casi huraña. Sus grandes amigos eran Alberdi y Gutiérrez, ambos ausentes de Montevideo desde 1843, y con ellos mantenía frecuente correspondencia epistolar. Austero y orgulloso, se mostraba digno y altivo en la pobreza, aunque susceptible hasta la obsesión neurótica en su vanidad literaria, como lo prueban la citada polémica y el posterior entredicho con Sarmiento, quien disipó el nublado de un alegre soplido.

En 1846 reeditó en volumen el Credo con otro título: rebautiza en éste a la Joven Generación Argentina con más afortunado nombre; y escribe una larga introducción, ya anunciada como la reedición dos años antes, para ese volumen cuya portada dice así: Dogma socialista / de la / Asociación de Mayo / precedido / de una ojeada retrospectiva / sobre el movimiento intelectual en el Plata / desde el año 37. Por / Estevan Echeverría / Montevideo / Imprenta del Nacional / 1846. La «ojeada» comprende dos partes, no indicadas: la primera contiene el relato del nacimiento de la Asociación y de su dogma, referencias a las luchas desastrosas que determinaron la expatriación de los asociados y un breve juicio sobre la personalidad y la obra de los publicistas en el destierro; la segunda, mensaje dirigido a los patriotas y proscritos de una hora que se presentía crepuscular para el tirano, tiene algo de glosa a las demostraciones del Dogma y de disimulada rectificación a su tesitura apodíctica. Pero, si en esas páginas la Asociación absorbe al Salón Literario, ni siquiera nombrado, también Echeverría olvida en ellas nada menos que al revolucionario más eminente entre los de Mayo, para declararse autor del único movimiento de contenido social ocurrido en el país. ¿Creía necesaria esa envoltura genesíaca para la resurrección del credo juvenil? En cuanto a éste, salvo detalles de redacción, ofrece el mismo texto de El Iniciador.

La edición apareció dividida por inconvenientes de taller. En julio de 1846 se adelantó la Ojeada. Compartía su última página (XCIII) el comienzo de una réplica de diez a un artículo del escritor español Dionisio Alcalá Galiano acerca de «la situación y el porvenir de la literatura hispano-americana», reproducido por el Comercio del Plata cuando se terminaba la impresión de la entrega. El articulista se asombraba de que esa literatura, a pesar del tiempo trascurrido desde la emancipación política, se hallase aún «en mantillas», y lo atribuía al hecho de no renovar «el espíritu de nacionalidad», para lo cual aconsejaba seguir los primeros pasos de la nueva literatura española, también restauradora de aquel espíritu. Echeverría sintió el escozor. La coincidencia local de la reproducción sin comentario, tal vez aprobatoria, con la publicación inmediata del balance alentador de su Ojeada, moviole a aprovechar el vehículo de esta misma para enrostrar al lejano intruso la endeblez del modelo propuesto y darle un ejemplo de lo realizado literariamente en una parte de la América independiente... El Dogma apareció en agosto con numeración arábiga. La dedicatoria a los «mártires sublimes» sacrificados después de la edición primera, precedía a la Ojeada con cuatro páginas sin numerar para constituir el volumen total.

Envió el autor numerosos ejemplares a sus amigos Alberdi y Gutiérrez con el objeto de difundir la obra en Chile. El segundo le comunicó que lo hacían con buen resultado, pero que no esperase ecos de la prensa chilena: «la razón sería largo de explicar». Tampoco los obtuvo de la uruguaya. El Comercio del Plata se limitó a publicar el aviso de su aparición. La Ojeada hacía la separación entre los «intelectuales» que profesaban las doctrinas del autor y cuatro nombres no asociados que merecían recuerdo: Florencio Varela, José Rivera Indarte, Francisco Wright y José Mármol. ¿Calló el diario del primero porque no se mencionaba en aquel aparte las «tareas históricas» de su director y se le reprochaba la publicación del artículo de Alcalá Galiano? Alberdi y Gutiérrez, tan fieles a Echeverría como amigos protectores del joven Mármol, se apresuraron a escribirle a éste recomendándole prudencia, en previsión de que las rencillas literarias despertadas por el «ojeo» pudieran prevalecer sobre los altos móviles del credo patriótico. Pero Mármol, acaso entonces el más adicto compañero del «ruiseñor de Los consuelos», con quien salía todas las tardes a dar un paseo por extramuros, mostró la carta a don Esteban y rieron juntos...

Los unitarios guardaron silencio; los federales hablaron por la pluma extranjera de don Pedro de Angelis en el Archivo Americano de Buenos Aires. Con zumbona causticidad, el inmigrado partenopeo burlose de los «ignorantes estudiantes» de la Joven Generación, acusó de mezcolanza contradictoria los razonamientos del Dogma, llamó delirantes a sus supuestos inspiradores europeos y exaltó al Restaurador con todas las hipérboles. Echeverría contestó el ataque en dos cartas públicas (Imprenta del 18 de Julio, Montevideo, 1847). «¿Dónde, en qué página de mi libro ha podido hallar Vd. rastro de las doctrinas de Fournier, Saint-Simon, Considerant y Enfantin? ¿por qué no me la cita?» -se defendió el atacado, como herido en el plexo de su concepción-. Vibrantes y sustanciosas, esas páginas salpimientan la sátira de buena ley con la diatriba, y el examen histórico se enriquece, por ejemplo, con el ahondamiento radical en los regímenes capitulares. La prosa, ágil y matizada, es del mejor temple polémico. Las Cartas a De Angelis dan cima al edificio especulativo de una década30.

Un cuarto de siglo después, durante la presidencia de Sarmiento, el historiador José Manuel Estrada eligió como tema para su curso público de instrucción cívica en el Colegio Nacional de Buenos Aires, la Asociación «Mayo» y su credo. Fueron quince lecciones, correspondientes a las «palabras simbólicas», que reunió en un volumen titulado La política liberal bajo la tiranía de Rosas (1873). «Las páginas que van a leerse -explicó el prólogo- no contienen la crítica de un libro sino el juicio de un credo, el análisis de las doctrinas políticas del elemento joven y liberal que bajo la tiranía de Rosas se preparaba para el gobierno de su país y que le ha regido, en efecto, desde 1852 hasta el presente». En las últimas páginas señaló Estrada que el temperamento poético del autor había determinado el fracaso del Dogma «en el terreno positivo, y aun en lo abstracto, cuando debe llevar a sus últimas consecuencias el principio que le sirve de base», por haber prevalecido el sentimiento, que, por lo demás, es «principio virtual de todo lo que en este país lleva estampado un sello de grandeza». Un ensayo juvenil de Paul Groussac acerca de la Asociación, su credo y el autor, escrito en 1882 y publicado en 1897 sin corrección alguna -quod scripsi, scripsi- hizo, desde el título, la disección de aquella pieza, sin olvidar de exhibir a sus mentores supuestos: «se inspiró sucesiva o simultáneamente en la Joven Italia, la Joven Europa, Saint-Simon, Lamennais, Pedro Leroux y algunos otros». Pero una afirmación final -que pudo ser agregada, a pesar de la exhumación sin retoque- lo solventa todo: «... y afirmo que la enseñanza práctica de la proscripción no fue tan completa, sino merced a la iniciación teórica que acabamos de estudiar; y que, por fin, la cosecha verdaderamente magnífica que trajeron los años subsiguientes con la vuelta a la patria de sus hijos mejores, fue sólo posible porque Echeverría, quince años antes, había depositado la buena semilla en un suelo que no la dejaría perder!»31.

Posteriormente, y hasta nuestros días, el Dogma socialista ha sido expuesto y estudiado en la cátedra, en las tribunas, en la prensa, en el libro y ha suscitado análisis y controversias en torno a las dos palabras de su título, a las palabras simbólicas, a la originalidad de sus ideas, a las abstracciones o las realidades de su doctrina -lo que no obsta al reconocimiento unánime del autor como uno de los precursores de la Constitución del 53-. En ese sentido, el Dogma comparte con Facundo un interés latiente que las circunstancias actualizan y el sentimiento nacional sustenta. Iluminado desde nuevos ángulos el pensamiento echeverriano, ha cobrado una verdadera contemporaneidad activa que renueva y amplía su influjo secular. Y así reaparece el político ideológico como el más lúcido intérprete y continuador del fenómeno social originado por la revolución de Mayo y como el penetrante expositor de principios de vigencia intemporal que el desvío histórico había olvidado o desvirtuado, al par que se le considera guía presciente y se le restituye la estatura cabal de su destino.




ArribaAbajo- VIII -

La prosa literaria de Echeverría


El prosista fragmentario. Peregrinaje de Gualpo. Cartas a un amigo. La revelación póstuma de El Matadero. Reserva con que debe considerarse el Estudio de lo bello en las artes y en la literatura. Execración del soneto.


La prosa literaria de Echeverría permaneció ignorada hasta que la exhumó Gutiérrez. Si la posteridad no hubiese conocido esos trabajos, la prosa política del Dogma ni la polémica de las cartas a Pedro de Angelis hubieran bastado para apreciar la extensión y la diversidad del instrumento, y habrían faltado del conjunto de su producción algunas direcciones precursoras que amplían la siembra del iniciador romántico. Pero ninguno de esos trabajos alcanzó desarrollo completo o forma definitiva, pues aparte de que la obra inédita en poder del autor está siempre sujeta a correcciones y modificaciones, la casi totalidad de aquéllos demuestra ser bosquejo provisional o trozo abandonado; con lo que el juicio debe acreditar aún en su favor cuanto se le descuente a una redacción momentánea y a un fragmento ocasional.

Destácase entre todos un cuadro costumbrista, de crudo realismo, El matadero, por excepción completo, a cuyos lados palidecen dos piezas inconclusas: el haroldiano Peregrinaje de Gualpo y las wertherianas Cartas a un amigo. Seis breves ensayos, tampoco terminados, sobre literatura y arte, prometidos a un fascículo doctrinario, se agrupan en frustrada autonomía; y otros bocetos prueban las sonoridades varias del registro con la nota humorística y satírica (Apología del matambre, Mefistófeles).

Ninguno de esos trabajos está fechado. Acaso precedió a todos el Peregrinaje de Gualpo, vástago de Childe Harold, que pudo ser concebido en París y nacer en Buenos Aires, poco después del regreso del autor32. Gualpo es un joven porteño, de supuesta ascendencia incaica, que expía en aislamiento silencioso y febril las desviaciones de una mocedad licenciosa. Resuelve dejar su tierra para «respirar el aire del universo», y se embarca. Un cañonazo le anuncia la guerra de su patria «contra el usurpador del Brasil»; la contemplación del océano le hace olvidar sus males y los del mundo; el peligro de zozobrar impone el desembarco en la costa brasileña; los esplendores del trópico se velan con el sometimiento de aquel pueblo americano al «déspota» europeo y con la afrentosa esclavitud del negro africano. Gualpo aparta la vista «de un espectáculo tan triste y de un suelo tan hermoso» y vuelve «con regocijo a las inquietas ondas»... Plan de un poema que no alcanzó la vestidura del verso y se interrumpió en el primer canto, no es absurdo suponer que cediese su vibración autobiográfica a las cartas confidenciales.

Compuestas en el molde afortunado de la novela epistolar romántica, esas Cartas a un amigo hallaron tal vez su incentivo circunstancial en las foscolianas de Jacobo Ortis, traducidas y publicadas por el argentino José Antonio Miralla, en La Habana (1822) y reimpresas en Buenos Aires, en 1835, con los mismos tipos que pocos meses antes habían empleado Los consuelos. Este año fue capital en la vida de Echeverría, si hemos de juzgarlo por las cinco anotaciones sucesivas halladas entre sus papeles póstumos. El 2 de setiembre hace el balance sombrío de sus treinta años y se propone inaugurar un diario íntimo: «poner en este papel mi corazón a pedazos»; el 26 se confiesa enamorado de una jovencita que «ni aun es capaz de sospecharlo»; el 27 vuelve a los que él llama «incorrectos renglones que serán el diario de los intensos afectos de mi corazón y el itinerario de mi larga y convulsiva agonía», para declarar perdidas las esperanzas que había traído a la patria después del lustro preparatorio en Europa; el 29 escribe: «Mi corazón es el foco de todos mis padecimientos», y desespera de los recursos de la medicina; y el 2 de octubre: «Llego de verla: ¡qué sonrisa!... Sin embargo, yo no la amo aún; no la amo con todo el fuego de mi corazón porque el orgullo me enfrena». Pero le basta con la lumbre de una felicidad entrevista. Las Cartas a un amigo son expresiones del mismo carácter, salvo la preocupación literaria, y suelen participar, como los modelos del género, de la brevedad y de la desvinculación exterior de algunas notas de diario íntimo. Echeverría pone en ellas también «pedazos» de su corazón. Imaginariamente fechadas en 182..., o sea antes del viaje a Europa, podría precisarse el año con el de la muerte de su madre: 1823. Y este acontecimiento y la obsesión de haber influido en su proceso con la propia conducta licenciosa que atribuyera a la mocedad de Gualpo, extienden sombras dolorosas en las primeras piezas del epistolario (1-8), reaparecen a distancia (26) y le empujan al suicidio, que sólo impide la intervención celeste de la voz materna (29). Pero las últimas confidencias (30-33) están iluminadas por la trasfiguración venturosa de un amor naciente... Y en este punto que promete la iniciación novelesca del relato, se interrumpen, con lo que esas cartas quedan limitadas a la confesión de una crisis moral del autor. No obstante, la intención del estilo, las reminiscencias literarias33 y el detenimiento en pormenores descriptivos del ambiente (escenas rurales, cuadros porteños), advierten que la obrita llevaba camino de iniciar en la literatura argentina un género en boga de la europea. Es visible, además, que el episodio de María, la joven campesina que enloquece al conocer la muerte del hermano y del novio en lucha contra los indios, y algunos toques del paisaje pampeano, contienen una esquemática prefiguración de La cautiva.


El matadero

El vigoroso realismo de El matadero, amasado con fango y sangre, constituyó una revelación sorprendente cuando la Revista del Río de la Plata lo dio a conocer en 1871. Gutiérrez creyó necesario precederlo de una explicación, donde excusó las crudezas de lenguaje en un bosquejo provisional que él consideraba semejante al croquis callejero que el pintor desarrollará más tarde, cabalmente, en su taller. Pero parece lo otro, es decir, la obra espaciosa y reflexivamente compuesta en un apartamiento propicio. Ninguna del autor la supera en nada. Las figuras inconfundibles y la acción animadísima; las viñetas ricas en detalles y de incisión precisa; los diálogos y el vocabulario de insustituible eficacia; la distribución y la gradación de los elementos, acumulados por una observación minuciosa y extensa, que desemboca en el desenlace involuntario de una farsa trágica entre sanguinarios habituales; todo, por cierto, revela una realización meditada y retocada a la que el propósito político debió de conferir alcance de ejemplaridad.

El sacrificio de las reses para el abasto público se hacía en Buenos Aires con procedimientos primitivos de repugnante crueldad. También los cronistas ingleses habían dejado en sus libros impresiones de aquel espectáculo sucio y bárbaro: el mayor Gillespie34 en pocas líneas de su evocación de la ciudad portuaria perdida para Inglaterra (1807); el marino e ilustrador E. E. Vidal35, al dorso de la acuarela The South Matadero de su precioso álbum (1817-1819); el capitán Head36 en su imagen de la ciudad de las pampas (1825); el agente J. A. Beaumont37 en el capítulo sobre la ciudad de Rivadavia (1826); el naturalista Darwin38 en la anotación urbana del 20 de setiembre de 1833, casi totalmente absorbida por aquel acto horrible and revolting. El truculento cuadro de Echeverría corresponde al final de esta última década y acentúa la repulsión con una lluvia torrencial de quince días que aisló el Matadero del Alto y refluyó sobre la coincidente abstinencia de cuaresma; pero agrega, además, un elemento político -si así puede llamarse- que atañe exclusivamente a su época.

En el anegado lugar no quedaron ni ratas. Las numerosas «negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad»; perros y gaviotas, sus «inseparables rivales», emigraron como ellas en busca de sustento carnívoro; media ciudad, privada de su alimento habitual, padeció hambre o desórdenes orgánicos. Finalmente intervino el Restaurador para que, venciendo todos los obstáculos, llegara ganado a los corrales; y, después de una quincena de diluvio y privaciones, entraron a nado cincuenta de los trescientos novillos que consumía diariamente la población. El primero que se mató fue ofrecido al gobernante por una comisión de carniceros que le manifestó «su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios». Minutos después toda la tropa había sido sacrificada.

Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y razas distintas. La figura más prominente era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnados de sangre. A sus espaldas rebullía caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa, y algunos jinetes, con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de la carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del Matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería.

El movimiento de los distintos grupos humanos, salpicado de diálogos vivaces que engastan el vocablo soez con la picardía grosera, se desenvuelve en sucesivas escenas de nítida incisión. Aquí y allá, mientras los carniceros cumplían sus diversas tareas, «de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res»; «dos africanos llevaban arrastrando las entrañas de un animal»; «una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa». Veíanse hileras de acurrucadas negras destejiendo «sobre las faldas el ovillo, arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura». Los muchachos, «gambeteando a pie y a caballo, se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne». Entre gritos y vociferaciones de la especie más inmunda «caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro». Una vieja perseguía al que le había untado con sangre el rostro, y «los compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol». Aquí dos muchachos, casi niños, «se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses»; allá, otros cuatro, algo mayores, «ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo», cerca de los perros famélicos que se disputaban una víscera: «simulacro en pequeño del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales...».

Un animal furibundo da lugar a una larga y admirable escena en que intervienen enlazadores y pialadores ante un grupo de muchachos que los animan desde las horquetas del corral. La tensión de un lazo que se desprende de las astas provoca una tragedia: «crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese cercenado, una cabeza de niño, cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre». Después de variados incidentes, un personaje popular en el Matadero, llamado Matasiete, «degollador de unitarios», ultima al animal. A mediodía, el lugar, ya despejado, recobra su calma; pero un matarife ve pasar a un jinete apuesto y juvenil, montado en silla inglesa, y anuncia a quienes ya se retiraban la presencia de un unitario: «¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero». La chusma incita a Matasiete contra el joven, y otra larga escena, briosamente dialogada, aunque no exenta de énfasis retórico que en parte la falsea, muestra el ultraje progresivo de los bárbaros que termina con el furor y la muerte de la víctima, ante el estupor de los terribles bromistas.

«En aquel tiempo -comenta el narrador- los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina». El tiempo aludido está determinado en el mismo texto: aconteció en 183..., y la referencia al luto federal por la esposa del Restaurador señala los años en que fue obligatorio, o sea del 38 al 40. La Mazorca se embraveció durante ese lapso, víspera del terror, y el cuadro echeverriano presenta intencionadamente el apogeo de su escuela sanguinaria.




Estudio de lo bello en las artes y en la literatura

La «teoría extensa y nueva sobre el arte o sobre su metafísica estética», así enunciada por el comentarista de Rimas en 1837, y esperada por los discípulos condicionales del poeta «para seguirle los pasos en el camino de su pensamiento, decidiéndonos por su vida o a darle las espaldas tomando otro sendero»39, no fue publicada entonces ni después por el autor. Descubiertas entre los borradores inéditos las páginas que hubieran podido contenerla, el colector de las Obras (t. V) reunió bajo el título de Estudios literarios los apuntes correspondientes a estos temas: «Fondo y forma en las obras de imaginación»; «Esencia de la poesía»; «Clasicismo y romanticismo»; «Reflexiones sobre el arte»; «Estilo, lenguaje, ritmo, método expositivo». Agregó un puñado de notas «Sobre el arte de la poesía», y a continuación, con buen sentido, reprodujo otras páginas afines (sobre las canciones nacionales, la «Advertencia» de La cautiva, la carta a José María Fonseca) que completaban la andamiada de aquella presunta teoría.

Si sus amigos esperaban ese trabajo al frente de Rimas y el autor, como ha dejado dicho en una de sus notas, resolvió publicarlo en un opúsculo, porque junto con sus versos «tendría visos de comentario o apología», no hay duda que los «estudios» no son posteriores al Salón del año 37. Y el abandono, entonces temporario, de esas páginas, ¿no revelaría una deliberada postergación de su «teoría» estética ante la urgencia de la «teoría» política, o sea del Dogma? Nunca volvió a hablarse de aquélla, y el opúsculo autónomo quedó en proyecto. Sólo diez años después, en la segunda carta a De Angelis, al referirse al significado de la palabra «romántico» entre los «reaccionarios» porteños cuando apareció el volumen de Los consuelos, Echeverría escribió este párrafo que se relaciona con las sobredichas páginas póstumas: «Entre tanto, ni Vd. ni los reaccionarios sabían que la palabra romántica había nacido en Alemania; que allí la popularizaron los hermanos Schlegel como significando aquella literatura que surgió espontáneamente en Europa antes y después del Renacimiento; la cual apellidaron romántica no sólo por los dialectos romances en que vació sus primeras inspiraciones, sino también por diferenciarse radicalmente, o en fondo y forma, de la literatura griega y latina y de todas las que procedieron de su imitación; que Madama Staël, en su obra sobre la Alemania, la derramó en Francia, y que allí posteriormente sirvió de bandera de emancipación del Clasicismo y de símbolo de una completa transformación de la Literatura y del Arte». Y se excusó al pie de abundar en algo que ya había sido «explicado perfectamente en su Curso de Bellas Letras» por su «amigo y correligionario en doctrinas políticas y literarias, D. Vicente F. López».

Las páginas póstumas sobre literatura y arte, de las que el presente trabajo ha dado ya varias trascripciones, fueron extraídas de carpetas privadas casi un cuarto de siglo después de la muerte del autor y deben ser juzgadas como apuntaciones preparatorias en las que la interpolación no indicada de numerosos pasajes ajenos se fusiona con reflexiones personales. Fácil es reconocer en esa trama indistinta mucho de la procedencia extraña, aun no tratándose de Hugo, contribuidor principal con sus prefacios, desde Odes et Ballades (1826) hasta Lucrèce Borgia (1833). Las provechosas lecturas del estudiante en París, continuadas por el estudioso en Buenos Aires, trasvasan el texto francés al castellano en traducciones directas, unas veces, otras parcialmente modificado o mechado. Bastará un trozo del cañamazo para mostrar la intrincada naturaleza de esos borradores reservados. He aquí el final de uno de los estudios:

En la lírica es donde el ritmo campea con más soltura, porque entonces puede propiamente decirse que el poeta canta. Causa por lo mismo extrañeza que teniendo los españoles sentido músico y hablando la lengua meridional más sonora y variada en inflexiones silábicas, no hayan conseguido con él efectos maravillosos. Herrera es el único que en esta parte se muestra hábil artista. El lenguaje de Coleridge en la balada Ancient Mariner es impetuoso y rápido como la tempestad que impele al bajel, y cuando la calma se acerca, se muestra solemne y majestuoso. Hasta las faltas de medida en la versificación parecen calculadas; y sus versos son como una música en la cual las reglas de la composición se han violado, pero para hablar con más eficacia al corazón, al sentido y la fantasía. Las Brujas de Macbeth cantan palabras misteriosas cuyos extraños y discordes sonidos auguran maleficio. En el Feu du ciel, Hugo pinta igualmente, por medio del ritmo y los sonidos, la silenciosa majestad del desierto, y el ruido, confusión y lamentos del incendio de Sodoma y Gomorra.


(Obras, t. V, pp. 120-121)                


La parte central de ese trozo, correspondiente a poesía inglesa y prueba de un sutil conocimiento de sus recursos, es traducción directa de un libro francés, hoy rarísimo40. Pero no hay nada de objetable en este caso ni en otros de más fácil comprobación, pues se trata de materiales íntimos, nunca publicados por el autor ni comunicados a nadie, que pertenecían al telar de su taller y que no alcanzaron elaboración definitiva. La discreción aconseja, en cambio, no atribuir a esas páginas, a medias personales, una significación exagerada, pues no son más que un glosario de ideas y principios comunes del romanticismo europeo que nuestro poeta se proponía difundir, adaptados a su país y como cimentación de su propia obra: «bien puede permitírseme a mí teorizar sobre una materia en la cual he dado pruebas de que soy capaz de producir algo». Logró su propósito al trasmitir la esencia del manojo doctrinario en la conversación con amigos y discípulos. Alberdi reclamaba la emancipación literaria como complemento de la política; Echeverría enseñó el camino: en la embrionaria literatura argentina donde el clasicismo había calado apenas, el romanticismo liberador establecería la nivelación con el siglo, porque proclamaba la originalidad de la forma y la adaptación del fondo a la naturaleza física y social del medio; derogaba las reglas que nos ataban a la imitación de los antiguos; dejaba en libertad la inspiración y la expresión. La poesía del siglo era cristiana en su espíritu y múltiple en sus manifestaciones genéricas; el arte influye secreta y poderosamente en la sociedad y es el vivo reflejo de la civilización en cada pueblo, en cada época... Pero el iniciador dio, sobre todo, el mejor ejemplo, con el subjetivismo de Los consuelos y la territorialidad de La cautiva.

Menos extremista que los reformadores del Salón Literario en lo concerniente a la lengua española, Echeverría le concede en sus apuntaciones ventajas «sobre la italiana y la francesa para los efectos rítmicos», y no la desdeña como instrumento susceptible de renovación. «La América que nada debe a la España en punto a verdadera ilustración -escribe con precisión notable- debe apresurarse a aplicar la hermosa lengua que le dio en herencia al cultivo de todo linaje de conocimientos; a trabajarla y enriquecerla con su propio fondo, pero sin adulterar con postizas y exóticas formas su índole y su esencia, ni despojarla de los atavíos que le son característicos». Allí mismo elogia a grandes escritores de la España anterior a la dinastía borbónica que introdujo en la península las doctrinas del clasicismo francés, propagadas por Luzán. Más abultado que efectivo, el «antiespañolismo» que se le atribuye al celoso americanista arraiga principalmente en algunas declaraciones accidentales de otras páginas posteriores (réplica a Dionisio Alcalá Galiano, en 1846). Hay, sin embargo, un punto sensible que en ocasiones distintas parece sublevar a nuestro romántico y lo desata contra los poetas peninsulares: ¡el soneto!

Aunque proclamara Boileau que el mismo Apolo había inventado sus «rigurosas leyes» y que un Sonnet sans défaut vaut seul un long Poème (Art poétique, Ch. II, vv. 83-94), el siglo neoclásico de Francia prefirió el extenso poema, faldulario zurcido de inversiones y perífrasis. La prolongación de sus gustos poéticos a los días del Imperio anuló al soneto en los fastos napoleónicos. Sainte-Beuve intentó restaurar aquel trofeo de la «Pléiade». Pero la musa romántica, de formas opulentas a pesar de su melancolía suspirante, no se sometió comúnmente a la cotilla renacentista. El soneto fue desdeñado por los maestros; no lo empleó Lamartine, Vigny excluyó los suyos de la selección final y el multiforme Hugo lo usó casi juguetonamente en pocas ocasiones, lejanas de aquella hora inicial. ¿Influyó ese desdén -confesado por el primero- en la condenación del soneto por parte del discípulo argentino? Tal vez. Pero la exclusión de esa forma en la obra de Echeverría parece responder a su adopción española. Ya lo había insinuado en el prefacio de Rimas; lo confirmó en uno de sus apuntes inéditos: «El soneto, forma mezquina y trivial de poesía, ha estado y está en boga entre los versificadores españoles, y no hay casi poeta, tanto del siglo de oro como de los modernos titulados restauradores de la poesía, que no haya soneteado hasta más no poder».

El soneto está representado con alguna profusión en La Lira Argentina (1824), cuyo índice le dedica una sección especial; y al hallárselo en nuestra recopilación de la poesía revolucionaria, el innovador romántico debió considerarlo como una de las muestras vitandas de la supervivencia metropolitana en pleno período de emancipación política. Aquella forma itálica había dado, a través del modelo español, troquel cortesano a los juegos y homenajes virreinales de los versificadores de Buenos Aires, en los comienzos del siglo. Después de la «gran semana» siguió gozando de los mismos privilegios, y López y fray Cayetano lo elevaron hasta el arco toral del Cabildo como ornamento cívico de las fiestas patrias. La poética de la Independencia respetó su jerarquía, si bien los representantes mayores, de Luca y Juan Cruz Varela, no se sometieron a ella. La condenación del soneto como una de las formas que «no se cansa la ridícula vanidad de los preceptistas de recomendar por modelo», correspondió al libertador romántico. Y en la misma página donde lo dijo (La canción), trazó honda frontera entre los romances primitivos de España, siempre vivos y vigorosos, y «la importación del italianismo por Boscán y Garcilaso», estéril semillero, para el juicio echeverriano, de «sonetos, odas y anacreónticas»...






ArribaAbajo- IX -

Los poemas del destierro


Las poesías dispersas y los fragmentos póstumos. Cuatro extensos poemas. La insurrección del Sud, Avellaneda, La guitarra, El Ángel caído. El Don Juan echeverriano como representante del Nuevo Mundo en la galería universal del personaje.


El tomo III de las Obras que reúne Los consuelos y Rimas, agrupa en sección aparte las poesías dispersas -publicadas o inéditas, completas o fragmentarias-. A diferencia de lo que ocurre con las prosas del tomo V, ese material poético -piezas de circunstancias, bosquejos fugaces, páginas de álbum y trozos abandonados- no agrega nada importante ni novedoso a la lírica de nuestro romántico. Sin embargo, las aportaciones de su inquietud promotora tienen allí una afloración sugerente: el fragmento de un poema dramático titulado Carlos, cuyas pocas e inconexas escenas no permiten intuir nada de su composición, pero de evidente influjo byroniano. El protagonista invoca al sol desde las orillas de un río innominado, como a la tierra Manfredo sobre las rocas de la Jungfrau, e intenta arrojarse a la corriente cuando se lo impide un providencial anciano del lugar, como va a precipitarse Manfredo en el abismo cuando lo detiene un cazador de gamuzas de aquel monte...

Carlos es Lara -personaje de otro fragmento abandonado- y Gualpo, y como se verá en seguida, Ramiro y don Juan; y todos son imágenes apenas diferenciadas de abstracciones fantasmales que sucesivamente adoptan, sin tipificación externa, la invariable personificación del ensimismado autor. Todos repiten episodios juveniles de su vida y tienen una necesidad de confidencia que se traduce en un soliloquio monomaníaco; todos aman a la misma mujer, que sólo cambia de nombre: criatura bellísima y angelical, sin un rasgo físico o una modalidad del carácter que la individualicen. Pero antes de reseñar los dos poemas del destierro que aumentan sin enriquecer la monótona galería, otras dos extensas composiciones reclaman mención de su inspiración política.

El año de 1839 fue excepcionalmente trágico y preparó el desencadenamiento del terror. En abril, Berón de Astrada, gobernador de Corrientes, levantó la provincia contra Rosas; perdió la batalla y fue atrozmente sacrificado. El 22 de junio se ejecutó al traicionado Domingo Cullen, gobernador electo de Santa Fe; el 27, en las primeras horas de la noche, caía el doctor Manuel Vicente Maza, apuñalado en su despacho de presidente del Superior Tribunal de Justicia; en la madrugada del día siguiente era fusilado su hijo el coronel Ramón Maza, jefe de la conspiración contra el tirano. En octubre fue vencida la «insurrección de los libres del sur» y se tomaron terribles represalias.

Hallábase Esteban Echeverría en el establecimiento de campo Los Talas, propiedad de su hermano José María, entre Luján y San Andrés de Giles, donde el forzado aislamiento retardaba voluntariamente la hora del destierro anulador. Con las noticias vagas y contradictorias que le iban llegando de la agitación iniciada en Dolores, del combate de Chascomús, de las fluctuaciones de la lucha, empezó a escribir su primer poema vinculado con los acontecimientos políticos del país. Tuvo que abandonarlo para huir a la costa uruguaya...

Durante los once años de proscripción, creció la obra del poeta aunque sin acrecentar su renombre ni poder influir en el movimiento lírico de aquellos días, pues fue casi desconocida para ellos, como lo diría Gutiérrez: «No hemos hallado un solo artículo escrito con motivo de la aparición de Avellaneda, que es una de las composiciones más elevadas y generosas de la musa del Plata; el de la Insurrección del Sud, no menos bello, se arrastró como un desvalido en busca de un rincón en las últimas columnas de un diario» (Obras, t. V, p. LXXXVII). Esos poemas y La guitarra aparecieron en 1849, dos años antes de la muerte del autor; el Ángel caído, veinte años después de acaecida.

«En poesía, para mí -había manifestado el poeta en vísperas de publicar Los consuelos- las composiciones cortas siempre han sido de muy poca importancia, cualquiera sea su mérito». Desdeñoso de haber hecho, como Heine, breves canciones con sus grandes dolores, consideraba que la poesía, para cumplir «su misión profética» y «ser un poderoso elemento social», debía expresarse «bajo formas colosales» (t. V, p. XLV). Más tarde diría «que la canción no por corta desmerece» si la ilumina el arte, como en las melodías de Moore (t. V, p. 136). Pero sus cantos del destierro -salvo algunas estrofas ocasionales- respondieron al primer concepto, y la amplificación aumenta su debilidad.

Insurrección del Sud, terminado en Montevideo a los diez años de su interrupción, consta de más de mil versos. El autor calificaba al hecho que le diera asunto como «el más notable y glorioso acontecimiento de la historia argentina después de la revolución de Mayo, porque en ella [la insurrección] el sentimiento popular se sublevó espontáneamente contra la tiranía, sin que la atizase ni explotase el espíritu de partido». Magnificada de ese modo la rebelión, el poeta apeló a las «formas colosales»; pero su aliento épico no logró levantar la desleída retórica, ni modelar un friso, ni destacar un apostrofe. Solamente la acción adquiere localización precisa en el «desierto inconmensurable» y adelanta un guión poético a la toponimia pampeana y al paisaje histórico:


   Confiada en su valor y su fortuna,
en tanto, a orillas campa
de la hermosa laguna
que legó a Chascomús su nombre pampa,
legión de mil patriotas...



Y la identidad del escenario se repite a lo largo de la composición y en sus diversos metros:



   Era de noche y dormía
sin temor ni sobresalto
a orillas de su laguna,
Chascomús, pueblo afamado...

   A la ancha laguna que a espaldas extiende
su orilla sembrada de verde juncal...

   Fama es que Chascomús, desde la orilla
de la vasta laguna, horrorizado
contempló la matanza...



Se publicó ese canto en el Comercio del Plata el 28 de enero de 1849. En setiembre del mismo año y en la misma ciudad apareció el poema Avellaneda (126 páginas de texto y XIV de notas), cuyo asunto es la Liga de las provincias del norte, en 1841, contra Rosas, el desastre de la coalición en Famaillá y el martirio de Marco M. de Avellaneda. La selección antológica suele salvar del poema su introducción geográfica, iniciada con una reminiscencia de Goethe (Kennst du das Land wo die Citronen blühn...?) o más bien de su eco byroniano (Know ye the land where the cypress and myrtle...?):



   ¿Conocéis esa tierra bendecida
por la fecunda mano del Creador,
de cuyo virgen seno sin medida
fluye como el aroma de la flor
la balsámica esencia de la vida...?

   ...Tierra de los naranjos y las flores,
de las selvas y pájaros cantores
que el Inca poseyera, hermosa joya
de su corona regia, donde crece
el camote y la rica chirimoya...



Este colorido local se acentúa con el de otros pasajes pictóricos: el amanecer en el Aconquija y el ocaso en las selvosas montañas. «No sé si habré acertado en la pintura de Tucumán», le escribía el autor a Alberdi, dedicatario de la obra, un año antes de morir. No había estado en aquella provincia y fue precisamente en un trabajo del amigo tucumano (Memoria descriptiva sobre Tucumán, 1834) donde inspiró sus cuadros subtropicales. Desde este punto de vista, Avellaneda acompaña a La cautiva: el «encantado jardín» y el «monte giganteo» logran el mismo pincel del desierto; pero la expresión del arte escasamente corresponde a la intensidad del sentimiento y el pensamiento del poeta en la pintura del héroe juvenil; y su patriotismo reflexivo y dinámico, su abnegación, la hectórea despedida, la muerte impávida en manos del degollador, la noble cabeza expuesta y escarnecida en una pica, pierden, sin duda, en plasticidad objetiva y en unidad poemática, mucho de cuanto les ofrenda en solidaridad moral la misma pluma.

Los dos poemas siguientes están impregnados, como queda dicho, de alusiones autobiográficas: La guitarra o primera página de un libro, escrito en 1842 y publicado en El Correo de Ultramar, de París, el 15 de diciembre de 1849, es preludio del Ángel caído, y éste debía preceder a Pandemonio, con el que su autor daría cima al «vasto cuadro épico-dramático» que bosquejaría «los rasgos característicos de la vida individual y social» en las ciudades del Plata; para las campañas, de costumbres enteramente distintas, proyectaba «un apéndice de La cautiva». Semejante en algunos aspectos a Elvira (principalmente en el ingenuo aprovechamiento de los agentes sobrenaturales), La guitarra se desarrolla con prosaico proceso en cuatro partes. Trata de los amores puros de Celia, esposa de un personaje que no se nombra, con Ramiro. Las quintas de Barracas y el Riachuelo participan en el colorido local; el instrumento musical del título adquiere una presencia hechizada entre los enamorados; Byron contribuye con el sueño denunciador de Parisina y el puñal suspenso de Azo. Finalmente, Ramiro, atacado por el marido en la oscuridad de una calle, se defiende y lo mata; Celia rechaza sus manos ensangrentadas; el crimen queda en su sombra originaria, y el amante, decepcionado de la vida a los dieciocho años, sale del país. El mar lo reanima; el estudio lo salva, y un día,



al volver a su patria, rico en ciencia
de la ilustrada Europa y experiencia,
a ofrecerla su amor y su tributo,

perdió toda esperanza; y lanzaría,
viéndola agonizar entre las manos
de imbéciles y bárbaros tiranos
maldición de despecho en su agonía.



En enero de 1844 escribió Echeverría a Gutiérrez, residente en el Brasil a su regreso de Europa: «Le mando la primera y segunda parte del Ángel caído»; y en diciembre del mismo año, poco antes de que partiese para Chile: «He vuelto al Ángel caído, interrumpido desde marzo». A mediados de 1846 comunicó al amigo radicado en Valparaíso: «El Ángel caído está concluido. Pensé darle más extensión pero he vuelto como antaño a caer en hastío completo de versos y pluma... No vaya Vd. a imaginarse que he invertido años en escribir el Ángel caído; ha corrido más de uno sin acordarme de él, y nunca he trabajado seguido arriba de dos meses». Gutiérrez anunció ese año de 1846, en la entrega de su América poética que incorporaba a Echeverría, la existencia del poema inédito «de ocho cantos y más de cinco mil versos». No estaba, pues, concluido, como dijera el autor: el manuscrito póstumo que ocupó íntegramente las 550 páginas del volumen segundo de las Obras, consta de once partes y ocho mil versos. El poeta debió trabajar en él hasta 1850, poco antes de su muerte, en que lo remitió a Félix Frías, entonces en París, donde iba a encargarse de su impresión.

El título parece una doble reminiscencia: de Dumas (Don Juan de Manara ou la chute d'un ange, drama estrenado en 1836) y de Lamartine (La chute d'un ange, 1838, también parte de un vasto poema). El ángel echeverriano es una Ángela que habiendo perdido muy joven su «aureola de inocencia» (obstáculo de los propósitos conyugales del escrupuloso don Juan que necesitó más de mil versos para impugnarle aquella pérdida), se entrega al vértigo mundano, obtiene marido rico y provoca el suicidio de su enamorado don Luis, amigo y confidente de don Juan, lo que no obsta para que éste -causante de la muerte de su abandonada Estela- convierta en su querida a la que no pudo aceptar como esposa. Por último, el marido alejado, al que se creía muerto, atenta contra don Juan, falla y cae apuñalado por quien debió ser su víctima. Como en La guitarra, la sangre vertida separa a los amantes; y don Juan trueca el amor de la mujer por el de la patria.

Tan descarnada síntesis del «estrambótico poema» -como el propio autor lo califica- no puede dar idea de su mezcla de asuntos y ambientes, sentimientos y situaciones, predicaciones y desplantes, muestra anticipada del proyectado «pandemonium» en diversidad de metros poéticos y de tonos literarios; pero basta para intuir los caracteres de la pareja principal. El ángel caído es una pecadora idealizada que podrá ser víctima de la sociedad en que ha nacido, pero en cuyo «tipo» no se hallará nada especial de «americano», como pretendía el autor en una de las cartas que preceden al poema impreso. En cuanto al héroe, «tipo multiforme, Proteo americano», como también se dice en la misma carta, «nacido en este siglo, hijo del Plata», «viviendo entre argentinos y argentino», como anuncian dos versos del poema, no quiere el poeta que se le considere retoño del tronco europeo. El Don Juan echeverriano menciona y no revela sus años juveniles de Europa y solamente en la visión del canto VIII nombra a sus amadas del Sena y del Támesis; lleva en cambio en el alma y en los labios el credo de la Asociación de Mayo y termina por arrancarse la piel donjuanesca para entregarse a la acción patriótica:



¡Alma mía, despierta!
La inmensidad del porvenir abierta
tienes de ti delante...

¡Alma insaciable mía!
Despierta, y entonando
un canto de alegría
lánzate de una vez, erguida y fuerte,
en la arena común, do batallando
se conquista un laurel o noble muerte.
Y ¡patria! ¡patria! ¡libertad! clamando,
de una vida azarosa, pero nueva,
los desengaños y emociones prueba.

¿Latía en esa fórmula de hechizamiento una resurrección del propio poema? Casi ignorado en el volumen que lo rescató de entre los manuscritos del autor veinte años después de su muerte, leído enteramente por pocos, muy pocos argentinos, ha logrado en este siglo ¡y en Europa! su despertar de entre los muertos con los honores de una apoteosis: el héroe echeverriano ya está incorporado a la galería universal de don Juan como representante del Nuevo Mundo41.




Arriba- X -

El solitario


Esteban Echeverría no fue un poeta nato; el deslumbramiento de algunos grandes poetas de Europa que descubrió en París, hizo del estudiante de ciencias políticas un cultor del verso: «Mi vocación por la poesía no era pronunciada ni podía serlo estando absorbido por estudios tan ajenos a ella» (Obras, t. V, 449); al volver, el «retroceso degradante» en que halló al país burló sus propósitos: encerrado en sí mismo, encontró «consuelos» en la expresión poética de sus sentimientos. El verso tenía en aquella hora del mundo el prestigio de un don profético; la poesía era una magistratura social. El introductor y sembrador del romanticismo debió de sentirse un predestinado: él mismo dirá en la sexta parte del Ángel caído, con motivo de la letra de una canción a la que puso música Esnaola, que en aquellos años «sólo había un músico en el Plata y un poeta». Poco después, la poesía argentina refloreció en el destierro y todos sus cultores debieron algo a Los consuelos y La cautiva, aunque ninguno vivió consagrado exclusivamente a su arte como el autor de los mismos. Echeverría no fue soldado, ni funcionario, ni comerciante, ni periodista, ni tuvo empleo rentado de ninguna especie durante sus diez años de proscripción, y en ésta compuso los cuatro extensos poemas que hemos reseñado, además de varias piezas menores: consagración silenciosa, sin estímulos, en un cuarto de asceta, comiendo la ración distribuida a los defensores de la ciudad sitiada, escribiendo en papeles ásperos que inmovilizaban su pluma y a los que depositaba luego en un cajón, como en un féretro, según el testimonio de Mitre, pues no hallaban editor ni un lugar en los periódicos. «Para que la literatura adelante en un país cualquiera -dijo el solitario en una carta de 1846- no bastan hombres de ingenio; se requieren además ciertas condiciones de sociabilidad que todavía no han aparecido en América» (Obras, t. II, p. 7). Menos de un año antes de su muerte, hizo esta confesión amarga: «Nunca se me ha ocurrido que entre nosotros podía ganarse nada escribiendo versos. Sólo la deplorable situación de nuestro país ha podido compelerme a malgastar en rimas estériles la substancia del cráneo» (Obras, t. V, p. 431). Ya había dicho en 1834 -¡el año de Los consuelos!-: «Si yo hubiera podido realizar lo que proyecté hace tiempo y sin cuyas miras jamás me hubiera ocupado de poesía, mi ambición se hallaría satisfecha, mis tareas recompensadas y sería feliz» (Obras, t. V, p. 432). Pero no mucho después anotó en sus reflexiones sobre el arte de la poesía: «arte que ha inmortalizado a los primeros ingenios con que pueda vanagloriarse la humanidad, que he cultivado por inclinación y al cual, si me fuera dado, consagraría todas mis fuerzas» (Obras, t. V, p. 123). Y lo hizo, con intermitencias y desganos, pero con devoción invariable, hasta el final de sus días.

No se ocultaron para los amigos y discípulos admiradores del poeta las limitaciones de su inspiración ni las arideces de su obra, aunque nadie logró superar la importancia poética de dicha obra, considerada en su conjunto. No ha callado la posteridad las durezas de su juicio -fatigoso prosaísmo, indigencia de imágenes, vulgaridades de pensamiento y expresión, vaguedad indiferenciada de sus personajes desleídos- aunque deba reconocer numerosos ejemplos de precisión, sutileza o vigor, y no cesa de lamentar que la obsesión del instrumento poético y el error de emplearlo indistinta y obstinadamente, hayan preponderado en su obra, a expensas del acuafortista de El matadero y del claro y sobrio expositor de otras páginas notables. Celebra, no obstante, en la figura histórica de Esteban Echeverría, al poeta por antonomasia como unidad esencial de todos sus rasgos, y compensa los reparos con la pluralidad que ya señaló Gutiérrez en 1862 al apreciar una producción en que aparecen mezclados «el oro de buena ley con materias humildes; el poeta y el filósofo, el publicista y el visionario». Acaso esta consideración pueda parecer inaplicable desde un punto de vista estrictamente estético; pero la literatura argentina, por lo menos hasta la organización nacional del país, es inseparable de su historia política y social, y cada una de sus figuras prominentes resultaría mutilada si al estudiársela se omitiese su correspondencia intrínseca con el pensamiento y la acción ejercidos en diversos campos de la vida pública. Entre aquéllas, la de Echeverría es de las más altas y sin duda la más trascendental de la poesía de su siglo, pues acrece su significación episódica y sus proyecciones cuando se la estima a la luz de una integración armónica. Quien introduce por el Plata en América las ideas estéticas, filosóficas y sociológicas del romanticismo europeo, emancipación de la tutela española que completa la independencia política; quien con sus versos redime a una década de su esterilidad poética, y al reunidos en dos volúmenes inicia la bibliografía nacional de esa especie y provoca la iniciación de la crítica literaria; quien da existencia poemática a la pampa -anticipada conquista del desierto para la literatura de un país que lo padece- y en seguida adoctrina políticamente a la generación juvenil que enfrentará a la tiranía y cuyas luchas trágicas por la libertad canta después desde el destierro, es un precursor que rotura, siembra, promueve, guía, alecciona y anda «por no trillados senderos»; y aunque se alumbre con reflejos lejanos, rehuye el exotismo y hace del suelo patrio, con sentimiento americanista e intención libertadora, la única tela de sus sueños.

«Todas las novedades inteligentes ocurridas en el Plata y en más de un país vecino, desde 1830, tienen por principal agente y motor a Echeverría», escribió Alberdi en un diario de Valparaíso, en mayo de 1851, evocando al hombre de su patria «que con apariencia más modesta haya obrado mayores resultados». Cinco meses antes se había cumplido el «deseo» expresado por el poeta en un verso de Los consuelos:

Morir, como he vivido, solitario.