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Estudio literario de Alma y vida de Pérez Galdós

María del Prado Escobar Bonilla




ArribaAbajoResumen

Este trabajo describe brevemente el panorama del teatro en Europa y en España a comienzo del siglo XX, periodo en que se inscribe la producción dramática de Pérez Galdós. A continuación estudia las posiciones teóricas del autor acerca del teatro, tal como se ofrecen en el prólogo que puso a la edición de Alma y vida y, por último, se analizan los diferentes aspectos del drama: el asunto, la configuración de los personajes, el tiempo y el espacio escénicos, así como las peculiaridades del lenguaje empleado en el texto.




ArribaAbajoAbstract

In this paper is briefly described the panorama of the theatre in Europe and in Spain at the beginning of the 20th century: time in which is registred Pérez Galdós' dramatic production. Next is studied the author's theoretical positions about the theatre, just as in appointed in the foreword that he put to Alma y vida's edition. Finally, the different aspects of the drama are analyzed; the matter, the configuration of the characters, the scenic time and space, as well as the peculiarities of the language used in the text.





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ArribaAbajo1. El teatro galdosiano en su contexto

En abril del año pasado se ha cumplido el centenario del estreno del drama objeto de este trabajo, estreno que no constituyó desde luego un éxito rotundo, sobre todo si se compara con la desmedida resonancia que Electra había obtenido en la temporada anterior. Saliendo al paso de la incomprensión y del desconcierto mostrados por el público y por buena parte de la crítica ante la representación de Alma y vida, Galdós incluyó en la edición de su obra -que vio la luz en junio de aquel mismo 1902- un prólogo muy extenso y de gran interés en el cual explicaba detenidamente las intenciones que le habían animado al componerla, exponía asimismo su concepto del teatro y se permitía examinar con rigor e imparcialidad la labor de los críticos que habían enjuiciado su drama. De todo ello procuraremos dar cumplida noticia, pero antes creo indispensable contextualizar, siquiera sea someramente, Alma y vida tanto en su relación con el panorama de la escena española y europea del momento cuanto en lo que respecta a su posición dentro del conjunto de la producción teatral del autor.

A lo largo de los últimos decenios del siglo XIX llegó a constituir casi un lugar común entre los escritores y los intelectuales franceses la consideración de que era necesario acometer una reforma profunda del teatro, que consiguiera la dignificación del mismo y terminara con el predominio de ese tipo de comedias o dramas -la llamada pièce bien faite- que buscaba ante todo la eficacia escénica lograda mediante el adecuado manejo de la «carpintería teatral», y dejaba en segundo término otros componentes importantes de la obra, como el análisis demorado de los caracteres, o la presentación minuciosa de las situaciones. Estos últimos eran precisamente los aspectos que pretendían potenciar quienes abogaban por la renovación del teatro, convencidos de que era preferible sacrificar en parte la agilidad de la obra con tal de prestar la debida atención al desenvolvimiento psicológico de los personajes y a la cuidadosa ambientación de la acción dramática; en consecuencia, muchos autores finiseculares opinaban que sólo mediante el trasvase al drama de ciertas estrategias literarias propias de la novela podrían obtenerse tan saludables resultados y conseguir así un cambio verdaderamente sustancial de la escena contemporánea. A este respecto apunta Rubio Jiménez (1998, 119):

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La regeneración del drama por la novela fue un movimiento general en Europa cuando se comprendió que la novela era un género más conforme al estado y a los problemas de la sociedad burguesa: Balzac, Flaubert, los Goncourt o Zola en Francia; Hauptmann en Alemania o el teatro de los dramaturgos nórdicos testimonian con claridad la nueva situación, intensificándose el acercamiento del teatro a la novela en los últimos decenios del siglo.


(1998, 119)                


En 1892 inició Pérez Galdós su quehacer como dramaturgo, cuando el panorama que ofrecía la escena española resultaba más bien desalentador. Las carteleras a la sazón se abastecían en su mayor parte con las obras truculentas y efectistas de Echegaray o de sus imitadores y también con las abundantísimas piezas del llamado género chico, las cuales -casi siempre acompañadas de muy inspiradas partituras musicales- atraían a un público numeroso y poco exigente que se divertía en aquellas funciones del teatro por horas. Sin embargo, pese a su trivialidad y a sus escasas pretensiones, era en estas obras breves donde aún podría conservarse «algo del espíritu popular que animó a nuestro glorioso teatro», según pensaba Unamuno (1970, 164), mientras que los dramas serios, de temas supuestamente profundos y de gran transcendencia social se reducían, indica a continuación, a «esas casuísticas del adulterio, que aquí a nadie interesan de veras y que son de torpe importación».

Entre los literatos españoles de entonces Galdós se mostraba partidario decidido de una reforma análoga a la que, en medio de encendidas controversias, se estaba imponiendo fuera de nuestras fronteras y en tal sentido iban, tanto sus repetidas observaciones teóricas sobre este asunto, cuanto la puesta en práctica de ideas notablemente renovadoras advertible en los contenidos y en la escritura de casi todas sus obras dramáticas. Así por ejemplo, en el prólogo que encabeza Casandra, novela dialogada que se publicó en 1905 argumentaba cumplidamente su posición al respecto ya que, según creía, la crisis literaria en aquel fin de siglo exigía soluciones imaginativas que paliaran el adocenamiento imperante en la escena, pero que condujeran también a modernizar la narrativa demasiado vinculada todavía a los procedimientos naturalistas1:

Los tiempos piden al teatro que no abomine absolutamente del procedimiento analítico y a la novela que sea menos perezosa en sus   —90→   desarrollos y se deje llevar a la concisión activa con que presenta los hechos humanos el arte escénico.


(906)                


Es decir que -tal como en el texto citado queda formulado con meridiana claridad- el autor se había propuesto, realizar la experiencia del acercamiento entre los dos géneros mediante el «invento» de las novelas dialogadas, a las cuales aligeraba considerablemente gracias a la casi completa desaparición de la instancia narratorial, al mismo tiempo que en su escritura teatral empleaba con total deliberación el método analítico más propio de la narrativa. De tales planteamientos puede deducirse en buena lógica que la morosidad señalada por tantos críticos como uno de los fallos de la dramaturgia galdosiana, habría de considerarse más bien el resultado de una estrategia muy meditada para terminar con aquel teatro formulario, excesivamente sintético y atento sólo a los efectismos de la acción, que por entonces dominaba en la escena y en el gusto del público.

Las novedades que la dedicación de Galdós al teatro habrían de aportar a éste, que tan necesitado parecía estar de ellas, fueron anunciadas con notable lucidez por doña Emilia Pardo Bazán, quien en los días previos al estreno de Realidad se había ocupado de tales cuestiones en un trabajo publicado en su revista (Pardo Bazán, 1892), en donde argumentaba que el insigne novelista podría ser salir airoso de la difícil empresa consistente en fundir los dos géneros sólo en apariencia irreconciliables, la narrativa y el drama, para bien de ambos.

En este punto se hace necesario recordar que cuando Alma y vida subió a las tablas habían transcurrido ya diez años desde que el escritor canario comenzara su carrera de dramaturgo; efectivamente, el 5 de marzo de 1892 se había estrenado su primera pieza, Realidad, versión escénica de la novela de idéntico título, en el madrileño teatro de la Comedia, y a partir de la mencionada fecha la atención de Pérez Galdós fue repartiéndose entre los estrenos de sus obras teatrales y la publicación de los nuevos volúmenes -episodios o novelas- de su producción narrativa.

La importancia que tuvo en su día el quehacer teatral de Galdós fue muy considerable, como lo atestiguan no sólo la expectación suscitada por cada uno de sus estrenos, sino también el hecho de que sus dramas pasaran al repertorio de las mejores compañías, así como el de que   —91→   muchos de ellos fueran objeto de reposición con relativa frecuencia a lo largo del primer tercio del siglo pasado. Baste aducir a título de ejemplo que durante el año 1920, a raíz de la muerte de don Benito, los teatros madrileños llegaron a programar hasta tres obras suyas: Realidad, La loca de la casa y El abuelo.




ArribaAbajo2. Dramaticidad en la narrativa galdosiana

Para Galdós el paso de la novela al drama no fue repentino e impremeditado, sino que supuso la culminación de un largo proceso, cuyas diferentes fases pueden descubrirse a lo largo de la entera creación literaria del autor. Al tratar de la cuestión apuntada, es decir, de las relaciones de la novela con el teatro en la producción del autor canario, sostiene Manuel Alvar que la perspectiva del dramaturgo siempre acompañó en Pérez Galdós al quehacer del novelista; por eso resulta muy hacedero rastrear procedimientos y estrategias propios del drama en el seno de sus textos narrativos y argumenta con sagacidad que probablemente

cabría plantear las cosas al revés de cómo se viene haciendo: es el teatro la técnica que Galdós trasplanta a sus novelas, no a la inversa. Sus novelas están vistas con el esquema fijo e ineludible del teatro: planteamiento, nudo y desenlace [...] y el diálogo como el asidero en el que se van prendiendo las peripecias de los personajes.


(1970, 152)                


Este tratamiento dramático de la materia novelesca a que se refiere el crítico parece bien perceptible sobre todo en los relatos de la primera época; no debe de ser una casualidad, pues, que hasta tres de sus obras anteriores a 880 hayan sido adaptadas a la escena por el autor, a saber: Doña Perfecta, Gerona y Zaragoza2. Por cierto que, muchos años antes de aparecer el trabajo de Alvar, la mencionada configuración dramática de la narrativa galdosiana tampoco había pasado inadvertida para la perspicacia de Valle Inclán, quien en una entrevista publicada en el Heraldo de Madrid, el 25 de enero de 1933, hablando de la producción literaria de Pérez Galdós afirmaba:

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En sus comienzos hay más estructura de autor dramático que de novelista. Tenía, como todos los españoles, una mentalidad de dramaturgo. En Doña Perfecta se puede observar concretamente esta diferencia. Cuando más tarde lleva esta novela al teatro la pieza gana mucho más en fondo y en forma.


Otro indicio de la soterrada inclinación a las formas propias del drama que se advierte en las novelas del escritor canario es el lugar importantísimo que en ellas ocupa el diálogo, la transcripción de la palabra hablada, que presenta a los personajes, revela su contextura psicológica y los hace vivir ante el lector. Con razón ha podido afirmar Gilman a propósito de Fortunata y Jacinta que el texto de la gran novela se ofrece a quienes se internan en él «como una historia oral al parecer ilimitada, en que se registran infinitas conversaciones en una infinidad de lugares» (1973, 299). No resulta infrecuente además que tales conversaciones se presenten al lector como fragmentos de una obra teatral con la indicación explícita del nombre de cada interlocutor y las pertinentes acotaciones en cursiva y entre paréntesis. A lo largo de todo el extenso corpus narrativo constituido por las Novelas españolas contemporáneas el procedimiento se emplea con bastante profusión; en la segunda parte de La desheredada, por ejemplo, los capítulos sexto y duodécimo llevan respectivamente los significativos títulos de «Escena vigésima quinta» y «Escenas». Las últimas páginas de El doctor Centeno así como el arranque y conclusión de Tormento responden igualmente a este formato, y en fin, otros muchos pasajes del corpus narrativo galdosiano ofrecen al lector textos presentados al modo teatral, si bien los arriba mencionados encierran mayor interés pues despliegan con gran amplitud el procedimiento descrito.

Si todos los ejemplos aducidos corroboran la dramaticidad existente en el seno de la narrativa galdosiana, la publicación de relatos enteramente dialogados constituye el último paso -mucho más decidido y ostensible ya- en el proceso de acercamiento de la narración al teatro. Realidad, la primera de sus ficciones «habladas», según denominación del propio autor, se publicó en 1889 y la elección de esta manera de presentar el asunto desconcertó bastante a los fieles seguidores del novelista. Resulta notoria, por ejemplo, la incomodidad de Clarín (1991, 201) ante el experimento literario acometido por su muy admirado Galdós, sobre todo en   —93→   lo que respecta a los soliloquios con que los protagonistas verbalizan el contenido de sus conciencias, mediante una muy libre y compleja utilización de la técnica teatral del aparte. Hubiera preferido el crítico asturiano que la novela no renunciara a la mediación del narrador, a fin de que la intimidad de sus personajes fuera ofrecida a los lectores por medio del monólogo interior, tan frecuentado por los naturalistas, en cuyo empleo el propio Clarín tanta maestría había alcanzado. A pesar de todo el escritor canario no renunció al modo de presentar la materia, que había inaugurado con Realidad y en 1897 publicó El abuelo, su segunda novela dialogada precedida de un interesante prólogo, cuyo texto sirve al autor para explicar los motivos que le habían llevado a elegir una vez más el procedimiento expresivo ensayado anteriormente, así como las ventajas que en éste concurren:

El sistema dialogal [...] nos da la forja expedita y concreta de los caracteres. Éstos [...] imitan más fácilmente, digámoslo así, a los seres vivos, cuando manifiestan su contextura moral con su propia palabra [...] Con la virtud misteriosa del diálogo parece que vemos y oímos sin mediación extraña, el suceso y sus actores, y nos olvidamos del artista oculto que nos ofrece una ingeniosa imitación de la Naturaleza.


(128)                


Estaba persuadido don Benito de que su hallazgo, esta «novela intensa o drama extenso» como lo llamaría un poco más adelante, en el prólogo de su Casandra, publicada en el año cuatro, representaba un avance indudable para el arte literario y en ella se materializaba el resultado de «casar», según la gráfica expresión del propio escritor, al drama con la novela. Parece además fuera de duda que -pese a los negativos vaticinios expresados unos años antes por Clarín- el flamante subgénero entre cuyos antecedentes cabe citar, Galdós dixit, nada menos que a La Celestina, encontró el favor de los escritores jóvenes y a esta forma se acogieron varias obras a comienzos del siglo pasado como La casa de Aizgorri de Baroja o las valleinclanescas Comedias bárbaras y el ejemplo del gran novelista subyace asimismo en la preferencia por el diálogo advertible en casi toda la narrativa de Unamuno.



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ArribaAbajo3. La dramaturgia galdosiana

Queda, pues, suficientemente atestiguado que el escritor canario había ido demostrando un sostenido interés por los procedimientos expresivos característicos del género dramático, como puede documentarse a lo largo de su producción narrativa; ahora bien hay que llegar al estreno más arriba indicado, del drama Realidad (15 de marzo de 1892) para encontrar el arranque de su carrera como autor teatral en activo, la cual se extendió a lo largo de veintiséis años durante los cuales fue presentando al público veintitrés piezas, buena parte de las cuales obtuvieron el aplauso del público y de la crítica. Teniendo en cuenta todas estas circunstancias resulta evidente que la dedicación al teatro de Pérez Galdós está muy lejos de ser una mera tentativa esporádica o caprichosa, sino que constituye por el contrario el fruto de un trabajo profesional constante y reflexivo, según sostiene A. Berenguer (1988, p. 14):

Con demasiada frecuencia se insiste en la falta de experiencia teatral de un autor que estrenó más que muchos dramaturgos (hoy clásicos) como Lorca o Valle Inclán, y que demostró por el teatro europeo de su época un interés que está ausente de la inmensa mayoría de los autores consagrados de nuestro siglo.



El novelista consagrado que a la sazón era Galdós, comenzó su labor teatral impelido, según hemos apuntado más arriba, por el deseo de realizar un experimento estético y probar un nuevo género literario, cuyas normas establecen la desaparición de cualquier mediación de la voz narradora, dejando que las criaturas ficcionales se expresen directamente ante un público colectivo. También es cierto, sin embargo, que el autor llegó a la escena «movido por dos estímulos: ganar dinero [...] y renovar el teatro español adherido a una rutina sin ambiciones[...] que parecía tener en el pensamiento vivo su peor enemigo» (Gullón, 1960, p. 29). En tercer lugar, habrá de recordarse asimismo que Pérez Galdós compuso y estrenó sus dramas movido por un afán de transmitir sus ideales de regeneración moral, social y política con la mayor inmediatez posible.

La cronología de los sucesivos estrenos de don Benito Pérez Galdós se distribuye a lo largo de tres momentos discontinuos. Entre 1892 y 1896   —95→   se desarrolla la primera etapa, en que fueron presentadas ocho obras: Realidad, La loca de la casa, Gerona, La de San Quintín, Los condenados, Voluntad, Doña Perfecta y La fiera. Desde el noventa y seis hasta 1901 Galdós deja pasar casi cinco años sin asomarse a los escenarios hasta que el 30 de enero de 1901 el estreno memorable de Electra inaugura el siguiente periodo de la dramaturgia galdosiana, que coincidió casi exactamente con el comienzo del nuevo siglo; tras este drama la presencia del autor en la escena vuelve a producirse con gran regularidad y así van apareciendo Alma y vida (1902), Mariucha (1903), El abuelo (1904), Bárbara (1905), Amor y ciencia, estrenada también en el año cinco, Pedro Minio (1908) y Casandra (1910), con la que concluye el segundo periodo de la actividad teatral galdosiana. Durante los tres años posteriores Pérez Galdós se centró en la publicación de los volúmenes de la última e incompleta serie de Episodios, de suerte que hasta 1913 no volvió a representarse ninguna nueva pieza suya; pero en esta fecha regresa al teatro con el estreno de la comedia Celia en los infiernos, a la que siguieron Alceste, del año catorce, Sor Simona (1915), El tacaño Salomón (1916) y por fin en 1918 se representó Santa Juana de Castilla, su última obra dramática con la cual se clausuró asimismo el conjunto de su inmensa labor literaria. En efecto, don Benito ya viejo y enfermo sólo vivió un año y pico después de este estreno, pues falleció el 4 de enero del año veinte.

En el volumen correspondiente de las Obras completas3 se añade a la nómina de las piezas teatrales del autor el texto de la comedia Antón Caballero, que aquél había dejado sin concluir y que -debidamente refundida por los hermanos Álvarez Quintero- fue presentada en el madrileño teatro del Centro casi dos años después del fallecimiento de Galdós, el 16 de diciembre de 1921. No obstante pienso que en el conjunto de la dramaturgia galdosiana deben incluirse sólo las obras compuestas por el escritor canario del principio al fin y estrenadas durante su vida.

Muy variados son los asuntos que abordan las piezas teatrales de Galdós sin embargo, Gonzalo Sobejano (1970, 44-45), apoyándose en «las direcciones intencionales y temas constantes» que pueden rastrearse al considerar la producción teatral de aquél en su conjunto, cree posible distribuir las obras que la integran con arreglo a la siguiente clasificación:

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Podrían discernirse dos grandes categorías: dramas de la separación, en los que el desenlace separa a los portadores del conflicto [...] y dramas de la conciliación, en los que el desenlace concilia, de hecho o en esperanza los representantes del conflicto, de la diferencia.






ArribaAbajo4. Estudio del prólogo de Alma y vida

Al último de los apartados de la clasificación propuesta por Sobejano para la dramaturgia galdosiana pertenece Alma y vida, según veremos al analizarla en detalle, si bien la armonización de los contrarios a que se refiere el crítico, queda solamente en el terreno de las esperanzas, debido a que la muerte de la protagonista frustra la conciliación entre las respectivas posiciones de los personajes centrales. Este drama dividido en cuatro actos fue estrenado en el teatro Español de Madrid, el 9 de abril de 1902 por la compañía de Emilio Thuillier, cuya primera actriz era Matilde Moreno, la misma que el año anterior había cosechado un éxito sin precedentes en su encarnación de Electra. Sin embargo el público en esta ocasión se mostró mucho menos entusiasmado y la crítica de los periódicos acogió también con notable frialdad la nueva incursión del ilustre novelista en el teatro. Tal vez por eso, cuando un par de meses después de su estreno apareció la edición de Alma y vida, Galdós -lo mismo que había hecho al publicar Los condenados tras el fracaso de aquel drama de 1894- le antepuso un prólogo en el que explicaba las intenciones que le habían guiado en la composición de la obra y la defendía de los ataques, a su juicio poco fundados, que había recibido4.

Bastante más ambicioso que un prólogo al uso, pese a ostentar en su título tal denominación, me parece el largo y razonado trabajo que encabeza la edición del drama, el cual está constituido por ocho apartados y concluye con un breve colofón de que se sirve el escritor para poner fin a sus razonamientos, porque -según confiesa- aquellas líneas preliminares se habían extendido más de lo proyectado en un principio y no porque hubiera agotado ni mucho menos la materia sobre la que versan.

De dos clases son las reflexiones expuestas en estas páginas con que Galdós encabezó la primera edición de Alma y vida: destacan por una parte, las consideraciones más amplias y generales acerca del panorama teatral español de aquel tiempo (incluyendo por supuesto una serie de juicios   —97→   llenos de buen sentido sobre la crítica de los estrenos, que se ejercía desde la prensa) y, por otra, las explicaciones que versan sobre su propia obra en las cuales el autor procura justificar los elementos peor comprendidos de ésta, como por ejemplo, la dudosa interpretación del simbolismo que el público y la crítica habían advertido en el texto. Este segundo apartado incluye asimismo un buen número de atinadas observaciones referentes a la decoración, el vestuario, la labor de los intérpretes y demás aspectos materiales de la puesta en escena.

Por lo que respecta a los razonamientos que he incluido en el primer apartado, ya a partir de las primeras líneas de este prólogo, Galdós advierte la urgente necesidad de una regeneración completa que se dejaba sentir en la escena española, la cual habría de afectar no sólo a la escritura dramática, sino también a la actitud que, en la recepción de las obras, deberían adoptar tanto el público como los críticos, cuya función rectora respecto de los espectadores tendría que examinar sin prejuicios cuantas novedades fueran surgiendo. En consecuencia, reclama comprensión para los autores que se atrevan «a cambiar la tocata», porque -según indica- no deben limitarse rutinariamente las expectativas de quienes vayan al teatro y por tanto rechaza decididamente la posición de aquellos que sólo están dispuestos a «ver la repetición de lo que antes vieron» (521). Después de haber respondido a los periodistas que se habían encargado de juzgar Alma y vida desde sus respectivos medios, pasa el autor a exponer sus propias opiniones acerca de los conceptos artísticos que primaban en la escena por entonces, censurando con vehemencia los continuos elogios de la crítica a la rapidez en el desarrollo del drama como suprema cualidad de las piezas representadas:

No puedo conformarme -[les dice a los críticos que por entonces aconsejaban a los dramaturgos y mediatizaban el gusto de los espectadores]- con esas monomaníacas exhortaciones a la brevedad [...] Tanto les habéis repetido que el teatro es síntesis, que se han apoderado gozosos de tan manuable formulilla para hacer de ella el acicate con que estimulan la vertiginosa carrera de la acción teatral.


(524)                


Observa Pérez Galdós el decepcionante panorama de la escena española en aquellos años y lo compara con el esplendor que la había caracterizado   —98→   durante el Siglo de Oro, cuando la producción de nuestros grandes dramaturgos llegó a ser «manantial con que nutrieron su corriente todos los teatros del mundo», para agregar enseguida que a partir de ese momento habrá de reconocerse a Lope de Vega y a Tirso de Molina como «universales maestros» (529). A la vista de tan glorioso pasado, no se explicaba el escritor que un par de siglos más tarde la actividad teatral recibiera tan escasa atención por parte de los poderes públicos. A diferencia de lo que ocurría en otras naciones en donde las más altas jerarquías del Estado frecuentaban las representaciones teatrales y mostraban gran interés por la evolución del arte dramático, en España a este respecto le parecía que los autores, los actores y todas las demás instancias relacionadas con este entorno estuvieran «dejados de la mano de Dios»; por eso denuncia y exige educada pero firmemente que se modifique tal actitud y se remedie tanta incuria:

no hay desacato [asegura el autor] en pedir que no se menosprecie tanto a los teatros españoles, porque el honrarlos por quien debe hacerlo es etiqueta que por su importancia casi debe estar incluida entre las funciones del gobierno y al Gobierno va esta queja contra un abandono que ningún país del mundo toleraría.


(528)                


El interés por el teatro -piensa el autor- debería extenderse también a los elementos materiales que configuran el resultado final del espectáculo, por ello los pormenores de la puesta en escena importan en gran manera según expone muy detenidamente en este prólogo. Comencemos, pues, la revisión de las observaciones galdosianas en torno a su obra recién estrenada con las que aquí vierte sobre los trajes, los decorados y el trabajo de los actores.

Había pretendido Pérez Galdós, desde que puso el punto final a su drama, que el montaje de Alma y vida reflejara con propiedad y elegancia el contexto dieciochesco en que se desenvuelve la acción, a este fin responde la inclusión de una pastorela que los personajes han de representar en el segundo acto, en el seno de unos sugestivos pasajes de carácter metateatral. La ambientación de tales escenas preocupó especialmente al dramaturgo y de ello dan fe las siguientes palabras:

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Aprovechando para el caso una excursión a París, busqué y encontré cuanto necesitaba en el archivo de la Ópera, inmenso y ordenado depósito de las artes y ciencias auxiliares del Teatro [...] Todo fue perfectamente señalado en las láminas que me dieron [...] No necesito encarecer el afán con que, una vez la obra en ensayo, traté de llevar a la realidad este difícil pensamiento escenográfico [...] Pero las dificultades cedieron esta vez ante mi deseo, porque desde las primeras tentativas tuve en Emilio Thuillier el auxiliar más cariñoso y el colaborador más entusiasta.


(530-531)                


Si estos datos demuestran palmariamente hasta qué punto tomaba en serio el novelista su dedicación teatral y cómo ninguna de las facetas pertenecientes a la representación -la cual constituye al fin y al cabo la culminación de toda obra dramática- escapaba a su vigilancia cuidadosa, creo que interesan todavía más a nuestro propósito sus opiniones acerca del sentido e intencionalidad de la obra, así como las expresadas en torno a algunos aspectos de su composición. Haciéndose cargo de que tras el estreno de Alma y vida la discusión de espectadores y crítica había girado con frecuencia en torno al simbolismo contenido en su texto, Galdós se cree obligado a terciar en la polémica para justificarse y poner las cosas en su sitio. Ante todo insiste en que la indeterminación, la posibilidad de encontrar diversas interpretaciones para ellos le parece algo inherente a los símbolos de cualquier tipo porque «el simbolismo no sería bello si fuese claro, con solución descifrable mecánicamente como la de las charadas» (522). Confiesa a continuación las intenciones que abrigaba al componer su drama, con el que había pretendido

vaciar en los moldes dramáticos una abstracción, más bien vago sentimiento que idea precisa, la melancolía que invade y deprime el alma española de algún tiempo acá, posada sobre ella como una opaca pesadumbre.


(522)                


y explica a renglón seguido que, a su juicio, un signo muy adecuado para reflejar tan complejo contenido sería la plasmación del «solemne acabar de la España heráldica», en dramático contraste con un pueblo «vivo aún y con resistencia bastante para perpetuarse». De esta intuición primigenia partió, pues, el autor y alrededor de ella dispuso la acción de su obra.

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El discurso galdosiano tal como se va desarrollando desde las primeras líneas del prólogo conecta plenamente con el tono ideológico y estético vigente a principios de la pasada centuria. La percepción del estupor paralizante que embargaba al alma española resulta equiparable en líneas generales a las afirmaciones que en el mismo sentido se pueden leer en tantos y tantos escritos de los intelectuales que por entonces se iban dando a conocer, aquellos precisamente a quienes los historiadores han agrupado bastante más tarde bajo la etiqueta de noventayochistas; de otro lado, la defensa del simbolismo empleado en la composición de este drama se alinea con las concepciones artísticas propias de ciertos dramaturgos cuyas obras triunfaban en los escenarios europeos.

Entre las numerosas observaciones de Galdós sobre el asunto y el desarrollo de la acción de Alma y vida, posiblemente sean los pormenores referentes a la pastorela del acto segundo los que mayor interés encierran. Con la inclusión de esta pequeña pieza en el drama se pretendía «la reconstrucción de una parte de la sociedad elegante de aquel tiempo y de sus afectados gustos literarios» (530). Procuró el autor documentarse muy concienzudamente y para ello revisó varias pastorelas del siglo XVIII, «alguna traducida del propio Gesner por don Ramón de la Cruz; otra de Metastasio refundida por mano desconocida» (530); sin embargo, la poesía neoclásica hubo de antojársele excesivamente fría y académica, por lo que prefirió como modelos a los grandes dramaturgos españoles de la centuria anterior. Refiere muy por extenso el trabajo que le dieron las redondillas, que por fin -gracias a la ayuda de su amigo Estrañi, que le escribió «las cinco cuartetas de Alcimna» y a sus propios esfuerzos para componer «las que dice Liriope»- estuvieron listas. A continuación confiesa que procede también de su cosecha el fragmento escrito en romance, pues en este tipo de composición métrica ya «podía permitirme algún vuelo atrevido por encima de la prosa en que ordinariamente rastreo», por último indica que «el madrigal platónico de Lope declamado por Juan Pablo» (530) ha sido tomado de La Dorotea lopesca.



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ArribaAbajo5. Análisis del drama


ArribaAbajo5.1. El asunto y su estructura

Alma y vida consta de cuatro actos, que se titulan respectivamente: «El juicio», «La pastorela», «La cacería» y «El ocaso». La acción del drama se supone ocurrida durante el mes de junio de 1780 y en diversos espacios pertenecientes todos ellos al castillo y solar de Ruydíaz «que ocupan considerable extensión de terreno en una de las más feraces regiones de Castilla» (534).

El argumento de la obra no reviste excesiva complicación, pese a que el simbolismo subyacente en su texto resulte un tanto oscuro y, según se ha dicho más arriba aduciendo las palabras del propio autor, pueda ser sometido a diversas interpretaciones. A lo largo de los cuatro actos el espectador asiste al enfrentamiento entre Juan Pablo Cienfuegos y don Dámaso Monegro, el administrador de las posesiones de Laura, Duquesa de Ruydíaz, cuya debilidad y mala salud ha sabido aprovechar en beneficio propio haciéndose con el gobierno efectivo de las tierras y ejerciendo un poder despótico sobre los vasallos de la casa ducal. La vitalidad de Juan Pablo, que le ha llevado a desafiar abiertamente al tirano, así como el evidente altruismo de su conducta, causa última de cuantas fechorías ha cometido y por las cuales va a ser juzgado, enamoran a Laura quien, subyugada por el ímpetu del protagonista, da oídos a las justas quejas del pueblo y pretende iniciar junto con el galán rebelde una etapa nueva de justicia y concordia social; tan bellos proyectos quedan truncados, sin embargo, por la muerte de la joven Duquesa que coincide con el desalentador final del drama. Las palabras de Juan Pablo con que se cierra Alma y vida no parecen dejar resquicio a la esperanza:

Vasallos de Ruydiaz [...] ¿Qué habéis hecho? ¿Qué hemos hecho? Destruir una tiranía para levantar otra semejante. El mal se perpetúa... Entre vosotros siguen reinando la maldad, la corrupción, la injusticia. ¡Llorad, vidas sin alma, llorad, llorad!


(585)                


El asunto que acabo de exponer sucintamente se desarrolla a lo largo de los cuatro actos, cada uno de los cuales incorpora a la intriga algún   —102→   elemento nuevo encaminado a complicar la situación y a permitir que se mantenga el interés de los espectadores. Así el primero termina, una vez concluida la vista oral del proceso de Juan Pablo, con el encierro de éste en el torreón del castillo. El segundo acto centrado en el ensayo de la pastorela introduce una pausa en el acelerado transcurso del acontecer dramático, pero su final eleva nuevamente la tensión merced a los dos sucesos que sirven de cierre a esta jornada: 1.º, la irrupción de los pastores auténticos -que tan sugestivo contraste promueven con los disfrazados aristócratas- venidos a instancias de Cienfuegos y de sus partidarios para reclamar justicia ante su señora y 2.º, la marcha de Juan Pablo, cuya libertad ordena Monegro con el objeto de tenderle una trampa cuando se encuentre fuera del castillo, es decir, lejos de la protección de la Duquesa. El acto tercero tras las escenas entre Laura, su nodriza y las brujas, presenta a los espectadores el enfrentamiento abierto de las gentes del administrador contra los sediciosos acaudillados por Cienfuegos, que se alzan con el triunfo. Por último a lo largo de las siete escenas de que consta el cuarto acto parece estar a punto de realizarse la promesa de conciliación entre las dos fuerzas sociales antagónicas encarnadas respectivamente por la Duquesa y Juan Pablo, pero el drama termina con la frustración de tan hermosa perspectiva a causa de la muerte de Laura.

Se advierte enseguida cómo un asunto tan sencillo a primera vista, lejos de progresar en forma lineal, puede irse ramificando mediante intrigas secundarias, enriqueciéndose pues, mediante la inclusión de escenas en apariencia episódicas, pero de innegable importancia funcional, dado que están dirigidas bien a poner de manifiesto algún rasgo del carácter del protagonista, bien a dotar de verosimilitud la reconstrucción del ambiente dieciochesco en que se enmarca la acción del drama.

A la primera de las finalidades indicadas responde, por ejemplo, el arranque de la obra, que presenta la entrada subrepticia en el castillo de Juan Pablo Cienfuegos acompañado de su amigo Reginaldo, a quienes los guardias sorprenden, quedando así truncados los planes de ambos jóvenes; este último consigue huir, en tanto que los ministros de la ley a las órdenes de Monegro apresan al atrevido Juan Pablo. Ahora bien, la causa del asalto no está relacionada directamente con el antagonismo que constituye la línea principal del argumento, sino con un episodio lateral -los contrariados   —103→   amores de Reginaldo e Irene, hija del administrador y doncella de la Duquesa- cuyo interés, una vez cumplida su función de presentar al público al verdadero héroe del drama, queda prácticamente agotado y apenas se alude a él a lo largo de los siguientes actos, en los que únicamente merece alguna referencia esporádica en las contadas ocasiones en que la doncella habla a solas con Laura. Sin embargo, gracias a los mencionados pasajes iniciales, el espectador recibe amplia información acerca del arrojo y de la generosidad de Cienfuegos, dispuesto siempre a arrostrar el peligro con tal de ayudar a un amigo o de defender una causa que considere justa.

En cuanto a las encantadoras escenas del segundo acto, referentes a los ensayos de la Pastorela compuesta por doña Teresa para que sea representada por Laura y sus cortesanos, resulta obvio que contribuyen con eficacia a recrear ante los espectadores del siglo pasado las diversiones habituales con las que distraían sus ocios los elegantes aristócratas dieciochescos, entre los cuales se supone que transcurre la acción de Alma y vida. Claro que además de este valor referencial, los ensayos de la obrita pastoril proporcionan la coyuntura adecuada para que Laura pueda seguir tratando a Juan Pablo y surja entre ambos el sentimiento amoroso.




ArribaAbajo5.2. Dramatis personae

Los personajes que intervienen en esta obra son bastante numerosos y, naturalmente, deben clasificarse teniendo en cuenta la distinta importancia del cometido que cada cual tiene asignado en el desarrollo de la misma. Laura, la Duquesa de Ruydíaz, y Juan Pablo Cienfuegos ocupan el centro de la acción, encarnan dos mundos sociales en conflicto y, además, justifican la dualidad que ya viene anunciada en los dos sustantivos de que consta el título del drama mediante el contraste entre sus respectivos talantes psicológicos. Junto a ellos don Dámaso Monegro destaca vigorosamente como el antagonista cuyos intereses se ven amenazados por la actividad subversiva del héroe, a quien consecuentemente procurará eliminar.

Según costumbre inveterada de Galdós, una de las informaciones más fiables que sobre la índole y la función de los personajes recibe el lector   —104→   o espectador de sus obras radica en el nombre que llevan y, desde luego, Alma y vida no constituye una excepción a tal procedimiento; así pues no parece descaminado que nos detengamos brevemente en la consideración de cómo han sido bautizadas las criaturas ficcionales cuyas peripecias presenta este drama.

Muy adecuado resulta el apellido Cienfuegos para connotar la exaltación, la osadía y la vehemencia, cualidades que predominan en el temperamento del protagonista; en cuanto a sus dos nombres de pila tal vez con el primero se aluda a su condición de mujeriego y con el segundo a esa especie de «caída del caballo en el camino de Damasco» que supone para este rústico donjuán su amor por la joven Duquesa. Con toda intención está elegido asimismo el apelativo de Duquesa de Ruydíaz, el cual por su propia resonancia evoca la recia estirpe castellana noble y antigua -en franca decadencia y a punto de extinguirse en el momento al que se refiere Alma y vida- cuya titular a la sazón es la apocada y enfermiza Laura, quien, por cierto, se llama igual que la amada de Petrarca. Gracias a la reminiscencia literaria que su nombre despierta queda subrayada la idealidad del amor que la joven aristócrata va a inspirar a Juan Pablo y además se insinúa sutilmente la posibilidad de que éste -lo mismo que tantos amantes insertos en la línea poética petrarquista- tras venerar a su dama in vita, tenga que contemplarla también in morte cuando termine la acción dramática. Tampoco parece casual la elección del apellido Monegro para aplicarlo a un personaje de carácter autoritario, adusto y carente de cualquier vestigio de piedad filial, si se recuerda que este apelativo está tomado del topónimo correspondiente a una región aragonesa árida y casi desértica5.

Pero la intencionalidad en la onomástica puede advertirse igualmente en los nombres de los personajes secundarios o meramente episódicos, que completan el reparto de Alma y vida. Bien significativo me parece que la Marquesa, tan afrancesada, tan empapada de la cultura de las luces y de tan acrisolada lealtad en su relación con Laura se llame Clara, o que la erudita dama letrada autora de la égloga, que va a representarse responda al nombre de doña Teresa de Argote, tocaya por tanto de la Santa Doctora abulense y relacionada por medio de su apellido con Góngora (539). Una vez que reflexionamos acerca de la citación implícita encerrada en tales apelativos, no debe de extrañarnos que el estilo literario de la   —105→   dama -tanto en su pieza teatral cuanto en sus conversaciones con los demás personajes- resulte bastante pedante y engolado. Altamente sugestivo parece asimismo el hipocorístico «Tora» con el cual algunos personajes se dirigen a Toribia, la campesina que había sido nodriza de Laura, verdadera encarnación de la naturaleza maternal y salutífera ante los ojos de la desmedrada joven (Acto III, Escena VIII, 570). Asimismo se me antoja indudable la referencia literaria al protagonista de tantos romances pastoriles de Lope que se detecta en el nada casual «Belardo» al que responde el más importante de los pastores que exponen sus quejas ante Duquesa y solicitan su protección a lo largo de la escena XIV del segundo acto (561).

Tras esta suerte de tarjeta de visita que constituye su propio nombre, el carácter y la biografía del protagonista se van configurando ante los oídos o los ojos del receptor de este texto galdosiano, bien directamente mediante sus propias palabras y acciones, bien de forma indirecta, gracias a los datos que los demás personajes proporcionan sobre él. Así, desde su primer enfrentamiento verbal con Monegro se entera el espectador de que Juan Pablo desciende de un esclarecido linaje, pues protesta acaloradamente ante el dicterio de «villano» con que le ha motejado su adversario; el cual le responde que parece un villano «por la conducta, ya que no por el nacimiento» y añade: «deshonras tu nombre, deshonras tu origen hidalgo» (536). También sirven para completar el diseño del personaje, las siguientes frases de Toribia, la cual, hablando con la Duquesa, asegura:

No te diré yo [...] que Juan Pablo es hombre malo... ¡Ay, no! Si a veces sus hechos parecen alocados, su corazón es siempre bueno. Y no ha nacido otro que mejor sepa mirar por el pobre... A su madre servía yo cuando aquí me trujeron para tu crianza, y de ella te digo que es una santa mujer. Su padre, hidalgo de buena cepa, fue capitán de las milicias del Rey.


(570)                


En este párrafo se encuentra, por cierto, una nueva referencia al noble origen del joven, que tiene la finalidad de recordar tal circunstancia al espectador, para que advierta cómo la idea de un final feliz basado en la unión de los protagonistas no resultaría disparatada, incluso dentro del marco de las convenciones sociales dominantes en la época a que remite esta pieza teatral.

  —106→  

Se puede afirmar que, en líneas generales, los personajes de Alma y vida carecen de complejidad psicológica, puesto que deben responder ante todo a la intención simbólica que ha presidido la composición de esta obra; resulta lógico, pues, que el héroe destaque fundamentalmente por una gran vitalidad reflejada en su arrogancia, en su rebeldía y en su arrojo, así como que de la personalidad de la protagonista se subrayen principalmente los rasgos que revelan su debilidad y la bondad de su alma y que se marquen reiteradamente los contrastes entre los respectivos temperamentos de ambos.

Pese a todo lo que llevo dicho, una lectura atenta de Alma y vida nos puede llevar a advertir la presencia de algunas pinceladas individualizadoras, que proporcionan espesor vivencial a los caracteres; es el caso de las referencias a las aficiones literarias de Juan Pablo, tan familiarizado con la poesía de Lope de Vega que se muestra capaz de cambiar sobre la marcha en medio del ensayo de la pastorela los versos, que doña Teresa había compuesto, por un poema empapado de platonismo amoroso tomado de La Dorotea6 (560):

JUAN PABLO
Me arrodillo...

 (Se arrodilla ante LAURA. DOÑA TERESA le apunta. Él repite muy torpemente. Óyense las dos voces.) 

[...] Airado, inquieto
con esquivez insana,
tu trato rechacé porque el secreto
conocí de tu estirpe soberana.
Yo vi, ¡oh, pastora! Tu mortal belleza...

 (Vivamente, mandando a DOÑA TERESA que no le apunte.) 

[...]
«Miré, señora, la ideal belleza,
guiándome el amor por vagorosas
sendas de nueve cielos.
Y absorto en tu grandeza,
las ejemplares formas de las cosas
bajé a mirar en los humanos velos.
Y en la vuestra sensible
contemplé la divina inteligible;
y viendo que conforma
tanto el retrato a su divina forma,
amé vuestra hermosura,
imagen de la luz divina y pura,
—107→
haciendo cuando os veo
que pueda la razón más que el deseo;
que si por ella sola me gobierno,
amor que todo es alma, será eterno.»

Menos elaborado me parece el carácter de Laura, que resulta de combinar dos estereotipos psicológicos, ambos bastante frecuentados por la literatura europea finisecular: el de la joven aristócrata aniñada y caprichosa y el de la criatura enferma, que envidia la vitalidad de quienes la rodean. Aun así en ciertas circunstancias el personaje parece escapar del excesivo esquematismo a que le somete la intencionalidad confesadamente simbólica de la acción dramática, tal ocurre en algunos momentos de la obra que reflejan situaciones triviales y distendidas, por ejemplo, la escena VI del segundo acto (552), que presenta a Laura charlando alegremente con Toribia; en este pasaje es posible advertir la espontaneidad infantil y la actitud confiada que la Duquesa recobra en presencia de su querida nodriza:

LAURA.-   (Contemplando el pabellón que figura su cabaña.)  ¡Oh, mi linda cabaña! Mira, Tora, mira.

TORIBIA.-  ¿Para el comiquicio de pastores? No trocara yo por esto mi alquería. Sol mío, ve pronto allá.

LAURA.-  Sí; otro día.

TORIBIA.-  Te hartarás de beber rica leche [...]  (Fijándose en los objetos de tocador, ropas, etc.) ¡Ay! ¡Ay, qué primores! ¿Y te pondrás todo esto?

LAURA.-   (Palmoteando.)  Sí que sí. Otro día me verás. [...]  (Besando a TORIBIA.)  Este para ti, este para el ternerillo.


También la escena en que Irene acicala a Laura para que represente el papel de Alcimna en la pastorela podría aducirse como demostración de cuanto acabo de apuntar. Efectivamente, en este caso las dos muchachas charlan animadamente acerca de los peinados, de la cosmética y, como de pasada, también acerca de la vida y milagros de Juan Pablo, tema que parece interesar sobremanera a Laura, quien, sin embargo, procura disimular sus verdaderos sentimientos ante su doncella (553).



  —108→  

ArribaAbajo5.3. Tiempo y espacio escénicos

El periodo histórico al que remiten los sucesos ficticios desarrollados a lo largo de Alma y vida está explícitamente indicado desde sus primeras líneas, cuando, tras la enumeración del reparto, leemos: «El tiempo de la acción es junio de 1780» (534). Se enmarca así, el asunto en los años de la Ilustración, momento sumamente atractivo para Galdós -recordemos su interés por la sociedad dieciochesca así como por algunos autores de aquella época- que además resultaba muy adecuado a las pretensiones simbólicas del drama, porque durante el reinado de Carlos III estuvo a punto de lograrse en nuestro país un fecundo equilibrio entre las tendencias culturales europeizantes y la mejor tradición española; pero tan deseable conjunción se frustró al cabo durante la privanza de Godoy ya en el reinado de Carlos IV; también en el drama fracasa la esperanza de conciliación entre dos mundos contrapuestos, cuando la muerte trunca la proyectada unión de Juan Pablo y Laura.

Ahora bien, internamente el tiempo ficcional en que transcurre la acción dramática se distribuye, si no con estricta regularidad, sí de manera bastante simétrica, en dos bloques temporales de parecida duración, el primero de los cuales se extiende desde el principio de la obra hasta el final del segundo acto, mientras que el otro abarca los dos últimos actos. El drama comienza al anochecer de la víspera de San Juan y sus escenas se van encadenando sin solución de continuidad durante las primeras horas de aquella misma noche. El acto segundo arranca a la mañana siguiente; su texto ofrece a los espectadores los preparativos de la representación de la pastorela y el ensayo de ésta, para concluir dentro de aquel mismo día, cuando Monegro pone en libertad a Juan Pablo más o menos a la caída de la tarde. Entre la terminación del acto segundo y el principio del tercero se supone que han pasado ocho días, según indica la Duquesa (568). El acto tercero empieza «al caer la tarde» (564) y su acción resulta muy variada, pues, tras los coloquios de su inicio, que se suceden pausadamente en un tranquilo ambiente campesino, a partir de la escena XIV (575) el ritmo va acelerándose conforme se precipitan los acontecimientos, que culminan en el choque armado entre los rebeldes y las fuerzas de Monegro. Aunque los combates no tienen lugar en escena, las palabras   —109→   de Juan Pablo (575) dan cuenta del desarrollo de las escaramuzas, cuyo final parece producirse en la noche de la misma jornada, que tan plácidamente había comenzado. El desarrollo cronológico de las primeras escenas del acto cuarto se presenta como casi simultáneo a los sucesos ocurridos al término del anterior; en efecto, doña Teresa, que vela el sueño de Laura (578), alude a la batalla que ha debido de librarse, cuyo resultado aún se desconoce. Inmediatamente después, la llegada de los vencedores y de los vencidos, al reunir a todos los personajes en el mismo lugar, sirve para que el tiempo corra otra vez linealmente hasta que se produce el desenlace del drama, con la muerte de la protagonista. Así pues el segundo bloque se extiende supuestamente a lo largo de unas pocas horas y su acción dura algo menos que la presentada en los dos primeros actos.

A la vista de los datos expuestos se advierte cómo, según indiqué más arriba, el acto primero y el segundo tienen lugar en dos días sucesivos y, tras un intervalo de ocho transcurridos fuera de escena, los actos tercero y cuarto presentan hechos que se suponen acaecidos sin apenas solución de continuidad durante unas pocas horas, correspondientes a un día y tal vez las primeras horas de la madrugada del siguiente.

En cuanto al ritmo escénico, hay que destacar que no resulta uniforme ni mucho menos, sino que alterna pasajes de extraordinario dinamismo, con otros cuya acción se remansa y permite transcribir extensos coloquios entre los personajes, gracias a los cuales el espectador recibe información acerca de sus caracteres respectivos y le son proporcionadas pistas más que suficientes para que advierta cómo los sucesos ficcionales que van desarrollándose ante sus ojos no agotan su sentido en la acción explícita, sino que, mediante las peripecias de los personajes dieciochescos, se alude a la circunstancia española de 1900.

Examinando con un poco de atención estos aspectos del drama observamos que el acto primero empieza con una escena de gran movimiento (535- 536), que tiene lugar en la semioscuridad, pero luego se resuelve mediante los diálogos entablados por los diversos personajes, con muy escasa acción externa (547-548). Los personajes que intervienen en el acto segundo se muestran muy ajetreados en los mil menudos quehaceres que el ensayo de la función lleva aparejados y después continúa el dinamismo escénico gracias a la presencia inesperada de los auténticos   —110→   pastores según indica la acotación pertinente (560): Invaden la escena por el fondo y por la derecha gran número de rústicos, de aspecto cerril, con zahones, pellicas, abarcas y peales. Delante vienen como cabeza de motín los más atrevidos. Al verse entre personas tan finas quédanse como espantados. El tercer acto -desarrollado enteramente en la alquería de Toribia- presenta dos momentos de bien diferente ritmo: las trece primeras escenas discurren con plácida animación, aunque la amenidad de la conversación se ve ocasionalmente alterada por ominosos presentimientos: así los signos anunciadores de la revuelta que se avecina, o los confusos vaticinios acerca del incierto destino de Laura, proferidos por la voz agorera de las brujas (571-572). Luego la entrada de Juan Pablo (575) cambia definitivamente el cariz de la acción, primero mediante el relato de sus luchas con los sicarios de Monegro, después, a lo largo de la escena XV, con la presentación directa de su enfrentamiento con el déspota (577). El último acto es el que menos acción externa registra, pues, desde que llega Juan Pablo ante Laura se ofrece todo él como un largo coloquio amoroso entre ambos personajes, que centra la atención del público (Escenas IV, V, VI), coloquio que sólo termina cuando se produce la muerte de la Duquesa y Juan Pablo de dirige al pueblo, incitándole al llanto por el bien perdido.

El espacio al que alude la obra ha sido erigido en su texto de manera harto cuidadosa para que coadyuvara a reforzar la impresión que Alma y vida debía transmitir, según voluntad expresa de su creador. En el análisis de este aspecto del drama quiero distinguir dos apartados, que iré estudiando desde el más amplio y general hasta el más restringido. En primer lugar la acción queda inscrita en un macroespacio, que remite a la geografía de Castilla la Vieja y, pese a que los topónimos mencionados son imaginarios -ningún mapa, en efecto, indica la situación de Ruydíaz, ni la de Peñalba, o la de Medranda- el mero sonido de tales palabras resulta extraodinariamente evocador del referente castellano.

Recordemos que Galdós había designado con nombres inventados las ciudades o pueblos donde se situaba la acción en alguna de sus obras, ya desde las novelas de la primera época publicadas en los años setenta y cómo al final de su producción volverá a hacerlo, cuando mencione los lugares donde se inscriben las respectivas intrigas de El caballero encantado o de La razón de la sinrazón. Pues bien, a la altura de 1902, bastante antes   —111→   de componer estas últimas ficciones, el autor retoma el procedimiento que le había llevado a creaciones tan felices como Orbajosa o Socartes, y lo emplea muy adecuadamente en este drama de alcance simbólico que es Alma y vida.

Una vez trazadas las líneas que delimitan geográficamente los dominios de la Duquesa de Ruydíaz, aparecen en el texto unos lugares más restringidos y concretos en donde ocurren los sucesos del drama. Se trata de los variados ámbitos, interiores unas veces y exteriores otras, que se describen con gran lujo de detalles en las acotaciones; ahora bien, si examinamos éstas con un poco de atención prescindiendo de la finalidad puramente instrumental de tales textos, destinados en principio al director teatral o a los escenógrafos, advertiremos enseguida la clara intención autorial de combinar la presencia de elementos arquitectónicos, muebles, jardines, etc., procedentes de tiempos anteriores con otros que remiten a las modas afrancesadas del siglo XVIII. Resulta posible constatar por ende cómo la radical dualidad que preside la obra impregna todos sus niveles tanto en el contenido cuanto en la expresión; no se trata ya solamente de apuntar la mencionada polaridad entre los respectivos temperamentos y posiciones sociales de los protagonistas, sino que hemos de notar también cómo en este drama se establece lingüística y plásticamente otra serie de contrastes: tradición frente a actualidad; corte versus aldea; racionalismo ilustrado pero fascinación ante los vaticinios de las brujas.

Definitivamente parece posible asegurar que en Alma y vida se ha captado con extraordinaria agudeza el panorama sociocultural de un periodo histórico, el de los años de la Ilustración, lleno de contradicciones y muy diferente de la imagen unitaria que de él suelen proporcionar los manuales. Por eso la acotación del acto primero presenta una «sala baja en el castillo-palacio de Ruydíaz» con una portada estilo Renacimiento y varios retratos familiares de los siglos «XVI o XVII», se ve asimismo «una puerta de estilo gótico» y algunos «bancos y arcones» (535), todo ello noble y severo, muy en consonancia con el esclarecido y antiguo linaje a que pertenece la protagonista. Evidente contraste con tan grandioso edificio ofrece el jardín que ante él se extiende, según la descripción que encabeza el segundo acto. En efecto, los setos y árboles recortados a la moda francesa a imitación de los jardines de Versalles constituyen el escenario   —112→   ideal para la representación de la bella égloga que, según se indica, han de ensayar los ilustrados aristócratas:

A la izquierda y derecha dos pabellones de cortado ciprés [...] abiertos por arriba, figuran en la representación de la pastorela la «cabaña de Alcimna» y la «gruta de Liriope» [...] en el fondo amplia escalinata con artísticos jarrones y grupos de escultura.


(549)                


Si los espacios escénicos de los dos actos primeros propiciaban en el espectador la percepción del contraste cultural entre la tradición y las novedades de la moda afrancesada, el lugar donde transcurre el acto tercero introduce una polaridad distinta, cuyos extremos serían ahora el campo frente a la corte, o bien lo natural frente a lo artificioso. De un lado la alquería de la nodriza «instalada en los aposentos bajos de la parte del castillo de Ruydíaz que se ha preservado de la ruina» (564) se incrusta en la tradición, la complementa en cierta medida; de otro la referencia al ganado y la presentación de las auténticas faenas realizas por Toribia, contrastan con la fingida Arcadia, organizada en el acto anterior por Laura y sus cortesanos. Se subraya pues, desde el valor expresivo que aportan los escenarios así descritos, la contraposición entre dos clases sociales tal y como se había puesto de manifiesto al final del acto anterior mediante la irrupción de los rústicos en el refinado ambiente palaciego. De otro lado en la escena IX de este acto se establece también la polaridad entre las damas nobles tan cultas, inmersas en la racionalidad de la ilustración y la magia de los supuestos poderes proféticos de Zafrana y Perogila (571- 572).

La acotación con que se abre el acto último (578) insiste en los aspectos más característicos de la decoración tradicional -bargueños, arcones, panoplias con armas de todas clases- y este ambiente severo, que connota la decadencia de las nobles familias tradicionales, va a ser el elegido para presentar la agonía de la Duquesa, y la frustración de las expectativas de sus súbditos, que por un momento abrigaron la esperanza de la conciliación mediante la unión entre Laura y Juan Pablo.



  —113→  

ArribaAbajo5.4. Algunas observaciones acerca de la expresión

En líneas generales la forma de hablar de los personajes no presenta mayores dificultades, dado que se expresan en un español moderno, propio de personas educadas, y resulta tan plausible aceptar tales usos lingüísticos para los hablantes de finales del XVIII, como para los de comienzos del siglo pasado, que presenciaban el estreno del drama. Pero la dualidad que preside Alma y vida puede advertirse también en la actuación lingüística de sus personajes y resulta perfectamente establecida ante los espectadores gracias al contraste entre la expresión cortesana y el rudo lenguaje arcaizante empleado por los campesinos: Toribia, los pastores y las brujas.

Yo tengo para mí que el habla rural tal como aparece en estas páginas, constituye un invento artístico del autor y no debe ser interpretado como reflejo de ninguna situación dialectal concreta. Podríamos asegurar que Galdós rescató en Alma y vida aquel convencional sayagués que era el distintivo de la expresión aldeana en ciertas comedias del XVII, o, mejor dicho, que empleó un procedimiento análogo al que utilizaron en ellas los autores del Barroco, para crear el habla de los personajes campesinos y adaptarla a las necesidades expresivas de su drama. En efecto resulta evidente que este sermo rustico más que proceder de una observación cuidadosa de la realidad revela casi siempre su origen literario. Así las exclamaciones arcaicas «hurriallá», «miafé», «hao» suenan a coplas de Mingo Revulgo o a égloga de Juan del Encina, mientras que los cómicos errores de los rústicos al dirigirse a la Duquesa (561-562) aluden a otros análogos cometidos por Sancho (Parte II, Capítulo X) ante la supuesta Dulcinea. Más adelante, en la escena IX del tercer acto la bruja Perogila se dirige a Laura con la invocación «Alta y sobajada señora» (571) cita literal de las palabras con que, según Sancho Panza, empezaba la carta de don Quijote a su amada (Parte I, Capítulo XXVI).

Finalmente debe subrayarse el hecho indudable de que en toda la escena de los pastores auténticos encarados a los cortesanos disfrazados con vestidos pastoriles se transparenta una larga tradición literaria, aunque en el caso del drama galdosiano, resulta claro que tal contraste revela sobre todo reminiscencias cervantinas muy concretas. En efecto el referido   —114→   topos -los pastores fingidos frente a los verdaderos rústicos- aparece en la primera parte del Quijote, desarrollado muy por extenso en el episodio de los cabreros, a cuya mesa se sienta don Quijote, que precede a la historia de Marcela y Grisóstomo (Capítulos XI al XIV); ahora bien los ecos más reconocibles de esta escena del segundo acto de Alma y vida habrá que buscarlos, pienso, en la aventura de Berganza en aquella majada donde sirvió de perro pastor (Cervantes, 1986, 266-267).

Al concluir este análisis no parece que esté de más destacar la gran coherencia que revela una lectura atenta de Alma y vida. En efecto, desde los más variados niveles de la expresión -tanto literaria cuanto escénica- se tiende a subrayar la dialéctica generada por el enfrentamiento de elementos contrarios, sobre la cual descansa la disposición del drama y a la cual debe su eficacia teatral.

En fin, a la vista de todo lo que ha ido revelando nuestro análisis, confesaré que no acabo de explicarme muchas de las censuras que en su momento suscitó el drama galdosiano; puede que no se trate de una obra del todo lograda, pero no creo que se la pueda tachar de equívoca o de inconcreta, al menos desde un punto de vista estrictamente literario y teatral. Bien es verdad que los críticos de entonces -tan reciente todavía la conmoción pública causada por el estreno de Electra- hubieran deseado con toda probabilidad encontrar en Alma y vida una denuncia más explícita de «los males de la patria» y una posición más combativa frente al marasmo en que se hallaba sumida la sociedad española después del desastre, por eso sus reticencias e incomprensiones provienen seguramente de la constatación de tales carencias.








ArribaObras citadas

ALAS «CLARÍN», LEOPOLDO: Galdós novelista. Barcelona, PPU, 1991.

ALVAR, MANUEL: «Novela y teatro en Galdós» en Proemio, I, 2, septiembre, 1970, pp. 157-202.

BERENGUER, ÁNGEL: «Introducción» a Los estrenos teatrales de Galdós en la crítica de su tiempo, Comunidad de Madrid, 1988.

  —115→  

CERVANTES, MIGUEL: El coloquio de los perros en Obras completas, vol. II, Madrid, Aguilar, 1986, pp. 262-295.

GILMAN, STEPHEN: «La palabra hablada en Fortunata y Jacinta» en Benito Pérez Galdós, ed. Douglass M. Rogers, Madrid, Taurus, 1973, pp. 293-316.

GULLÓN, RICARDO: Galdós novelista moderno, Madrid, Gredos, 1960.

RUBIO JIMÉNEZ, JESÚS: «Los novelistas en el teatro» en Historia de la literatura española. Siglo XIX (II). Coordinador Leonardo Romero Tobar. Madrid, Espasa Calpe, 1998, pp. 118-122.

PARDO BAZÁN, EMILIA: Nuevo Teatro Crítico, año II, n.º XIII, enero de 1892, pp. 93-96.

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SOBEJANO, GONZALO: «Razón y suceso de la dramática galdosiana» en Anales galdosianos, 1970, Austin, Texas, pp. 39-54.

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