Estudio literario de Alma y vida de Pérez Galdós
María del Prado Escobar Bonilla
Este trabajo describe brevemente el panorama del teatro en Europa y en España a comienzo del siglo XX, periodo en que se inscribe la producción dramática de Pérez Galdós. A continuación estudia las posiciones teóricas del autor acerca del teatro, tal como se ofrecen en el prólogo que puso a la edición de Alma y vida y, por último, se analizan los diferentes aspectos del drama: el asunto, la configuración de los personajes, el tiempo y el espacio escénicos, así como las peculiaridades del lenguaje empleado en el texto.
In this paper is briefly described the panorama of the theatre in Europe and in Spain at the beginning of the 20th century: time in which is registred Pérez Galdós' dramatic production. Next is studied the author's theoretical positions about the theatre, just as in appointed in the foreword that he put to Alma y vida's edition. Finally, the different aspects of the drama are analyzed; the matter, the configuration of the characters, the scenic time and space, as well as the peculiarities of the language used in the text.
—88→
En abril del año pasado se ha cumplido el centenario del estreno del drama objeto de este trabajo, estreno que no constituyó desde luego un éxito rotundo, sobre todo si se compara con la desmedida resonancia que Electra había obtenido en la temporada anterior. Saliendo al paso de la incomprensión y del desconcierto mostrados por el público y por buena parte de la crítica ante la representación de Alma y vida, Galdós incluyó en la edición de su obra -que vio la luz en junio de aquel mismo 1902- un prólogo muy extenso y de gran interés en el cual explicaba detenidamente las intenciones que le habían animado al componerla, exponía asimismo su concepto del teatro y se permitía examinar con rigor e imparcialidad la labor de los críticos que habían enjuiciado su drama. De todo ello procuraremos dar cumplida noticia, pero antes creo indispensable contextualizar, siquiera sea someramente, Alma y vida tanto en su relación con el panorama de la escena española y europea del momento cuanto en lo que respecta a su posición dentro del conjunto de la producción teatral del autor.
A lo largo de los últimos decenios del siglo XIX llegó a constituir casi un lugar común entre los escritores y los intelectuales franceses la consideración de que era necesario acometer una reforma profunda del teatro, que consiguiera la dignificación del mismo y terminara con el predominio de ese tipo de comedias o dramas -la llamada pièce bien faite- que buscaba ante todo la eficacia escénica lograda mediante el adecuado manejo de la «carpintería teatral», y dejaba en segundo término otros componentes importantes de la obra, como el análisis demorado de los caracteres, o la presentación minuciosa de las situaciones. Estos últimos eran precisamente los aspectos que pretendían potenciar quienes abogaban por la renovación del teatro, convencidos de que era preferible sacrificar en parte la agilidad de la obra con tal de prestar la debida atención al desenvolvimiento psicológico de los personajes y a la cuidadosa ambientación de la acción dramática; en consecuencia, muchos autores finiseculares opinaban que sólo mediante el trasvase al drama de ciertas estrategias literarias propias de la novela podrían obtenerse tan saludables resultados y conseguir así un cambio verdaderamente sustancial de la escena contemporánea. A este respecto apunta Rubio Jiménez (1998, 119):
—89→(1998, 119) |
En 1892 inició Pérez Galdós su quehacer como
dramaturgo, cuando el panorama que ofrecía la escena española
resultaba más bien desalentador. Las carteleras a la sazón se
abastecían en su mayor parte con las obras truculentas y efectistas de
Echegaray o de sus imitadores y también con las abundantísimas
piezas del llamado género chico, las cuales -casi siempre
acompañadas de muy inspiradas partituras musicales- atraían a un
público numeroso y poco exigente que se divertía en aquellas
funciones del teatro por horas. Sin embargo, pese a su trivialidad y a sus
escasas pretensiones, era en estas obras breves donde aún podría
conservarse «algo del espíritu popular que animó a
nuestro glorioso teatro»
, según pensaba
Unamuno (1970, 164), mientras que los dramas serios, de
temas supuestamente profundos y de gran transcendencia social se
reducían, indica a continuación, a «esas
casuísticas del adulterio, que aquí a nadie interesan de veras y
que son de torpe importación»
.
Entre los literatos españoles de entonces Galdós se mostraba partidario decidido de una reforma análoga a la que, en medio de encendidas controversias, se estaba imponiendo fuera de nuestras fronteras y en tal sentido iban, tanto sus repetidas observaciones teóricas sobre este asunto, cuanto la puesta en práctica de ideas notablemente renovadoras advertible en los contenidos y en la escritura de casi todas sus obras dramáticas. Así por ejemplo, en el prólogo que encabeza Casandra, novela dialogada que se publicó en 1905 argumentaba cumplidamente su posición al respecto ya que, según creía, la crisis literaria en aquel fin de siglo exigía soluciones imaginativas que paliaran el adocenamiento imperante en la escena, pero que condujeran también a modernizar la narrativa demasiado vinculada todavía a los procedimientos naturalistas1:
(906) |
Es decir que -tal como en el texto citado queda formulado con meridiana claridad- el autor se había propuesto, realizar la experiencia del acercamiento entre los dos géneros mediante el «invento» de las novelas dialogadas, a las cuales aligeraba considerablemente gracias a la casi completa desaparición de la instancia narratorial, al mismo tiempo que en su escritura teatral empleaba con total deliberación el método analítico más propio de la narrativa. De tales planteamientos puede deducirse en buena lógica que la morosidad señalada por tantos críticos como uno de los fallos de la dramaturgia galdosiana, habría de considerarse más bien el resultado de una estrategia muy meditada para terminar con aquel teatro formulario, excesivamente sintético y atento sólo a los efectismos de la acción, que por entonces dominaba en la escena y en el gusto del público.
Las novedades que la dedicación de Galdós al teatro habrían de aportar a éste, que tan necesitado parecía estar de ellas, fueron anunciadas con notable lucidez por doña Emilia Pardo Bazán, quien en los días previos al estreno de Realidad se había ocupado de tales cuestiones en un trabajo publicado en su revista (Pardo Bazán, 1892), en donde argumentaba que el insigne novelista podría ser salir airoso de la difícil empresa consistente en fundir los dos géneros sólo en apariencia irreconciliables, la narrativa y el drama, para bien de ambos.
En este punto se hace necesario recordar que cuando Alma y vida subió a las tablas habían transcurrido ya diez años desde que el escritor canario comenzara su carrera de dramaturgo; efectivamente, el 5 de marzo de 1892 se había estrenado su primera pieza, Realidad, versión escénica de la novela de idéntico título, en el madrileño teatro de la Comedia, y a partir de la mencionada fecha la atención de Pérez Galdós fue repartiéndose entre los estrenos de sus obras teatrales y la publicación de los nuevos volúmenes -episodios o novelas- de su producción narrativa.
La importancia que tuvo en su día el quehacer teatral de Galdós fue muy considerable, como lo atestiguan no sólo la expectación suscitada por cada uno de sus estrenos, sino también el hecho de que sus dramas pasaran al repertorio de las mejores compañías, así como el de que —91→ muchos de ellos fueran objeto de reposición con relativa frecuencia a lo largo del primer tercio del siglo pasado. Baste aducir a título de ejemplo que durante el año 1920, a raíz de la muerte de don Benito, los teatros madrileños llegaron a programar hasta tres obras suyas: Realidad, La loca de la casa y El abuelo.
Para Galdós el paso de la novela al drama no fue repentino e impremeditado, sino que supuso la culminación de un largo proceso, cuyas diferentes fases pueden descubrirse a lo largo de la entera creación literaria del autor. Al tratar de la cuestión apuntada, es decir, de las relaciones de la novela con el teatro en la producción del autor canario, sostiene Manuel Alvar que la perspectiva del dramaturgo siempre acompañó en Pérez Galdós al quehacer del novelista; por eso resulta muy hacedero rastrear procedimientos y estrategias propios del drama en el seno de sus textos narrativos y argumenta con sagacidad que probablemente
(1970, 152) |
Este tratamiento dramático de la materia novelesca a que se refiere el crítico parece bien perceptible sobre todo en los relatos de la primera época; no debe de ser una casualidad, pues, que hasta tres de sus obras anteriores a 880 hayan sido adaptadas a la escena por el autor, a saber: Doña Perfecta, Gerona y Zaragoza2. Por cierto que, muchos años antes de aparecer el trabajo de Alvar, la mencionada configuración dramática de la narrativa galdosiana tampoco había pasado inadvertida para la perspicacia de Valle Inclán, quien en una entrevista publicada en el Heraldo de Madrid, el 25 de enero de 1933, hablando de la producción literaria de Pérez Galdós afirmaba:
—92→Otro indicio de la soterrada inclinación a las formas propias
del drama que se advierte en las novelas del escritor canario es el lugar
importantísimo que en ellas ocupa el diálogo, la
transcripción de la palabra hablada, que presenta a los personajes,
revela su contextura psicológica y los hace vivir ante el lector. Con
razón ha podido afirmar Gilman a propósito de
Fortunata y Jacinta que el texto de la gran
novela se ofrece a quienes se internan en él «como una historia
oral al parecer ilimitada, en que se registran infinitas conversaciones en una
infinidad de lugares»
(1973, 299). No resulta infrecuente además que
tales conversaciones se presenten al lector como fragmentos de una obra teatral
con la indicación explícita del nombre de cada interlocutor y las
pertinentes acotaciones en cursiva y entre paréntesis. A lo largo de
todo el extenso
corpus narrativo constituido por las
Novelas españolas contemporáneas
el procedimiento se emplea con bastante profusión; en la segunda parte
de
La desheredada, por ejemplo, los
capítulos sexto y duodécimo llevan respectivamente los
significativos títulos de «Escena vigésima quinta» y
«Escenas». Las últimas páginas de
El doctor Centeno así como el arranque y
conclusión de
Tormento responden igualmente a este formato, y
en fin, otros muchos pasajes del
corpus narrativo galdosiano ofrecen al
lector textos presentados al modo teatral, si bien los arriba mencionados
encierran mayor interés pues despliegan con gran amplitud el
procedimiento descrito.
Si todos los ejemplos aducidos corroboran la dramaticidad existente en el seno de la narrativa galdosiana, la publicación de relatos enteramente dialogados constituye el último paso -mucho más decidido y ostensible ya- en el proceso de acercamiento de la narración al teatro. Realidad, la primera de sus ficciones «habladas», según denominación del propio autor, se publicó en 1889 y la elección de esta manera de presentar el asunto desconcertó bastante a los fieles seguidores del novelista. Resulta notoria, por ejemplo, la incomodidad de Clarín (1991, 201) ante el experimento literario acometido por su muy admirado Galdós, sobre todo en —93→ lo que respecta a los soliloquios con que los protagonistas verbalizan el contenido de sus conciencias, mediante una muy libre y compleja utilización de la técnica teatral del aparte. Hubiera preferido el crítico asturiano que la novela no renunciara a la mediación del narrador, a fin de que la intimidad de sus personajes fuera ofrecida a los lectores por medio del monólogo interior, tan frecuentado por los naturalistas, en cuyo empleo el propio Clarín tanta maestría había alcanzado. A pesar de todo el escritor canario no renunció al modo de presentar la materia, que había inaugurado con Realidad y en 1897 publicó El abuelo, su segunda novela dialogada precedida de un interesante prólogo, cuyo texto sirve al autor para explicar los motivos que le habían llevado a elegir una vez más el procedimiento expresivo ensayado anteriormente, así como las ventajas que en éste concurren:
(128) |
Estaba persuadido don Benito de que su hallazgo, esta
«novela intensa o drama extenso»
como lo llamaría un
poco más adelante, en el prólogo de su
Casandra, publicada en el año cuatro,
representaba un avance indudable para el arte literario y en ella se
materializaba el resultado de «casar», según la
gráfica expresión del propio escritor, al drama con la novela.
Parece además fuera de duda que -pese a los negativos vaticinios
expresados unos años antes por Clarín- el flamante
subgénero entre cuyos antecedentes cabe citar, Galdós
dixit, nada menos que a
La Celestina, encontró el favor de los
escritores jóvenes y a esta forma se acogieron varias obras a comienzos
del siglo pasado como
La casa de Aizgorri de Baroja o las
valleinclanescas
Comedias bárbaras y el ejemplo del gran
novelista subyace asimismo en la preferencia por el diálogo advertible
en casi toda la narrativa de Unamuno.
—94→
Queda, pues, suficientemente atestiguado que el escritor canario había ido demostrando un sostenido interés por los procedimientos expresivos característicos del género dramático, como puede documentarse a lo largo de su producción narrativa; ahora bien hay que llegar al estreno más arriba indicado, del drama Realidad (15 de marzo de 1892) para encontrar el arranque de su carrera como autor teatral en activo, la cual se extendió a lo largo de veintiséis años durante los cuales fue presentando al público veintitrés piezas, buena parte de las cuales obtuvieron el aplauso del público y de la crítica. Teniendo en cuenta todas estas circunstancias resulta evidente que la dedicación al teatro de Pérez Galdós está muy lejos de ser una mera tentativa esporádica o caprichosa, sino que constituye por el contrario el fruto de un trabajo profesional constante y reflexivo, según sostiene A. Berenguer (1988, p. 14):
El novelista consagrado que a la sazón era Galdós,
comenzó su labor teatral impelido, según hemos apuntado
más arriba, por el deseo de realizar un experimento estético y
probar un nuevo género literario, cuyas normas establecen la
desaparición de cualquier mediación de la voz narradora, dejando
que las criaturas ficcionales se expresen directamente ante un público
colectivo. También es cierto, sin embargo, que el autor llegó a
la escena «movido por dos estímulos: ganar dinero [...] y
renovar el teatro español adherido a una rutina sin ambiciones[...] que
parecía tener en el pensamiento vivo su peor enemigo»
(Gullón, 1960, p. 29). En tercer lugar,
habrá de recordarse asimismo que Pérez Galdós compuso y
estrenó sus dramas movido por un afán de transmitir sus ideales
de regeneración moral, social y política con la mayor inmediatez
posible.
La cronología de los sucesivos estrenos de don Benito Pérez Galdós se distribuye a lo largo de tres momentos discontinuos. Entre 1892 y 1896 —95→ se desarrolla la primera etapa, en que fueron presentadas ocho obras: Realidad, La loca de la casa, Gerona, La de San Quintín, Los condenados, Voluntad, Doña Perfecta y La fiera. Desde el noventa y seis hasta 1901 Galdós deja pasar casi cinco años sin asomarse a los escenarios hasta que el 30 de enero de 1901 el estreno memorable de Electra inaugura el siguiente periodo de la dramaturgia galdosiana, que coincidió casi exactamente con el comienzo del nuevo siglo; tras este drama la presencia del autor en la escena vuelve a producirse con gran regularidad y así van apareciendo Alma y vida (1902), Mariucha (1903), El abuelo (1904), Bárbara (1905), Amor y ciencia, estrenada también en el año cinco, Pedro Minio (1908) y Casandra (1910), con la que concluye el segundo periodo de la actividad teatral galdosiana. Durante los tres años posteriores Pérez Galdós se centró en la publicación de los volúmenes de la última e incompleta serie de Episodios, de suerte que hasta 1913 no volvió a representarse ninguna nueva pieza suya; pero en esta fecha regresa al teatro con el estreno de la comedia Celia en los infiernos, a la que siguieron Alceste, del año catorce, Sor Simona (1915), El tacaño Salomón (1916) y por fin en 1918 se representó Santa Juana de Castilla, su última obra dramática con la cual se clausuró asimismo el conjunto de su inmensa labor literaria. En efecto, don Benito ya viejo y enfermo sólo vivió un año y pico después de este estreno, pues falleció el 4 de enero del año veinte.
En el volumen correspondiente de las Obras completas3 se añade a la nómina de las piezas teatrales del autor el texto de la comedia Antón Caballero, que aquél había dejado sin concluir y que -debidamente refundida por los hermanos Álvarez Quintero- fue presentada en el madrileño teatro del Centro casi dos años después del fallecimiento de Galdós, el 16 de diciembre de 1921. No obstante pienso que en el conjunto de la dramaturgia galdosiana deben incluirse sólo las obras compuestas por el escritor canario del principio al fin y estrenadas durante su vida.
Muy variados son los asuntos que abordan las piezas teatrales de
Galdós sin embargo,
Gonzalo Sobejano (1970, 44-45), apoyándose en
«las direcciones intencionales y temas constantes»
que
pueden rastrearse al considerar la producción teatral de aquél en
su conjunto, cree posible distribuir las obras que la integran con arreglo a la
siguiente clasificación:
Al último de los apartados de la clasificación propuesta por Sobejano para la dramaturgia galdosiana pertenece Alma y vida, según veremos al analizarla en detalle, si bien la armonización de los contrarios a que se refiere el crítico, queda solamente en el terreno de las esperanzas, debido a que la muerte de la protagonista frustra la conciliación entre las respectivas posiciones de los personajes centrales. Este drama dividido en cuatro actos fue estrenado en el teatro Español de Madrid, el 9 de abril de 1902 por la compañía de Emilio Thuillier, cuya primera actriz era Matilde Moreno, la misma que el año anterior había cosechado un éxito sin precedentes en su encarnación de Electra. Sin embargo el público en esta ocasión se mostró mucho menos entusiasmado y la crítica de los periódicos acogió también con notable frialdad la nueva incursión del ilustre novelista en el teatro. Tal vez por eso, cuando un par de meses después de su estreno apareció la edición de Alma y vida, Galdós -lo mismo que había hecho al publicar Los condenados tras el fracaso de aquel drama de 1894- le antepuso un prólogo en el que explicaba las intenciones que le habían guiado en la composición de la obra y la defendía de los ataques, a su juicio poco fundados, que había recibido4.
Bastante más ambicioso que un prólogo al uso, pese a ostentar en su título tal denominación, me parece el largo y razonado trabajo que encabeza la edición del drama, el cual está constituido por ocho apartados y concluye con un breve colofón de que se sirve el escritor para poner fin a sus razonamientos, porque -según confiesa- aquellas líneas preliminares se habían extendido más de lo proyectado en un principio y no porque hubiera agotado ni mucho menos la materia sobre la que versan.
De dos clases son las reflexiones expuestas en estas páginas con que Galdós encabezó la primera edición de Alma y vida: destacan por una parte, las consideraciones más amplias y generales acerca del panorama teatral español de aquel tiempo (incluyendo por supuesto una serie de juicios —97→ llenos de buen sentido sobre la crítica de los estrenos, que se ejercía desde la prensa) y, por otra, las explicaciones que versan sobre su propia obra en las cuales el autor procura justificar los elementos peor comprendidos de ésta, como por ejemplo, la dudosa interpretación del simbolismo que el público y la crítica habían advertido en el texto. Este segundo apartado incluye asimismo un buen número de atinadas observaciones referentes a la decoración, el vestuario, la labor de los intérpretes y demás aspectos materiales de la puesta en escena.
Por lo que respecta a los razonamientos que he incluido en el primer
apartado, ya a partir de las primeras líneas de este prólogo,
Galdós advierte la urgente necesidad de una regeneración completa
que se dejaba sentir en la escena española, la cual habría de
afectar no sólo a la escritura dramática, sino también a
la actitud que, en la recepción de las obras, deberían adoptar
tanto el público como los críticos, cuya función rectora
respecto de los espectadores tendría que examinar sin prejuicios cuantas
novedades fueran surgiendo. En consecuencia, reclama comprensión para
los autores que se atrevan «a cambiar la tocata»
, porque
-según indica- no deben limitarse rutinariamente las expectativas de
quienes vayan al teatro y por tanto rechaza decididamente la posición de
aquellos que sólo están dispuestos a «ver la
repetición de lo que antes vieron»
(521). Después de haber respondido a los
periodistas que se habían encargado de juzgar
Alma y vida desde sus respectivos medios, pasa
el autor a exponer sus propias opiniones acerca de los conceptos
artísticos que primaban en la escena por entonces, censurando con
vehemencia los continuos elogios de la crítica a la rapidez en el
desarrollo del drama como suprema cualidad de las piezas representadas:
(524) |
Observa Pérez Galdós el decepcionante panorama de la
escena española en aquellos años y lo compara con el esplendor
que la había caracterizado
—98→
durante el Siglo de Oro, cuando
la producción de nuestros grandes dramaturgos llegó a ser
«manantial con que nutrieron su corriente todos los teatros del
mundo»
, para agregar enseguida que a partir de ese momento
habrá de reconocerse a Lope de Vega y a Tirso de Molina como
«universales maestros»
(529). A la vista de tan glorioso pasado, no se
explicaba el escritor que un par de siglos más tarde la actividad
teatral recibiera tan escasa atención por parte de los poderes
públicos. A diferencia de lo que ocurría en otras naciones en
donde las más altas jerarquías del Estado frecuentaban las
representaciones teatrales y mostraban gran interés por la
evolución del arte dramático, en España a este respecto le
parecía que los autores, los actores y todas las demás instancias
relacionadas con este entorno estuvieran «dejados de la mano de
Dios»
; por eso denuncia y exige educada pero firmemente que se
modifique tal actitud y se remedie tanta incuria:
(528) |
El interés por el teatro -piensa el autor- debería extenderse también a los elementos materiales que configuran el resultado final del espectáculo, por ello los pormenores de la puesta en escena importan en gran manera según expone muy detenidamente en este prólogo. Comencemos, pues, la revisión de las observaciones galdosianas en torno a su obra recién estrenada con las que aquí vierte sobre los trajes, los decorados y el trabajo de los actores.
Había pretendido Pérez Galdós, desde que puso el punto final a su drama, que el montaje de Alma y vida reflejara con propiedad y elegancia el contexto dieciochesco en que se desenvuelve la acción, a este fin responde la inclusión de una pastorela que los personajes han de representar en el segundo acto, en el seno de unos sugestivos pasajes de carácter metateatral. La ambientación de tales escenas preocupó especialmente al dramaturgo y de ello dan fe las siguientes palabras:
—99→(530-531) |
Si estos datos demuestran palmariamente hasta qué punto
tomaba en serio el novelista su dedicación teatral y cómo ninguna
de las facetas pertenecientes a la representación -la cual constituye al
fin y al cabo la culminación de toda obra dramática- escapaba a
su vigilancia cuidadosa, creo que interesan todavía más a nuestro
propósito sus opiniones acerca del sentido e intencionalidad de la obra,
así como las expresadas en torno a algunos aspectos de su
composición. Haciéndose cargo de que tras el estreno de
Alma y vida la discusión de espectadores
y crítica había girado con frecuencia en torno al simbolismo
contenido en su texto, Galdós se cree obligado a terciar en la
polémica para justificarse y poner las cosas en su sitio. Ante todo
insiste en que la indeterminación, la posibilidad de encontrar diversas
interpretaciones para ellos le parece algo inherente a los símbolos de
cualquier tipo porque «el simbolismo no sería bello si fuese
claro, con solución descifrable mecánicamente como la de las
charadas»
(522). Confiesa a continuación las intenciones
que abrigaba al componer su drama, con el que había pretendido
(522) |
y explica a renglón seguido que, a su juicio, un signo muy
adecuado para reflejar tan complejo contenido sería la plasmación
del «solemne acabar de la España heráldica»
,
en dramático contraste con un pueblo «vivo aún y con
resistencia bastante para perpetuarse»
. De esta intuición
primigenia partió, pues, el autor y alrededor de ella dispuso la
acción de su obra.
El discurso galdosiano tal como se va desarrollando desde las primeras líneas del prólogo conecta plenamente con el tono ideológico y estético vigente a principios de la pasada centuria. La percepción del estupor paralizante que embargaba al alma española resulta equiparable en líneas generales a las afirmaciones que en el mismo sentido se pueden leer en tantos y tantos escritos de los intelectuales que por entonces se iban dando a conocer, aquellos precisamente a quienes los historiadores han agrupado bastante más tarde bajo la etiqueta de noventayochistas; de otro lado, la defensa del simbolismo empleado en la composición de este drama se alinea con las concepciones artísticas propias de ciertos dramaturgos cuyas obras triunfaban en los escenarios europeos.
Entre las numerosas observaciones de Galdós sobre el asunto
y el desarrollo de la acción de
Alma y vida, posiblemente sean los pormenores
referentes a la
pastorela del acto segundo los que mayor
interés encierran. Con la inclusión de esta pequeña pieza
en el drama se pretendía «la reconstrucción de una parte
de la sociedad elegante de aquel tiempo y de sus afectados gustos
literarios»
(530). Procuró el autor documentarse muy
concienzudamente y para ello revisó varias pastorelas del siglo XVIII,
«alguna traducida del propio Gesner por don Ramón de la Cruz;
otra de Metastasio refundida por mano desconocida»
(530); sin embargo, la poesía neoclásica
hubo de antojársele excesivamente fría y académica, por lo
que prefirió como modelos a los grandes dramaturgos españoles de
la centuria anterior. Refiere muy por extenso el trabajo que le dieron las
redondillas, que por fin -gracias a la ayuda de su amigo Estrañi, que le
escribió «las cinco cuartetas de Alcimna»
y a sus
propios esfuerzos para componer «las que dice Liriope»
-
estuvieron listas. A continuación confiesa que procede también de
su cosecha el fragmento escrito en romance, pues en este tipo de
composición métrica ya «podía permitirme
algún vuelo atrevido por encima de la prosa en que ordinariamente
rastreo»
, por último indica que «el madrigal
platónico de Lope declamado por Juan Pablo»
(530) ha sido tomado de
La Dorotea lopesca.
—101→
Alma y vida consta de cuatro actos, que se
titulan respectivamente: «El juicio», «La pastorela»,
«La cacería» y «El ocaso». La acción del
drama se supone ocurrida durante el mes de junio de 1780 y en diversos espacios
pertenecientes todos ellos al castillo y solar de Ruydíaz «que
ocupan considerable extensión de terreno en una de las más
feraces regiones de Castilla»
(534).
El argumento de la obra no reviste excesiva complicación, pese a que el simbolismo subyacente en su texto resulte un tanto oscuro y, según se ha dicho más arriba aduciendo las palabras del propio autor, pueda ser sometido a diversas interpretaciones. A lo largo de los cuatro actos el espectador asiste al enfrentamiento entre Juan Pablo Cienfuegos y don Dámaso Monegro, el administrador de las posesiones de Laura, Duquesa de Ruydíaz, cuya debilidad y mala salud ha sabido aprovechar en beneficio propio haciéndose con el gobierno efectivo de las tierras y ejerciendo un poder despótico sobre los vasallos de la casa ducal. La vitalidad de Juan Pablo, que le ha llevado a desafiar abiertamente al tirano, así como el evidente altruismo de su conducta, causa última de cuantas fechorías ha cometido y por las cuales va a ser juzgado, enamoran a Laura quien, subyugada por el ímpetu del protagonista, da oídos a las justas quejas del pueblo y pretende iniciar junto con el galán rebelde una etapa nueva de justicia y concordia social; tan bellos proyectos quedan truncados, sin embargo, por la muerte de la joven Duquesa que coincide con el desalentador final del drama. Las palabras de Juan Pablo con que se cierra Alma y vida no parecen dejar resquicio a la esperanza:
(585) |
El asunto que acabo de exponer sucintamente se desarrolla a lo largo de los cuatro actos, cada uno de los cuales incorpora a la intriga algún —102→ elemento nuevo encaminado a complicar la situación y a permitir que se mantenga el interés de los espectadores. Así el primero termina, una vez concluida la vista oral del proceso de Juan Pablo, con el encierro de éste en el torreón del castillo. El segundo acto centrado en el ensayo de la pastorela introduce una pausa en el acelerado transcurso del acontecer dramático, pero su final eleva nuevamente la tensión merced a los dos sucesos que sirven de cierre a esta jornada: 1.º, la irrupción de los pastores auténticos -que tan sugestivo contraste promueven con los disfrazados aristócratas- venidos a instancias de Cienfuegos y de sus partidarios para reclamar justicia ante su señora y 2.º, la marcha de Juan Pablo, cuya libertad ordena Monegro con el objeto de tenderle una trampa cuando se encuentre fuera del castillo, es decir, lejos de la protección de la Duquesa. El acto tercero tras las escenas entre Laura, su nodriza y las brujas, presenta a los espectadores el enfrentamiento abierto de las gentes del administrador contra los sediciosos acaudillados por Cienfuegos, que se alzan con el triunfo. Por último a lo largo de las siete escenas de que consta el cuarto acto parece estar a punto de realizarse la promesa de conciliación entre las dos fuerzas sociales antagónicas encarnadas respectivamente por la Duquesa y Juan Pablo, pero el drama termina con la frustración de tan hermosa perspectiva a causa de la muerte de Laura.
Se advierte enseguida cómo un asunto tan sencillo a primera vista, lejos de progresar en forma lineal, puede irse ramificando mediante intrigas secundarias, enriqueciéndose pues, mediante la inclusión de escenas en apariencia episódicas, pero de innegable importancia funcional, dado que están dirigidas bien a poner de manifiesto algún rasgo del carácter del protagonista, bien a dotar de verosimilitud la reconstrucción del ambiente dieciochesco en que se enmarca la acción del drama.
A la primera de las finalidades indicadas responde, por ejemplo, el arranque de la obra, que presenta la entrada subrepticia en el castillo de Juan Pablo Cienfuegos acompañado de su amigo Reginaldo, a quienes los guardias sorprenden, quedando así truncados los planes de ambos jóvenes; este último consigue huir, en tanto que los ministros de la ley a las órdenes de Monegro apresan al atrevido Juan Pablo. Ahora bien, la causa del asalto no está relacionada directamente con el antagonismo que constituye la línea principal del argumento, sino con un episodio lateral -los contrariados —103→ amores de Reginaldo e Irene, hija del administrador y doncella de la Duquesa- cuyo interés, una vez cumplida su función de presentar al público al verdadero héroe del drama, queda prácticamente agotado y apenas se alude a él a lo largo de los siguientes actos, en los que únicamente merece alguna referencia esporádica en las contadas ocasiones en que la doncella habla a solas con Laura. Sin embargo, gracias a los mencionados pasajes iniciales, el espectador recibe amplia información acerca del arrojo y de la generosidad de Cienfuegos, dispuesto siempre a arrostrar el peligro con tal de ayudar a un amigo o de defender una causa que considere justa.
En cuanto a las encantadoras escenas del segundo acto, referentes a los ensayos de la Pastorela compuesta por doña Teresa para que sea representada por Laura y sus cortesanos, resulta obvio que contribuyen con eficacia a recrear ante los espectadores del siglo pasado las diversiones habituales con las que distraían sus ocios los elegantes aristócratas dieciochescos, entre los cuales se supone que transcurre la acción de Alma y vida. Claro que además de este valor referencial, los ensayos de la obrita pastoril proporcionan la coyuntura adecuada para que Laura pueda seguir tratando a Juan Pablo y surja entre ambos el sentimiento amoroso.
Los personajes que intervienen en esta obra son bastante numerosos y, naturalmente, deben clasificarse teniendo en cuenta la distinta importancia del cometido que cada cual tiene asignado en el desarrollo de la misma. Laura, la Duquesa de Ruydíaz, y Juan Pablo Cienfuegos ocupan el centro de la acción, encarnan dos mundos sociales en conflicto y, además, justifican la dualidad que ya viene anunciada en los dos sustantivos de que consta el título del drama mediante el contraste entre sus respectivos talantes psicológicos. Junto a ellos don Dámaso Monegro destaca vigorosamente como el antagonista cuyos intereses se ven amenazados por la actividad subversiva del héroe, a quien consecuentemente procurará eliminar.
Según costumbre inveterada de Galdós, una de las informaciones más fiables que sobre la índole y la función de los personajes recibe el lector —104→ o espectador de sus obras radica en el nombre que llevan y, desde luego, Alma y vida no constituye una excepción a tal procedimiento; así pues no parece descaminado que nos detengamos brevemente en la consideración de cómo han sido bautizadas las criaturas ficcionales cuyas peripecias presenta este drama.
Muy adecuado resulta el apellido Cienfuegos para connotar la exaltación, la osadía y la vehemencia, cualidades que predominan en el temperamento del protagonista; en cuanto a sus dos nombres de pila tal vez con el primero se aluda a su condición de mujeriego y con el segundo a esa especie de «caída del caballo en el camino de Damasco» que supone para este rústico donjuán su amor por la joven Duquesa. Con toda intención está elegido asimismo el apelativo de Duquesa de Ruydíaz, el cual por su propia resonancia evoca la recia estirpe castellana noble y antigua -en franca decadencia y a punto de extinguirse en el momento al que se refiere Alma y vida- cuya titular a la sazón es la apocada y enfermiza Laura, quien, por cierto, se llama igual que la amada de Petrarca. Gracias a la reminiscencia literaria que su nombre despierta queda subrayada la idealidad del amor que la joven aristócrata va a inspirar a Juan Pablo y además se insinúa sutilmente la posibilidad de que éste -lo mismo que tantos amantes insertos en la línea poética petrarquista- tras venerar a su dama in vita, tenga que contemplarla también in morte cuando termine la acción dramática. Tampoco parece casual la elección del apellido Monegro para aplicarlo a un personaje de carácter autoritario, adusto y carente de cualquier vestigio de piedad filial, si se recuerda que este apelativo está tomado del topónimo correspondiente a una región aragonesa árida y casi desértica5.
Pero la intencionalidad en la onomástica puede advertirse igualmente en los nombres de los personajes secundarios o meramente episódicos, que completan el reparto de Alma y vida. Bien significativo me parece que la Marquesa, tan afrancesada, tan empapada de la cultura de las luces y de tan acrisolada lealtad en su relación con Laura se llame Clara, o que la erudita dama letrada autora de la égloga, que va a representarse responda al nombre de doña Teresa de Argote, tocaya por tanto de la Santa Doctora abulense y relacionada por medio de su apellido con Góngora (539). Una vez que reflexionamos acerca de la citación implícita encerrada en tales apelativos, no debe de extrañarnos que el estilo literario de la —105→ dama -tanto en su pieza teatral cuanto en sus conversaciones con los demás personajes- resulte bastante pedante y engolado. Altamente sugestivo parece asimismo el hipocorístico «Tora» con el cual algunos personajes se dirigen a Toribia, la campesina que había sido nodriza de Laura, verdadera encarnación de la naturaleza maternal y salutífera ante los ojos de la desmedrada joven (Acto III, Escena VIII, 570). Asimismo se me antoja indudable la referencia literaria al protagonista de tantos romances pastoriles de Lope que se detecta en el nada casual «Belardo» al que responde el más importante de los pastores que exponen sus quejas ante Duquesa y solicitan su protección a lo largo de la escena XIV del segundo acto (561).
Tras esta suerte de tarjeta de visita que constituye su propio
nombre, el carácter y la biografía del protagonista se van
configurando ante los oídos o los ojos del receptor de este texto
galdosiano, bien directamente mediante sus propias palabras y acciones, bien de
forma indirecta, gracias a los datos que los demás personajes
proporcionan sobre él. Así, desde su primer enfrentamiento verbal
con Monegro se entera el espectador de que Juan Pablo desciende de un
esclarecido linaje, pues protesta acaloradamente ante el dicterio de
«villano» con que le ha motejado su adversario; el cual le responde
que parece un villano «por la conducta, ya que no por el
nacimiento»
y añade: «deshonras tu nombre, deshonras
tu origen hidalgo»
(536). También sirven para completar el
diseño del personaje, las siguientes frases de Toribia, la cual,
hablando con la Duquesa, asegura:
(570) |
En este párrafo se encuentra, por cierto, una nueva referencia al noble origen del joven, que tiene la finalidad de recordar tal circunstancia al espectador, para que advierta cómo la idea de un final feliz basado en la unión de los protagonistas no resultaría disparatada, incluso dentro del marco de las convenciones sociales dominantes en la época a que remite esta pieza teatral.
—106→Se puede afirmar que, en líneas generales, los personajes de Alma y vida carecen de complejidad psicológica, puesto que deben responder ante todo a la intención simbólica que ha presidido la composición de esta obra; resulta lógico, pues, que el héroe destaque fundamentalmente por una gran vitalidad reflejada en su arrogancia, en su rebeldía y en su arrojo, así como que de la personalidad de la protagonista se subrayen principalmente los rasgos que revelan su debilidad y la bondad de su alma y que se marquen reiteradamente los contrastes entre los respectivos temperamentos de ambos.
Pese a todo lo que llevo dicho, una lectura atenta de Alma y vida nos puede llevar a advertir la presencia de algunas pinceladas individualizadoras, que proporcionan espesor vivencial a los caracteres; es el caso de las referencias a las aficiones literarias de Juan Pablo, tan familiarizado con la poesía de Lope de Vega que se muestra capaz de cambiar sobre la marcha en medio del ensayo de la pastorela los versos, que doña Teresa había compuesto, por un poema empapado de platonismo amoroso tomado de La Dorotea6 (560):
Menos elaborado me parece el carácter de Laura, que resulta de combinar dos estereotipos psicológicos, ambos bastante frecuentados por la literatura europea finisecular: el de la joven aristócrata aniñada y caprichosa y el de la criatura enferma, que envidia la vitalidad de quienes la rodean. Aun así en ciertas circunstancias el personaje parece escapar del excesivo esquematismo a que le somete la intencionalidad confesadamente simbólica de la acción dramática, tal ocurre en algunos momentos de la obra que reflejan situaciones triviales y distendidas, por ejemplo, la escena VI del segundo acto (552), que presenta a Laura charlando alegremente con Toribia; en este pasaje es posible advertir la espontaneidad infantil y la actitud confiada que la Duquesa recobra en presencia de su querida nodriza:
LAURA.- (Contemplando el pabellón que figura su cabaña.) ¡Oh, mi linda cabaña! Mira, Tora, mira. |
TORIBIA.- ¿Para el comiquicio de pastores? No trocara yo por esto mi alquería. Sol mío, ve pronto allá. |
LAURA.- Sí; otro día. |
TORIBIA.- Te hartarás de beber rica leche [...] (Fijándose en los objetos de tocador, ropas, etc.) ¡Ay! ¡Ay, qué primores! ¿Y te pondrás todo esto? |
LAURA.- (Palmoteando.) Sí que sí. Otro día me verás. [...] (Besando a TORIBIA.) Este para ti, este para el ternerillo. |
También la escena en que Irene acicala a Laura para que represente el papel de Alcimna en la pastorela podría aducirse como demostración de cuanto acabo de apuntar. Efectivamente, en este caso las dos muchachas charlan animadamente acerca de los peinados, de la cosmética y, como de pasada, también acerca de la vida y milagros de Juan Pablo, tema que parece interesar sobremanera a Laura, quien, sin embargo, procura disimular sus verdaderos sentimientos ante su doncella (553).
—108→
El periodo histórico al que remiten los sucesos ficticios
desarrollados a lo largo de
Alma y vida está explícitamente
indicado desde sus primeras líneas, cuando, tras la enumeración
del reparto, leemos: «El tiempo de la acción es junio de
1780»
(534). Se enmarca así, el asunto en los
años de la Ilustración, momento sumamente atractivo para
Galdós -recordemos su interés por la sociedad dieciochesca
así como por algunos autores de aquella época- que además
resultaba muy adecuado a las pretensiones simbólicas del drama, porque
durante el reinado de Carlos III estuvo a punto de lograrse en nuestro
país un fecundo equilibrio entre las tendencias culturales europeizantes
y la mejor tradición española; pero tan deseable
conjunción se frustró al cabo durante la privanza de Godoy ya en
el reinado de Carlos IV; también en el drama fracasa la esperanza de
conciliación entre dos mundos contrapuestos, cuando la muerte trunca la
proyectada unión de Juan Pablo y Laura.
Ahora bien, internamente el tiempo ficcional en que transcurre la
acción dramática se distribuye, si no con estricta regularidad,
sí de manera bastante simétrica, en dos bloques temporales de
parecida duración, el primero de los cuales se extiende desde el
principio de la obra hasta el final del segundo acto, mientras que el otro
abarca los dos últimos actos. El drama comienza al anochecer de la
víspera de San Juan y sus escenas se van encadenando sin solución
de continuidad durante las primeras horas de aquella misma noche. El acto
segundo arranca a la mañana siguiente; su texto ofrece a los
espectadores los preparativos de la representación de la pastorela y el
ensayo de ésta, para concluir dentro de aquel mismo día, cuando
Monegro pone en libertad a Juan Pablo más o menos a la caída de
la tarde. Entre la terminación del acto segundo y el principio del
tercero se supone que han pasado ocho días, según indica la
Duquesa (568). El acto tercero empieza «al caer la tarde»
(564) y su acción resulta muy variada, pues,
tras los coloquios de su inicio, que se suceden pausadamente en un tranquilo
ambiente campesino, a partir de la escena XIV (575) el ritmo va
acelerándose conforme se precipitan los acontecimientos, que culminan en
el choque armado entre los rebeldes y las fuerzas de Monegro. Aunque los
combates no tienen lugar en escena, las palabras
—109→
de Juan Pablo
(575) dan cuenta del desarrollo de las escaramuzas, cuyo final parece
producirse en la noche de la misma jornada, que tan plácidamente
había comenzado. El desarrollo cronológico de las primeras
escenas del acto cuarto se presenta como casi simultáneo a los sucesos
ocurridos al término del anterior; en efecto, doña Teresa, que
vela el sueño de Laura (578), alude a la batalla que ha debido de
librarse, cuyo resultado aún se desconoce. Inmediatamente
después, la llegada de los vencedores y de los vencidos, al reunir a
todos los personajes en el mismo lugar, sirve para que el tiempo corra otra vez
linealmente hasta que se produce el desenlace del drama, con la muerte de la
protagonista. Así pues el segundo bloque se extiende supuestamente a lo
largo de unas pocas horas y su acción dura algo menos que la presentada
en los dos primeros actos.
A la vista de los datos expuestos se advierte cómo, según indiqué más arriba, el acto primero y el segundo tienen lugar en dos días sucesivos y, tras un intervalo de ocho transcurridos fuera de escena, los actos tercero y cuarto presentan hechos que se suponen acaecidos sin apenas solución de continuidad durante unas pocas horas, correspondientes a un día y tal vez las primeras horas de la madrugada del siguiente.
En cuanto al ritmo escénico, hay que destacar que no resulta uniforme ni mucho menos, sino que alterna pasajes de extraordinario dinamismo, con otros cuya acción se remansa y permite transcribir extensos coloquios entre los personajes, gracias a los cuales el espectador recibe información acerca de sus caracteres respectivos y le son proporcionadas pistas más que suficientes para que advierta cómo los sucesos ficcionales que van desarrollándose ante sus ojos no agotan su sentido en la acción explícita, sino que, mediante las peripecias de los personajes dieciochescos, se alude a la circunstancia española de 1900.
Examinando con un poco de atención estos aspectos del drama
observamos que el acto primero empieza con una escena de gran movimiento (535-
536), que tiene lugar en la semioscuridad, pero luego se resuelve mediante los
diálogos entablados por los diversos personajes, con muy escasa
acción externa (547-548). Los personajes que intervienen en el acto
segundo se muestran muy ajetreados en los mil menudos quehaceres que el ensayo
de la función lleva aparejados y después continúa el
dinamismo escénico gracias a la presencia inesperada de los
auténticos
—110→
pastores según indica la
acotación pertinente
(560): Invaden la escena por el
fondo y por la derecha gran número de rústicos, de aspecto
cerril, con zahones, pellicas, abarcas y peales. Delante vienen como cabeza de
motín los más atrevidos. Al verse entre personas tan finas
quédanse como espantados
. El tercer acto -desarrollado
enteramente en la alquería de Toribia- presenta dos momentos de bien
diferente ritmo: las trece primeras escenas discurren con plácida
animación, aunque la amenidad de la conversación se ve
ocasionalmente alterada por ominosos presentimientos: así los signos
anunciadores de la revuelta que se avecina, o los confusos vaticinios acerca
del incierto destino de Laura, proferidos por la voz agorera de las brujas
(571-572). Luego la entrada de Juan Pablo (575) cambia definitivamente el cariz
de la acción, primero mediante el relato de sus luchas con los sicarios
de Monegro, después, a lo largo de la escena XV, con la
presentación directa de su enfrentamiento con el déspota (577).
El último acto es el que menos acción externa registra, pues,
desde que llega Juan Pablo ante Laura se ofrece todo él como un largo
coloquio amoroso entre ambos personajes, que centra la atención del
público (Escenas IV, V, VI), coloquio que sólo termina cuando se
produce la muerte de la Duquesa y Juan Pablo de dirige al pueblo,
incitándole al llanto por el bien perdido.
El espacio al que alude la obra ha sido erigido en su texto de manera harto cuidadosa para que coadyuvara a reforzar la impresión que Alma y vida debía transmitir, según voluntad expresa de su creador. En el análisis de este aspecto del drama quiero distinguir dos apartados, que iré estudiando desde el más amplio y general hasta el más restringido. En primer lugar la acción queda inscrita en un macroespacio, que remite a la geografía de Castilla la Vieja y, pese a que los topónimos mencionados son imaginarios -ningún mapa, en efecto, indica la situación de Ruydíaz, ni la de Peñalba, o la de Medranda- el mero sonido de tales palabras resulta extraodinariamente evocador del referente castellano.
Recordemos que Galdós había designado con nombres inventados las ciudades o pueblos donde se situaba la acción en alguna de sus obras, ya desde las novelas de la primera época publicadas en los años setenta y cómo al final de su producción volverá a hacerlo, cuando mencione los lugares donde se inscriben las respectivas intrigas de El caballero encantado o de La razón de la sinrazón. Pues bien, a la altura de 1902, bastante antes —111→ de componer estas últimas ficciones, el autor retoma el procedimiento que le había llevado a creaciones tan felices como Orbajosa o Socartes, y lo emplea muy adecuadamente en este drama de alcance simbólico que es Alma y vida.
Una vez trazadas las líneas que delimitan geográficamente los dominios de la Duquesa de Ruydíaz, aparecen en el texto unos lugares más restringidos y concretos en donde ocurren los sucesos del drama. Se trata de los variados ámbitos, interiores unas veces y exteriores otras, que se describen con gran lujo de detalles en las acotaciones; ahora bien, si examinamos éstas con un poco de atención prescindiendo de la finalidad puramente instrumental de tales textos, destinados en principio al director teatral o a los escenógrafos, advertiremos enseguida la clara intención autorial de combinar la presencia de elementos arquitectónicos, muebles, jardines, etc., procedentes de tiempos anteriores con otros que remiten a las modas afrancesadas del siglo XVIII. Resulta posible constatar por ende cómo la radical dualidad que preside la obra impregna todos sus niveles tanto en el contenido cuanto en la expresión; no se trata ya solamente de apuntar la mencionada polaridad entre los respectivos temperamentos y posiciones sociales de los protagonistas, sino que hemos de notar también cómo en este drama se establece lingüística y plásticamente otra serie de contrastes: tradición frente a actualidad; corte versus aldea; racionalismo ilustrado pero fascinación ante los vaticinios de las brujas.
Definitivamente parece posible asegurar que en
Alma y vida se ha captado con extraordinaria
agudeza el panorama sociocultural de un periodo histórico, el de los
años de la Ilustración, lleno de contradicciones y muy diferente
de la imagen unitaria que de él suelen proporcionar los manuales. Por
eso la acotación del acto primero presenta una «sala baja en el
castillo-palacio de Ruydíaz»
con una portada estilo
Renacimiento y varios retratos familiares de los siglos «XVI o
XVII»
, se ve asimismo «una puerta de estilo
gótico»
y algunos «bancos y arcones»
(535), todo ello noble y severo, muy en consonancia
con el esclarecido y antiguo linaje a que pertenece la protagonista. Evidente
contraste con tan grandioso edificio ofrece el jardín que ante él
se extiende, según la descripción que encabeza el segundo acto.
En efecto, los setos y árboles recortados a la moda francesa a
imitación de los jardines de Versalles constituyen el escenario
—112→
ideal para la representación de la bella égloga
que, según se indica, han de ensayar los ilustrados
aristócratas:
A la izquierda y derecha dos pabellones de cortado ciprés [...] abiertos por arriba, figuran en la representación de la pastorela la «cabaña de Alcimna» y la «gruta de Liriope» [...] en el fondo amplia escalinata con artísticos jarrones y grupos de escultura. |
(549) |
Si los espacios escénicos de los dos actos primeros
propiciaban en el espectador la percepción del contraste cultural entre
la tradición y las novedades de la moda afrancesada, el lugar donde
transcurre el acto tercero introduce una polaridad distinta, cuyos extremos
serían ahora el campo frente a la corte, o bien lo natural frente a lo
artificioso. De un lado la alquería de la nodriza «instalada en
los aposentos bajos de la parte del castillo de Ruydíaz que se ha
preservado de la ruina»
(564) se incrusta en la tradición, la
complementa en cierta medida; de otro la referencia al ganado y la
presentación de las auténticas faenas realizas por Toribia,
contrastan con la fingida Arcadia, organizada en el acto anterior por Laura y
sus cortesanos. Se subraya pues, desde el valor expresivo que aportan los
escenarios así descritos, la contraposición entre dos clases
sociales tal y como se había puesto de manifiesto al final del acto
anterior mediante la irrupción de los rústicos en el refinado
ambiente palaciego. De otro lado en la escena IX de este acto se establece
también la polaridad entre las damas nobles tan cultas, inmersas en la
racionalidad de la ilustración y la magia de los supuestos poderes
proféticos de Zafrana y Perogila (571- 572).
La acotación con que se abre el acto último (578) insiste en los aspectos más característicos de la decoración tradicional -bargueños, arcones, panoplias con armas de todas clases- y este ambiente severo, que connota la decadencia de las nobles familias tradicionales, va a ser el elegido para presentar la agonía de la Duquesa, y la frustración de las expectativas de sus súbditos, que por un momento abrigaron la esperanza de la conciliación mediante la unión entre Laura y Juan Pablo.
—113→
En líneas generales la forma de hablar de los personajes no presenta mayores dificultades, dado que se expresan en un español moderno, propio de personas educadas, y resulta tan plausible aceptar tales usos lingüísticos para los hablantes de finales del XVIII, como para los de comienzos del siglo pasado, que presenciaban el estreno del drama. Pero la dualidad que preside Alma y vida puede advertirse también en la actuación lingüística de sus personajes y resulta perfectamente establecida ante los espectadores gracias al contraste entre la expresión cortesana y el rudo lenguaje arcaizante empleado por los campesinos: Toribia, los pastores y las brujas.
Yo tengo para mí que el habla rural tal como aparece en
estas páginas, constituye un invento artístico del autor y no
debe ser interpretado como reflejo de ninguna situación dialectal
concreta. Podríamos asegurar que Galdós rescató en
Alma y vida aquel convencional
sayagués que era el distintivo de la expresión aldeana en ciertas
comedias del XVII, o, mejor dicho, que empleó un procedimiento
análogo al que utilizaron en ellas los autores del Barroco, para crear
el habla de los personajes campesinos y adaptarla a las necesidades expresivas
de su drama. En efecto resulta evidente que este
sermo rustico más que proceder
de una observación cuidadosa de la realidad revela casi siempre su
origen literario. Así las exclamaciones arcaicas
«hurriallá», «miafé», «hao»
suenan a coplas de Mingo Revulgo o a égloga de Juan del Encina, mientras
que los cómicos errores de los rústicos al dirigirse a la Duquesa
(561-562) aluden a otros análogos cometidos por Sancho (Parte II,
Capítulo X) ante la supuesta Dulcinea. Más adelante, en la escena
IX del tercer acto la bruja Perogila se dirige a Laura con la invocación
«Alta y sobajada señora»
(571) cita literal de las palabras con que,
según Sancho Panza, empezaba la carta de don Quijote a su amada (Parte
I, Capítulo XXVI).
Finalmente debe subrayarse el hecho indudable de que en toda la escena de los pastores auténticos encarados a los cortesanos disfrazados con vestidos pastoriles se transparenta una larga tradición literaria, aunque en el caso del drama galdosiano, resulta claro que tal contraste revela sobre todo reminiscencias cervantinas muy concretas. En efecto el referido —114→ topos -los pastores fingidos frente a los verdaderos rústicos- aparece en la primera parte del Quijote, desarrollado muy por extenso en el episodio de los cabreros, a cuya mesa se sienta don Quijote, que precede a la historia de Marcela y Grisóstomo (Capítulos XI al XIV); ahora bien los ecos más reconocibles de esta escena del segundo acto de Alma y vida habrá que buscarlos, pienso, en la aventura de Berganza en aquella majada donde sirvió de perro pastor (Cervantes, 1986, 266-267).
Al concluir este análisis no parece que esté de más destacar la gran coherencia que revela una lectura atenta de Alma y vida. En efecto, desde los más variados niveles de la expresión -tanto literaria cuanto escénica- se tiende a subrayar la dialéctica generada por el enfrentamiento de elementos contrarios, sobre la cual descansa la disposición del drama y a la cual debe su eficacia teatral.
En fin, a la vista de todo lo que ha ido revelando nuestro análisis, confesaré que no acabo de explicarme muchas de las censuras que en su momento suscitó el drama galdosiano; puede que no se trate de una obra del todo lograda, pero no creo que se la pueda tachar de equívoca o de inconcreta, al menos desde un punto de vista estrictamente literario y teatral. Bien es verdad que los críticos de entonces -tan reciente todavía la conmoción pública causada por el estreno de Electra- hubieran deseado con toda probabilidad encontrar en Alma y vida una denuncia más explícita de «los males de la patria» y una posición más combativa frente al marasmo en que se hallaba sumida la sociedad española después del desastre, por eso sus reticencias e incomprensiones provienen seguramente de la constatación de tales carencias.
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