Haz que las Gracias sean compañeras eternas
de mi vida.
Xa/ritej (Teócrito..)
A C... su primo Marcelino.
Carta-prólogo al excmo. Sr. D. Juan Valera
Mi antiguo amigo y querido
compañero: Desea el brillante y estudioso joven D.
Marcelino Menéndez Pelayo que yo escriba algunas páginas,
como en señal de estimación literaria, al frente
de sus Estudios Poéticos. Tengo escasa afición
a los prólogos, que suelen ser ociosos encarecimientos
o anticipaciones poco sustanciales de las ideas del libro,
y prefiero satisfacer ahora la deuda que la amistad me impone,
conversando un rato con usted acerca de esta colección
poética y de las altas dotes literarias que adornan
a su autor.
Muchas veces,
con el contentamiento íntimo de quien ama de veras
las letras, hemos hablado usted y yo de Menéndez,
como de un hallazgo intelectual. Tesoro nos parecía
en verdad, y tesoro de más valor que el que pueden
constituir los diamantes y el oro, el peregrino conjunto
de facultades literarias que rara vez se encuentran tan admirablemente
unidas y hermanadas en un solo individuo. La erudición
de Menéndez, que no es superficial y mal ordenada,
sino bien asentada y robusta, sería para cualquier
maduro entendimiento caudal magnífico de ilustración
y sólido fundamento para dar rumbo certero al juicio
y al examen crítico de las cosas humanas; para un
joven de ventiún años, es simplemente un fenómeno
extraordinario y hasta pasmoso.
Soñar
con los aplausos científicos o literarios en los albores
de la juventud, escribir versos, afanarse por alcanzar triunfos
en las aulas; ésa es la historia honrosa de casi
todos los estudiantes que sienten hervir en su pecho el ansia
de la gloria. Pero encerrarse sin tregua desde la edad de
catorce años en archivos y bibliotecas, para buscar,
oscuro, reflexivo, incansable, sin excitación ni vigilancia
de parte de la familia, sin la menor distracción mundana,
no los medios fáciles de lograr desde luego halagos
y estímulos del amor propio, sino las verdaderas y
primordiales fuentes del saber; ésa es la historia
única y exclusiva de Marcelino Menéndez. Ha
trastornado en esto gloriosamente las leyes naturales de
la vida. Todos empiezan dando pábulo a la fantasía,
y dejan para más adelante las graves tareas de la
reflexión y los martirios de la investigación
científica. Menéndez antepone la reflexión
a la fantasía, para que ésta halle después
en sus vuelos más seguro y acertado camino.
Aún
recuerdo que nuestro amado e ilustre compañero Hartzenbusch,
me habló alguna vez de un mozo de pocos años,
que llamaba la atención en la Biblioteca Nacional
por su asidua asistencia, por su corta edad, por su perseverante
estudio, y hasta por la importancia de los libros y manuscritos
cuya lectura solicitaba. ¿Quién había de ser
este viejo de quince años, sino Marcelino Menéndez,
que a los veinte se ha atrevido a escribir nada menos que
la Historia de los Heterodoxos Españoles, esto es,
a acometer una de las empresas más arduas, más
comprensivas, más filosóficas y de mayor alcance
crítico que pueden intentarse entre nosotros?
Usted,
aludiendo a la dificultad de poner en claro y aquilatar hoy
día la parte que hayan tenido en el movimiento filosófico
moderno los sabios y los pensadores españoles, dice
en uno de sus más bellos discursos académicos,
que «sería pedir heroicidades pedir que alguien se
ponga con paciencia a estudiar y a extractar volúmenes
en folio, en latín casi todos, a fin de resumir y
juzgar doctrinas que a pocos españoles interesan».
Pues bien, las muestras que Menéndez ha dado y está
dando de su profunda perspicacia y de su animoso espíritu
para desentrañar y sostener las verdades de la ciencia
histórica, dan motivo a esperar que él sea
uno de los raros y heroicos campeones del saber, que, lejos
de arredrarse ante esos innumerables y gigantescos volúmenes
de enmarañado lenguaje, cifran su gloria en desenterrar
los tesoros del pensamiento humano en los siglos pasados,
en hacer brotar luz purísima del caos de los archivos
y bibliotecas, y en devolver a su patria el patrimonio de
sus grandezas intelectuales, desconocidas o usurpadas por
las naciones extranjeras.
Versado
en las nociones abstrusas de la filosofía, y en la
historia crítica y literaria de nuestra patria; helenista
y latinista aventajadísimo; conocedor de varios idiomas
modernos; doctor en Filosofía y Letras, premiado por
sus felices estudios; bibliófilo sagaz e infatigable,
que ha explorado ya con extraordinario fruto las principales
bibliotecas de Europa: todo esto es Menéndez... Los
que así viven en la esfera de la meditación
y del estudio, suelen apartarse por necesidad y por instinto
del campo risueño y fantástico de la poesía.
No acontece esto a nuestro ilustrado joven. Abarca mucho
más. Siente con intensidad la noble emoción
de lo bello y el embeleso de la armonía y es delicado
poeta y versificador gallardo.
Pero
el hombre está lleno de contradicciones; es circunstancia
ingénita e inevitable de su ser, y por eso nunca acertamos
a comprenderle. Alguna sorpresa me causó leer la lista
de los poetas traducidos por Menéndez, los cuales
deben de ser, a lo que puede conjeturarse, sus poetas favoritos...
¡Cómo! Menéndez, que, con todo el brioso fervor
de los polemistas antiguos, está siempre apercibido
a romper lanzas con cualquiera que osa siquiera mirar de
reojo las cosas santas de la religión y de la moral,
escoge para un ostentoso ramillete de flores poéticas,
vates livianos como Safo y Teócrito, obscenos como
Catulo y Petronio, impíos como Lucrecio y Byron. Quiere
presentar una muestra de poesía moderna italiana,
y en vez de acudir a los hermosos himnos y cantos líricos
de Mamiani, de Borghi, de Manzoni, u otros semejantes, traduce
Los Sepulcros de Hugo Fóscolo, uno de los tres ilustres
poetas italianos absolutamente contagiados de los rencores
políticos de la Revolución Francesa1. Es una
hermosa declamación poética, que ha cautivado
a Menéndez por las galas del estilo y por las bellas
imágenes paganas. Pero carece de la hechicera sencillez
que es, en todas las literaturas, privilegio de los siglos
clásicos. Los sepulcros no inspiran a Fóscolo
las meditaciones, ni los sentimientos de humildad, de ternura,
de piedad y de melancolía que ante la imagen de la
muerte brotan naturalmente del alma humana. Sus reflexiones
son acentos de orgullo. No piensa en el cielo, piensa sólo
en a gloria terrestre. Es pagano en la forma, y a todos ésta
nos complace; pero lo es mucho más en el fondo, y
tanto, que se atreve a ensalzar los ritos gentílicos,
y a menospreciar y a calumniar los usos y hasta los sacerdotes
de la Iglesia cristiana. Puede decirse que es más
pagano que los paganos mismos. Éstos tenían
su cielo; Hugo Fóscolo no cree en él, y no
le queda más religión en sus versos que la
frase acerada de la ira impía y la vehemencia del
odio político.
Pindemonte,
a quien fue dedicada la obra, contesta a Fóscolo con
otro canto a Los Sepulcros. Casi tan poeta y tan artista
como Fóscolo, parece que completa y rectifica las
ideas de su amigo. Siente y no declama. Antes que el renombre
de los héroes y de los sabios, ve en la tumba la triste
pero dulce ilusión de los afectos que interrumpió
la muerte:
«¡Quante memorie di dolor comuni,
di comuni piacer!.................»
Ve
asimismo en el camposanto el consuelo de las celestiales
esperanzas. Dice a un desventurado que está orando
ante el sepulcro de su esposa estos cristianos y bellísimos
versos:
«¡Ma il solitario loco orni e consacri
religïon, senza la cui presenza
troppo è a
mirarsi orribile una tomba!
..................................
Nel rio, che si lamenta, e in ogni fronda
che il vento
scuota, sentirai la voce
della tua sposa, con le amiche
note,
sotto il suo busto, nella pietra incise,
ti parlerà:
Pon, ti dirà, pon freno,
caro, a tanto dolor; felice
io vivo.»
Menéndez,
que ve bien claro todo esto, pero que se enamora del vuelo
ambicioso de los versos de Fóscolo, los traduce con
gran vigor y con sobriedad clásica. Aumenta esta sobriedad
en los pasajes escabrosos; así es que corre su pluma
como sobre ascuas en la invectiva contra los enterramientos
cristianos, procurando envolverla y disfrazarla con atavíos
de severa forma, y se guarda bien de traducir la venal prece,
idea que, según él mismo me ha dicho alguna
vez, le parece falsa, prosaica y de perverso gusto.
Quiere
evocar la veneranda imagen de un prelado que entona religiosos
cánticos, y fija Menéndez su elección
en el famoso Sinesio, filósofo alejandrino que asombró
a Arcadio por la osadía de sus palabras en el último
año del siglo IV, y que, proclamado obispo, aunque
era casado, por el clero y el pueblo de Tolemaida, no renunció
ni a su mujer ni a sus ideas paganas. Dudan mucho Villemain
y otros críticos modernos de su sincera conversión
y hasta de su bautismo; pero seduce la viva imaginación
que resplandece en sus escritos, donde intenta amalgamar
los principios cristianos con el vago y peculiar misticismo
de la escuela neoplatónica. Menéndez no acierta
a resistir en las letras a la tentación de lo bello,
y su paráfrasis de la oda, que llama teológica,
de Sinesio, da testimonio de su gusto alto y acrisolado.
La oda empieza en tono poco episcopal, pero sube en seguida,
merced sin duda en gran parte a la fantasía delicada
de nuestro poeta castellano, a los más puros espacios
de la idealidad cristiana. Es más; por obra y virtud
de la peregrina habilidad de Menéndez, la poesía
del semipagano Sinesio adquiere a veces la entonación
sencilla, la candorosa gracia y el espiritual alcance de
Fray Luis de León. ¿Quién no recuerda al leer
las siguientes estrofas la elevación ideal de aquel
gran pensador católico?
Sino aquella luz pura,
Aquella eterna fuente
De do mana el saber que siempre dura,
Que
es la gloria esplendente,
Y la verdad, la ciencia y la
hermosura.
.........................
Allí
brotó la llama
Del alto pensamiento,
Puro destello
que el Señor derrama
Desde
el sublime asiento,
Soplo vital que la materia inflama.
...........................
De
terrena existencia
Rotos
los férreos lazos,
Has de volver, humana inteligencia,
Con místicos
abrazos
A confundirte en la divina esencia.
No
puedo, porque sería enojosa tarea, examinar las composiciones
griegas escogidas por nuestro amigo. Pero no he de prescindir
enteramente de la oda segunda de Safo, por la imnensa celebridad
de que ha gozado desde el retórico Longino hasta la
era presente. La oda es tan misteriosa como su autora. A
fuerza de ver ya ensalzado, ya vilipendiado por escritores
de todos tiempos el nombre de esta mujer insigne, y de leer
acerca de su vida tantas relaciones novelescas, inclusa la
absurda y anacrónica de la pasión que inspiró
a Anacreonte, el cual nació cerca de medio siglo después
que la poetisa de Lesbos, entra el pensamiento en un mar
de confusiones acerca de las verdaderas circunstancias de
su situación social, de su carácter y hasta
de su figura. Platón, Plutarco y muchos otros la pintan
hermosa; Ovidio, que vivió seis siglos después
que ella, y Pope, a veinticuatro siglos de distancia, la
presentan fea y odiosa. La historia de su arrebatada pasión
por Faón y su salto desde el promontorio de Léucade
al mar Jónico, tiene visos de una mera invención
legendaria; y tanto más que no faltan autores antiguos2
que atribuyen este romántico suicidio por despecho
amoroso, a otra Safo, hetaira, también lesbiana, mas
no de Mitilene, sino de Eresa. Usted no ignora que el sabio
alemán Ottfried Müller sostiene que Faón
no es más que un personaje mítico, poéticamente
celebrado por Safo. Lo único que puede llamarse histórico,
es que Alceo, su contemporáneo, en los versos que
a ella consagra, le manifiesta admiración profunda,
llama divina a su sonrisa, y le expresa amor respetuoso.
Herodoto también habla de ella en términos
honrosos.
Mal se avienen estos
atendibles testimonios con las repugnantes liviandades que
escritores de épocas muy posteriores han atribuido
a Safo. Le han aplicado, encarnizándose con ella,
aquel terrible dicho, acaso humorístico, de Luciano:
«No es a los hombres a quienes aman las lesbianas.» ¿Quién
sabe si las acusaciones contra ella fulminadas, habrán
nacido exclusivamente de su famosa oda A la amada? Esta
oda es sin duda el modelo más acabado de las composiciones
eróticas, pero ¡qué triste amor expresa! El
amor de la sensación y no del sentimiento. No temo
confesar que no he podido nunca dejarme arrastrar por el
torrente de admiración que en edades antiguas y modernas
ha producido esta viva pintura del encendimiento de los sentidos.
Conozco su concisión ática, su verdad absoluta;
imagino el hechizo, en oídos griegos, de la incomparable
cadencia, magia y resonancia del idioma helénico;
y todavía me parece esta obra, más que verdadera
poesía, una descripción fisiológica
perfecta y elocuente.
Algunos
han creído que el verdadero título de esta
oda no es A la amada, sino Al amado.3 No sé qué
pensar. Me holgaría de que así fuese. No tendría,
al menos, el disgusto de imaginar que la antigüedad
impúdica nos ha legado una obra que, por preciosa
que por su forma sea, parece precursora de la monstruosa
literatura que ha producido en nuestros días la novela
titulada Mademoiselle Girod, ma femme.
De
las traducciones de esta oda tan admirada ¿he de decir la
verdad? no me gusta ninguna: ni la de Boileau, ni la del
inglés Philips, ni la de Delille, ni la de Castillo
y Ayensa... ni siquiera la de nuestro Menéndez, que
es una de las mejores. En todas encuentro pobreza de lengua
y artificio de estilo. La imitación de Catulo me complace
mucho más, tal vez porque el idioma latino se acerca
más al griego, tal vez, asimismo, porque Catulo toma
las palabras de Safo para hablar a su Lesbia, y esta poesía
de sensualidad desaforada parece menos impropia bajo la pluma
de un amante, que bajo la pluma de una mujer.
Siempre
he profesado mala voluntad a las traducciones en verso de
los poetas de la antigüedad, y el tiempo y la experiencia
literaria no han hecho más que confirmar mi aversión.
Una traducción poética de Homero, por ejemplo,
cualquiera de las tres mejores, la de Pope, la de Voss, la
de Monti, tiene necesariamente un sabor moderno, un esmero
artificial que hiela a los lectores. ¿Cómo reproducir
en el lenguaje poético de una sociedad refinada, que
se paga de primores de ingenio, y se asusta de la desnudez
de los cuadros y del estilo, la vigorosa ingenuidad de los
poetas antiguos? ¿Cómo embelesar, ni conmover
el corazón, ni acalorar la fantasía con la
imagen y el recuerdo de costumbres, ritos e ideas de pueblos
que creen, obran, piensan y sienten de un modo tan diverso
del nuestro? Y esto en lenguas modernas, animadas de muy
distinto espíritu, y en metros modernos, de especial
acicalamiento y artificio, donde, al querer reproducir trabajosamente
textos sánscritos, hebreos, griegos, persas, latinos
o árabes, ha de asomar infaliblemente el filólogo
antes que el poeta.
Y si esto
acontece cuando acometen la arrogante tarea de traducir antiguos
poemas ingenios como Menéndez, dotados de estro verdadero,
¿qué ha de ser cuando se arrojan a tamaña empresa
meros humanistas sin imaginación y sin vuelo? Hermosilla,
traductor de Homero, y Berguizas, traductor de Píndaro,
eran indudablemente insignes helenistas. Sus versiones poéticas
se caen sin embargo de las manos, y el lector, chasqueado,
no puede menos de exclamar: ¡Y no son más que esto
los grandes poetas que la historia, la voz de los siglos,
la admiración universal ofrecen al mundo respectivamente
como el arquetipo de la grandeza épica y de la sublimidad
lírica!
Voss es el
más fiel y escrupuloso de los traductores de la Ilíada.
El idioma alemán, por su cualidad especial de poder
combinar varias palabras en una sola, se presta grandemente
a la versión. El libro de Voss es glacial.
La
traducción de Pope es la más elegante; y ya
sabe usted cuánto han dado que decir sus británicos
y modernos atildamientos, y las burlas que han provocado
sus primorosas frases, como cuando Héctor tiende sus
tiernos brazos (fond arms) al amable niño (lovely
boy), y llama a Andrómaca con sentimental afectación
«la mejor parte de mi alma» (My soul's better part). En la
Ilíada no se encuentra ni lo de tierno, ni lo de amable,
y en vez de la frase, de moderna y algo cursi galantería,
que Héctor dirige a la afligida matrona, Homero se
limita a decir: Daimo/nie (noble mujer o digna mujer). No
comprendió Pope y muy pocos han comprendido que las
frases metafísicas del lenguaje moderno, acaso los
idiomas mismos, son completamente impropios de Homero, y
que la grandeza de éste consiste principalmente en
una mezcla de patriarcal llaneza y de barbarie heroica.
No hay duda; esta literatura
de las traducciones poéticas de la antigüedad
es ardua y arriesgada; casi me atrevo a decir imposible.
Si la traducción es absolutamente fiel (filológicamente
se entiende), ni las palabras modernas alcanzan a dar a la
poesía el color y la intención de las antiguas,
ni el vulgo de los lectores puede comprender, sentir y admirar.
Si es libre y desembarazada, quedan desnaturalizados por
fuerza el texto y el espíritu antiguo: la versión
es entonces una temeridad o una caricatura o una calumnia
literaria.
En esta familiar
conversación, puedo decir a usted sin rebozo, porque
él no ha de llevarlo a mal, que nuestro excelente
amigo Laverde, con su alma pura y profundamente cristiana,
ha advertido, algo compungido y pesaroso, la visible predilección
literaria que Menéndez manifiesta al paganismo antiguo
y al paganismo moderno. ¡No traduce a Klopstock, ni a Lamartine,
ni a otros poetas en cuyas obras rebosa el sentimiento cristiano,
y traduce a Chénier y a Fóscolo y a Lord Byron,
que en nada creen! Desearían Laverde y otros amigos
de nuestro brillante joven, que hubiera éste reunido
a las flores poéticas de insano aroma que forman la
mayor parte de su espléndido ramillete, otras muchas
de no menos vistosos matices y de más pura, espiritual
y consoladora influencia. Pero ¿quién, si conoce las
circunstancias morales e intelectuales de Menéndez,
no ha de absolverle por completo? La predilección
pagana es evidente, pero no hay que ver en ella ni sombra
siquiera de impiedad, de impureza, de escepticismo, ni de
audacia. Es simplemente la predilección literaria
del estudiante entusiasmado, del mozo helenista, que bebió
el sentimiento de lo bello en las más nobles y mágicas
fuentes estéticas que ofrece la historia del mundo.
No se precia por cierto de
osado en estas materias nuestro querido joven. Para convencerse
de ello, basta parar la atención en los pasajes escabrosos
y comparar la versión con los textos respectivos.
Siempre que frisan éstos con lo impío o con
lo impúdico, Menéndez suprime o atenúa
y modifica todo aquello que, traducido con fidelidad escrupulosa,
podría lastimar los sentimientos que han nacido en
las sociedades modernas de otros principios, de otras creencias
y de otras costumbres. Suprime, por ejemplo, en el idilio
segundo de Teócrito, la parte lasciva y descompuesta
de la extraña relación de amores que la desdeñada
Simeta dirige a la Luna; y no habrá usted dejado
de notar que cuando, en este mismo idilio, alude la hechicera
a aquella fea y repugnante costumbre, contraria a los instintos
naturales, que con tan cándida barbarie se menciona
a cada paso en la literatura de la antigüedad greco-romana,
Menéndez elude hábilmente la dificultad en
este verso:
«No sé de quién; mas vive enamorado.»
La duda que expresa Teócrito
no es tan vaga. Don José Antonio Conde, que, si bien
puliendo un poco la pastoril rudeza, lo traduce todo, dice
con franco estilo, expresando la celosa angustia de Simeta:
«La madre de Filista mi flautera
Me dijo estaba Delfi enamorado;
si de mujer o de varón
tenía
amores, no sabía ciertamente.»
El
sabio prelado mejicano, que acaba de publicar su esmerada
y bella traducción de los bucólicos griegos4,
resuelto a no ofender en caso alguno las leyes del pudor,
comete a sabiendas en la versión laudables infidelidades,
como él mismo las llama, y no habiendo de expresar,
cual lo hace Conde, que Delfis, en sus extravíos amorosos,
no distingue de sexos, le ocurre dar a las dudas de la madre
de Filista un carácter nuevo y completamente femenino.
Traduce así:
«Entre varias noticias me ha contado
que Delfis se halla de otra enamorado:
Si
es virgen o viuda
La
buena anciana duda.»
¡Digno y noble prelado, que, convencido
de que no es dable ni conveniente privar al mundo moderno
del estudio de los modelos clásicos, arrostra, ilustrado
y brioso, la traducción de la literatura pagana, expurgándola
de las manchas morales que la envilecen y la afean!
Este elevado y sano miramiento
a las costumbres ha obligado infinitas veces, como usted
sabe, a los traductores cristianos, a convertir en garridas
mozas y zagalas a los pastores y mancebos de los poetas del
gentilismo. Hidalgo, vate andaluz, transformó en una
lozana pastora al desdeñoso Alexis de Virgilio5. Pérez
del Camino hizo primorosas doncellas de ciertos mimados mancebos
de Catulo; y usted mismo, en su traducción de Schack,
convierte en muchacha a un escanciador árabe.
Al
ver a Menéndez tan cuidadoso de evitar cuanto puede
sonar como escándalo en oídos delicados y timoratos,
¿quién se atreve a acusarle por su vehemente preferencia
a las obras maestras del clasicismo antiguo? ¿Qué
hombre de acrisolado gusto, incluso Fray Luis de León,
que labraba con manos cristianas el mármol gentílico,
no ha incurrido en este literario pecado? Y, en resolución,
¿qué toma Menéndez de los poetas antiguos de
más temeroso renombre? De Petronio, una recia y elocuente
sátira del desenfreno e ignominia de las costumbres
de la decadencia romana; de Catulo, el elegante epitalamio
de Julia y Manlio, que algunos juzgan traducción de
Safo; de Lucrecio, la famosa invocación, que parece
un canto cristiano, donde, con una grandeza, del sentimiento
humano hasta entonces nunca empleada, se anatematiza inexorablemente,
cual un martirio horrendo, el bárbaro sacrificio de
Ifigenia.
Menéndez
hace gala de su paganismo literario y artístico. Y
¿cómo no ha de hacerla, si sabe comprender y sentir
las grandezas intelectuales y morales del mundo antiguo,
si ve al Dante tan enamorado de ellas, que las ensalza sin
medida, y hasta las santifica en sus versos? ¿Ha de ser Menéndez,
en el siglo XIX, menos tolerante con los paganos sabios y
virtuosos que lo fueron los ortodoxos de la Edad Media? Dante
coloca a Trajano en el Paraíso. La Iglesia casi canoniza,
a Aristóteles, y el mismo Dante hace de él
el más grandioso elogio llamándole el maestro
de los que saben,
«Vidi il maestro di color che sanno.»
(Inferno, canto IV.)
Si
alguien no hallase bastante clara y legítima la arraigada
afición de Menéndez a los poetas de la antigüedad,
que en nada amengua su rigorosa ortodoxia, lea su Epístola
a Horacio, obra animada, sincera, vigorosa y profunda; elogio
fervoroso de la belleza y de la cordura; magnífica
apoteosis del gran poeta romano. Aquí ya no es Menéndez
solamente el estudiante entusiasmado que, a los veintiún
años, nos sorprende por los triunfos de su claro ingenio
y de su estudio perseverante: es el hombre de precocidad
inaudita, firmemente asentado en el pedestal de la madurez
y del talento, que siente, juzga y proclama grandes principios
con la voz serena y poderosa de la convicción y de
la verdad.
¿Cómo no
ver la entereza del alma, el enérgico impulso de la
conciencia, el arranque de la fantasía, en estos robustos
y bellísimos versos?
«¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la dulce medianía...
Canta de amor,
de vinos y de juegos,
Canta de gloria, de virtudes canta.
¡Siempre admirable! Recorrer contigo
Quiero las calles
de la antigua Roma,
Con Damasipo conversar y Davo,
Reírme
de epicúreos y de estoicos,
Viajar a Brindis, escuchar
a Ofelo,
Sentarme en el triclinio de Mecenas,
Y aprender
los preceptos soberanos
Que dictaste festivo a los Pisones...
...........................
«La antigüedad
con poderoso aliento
Reanime los espíritus cansados,
Y este hervir incesante de la idea,
Esta vaga, mortal
melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,
Sus fuerzas agotando en el vacío,
Por influjo de
nieblas maldecidas
Que abortó el Septentrión,
ante su lumbre
Disípense otra vez...»
Menéndez
ha traducido con soltura y gracia a varios poetas modernos,
especialmente a Byron y al catalán Rubió y
Ors. Admira a Chénier, con razón, porque su
gusto es acendrado; y especialmente, según yo creo,
porque no pertenece a su época, porque es un verdadero
adepto de las Musas paganas, porque cifra todo su conato
en introducir el espíritu antiguo en la poesía
francesa. Pero le admira con exceso, llamándole divino
en su bellísima oda al poeta Cabanyes. Y, sin embargo,
¡cosa extraña!, no es Chénier el poeta que
con mayor inspiración interpreta el poeta castellano.
En la traducción de La Jeune Captive (la hermosa Amada,
Duquesa de Fleury, encarcelada, como Chénier, en Saint-Lazare)
resplandecen la gracia y la limpieza de estilo de Menéndez;
pero no ha pasado a la versión española todo
el encanto, toda la gentileza, toda la ternura sencilla,
a la manera griega, que campean en el original francés.
No obstante, la escuela poética
de Menéndez es al parecer la de Chénier, que
éste define claramente en el siguiente verso:
«Sur
des pensiers nouveaux faisons des vers antiques.»
¿Y
qué me dice usted de los cantos latinos goliardescos,
juguetón desenfado de una musa de veinte años?
Erradamente juzgaría quien viese en ellos indicio
de las aficiones de nuestro austero y morigerado Menéndez.
Halló en Leyden una colección de poesías
latinas estudiantescas (Carmina variorum ludrica, selecta
ad usum lætitiæ), en las cuales se canta festivamente
el amor y el vino, no como Anacreonte o Baltasar de Alcázar,
sino por el estilo de nuestro obsceno Cancionero de Burlas,
esto es, con la tabernaria franqueza que empleaban en la
Edad Media los estudiantes juglares de las naciones septentrionales.
Menéndez no se aventura
tanto; pero canta también la taberna, adonde de cierto
no ha ido nunca. No le mueven en estos cantares, algo desmandados,
ni la mujer ni el vino. Le mueve el antojo literario de imitar
aquellos atrevidos versos escolares, y lo hace por cierto
con donaire y desenvoltura. Son, a mi ver, sus versos goliardescos
como una travesura poética, semejante a las que cometen
los niños, por el gusto de romper alguna vez las amarras
de una educación severa y recogida.
Al
terminar estos desaliñados renglones, que he tenido
que escribir a la carrera, por apremiar el tiempo para la
publicación de los Estudios Poéticos, me asalta
el temor de disgustar a Menéndez con mis encarecidas
alabanzas. Pero ¿qué importa? Él las ignora;
se halla en este momento en Santander y cuando las vea impresas,
se resignará, sin sentir por ello engreimiento de
ninguna especie. Me complazco en creer que a su entendimiento
extraordinario junta una modestia también extraordinaria.
Bien la necesita para no caer en los desvanecimientos de
amor propio en que caen tantos sin gran motivo, y que son
una de las enfermedades morales más incurables y más
enfadosas de la generación presente.
Con
usted, amado compañero, no me disculpo por dirigirle
esta que ya va siendo interminable carta, pues sé
que profesa, como yo, admiración y afecto al mozo
privilegiado que nos permite ver, como una gloria futura
de la patria, y como singular alianza de índole intelectual,
al ferviente pagano literario en el más austero ortodoxo
cristiano, y al poeta, ya fogoso, ya idealista, en el bibliógrafo
obstinado y benedictino.
Carta al Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto,
Marqués de Valmar
Mi
distinguido amigo y querido compañero: Con gran placer
he leído la discreta y amena carta que me dirige usted
y que sirve de prólogo a las poesías de Menéndez
Pelayo. Yo, que animé al autor a que las publicase,
celebrándolas como en mi sentir merecen, me creo ahora
en el deber de hacer público mi juicio, divulgando
la alabanza. Nada más natural que dar a este juicio
literario forma de carta, a fin de imitar a usted y contestar
a la suya.
Harto sé
que el mérito del señor Menéndez Pelayo
no ha menester que yo le encomie para que brille y sea reconocido
por todos. Usted, además, ha hecho ya en este punto
cuanto hay que hacer, y poco o nada deja para mí.
Sin embargo, la publicación de las poesías
del señor Menéndez Pelayo suscita entre nosotros
una cuestión muy debatida en otros países,
pero que en España tiene cierta novedad, y sobre esta
cuestión quiero yo dar mi parecer, en parte conforme
con el que usted ha dado.
Como
la cuestión ha nacido de las poesías mismas,
tengo que empezar hablando de ellas.
El
señor Menéndez, con sobrada modestia, las titula
Estudios. No juzgándose quizá con inspiración
propia o concediendo a ésta poco valor y amando mucho
la forma poética y los primores de estilo, el señor
Menéndez ha dado en su libro la preferencia a las
traducciones y paráfrasis sobre las poesías
originales. Las traducciones van primero y ocupan más
de las dos terceras partes del tomo. Las poesías originales
van al fin como humilde apéndice. Tal colocación
y el título mismo de Estudios que lleva el volumen,
muestran que su autor apenas se atreve a presentarse como
poeta y se presenta como estudiante erudito y aficionado,
en lo cual va ya contra lo que en España generalmente
se cree y se usa.
Entre nosotros
es idea común que la poesía depende de la inspiración
y no del saber. El erudito predispone en contra suya a la
generalidad de los lectores, los cuales deciden desde luego
o sospechan que no puede ser poeta por lo mismo que es erudito.
Casi todos imaginan que el saber es un peso que impide volar
al poeta; que lo sabido no deja lugar para lo inspirado,
y que la poesía viene a ser un producto misterioso
e inconsciente del espíritu del hombre.
No
pecaré yo de escatimar a la poesía lo que tiene
o puede tener de intuitivo, de espontáneo, de influido
por un estro celestial, de quien el mero discurso no se da
cuenta. Hay cosas inefables en prosa, cosas que no acierta
a expresar el más diestro empleo de la palabra humana,
y que el poeta expresa de un modo vago por la inspirada melodía
de sus canciones. Hay verdades que la ciencia no ha descubierto
aún, que tal vez la ciencia no descubrirá nunca,
y que el poeta adivina, columbra y deja entrever en sus versos,
gracias a una intuición y a una inspiración
maravillosa. Pero, ¿por qué estos favores, por qué
estas iluminaciones súbitas, por qué estos
regalos del numen y estos a modo de besos que dan las musas,
han de ser sólo para los ignorantes? Lo que podrá
ocurrir es que mil ideas que el erudito o desecha por vulgares,
o que, conociendo que son de otro o de todos, trata de revestir
de peregrina forma, para que en esto al menos tengan novedad,
cogidas al vuelo en la conversación, sean para los
ignorantes tan inauditas y estupendas que se alucinen hasta
soñar que son revelación de su genio;
algo por donde ellos presumen que son objeto del caso divino
y ministros y hierofantes de los númenes en este bajo
mundo.
Basta lo expuesto para
que se note la poca razón que llevan los partidarios
de los genios incultos; pero la preocupación existe
en nuestro país y más arraigada de lo que se
cree, sobre todo desde la época del romanticismo.
Si rara vez halló defensores francos por escrito,
o, mejor dicho, por impreso, entienden los más que
poesía y erudición son calidades punto menos
que incompatibles. Nace de aquí algo a modo de divorcio
entre los poetas legos o incultos que apenas saben la gramática
y los eruditos cuando quieren ser o son poetas. Acontece
además con frecuencia que, como los hombres prodigan
con facilidad encomios a la memoria de cualquiera persona
y son avaros de encomios al entendimiento y a otras facultades,
a todo el que sabe algo y hace algo medianamente bien, si
es erudito en un grado le suponen erudito de diez, a fin
de achacar a su memoria lo que tal vez sea obra de su inventiva.
Y, por el contrario, el genio inculto, por poco que sepa,
hace gala de saber mucho menos aún, a fin de que se
pasme el orbe todo viendo cómo adivina las cosas o
cómo Dios se las revela sin que él se tome
el menor trabajo.
Al considerar
los dos bandos, de genios incultos por un lado y de eruditos
por otro, casi siempre me he inclinado yo del lado de los
eruditos y en contra de los genios incultos cuya exuberancia
vana y cuya lozanía resonante y sin sentido me cansaban.
Pero confieso que de algunos años a esta parte he
estado y estoy con frecuencia muy tentado a irme con los
genios incultos y a huir lejos de los que admiran a los sabios.
En tales extremos ha venido a dar, a mi ver, la sabiduría.
El estudio de la estética y de otras filosofías
primeras y segundas, el carácter enciclopédico
y somero que hoy tiene el saber, la inconsistencia en las
ideas o un sistema adoptado sin fe y por comodidad, al cual
suelen ajustarse muchos haciendo gala de consecuencia y firmeza,
han producido un género deplorable de poesía
llena de sequedad sentenciosa, donde se aspira a desdeñar
la forma por el fondo y donde el fondo suele ser a menudo
alguna vulgaridad hinchada. Con relación a tales producciones,
prefiero las de aquellos que no saben a punto fijo lo
que van a decir. Tal vez, por una feliz casualidad, atinan
a veces y dicen algo bueno, mientras que los poetas estéticos
y filosóficos novísimos, ni por casualidad
atinan jamás con la verdadera poesía.
Con
lo expuesto se explica por qué el carácter
literario del señor Menéndez Pelayo me es tan
simpático, desde luego. El señor Menéndez
no se precia de poeta inspirado porque Dios quiere, no desdeña
el estudio afectando inspiración; pero su estudio
es el que conviene al poeta y no se cifra en incongruentes
e indigestas filosofías.
Poco
ha vivido aún, y ésta, sin duda, es una de
las razones por que crea pocas obras originales e imita o
traduce; pero imita y traduce de donde debe y como debe.
Aquí surge ya la cuestión
a que dan lugar estas poesías del señor Menéndez
Pelayo.
Es de notar... ¿y
por qué no decirlo todo, ya que hablamos en confianza,
y que ésta es carta que yo dirijo a usted y no al
público? Es de notar, repito, que cierta parcialidad
política se ha atribuido la gloria de contar al señor
Menéndez entre los suyos, y que dicha suposición
ha sido corroborada por los contrarios, acusando al señor
Menéndez por lo mismo que los otros le ensalzan. En
suma, y para evitar perífrasis, el señor Menéndez
es encomiado por unos como perteneciente a lo que llaman
por excelencia partido católico, y es denigrado por
otros con el apodo de neo-católico o ultramontano.
Miradas las cosas con imparcialidad,
ni unos ni otros tienen razón. El joven de quien hablamos
no ha mostrado hasta el día sus opiniones políticas.
Y en punto a sus creencias religiosas, será, sin duda,
muy buen cristiano; pero no con aquella violencia exclusiva
de que en el día gustan algunos a fin de hacer efecto.
El señor Menéndez
ni es ni puede ser un anacoreta, consumido por los ayunos
y mortificaciones, agobiado por el peso de la edad o devorado
interiormente por el fuego espiritual de amores sobresubstanciales,
El señor Menéndez es un mozo de veintidós
a veintitrés años, muy estudioso y aplicado,
con más trato de libros que de mujeres, y con más
afición al estudio que a los deportes; mas no
por eso deja de ser joven, deja de ser artista y poeta, y
deja de amar la hermosura de este universo visible, del cual
es compendio y bellísimo resumen la criatura humana,
con su alma y con su cuerpo, tal como Dios lo ha formado.
Ahora bien; si esto es así,
como lo es, ¿qué tiene de pecaminoso ni de extraño
que el señor Menéndez, sin incurrir en ciertos
abominables extravíos que usted hace patentes en su
carta-prólogo, ora traduzca, ora cante por sí,
del amor y de la hermosura? ¿Acaso la religión cristiana
se opone a esto y somete a todos los fieles a un ascetismo
ineludible? ¿Va a ser clérigo o va a meterse fraile
el señor Menéndez? ¿No puede estar enamorado
de su Epicaris y celebrarla y describirla y ponderar su material
hermosura, así como la del alma, sin ofender por ello
los más recatados y severos oídos? Y, aunque
el señor Menéndez hubiera de meterse fraile
o cosa por el estilo, ¿qué haría más
que Fray Luis de León y que Fray Diego González
y que tantos otros en fingirse enamorado de alguna ninfa
o pastora, a fin de que este género de poesía
no faltase en su colección, y a fin de que no careciese
su lira de una de las más suaves y musicales cuerdas?
La lira cristiana no ha desechado
jamás el amor de las mujeres como uno de los más
sabrosos y abundantes veneros de inspiración. Hasta
los más rígidos doctores han encomiado a la
mujer en este sentido, rayando en lo hiperbólico a
veces. Así, por ejemplo, el famoso Padre Maestro Fonseca
llega a sostener que a Dios, en criando a la mujer, se le
fueron los ojos tras ella, y dijo: «Por ésta dejará
el hombre al padre y a la madre.» Y cuenta también
aquel hermoso panegírico que hizo Zorobabel de la
mujer en presencia del rey Darío y de toda su corte,
mientras que Apemen, que era la amiga del rey, daba a su
majestad palmaditas y le quitaba la corona y le hacía
otras donosas burlas, de lo que el rey recibía gran
gusto. Por todo lo cual, visto el discreto elogio de Zorobabel,
Darío le abrazó y colmó de presentes.
Y refiere, además, Fonseca otros mil sucesos, todo
para demostrar que está vinculado en las mujeres lo
mejor de los placeres humanos. Y esto no por malicia, ni
porque el hombre se instruya en lo malo, sino por instinto infalible. En prueba de cuya verdad cuenta el Padre
Maestro una aventura que se lee en las vidas de los solitarios
y anacoretas, y es que uno que se crió en el yermo
desde chiquitito, llegó a ser hombre con barbas sin
haber visto mujeres y sin saber lo que eran, hasta que vio
a unas muy ataviadas y hermosas en cierta ermita. El mozo
preguntó al viejo anacoreta, con quien iba, qué
animales eran aquéllos, y el viejo contestó
que eran demonios. El viejo preguntó a su vez, muchos
días después, al mozo, qué causaba mayor
recreación en sus pensamientos, y el inocente contestó
que los demonios que en la ermita había topado.
Y
aunque este cuento le traiga Boccaccio profanamente, ya se
ve que tiene bueno y santo origen.
Y
sirviéndome aún de la grave autoridad de Fonseca,
añadiré que los doctores cristianos celebran
a la mujer por otros mil motivos, y singularmente por la
piadosa liberalidad que usan, supliendo las menguas de los
monasterios, enriqueciendo los altares, regalando misas a
las ánimas del purgatorio y honrando con fiestas y
novenas a los santos del cielo. Y asegura, por último,
el Padre, que esto no lo hacen sólo las virtuosas
y castas, sino las traviesas y alborotadas. «Una mujer, dice,
por traviesa que sea, jamás deja sus rosarios, sus
ayunos, sus devociones, sus oraciones, sus misas a Nuestra
Señora y el abstenerse los sábados de grosura,
y muchas veces los miércoles; cosas que, aunque no
sean de merecimiento, ayudan para salir de la culpa.»
Ya
se ve por lo expuesto la benignidad con que trata nuestra
religión a las mujeres. No nos extrememos, pues, por
lo severos. No condenemos el amor natural que las mujeres
nos inspiran. Este amor, si no es cristiano, se debe tolerar
en poco, como mal necesario. El amor místico hacia
la mujer, ese sí que es intolerable.
Yo
lo he dicho mil veces, y lo quiero repetir ahora: el amor
místico y quinta-esenciado por la mujer, será
cristiano; pero como son cristianas las herejías.
No es esto decir que a mí no me agrade dicho amor
en poesía, sobre todo si esta poesía es de
Petrarca o de Dante. Hasta la absuelvo yo de la nota de herética,
suponiendo que Laura o Beatriz es figura alegórica que representa la patria, la virtud, la ciencia, la
teología; algo, en suma, de tan sublime y tan cercano
a Dios, que casi, y sin casi, puede adorarse como atributo
divino personificado, de un modo imaginario. Pero si en Laura
o en Beatriz persistimos en ver meramente a una mujer de
carne y hueso, fuerza será confesar, por mucho que
la cosa nos deleite, que los poetas andan sobrados de adoración
y se hacen idólatras, tomando lo humano por divino
y por celestial lo terreno.
En
este amor ultra-espiritual y místico hacia la mujer,
hay además uno de dos vicios: o refinada hipocresía,
a fin de que las incautas se fíen y no pongan su descuido
en reparo, acerca de lo cual ya disertó chistosamente
Byron en el Don Juan,7 o de malsano y enteco que no deja de
propender a lo vicioso. De ambas maneras, tiene el petrarquismo,
ya por instinto, ya por reflexión ladina del poeta,
notable afinidad con el molinosismo.
Mucho
se podría disertar sobre este punto; pero con el propósito
de hacer notar los peligros que esconde, me limitaré
a observar lo borroso, vago y esfumado de los límites
y fronteras, señales y mugas, que separan lo platónico
de lo no platónico. El discretísimo Baltasar
Castiglione, en su Cortesano, hace decir al famoso Bembo,
valido de León X, y que amó sin duda platónicamente
a Lucrecia Borgia, que el amor platónico se extiende
hasta el beso en los labios.
Yo
declaro a usted que al leer esto no puedo menos de sospechar
que el divino Platón y Baltasar Castiglione y el cardenal
Bembo, eran tres socarrones insignes y redomados; no acierto
a creer en la buena fe y sinceridad de sus amores místicos;
y hasta se me antoja que, fuera de los extravíos gentílicos que usted explica, no hay nada más lascivo en
líricos griegos y latinos que este amor espiritual
del Bembo, que va hasta el beso, entendido como él
lo entiende y expresa.
El
amor místico de la mujer, no le quepa a usted duda,
es un enredo engañoso y nada más; y, lejos
de ser cristiano, está condenado por los verdaderos
autores cristianos, los cuales, en vez de convertir, como
el Bembo, hasta el beso en la boca en misticismo, toman y
aconsejan que se tomen las precauciones más singulares
a fin de no caer en la tentación. Los libros devotos
y las historias eclesiásticas están llenos
de estos abusos y ejemplos. San Buenaventura no quería
que el hombre se sentase al lado de la mujer ni que le hablase
al oído. «La conversación de la mujer es fuego»,
dicen mil autores. El venerable P. Murillo asegura que el
aliento de la mujer enciende. «No hay que fiar en parentesco,
por allegado que sea», exclama el mismo Padre. San Agustín
sostiene que para triunfar de la mujer importa echar a huir
en viéndola, etc., etc. Sería cosa de nunca
acabar seguir citando. Basta lo que se cita para demostrar
que en el amor del hombre hacia la mujer interviene siempre
la sensualidad, y que los tales amores platónicos
suelen ser perversión, malicia y sofistería.
En vista de todo lo dicho,
no estoy, aunque me pese, de acuerdo con usted en las diatribas
que lanza contra la segunda oda de Safo, tildándola
de harto materialista.
En
dicha oda, así como en el idilio de Teócrito,
titulado La hechicera, que también traduce Menéndez,
hay pasión amorosa, natural y franca; pero si carece
esta pasión de los refinamientos alambicados del misticismo,
no es por eso más inmoral que dicho misticismo, tratándose
de amor entre mujer y hombre.
Por
lo demás, creo que ese amigo nuestro, que usted recuerda
y a quien trata de calmar, se ha excedido no poco, compungiéndose
y apesarándose por el paganismo erótico de
nuestro joven poeta. Éste ha sido tan delicado y circunspecto
en la elección de composiciones para traducir y ha
sabido velar tan púdicamente algún pasaje un
poco vivo, al verterle a nuestro idioma, que casi todo lo
podría leer la más recatada doncella sin comprender
lo pecaminoso.
Conviene
reflexionar también que hay libros para diversos fines;
y que un libro, en que se trata de reproducir en una lengua
viva la desnuda belleza gentílica, no es propiamente
para las doncellas recatadas, sino para otro público,
a quien de seguro no se le abrirán los ojos ni se
le agriará la inocencia con leerle. Usted conoce de
sobra esta verdad y aclara las cosas en su carta-prólogo,
de suerte que, si una niña cándida la leyera,
podría servirle de comentario y de ilustración
para entender en los versos lo que sin carta-prólogo
jamás hubiera entendido. Ésta es la mejor demostración
de que el señor Menéndez Pelayo no ha traspasado
los límites del más rígido y severo
decoro.8
Si traduce el señor
Menéndez a Catulo, no traduce ninguna de las muchas
composiciones de dicho autor censurables por la obscenidad,
sino el Epitalamio de Julia y Manlio, lleno de belleza moral
y pura. Todos los otros versos que traduce y publica en el
tomo el señor Menéndez, están igualmente
exentos de impureza; como, por ejemplo, el Canto Secular
y la oda XII del libro I de Horacio, la Olímpica XIV,
de Píndaro; un fragmento de Petronio, la elegía
de Ovidio a la muerte de Tibulo y el idilio de Bión
a la muerte de Adonis.
Una
composición bastante viva y primaveral ha traducido
el señor Menéndez: el idilio de Teócrito,
titulado Oaristys, pero se ha guardado bien de ponerlo en
los ejemplares que destina al público, incluyéndoselo
sólo en dos o tres docenas de ejemplares, en papel
de hilo, que a sus más íntimos ha regalado.
Andrés Chénier
imita o parafrasea, más bien que traduce este idilio,
mientras que nuestro joven poeta le traduce al castellano
con concisión y fidelidad pasmosas.
Pero
esta misma composición, que es la más libre
de todas las del tomo, no se puede decir que sea viciosa
ni inmoral, sino sencilla y harto cercana a la naturaleza.
Es un diálogo entre un boyero y una muchacha que guarda
cabras, la cual, previa palabra de casamiento, cede a las
súplicas y atrevimientos de su amante.
Por
lo demás, usted sabe de sobra que no hay esa solución
de continuidad entre la cultura gentílica y la cristiana,
que los acusadores y censores del señor Menéndez
Pelayo quieren suponer, sin duda. A través de la Edad
Media persisten el gusto pagano, el empleo de la mitología,
las canciones báquicas y amatorias, las fiestas que
tenían más del antiguo paganismo que del espiritualismo
nuevo, y el entusiasmo fervoroso por la primavera, el amor
y la fuerza fecundante que da vida a todos los seres.
Lo
que vino con el Renacimiento fue el saber más fundamental
de lo antiguo, la depuración del gusto literario,
el estudio crítico de los buenos autores; pero no
vino, porque ya estaba, y no puede menos de estar siempre
por ser tan propio de la natural condición de los
hombres, la afición a los deleites, el amor de la
hermosura física y el epicurismo que se complace en
los banquetes y en la bebida.
La
poesía de la Edad Media dista mucho de haber sido
siempre ascética y severa. Tanto la erudita, cuanto
la popular, si es lícito y fundado, y si no es arbitrario
hacer esta distinción, tuvieron en la Edad Media mucho
de licencioso y pecaminoso. De ello dan testimonio nuestro
arcipreste de Hita y no pocos versos de nuestros cancioneros
y romanceros. De ello dan testimonio las otras literaturas,
en las diversas lenguas vulgares de Europa, y las poesías
latinas que han publicado y coleccionado Follen, Edelestand,
Du Méril y otros.
El
concepto, por consiguiente, de que hubo un paganismo antiguo,
y de que después, desde el Renacimiento y la Reforma,
el mundo se descristianiza de nuevo y nace el moderno paganismo,
es un concepto completamente falso, en el cual, no obstante,
fundan en el día muchos severos y religiosos críticos
sus más crueles censuras. El antiguo paganismo ha
persistido siempre sin extinguirse jamás. La cultura
greco-latina, en lo que tenía de corrompido,
ha sido condenada, si bien con poco fruto, por la cultura
cristiana; pero en lo que hay en dicha cultura greco-latina
de noble, de hermoso, de poético, de delicado, de
conforme con las más brillantes y egregias condiciones
y prendas de nuestro ser de hombres, la cultura cristiana
ni ha borrado ni ha querido borrar un tilde; antes bien,
todo ello, filosofía, ciencia, poesía, arte,
ha entrado como elemento, si humano preciadísimo,
en el acervo común de la civilización más
ortodoxa.
En este sentido
el señor Menéndez Pelayo es pagano; muestra
esa visible predilección que usted afirma que sus
amigos lamentan; pero lo que se puede y debe afirmar es que
es grecolatino, esto es, que todavía, después
de dos o tres siglos, durante los cuales se diría
que los pueblos del Norte, los germanos, tienen la hegemonía
de la civilización, el señor Menéndez
Pelayo se obstina en creer, con fe profunda en nuestro destino,
que el cetro civilizador no ha sido arrebatado de entre las
manos de los pueblos románicos, de las naciones europeas,
cuyas costas el Mediterráneo baña con sus ondas
azules, y cuyos campos dora un sol más radiante y
fecundo.
Por esta creencia
del señor Menéndez Pelayo se explica bien su
predilección a lo clásico, sin tener que condenarle
por pagano. En medio de todo, su paganismo no le extravía;
y me pesa de que usted mismo se haya dejado arrastrar casi
insensiblemente de la exagerada pudibundez, que hoy se estila
en lo escrito e impreso, y que por desgracia dista infinito
de estar en las costumbres, hasta decir que flores poéticas
de insano aroma forman la mayor parte del espléndido
ramillete, o dígase de los Estudios Poéticos
del señor Menéndez Pelayo. ¿Quién sabe?,
me digo yo; tal vez mi moral sea más relajada; tal
vez tenga yo embotado el olfato púdico; sin duda carezco
de aquella sutil sensibilidad de narices que tuvieron varios
santos, como San Felipe Neri y Santa Catalina de Sena, por
donde percibían al punto el insano aroma de todo lo
deshonesto. Lo cierto es que yo no percibo el insano aroma
en las flores poéticas del señor Menéndez
Pelayo. Me inclino, no obstante, a sostener que en las traducciones
de latinos y griegos no hay tal insano aroma.
Más
bien se muestra algo más libre y atrevido el señor
Menéndez Pelayo en dos composiciones que ha escrito
como facetia erudita, y en las cuales, lejos de imitar las
obras de la docta antigüedad clásica, imita fiel
y dichosamente la poesía popular de la Edad Media;
pero estas dos composiciones están en latín,
que, si bien fácil y llano, no creo que entiendan
todos, y mucho menos las mujeres. Por otra parte, el desenfado,
la juvenil alegría y hasta la licencia de estas composiciones
del señor Menéndez, no son nada en comparación
de la desvergüenza de las composiciones estudiantescas
que le sirven de modelo.
No
pocas de las tales composiciones báquicas y amatorias,
cantadas por estudiantes y compuestas a menudo por sacerdotes,
como, por ejemplo, el célebre Gualtero Mapes, arcediano
de Oxford, son de una insolencia grande, que nuestro joven
poeta se guarda de imitar, y están llenas del paganismo
más crudo, mezclado, con frecuencia, en irreverente
y sacrílego maridaje, con ideas y sentimientos cristianos.9
No faltaban santos, como
San Urbano, San Nicolás y San Martín, a quienes
la gente alegre había convertido en patronos de sus
desafueros, francachelas, comilonas y lascivias. Así
es que, en la fiesta de San Martín, pongo por caso,
se cantaban himnos de lo más licencioso que es posible
imaginar, donde se llama a la fiesta a dioses como Baco,
Pontina y Sileno; a otro dios que no nos atrevemos a designar
sino con el epíteto de ithyphallus, cuya ferocidad
queda velada entre los pliegues del idioma helénico,
y a las bacantes que a dicho dios ithyphallus son tan apasionadas.
Du Méril trae en su
colección muchas de estas canciones báquicas
y amatorias, compuestas las más por o para estudiantes;
donde se canta de vino, de mujeres, de amores y deleites;
donde se celebra la vuelta de la primavera, en el tono del
Pervigilium Veneris, que fue muy imitado en toda la Edad
Media; y donde a menudo ofenden más las impurezas,
porque son más crudas o más grotescas y menos
elegantes que en los poetas gentílicos de la antigüedad
clásica.
Así,
por ejemplo, el mismo asunto del idilio Oaristys, de Teócrito,
que traduce el señor Menéndez, está
en un cantar, medio en alemán, medio en latín,
compuesto por estudiantes, pero con la notable diferencia
de que en Teócrito es inocente todo, y acaba en boda,
y en el cantar estudiantesco termina así:
Ipsa tulit camisiam,
Die beyn die waren
weiss.
Fecerunt mirabilia,
Da niemand nicht um weiss.
Und da das spiel gespielet war
Ambo surrexerunt,
Da giemg
ein jeglichs seinem Weg
Et numquam revenerunt.
En
las dos poesías latino-bárbaras o populares
y estudiantinas del señor Menéndez, están
el estilo y las ideas y las expresiones tan bien imitadas
que dichas poesías no parecen escritas ahora, sino
halladas en antiguo códice y escritas en el siglo
XIII por algún escolar de Salamanca, el cual leía
más en el Arte de amar que en las Decretales. Así
exclama:
Nec Decretalia lego,
Nec libros Pandectarum,
Erit mihi solus Naso
Magister
Sententiarum.
.............................
Uror
amore puellae,
Nec jam maturam sperno;
Illa est decora
facie,
In hac sapientiam cerno.
Non
solum pulchritudine
Sed venustate capior,
Et lascivienti
risu
Cultu et munditiis rapior.
Et
mauras et judaeas
Simul fideles amo;
Et fremens sicut
cervus
Pro eis semper clamo.
.............................
Scio ludere alea,
Et cantilenas pangere,
Et rhytmice saltare,
Crumata et tibiam tangere.
Scio
vina discernere
In poculis commixta;
Agnosco odorem aquae
Fugio velut arista.
In potatorio carmine
Nulli secundus cedo,
Et carmina pro poculis
Omni pincernae
reddo.
Sum vagus sicut ventus
Et liber
sicut avis;
Me rapiet usque ad mortem
Illa stultorum
navis.
Creo yo que con lo
que he expuesto hasta aquí, lo cual no viene a impugnar,
sino a corroborar lo que usted tan discretamente expone,
queda absuelto nuestro amigo de las acusaciones de paganismo
en cuanto a lo moral.
En cuanto
a lo metafísico o dogmático, las acusaciones
son vagas e infundadas. Si traduce el señor Menéndez
el principio del poema de Lucrecio, con la invocación
a Venus, el elogio de Epicuro y la invectiva contra la religión,
lo hace por amor al arte, y no porque sea materialista
y ateo como Epicuro y Lucrecio. Es evidente que nuestro poeta,
al referir el sacrificio de Ifigenia, puede exclamar con
el poeta latino:
Tantum religio potuit suadere malorum,
sin que sea extensiva la reprobación a todas las
religiones, sino limitándose a las falsas, crueles
y sedientas de sangre.
Ni
traduce o imita Menéndez Pelayo el Canto de los sepulcros
de Fóscolo, algunas composiciones de Andrés
Chénier, como El ciego y El joven enfermo, y la oda
A Venus, del portugués Filinto, porque sean estos
poetas paganos del nuevo paganismo, sino porque estos poetas
son excelentes poetas.
De
Byron ha imitado Menéndez el Himno a Grecia (Canto
III del Don Juan); pero, ¿qué hay en este himno, bellamente
imitado, que se oponga a los sentimientos y creencias del
cristiano? ¿No se llama en este himno a nueva vida, recordando
sus pasadas glorias, al pueblo, en cuyo serio, y con el auxilio
humano de cuya lengua, letras y filosofía se formó,
mediante la inspiración celestial, el dogma de nuestra
fe? ¿No se le excita para que recobre la libertad, peleando
contra los infieles que le tienen oprimido?
Por
otra parte, hay que considerar que el poeta, ora sea imitador,
ora traductor, ora invente asunto y todo, no tira a demostrar
o probar cosa alguna, sino a crear o a reproducir la belleza,
dondequiera que la halla. El poeta es impresionable, y no
hay que pedirle estrecha cuenta de sus impresiones y entusiasmos,
ni tratar de ponerlos en armonía, ni menos de eslabonarlos
formando sistema.
Ya, con
los años, el señor Menéndez, que no
es sólo poeta, sino pensador y filósofo y prosista
fecundísimo dejará consignadas sus creencias,
doctrinas y opiniones con la debida trabazón dialéctica.
Es prematuro e impertinente querer rastrear hoy todo esto
por traducciones o imitaciones poéticas donde el entusiasmo
del joven poeta y erudito puede nacer de la forma y no del
fondo, de las imágenes, de la expresión y de
los afectos y no de las doctrinas.
Tal
vez la obra maestra del señor Menéndez, entre
otras traducciones, es la que ha hecho del Himno de Prudencio
en loor de los mártires de Zaragoza. En verdad
que aquí no peca de pagano. El himno es cristianísimo.
Pasma la energía de la obra original y la no menor
energía con que está traducida. Pero, ¿será
por eso el señor Menéndez responsable de lo
que Prudencio siente y cree? ¿Será su cristianismo
tan sombrío y entusiasta de la sangre como el del
antiguo poeta hispanolatino? ¿Creerá el señor
Menéndez que la fin del mundo está cercana,
que Cristo va a venir fulminando a juzgar a las gentes, y
que los ángeles de cada ciudad se presentarán
ante Él para calmar su ira, trayéndole, en
azafates de oro y cual rico presente, huesos y sangre, y
llagas, y miembros humanos destrozados y cubiertos de cicatrices
y gangrena? Es innegable que el señor Menéndez,
cuya imaginación poética es cual claro espejo,
reproduce todo esto porque es sublime, aunque sea feroz;
y, sin sentir como Prudencio en lo real, siente artísticamente
como él, dando idea de lo que, en la época
terrible de la caída de la antigua civilización,
ocupaba el espíritu de los hombres más egregios
y de los poetas más inspirados.
Algo
parecido es conveniente decir acerca de una oda de Sinesio
(la primera), que el señor Menéndez imita o
traduce con mucha libertad. La oda es bella, está
llena de elevados sentimientos y aspiraciones. Su dicción
recuerda la de nuestro Fray Luis. No nos metamos, pues, en
honduras, ni decidamos aquí hasta qué punto
el misticismo de Sinesio tiene algo de panteísta,
de emanatista, de neo-platónico o de gnóstico,
no de buena ley, sino herético. Yo tengo para mí
que cuanto dice Sinesio es ortodoxo; hasta lo último
de que el alma ha de ir:
Con místicos abrazos
A confundirse en la divina esencia.
Traduciendo literalmente,
dice el poeta griego: «abrazado con el Padre, diosa en Dios
te deleiterás.»
Pero,
en fin, sean como sean estos atrevimientos místicos,
ni el señor Menéndez va a poner la traducción
de la oda en un libro de oraciones, ni va a hacer de ella
una adición al catecismo. Baste para nosotros que
la traducción del himno de Sinesio sea bella, aunque
demasiado libre, y aconsejemos al señor Menéndez
que traduzca también los otros siete himnos que
de Sinesio se conservan, si bien procurando ceñirse
más al original, que bien puede.
El
señor Menéndez tiene admirable facilidad para
el trabajo; pero su ardor, su fuga, su impaciencia son más
admirables, si bien le perjudican a veces. Se diría
que todo lo quiere hacer a escape. Y en verdad que a escape
lo hace todo. No se comprende de otra manera cómo
en los pocos años que lleva de vida ha escrito tanto,
ha leído y ha aprendido tanto.
No
es de extrañar que haya a veces algo de endeble y
desmayado en sus traducciones, como, v. gr., la traducción
de La joven cautiva, de Andrés Chénier, la
menos dichosa de todas, y que se queda a cien leguas de la
composición original, quizá la más bella
del poeta galo-greco, y una de las más bellas que
en francés se han escrito. En cambio, ya hemos dicho
que en otras traducciones es el señor Menéndez
insuperable.
Usted, amigo
mío, encomia con razón y fundamento, a par
que las traducciones, las pocas poesías originales
del señor Menéndez. Aunque me haga eco de lo
que usted dice, quiero y debo acompañarle en sus alabanzas.
Entre estas poesías
originales hay dos, en mi sentir, de primer orden: la Epístola
a Horacio, y la Oda a la memoria del poeta catalán
Cabanyes, muerto en la flor de su edad.
En
ambas composiciones explica Menéndez de un modo magistral
su teoría del arte, e insinúa, con el precepto
y con el ejemplo, aquella sentencia de Andrés Chénier,
que es el principio capital de su doctrina:
Sur des pensiers
nouveaux faisons des vers antiques.
Pero
ya es tiempo de que yo termine esta carta harto prolija y
desordenada. Convenimos en todo, y mi propósito al
escribirla ha sido corresponder a la amabilidad con que usted
me honra escribiéndome la suya, a que contesto, y
dar también, valga por lo que valga, testimonio ante
el público del extraordinario valer literario y poético
de nuestro joven y modesto amigo. Éste no se ha mezclado
hasta ahora en negocios políticos, mas no lleva trazas
de ser lo que llaman vulgarmente un neo; y si alguien le
elogia, imaginando que lo es o lo ha de ser, ya puede
desengañarse y cesar en el elogio, que el señor
Menéndez no perderá nada.
Usted
ve en el señor Menéndez, como en singular alianza
de índole intelectual, a un ferviente pagano literario,
a un austero católico ortodoxo, a un poeta ya fogoso,
ya idealista, y a un bibliógrafo obstinado y benedictino.
Yo veo también algo de esa alianza, aunque no la encuentro
singular, y entreveo y columbro que ha de salir de ella cierta
combinada unidad, de cuyos caracteres y condiciones ya hablaremos
dentro de algunos años, si vivimos para entonces.
Entretanto, consérvese
bueno, y créame su afectísimo amigo,