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Estudios poéticos

Marcelino Menéndez Pelayo



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Haz que las Gracias sean compañeras eternas de mi vida.


Xa/ritej (Teócrito..)                




A C...
su primo Marcelino.




ArribaAbajoCarta-prólogo al excmo. Sr. D. Juan Valera

Mi antiguo amigo y querido compañero: Desea el brillante y estudioso joven D. Marcelino Menéndez Pelayo que yo escriba algunas páginas, como en señal de estimación literaria, al frente de sus Estudios Poéticos. Tengo escasa afición a los prólogos, que suelen ser ociosos encarecimientos o anticipaciones poco sustanciales de las ideas del libro, y prefiero satisfacer ahora la deuda que la amistad me impone, conversando un rato con usted acerca de esta colección poética y de las altas dotes literarias que adornan a su autor.

Muchas veces, con el contentamiento íntimo de quien ama de veras las letras, hemos hablado usted y yo de Menéndez, como de un hallazgo intelectual. Tesoro nos parecía en verdad, y tesoro de más valor que el que pueden constituir los diamantes y el oro, el peregrino conjunto de facultades literarias que rara vez se encuentran tan admirablemente unidas y hermanadas en un solo individuo. La erudición de Menéndez, que no es superficial y mal ordenada, sino bien asentada y robusta, sería para cualquier maduro entendimiento caudal magnífico de ilustración y sólido fundamento para dar rumbo certero al juicio y al examen crítico de las cosas humanas; para un joven de ventiún años, es simplemente un fenómeno extraordinario y hasta pasmoso.

Soñar con los aplausos científicos o literarios en los albores de la juventud, escribir versos, afanarse por alcanzar triunfos en las aulas; ésa es la historia honrosa de casi todos los estudiantes que sienten hervir en su pecho el ansia de la gloria. Pero encerrarse sin tregua desde la edad de catorce años en archivos y bibliotecas, para buscar, oscuro, reflexivo, incansable, sin excitación ni vigilancia de parte de la familia, sin la menor distracción mundana, no los medios fáciles de lograr desde luego halagos y estímulos del amor propio, sino las verdaderas y primordiales fuentes del saber; ésa es la historia única y exclusiva de Marcelino Menéndez. Ha trastornado en esto gloriosamente las leyes naturales de la vida. Todos empiezan dando pábulo a la fantasía, y dejan para más adelante las graves tareas de la reflexión y los martirios de la investigación científica. Menéndez antepone la reflexión a la fantasía, para que ésta halle después en sus vuelos más seguro y acertado camino.

Aún recuerdo que nuestro amado e ilustre compañero Hartzenbusch, me habló alguna vez de un mozo de pocos años, que llamaba la atención en la Biblioteca Nacional por su asidua asistencia, por su corta edad, por su perseverante estudio, y hasta por la importancia de los libros y manuscritos cuya lectura solicitaba. ¿Quién había de ser este viejo de quince años, sino Marcelino Menéndez, que a los veinte se ha atrevido a escribir nada menos que la Historia de los Heterodoxos Españoles, esto es, a acometer una de las empresas más arduas, más comprensivas, más filosóficas y de mayor alcance crítico que pueden intentarse entre nosotros?

Usted, aludiendo a la dificultad de poner en claro y aquilatar hoy día la parte que hayan tenido en el movimiento filosófico moderno los sabios y los pensadores españoles, dice en uno de sus más bellos discursos académicos, que «sería pedir heroicidades pedir que alguien se ponga con paciencia a estudiar y a extractar volúmenes en folio, en latín casi todos, a fin de resumir y juzgar doctrinas que a pocos españoles interesan». Pues bien, las muestras que Menéndez ha dado y está dando de su profunda perspicacia y de su animoso espíritu para desentrañar y sostener las verdades de la ciencia histórica, dan motivo a esperar que él sea uno de los raros y heroicos campeones del saber, que, lejos de arredrarse ante esos innumerables y gigantescos volúmenes de enmarañado lenguaje, cifran su gloria en desenterrar los tesoros del pensamiento humano en los siglos pasados, en hacer brotar luz purísima del caos de los archivos y bibliotecas, y en devolver a su patria el patrimonio de sus grandezas intelectuales, desconocidas o usurpadas por las naciones extranjeras.

Versado en las nociones abstrusas de la filosofía, y en la historia crítica y literaria de nuestra patria; helenista y latinista aventajadísimo; conocedor de varios idiomas modernos; doctor en Filosofía y Letras, premiado por sus felices estudios; bibliófilo sagaz e infatigable, que ha explorado ya con extraordinario fruto las principales bibliotecas de Europa: todo esto es Menéndez... Los que así viven en la esfera de la meditación y del estudio, suelen apartarse por necesidad y por instinto del campo risueño y fantástico de la poesía. No acontece esto a nuestro ilustrado joven. Abarca mucho más. Siente con intensidad la noble emoción de lo bello y el embeleso de la armonía y es delicado poeta y versificador gallardo.

Pero el hombre está lleno de contradicciones; es circunstancia ingénita e inevitable de su ser, y por eso nunca acertamos a comprenderle. Alguna sorpresa me causó leer la lista de los poetas traducidos por Menéndez, los cuales deben de ser, a lo que puede conjeturarse, sus poetas favoritos... ¡Cómo! Menéndez, que, con todo el brioso fervor de los polemistas antiguos, está siempre apercibido a romper lanzas con cualquiera que osa siquiera mirar de reojo las cosas santas de la religión y de la moral, escoge para un ostentoso ramillete de flores poéticas, vates livianos como Safo y Teócrito, obscenos como Catulo y Petronio, impíos como Lucrecio y Byron. Quiere presentar una muestra de poesía moderna italiana, y en vez de acudir a los hermosos himnos y cantos líricos de Mamiani, de Borghi, de Manzoni, u otros semejantes, traduce Los Sepulcros de Hugo Fóscolo, uno de los tres ilustres poetas italianos absolutamente contagiados de los rencores políticos de la Revolución Francesa1. Es una hermosa declamación poética, que ha cautivado a Menéndez por las galas del estilo y por las bellas imágenes paganas. Pero carece de la hechicera sencillez que es, en todas las literaturas, privilegio de los siglos clásicos. Los sepulcros no inspiran a Fóscolo las meditaciones, ni los sentimientos de humildad, de ternura, de piedad y de melancolía que ante la imagen de la muerte brotan naturalmente del alma humana. Sus reflexiones son acentos de orgullo. No piensa en el cielo, piensa sólo en a gloria terrestre. Es pagano en la forma, y a todos ésta nos complace; pero lo es mucho más en el fondo, y tanto, que se atreve a ensalzar los ritos gentílicos, y a menospreciar y a calumniar los usos y hasta los sacerdotes de la Iglesia cristiana. Puede decirse que es más pagano que los paganos mismos. Éstos tenían su cielo; Hugo Fóscolo no cree en él, y no le queda más religión en sus versos que la frase acerada de la ira impía y la vehemencia del odio político.

Pindemonte, a quien fue dedicada la obra, contesta a Fóscolo con otro canto a Los Sepulcros. Casi tan poeta y tan artista como Fóscolo, parece que completa y rectifica las ideas de su amigo. Siente y no declama. Antes que el renombre de los héroes y de los sabios, ve en la tumba la triste pero dulce ilusión de los afectos que interrumpió la muerte:


«¡Quante memorie di dolor comuni,
di comuni piacer!.................»



Ve asimismo en el camposanto el consuelo de las celestiales esperanzas. Dice a un desventurado que está orando ante el sepulcro de su esposa estos cristianos y bellísimos versos:


«¡Ma il solitario loco orni e consacri
religïon, senza la cui presenza
troppo è a mirarsi orribile una tomba!
..................................
Nel rio, che si lamenta, e in ogni fronda
che il vento scuota, sentirai la voce
della tua sposa, con le amiche note,
sotto il suo busto, nella pietra incise,
ti parlerà: Pon, ti dirà, pon freno,
caro, a tanto dolor; felice io vivo



Menéndez, que ve bien claro todo esto, pero que se enamora del vuelo ambicioso de los versos de Fóscolo, los traduce con gran vigor y con sobriedad clásica. Aumenta esta sobriedad en los pasajes escabrosos; así es que corre su pluma como sobre ascuas en la invectiva contra los enterramientos cristianos, procurando envolverla y disfrazarla con atavíos de severa forma, y se guarda bien de traducir la venal prece, idea que, según él mismo me ha dicho alguna vez, le parece falsa, prosaica y de perverso gusto.

Quiere evocar la veneranda imagen de un prelado que entona religiosos cánticos, y fija Menéndez su elección en el famoso Sinesio, filósofo alejandrino que asombró a Arcadio por la osadía de sus palabras en el último año del siglo IV, y que, proclamado obispo, aunque era casado, por el clero y el pueblo de Tolemaida, no renunció ni a su mujer ni a sus ideas paganas. Dudan mucho Villemain y otros críticos modernos de su sincera conversión y hasta de su bautismo; pero seduce la viva imaginación que resplandece en sus escritos, donde intenta amalgamar los principios cristianos con el vago y peculiar misticismo de la escuela neoplatónica. Menéndez no acierta a resistir en las letras a la tentación de lo bello, y su paráfrasis de la oda, que llama teológica, de Sinesio, da testimonio de su gusto alto y acrisolado. La oda empieza en tono poco episcopal, pero sube en seguida, merced sin duda en gran parte a la fantasía delicada de nuestro poeta castellano, a los más puros espacios de la idealidad cristiana. Es más; por obra y virtud de la peregrina habilidad de Menéndez, la poesía del semipagano Sinesio adquiere a veces la entonación sencilla, la candorosa gracia y el espiritual alcance de Fray Luis de León. ¿Quién no recuerda al leer las siguientes estrofas la elevación ideal de aquel gran pensador católico?


Sino aquella luz pura,
   Aquella eterna fuente
De do mana el saber que siempre dura,
   Que es la gloria esplendente,
Y la verdad, la ciencia y la hermosura.
.........................
   Allí brotó la llama
Del alto pensamiento,
Puro destello que el Señor derrama
   Desde el sublime asiento,
Soplo vital que la materia inflama.
...........................
   De terrena existencia
   Rotos los férreos lazos,
Has de volver, humana inteligencia,
   Con místicos abrazos
A confundirte en la divina esencia.



No puedo, porque sería enojosa tarea, examinar las composiciones griegas escogidas por nuestro amigo. Pero no he de prescindir enteramente de la oda segunda de Safo, por la imnensa celebridad de que ha gozado desde el retórico Longino hasta la era presente. La oda es tan misteriosa como su autora. A fuerza de ver ya ensalzado, ya vilipendiado por escritores de todos tiempos el nombre de esta mujer insigne, y de leer acerca de su vida tantas relaciones novelescas, inclusa la absurda y anacrónica de la pasión que inspiró a Anacreonte, el cual nació cerca de medio siglo después que la poetisa de Lesbos, entra el pensamiento en un mar de confusiones acerca de las verdaderas circunstancias de su situación social, de su carácter y hasta de su figura. Platón, Plutarco y muchos otros la pintan hermosa; Ovidio, que vivió seis siglos después que ella, y Pope, a veinticuatro siglos de distancia, la presentan fea y odiosa. La historia de su arrebatada pasión por Faón y su salto desde el promontorio de Léucade al mar Jónico, tiene visos de una mera invención legendaria; y tanto más que no faltan autores antiguos2 que atribuyen este romántico suicidio por despecho amoroso, a otra Safo, hetaira, también lesbiana, mas no de Mitilene, sino de Eresa. Usted no ignora que el sabio alemán Ottfried Müller sostiene que Faón no es más que un personaje mítico, poéticamente celebrado por Safo. Lo único que puede llamarse histórico, es que Alceo, su contemporáneo, en los versos que a ella consagra, le manifiesta admiración profunda, llama divina a su sonrisa, y le expresa amor respetuoso. Herodoto también habla de ella en términos honrosos.

Mal se avienen estos atendibles testimonios con las repugnantes liviandades que escritores de épocas muy posteriores han atribuido a Safo. Le han aplicado, encarnizándose con ella, aquel terrible dicho, acaso humorístico, de Luciano: «No es a los hombres a quienes aman las lesbianas.» ¿Quién sabe si las acusaciones contra ella fulminadas, habrán nacido exclusivamente de su famosa oda A la amada? Esta oda es sin duda el modelo más acabado de las composiciones eróticas, pero ¡qué triste amor expresa! El amor de la sensación y no del sentimiento. No temo confesar que no he podido nunca dejarme arrastrar por el torrente de admiración que en edades antiguas y modernas ha producido esta viva pintura del encendimiento de los sentidos. Conozco su concisión ática, su verdad absoluta; imagino el hechizo, en oídos griegos, de la incomparable cadencia, magia y resonancia del idioma helénico; y todavía me parece esta obra, más que verdadera poesía, una descripción fisiológica perfecta y elocuente.

Algunos han creído que el verdadero título de esta oda no es A la amada, sino Al amado.3 No sé qué pensar. Me holgaría de que así fuese. No tendría, al menos, el disgusto de imaginar que la antigüedad impúdica nos ha legado una obra que, por preciosa que por su forma sea, parece precursora de la monstruosa literatura que ha producido en nuestros días la novela titulada Mademoiselle Girod, ma femme.

De las traducciones de esta oda tan admirada ¿he de decir la verdad? no me gusta ninguna: ni la de Boileau, ni la del inglés Philips, ni la de Delille, ni la de Castillo y Ayensa... ni siquiera la de nuestro Menéndez, que es una de las mejores. En todas encuentro pobreza de lengua y artificio de estilo. La imitación de Catulo me complace mucho más, tal vez porque el idioma latino se acerca más al griego, tal vez, asimismo, porque Catulo toma las palabras de Safo para hablar a su Lesbia, y esta poesía de sensualidad desaforada parece menos impropia bajo la pluma de un amante, que bajo la pluma de una mujer.

Siempre he profesado mala voluntad a las traducciones en verso de los poetas de la antigüedad, y el tiempo y la experiencia literaria no han hecho más que confirmar mi aversión. Una traducción poética de Homero, por ejemplo, cualquiera de las tres mejores, la de Pope, la de Voss, la de Monti, tiene necesariamente un sabor moderno, un esmero artificial que hiela a los lectores. ¿Cómo reproducir en el lenguaje poético de una sociedad refinada, que se paga de primores de ingenio, y se asusta de la desnudez de los cuadros y del estilo, la vigorosa ingenuidad de los poetas antiguos? ¿Cómo embelesar, ni conmover el corazón, ni acalorar la fantasía con la imagen y el recuerdo de costumbres, ritos e ideas de pueblos que creen, obran, piensan y sienten de un modo tan diverso del nuestro? Y esto en lenguas modernas, animadas de muy distinto espíritu, y en metros modernos, de especial acicalamiento y artificio, donde, al querer reproducir trabajosamente textos sánscritos, hebreos, griegos, persas, latinos o árabes, ha de asomar infaliblemente el filólogo antes que el poeta.

Y si esto acontece cuando acometen la arrogante tarea de traducir antiguos poemas ingenios como Menéndez, dotados de estro verdadero, ¿qué ha de ser cuando se arrojan a tamaña empresa meros humanistas sin imaginación y sin vuelo? Hermosilla, traductor de Homero, y Berguizas, traductor de Píndaro, eran indudablemente insignes helenistas. Sus versiones poéticas se caen sin embargo de las manos, y el lector, chasqueado, no puede menos de exclamar: ¡Y no son más que esto los grandes poetas que la historia, la voz de los siglos, la admiración universal ofrecen al mundo respectivamente como el arquetipo de la grandeza épica y de la sublimidad lírica!

Voss es el más fiel y escrupuloso de los traductores de la Ilíada. El idioma alemán, por su cualidad especial de poder combinar varias palabras en una sola, se presta grandemente a la versión. El libro de Voss es glacial.

La traducción de Pope es la más elegante; y ya sabe usted cuánto han dado que decir sus británicos y modernos atildamientos, y las burlas que han provocado sus primorosas frases, como cuando Héctor tiende sus tiernos brazos (fond arms) al amable niño (lovely boy), y llama a Andrómaca con sentimental afectación «la mejor parte de mi alma» (My soul's better part). En la Ilíada no se encuentra ni lo de tierno, ni lo de amable, y en vez de la frase, de moderna y algo cursi galantería, que Héctor dirige a la afligida matrona, Homero se limita a decir: Daimo/nie (noble mujer o digna mujer). No comprendió Pope y muy pocos han comprendido que las frases metafísicas del lenguaje moderno, acaso los idiomas mismos, son completamente impropios de Homero, y que la grandeza de éste consiste principalmente en una mezcla de patriarcal llaneza y de barbarie heroica.

No hay duda; esta literatura de las traducciones poéticas de la antigüedad es ardua y arriesgada; casi me atrevo a decir imposible. Si la traducción es absolutamente fiel (filológicamente se entiende), ni las palabras modernas alcanzan a dar a la poesía el color y la intención de las antiguas, ni el vulgo de los lectores puede comprender, sentir y admirar. Si es libre y desembarazada, quedan desnaturalizados por fuerza el texto y el espíritu antiguo: la versión es entonces una temeridad o una caricatura o una calumnia literaria.

En esta familiar conversación, puedo decir a usted sin rebozo, porque él no ha de llevarlo a mal, que nuestro excelente amigo Laverde, con su alma pura y profundamente cristiana, ha advertido, algo compungido y pesaroso, la visible predilección literaria que Menéndez manifiesta al paganismo antiguo y al paganismo moderno. ¡No traduce a Klopstock, ni a Lamartine, ni a otros poetas en cuyas obras rebosa el sentimiento cristiano, y traduce a Chénier y a Fóscolo y a Lord Byron, que en nada creen! Desearían Laverde y otros amigos de nuestro brillante joven, que hubiera éste reunido a las flores poéticas de insano aroma que forman la mayor parte de su espléndido ramillete, otras muchas de no menos vistosos matices y de más pura, espiritual y consoladora influencia. Pero ¿quién, si conoce las circunstancias morales e intelectuales de Menéndez, no ha de absolverle por completo? La predilección pagana es evidente, pero no hay que ver en ella ni sombra siquiera de impiedad, de impureza, de escepticismo, ni de audacia. Es simplemente la predilección literaria del estudiante entusiasmado, del mozo helenista, que bebió el sentimiento de lo bello en las más nobles y mágicas fuentes estéticas que ofrece la historia del mundo.

No se precia por cierto de osado en estas materias nuestro querido joven. Para convencerse de ello, basta parar la atención en los pasajes escabrosos y comparar la versión con los textos respectivos. Siempre que frisan éstos con lo impío o con lo impúdico, Menéndez suprime o atenúa y modifica todo aquello que, traducido con fidelidad escrupulosa, podría lastimar los sentimientos que han nacido en las sociedades modernas de otros principios, de otras creencias y de otras costumbres. Suprime, por ejemplo, en el idilio segundo de Teócrito, la parte lasciva y descompuesta de la extraña relación de amores que la desdeñada Simeta dirige a la Luna; y no habrá usted dejado de notar que cuando, en este mismo idilio, alude la hechicera a aquella fea y repugnante costumbre, contraria a los instintos naturales, que con tan cándida barbarie se menciona a cada paso en la literatura de la antigüedad greco-romana, Menéndez elude hábilmente la dificultad en este verso:

«No sé de quién; mas vive enamorado.»

La duda que expresa Teócrito no es tan vaga. Don José Antonio Conde, que, si bien puliendo un poco la pastoril rudeza, lo traduce todo, dice con franco estilo, expresando la celosa angustia de Simeta:


«La madre de Filista mi flautera
Me dijo estaba Delfi enamorado;
si de mujer o de varón tenía
amores, no sabía ciertamente.»

El sabio prelado mejicano, que acaba de publicar su esmerada y bella traducción de los bucólicos griegos4, resuelto a no ofender en caso alguno las leyes del pudor, comete a sabiendas en la versión laudables infidelidades, como él mismo las llama, y no habiendo de expresar, cual lo hace Conde, que Delfis, en sus extravíos amorosos, no distingue de sexos, le ocurre dar a las dudas de la madre de Filista un carácter nuevo y completamente femenino. Traduce así:


«Entre varias noticias me ha contado
que Delfis se halla de otra enamorado:
   Si es virgen o viuda
   La buena anciana duda.»

¡Digno y noble prelado, que, convencido de que no es dable ni conveniente privar al mundo moderno del estudio de los modelos clásicos, arrostra, ilustrado y brioso, la traducción de la literatura pagana, expurgándola de las manchas morales que la envilecen y la afean!

Este elevado y sano miramiento a las costumbres ha obligado infinitas veces, como usted sabe, a los traductores cristianos, a convertir en garridas mozas y zagalas a los pastores y mancebos de los poetas del gentilismo. Hidalgo, vate andaluz, transformó en una lozana pastora al desdeñoso Alexis de Virgilio5. Pérez del Camino hizo primorosas doncellas de ciertos mimados mancebos de Catulo; y usted mismo, en su traducción de Schack, convierte en muchacha a un escanciador árabe.

Al ver a Menéndez tan cuidadoso de evitar cuanto puede sonar como escándalo en oídos delicados y timoratos, ¿quién se atreve a acusarle por su vehemente preferencia a las obras maestras del clasicismo antiguo? ¿Qué hombre de acrisolado gusto, incluso Fray Luis de León, que labraba con manos cristianas el mármol gentílico, no ha incurrido en este literario pecado? Y, en resolución, ¿qué toma Menéndez de los poetas antiguos de más temeroso renombre? De Petronio, una recia y elocuente sátira del desenfreno e ignominia de las costumbres de la decadencia romana; de Catulo, el elegante epitalamio de Julia y Manlio, que algunos juzgan traducción de Safo; de Lucrecio, la famosa invocación, que parece un canto cristiano, donde, con una grandeza, del sentimiento humano hasta entonces nunca empleada, se anatematiza inexorablemente, cual un martirio horrendo, el bárbaro sacrificio de Ifigenia.

Menéndez hace gala de su paganismo literario y artístico. Y ¿cómo no ha de hacerla, si sabe comprender y sentir las grandezas intelectuales y morales del mundo antiguo, si ve al Dante tan enamorado de ellas, que las ensalza sin medida, y hasta las santifica en sus versos? ¿Ha de ser Menéndez, en el siglo XIX, menos tolerante con los paganos sabios y virtuosos que lo fueron los ortodoxos de la Edad Media? Dante coloca a Trajano en el Paraíso. La Iglesia casi canoniza, a Aristóteles, y el mismo Dante hace de él el más grandioso elogio llamándole el maestro de los que saben,

«Vidi il maestro di color che sanno.»

(Inferno, canto IV.)

Si alguien no hallase bastante clara y legítima la arraigada afición de Menéndez a los poetas de la antigüedad, que en nada amengua su rigorosa ortodoxia, lea su Epístola a Horacio, obra animada, sincera, vigorosa y profunda; elogio fervoroso de la belleza y de la cordura; magnífica apoteosis del gran poeta romano. Aquí ya no es Menéndez solamente el estudiante entusiasmado que, a los veintiún años, nos sorprende por los triunfos de su claro ingenio y de su estudio perseverante: es el hombre de precocidad inaudita, firmemente asentado en el pedestal de la madurez y del talento, que siente, juzga y proclama grandes principios con la voz serena y poderosa de la convicción y de la verdad.

¿Cómo no ver la entereza del alma, el enérgico impulso de la conciencia, el arranque de la fantasía, en estos robustos y bellísimos versos?


«¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la dulce medianía...
Canta de amor, de vinos y de juegos,
Canta de gloria, de virtudes canta.
¡Siempre admirable! Recorrer contigo
Quiero las calles de la antigua Roma,
Con Damasipo conversar y Davo,
Reírme de epicúreos y de estoicos,
Viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
Sentarme en el triclinio de Mecenas,
Y aprender los preceptos soberanos
Que dictaste festivo a los Pisones...
...........................
   «La antigüedad con poderoso aliento
Reanime los espíritus cansados,
Y este hervir incesante de la idea,
Esta vaga, mortal melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,
Sus fuerzas agotando en el vacío,
Por influjo de nieblas maldecidas
Que abortó el Septentrión, ante su lumbre
Disípense otra vez...»

Menéndez ha traducido con soltura y gracia a varios poetas modernos, especialmente a Byron y al catalán Rubió y Ors. Admira a Chénier, con razón, porque su gusto es acendrado; y especialmente, según yo creo, porque no pertenece a su época, porque es un verdadero adepto de las Musas paganas, porque cifra todo su conato en introducir el espíritu antiguo en la poesía francesa. Pero le admira con exceso, llamándole divino en su bellísima oda al poeta Cabanyes. Y, sin embargo, ¡cosa extraña!, no es Chénier el poeta que con mayor inspiración interpreta el poeta castellano. En la traducción de La Jeune Captive (la hermosa Amada, Duquesa de Fleury, encarcelada, como Chénier, en Saint-Lazare) resplandecen la gracia y la limpieza de estilo de Menéndez; pero no ha pasado a la versión española todo el encanto, toda la gentileza, toda la ternura sencilla, a la manera griega, que campean en el original francés.

No obstante, la escuela poética de Menéndez es al parecer la de Chénier, que éste define claramente en el siguiente verso:

«Sur des pensiers nouveaux faisons des vers antiques.»

¿Y qué me dice usted de los cantos latinos goliardescos, juguetón desenfado de una musa de veinte años? Erradamente juzgaría quien viese en ellos indicio de las aficiones de nuestro austero y morigerado Menéndez. Halló en Leyden una colección de poesías latinas estudiantescas (Carmina variorum ludrica, selecta ad usum lætitiæ), en las cuales se canta festivamente el amor y el vino, no como Anacreonte o Baltasar de Alcázar, sino por el estilo de nuestro obsceno Cancionero de Burlas, esto es, con la tabernaria franqueza que empleaban en la Edad Media los estudiantes juglares de las naciones septentrionales.

Menéndez no se aventura tanto; pero canta también la taberna, adonde de cierto no ha ido nunca. No le mueven en estos cantares, algo desmandados, ni la mujer ni el vino. Le mueve el antojo literario de imitar aquellos atrevidos versos escolares, y lo hace por cierto con donaire y desenvoltura. Son, a mi ver, sus versos goliardescos como una travesura poética, semejante a las que cometen los niños, por el gusto de romper alguna vez las amarras de una educación severa y recogida.

Al terminar estos desaliñados renglones, que he tenido que escribir a la carrera, por apremiar el tiempo para la publicación de los Estudios Poéticos, me asalta el temor de disgustar a Menéndez con mis encarecidas alabanzas. Pero ¿qué importa? Él las ignora; se halla en este momento en Santander y cuando las vea impresas, se resignará, sin sentir por ello engreimiento de ninguna especie. Me complazco en creer que a su entendimiento extraordinario junta una modestia también extraordinaria. Bien la necesita para no caer en los desvanecimientos de amor propio en que caen tantos sin gran motivo, y que son una de las enfermedades morales más incurables y más enfadosas de la generación presente.

Con usted, amado compañero, no me disculpo por dirigirle esta que ya va siendo interminable carta, pues sé que profesa, como yo, admiración y afecto al mozo privilegiado que nos permite ver, como una gloria futura de la patria, y como singular alianza de índole intelectual, al ferviente pagano literario en el más austero ortodoxo cristiano, y al poeta, ya fogoso, ya idealista, en el bibliógrafo obstinado y benedictino.

Madrid, 16 de mayo de 1878.

De usted muy afecto compañero

Leopoldo Augusto de Cueto

Marqués de Valmar




ArribaAbajoDe la moral y de la ortodoxia en los versos6

Carta al Excmo. Sr. D. Leopoldo Augusto de Cueto, Marqués de Valmar


Mi distinguido amigo y querido compañero: Con gran placer he leído la discreta y amena carta que me dirige usted y que sirve de prólogo a las poesías de Menéndez Pelayo. Yo, que animé al autor a que las publicase, celebrándolas como en mi sentir merecen, me creo ahora en el deber de hacer público mi juicio, divulgando la alabanza. Nada más natural que dar a este juicio literario forma de carta, a fin de imitar a usted y contestar a la suya.

Harto sé que el mérito del señor Menéndez Pelayo no ha menester que yo le encomie para que brille y sea reconocido por todos. Usted, además, ha hecho ya en este punto cuanto hay que hacer, y poco o nada deja para mí. Sin embargo, la publicación de las poesías del señor Menéndez Pelayo suscita entre nosotros una cuestión muy debatida en otros países, pero que en España tiene cierta novedad, y sobre esta cuestión quiero yo dar mi parecer, en parte conforme con el que usted ha dado.

Como la cuestión ha nacido de las poesías mismas, tengo que empezar hablando de ellas.

El señor Menéndez, con sobrada modestia, las titula Estudios. No juzgándose quizá con inspiración propia o concediendo a ésta poco valor y amando mucho la forma poética y los primores de estilo, el señor Menéndez ha dado en su libro la preferencia a las traducciones y paráfrasis sobre las poesías originales. Las traducciones van primero y ocupan más de las dos terceras partes del tomo. Las poesías originales van al fin como humilde apéndice. Tal colocación y el título mismo de Estudios que lleva el volumen, muestran que su autor apenas se atreve a presentarse como poeta y se presenta como estudiante erudito y aficionado, en lo cual va ya contra lo que en España generalmente se cree y se usa.

Entre nosotros es idea común que la poesía depende de la inspiración y no del saber. El erudito predispone en contra suya a la generalidad de los lectores, los cuales deciden desde luego o sospechan que no puede ser poeta por lo mismo que es erudito. Casi todos imaginan que el saber es un peso que impide volar al poeta; que lo sabido no deja lugar para lo inspirado, y que la poesía viene a ser un producto misterioso e inconsciente del espíritu del hombre.

No pecaré yo de escatimar a la poesía lo que tiene o puede tener de intuitivo, de espontáneo, de influido por un estro celestial, de quien el mero discurso no se da cuenta. Hay cosas inefables en prosa, cosas que no acierta a expresar el más diestro empleo de la palabra humana, y que el poeta expresa de un modo vago por la inspirada melodía de sus canciones. Hay verdades que la ciencia no ha descubierto aún, que tal vez la ciencia no descubrirá nunca, y que el poeta adivina, columbra y deja entrever en sus versos, gracias a una intuición y a una inspiración maravillosa. Pero, ¿por qué estos favores, por qué estas iluminaciones súbitas, por qué estos regalos del numen y estos a modo de besos que dan las musas, han de ser sólo para los ignorantes? Lo que podrá ocurrir es que mil ideas que el erudito o desecha por vulgares, o que, conociendo que son de otro o de todos, trata de revestir de peregrina forma, para que en esto al menos tengan novedad, cogidas al vuelo en la conversación, sean para los ignorantes tan inauditas y estupendas que se alucinen hasta soñar que son revelación de su genio; algo por donde ellos presumen que son objeto del caso divino y ministros y hierofantes de los númenes en este bajo mundo.

Basta lo expuesto para que se note la poca razón que llevan los partidarios de los genios incultos; pero la preocupación existe en nuestro país y más arraigada de lo que se cree, sobre todo desde la época del romanticismo. Si rara vez halló defensores francos por escrito, o, mejor dicho, por impreso, entienden los más que poesía y erudición son calidades punto menos que incompatibles. Nace de aquí algo a modo de divorcio entre los poetas legos o incultos que apenas saben la gramática y los eruditos cuando quieren ser o son poetas. Acontece además con frecuencia que, como los hombres prodigan con facilidad encomios a la memoria de cualquiera persona y son avaros de encomios al entendimiento y a otras facultades, a todo el que sabe algo y hace algo medianamente bien, si es erudito en un grado le suponen erudito de diez, a fin de achacar a su memoria lo que tal vez sea obra de su inventiva. Y, por el contrario, el genio inculto, por poco que sepa, hace gala de saber mucho menos aún, a fin de que se pasme el orbe todo viendo cómo adivina las cosas o cómo Dios se las revela sin que él se tome el menor trabajo.

Al considerar los dos bandos, de genios incultos por un lado y de eruditos por otro, casi siempre me he inclinado yo del lado de los eruditos y en contra de los genios incultos cuya exuberancia vana y cuya lozanía resonante y sin sentido me cansaban. Pero confieso que de algunos años a esta parte he estado y estoy con frecuencia muy tentado a irme con los genios incultos y a huir lejos de los que admiran a los sabios. En tales extremos ha venido a dar, a mi ver, la sabiduría. El estudio de la estética y de otras filosofías primeras y segundas, el carácter enciclopédico y somero que hoy tiene el saber, la inconsistencia en las ideas o un sistema adoptado sin fe y por comodidad, al cual suelen ajustarse muchos haciendo gala de consecuencia y firmeza, han producido un género deplorable de poesía llena de sequedad sentenciosa, donde se aspira a desdeñar la forma por el fondo y donde el fondo suele ser a menudo alguna vulgaridad hinchada. Con relación a tales producciones, prefiero las de aquellos que no saben a punto fijo lo que van a decir. Tal vez, por una feliz casualidad, atinan a veces y dicen algo bueno, mientras que los poetas estéticos y filosóficos novísimos, ni por casualidad atinan jamás con la verdadera poesía.

Con lo expuesto se explica por qué el carácter literario del señor Menéndez Pelayo me es tan simpático, desde luego. El señor Menéndez no se precia de poeta inspirado porque Dios quiere, no desdeña el estudio afectando inspiración; pero su estudio es el que conviene al poeta y no se cifra en incongruentes e indigestas filosofías.

Poco ha vivido aún, y ésta, sin duda, es una de las razones por que crea pocas obras originales e imita o traduce; pero imita y traduce de donde debe y como debe.

Aquí surge ya la cuestión a que dan lugar estas poesías del señor Menéndez Pelayo.

Es de notar... ¿y por qué no decirlo todo, ya que hablamos en confianza, y que ésta es carta que yo dirijo a usted y no al público? Es de notar, repito, que cierta parcialidad política se ha atribuido la gloria de contar al señor Menéndez entre los suyos, y que dicha suposición ha sido corroborada por los contrarios, acusando al señor Menéndez por lo mismo que los otros le ensalzan. En suma, y para evitar perífrasis, el señor Menéndez es encomiado por unos como perteneciente a lo que llaman por excelencia partido católico, y es denigrado por otros con el apodo de neo-católico o ultramontano.

Miradas las cosas con imparcialidad, ni unos ni otros tienen razón. El joven de quien hablamos no ha mostrado hasta el día sus opiniones políticas. Y en punto a sus creencias religiosas, será, sin duda, muy buen cristiano; pero no con aquella violencia exclusiva de que en el día gustan algunos a fin de hacer efecto.

El señor Menéndez ni es ni puede ser un anacoreta, consumido por los ayunos y mortificaciones, agobiado por el peso de la edad o devorado interiormente por el fuego espiritual de amores sobresubstanciales, El señor Menéndez es un mozo de veintidós a veintitrés años, muy estudioso y aplicado, con más trato de libros que de mujeres, y con más afición al estudio que a los deportes; mas no por eso deja de ser joven, deja de ser artista y poeta, y deja de amar la hermosura de este universo visible, del cual es compendio y bellísimo resumen la criatura humana, con su alma y con su cuerpo, tal como Dios lo ha formado.

Ahora bien; si esto es así, como lo es, ¿qué tiene de pecaminoso ni de extraño que el señor Menéndez, sin incurrir en ciertos abominables extravíos que usted hace patentes en su carta-prólogo, ora traduzca, ora cante por sí, del amor y de la hermosura? ¿Acaso la religión cristiana se opone a esto y somete a todos los fieles a un ascetismo ineludible? ¿Va a ser clérigo o va a meterse fraile el señor Menéndez? ¿No puede estar enamorado de su Epicaris y celebrarla y describirla y ponderar su material hermosura, así como la del alma, sin ofender por ello los más recatados y severos oídos? Y, aunque el señor Menéndez hubiera de meterse fraile o cosa por el estilo, ¿qué haría más que Fray Luis de León y que Fray Diego González y que tantos otros en fingirse enamorado de alguna ninfa o pastora, a fin de que este género de poesía no faltase en su colección, y a fin de que no careciese su lira de una de las más suaves y musicales cuerdas?

La lira cristiana no ha desechado jamás el amor de las mujeres como uno de los más sabrosos y abundantes veneros de inspiración. Hasta los más rígidos doctores han encomiado a la mujer en este sentido, rayando en lo hiperbólico a veces. Así, por ejemplo, el famoso Padre Maestro Fonseca llega a sostener que a Dios, en criando a la mujer, se le fueron los ojos tras ella, y dijo: «Por ésta dejará el hombre al padre y a la madre.» Y cuenta también aquel hermoso panegírico que hizo Zorobabel de la mujer en presencia del rey Darío y de toda su corte, mientras que Apemen, que era la amiga del rey, daba a su majestad palmaditas y le quitaba la corona y le hacía otras donosas burlas, de lo que el rey recibía gran gusto. Por todo lo cual, visto el discreto elogio de Zorobabel, Darío le abrazó y colmó de presentes. Y refiere, además, Fonseca otros mil sucesos, todo para demostrar que está vinculado en las mujeres lo mejor de los placeres humanos. Y esto no por malicia, ni porque el hombre se instruya en lo malo, sino por instinto infalible. En prueba de cuya verdad cuenta el Padre Maestro una aventura que se lee en las vidas de los solitarios y anacoretas, y es que uno que se crió en el yermo desde chiquitito, llegó a ser hombre con barbas sin haber visto mujeres y sin saber lo que eran, hasta que vio a unas muy ataviadas y hermosas en cierta ermita. El mozo preguntó al viejo anacoreta, con quien iba, qué animales eran aquéllos, y el viejo contestó que eran demonios. El viejo preguntó a su vez, muchos días después, al mozo, qué causaba mayor recreación en sus pensamientos, y el inocente contestó que los demonios que en la ermita había topado.

Y aunque este cuento le traiga Boccaccio profanamente, ya se ve que tiene bueno y santo origen.

Y sirviéndome aún de la grave autoridad de Fonseca, añadiré que los doctores cristianos celebran a la mujer por otros mil motivos, y singularmente por la piadosa liberalidad que usan, supliendo las menguas de los monasterios, enriqueciendo los altares, regalando misas a las ánimas del purgatorio y honrando con fiestas y novenas a los santos del cielo. Y asegura, por último, el Padre, que esto no lo hacen sólo las virtuosas y castas, sino las traviesas y alborotadas. «Una mujer, dice, por traviesa que sea, jamás deja sus rosarios, sus ayunos, sus devociones, sus oraciones, sus misas a Nuestra Señora y el abstenerse los sábados de grosura, y muchas veces los miércoles; cosas que, aunque no sean de merecimiento, ayudan para salir de la culpa.»

Ya se ve por lo expuesto la benignidad con que trata nuestra religión a las mujeres. No nos extrememos, pues, por lo severos. No condenemos el amor natural que las mujeres nos inspiran. Este amor, si no es cristiano, se debe tolerar en poco, como mal necesario. El amor místico hacia la mujer, ese sí que es intolerable.

Yo lo he dicho mil veces, y lo quiero repetir ahora: el amor místico y quinta-esenciado por la mujer, será cristiano; pero como son cristianas las herejías. No es esto decir que a mí no me agrade dicho amor en poesía, sobre todo si esta poesía es de Petrarca o de Dante. Hasta la absuelvo yo de la nota de herética, suponiendo que Laura o Beatriz es figura alegórica que representa la patria, la virtud, la ciencia, la teología; algo, en suma, de tan sublime y tan cercano a Dios, que casi, y sin casi, puede adorarse como atributo divino personificado, de un modo imaginario. Pero si en Laura o en Beatriz persistimos en ver meramente a una mujer de carne y hueso, fuerza será confesar, por mucho que la cosa nos deleite, que los poetas andan sobrados de adoración y se hacen idólatras, tomando lo humano por divino y por celestial lo terreno.

En este amor ultra-espiritual y místico hacia la mujer, hay además uno de dos vicios: o refinada hipocresía, a fin de que las incautas se fíen y no pongan su descuido en reparo, acerca de lo cual ya disertó chistosamente Byron en el Don Juan,7 o de malsano y enteco que no deja de propender a lo vicioso. De ambas maneras, tiene el petrarquismo, ya por instinto, ya por reflexión ladina del poeta, notable afinidad con el molinosismo.

Mucho se podría disertar sobre este punto; pero con el propósito de hacer notar los peligros que esconde, me limitaré a observar lo borroso, vago y esfumado de los límites y fronteras, señales y mugas, que separan lo platónico de lo no platónico. El discretísimo Baltasar Castiglione, en su Cortesano, hace decir al famoso Bembo, valido de León X, y que amó sin duda platónicamente a Lucrecia Borgia, que el amor platónico se extiende hasta el beso en los labios.

Yo declaro a usted que al leer esto no puedo menos de sospechar que el divino Platón y Baltasar Castiglione y el cardenal Bembo, eran tres socarrones insignes y redomados; no acierto a creer en la buena fe y sinceridad de sus amores místicos; y hasta se me antoja que, fuera de los extravíos gentílicos que usted explica, no hay nada más lascivo en líricos griegos y latinos que este amor espiritual del Bembo, que va hasta el beso, entendido como él lo entiende y expresa.

El amor místico de la mujer, no le quepa a usted duda, es un enredo engañoso y nada más; y, lejos de ser cristiano, está condenado por los verdaderos autores cristianos, los cuales, en vez de convertir, como el Bembo, hasta el beso en la boca en misticismo, toman y aconsejan que se tomen las precauciones más singulares a fin de no caer en la tentación. Los libros devotos y las historias eclesiásticas están llenos de estos abusos y ejemplos. San Buenaventura no quería que el hombre se sentase al lado de la mujer ni que le hablase al oído. «La conversación de la mujer es fuego», dicen mil autores. El venerable P. Murillo asegura que el aliento de la mujer enciende. «No hay que fiar en parentesco, por allegado que sea», exclama el mismo Padre. San Agustín sostiene que para triunfar de la mujer importa echar a huir en viéndola, etc., etc. Sería cosa de nunca acabar seguir citando. Basta lo que se cita para demostrar que en el amor del hombre hacia la mujer interviene siempre la sensualidad, y que los tales amores platónicos suelen ser perversión, malicia y sofistería.

En vista de todo lo dicho, no estoy, aunque me pese, de acuerdo con usted en las diatribas que lanza contra la segunda oda de Safo, tildándola de harto materialista.

En dicha oda, así como en el idilio de Teócrito, titulado La hechicera, que también traduce Menéndez, hay pasión amorosa, natural y franca; pero si carece esta pasión de los refinamientos alambicados del misticismo, no es por eso más inmoral que dicho misticismo, tratándose de amor entre mujer y hombre.

Por lo demás, creo que ese amigo nuestro, que usted recuerda y a quien trata de calmar, se ha excedido no poco, compungiéndose y apesarándose por el paganismo erótico de nuestro joven poeta. Éste ha sido tan delicado y circunspecto en la elección de composiciones para traducir y ha sabido velar tan púdicamente algún pasaje un poco vivo, al verterle a nuestro idioma, que casi todo lo podría leer la más recatada doncella sin comprender lo pecaminoso.

Conviene reflexionar también que hay libros para diversos fines; y que un libro, en que se trata de reproducir en una lengua viva la desnuda belleza gentílica, no es propiamente para las doncellas recatadas, sino para otro público, a quien de seguro no se le abrirán los ojos ni se le agriará la inocencia con leerle. Usted conoce de sobra esta verdad y aclara las cosas en su carta-prólogo, de suerte que, si una niña cándida la leyera, podría servirle de comentario y de ilustración para entender en los versos lo que sin carta-prólogo jamás hubiera entendido. Ésta es la mejor demostración de que el señor Menéndez Pelayo no ha traspasado los límites del más rígido y severo decoro.8

Si traduce el señor Menéndez a Catulo, no traduce ninguna de las muchas composiciones de dicho autor censurables por la obscenidad, sino el Epitalamio de Julia y Manlio, lleno de belleza moral y pura. Todos los otros versos que traduce y publica en el tomo el señor Menéndez, están igualmente exentos de impureza; como, por ejemplo, el Canto Secular y la oda XII del libro I de Horacio, la Olímpica XIV, de Píndaro; un fragmento de Petronio, la elegía de Ovidio a la muerte de Tibulo y el idilio de Bión a la muerte de Adonis.

Una composición bastante viva y primaveral ha traducido el señor Menéndez: el idilio de Teócrito, titulado Oaristys, pero se ha guardado bien de ponerlo en los ejemplares que destina al público, incluyéndoselo sólo en dos o tres docenas de ejemplares, en papel de hilo, que a sus más íntimos ha regalado.

Andrés Chénier imita o parafrasea, más bien que traduce este idilio, mientras que nuestro joven poeta le traduce al castellano con concisión y fidelidad pasmosas.

Pero esta misma composición, que es la más libre de todas las del tomo, no se puede decir que sea viciosa ni inmoral, sino sencilla y harto cercana a la naturaleza. Es un diálogo entre un boyero y una muchacha que guarda cabras, la cual, previa palabra de casamiento, cede a las súplicas y atrevimientos de su amante.

Por lo demás, usted sabe de sobra que no hay esa solución de continuidad entre la cultura gentílica y la cristiana, que los acusadores y censores del señor Menéndez Pelayo quieren suponer, sin duda. A través de la Edad Media persisten el gusto pagano, el empleo de la mitología, las canciones báquicas y amatorias, las fiestas que tenían más del antiguo paganismo que del espiritualismo nuevo, y el entusiasmo fervoroso por la primavera, el amor y la fuerza fecundante que da vida a todos los seres.

Lo que vino con el Renacimiento fue el saber más fundamental de lo antiguo, la depuración del gusto literario, el estudio crítico de los buenos autores; pero no vino, porque ya estaba, y no puede menos de estar siempre por ser tan propio de la natural condición de los hombres, la afición a los deleites, el amor de la hermosura física y el epicurismo que se complace en los banquetes y en la bebida.

La poesía de la Edad Media dista mucho de haber sido siempre ascética y severa. Tanto la erudita, cuanto la popular, si es lícito y fundado, y si no es arbitrario hacer esta distinción, tuvieron en la Edad Media mucho de licencioso y pecaminoso. De ello dan testimonio nuestro arcipreste de Hita y no pocos versos de nuestros cancioneros y romanceros. De ello dan testimonio las otras literaturas, en las diversas lenguas vulgares de Europa, y las poesías latinas que han publicado y coleccionado Follen, Edelestand, Du Méril y otros.

El concepto, por consiguiente, de que hubo un paganismo antiguo, y de que después, desde el Renacimiento y la Reforma, el mundo se descristianiza de nuevo y nace el moderno paganismo, es un concepto completamente falso, en el cual, no obstante, fundan en el día muchos severos y religiosos críticos sus más crueles censuras. El antiguo paganismo ha persistido siempre sin extinguirse jamás. La cultura greco-latina, en lo que tenía de corrompido, ha sido condenada, si bien con poco fruto, por la cultura cristiana; pero en lo que hay en dicha cultura greco-latina de noble, de hermoso, de poético, de delicado, de conforme con las más brillantes y egregias condiciones y prendas de nuestro ser de hombres, la cultura cristiana ni ha borrado ni ha querido borrar un tilde; antes bien, todo ello, filosofía, ciencia, poesía, arte, ha entrado como elemento, si humano preciadísimo, en el acervo común de la civilización más ortodoxa.

En este sentido el señor Menéndez Pelayo es pagano; muestra esa visible predilección que usted afirma que sus amigos lamentan; pero lo que se puede y debe afirmar es que es grecolatino, esto es, que todavía, después de dos o tres siglos, durante los cuales se diría que los pueblos del Norte, los germanos, tienen la hegemonía de la civilización, el señor Menéndez Pelayo se obstina en creer, con fe profunda en nuestro destino, que el cetro civilizador no ha sido arrebatado de entre las manos de los pueblos románicos, de las naciones europeas, cuyas costas el Mediterráneo baña con sus ondas azules, y cuyos campos dora un sol más radiante y fecundo.

Por esta creencia del señor Menéndez Pelayo se explica bien su predilección a lo clásico, sin tener que condenarle por pagano. En medio de todo, su paganismo no le extravía; y me pesa de que usted mismo se haya dejado arrastrar casi insensiblemente de la exagerada pudibundez, que hoy se estila en lo escrito e impreso, y que por desgracia dista infinito de estar en las costumbres, hasta decir que flores poéticas de insano aroma forman la mayor parte del espléndido ramillete, o dígase de los Estudios Poéticos del señor Menéndez Pelayo. ¿Quién sabe?, me digo yo; tal vez mi moral sea más relajada; tal vez tenga yo embotado el olfato púdico; sin duda carezco de aquella sutil sensibilidad de narices que tuvieron varios santos, como San Felipe Neri y Santa Catalina de Sena, por donde percibían al punto el insano aroma de todo lo deshonesto. Lo cierto es que yo no percibo el insano aroma en las flores poéticas del señor Menéndez Pelayo. Me inclino, no obstante, a sostener que en las traducciones de latinos y griegos no hay tal insano aroma.

Más bien se muestra algo más libre y atrevido el señor Menéndez Pelayo en dos composiciones que ha escrito como facetia erudita, y en las cuales, lejos de imitar las obras de la docta antigüedad clásica, imita fiel y dichosamente la poesía popular de la Edad Media; pero estas dos composiciones están en latín, que, si bien fácil y llano, no creo que entiendan todos, y mucho menos las mujeres. Por otra parte, el desenfado, la juvenil alegría y hasta la licencia de estas composiciones del señor Menéndez, no son nada en comparación de la desvergüenza de las composiciones estudiantescas que le sirven de modelo.

No pocas de las tales composiciones báquicas y amatorias, cantadas por estudiantes y compuestas a menudo por sacerdotes, como, por ejemplo, el célebre Gualtero Mapes, arcediano de Oxford, son de una insolencia grande, que nuestro joven poeta se guarda de imitar, y están llenas del paganismo más crudo, mezclado, con frecuencia, en irreverente y sacrílego maridaje, con ideas y sentimientos cristianos.9

No faltaban santos, como San Urbano, San Nicolás y San Martín, a quienes la gente alegre había convertido en patronos de sus desafueros, francachelas, comilonas y lascivias. Así es que, en la fiesta de San Martín, pongo por caso, se cantaban himnos de lo más licencioso que es posible imaginar, donde se llama a la fiesta a dioses como Baco, Pontina y Sileno; a otro dios que no nos atrevemos a designar sino con el epíteto de ithyphallus, cuya ferocidad queda velada entre los pliegues del idioma helénico, y a las bacantes que a dicho dios ithyphallus son tan apasionadas.

Du Méril trae en su colección muchas de estas canciones báquicas y amatorias, compuestas las más por o para estudiantes; donde se canta de vino, de mujeres, de amores y deleites; donde se celebra la vuelta de la primavera, en el tono del Pervigilium Veneris, que fue muy imitado en toda la Edad Media; y donde a menudo ofenden más las impurezas, porque son más crudas o más grotescas y menos elegantes que en los poetas gentílicos de la antigüedad clásica.

Así, por ejemplo, el mismo asunto del idilio Oaristys, de Teócrito, que traduce el señor Menéndez, está en un cantar, medio en alemán, medio en latín, compuesto por estudiantes, pero con la notable diferencia de que en Teócrito es inocente todo, y acaba en boda, y en el cantar estudiantesco termina así:


Ipsa tulit camisiam,
Die beyn die waren weiss.
Fecerunt mirabilia,
Da niemand nicht um weiss.
Und da das spiel gespielet war
Ambo surrexerunt,
Da giemg ein jeglichs seinem Weg
Et numquam revenerunt.

En las dos poesías latino-bárbaras o populares y estudiantinas del señor Menéndez, están el estilo y las ideas y las expresiones tan bien imitadas que dichas poesías no parecen escritas ahora, sino halladas en antiguo códice y escritas en el siglo XIII por algún escolar de Salamanca, el cual leía más en el Arte de amar que en las Decretales. Así exclama:


Nec Decretalia lego,
Nec libros Pandectarum,
Erit mihi solus Naso
Magister Sententiarum.
.............................
Uror amore puellae,
Nec jam maturam sperno;
Illa est decora facie,
In hac sapientiam cerno.
Non solum pulchritudine
Sed venustate capior,
Et lascivienti risu
Cultu et munditiis rapior.
Et mauras et judaeas
Simul fideles amo;
Et fremens sicut cervus
Pro eis semper clamo.
.............................
Scio ludere alea,
Et cantilenas pangere,
Et rhytmice saltare,
Crumata et tibiam tangere.
Scio vina discernere
In poculis commixta;
Agnosco odorem aquae
Fugio velut arista.
In potatorio carmine
Nulli secundus cedo,
Et carmina pro poculis
Omni pincernae reddo.
Sum vagus sicut ventus
Et liber sicut avis;
Me rapiet usque ad mortem
Illa stultorum navis.

Creo yo que con lo que he expuesto hasta aquí, lo cual no viene a impugnar, sino a corroborar lo que usted tan discretamente expone, queda absuelto nuestro amigo de las acusaciones de paganismo en cuanto a lo moral.

En cuanto a lo metafísico o dogmático, las acusaciones son vagas e infundadas. Si traduce el señor Menéndez el principio del poema de Lucrecio, con la invocación a Venus, el elogio de Epicuro y la invectiva contra la religión, lo hace por amor al arte, y no porque sea materialista y ateo como Epicuro y Lucrecio. Es evidente que nuestro poeta, al referir el sacrificio de Ifigenia, puede exclamar con el poeta latino:

Tantum religio potuit suadere malorum,

sin que sea extensiva la reprobación a todas las religiones, sino limitándose a las falsas, crueles y sedientas de sangre.

Ni traduce o imita Menéndez Pelayo el Canto de los sepulcros de Fóscolo, algunas composiciones de Andrés Chénier, como El ciego y El joven enfermo, y la oda A Venus, del portugués Filinto, porque sean estos poetas paganos del nuevo paganismo, sino porque estos poetas son excelentes poetas.

De Byron ha imitado Menéndez el Himno a Grecia (Canto III del Don Juan); pero, ¿qué hay en este himno, bellamente imitado, que se oponga a los sentimientos y creencias del cristiano? ¿No se llama en este himno a nueva vida, recordando sus pasadas glorias, al pueblo, en cuyo serio, y con el auxilio humano de cuya lengua, letras y filosofía se formó, mediante la inspiración celestial, el dogma de nuestra fe? ¿No se le excita para que recobre la libertad, peleando contra los infieles que le tienen oprimido?

Por otra parte, hay que considerar que el poeta, ora sea imitador, ora traductor, ora invente asunto y todo, no tira a demostrar o probar cosa alguna, sino a crear o a reproducir la belleza, dondequiera que la halla. El poeta es impresionable, y no hay que pedirle estrecha cuenta de sus impresiones y entusiasmos, ni tratar de ponerlos en armonía, ni menos de eslabonarlos formando sistema.

Ya, con los años, el señor Menéndez, que no es sólo poeta, sino pensador y filósofo y prosista fecundísimo dejará consignadas sus creencias, doctrinas y opiniones con la debida trabazón dialéctica. Es prematuro e impertinente querer rastrear hoy todo esto por traducciones o imitaciones poéticas donde el entusiasmo del joven poeta y erudito puede nacer de la forma y no del fondo, de las imágenes, de la expresión y de los afectos y no de las doctrinas.

Tal vez la obra maestra del señor Menéndez, entre otras traducciones, es la que ha hecho del Himno de Prudencio en loor de los mártires de Zaragoza. En verdad que aquí no peca de pagano. El himno es cristianísimo. Pasma la energía de la obra original y la no menor energía con que está traducida. Pero, ¿será por eso el señor Menéndez responsable de lo que Prudencio siente y cree? ¿Será su cristianismo tan sombrío y entusiasta de la sangre como el del antiguo poeta hispanolatino? ¿Creerá el señor Menéndez que la fin del mundo está cercana, que Cristo va a venir fulminando a juzgar a las gentes, y que los ángeles de cada ciudad se presentarán ante Él para calmar su ira, trayéndole, en azafates de oro y cual rico presente, huesos y sangre, y llagas, y miembros humanos destrozados y cubiertos de cicatrices y gangrena? Es innegable que el señor Menéndez, cuya imaginación poética es cual claro espejo, reproduce todo esto porque es sublime, aunque sea feroz; y, sin sentir como Prudencio en lo real, siente artísticamente como él, dando idea de lo que, en la época terrible de la caída de la antigua civilización, ocupaba el espíritu de los hombres más egregios y de los poetas más inspirados.

Algo parecido es conveniente decir acerca de una oda de Sinesio (la primera), que el señor Menéndez imita o traduce con mucha libertad. La oda es bella, está llena de elevados sentimientos y aspiraciones. Su dicción recuerda la de nuestro Fray Luis. No nos metamos, pues, en honduras, ni decidamos aquí hasta qué punto el misticismo de Sinesio tiene algo de panteísta, de emanatista, de neo-platónico o de gnóstico, no de buena ley, sino herético. Yo tengo para mí que cuanto dice Sinesio es ortodoxo; hasta lo último de que el alma ha de ir:


Con místicos abrazos
A confundirse en la divina esencia.

Traduciendo literalmente, dice el poeta griego: «abrazado con el Padre, diosa en Dios te deleiterás.»

Pero, en fin, sean como sean estos atrevimientos místicos, ni el señor Menéndez va a poner la traducción de la oda en un libro de oraciones, ni va a hacer de ella una adición al catecismo. Baste para nosotros que la traducción del himno de Sinesio sea bella, aunque demasiado libre, y aconsejemos al señor Menéndez que traduzca también los otros siete himnos que de Sinesio se conservan, si bien procurando ceñirse más al original, que bien puede.

El señor Menéndez tiene admirable facilidad para el trabajo; pero su ardor, su fuga, su impaciencia son más admirables, si bien le perjudican a veces. Se diría que todo lo quiere hacer a escape. Y en verdad que a escape lo hace todo. No se comprende de otra manera cómo en los pocos años que lleva de vida ha escrito tanto, ha leído y ha aprendido tanto.

No es de extrañar que haya a veces algo de endeble y desmayado en sus traducciones, como, v. gr., la traducción de La joven cautiva, de Andrés Chénier, la menos dichosa de todas, y que se queda a cien leguas de la composición original, quizá la más bella del poeta galo-greco, y una de las más bellas que en francés se han escrito. En cambio, ya hemos dicho que en otras traducciones es el señor Menéndez insuperable.

Usted, amigo mío, encomia con razón y fundamento, a par que las traducciones, las pocas poesías originales del señor Menéndez. Aunque me haga eco de lo que usted dice, quiero y debo acompañarle en sus alabanzas.

Entre estas poesías originales hay dos, en mi sentir, de primer orden: la Epístola a Horacio, y la Oda a la memoria del poeta catalán Cabanyes, muerto en la flor de su edad.

En ambas composiciones explica Menéndez de un modo magistral su teoría del arte, e insinúa, con el precepto y con el ejemplo, aquella sentencia de Andrés Chénier, que es el principio capital de su doctrina:

Sur des pensiers nouveaux faisons des vers antiques.

Pero ya es tiempo de que yo termine esta carta harto prolija y desordenada. Convenimos en todo, y mi propósito al escribirla ha sido corresponder a la amabilidad con que usted me honra escribiéndome la suya, a que contesto, y dar también, valga por lo que valga, testimonio ante el público del extraordinario valer literario y poético de nuestro joven y modesto amigo. Éste no se ha mezclado hasta ahora en negocios políticos, mas no lleva trazas de ser lo que llaman vulgarmente un neo; y si alguien le elogia, imaginando que lo es o lo ha de ser, ya puede desengañarse y cesar en el elogio, que el señor Menéndez no perderá nada.

Usted ve en el señor Menéndez, como en singular alianza de índole intelectual, a un ferviente pagano literario, a un austero católico ortodoxo, a un poeta ya fogoso, ya idealista, y a un bibliógrafo obstinado y benedictino. Yo veo también algo de esa alianza, aunque no la encuentro singular, y entreveo y columbro que ha de salir de ella cierta combinada unidad, de cuyos caracteres y condiciones ya hablaremos dentro de algunos años, si vivimos para entonces.

Entretanto, consérvese bueno, y créame su afectísimo amigo,

Juan Valera.

Madrid, 1878.






ArribaAbajoPrimera parte

Poesías traducidas



ArribaAbajoOda primera de Safo


Poikilo/qron )a)qana/t ) )Afro/dita.10





¡Oh tú en cien tronos Afrodita reina,
Hija de Zeus, inmortal, dolosa:
No me acongojes con pesar y tedio
   Ruégote, augusta!

Antes acude como en otros días,
Mi voz oyendo y mi encendido ruego;
Por mí dejaste la del padre Jove
   Alta morada.

El áureo carro que veloces llevan
Lindos gorriones, sacudiendo el ala,
Al negro suelo, desde el éter puro
   Raudo bajaba.11

Y tú, oh dichosa, en tu inmortal semblante,
Te sonreías: «¿Para qué me llamas?12
¿Cuál es tu anhelo? ¿qué padeces hora?»13
   Me preguntabas.

«¿Arde de nuevo el corazón inquieto?
¿A quién pretendes enredar en suave
Lazo de amores? ¿Quién tu red evita,
   Mísera Safo?

»Que si te huye, tomará a tus brazos,
Y más propicio ofrecerate dones,
Y cuando esquives el ardiente beso,
   Querrá besarte.»

Ven, pues, oh Diosa, y mis anhelos cumple,
Liberta al alma de su dura pena;
Cual protectora, en la batalla lidia
   Siempre a mi lado.14

Santander, 5 de enero de 1875.




ArribaAbajoOda segunda de Safo


Fai/netai moi kei=noj i)/soj qe/oisin.15





Igual parece a los eternos Dioses
Quien logra verse frente a ti sentado.
¡Feliz si goza tu palabra suave,
Suave tu risa!
A mí en el pecho el corazón se oprime
Sólo en mirarte; ni la voz acierta16
De mi garganta17 a prorrumpir; y rota
Calla la lengua.

Fuego sutil dentro mi cuerpo todo
Presto discurre; los inciertos ojos18
Vagan19 sin rumbo; los oídos hacen
Ronco zumbido.

Cúbrome toda de sudor helado;
Pálida quedo cual marchita yerba;
Y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte,
Muerta parezco.

Santander, 6 de enero de 1875.




ArribaAbajoOda de Erina de Lesbos a la diosa de la fuerza


Xai=re/ moi (Rw/ma quga/ter )/Arhoj20





Hija de Ares, belicosa Fuerza,
Mitra de oro tus cabellos ciñe;
Diosa potente, en la estrellada21 cumbre
Moras de Olimpo.

Salud, oh reina; concedió a ti sola
Poder inmenso la vetusta Parca,
Para que el cetro universal temido
Rija tu mano.

Y tú encadenas con robustos lazos
Mares y tierras22 al imperio tuyo,
Y así dominas, de temor segura,
Pueblos y reyes.

El tiempo mismo, que ligero vuela
Y corta el hilo de la humana vida,
No te conmueve, y, al tocarte, exhala
Plácido aliento.

Porque tú sola los varones crías
Armipotentes en la lid sañosa,23
Como de espigas Démeter fecunda24
Cubre los campos.

Santander, 20 de marzo de 1875.




ArribaAbajoA Asópico Orcomenio vencedor en el estadio


Kafisi/wn u(da/twn laxoi=sai...25


(Pind. Olimp. XIV.)                




   ¡Oh reinas del Cefiso, guardadoras
Del Orcomenio suelo;
Que habitáis las riberas productoras
De los corceles de fogoso vuelo!

   Propicias escuchad, Gracias divinas,
Los ecos de mi canto,
Las que amparáis a los antiguos Mynas,
Vírgenes puras de inmortal encanto.

   De vosotras proceden soberanos
El bien y la belleza;
Por vosotras se engendra en los humanos
La gloria y el saber y la grandeza.

   No sin las Gracias los festivos coros
Rigen los inmortales,
Ni alegre26 danza y cánticos sonoros
Deleitan las mansiones celestiales.

   Las mesas del Olimpo refulgente
Regís vosotras sólo,
Y honor prestáis al Padre Omnipotente
Cabe el asiento del crinado Apolo.

   ¡Oh tú, Eufrosina, del cantar amante,
Y tú, Aglaya piadosa,
Hijas del Dios del trueno resonante,
Oh Talía, de voz armoniosa,

   Mi canto oíd desde el etéreo cielo!
Allá su curso acabe,
Que en pos del triunfador alza su vuelo,
En lidio tono y número süave.

   De Asópico celebra la victoria
En Olimpia lograda;
Vosotras concedisteis tanta gloria
Al pueblo Mynio, a la ciudad sagrada.

   Tú de Dite traspasa el negro muro,
Oh fama voladora,
Y esta nueva conduce al reino oscuro,
A Cleodamo, que en sus antros mora;

   Y le dirás: «Las ramas han ceñido
Del olivo, el dorado
Cabello de tu hijo esclarecido,
De Pisa en el estadio coronado.»




ArribaAbajoOdas anacreónticas


ArribaAbajo- I -

La cigarra



Makari/zome/n se, te/ttic.27





   Dichosa te llamamos,
Cigarra, que en las ramas,
Bebiendo del rocío,
Como los reyes cantas.
Tuyo es el campo todo,
Cuanto la selva abraza;
Del labrador amiga,
A los mortales cara,
Anuncias el estío,
Las Piérides te aman,
Te otorga el mismo Febo
La voz sonora y grata.
¡Oh hija de la tierra!
No la vejez te acaba,
Impasible, sin sangre,
Cantora dulce y sabia,
Semejante a los Dioses,
No del dolor esclava.




ArribaAbajo- II -

A un disco que representaba a Afrodita, saliendo de la espuma del mar



)=Ara ti/j to/reuse po/nton;28





   ¿Quién ha grabado el ponto?
¿Quién las cerúleas ondas
En disco estrecho puso
Con arte vencedora?
¿O quién del alto cielo
Al mar trajo la Diosa,
Principio de natura,
Del orbe engendradora?
Desnudo el albo cuerpo,
Cubre una parte sola
Con velo cristalino
El agua pudorosa.
Ella, cual leve musgo,
Corta las blancas olas
Con su nevado cuello,
Con sus pechos de rosa,
Y brilla en la corriente
Cual lirio entre violas.
Tirados por delfines
En las plateadas conchas,
Amores y deseos
Cercan a su señora,
Y el coro de los peces
Sumérgese en las ondas
Jugando con el cuerpo
De la Ciprina Diosa.




ArribaAbajo- III-

La rosa



Stefanhfo/rou met ) h)=roj.





   En florida primavera
Cantemos la tierna rosa;
Juntos, amada, cantemos.
Ella a las Gracias adorna,
Y con ella se engalana
De los Amores la Diosa,
Es de los Dioses delicia,
De los mortales aroma,
Materia de dulces cantos,
De las Musas flor graciosa.
Dulce es cogerla entre espinas,
Y tocarla quien la corta,
Y aun es más dulce aspirar
El perfume de sus hojas.
Deleite de los convites
Y las dionisiacas copas,
Alegría de las mesas,
Como la luz es la rosa.
De rosa llaman los sabios
A los dedos de la Aurora,
A los brazos de las Ninfas
Y al cuerpo de la Cipriota.
La rosa ahuyenta los males
Y nuestras tumbas decora,
Detiene el curso del tiempo,
Y aún en su vejez hermosa
Guarda la pura fragancia
De juveniles aromas.
Si saber su origen quieres,
Cuando de la espuma roja
Surgiera la alma Afrodita
Entre las cérulas ondas,
Cuando la Atenea Palas,
La diosa guerrera y docta,
Del cerebro de su padre
Brotó, en armas poderosa,
Entonces el rosal primero
La tierra fecunda brota;
Sobre él los dioses derraman29
Néctar de celestes copas,
Y pronto se alzó entre espinas
La flor de Baco orgullosa.




ArribaAbajo- IV -

La yegua de Tracia (Fragmento)



Pw=le Qrhi+ki/h, ti/dh/ me.30





   ¿Por qué de mí huyes,
Oh yegua de Tracia,
Y torva la vista
Me miras airada?
¿Que no sé, imaginas,
Oprimir tu espalda,
Ni el freno ponerte,
Guiarte en la marcha?
Verás, por mi mano
La rienda guiada,
Cuál saltas y corres
En torno a la valla.
Hoy libre en el prado
Retozas y vagas;
Jinete que oprima
Tu lomo, te falta.




ArribaAbajo- V -

A Una doncella



(H Tanta/lou pot ) e)/sth31





   Cual trocose del Frigio en la marina
La Tantálida antigua en piedra dura;
Cual de Tereo la consorte impura
Un tiempo convirtiose en golondrina,

   Convirtiérame yo, virgen divina.
En espejo do vieras tu hermosura;
Trocárame en la rica vestidura
Que ciñe tu alba forma peregrina.

   Agua quisiera ser para lavarte,
Aroma para ungir tu blando lecho,
Collar que circundase tu garganta,

O cinta que ajustases a tu pecho;
Sandalia quiero ser para calzarte,
Porque me huelle así tu leve planta.






ArribaAbajoLa hechicera

Idilio de Teócrito



Pa=? moi tai\ da/fnai; fe/re, Qestuli/. Pa=? de\ ta\ fi/ltra;32





   ¿Dónde el laurel está? ¿dónde el encanto?
Quiero hechizar a Delfis que se aleja;
Ciñe la copa con vellón de oveja,
Yo, Testilis, diré mágico canto.

   Doce días pasaron; no ha venido,
Ni a la puerta llamó de quien le ama;
Alejose sin duda, que otra llama
Venus y Amor en él han encendido.

   De Timageto en la palestra espero
Mañana entre los púgiles hallarle
Y por qué me atormenta preguntarle;
Hora atraerle con encantos quiero.

   ¡Oh reina de la noche y las estrellas,
Hécate, que en los trivios escondidos
Do resuenan del perro los ladridos,
Negra sanguaza en los sepulcros huellas!

   Da a mis hechizos fuerza poderosa,
Cual diste a los de Circe o de Medea,
Como a los de la rubia Perimea.
¡Brille pura tu faz, nocturna Diosa!

(A Testilis.)
   Mira cómo esta harina el fuego abrasa,
Derrámala otra vez con golpe lento.
Testilis, ¿dó voló tu pensamiento?
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Atorméntame Delfi en amor ciego,
Vierte la sal, y di: «Lanzo a la llama
Huesos de Delfi.» ¡De laurel la rama
Cuán presto se consume en este fuego!

   Como el laurel se abrasará mi amante,
Derritirase cual la blanda cera;
Como rueda en mis manos esta esfera,
Vueltas dará a mi casa el inconstante.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Ofrezco hora el salvado... Mas tú, Diana,
Tú que mover podrás a Radamanto,
Nuevo vigor infunde a nuestro encanto.
No fue, Testilis, la plegaria vana.

   ¿No escuchas de los canes los aullidos?
Ya en los trivios está la negra diosa:
En la taza de bronce misteriosa
Resuenen secos golpes repetidos.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Mira tranquilo el mar, el viento en calma,
Mas no el amor de aquél cesa en mi pecho
Que primero ocupó mi casto lecho,
Y con la doncellez llevome el alma.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Si se enciende en su amor mujer alguna,
Sea por él, oh diosa, abandonada,
Cual por Teseo Ariadna bien trenzada,
En la playa de Naxos, clara Luna.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Con la planta de Arcadia, el Hippomanes,
De amor arden33 las yeguas corredoras:
Ven, Delfi, del gimnasio donde moras,
Furioso cual los bravos alazanes.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Una fimbria perdió de su vestido;
Lanzarela a la llama misteriosa.
¡Ay amor! cual sanguja cenagosa
Toda mi negra sangre has consumido.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Unge ahora, Testilis, los umbrales
Donde yace mi alma encadenada,
Sea por ti la ceniza derramada;
Mañana le daré zumos fatales.
Conduce, oh Yingx, aquel varón a casa.

   Sola ya estoy; ¿por dónde la memoria
De mi perdido amor y eterno llanto
Comenzaré? ¿por dónde el triste canto?
Escucha, oh Luna de mi amor la historia.

   Anaxo, la de Eubolo, Canefora,
Llevando vino la sagrada cesta
Al bosque umbrío, en la solemne fiesta
De la gallarda diosa cazadora.

   Sonaban de las fieras los aullidos;
Una leona, entre ellas, africana,
De la sacerdotisa de Diana
Tocaba con su lengua los vestidos.

   No lejos de mis puertas habitaba
Entonces la traciana Teucariza,
La de dulce memoria, mi nodriza,
Y a ver la sacra pompa me llamaba.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

    Tomé de Clearista el rico velo,
Vestí la blanca túnica de lino
Seguí a mi ama: en medio del camino
Vi a Delfis y a Eudamipo por mi duelo.

   Cubierto de sudor, de la importuna
Liza tomaba el fatigado mozo;
Más rojo que Eliocrisio era su bozo,
Más brillante su pecho que la Luna.

   ¡Mísera! ¡cuál quedé! Luego del pecho
El fiero amor apoderose todo;
Ni vi la fiesta ni encontraba modo
De tornar a mi casa y a mi lecho.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   Doce días en él yací doliente;
Ya mi color al tapso semejaba;
Huesos, tan sólo, el cutis encerraba;
Perdí el cabello, adorno de mi frente.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   ¿Qué Dioses no invoqué? ¿De qué hechicera
No recurrí a los pérfidos encantos?
Mas no encontré remedio a males tantos;
Pasó el tiempo fugaz, no mi quimera.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   Al fin llamé a Testilis, y le dije:
«El mindio Delfis en amor me abrasa;
Ve y observa no lejos de esta casa
Do Timageto la palestra rige.

   »Allí suele venir; hazle una cierta
Señal que él solo entienda, y di: «Te ama
Simeta: ven a casa de mi ama...»
Y entró el hermoso Delfis por mi puerta.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   Cuando pisó mi umbral, quedé turbada
Y muy más fría que la pura nieve;
Luego bañó mi frente un sudor leve
Cual escarcha del Austro congelada.

   Ni pude hablar, cual niño ternezuelo
Que, en sueños, a su madre ver desea,
Y llamando a su madre balbucea;
Mi cuerpo endureciose como un hielo.
Escucha, oh Luna, de mi amor la historia.

   Entonces me miró, bajó los ojos,
Sentose sobre el lecho; y así dijo:
«Cual yo a Fileno en el correr prolijo
Me adelanté, ganando los despojos,

   »Tal, oh Simeta, a mí te adelantaste
Llamándome a tu casa; yo viniera,
Lo juro por la diosa de Citera,
Pero tú mi venida apresuraste.

   »Viniera a ti, de amigos rodeado,
Trayéndote de Baco las manzanas,
Con el fresco rocío más lozanas,
Del álamo de Alcides coronado.

   »Gallardo soy y fuerte entre los mozos;
Si alcanzara de ti tan sólo un beso
Y en tu labio dejar mi labio impreso,
No anhelara, mi bien, mayores gozos;

   »Pero si senda no encontrase abierta,
Con el hierro y el fuego la buscara,
Y teas y segures aprestara
Para allanar la mal cerrada puerta.

   »Gracias doy a Afrodita la cipriada,
Y a ti también las doy, señora mía,
Pues del fuego voraz que me encendía
Me salvaste, Simeta, enamorada.

   »Cuando oí de tu sierva el blando ruego,
Casi abrasado estaba por la llama,
Pues al ardor intenso de quien ama
De los liparios hornos cede el fuego.

   »Por el amor con paso vacilante
Se levanta la tímida doncella,
Y el tálamo abandona esposa bella
Con el beso nupcial aun palpitante.»

   Esto me dijo, y yo llegueme al lecho;
Que es fácil en creer doncella que ama.
.................................
..................................34
   ¿Por qué cansarte más, amada Luna?
Al término llegamos del deseo;
Día tras día en mi mansión le veo,
Pero trocose luego mi fortuna.

   Hoy, cuando apenas la rosada Aurora,
Dejando del Océano la arena,
Del cielo azul por la extensión serena
Guiaba su cuadriga voladora,

   La madre de Filisto me decía,
La que tañe la flauta en mis jardines:
«Delfis tiene otra amada;35 en los festines
Brinda a su amor36 con báquica alegría.

   »tiene el estadio de coronas lleno
No sé de quién, mas vive enamorado;
Tus caricias por siempre ha abandonado:
Orna de flores el umbral ajeno.»

   Y la verdad me dijo, pues mi amante,
Que antes mis puertas sin cesar pasaba,
Y, por volver de nuevo, me dejaba
Siempre la copa dórica brillante,

   No en doce días a mi puerta llama;
A otra ofrece tal vez flores y cantos;
Yo le atraeré con mágicos encantos,
Si le prendió de amores nueva llama.

    Y al Orco lanzaré su alma mezquina,
Si afligiéndome sigue, emponzoñado
Con el jugo letal que me ha enseñado
La hechicera de Asiria peregrina.

   Adiós, oh reina de velada frente,
Dirige al Océano tu cuadriga,
Y al carro ebúrneo de la noche siga
El coro de los astros refulgente.

Santander, 30 de agosto de 1875.




ArribaAbajoIdilio de Bión a la muerte de Adonis


Ai)a/zw to\n )/Adwnin: a)po/leto kalo\j )/Adwnij.37





   A Adonis lloro; falleciera Adonis,38
El bello Adonis; los Amores lloran.
No más, oh Cipria, en los purpúreos velos
Ya te reclines, mas de negro luto
Cubierta, desdichada, alzarte debes,
Golpear tu seno y repetir a todos
En ronca voz: «Murió el hermoso Adonis.»
Lamento a Adonis; los Amores lloran.

   Yace en los montes el hermoso Adonis,
Herido por el diente el blanco muslo,
Muslo más blanco que el ebúrneo diente.
Cipria recoge su postrer aliento.
De los nevados miembros se desliza
La negra sangre; ya sus ojos cubre
Sombra de muerte; sus mejillas deja
La blanca rosa, y el ardiente beso
También muere con él, que no Ciprina
Olvidará; pues siempre el beso es grato
Aun de los muertos labios recogido.
Mas no le goza Adonis; moribundo
No vio cómo Citeres le besaba.
Lamento a Adonis; los Amores lloran.

   Atroz herida el muslo ha traspasado
Del bello Adonis; otra más profunda
Lleva en su corazón la alma Citeres,
En torno al cazador sus fieles perros
Lanzaron de dolor tristes aullidos,
Y las Ninfas oréadas lloraban.
Afrodita, el cabello destrenzado,
El peplo roto y sin sandalia, corre
Por las opacas selvas; las espinas
Hieren su pie, se tiñen en su sangre.
Gimiendo en altas voces al mancebo
Asirio llama por los valles hondos,
De esposo repitiendo el dulce nombre.
Brota la sangre del herido muslo
De Adonis, y tiñendo los costados,
Trueca en purpúreo su color de nieve.
Lloran, ¡ay Citerea! los Amores;
Perdió el varón hermoso y la belleza;
Hermosa fue mientras viviera Adonis,
Mas perdió con Adonis la hermosura.
¡Ay! ¡ay! resuenan las montañas todas,
Adonis, ¡ay! repiten las encinas,
Y el dolor acompañan de Citeres39
Los sacros ríos, las montanas fuentes;
La flor se tiñe de color sanguíneo,
Y en tanto en las ciudades y en los campos
Alza Ciprina lúgubres cantares.
¡Ay, Citeres! murió el hermoso Adonis.
Murió el hermoso Adonis, dice el eco.

   ¿Quién, ¡ay! el triste amor no lloraría
De la Cipria infeliz? Cuando hubo visto
La cruda herida de su caro Adonis
Y la sangre del muslo destrozado,
Los brazos extendiendo, así decía:
«Detente un punto, desdichado Adonis;
Quiero abrazarte y por la vez postrera
Quiero enlazar tus labios con los míos.
Levanta la cabeza un punto solo,
Bésame en tanto que te dure el beso,
Corra desde tu pecho hasta mi boca
Y penetre tu aliento en mis entrañas,
Para embriagarme con tan dulce filtro;
Yo beberé tu amor, y el postrer beso
Conservaré, como guardar pudiera
Al mismo Adonis. Pero tú, cuitado,
Huyes de mí muy lejos, ¡ay, Adonis!
Desciendes a Aqueronte, a la morada
Del negro rey, del implacable Dite;
Y yo, infeliz, soy diosa, yo no puedo
A la infernal mansión seguir tu paso.
A mi esposo recibe, Persefone,
Tú más feliz que yo; toda belleza
A tu reino desciende; las desdichas
Todas vinieron sobre mí; lamento
Al muerto Adonis, y temor, oh diosa,
También me aqueja de que tú le ames.
Yaces, varón dulcísimo; cual sueño
Se deslizó mi amor; abandonada
Queda Citeres; despreciados quedan
En los altos palacios los Amores;
Pereció con Adonis el áureo cinto.
¿Por qué, hermoso, la caza perseguías
Y a las hambrientas fieras acosabas?»
Tal se lamenta Cipria; los Amores40
Repiten: falleció el hermoso Adonis.»41
Tanto de lloro Pafia derramaba
Cuanto de sangre Adonis; de la tierra
Flores brotaron; la encendida rosa
De la sangre, del llanto la anemone.
Lamento a Adonis; los Amores lloran.

   No más lamentes al perdido esposo
¡Oh Cipria! en las montañas, que ya Adonis
Yace en frondoso y regalado lecho;
Aún ocupa tu lecho el muerto Adonis.
Bello, aunque muerto, descansar parece
En apacible sueño; ponle ahora
En los ricos tapices, en las telas
De oro labradas, do contigo, Cipria,
De noche disfrutó dulce reposo.
Ámale aún, y con guirnaldas ciñe
Su sien, de flores mil entretejidas,
Todas marchitas desde que él muriera.
Cúbrele de arrayán, de mirra baña
Y arábigos ungüentos su cadáver.
Todo aroma perezca, que el perfume
De sus labios también se ha disipado.

   Descansa Adonis en purpúrea alfombra;
Rodéanle llorando los Amores;
Por Adonis cortaron sus cabellos;
Uno el arco destroza otro la aljaba,
Otro rompe las flechas voladoras,
Quién desata de Adonis el calzado,
Quién el agua conduce en vasos de oro,
Quién los muslos le lava o con las alas
Infundirle pretende aliento nuevo.
Lloran, ay Citerea, los Amores.

   Su antorcha apaga en el umbral Himene,
Desteje y lanza la nupcial corona;
Ya no resonará su alegre canto;
Ay, ay, repetirase solamente,
Ay, Adonis y aun más, ay, Himeneo,
Lloran las Gracias de Cinira al hijo,
Y repiten: «Murió el hermoso Adonis»
Con lamento mayor que el de Ciprina.

   A Adonis llaman las sagradas Musas,
Y escucharlas quisiera, mas no puede,
Porque no se lo otorga Persefona.
Termina el largo lloro, Citerea,
Alégrate en convites, que otro año
Tornarás al dolor, bella Afrodita.

Santander, 28 de octubre de 1875.



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