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ArribaAbajoLibro quinto

Detuviéronse Hardyl y Eusebio cerca de tres semanas en León, esperando se serenase el tiempo que había echado a perder los caminos, para continuar su viaje por Montpellier y Tolosa entrando en España por Irún como lo habían determinado, recompensando a lo largo de este rodeo la vista de muchas más ciudades en que Eusebio satisfacía su estudiosa curiosidad, aunque esta misma fue la causa de que se viesen en el mayor peligro de sus vidas y de perder su coche, caballos y dinero, expuestos a nuevos trabajos que no se hubieran jamás imaginado de experimentar en el centro de la Francia, y pocos días después que salieron de la ciudad de León.

Los caminos se habían mejorado notablemente y el tiempo más blando parecía prometerles la temprana venida de la primavera. Respiraba Eusebio con el templado y anticipado aliento de la sazón el mismo gozo que probaba al salir de París, por acortársele la distancia que lo separaba del ansiado objeto de su amor, bien ajeno de las terribles angustias a que se había de ver expuesto y que comenzó a sentir antes de llegar a Viviers, por error o por descuido de los cocheros, los cuales en vez de tomar la carrera de Valencia y de Lauriol, tomaron al salir de Valentin el camino de Viviers.

Podía faltarles como una legua para llegar a esta ciudad, cuando se vieron asaltados de más de doscientos hombres armados que, cerrándolos por todas partes, hicieron parar el coche encarándolos sus escopetas, mientras los capataces hacían maniatar los amos, criados y cocheros, habiéndolos obligado antes a desmontar. No ignoraban Hardyl y Eusebio la revuelta del Delfinado y del Vivarés, de que se hablaba tanto no sólo en Francia sino también en toda la Europa; pero como el motivo de la rebelión de aquellos pueblos era la revocación del edicto en Nantes, se lisonjeaban que llevando pasaporte de Inglaterra y pudiendo pasar como ingleses, no encontrarían estorbo en el camino; mas aunque les valió esto mismo para no perder las vidas, no pudieron evitar los muchos trabajos y afanes que padecieron.

Buen espacio antes de llegar al sitio en donde fueron asaltados avisaron los cocheros a sus amos de la muchedumbre de gente armada que descubrían, así en el camino como en los inmediatos oteros; pero la misma muchedumbre, y el saber que los vivareses estaban en armas, les quitó las sospechas de que fuesen compañía de ladrones, como a primera vista había parecido a los cocheros toda aquella muchedumbre. Hardyl hizo, con todo, parar el coche para ver si notaba algún movimiento de aquella gente. Viendo que no se movía, hizo tirar adelante, atendidas también las circunstancias del camino estrecho en que se hallaban, no permitiendo dar fácil vuelta a los cuatro caballos que, aunque pudieran ejecutarlo, no les quedaba tarde para poder llegar a la ciudad de Die, de donde habían salido aquel día. Puestos pues en aquella necesidad, aunque los pasaportes les hicieron apechugar con ella, animados de la confianza que en ellos ponían, Hardyl, no obstante, previno el ánimo de Eusebio para que se armase de fortaleza, que era el más fuerte escudo que podía oponer a las armas de toda aquella gente y de todo siniestro accidente que pudiera acontecer, ya que la suerte lo había puesto en aquel lance. Contribuyeron estas exhortaciones de Hardyl para que Eusebio, al verse asaltado de aquellos hombres, conservase una firme presencia de ánimo, ofreciendo él mismo sus manos al ademán que hacían los que iban a ponerle las ataduras, teniéndole otros puestas las escopetas al pecho para que no se moviese. Ejecutaron lo mismo con el fuerte Hardyl, con Taydor que suspiraba de rabia, y con Altano que estaba medio muerto del susto, sin valerles las razones que daba Hardyl ni el pasaporte que ofrecía mostrarles, por lo cual se podían certificar que eran súbditos del rey de Inglaterra y no del de Francia.

Luego que tuvieron también maniatados los cocheros, dio orden el capitán de aquella gente a dos de ellos que hiciesen de cocheros y que encaminasen al coche, en el cual entraron él y otro principal, haciendo que los presos, amos y criados, lo siguiesen a pie maniatados como estaban y rodeados de una compañía de aquellos revoltosos. Lisonjeábase Hardyl que los llevarían en derechura a Viviers para presentarles al gobernador y que, informado éste de su condición y pasaporte, los mandaría soltar y restituirles el coche. Pero sucedió muy al revés de lo que esperaba porque torciendo el camino mucho antes de llegar a Viviers, los llevaron por otro pedregoso y áspero hasta un lugarcillo en donde, no pudiendo pasar el coche adelante por no haber carretera, lo hicieron quedar allí sin parar por eso los trabajados presos, los cuales se vieron llevados de sus conductores a otro lugarillo infeliz de la montaña.

Hardyl confortaba por todo el camino el corazón de Eusebio, hablándole en lengua inglesa. Altano no desplegaba sus labios, no sólo por efecto de la terrible aflicción y temor que lo tenía trastornado, sino también por el orden que le dio Hardyl antes que los asaltasen de no hablar sino en inglés, en caso que quisiesen informarse aquellos hombres de su patria, acordándole que corría riesgo su vida si decía que era español; con esto iba más muerto que vivo, temiendo verdaderamente que lo hubiesen de matar, encomendándose en su corazón a todos los santos del cielo. Creció esta misma temerosa aprensión luego que llegaron al lugarillo, en donde los separaron unos de otros, llevándolos a diferentes casas, donde los guardaron a vista.

Grande fue el acometimiento de tristeza y de dolor que tuvo Eusebio al verse separar de Hardyl, renovándose en su corazón aquellos tiernos sentimientos que experimentó cuando lo separaron de él los corchetes en Newgate, pues hasta entonces los mismos trabajos del camino, la vista y discursos de sus conductores y los de Hardyl, tenían su alma distraída y fortalecida en cierto modo contra la desgracia; pero luego que se vio separado de Hardyl y encerrado en una pocilga de la infeliz casilla a donde lo llevaron, tratándolo como animal inmundo, sin lecho en que descansar ni asiento en que sentarse, sino la poca pala que le arrojaron poco después que lo tuvieron allí dentro, comenzaron a presentársele en aquella hedionda soledad mil funestos pensamientos, que hubieran oprimido y rendido su corazón si no lo hubiese socorrido la virtud.

La pérdida de su coche, caballos y dinero en Dartford al principio de su viaje en Inglaterra, le había servido de lección para no confiar tanto en bienes, que podía tan fácilmente perder y que, de hecho, había perdido; y la ignominia de la prisión y el maltratamiento que padeció en Newgate, le servía entonces también para no extrañar tanto ni sentir aquel oprobio y trabajos que le hacían probar los vivareses. Pero la inocencia que entonces le sirvió en Londres de singular confortativo, de nada aquí le valía, dependiendo del furioso fanatismo de aquellos hombres, para con los cuales no había apelación; pues no teniendo ellos otra regla de obrar que la violencia de su ciego y odioso celo, temía que pudiesen llegar, en fuerza de éste, a quitarle la vida.

Esta funesta sospecha prevaleció a todos los otros afanes y tristes pensamientos, que comenzó a avivarle aquella hedionda prisión, luego que reventado del largo y enhiesto camino, se tendió sobre la paja para descansar; y así, sin acordarse de su coche y caballos, ni de aquel mismo infelicísimo lugar en que se hallaba tendido, la sola muerte se le representa vivamente a su agitada imaginación. ¡Oh cielos!, se decía a sí mismo, ¿tan miserablemente habré de acabar mi vida y quedará sepultada mi memoria entre estos riscos sin que pueda llegar noticia de ella a Henrique Myden, mi buen padre, y a mi amada Leocadia, que tal vez estarán haciendo vanos votos por mi vuelta feliz?

¿Que finalidad es la mía? ¿En el centro de la Francia habré de perecer a manos de estos furiosos, como pudiera en los desiertos de la América a manos de los más feroces salvajes? ¿En el momento en que mi corazón, llevado en alas de sus deseos y esperanzas y en la confianza que tan segura se me hacía de rever mi patria y de llegar sin estorbo a alcanzar el colmo de mi dicha en los brazos de Leocadia, me habrá de cortar siempre camino una cruel suerte, armada de tan impensado accidente para derribarme en una sima, de donde ni las sospechas de mi fatal desgracia podrán salir para acallar las mortales dudas de los míos, que ignorarán mi funesto destino?

¡Oh, cuánto más valía haber quedado en Filadelfia abandonando mis haciendas a quien las pretende, que no haber emprendido un viaje que tan desastrado fin deberá tener, antes (triste de mí) de llegar a la mitad de su término deseado! Gozara ahora en el seno de una envidiable tranquilidad de todos los bienes de la vida, sin exponerla a tantos riesgos, y a la misma muerte tal vez penosa que me apareja la barbarie de estos hombres, que querrán usar conmigo y con mi buen Hardyl del derecho que les da la violencia. ¡Oh Dios! ¿En estos montes había de naufragar mi felicidad, cuando un amor casto y puro prometía coronarme en el altar de Himeneo, como al rey más venturoso de la tierra? La guirnalda que las esperanzas me entretejían ¿habrá de servir para ser con ella conducido al horrible altar del fanatismo, como víctima arrastrada de la desgracia? ¡Oh cielos, que fatal suerte me teníais reservada!

Un impetuoso llanto seguía a estos y otros lamentos, regando con las lágrimas la paja de aquel sucio gallinero o pocilga, que uno y otro parecía en donde estaba tendido, sin poder cerrar los ojos al sueño en toda aquella tristísima noche, hallándose su corazón combatido de las funestas ideas y temores que le fomentaba aquel mismo sitio. ¿Pero cómo podía dejar de acudir la virtud a consolar y sosegar su pecho en que Eusebio le tenía formado tan puro templo? Ella derramó sobre su frente, oprimida de la tristeza, la dulzura celestial que confortó sus pensamientos abatidos, avivando en su ánimo la constancia y fortaleza que parecían vacilar al terrible impulso de las funestas ideas que le excitaba su situación.

Comenzó entonces a comparar su estado y desgracia con las de los hombres ilustres y desgraciados que iba buscando su memoria en las historias, cuyo objeto, al paso que enflaquecía su tristeza, le iba poco a poco fomentando muchas reflexiones sobre la fragilidad de la vida y de todos los bienes de la tierra, expuestos a tantos millares de accidentes. De aquí pasaba a reflexionar sobre la necesidad del morir, ya fuese la muerte natural, ya violenta, pues de cualquier modo el tributo era el mismo para la naturaleza, diverso sólo para la opinión del hombre temeroso. De aquí se internaban sus pensamientos en las máximas que le había dado tantas veces Hardyl sobre la muerte, para sobreponerse al temor que la precede y para ofrecer su frente con resignación a las disposiciones del cielo, cualesquiera que ellas fuesen, pues eran inevitables. Que la muerte era el término de los trabajos y miserias de la vida, que a ésta sólo la hacían apetecible las engañadas esperanzas. Que la vejez más decrépita, una vez trasandada, era sólo como un sueño breve y confuso que no apagaba por eso las ansias del vivir.

¿Qué serán al cabo, volvía a decirse a sí mismo, diez, veinte años añadidos a los que ya viví? Pasarán con la misma rapidez, sin que me den a gustar mayor felicidad que aquella que ya he probado. Sola Leocadia, ¡ah!, sí, sola su memoria y la lisonjera esperanza de poseerla puede hacerme la muerte más sensible. ¿Mas esta misma esperanza no puede ser también vana y engañosa, si el cielo llegó a disponer de su vida, destinándole asiento de esplendor entre los bienaventurados? Si Leocadia, arrebatada de su enfermedad, dio el tributo a la naturaleza, ¿para qué debo desear alargar la vida ni temer su corto plazo, cuyos perecederos bienes no recompensan jamás las infinitas zozobras, angustias, temores y deseos que la siguen? Pero si vive Leocadia, si escapó de su enfermedad y espera el momento de volver a ver, de recibir en sus brazos a su infeliz amante, ¿qué será, oh cielos?...

Moriar: mors ultima linea rerum est.

Era ya de día y el áspero chirrío del viejo cerrojo de la puerta de aquella pocilga en que lo tenían encerrado, hirió de repente su imaginación y cortó sus reflexiones, pareciéndole que venían a sacarlo para la muerte. Eusebio, fortalecido de sus mismas máximas, sacude con esfuerzo el temor que le infundió el movimiento de aquel ruin cerrojo; y recobrando su constancia, ofrece el pecho como si lo hubiera de presentar en batalla al hierro de la lanza enemiga. Pero cuán engañado quedó cuando en vez de ella vio que le alargaban una cebolla y un zoquete de pan prieto, diciéndole que comiese.

Cabalmente, a más de sentirse con suma inapetencia, había siempre tenido aversión a las cebollas. Recibe, con todo, lo que le daban, y sentándose sobre la paja, se puso a contemplar aquel desayuno. La primera reflexión que le hizo hacer fue la de los vanos temores y angustias que el hombre se fabrica en su imaginación, anticipándose él mismo los males que tarde, o tal vez nunca, le han de venir; pues en el momento que él esperaba la muerte le alargaban aquel pan y cebolla. Luego, parando en ésta el pensamiento, le hizo reflexionar en la mudanza a que está sujeta la fortuna y grandeza de la tierra y la necesidad que tiene el hombre de no reputar en ella extraño cualquiera siniestro accidente, y de estar prevenido para acomodarse a él sin disgusto ni sentimiento en caso que llegase a tenerlo.

A pesar, con todo, de estas reflexiones, sentía rebelársele en el corazón una especie de tristeza, que no podía sacudir al verse tratado como galeote con aquel vil manjar a que no podía arrostrar su inapetencia; pero durándole todavía el esfuerzo que sacó de sus máximas para hacer frente a la muerte, se aprovechó de este mismo para sobreponerse a aquella flaqueza y vencer aquella repugnancia que sentía a la cebolla, pensando cuántos pobres y no pobres hambrientos echarían sobre ella mil bendiciones si la pudieran conseguir, siendo así que él se reputaba infeliz por tenerla, lo que era prueba de la flaqueza de sus sentimientos, pues se avasallaba por ello a una ridícula aflicción, e indigna de la constancia y fortaleza de la virtud.

Enardecido su ánimo de estos pensamientos, lo obliga a hincar el diente en la cebolla como si estuviera hambriento. Una fuerte resolución vence obstáculos que parecían invencibles: prueba de que el ánimo recela de sus fuerzas y que no alcanza muchas cosas por no dar todo el impulso a su fortaleza. La de Eusebio en morder aquella cebolla fue causa para que en adelante le agradase; y aunque entonces no pudo acabar con toda aquella, contrastándoselo la inapetencia, en vez de arrojar lo que le sobraba, púsoselo en la faltriquera como remedio para fomentar los moderados y fuertes sentimientos, y para acostumbrarlos a los disgustosos accidentes de la vida.

Sacáronlo poco después de aquel sucio calabozo y, maniatándolo de nuevo, lo llevaron al lugar en que se habían de juntar los demás presos para proseguir el viaje juntos. Cuanto grande fue el dolor que sintió en la separación de Hardyl la noche antecedente, tanto mayor fue el gozo y el consuelo que le causó su vista al descubrirlo desde lejos con los cocheros, aunque no pudo contener sus tiernas lágrimas viéndolo maniatado como él. Hardyl, que no sintió menor alborozo al verlo también, le dijo en inglés luego que pudo oírlo: Probáis, Eusebio, que no son vanos los consejos y máximas de la virtud, pues a más de ser siempre provechosos, tarde o temprano llega la ocasión en que se hacen necesarios para sobreponerse a la desgracia. Esta es una...

Los desgreñados montañeses no le dejan acabar, tomando el camino de la sierra luego que vieron comparecer a Gil Altano y a Taydor, a quienes traían también maniatados; y aunque Eusebio comenzó a dar parabienes a Hardyl y a decirle el gozo que sentía con su vista y el sosiego de su corazón, no le dejó pasar adelante la situación que tomaron sus conductores en la marcha, separándolo buen trecho de Hardyl. Fue causa de esto el camino estrecho y en partes lodoso por las nieves que se derretían de las cumbres y los profundos barrancos por cuyos bordes caminaban. Su vista infundía terror, no menos que las erizadas sabinas y los retorcidos y deshojados robles entre los cuales caminaban. Añadíase a esto el ronco murmullo de los torrentes y arroyos que se despeñaban por aquellos ásperos riscos, confundiéndose con un eco lúgubre en aquellas profundidades los secos graznidos de las aves de rapiña que anidaban en los huecos de aquellos hondos derrumbaderos.

Así caminaron de sierra en sierra toda la mañana, hasta que ya pasado el mediodía hicieron alto los conductores para comer y para dar de comer a los presos. Éstos, al verse juntos y en libertad de hablarse, mezclaban el júbilo que probaban con su vista al dolor que los aquejaba por la desgracia que duraba todavía, sin saber cuál había de ser su paradero. Hardyl era el confortador de todos y Eusebio añadía también sus exhortaciones, especialmente a Altano, que más que los otros necesitaba de ellas, aunque parecía que le sabía bien a la hambre que llevaba el pan y cebolla a que se reducía la comida que les dieron, diferenciándose sólo del almuerzo en la cantidad y en la bebida que podía satisfacer cumplidamente a su sed en la fuente tersa y cristalina, cerca de la cual se sentaron para acabar con la corta ración que les alargaron.

Sabrosa comenzaba a ser a Eusebio aquella misma cebolla que aborrecía por la mañana, no sólo por haber vencido su repugnancia, sino también porque el cansancio del desastrado camino le había despertado el hambre y se la provocaba también el apetito de Altano que, a pesar de su susto, comía a dos carrillos, y que iba diciendo a Taydor: Los duelos con el pan son menos. Pero antes que acabase con su ración, acabó con su apetito la llegada de otros serranos armados que comparecieron en aquel mismo sitio, dando a los conductores de los presos la noticia de haberse decretado la muerte a un sacerdote católico que había caído en sus manos.

Esta noticia hizo prorrumpir en furioso júbilo a los que la recibían, apresurando su comida para poder llegar a tiempo de apacentar su detestable curiosidad en el cruel espectáculo de la muerte del sacerdote. Pero por priesa que se dieron en acabar la comida y en caminar, sólo pudieron llegar a paraje en que recrearon a sus bárbaros oídos los tiros de los fusiles, a que condenaron aquella víctima de su furioso fanatismo, resonando desde lejos el eco por aquellos valles y barrancos, e hiriendo en lo vivo los ánimos e imaginaciones de los presos, obligados a seguir la forzada marcha de sus conductores.

Era el sacerdote católico que arcabucearon de distinguida familia, llamado Chaila, el cual, yendo a poner en un monasterio dos hijas de un calvinista recién convertido, cayó en manos de los sediciosos. Éstos quisieron usar en él de las mismas formalidades que usaron los católicos en Nimes con un ministro calvinista, a quien condenaron a muerte por no haber querido hacerse católico; y como Chaila rechazase su bárbara proposición, fue condenado a padecer el mismo suplicio pasándolo por las armas.

Profirió esta sentencia contra él un ministro protestante, llamado Jurieu, tenido en suma veneración de aquellos rebeldes, habiéndose erigido en profeta después de haberles anunciado de parte del cielo la destrucción de la contaminada Babilonia al furor del espíritu de Dios y de su venganza, con lo cual iba de pueblo en pueblo excitando los ánimos a la rebelión; hasta que, habiéndose ya ganado el concepto y veneración de aquellos rudos serranos, hizo asiento de sus oráculos en una elevada montaña llamada Peira a donde iban a consultarlo como al inspirado de Dios.

Él les había dado también por general de su rebelión a un joven de veinte y cinco años, de oficio panadero, añadiéndole a su apellido de Cavalier el sobrenombre de David, después de haberlo sacado por las greñas de entre la muchedumbre que se había juntado a este fin. Demostraciones ridículas, pero que son el alma del entusiasmo y del fanatismo y que hieren con energía las mentes alucinadas de los que tienen la desgracia de ser juguete del furor ardiente, del celo impostor que los deslumbra y enajena con fuerza irresistible.

A este mismo profeta y a aquella montaña eran llevados Hardyl, Eusebio y sus criados, para que decidiese de sus vidas, como había decidido de la de Chaila. El ruido de los tiros que acababan de quitar a éste la vida, recibido con bárbara algazara de los que los llevaban presos, aunque penetró los ánimos de éstos, sirvió con todo para fortalecer los sentimientos de Eusebio luego que volvió sobre sí, ofreciendo su pecho con resignación a las disposiciones inevitables del cielo. Hardyl, aunque tenía ánimo para sobreponerse a todos los humanos accidentes, iba estudiando medios en su viva y sabia imaginación, atendidas las circunstancias de aquellos montañeses y las de los suyos, para librarlos de la muerte y deslumbrar aquellos fanáticos, no permitiéndole la distancia conversar con Eusebio, obligándolos las estrechas sendas a caminar unos tras otros.

Altano era el que iba más inmediato a su amo que lo precedía, pero sin poder tampoco hablar con él, habiéndole infundido el eco de los tiros un terror mortal y terribles angustias, que desahogaba con frecuentes y desfallecidos gemidos que causaban no poca compasión a Eusebio. Al paso que se iban acercando a la montaña del oráculo, veían crecer el número de los amotinados que guardaban las gargantas y estrechos pasos de aquellos montes, hasta que al trasponer de una sierra descubrieron el campo de los rebeldes. Ocupaban éstos, debajo de chozas y malas tiendas, la dilatada llanura de un ameno valle bastante ancho a los pies del encumbrado Peira, cuya baja ladera estaba cubierta de gente, especialmente lo más vecino a la cueva que había escogido por su morada el profeta, lugar tan apto para acrecentarle la veneración. La celebrada Cumas no vio jamás concurso mayor de tanto mentecato.

Había precedido el aviso de la prisión y de la llegada de los forasteros al campo, de modo que al verlos bajar la sierra, fue recibida su vista con gritos de júbilo y murmullo universal. Eusebio había perdido un zapato en la marcha forzada y desastrada, y el que le quedaba en el otro pie no le servía ya sino de embarazo para caminar, pero no dejaba de contribuir para avivarle su resignación y constancia. Los zapatos de los otros no estaban en mucho mejor estado, y en esta figura, con los pies y piernas sucias y mojadas de las aguas y lodos del camino, los presentaron al general David. Ocupaba éste una tienda mayor que las otras en medio de aquel valle, de donde salió para hablar a los presos luego que lo avisaron de su llegada.

Hardyl y Eusebio fueron los primeros que le presentaron, teniéndolos con las manos atadas en cruz por delante. Pareció sorprenderse el joven David al ver el traje de los presos, y con rostro serio que distaba con todo de la arrogante severidad, quiso saber de ellos de qué provincia de Francia eran y a dónde iban. Hardyl le respondió que no eran de ninguna provincia de Francia, sino súbditos de Inglaterra y de la América inglesa, de donde hacía nueve meses que habían salido para viajar algunos reinos de la Europa, que extrañaba que la misma confianza que había puesto en los calvinistas, haciendo el viaje por medio de sus tierras y a quienes reconocía y amaba como hermanos y como hechuras de un mismo padre celestial, hubiese sido causa de los trabajos que les hicieron padecer los que los prendieron y trataron no sólo como a católicos intolerantes y enemigos suyos, sino también como a ladrones y galeotes, sacándolos de su propio coche para maniatarlos sin respeto a su condición.

El joven David, enajenado de la respuesta de Hardyl y desengañado no menos de ella que del traje y acento, que todo le confirmaba ser ingleses y de profesión no desemejante a la suya, envía inmediatamente aviso secreto al profeta, con quien se entendía, para avisarlo del carácter, patria y condición de los presos que le enviaba y para que los declarase libres; pues aunque él lo hubiera ejecutado sobre la marcha, no podía determinar cosa alguna sobre ello sin la declaración del profeta; manifestó con todo a los presos su buena voluntad, mientras volvía el mensajero que despachó inmediatamente a la cueva, diciéndoles que esperasen bien, pues teniendo por su parte a Dios, él extendería su brazo sobre ellos para protegerlos y sacarlos salvos al camino de salvación sin perder un pelo de su cabeza. Que aquellos accidentes eran indispensables en tiempo de revuelta, pero que esperaba que los trabajos que habían padecido se les convertirían en mayor consuelo.

Entretanto que los entretenía con éstas y otras razones, habiendo vuelto el mensajero, los mandó llevar al profeta que estaba poco distante del campo exhortando a los presos a que confiasen en la santidad de aquel hombre de Dios a quien se habían de presentar. Hardyl, que conocía el entusiasmo de aquellas gentes, quiso interesarlos en su favor, y luego que el general David acabó de hablarles en presencia del numeroso concurso que había acudido, levantando él los ojos al cielo, no pudiendo las manos pues las llevaba atadas, profirió con energía y con voz algo alta los versos del salmo:


Et factus est Dominus refugium pauperi; adjutor in opportunitatibus, et tribulatione.
Sperent in te, Domine, qui noverunt nomen tuum, quoniam non derelequisti quoerentes te.
Qui exaltasti nos de portis mortis, ut annuntiemus omnes laudationes tuas, portis filiae Sion.



Entonces sí que se exaltaron las fantasías de aquellos rudos montañeses, viendo en el ademán y en la energía de la oración de Hardyl, al tono de las de su noble y modesta presencia, un hombre santísimo de su secta. Los mismos que los habían maltratado en el camino, se esmeraban en cortejarlo y agasajarlo, hasta que llegaron a ponerlos todos juntos delante de la cueva en donde estaba escondido el adivino. Como éste había ya tenido aviso de la condición y patria de los presos, sacó partido de él para dar visos de oráculo a las palabras que había de proferir para librarlos.

Poco tardó a dejarse ver él mismo en la boca de la gruta. Su rostro, aunque blanco, manifestaba en sus cóncavas mejillas y sobresalientes mandíbulas la enjuta austeridad que consigo usaba. Sus ojos parecían de mochuelo, encendidos del furor de su adivinación, y la nariz afilada y aguileña le caía sobre la barba, órgano de sus oráculos embusteros; el corto pelo parecía erizársele sobre la cabeza y la barba que llevaba crecida, le daba toda la semejanza de un sacerdote de Ammón o de un busto de Esculapio, puesto por insignia de un boticario: su corta y raída sotana dejaba ver sus piernas y pies descalzos, a pesar del frío que hacía en aquel sitio. ¿Pero qué nos obliga a sufrir a los hombres la hipocresía y el fanatismo?

Inmenso concurso de hombres y mujeres de todas edades que habitaban en aquellos contornos acudió atraídos de la novedad, estando unos de pies, otros subidos a los árboles y otros asidos de las peñas para ver y oír a su divino encantador; el cual, después que se dejó ver, sin salir de la boca de la cueva, cubrió de una mirada silenciosa y encendida a los presos que tenía delante a cortos pasos; luego, levantando en alto el brazo y extendiendo con fuerza los largos dedos de la mano, habló así, cerrando los ojos y desviando el rostro hacia otra parte:

No os pese, oh hijos del Dios de los ejércitos, de la padecida tribulación, pues con ella quiere también el Señor probar a los suyos y acrisolar su virtud. Aunque separan muchas tierras y mares vuestra cuna del campo de Israel y de los que siguen sus invencibles banderas, el mismo espíritu de Dios os une a sus fieles y fuertes hijos, y anima vuestra fe; ni vuestras almas fueron contaminadas del error ni de la iniquidad para oprimir a los secuaces del purgado evangelio. Lluevan las bendiciones del cielo sobre vuestras cabezas bañadas con el agua del verdadero bautismo, y vuestras manos álcense desatadas al trono celestial para implorar sus misericordias y la libertad que merecen sus secuaces, para poderse armar contra los perversos idumeos y asirios y contra la terca raza de Agar, obteniendo victoria de sus crueldades y de su perfidia.

Dicho esto, vuelve a meterse en la cueva sin dejar tiempo a Hardyl para entonarle otros versos del salmo, en agradecimiento de la profecía en su favor, pues por tal la tuvieron aquellos rústicos serranos que se apiñaban en torno de los presos para desatarlos y cortejarlos, como lo hacían a porfía con gran alborozo de los mismos, especialmente de Altano, a quien había trastornado la vista del profeta, creyendo que iba a darles sentencia de muerte; pues no había podido concebir ninguna buena esperanza de antemano del discurso del joven David, por estar apartado, como la concibieron Hardyl y Eusebio sobre su cercana libertad por lo que les dijo él mismo.

El sol había ya apartado sus rayos de las cimas de aquellos eminentes montes cuando los presos libres fueron acompañados hacia la tienda del general David. Éste recibió en ella a Hardyl y a Eusebio con mucha humanidad y agasajo, y después de haberles dado los parabienes, les contó lo que había echo en su favor. Ellos le agradecieron su buen ánimo y atención, prendados de sus buenos modos y afabilidad. Su estatura era pequeña, pero de complexión robusta y bien formado de cuerpo, sin disminuir al agrado de su fisonomía; su barba y cabello rubio, aunque de color encendido; su seriedad, mezclada de un dejo afable, le daba un aire majestuoso y superior a los pocos años que su rostro manifestaba.

Hardyl, viéndose tan agasajado de él y animado de la confianza que le infundían sus atentos cumplimientos, le suplicó que les fuese restituido el coche y caballos para proseguir su viaje, dando por bien sufridos los trabajos de aquel accidente, pues le habían acarreado la complacencia de conocerlo y de experimentar su humanidad. El joven David le respondió que el coche les sería restituido con los mismos caballos, que había dado providencias para ello y que nada les faltaría. Apenas acababa de decir esto, cuando entra un montañés para decirle que estaba pronto lo que había mandado. Entonces dijo a Hardyl y a Eusebio que siguiesen aquel hombre. Ellos lo siguen a una tienda vecina en donde había otros montañeses con muchos pares de medias y de zapatos para calzarles los que les viniesen bien.

Esto excitó en ellos un sumo reconocimiento a las vistas atentas y humanas del general y un singular aprecio de aquel favor de que tanto necesitaban, especialmente Eusebio, no sólo por la vergonzosa figura que hacía con el un pie sin zapato y comida la media de los lodos y piedras, del camino, por cuyas sucias y rotas hilazas asomaban los dedos del pie, sino también por el frío que padecía; y aunque una cosa y otra contribuyó para ejercicio de su paciencia y para fortalecer su ánimo en los trabajos, no dejó con todo de alegrarse tanto por ellos que, acordándose que llevaba cuatro luises y otras monedas en la faltriquera, no lo entregase todo a los que le habían calzado los zapatos y las medias, habiendo calzado también a Hardyl y a sus criados.

Volvieron a ser conducidos a la tienda del general que los esperaba, el cual, acortando las demostraciones de agradecimiento que Hardyl y Eusebio le daban por el favor que acababan de recibir, se los llevó consigo para hacerles ver el campo que tenía formado en aquel valle, en donde había más de dos mil hombres armados y prontos para el primer aviso que recibían de las velas y atalayas que guardaban las gargantas de aquellas sierras; y vueltos a la tienda, hallaron la mesa puesta para la cena; ésta, aunque sin gran aseo, fue abundante y gustosa por las carnes montesinas que les sirvieron y por los discursos que tan bien la sazonaron.

Hízose en ella larga mención del edicto de Nantes y de su revocación, que fue causa de la rebelión de aquellos montañeses y de las otras fatales consecuencias que los obligaban a mantenerse sobre las armas contra los esfuerzos que había hecho la Francia para sujetarlos, aunque hasta entonces habían sido vanos. Con esta ocasión, contóles el joven David los ataques y tentativas que había hecho el mariscal de Montrevel, cuyas tropas habían desbaratado los vivareses. Duraran mucho más estos discursos después de la cena, si el joven David, atendiendo al cansancio y trabajos de sus huéspedes, no les aconsejara ir a dormir, como lo hicieron, conducidos a otra tienda vecina que les dispusieron a este fin, habiendo destinado otra para sus criados.

Grandes deseos tenía Eusebio de verse solo con Hardyl para desahogar con él su pecho, agobiado de los peligros y trabajos pasados y de la novedad de aquel accidente, contándole las angustias y afanes que había padecido luego que lo separaron de él para llevarlo a la pocilga, cuyas particularidades le contó, no menos que los afectos que había sentido su corazón con el temor de la muerte y las reflexiones con que le parecía haber contrastado sus temores, sin pasar por alto la tristeza que le había causado la cebolla y pedazo de pan que le dieron antes de sacarlo de aquel sitio, y el esfuerzo que había hecho para vencerse.

Hardyl, después de haber aprobado el esfuerzo de sus sentimientos, le contó la manera cómo lo trataron también a él, encerrándolo en un establo, dándole un medio pajar para dormir, donde descansó y durmió toda la noche sin ocurrirle jamás que lo quisiesen matar; lisonjeandose de persuadir a la cabeza de aquellos revoltosos, luego que lo hubiesen presentado, pues conocía que los que los prendieron no podían atender a razón, según eran las órdenes que tenían y la rusticidad que en ellos echaba de ver. El sueño le atajó el discurso y Eusebio, viendo que dormía, no tardó a imitarlo, tal era el cansancio que padecía.

Muy alegre fue para todos los presos el día siguiente, no sólo por los nuevos agasajos que recibieron del general, sino por acercarse la hora de salir de aquellas sierras y de las manos de aquellos montañeses; pues aunque se hallaban libres, no dejaban de asombrar y dar temor hasta las mismas cortesías y atenciones de aquellos desgreñados serranos, yendo acompañadas de un aire tan rústico y feroz que, en vez de granjearse con ellas afecto, infundían vivas ansias de desprenderse de aquellas desagradables demostraciones.

Esto mismo hacía resaltar la afable humanidad del joven David entre todos los suyos, y empeñaba más el agradecimiento de Hardyl y de Eusebio, como se lo manifestaron en la despedida, obligándolos mucho más él con sus ofrecimientos, especialmente cuando les dijo que encontrarían el coche y caballos en el lugar en que los dejaron, lo que movió tanto el reconocimiento de Eusebio, a quien tenía asido de la mano cuando esto decía, que Eusebio forcejó para llegarla a sus labios y besársela; pero resistiendo él y dándoles buen viaje, partieron acompañados de otros conductores que les dio para que los regalasen por el camino.

Debieron deshacerlo a pie por no sufrir cabalgaduras aquellas enhiestas sendas. ¡Pero cuán diferente aspecto tenían entonces a los ojos de Eusebio aquellas encaramadas cumbres, con sus cimas coronadas todavía de nieve que doraba el sol con sus encendidos rayos, y aquellos ásperos precipicios a donde iban a derrumbarse con saltos atrevidos los susurrantes arroyos! El horror que antes causaban a sus tímidas sospechas aquellas hondas simas y barrancos, se transformaba en admiración al ver salir del seno de aquellos riscos, que parecían iban a desplomarse en aquellas horrorosas profundidades añejos troncos de plantas, a cuyos enmarañados ramos no era posible llegar humana segur. Los tristes cantos de las aves que se recreaban con el día amanecido, perdían a su oído su ronca y confusa disonancia; los mismos deshojados bosques por donde volvían a pasar, no ofrecían como antes una desapacible vista a quien contemplaba en todos aquellos objetos la bizarría y prodigiosa variedad de la naturaleza.

Llegados finalmente al lugar en que dejaron al coche y caballos, como viesen a éstos traídos de aquellos montañeses del diestro, abrióseles de par en par el corazón a los viajantes, especialmente a Eusebio, a quien parecía un sueño todo lo que había pasado. Los conductores, al hacerle la entrega del coche le dijeron que tenían orden de informarse si les faltaba alguna cosa. Mas Eusebio, que rebosaba de júbilo y que prefería el verse ya libre a todos los tesoros de la tierra, sin detenerse a registrar si faltaba o no alguna cosa, atendió sólo a hacer abrir el cajoncillo en que llevaba el dinero y algunas alhajas, entre las cuales sacó un reloj de repetición que había comprado en Londres para Leocadia y lo entregó al principal de los conductores para que en su nombre se lo presentasen al general David21 en reconocimiento de los favores y atenciones que habían recibido, así él como los suyos, y a los montañeses que los habían acompañado entregó como cincuenta luises, reservándose sólo la cantidad que podía bastarle hasta llegar a Montpellier para donde llevaba letras de cambio.

¿Cómo se podrá expresar el júbilo y alborozo de amos y criados al verse sentados en el coche y arrancar aquellos caballos que creían para siempre perdidos, y al verse en la carretera de Viviers? Altano, vuelto en sí de su atónito silencio, dio suelta a su locuacidad luego que se vio lejos de aquellos fieros serranos, contando los terribles temores y angustias que le habían hecho padecer, teniéndose ya medio tragada la muerte, especialmente cuando oyó la noticia de la sentencia dada contra el sacerdote católico y el espanto que se apoderó de su corazón cuando oyó los tiros, y el que le infundió la vista del profeta Jurieu cuando salió a la boca de la cueva, haciendo de él tan graciosa pintura, sugerida de su pasado pavor y de su presente alegría, que les hacía perecer de risa.

Larga materia tuvieron Hardyl y Eusebio de provechosos discursos en la desgracia padecida. La situación, la vida, el entusiasmo de aquellos hombres, la causa de su rebelión, el fanatismo y poder del profeta, las circunstancias del general, todo en fin, suministraba argumento a Hardyl para hacer sobre ello útiles reflexiones y para fortalecer mucho más los sentimientos virtuosos de Eusebio, hasta que las nuevas ciudades por donde pasaban y los varios objetos que les ofrecían, les distrajeron de aquellas especies.

Llegados a Tarascón, como tenían tan cerca Marsella, les vinieron pensamientos de embarcarse en aquel puerto, antes que hacer el camino por Tolosa; pero los elogios que oían en todas partes del celebrado canal de Languedoc que todavía no estaba perfeccionado tentó la curiosidad de Eusebio. Dio después por bien empleado el rodeo por el gusto y admiración que le causó aquella obra, que parecía de imposible ejecución a las fuerzas humanas; y por lo mismo manifestaba ser sólo digna de la grandeza del espíritu del monarca que la mandó ejecutar y que la perfeccionó.

Nada de particular mención les aconteció en el viaje desde que salieron del Vivarés hasta que llegaron a Irún, término de la Francia y principio de la España. Eusebio, al entrar en ella, sintióse acometido de un dulce júbilo que le parecía respirar con el aire de su patria, y Altano salía fuera de sí hasta llegar a besar el suelo que tantos años hacía que no pisaba. Un tesoro encontrado no le hubiera hecho prorrumpir en tantas y tan extraordinarias demostraciones de júbilo.

¿De dónde le viene al hombre el afecto particular que siente, no sólo por el lugar de su cuna, sino también por toda la extensión del terreno de la que reputa su patria? ¿Una línea imaginaria que distingue dos reinos puede poner también tan grande diferencia en los sentimientos del corazón? ¿Qué hermosura, qué encanto encuentra el alma en un suelo en que los ojos no descubren, tal vez, sino mayor aspereza y esterilidad? ¿Es preocupación que imprime el amor propio en la fantasía, o bien sólo efecto imperceptible de nuestra vanidad? ¿Qué es lo que toca tanto al alma para que se transporte a la vista de un risco, de un tronco, de una choza tal vez, que parece le están diciendo en su quedo silencio: pertenezco a tu patria?

Como quiera que esto suceda, cualquiera que sea el principio que excita este gozoso afecto en el corazón, cómo se podrá extrañar en boca de un republicano:

Dulce et decorum estpro patrua mori.

Sobre esto discurrían Hardyl y Eusebio, en fuerza del gozo que en sí sentían al verse entrar salvos en España, camino de San Sebastián, aunque experimentaban en él y en sus malos pasos notable diferencia de los caminos de Francia que dejaban; pues aquéllos eran tan bellos y tan cuidados, y tan incómodos y descuidados los de España; maravillándose Eusebio que tantos y tan poderosos reyes no hubiesen puesto sus miras en un objeto que los romanos reputaron siempre el primero y principal y el más digno de su grandeza en todas las provincias que conquistaban, aunque fuesen las más remotas, haciéndose todavía después de tantos siglos, objetos dignos de nuestra admiración los mismos restos de las ruinas que quedan así en España como en otros reinos22.

Hacíaseles esta diferencia más sensible en los mesones, viéndose tan mal servidos y faltos de lo necesario; deseando saber Eusebio y Hardyl si esto procedía del genio de la nación o de la falta de providencias o de la poca gente, o bien si de la falta de industria y del poco concurso de los forasteros. Hardyl no sabía atribuir este defecto a una de aquellas cosas, sino a todas juntas, añadiéndole que el concurso de forasteros podía contribuir algo a la mejora de los mesones, pero que también muchos de ellos dejaban de viajar por España retraídos de las incomodidades de los caminos y alojamientos, inexcusables tal vez por las grandes distancias de las ciudades y despoblados intermedios, donde no era posible que un mesonero en una venta aislada en vasto desierto y frecuentada sólo de arrieros se abasteciese de lo que no pudiera tener consumo.

Añadía a éstas otras razones y los medios que podrían con el tiempo restablecer esta parte de utilidad en un reino industrioso y rico, y hacerlo frecuentar de los forasteros. Entretanto acomodaban los dos su paciencia a la necesidad en que se hallaban, usando de las malas camas, comida y habitaciones como si lo hicieran por elección, sacando de todo útil partido para fomentar sus buenas máximas, amoldándose al bien y al mal que las circunstancias les presentaban, pues la impaciencia y el disgusto que se saca de lo que no se puede remediar sólo sirven para desazonar más el corazón.

Antes de llegar a Santo Domingo de la Calzada, Hardyl contó a Eusebio la distribución que se hacía en una de las iglesias de aquella ciudad de ciertas plumas de gallo y de gallina, en fuerza de un milagro que aconteció a cierto romero francés que iba a Santiago de Galicia y cuya historia le contó por entero. Esto fue causa de que luego que llegaron a aquella ciudad, desease Eusebio ir a ver la distribución de tales plumas, que se daban comúnmente a los peregrinos que iban o volvían de Santiago. Ejecutólo, pues, en compañía de Hardyl y, llegados a la iglesia, como se encontraron con un clérigo que salía de la sacristía, le ruegan si podía hacerles obtener dos plumas de las del gallo del milagro. Pero diciéndoles el clérigo que el señor obispo difunto había prohibido se hiciese tal distribución, volvieron a la posada, teniendo motivo Hardyl para alabar la determinación del obispo en prohibir tales publicidades, que aunque parece que fomentan la devoción y piedad del vulgo, no hacen más que degradar el decoro y majestad de la religión.

Entretuviéronse sobre esto de vuelta al mesón, a cuya puerta debieron pararse para dejar entrar un religioso que venía caballero sobre una mula, precedido de su mozo de espuela. Apeado ya, entra en la cocina a informarse de la mesonera de lo que tenía que darle que comer. Oyendo esto Eusebio, le dice a Hardyl que si no lo llevaba a mal convidaría al religioso a su mesa. Antes bien gustaré de ello, le responde Hardyl; y Eusebio se encaminó inmediatamente para convidarlo y él aceptó de buena gana la oferta. Con este motivo, después de haberse entretenido con ellos un rato, les rogó que le permitiesen rezar las horas antes que llegase la hora de comer. Ellos condescendieron de buena gana, y luego que hubo acabado, se encaminó al cuarto de Hardyl y de Eusebio en donde estaba la mesa puesta.

Sentados a ella, Hardyl pregunta al religioso si iba hacia San Sebastián. No, señor, le dice, sino que vengo a esta ciudad a predicar un sermón de empeño y he venido a parar al mesón por no haber aquí convento de mi orden. ¿Y qué se entiende por sermón de empeño?, preguntó Eusebio. Por sermón de empeño, responde el religioso, se entiende el que se encarga con ocasión de una gran fiesta, en que se suelen buscar predicadores acreditados para que desempeñen la función. Me alegro, pues, que hayan distinguido en esta ocasión el talento de V. paternidad, dijo Eusebio. ¡Oh!, no señor, no lo decía por tanto, responde él; pero bien sí, puedo asegurar a vs. mds. que he trabajado en el sermón y, puesto que vs. mds. se hallen mañana en esta ciudad, me lisonjeo que querrán honrarme. Eso lo hiciéramos de mil amores, dijo entonces Hardyl, si no llevásemos priesa en nuestro viaje, y tendríamos sumo gusto de admirar el empeño de V. paternidad.-¿Pero cuándo parten vs. mds.? -Debiéramos partir después de comer, pero una rueda resentida, que es preciso componer, nos obliga a diferir a mañana la partida.

-Si es así, pues, ya que vs. mds. me han manifestado que tendrían gusto de oírme, quiero corresponder a su atenta demostración, dándoles a leer el sermón que traigo copiado de buena letra; pues tal vez gustarán más de leerlo que de oírlo, lo que podrán hacer cómodamente en una horita mientras voy a presentarme al sujeto que me lo encargó. Pero por más que Hardyl y Eusebio se excusaron en buenos términos, no hubo remedio. Debieron encargarse de leerlo para decirle su parecer que el religioso pedía, y que en plata no pretendía sino alabanzas, como sucede en semejantes encargos, principalmente diciéndoles el religioso al entregárselo que reparasen cuán naturales y vivas eran las comparaciones que usaba.

Esto excitó su curiosidad, por lo mismo que el religioso manifestaba en ello su vana benditez; y así, luego que éste desapareció del cuarto, Eusebio, teniendo el sermón en la mano, comenzó a leer, oyéndolo Hardyl.

Sermón que predica el P. Fray Juan Ced... Lector jubilado, etc., etc., etc., en la fiesta de san Antonio de Padua, que celebra la cofradía de dicho santo en Santo Domingo de la Calzada.

Iste homo fuit magnus omnibus. Ec. c. 24.

«En vez de tejer el panegírico intejible del taumaturgo Antonio, será mejor que, postrándome delante de este altar, diga, si lo pudiera decir con cien lenguas de hierro fundidas en el retumbante bronce de la fama: Si quoeris miracula. Éste es el manantial, éste el pozo, éste es el océano de todos ellos, de los mayores, de los más estupendos y raros; ¿mas para qué pido lenguas estrafalarias para predicarlos? ¿No lo dicen a voz en grito estas ceras clavadas en tanto candelero de las devotas manos de esta cofradía? ¿No es panegírico de ellos este aparato mudo, elocuente, de Iglesia tan bien ataviada, adornada y hermoseada? No obstante, como debo mezclar también mi voz a esos mudos panegíricos, diré... Mas ¿qué podré decir que no esté dicho? ¿Qué nuevo asunto podré tomar, sea de sus virtudes, sea de sus milagros, que no esté ya tratado de mil maneras y que sea nuevo manjar para vuestros sabios oídos? Su penitencia, su mortificación, sus éxtasis; ¿mas todo esto no es trivial y común en todos los santos? ¿Qué diré, pues? Una cosa que pareciendo común no lo sea, y que tal no la haga parecer el modo cómo la diré. Diré, pues, que no hablaba por humildad, y en esto lo asemejaré a un pastorcillo que va recogiendo bellotas para su ganado de cerda, haciendolo con silencio; y diré que cuando habló, habló por obediencia y que por eso su voz fue exaltada. Vox Domini magnificata.

»Antes de entrar en el campo del sermón, liquidemos las pruebas de lo que acabo de decir, porque esto debe servir de punto a los puntos de mi sermón. ¿Pero cómo se podrá probar, me diréis, que no hablando, no hablase por humildad? Lo primero (y ved qué presto que se deshace esta dificultad), lo primero en que lo pruebo es en que quiso asemejarse a los brutos, porque luego que llegó a conocer con la luz de la razón que el jumento, la cabra y la oveja no hablaban, no quiso tampoco hablar, para abatirse y humillarse: tamquam ovis non aperiens os suum; y lo segundo en que lo pruebo es en que quiso parecer rudo e ignorante a los animales racionales también, quiero decir, a los hombres, para que todos me entiendan; y no lo digo por decirlo de los canónigos reglares, donde se fue a meter de hoz el glorioso santo, sin vocación tal vez para ello, sólo para huir del mundo perverso y locuaz, refugiándose a una religión como a una gruta, como a una cueva, como a un hueco, como a una caverna.

»Pero Dios que lo tenía reservado para gloria de la religión seráfica, le dejó hacer, valiéndose de su no hablar por humildad, para traerlo al camino de la gloria; porque los canónigos reglares, viendo que no hablaba y no quería desplegar sus labios, reputándolo rudo, idiota, ignorante, le dijeron que se fuese con su madre de Dios; y él, tamquam ovis non aperiens os suum, yendo de aquí para allí, sin saber dónde, vino a parar sin saber cómo a la religión de los religiosos franciscos, donde el guardián, inspirado de Dios, viendo que guardaba tan humilde silencio, se lo mandó romper por obediencia, haciéndolo ir a predicar a los turcos, a los herejes, a los marroquinos; y él, como el más humilde y el más obediente, así como no hablaba por humildad, semejante a un pastorcillo que recoge bellotas en silencio, así ahora habla por obediencia. ¿Pero cómo? Como el pastorcillo David armado de las dos peladillas de río contra el soberbio torreón de carne filistea.

»¿Pero pensáis que me detendré en contaros las gloriosas conquistas las prodigiosas conversiones que hizo con la honda de su elocuencia, armada de las dos piedras de su obediencia y humildad? ¿Esperáis que os cuente que, volviendo cargado de tan gloriosos trofeos de los infieles en sus conversiones, añadió otro mucho más admirable que todos ellos, convirtiendo a veinticuatro salteadores? Nada menos que eso: oíd el caso maravilloso que comprende las dos virtudes del humilde silencio y de la obediente locuacidad, ambas a dos juntas, unidas, hermanadas y que tendrán mayor fuerza para probar lo que quise probar.

»Vuelto de su gloriosa predicación el santo al convento de Rímini, volvió a su humilde silencio; y yendo un día por la orilla del mar en divina contemplación, lo distraen los saltos y bailes que hacían los peces al verlo, como rogándole que les predicase, pues deseaban oír la voz de su lengua, martillo de los turcos y de los herejes, malleus hoereticorum. Conoció el santo por inspiración los deseos de los peces de aquel mudo enjambre y escamoso de la verdinegra Tetis. ¿Pero qué, creéis que sobre la marcha les satisfizo? No por cierto. Si no es por obediencia no había remedio que hablase, quien no hablaba por humildad; y para ejercitar esta humildad y hablar al mismo tiempo por obediencia, fue a pedir primero licencia al padre guardián para predicar a los peces, pues si no por obediencia no les quería predicar; bien así como la ballena, que no mueve su inmenso y encorvado dorso, sino cuando la empujan e impelen las olas por detrás.

»Podéis imaginaros cual quedó el guardián oyéndose pedir una licencia tan extraña. Pedir licencia para predicar a los turcos de Turquía, a los marroquinos de Marruecos, cualquiera lo hubiera hecho; ¿pero para predicar a los peces, qui perambulant semitas maris? Esto sólo se dice de mi glorioso san Antonio, cuyas glorias, no pudiéndolas abarcar la tierra, se habían de dilatar también al mar. Quam admirabyle nomen tuam super universam terram, et mare!

Conociendo esto el guardián, no sólo le dio licencia, sino que quiso también acompañarlo y, llegados al sitio, se encuentran con un auditorio tan grande y tan numeroso, que no cupiera en esta vasta iglesia, para confusión de aquellos que, aunque oyen repicar la campana para el sermón, dejan que el predicador se desgañite a solas en el púlpito.

»¡Oh y cuánto mejor fuera tener a los peces por oyentes! ¡Con qué atención no estaban ellos esperando a ver qué texto tomaría el taumaturgo Antonio para su sermón! Vierais allí un enjambre de pulpos, aquí un ejército armado de langostas y langostinos, allá una piara de delfines y una infinidad de albures, y una caterva sin cuenta de lenguados, de sollos, de pámpanos, de acedías, de sábalos, de hostiones, de tromperos, de róbalos, de blanquillas, de pegerreyes, de truchas, de dentones, de bonitos, de corvinas, de besugos, de bogas, de agujas, de salmones, de lampreas, de cancros, de barbos, de atunes, de pageles, de congrios, de esparrallones, de jibias, de lizas, de rayas, de saputas, de meros, de eliros, de carneros, de salmonetes, de gallos, de pavos, de rémoras, de lobos, de safíos, de anchovas, de sardinas, de rescazas, de doncellas; en fin, de todas especies de peces, que faltara el día para decir, si decir supiera sus especies.

»Todos ellos, pues, esperaban oír el texto del sermón; ¿pero cuál os parece que fue el que escogió el portentoso Antonio? Ved cuán propio y cuán adaptado: Benedicite cete, et amnia, quoe moventur in aquis Dominu; de modo que, al oírlo, comenzaron todos ellos a saltar, a zabullirse y a salir afuera y a volverse a meter dentro, para darle a entender que se movían, quoe moventur in aquis. Pero luego que acabaron aquella especie de copeo, paráronse otra vez para oír el sermón, sacando sus cabezuelas y cabezonas sobre las aguas, a la manera que veis las almas del purgatorio en un retablo sacar sus cabezas y brazos entre las llamas, o por mejor decir, como las once mil vírgenes, asomando una infinidad de cabezuelas, unas tras otras, detrás de su capitana la gloriosa Santa Úrsula.

»¡Lástima, oyentes míos, lástima que el guardián, que estuvo presente al sermón, no lo hiciese imprimir! ¡Qué cosas tan lindas y enérgicas, graciosas y graves no diría a los peces! ¡Qué dulzura de palabras, dulciora super mel, et favum! ¡Qué regocijados no se irían con la bendición que les echó, diciéndoles: Ite, crescite et multiplicamini!; porque los peces se multiplican a millares, según dicen. ¡Qué gozosos que le volverían las colas para irse a correr por los senderos del mar! Per semitas maris.

»Dejémoslos ir para dar oído a los que dicen que los peces no oyeron el sermón porque son mudos; y como los mudos son sordos, sacan la consecuencia de que no oyeron el sermón. ¿Habéis oído jamás un sofisma en Camestres o en Baralipton más extravagante? Como si por sí mismo no se deshiciera como la sal en el agua, o como la cera que se regala con el moco del pábilo encendido, si no acude apriesa el sacristán a despabilarla. Porque, ¿quién hay entre vosotros que no eche luego de ver que toda la malicia está en la menor del silogismo? Los mudos son sordos, distingo; los hombres mudos, concedo; los mudos peces, nego; y ved aquí a tierra el argumento. Y puesto que con él queda enteramente probado lo que quería yo probar sobre el no hablar el santo por humildad y hablar por obediencia, ¿no es muy justo que vuelva a repetir el texto del sermón, antes de extenderme en el mar de sus alabanzas? Iste homo fuit magnas omnibus?. Grande hombre para todos: grande para los turcos que convirtió; grande para los marroquinos que bautizó; grande para los peces a quienes predicó: magnus omnibus. Esto me dará materia para los tres nuevos puntos de mi sermón; pero antes hagámoslo aquí redondo para implorar la gracia. Ave María»

Hasta aquí pudo sólo copiar Eusebio del sermón del predicador, por haberlo interrumpido su llegada. Habíalo antes leído todo con Hardyl, tendiéndose de risa por aquellas sillas del cuarto, empleando más de una hora en leerlo, porque a cada paso la risa les impedía proseguir la lectura. Hardyl no se acordaba de haber reído tanto en su vida, contribuyendo para ello la imagen que les quedaba de la serena presunción del religioso, combinada con los disparates que iban saliendo, especialmente con las comparaciones naturales en que les dijo reparasen: y así, como cosa original en su línea, quiso conservarla Eusebio, tomándose el trabajo de copiarla.

Pero avisado de Altano de la vuelta del religioso al mesón, hubo de desistir del empeño y quedarse con lo copiado, perdiendo mil preciosidades en el cuerpo del sermón.

Hardyl se había salido del cuarto mientras Eusebio hacía la copia, que escondió luego que tuvo el aviso de Altano, temiendo que el religioso fuese inmediatamente a su cuarto, como sucedió. Entró en él diciendo: ¿Pues mi señor don Eusebio, qué le ha parecido a vmd. del sermón? -¡Cosa original en su línea, padre, cosa preciosa! -¡Ah, ah, eso es efecto de la cortesía y bondad de vmd.! -Es sólo efecto de lo que he visto.-¿Y las comparaciones, qué tal? ¿No le parecieron a vmd. muy propias, como la de la humildad comparándola a un pastorcillo? Pues, ¿y la del gigante con el pastor David, armado de sus piedras y honda? -Muy naturales a la verdad; sólo me pareció algo violenta la de la ballena. -Eso mismo hácela más propia, porque es comparada con la obediencia; pues ésta lleva consigo gran violencia de la voluntad que obedece. -Si es así, no tengo que replicar. -Así debe ser, ¿no se hace vmd. cargo? -Me lo hago, padre, me lo hago.-¿Y del estilo, qué le pareció a vmd.? -Igual a las comparaciones.-¿Nada más? -Y qué más quiere Y paternidad, si dije ser todo cosa original. -Pero así en grueso no satisface tanto el juicio ajeno como por partes; y según veo, vmd. tiene el juicio muy fino.

A éstas añadió el religioso tantas preguntas que Eusebio, cansado de ellas, llegó a fastidiarse, hasta que entró Hardyl y lo libró de sus importunaciones por no atreverse a despedirse de él; y aunque se consoló al verlo entrar, temía que el religioso le hiciese las mismas preguntas, sabiendo que Hardyl no contemplaría la presunción del predicador. Pero éste, que no cabía en la piel, pareciéndole haber trabajado un excelente sermón, no pudo contenerse de no pedir también a Hardyl su parecer, diciendole: ¿Ha leído vmd. mi sermón, señor don Jorge? -Sí, padre, lo he oído leer.-¿Qué le parece pues a vmd.? -Si he de decir a V. paternidad lo que siento, no quisiera decir mi parecer. -Pero, ¿por qué? ¿Por ventura no le agradó a vmd.? -No, padre. -¿Cómo no? ¿Pues qué encuentra vmd. que culpar? -Ya dije a V. paternidad que no gusto de dar que sentir a nadie; y así le ruego quiera dispensarme de decirle mi parecer. -Veo que me es contrario; pero si vmd. no me da las razones que tiene para ello, las tendré yo para atenerme al juicio de mi señor don Eusebio. -Enhorabuena, padre, aténgase a él.

-¿Pero es posible que no quiera vmd. individualizar cosa alguna? -Lo hiciera, padre, si comúnmente no se pidieran alabanzas, en vez del juicio que se pide de las obras que se presentan -Perdóneme vmd., señor don Jorge, pues no esperaba tan poco favor de vmd., ni veo qué es lo que pueda culpar acerca del estilo, ni de la fuerza de explicarme, ni de las comparaciones que traigo tan a propósito. -Será preciso, pues, que desengañe a V. paternidad, porque ni el estilo de su sermón es propio de la grandeza y majestad de la elocuencia sagrada, ni hay fuerza ninguna de expresión, ni las comparaciones re trae son propias del asunto. Éste, en vez de quedar engrandecido de la elocuencia, no logra sino hacerse ridículo con el estilo y comparaciones de V. paternidad; y perdone esta franqueza a los deseos que me ha manifestado de que le dijese mi parecer.

El religioso, que estaba bien lejos de esperar este severo, aunque modesto, juicio de Hardyl, hízose fuerza para contener el enojo que le asomo a su turbado rostro, torciéndolo en desprecio del parecer de Hardyl, a quien dijo: Se ve que vmd., como lego, no entiende de estas cosas. -Puede ser también muy bien lo que dice V. paternidad; pero por lo mismo rehusaba decirle mi juicio. -Tenía vmd. razón de rehusarlo. -Sí, padre, muchísima razón, pues preveía lo que había de suceder. -De hecho, prueba su juicio que no entiende vmd. de elocuencia de púlpito; porque si no, de otra manera hablara de mi sermón. -Puede ser que me suceda lo que a la lechuza, que se queja de no ver de día porque la luz la ciega. -Algo me temo que ha de haber de eso; y así queden vmds. con Dios, porque debo retirarme a repasar mi sermón. -Vaya V. paternidad con Dios, y perdóneme el disgusto que le he dado. -Mi señor don Eusebio, para servir a vmd. -Para servir a V. paternidad, padre.

Luego que se fue el religioso, muy resentido interiormente como lo parecía, Hardyl dijo a Eusebio: Rara vez he visto llevar a bien el juicio que piden de sus obras los compositores por más que se use de moderación en darlo, porque como están preocupados de la vanidad de haber hecho una cosa perfecta, no es fácil desengañarlos; y por lo común, los más ignorantes son los más duros y tercos en su opinión, como lo veis en este bendito religioso, el cual se ve que no tiene idea de lo que es elocuencia; por lo mismo no quise pasar adelante en notarle los defectos de su sermón, pues no hay en él sino disparates y necedades que jamás hubiera echado de ver él mismo, aunque me hubiese cansado en demostrárselas.

Taydor entró entonces en el aposento, algo alterado, diciendo a Eusebio que el herrero que había compuesto la rueda del coche le pedía treinta reales, de lo que en Inglaterra no le hubieran; pedido diez, añadiendo que sobre ello había reñido con él y que había faltado poco que no lo descalabrase. ¿Dónde está ese hombre?, dice Eusebio. Ahí abajo, responde Taydor, que no quiere rebajar ni un maravedí de lo que pidió. -¿Y qué queréis que haga yo, que vaya a rogarle que rebaje del precio de su trabajo? Dadle en hora buena los treinta reales, y acordaos que me importa menos el dinero que los resentimientos de vuestro enojo. Taydor bajó la cabeza y fue a satisfacer al herrero los treinta reales.

Hardyl y Eusebio, distraídos de su conversación, quisieron salir a dar un paseo por la ciudad, volviendo algo tarde a la posada, donde viendo al padre predicador que iba arriba y abajo del corral repasando, según parecía, su sermón, ocurrió a Eusebio decir a Hardyl si lo convidarían a cenar. ¿Creéis que lo aceptará?, dijo Hardyl. -No lo sé, voy a verlo; y encaminándose Eusebio hacia él, le dice que esperaba que quisiera también hacerles compañía cenando con ellos; pero por la respuesta que le dio, conociendo que le duraba el resentimiento y que por ello se excusaba, no quiso hacerle nuevas instancias, retirándose al cuarto, donde contó a Hardyl las excusas de su resentida paternidad, que le dio nuevo motivo para proseguir la conversación que Taydor les había interrumpido y para que Hardyl se explayase sobre la elocuencia sagrada, que había padecido no poco del corrompido gusto que todos sacaban de las escuelas aristotélicas; sobre lo cual se entretuvieron después de cenar hasta que se acostaron.

Al otro día tomaron el camino de Burgos, desde donde pasaron a Valladolid, causándoles compasión los campos yermos por donde pasaban, faltos de verdura y de frondosidad, echando menos la industria y cultivo que tanto los embelesaba, así en Inglaterra como en Francia. Porque aunque era excusable en algunos terrenos la falta de cultivo por la sequedad e ingratitud del suelo y cielo, no lo era en otras tierras fértiles por sí o que lo pudieran ser fácilmente, echándose de ver el desaliño y descuido de la agricultura en vastos terrenos dejados a beneficio del tiempo, sin poder descubrir la cansada vista un árbol donde descansar y sin oír ave alguna que rompiese con su canto el silencio espantoso de un pelado yermo.

Los mismos ríos, que tanto se complacen de coronar sus riberas de frondoso verdor, parecían quejarse con el murmullo de sus raudales de las manos desidiosas que les negaban los medios de engalanarse, después que los habían despojado de su sombría majestad. Los montes, con triste y árido ceño, manifestaban acusar al cielo la ingrata segur, que no sólo los dejó desnudos de su añeja frondosidad, sino que también destruyó en sus profundas y arraigadas cepas la regeneración de su verdor y los tiernos renuevos que pudieran ser con el tiempo útil adorno del campo y amable abrigo del pastor, a cuya amena sombra oyera su ganado repetir las alabanzas de aquella edad en que Orfeo, al son de su canto y lira, pobló al Ródope de las plantas, atraídas de la dulce fuerza de su concento y la armonía de su lira.

Estos objetos daban repetidas veces materia de discurso por el camino a Hardyl y a Eusebio, haciéndoles acordar del plantel que tenían en Filadelfia, formado de los huesos de las frutas que Eusebio iba sembrando en el jardín. De Valladolid pasaron a Medina del Campo, visitando en todas las ciudades por donde pasaban cuanto había digno de ver, así de fábricas y de pinturas, como también de los otros objetos que contribuían para su instrucción y que les ofrecían las costumbres y preocupaciones de los pueblos. Llegados a Salamanca, Eusebio, que tenía grandes ganas de ver aquella celebrada Universidad, no las pudo satisfacer luego por haber llegado a boca de noche al mesón, pero lo hizo al otro día yendo con Hardyl antes que se abriesen las aulas, aunque comenzasen a dejarse ver algunos estudiantes y maestros. Uno de éstos quiso usar con Hardyl y Eusebio la atención de acompañarlos para hacerles ver la Universidad y las cátedras que había para todas las ciencias y lenguas, aunque las principales se hallaban sin maestros y sin discípulos.

Como Eusebio se informase del maestro que los acompañaba de muchas cosas que deseaba saber y que ignoraba Hardyl, se detuvo bastante tiempo para que ya juntos los estudiantes, comenzasen sus disputas con tales gritos y voces que parecíase iban a matar. Eusebio, que no tenía idea de aquel alboroto, preguntó al catedrático que venia a ser aquella algarabía, y diciéndole él que los estudiantes argumentaban, quiso despedirse, habiendo ya visto lo que había que ver; y lo ejecutó, agradeciendo al catedrático su atención, debiendo pasar por medio de aquel ejército de orates que se desgañitaban, dando unos tales patadas, con gestos y ademanes tan descompuestos, que a Eusebio le parecían energúmenos, causándole suma novedad aquella behetría.

¿Qué viene a ser esto, Hardyl? ¿Qué confusión es ésta?, le pregunta Eusebio apenas habían salido. ¿De qué disputan estos hombres? -¿Pues qué, no lo oísteis al pasar? -Oí no sé qué del ramo colgado la taberna y de animal a longe y de ente de razón. Haced pues, cuenta que lo habéis oído todo; de ese jaez son las demás cuestiones de la filosofía aristotélica en que emplean estos infelices jóvenes sus talentos. -A la verdad son dignos de compasión; bien me habíais dado alguna idea de ello en los muchos discursos que hemos tenido sobre esa desdichada filosofía; pero si no lo hubiera visto por mis ojos, ¿cómo era posible creer que los hombres llegasen a hilarse los sesos por un ramo puesto a la puerta de un ideal bodegón y desgañitarse por ello como se desgañitan?

-Haced, pues, cuenta que de esos mismos gritos y cuestiones resonaron las paredes de la Sorbona, efecto de la barbarie de los tiempos, que el mismo tiempo destruirá. -¡Pero entretanto, es gran lástima que se malogren tantos ingenios, enredados en esas ridículas y miserables cuestiones! -No hay duda, pero éste es un perjuicio que debéis contar entre los muchos a que están sujetas las naciones, y difícil de desarraigar de un tirón. Id a decirles a ellos mismos que malogran sus ingenios en una inútil y bárbara filosofía y veréis cómo os quitan las ganas de compadecerlos. ¿Cómo les daréis tampoco a entender que el silogismo tirado no sirve sino para aguzar y sutilizar vanamente sus ingenios y para pararlos como la arista, la cual es la cosa más aguda, y al mismo tiempo la más fútil y ligera? ¿Que el ingenio no necesita de que gasten tanta palabra y tiempo para formar un juicio y raciocinio? ¿Que sus argumentos son garabatos que no pescaron jamás la verdad? ¿Que las agudezas de sus distinciones son sólo lanzas del tiempo de antaño, buenas para un Avempace y un Averroes, y armas ridículas para el día de hoy?

No es posible que lo consigáis; y así dejemos hacer al tiempo que lleve el mal a su término y entonces sera fácil de curar, y no antes, por más que se raje el divieso. Entonces les sucederá a los aristotélicos lo que a un caballero muy viejo a quien yo conocí en mi mocedad, llamado del pueblo por apodo don Bigote, porque galanteando a una señorita muy rica, a quien amaba ardientemente, ésta le dijo que no se casaría con él si no se rasuraba el bigote y pera, que eran los ídolos de su presunción y de su necia vanidad. Pero oída la demanda y pretensión de la rica doncella, le dijo que por poseerla hubiera sacrificado todos los tesoros de la tierra, pero que su bigote y pera de ningún modo, que en eso no había que pensar; mas como de allí a pocos años viese que casi todos se rasuraban el bigote y que la gente parecía así mejor, comenzó a perder el aprecio a aquella moda estrafalaria que le hizo perder tres mil ducados de renta que le traía de dote con su hermosura aquella señorita. Entonces, arrepentido y desengañado, iba siempre diciendo: Por vida de mi bigote, pesia tal de mi bigote, mal haya mi bigote; y así siempre le estaba dando a su bigote, de modo que le quedó para siempre el apodo de don Bigote.

Tuvieron para muchos días materia de qué tratar, así sobre la filosofía aristotélica, como sobre otras ciencias y estudios, y sobre las universidades y sus establecimientos. De Salamanca se dirigieron a Segovia. Detuviéronse pocos días en ella, no sólo porque les instaba el pleito, sino también porque no ofrecía entonces aquella corte objetos dignos de su curiosidad. Fueron bien sí muy agasajados del lord Harrington, embajador de Inglaterra, para quien llevaban cartas de recomendación, el cual fue el mayor amparo de Eusebio y de Leocadia en la más terrible y funesta desgracia que les pudiera acontecer y que desventuradamente experimentaron poco después que se vieron casados.

De Madrid pasaron a Alcalá, cuya universidad les renovó las especies de la de Salamanca, sin excitarles ganas de ir a ver lo que sólo excitaba su compasión; y así, sin detenerse en aquella ciudad, se encaminaron para la de Toledo, donde llegaron poco después que había ocupado casi todo el mesón un caballero de Trujillo, con su mujer, una hija y un capellán que los acompañaba. Quedaba un solo aposento vacío, y aunque abierto por todas partes, pudo servir para Eusebio y Hardyl. Entrados apenas en él, les pareció oír un discurso mezclado de gemidos en el cuarto inmediato que comunicaba con el suyo por una mala puerta que, aunque cerrada, no les impedía oír distintamente una voz delicada, que decía sollozando: Ese será el de mi eterna condenación. ¡Oh cielos!, ¿es posible que ella me haya de venir de mis mismos padres? ¡Desventurada de mí! ¡Querer sacrificar de todos modos la sola libertad interior que me queda! ¡Privarme no sólo de lo que más amo, sino forzarme también a tomar un estado que aborrezco!.

Apenas acababa de decir esto con llanto, seguido de nuevos sollozos, oyeron inmediatamente otra voz ronca que decía: La culpable pasión que alimentáis, a despecho de vuestros buenos padres, os hace mirar el estado religioso como el más aborrecible. Pero creedme, doña Gabriela, que luego que comience la gracia del Señor a insinuarse en vuestro corazón, cuando estéis en el convento, veréis cómo mudáis enteramente de sentimientos, y ese llanto pecador se convertirá en suave risa, y esos indignos sollozos en complacencia celestial viéndoos esposa de Jesucristo. No lo dudéis; vais a ser un ángel en la tierra.

-Mujer nací para mi desgracia y ángel no lo seré jamás, señor don Julián. Tengo luces bastantes para no dejarme preocupar de esos especiosos títulos. Más de dos religiosas hiciéronme confianzas, que no hacen tal vez a sus mismos confesores, y tengo sobradas razones y motivos para apelar al ciclo contra la injusta violencia de mis padres y contra el devoto soborno a que vmd. rindió sus piadosos sentimientos. Somos cuatro hermanas casaderas, y se quiere comenzar por la mayor a darle la gracia angelical por dote, para que pueda disfrutar del que nos dejó nuestro tío el solo hermano que tenemos, a quien se quiere enriquecer a cuenta de cuatro violentos sacrificios.

Aquí pareció que don Julián comenzase a titubear balbuceando algunos devotos reproches, sollozando siempre la doncella, e inmediatamente oyeron otra voz de mujer que llegaba diciendo: ¿Y, pues, se persuade Gabriela de su mayor bien, que es el espiritual? ¿Condesciende a entrar de buena gana en el convento para librarse en él de los continuos peligros y sugestiones del mundo, del demonio y de la carne? -No sé qué decir a vmd., mi señora doña Violante; veo poquísima resignación en doña Gabriela. -No importa, lo que le falte se lo darán de grado o por fuerza las religiosas del convento con sus santos ejemplos y exhortaciones; pues su padre, prefiriendo como debe el bien de su alma al temporal y perecedero, determina llevarla mañana al convento.

¡Oh Dios! ¡Triste de mí, comenzó a decir la doncella. ¡Tan funesto efecto había de tener la generosa donación de mi tío! Ella es la que me lleva a esa cárcel, que en vez de darme la resignación no hará sino agravar mi despecho. -¿Cómo os atrevéis a resistir tan descaradamente a la voluntad de vuestros padres? -¡Oh madre mía! Tenéis pruebas de mi entera y resignada obediencia a vuestra voluntad en todo lo que debo; mas, ¿por ventura la debo también a una violencia, desaprobada de las voces de la naturaleza en ese mismo seno y entrañas en que recibí un felicísimo ser? ¿A quién moverá mi llanto si vos, madre mía, lo desatendéis? Por lo que más amáis en esta vida, postrada aquí de rodillas, os ruego que me encerréis en el más ruin aposento de casa donde no vea ni aun la luz del día, antes que me obliguéis a tomar un velo, que aborrezco más que la misma muerte y que será causa de mi eterna desesperación. -No se os obliga a tomar el velo, sino a entrar en el convento; esa será la cárcel que se tiene merecida vuestra atrevida lengua.

Siguióse a esto un silencio, interrumpido de los gemidos y lloros de la doncella (a quien parecía haber vuelto la espalda la madre) que conmovieron vivamente el corazón de Eusebio, el cual dijo en voz moderada a Hardyl: ¿Es posible que una madre haya de ser menos sensible al llanto de su hija que un extraño a quien nada le pertenece y que no la conoce? -¿Y extrañáis eso? Luego que el interés y la ambición se arraigan en el corazón del hombre, sofocan de tal modo los sentimientos de la ternura y de la compasión, que más presto se ablandará un guijarro que el corazón humano al llanto de un infeliz; especialmente si tapa el hombre su oído con el manto de la devoción y con el velo de la santidad, con que cubren muchos padres sus ambiciosas miras, sacrificando a ellas la libertad de sus hijos, lisonjeándose consagrarlos a la religión y asegurarles con ello el cielo.

Este engaño no lo padecen solamente aquellos padres que se prevalen indignamente de los medios sagrados, con que solapan los fines de su ambicioso interés, sino también aquellos otros que, exentos de interés y de ambición, engañados de la apariencia, infunden a fuerza de continuas insinuaciones a sus hijos los deseos que no les vinieran jamás sin ellas, de hacer vida religiosa. No hay duda que este estado es perfecto y respetable, pero pide vocación, y vocación especial, sin la cual la vida del religioso es la más rabiosa e intolerable. Ni sé cómo los padres que aman con ternura a sus hijos no tiemblan de exponerlos sin vocación, si no llegan a tenerla, a maldecir de su rabiosa existencia.

Pero apartemos la lengua de este asunto, aunque tanto interese a la humana compasión, como lo experimentamos en esa infeliz Gabriela, por la cual intercediera de buena gana, si pudiera esperar que tuviesen cabida mis insinuaciones en los pechos de esos padres desnaturados. -Tal vez nos podría ser fácil si cenásemos juntos. -Mi desconfianza no está en la falta de medios, sino que la pongo en el motivo poderoso que insinuó la doncella del dote que le dejó su tío: id a combatir ese castillo sobre cena. Con todo, quiero probarlo, pues a cualquier coste deseare remediar a esa doncella infeliz, cuyas lágrimas me penetraron el alma.-¿Pero qué pretendéis hacer? -Voy a ver si hay lugar para que cenemos juntos. -¿Pues qué, creéis que estamos en Francia o en Inglaterra, donde todos se avienen a mesa redonda? -A lo menos desahogaré con ello mi compasión; quiero ir a intentarlo.

Eusebio, llevado de sus ansias compasivas, deja a Hardyl en el cuarto y baja abajo, al tiempo que entraban en el mesón un lindo mozo a caballo sobre un ardiente alazán y un hombre que parecía criado o dependiente suyo, también a caballo sobre un rucio rodado, vibrando a todas partes terribles miradas debajo su larguirucha montera calada de soslayo, que le daba un aire feroz, no menos que una larga carabina que le salía entre el embozo, pendiente del arzón. Eusebio se para para cederles el paso, correspondiendo, algo admirado, al atento pero desasosegado saludo que le hizo el joven que iba delante, volviéndose dos veces para mirarlo desde su caballo después de haber llamado al mesonero.

Como Eusebio iba también a hablar a éste, esperó que satisfaciese a las preguntas que el mozo le hacía en secreto luego que desmontó. Entonces, acercándose Eusebio al mesonero, le pregunta si sería posible cenar en compañía de los señores que llegaron antes que ellos al mesón. No señor, le dice el mesonero, que esos señores acaban de sentarse a la mesa, en que tienen su cena de lo que se previnieron, y la de vmds. no está dispuesta todavía. Altano, que vio entonces a su amo, se ofreció si tenía que mandarle alguna cosa. Sí, le dice Eusebio, ¿habéis oído hablar de esos señores que llegaron antes que nosotros? -Sí, señor, no se habla de otra cosa. Son unos caballeros de Trujillo, que tienen un hijo solo, varón, y cuatro hijas, a las cuales, habiendo dejado un tío suyo que murió en Indias diez mil pesos de dote a cada una, quisieran los devotos padres meterlas monjas a todas para enriquecer la. casa, y comienzan por la mayor que es esa que tienen consigo, de quien dice el criado que, me contó esto que es un sol de hermosura. Vea vmd. si ésta es prenda para monja.

Lo peor del caso no es esto, pues me contó el mismo criado que esa señorita, a más de repugnar al monjío, está muy enamorada de un caballero de la misma ciudad, muy rico y galán, que la pretende en casamiento y que ha hecho lo posible para obtenerla, hasta renunciar el dote; pero que el padre no se la quiere dar por ninguna vía, porque está tan enojado contra él que lo amenazó de matarlo si lo veía acercarse a su casa, creyéndolo causa de haberse desviado su hija del camino del cielo por haberla enamorado con su galanteo. Así se explica él, pero el criado me ha dicho que no es esa la madre del cordero, sino el ser tan avaro el padre, que aunque no haya de dar el dote, que el caballero renuncia, teme gastar lo poco que llevaría la doncella; si no quiere darla en cueros como su madre la parió.

Esa será ficción del criado, pues por poco dote que le dé, habrá de gastar lo bastante para ponerla en el monasterio. -Bueno, como si no hubiese pasado eso por cuenta. El padre nada ha de gastar haciéndola monja, porque una tía suya toma a su cargo pagar todos los gastos si toma el velo, pero si se casa, ni un maravedí. Debe sin duda estar muy reñida esa señora tía con el santo matrimonio.-¿Sabéis qué cena tenemos? -Proveí cuatro pollos y un guisado de ternera, a más de lo que pone de lo suyo el mesonero, que no sé si será cordero mortecino o liebre de tejado, pues no hay aquí que fiar. -Procura informarte quién es ese mozo que acaba de llegar, pues me pareció muy persona, y tráeme la respuesta.

Eusebio vuelve al cuarto, donde contó a Hardyl lo que le acababa de decir Altano y el encargo que había hecho a éste de informarse de un mozo muy apuesto que había llegado al mesón. Volvió Altano de allí a poco con la respuesta, diciendo que se había querido informar del mesonero si conocía al mozo, y que éste le respondió que no lo había visto hasta entonces; que luego, encontrándose con el hombre que llegó en su compañía, se lo preguntó también, pero que lo había enviado enhoramala. No importa, le dice Eusebio, ve en derechura al mismo mozo y dile de mi parte que atendidas las circunstancias del mesón, y el ser ya tarde, me haría un singular favor si quisiera honrar con su compañía nuestra cena, y que perdone esta libertad a la afición que me ha merecido.

Altano fue a cumplir con este nuevo encargo, pero volvió inmediatamente diciendo a Eusebio que el mozo agradecía su atención y que la apreciaba sumamente, pero que no la podía aceptar por hallarse impedido, y que a boca le renovaría las gracias que le enviaba. Oída esta respuesta, Hardyl y Eusebio se pusieron luego a cenar, hablando en voz baja para no interrumpir a los del cuarto inmediato, que poco después de la cena parecía que rezaban el rosario, sin oírse la voz de Gabriela; y que inmediatamente se fueron a la cama, según podían conjeturar por el silencio que guardaban. Esto mismo los obligó a acostarse también ellos después que cenaron, para no dar molestia ni quitar el sueño a los vecinos.

Al cabo de una hora que estaban acostados, no pudiendo tomar el sueño Eusebio por la mala cama y por los pensamientos que le excitaba la desgracia de la doncella, oye el son de un laúd que templaban en el corral y que luego punteaban y tañían tan delicadamente, que tuvo suspensa y muy desvelada su atención, mucho más cuando oyó una voz suave que acompañaba al dulce sonido, y que decía:


    Callad vagas corrientes;
Suspended tristes aves el gemido,
Y a las quejas ardientes
De amante adolorido,
Presta, viento, y tú, noche, atento oído.
    Con suave mirada
La reina de los astros, desde el cielo,
Parece que apiadada.
Quiera aliviar mi duelo,
Y darle, mas en vano, algún consuelo.
    Pues Gabriela no es ella,
Ni soy yo el pastor Lamio. ¡Ah! no; sobrado,
En eterna querella,
Me trae desvelado
El amor. ¿Quién supera a un cruel hado?
    Oíd, con todo, oh fuentes,
Y tú, casta Diana, y noche y viento,
Y vosotros, lucientes
Soles del firmamento,
De mi amor el terrible juramento.
    De aqueste mi amor puro,
Que hará mía a Gabriela con la muerte,
(Ante el cielo lo juro)
Si así mi pecho fuerte
Puede solo vencer su cruel suerte.
    Pudiera, sí, pudiera,
Armado de perfidia mi deseo,
Haberla, si quisiera
Usar como Teseo
Con la esposa del hijo de un Atreo.
    ¡Mas ay!, porque es más fiera,
Que Atlante me haga frente; can más fiero
Me oponga el Flegetonte,
Que el Trifauce cerbero,
¡Corto precio de amor tan lisonjero!
    ¡Mas hay! porque es más fiera,
Que todos esos monstruos la crueza
De un padre, a quien venera
Mi ardiente fortaleza:
¡Ah!, tu padre acobarda mi entereza.
    ¡Otro arbitrio no queda,
No, no queda a mi amor que el mortal lecho!
¿A éste quién me veda
Llevar mi osado pecho?
Usaré, sí, usaré de este derecho.
    Sea el cielo testigo
De mi fiel juramento. Tal protesta,
Harála ese enemigo
De un casto amor, funesta;
Mas serás antes mía, que de Vesta.
    Selle pues en tus brazos
Mi sangre esta promesa. Si así muero,
(¡Cielos! ¿En tus brazos?...)
Otro lecho no quiero:
Alce tu padre pues su injusto acero.

Atónitos quedaron Eusebio y Hardyl, a quien Eusebio despertó inmediatamente para que oyese el canto del amante de Gabriela, pues tan a cara descubierta por tal se declaraba, no dudando ellos que fuese el joven a quien quiso Eusebio convidar a cenar. Ni sabían qué admirar más, si la destreza en tañer aquel suave instrumento o si los honrados sentimientos que el mozo manifestaba en la canción, que no les pareció de vulgar poesía, e inferían que si no era exageración de poeta, y de poeta enamorado, lo que insinuaba; y si llegaba a poner en ejecución su juramento como lo manifestaban no sólo sus expresiones, sino también su llegada al mesón, no podía dejar de haber al otro día algún lance funesto; pues combinaba Eusebio lo que le había contado Altano de la amenaza que hizo el padre de Gabriela a su amante, con lo que éste declaraba en la canción.

El modo como esto podía suceder, el encuentro de los amantes, el enojo de los padres y lo que se dirían y harían, fueron la materia de los pensamientos con que cebaba Eusebio su desvelada imaginación, representándose en idea de mil maneras el lance; pero todas ellas muy diversas del modo como sucedió, aunque empeñaron tan vivamente su fantasía, pues apenas pudo cerrar los ojos en toda aquella larga noche, cuyo silencio rompían de cuando en cuando algunos suspiros ardientes que oía en el cuarto inmediato y que comenzaron luego que el mozo acabó de cantar; de donde infirió Eusebio que estuviese en él la desgraciada Gabriela, en cuyo pecho no pudieron dejar de hacer una fuerte impresión los resolutos sentimientos de su amante.

De esta manera pasó aquella noche, hasta que, con el día, oyó que comenzaba a bullir la gente en el mesón. Y no pudiendo perseverar más tiempo en aquella dura cama, impelido a más de esto de la agitación que le habían causado sus recelos y pensamientos, se viste y baja para ver si podía dar con el joven y hablarle. Gil Altano, Taydor y los cocheros, dormían todavía en el pajar; y sabiendo del mesonero que dormía también allí el mozo por quien preguntaba, no atreviéndose a hacerlo despertar, se puso a pasear por el zaguán hasta que, viendo subir y bajar el criado del caballero y la mesonera, determinó volver al cuarto para despertar a Hardyl en había dejado dormido. Pero hallándolo vestido y que le hacía seña con la mano de callar, acercáse a él, oyendo los dos que cuchicheaban recientemente en el cuarto vecino, como si hablasen con calor, en voz baja para no ser oídos, aunque se oía claramente el llanto de Gabriela mezclado de algunas exclamaciones suyas.

Mas como el enojo encendido pierde todo reparo y respetos, oyeron luego una voz recia que decía: Vendrá, no lo dudéis; las ha de ver conmigo esa atrevida revoltosa. -¡Oh cielos, cuán desdichada nací! ¡Cuánto mejor hubiera sido que hubiese nacido labradora infeliz! -Ea, a ponerse el manto y la basquiña, y cuidado que te oiga más chistar, pues de un bofetón te desharé los dientes. -Por Dios, padre mío, por las entrañas de María Santísima, ruego a vmd. no quiera ser causa de mi perdición, de mi eterna perdición; me veré la mujer más desesperada en el convento; no quiera vmd. exponerme a maldecir para siempre de mi existencia.-¿Pues qué, quieres provocar mi paciencia? -Vamos, hija mía, obedece a tu padre; sabes qué malas burlas tiene; ponte luego la basquiña. -No es posible, madre mía, por Dios, ampáreme vmd., me causa todo horror, no será posible que dé un paso hacia el convento. -¿No será posible, desvergonzada? Toma, toma; le decía el padre furioso, dándole bofetadas y golpes que resonaban en el cuarto en que Hardyl y Eusebio los recibían en el corazón.

La madre y don Julián parecía que se pusiesen de por medio, diciendo: Basta, don Pedro; desista vmd. que ella obedecerá. -¡Oh cielos, oh cielos!, exclamaba Gabriela sollozando, ¡infeliz de mí! ¡Para qué quiero la vida, si después de ser tratada como vil esclava, he de ser llevada a golpes al calabozo de mi condenación! -Infame, deslenguada; sí, a golpes te conduciré a ese calabozo, decía el padre descargando en sus mejillas más recias bofetadas; e implorando ellas los cielos, los santos, la humanidad, todo lo más sagrado, menguando el eco de sus exclamaciones y sollozos, al paso que la arrastraban por fuerza, según parecía, a otro cuarto, palpitando el corazón de Eusebio y enterneciéndose por la desdichada Gabriela, pareciéndole que la llevasen por fuerza al convento.

Vamos abajo, Hardyl, le dice Eusebio, pues temo que suceda algún funesto lance; me lo está diciendo el corazón, y no he podido sacudir las tristes representaciones que me han tenido desvelado toda la noche después que oí la canción del mozo. -Lance lo temo yo también, atendidas las circunstancias de los amantes y la desesperación de Gabriela; pero no veo por qué deba ser funesto. Vamos, con todo, por lo que pueda suceder; pues desearía también que se me proporcionase ocasión para decir al padre de Gabriela mis sentimientos sobre su cruel y desnaturado proceder.

Al tiempo que bajaban, vieron al pie de la escalera al hombre que había venido con el mozo, que estaba hablando en secreto con el criado de los padres de Gabriela, del cual se separó luego que oyó y vio que bajaban Hardyl y Eusebio, para ir sin duda a avisar a su amo; pues apenas habían andado el zaguán y parándose a la puerta del mesón, que vieron entrar por la del corral al uno y al otro, encaminándose en derechura el mozo para Eusebio, a quien preguntó si era don Eusebio M... -Para servir a vmd. -Agradezco esta nueva atención, y esperaba momento para agradecer en persona la que vmd. se dignó usar conmigo ayer noche con tanta cortesía, y a pedirle al mismo tiempo excusa, si dejé de aceptarla, pues no procedió ciertamente por falta de voluntad y de reconocimiento. -Sin ese exceso de la cortesía de vmd. estaba ya muy persuadido de su noble corazón...

Las pisadas de la familia del caballero que bajaba la escalera turbaron de tal manera al mozo que, cortando el discurso a Eusebio y separándose de él dos o tres pasos hacia atrás, más pálido y consternado de lo que antes lo estaba, dio la espalda a los que bajaban de modo que no pudiera ser conocido a primera vista, fijando primero los ojos en el suelo como pensativo, luego buscando con la cabeza y ojos de soslayo a su Gabriela. Eusebio, a quien había dejado con la palabra en la boca la consternada separación del mozo, no dudó por la palpitación que sentía y por la tristeza y ademán del mismo, que fuese a ejecutar lo que había prometido en la canción.

Oíanse ya en el zaguán los gemidos de Gabriela, que bajaba la escalera acompañada de don Julián, siguiéndolos algo apartados los padres. Eusebio, fijando entonces los ojos en el mozo, veía temblarle las piernas y echaba de ver la osada consternación que animaba su rostro, aunque lo tenía medio vuelto hacia la escalera, especialmente cuando vio comparecer a Gabriela. Ésta, al poner los pies en el zaguán, se para abrasando con una encendida mirada los que allí se hallaban; el manto mal puesto dejó ver la consternada hermosura de su rostro bañado de lágrimas. El ímpetu con que al instante se encaminó hacia el mozo mostró que lo había conocido, aunque éste estaba todavía medio vuelto de espaldas; y él, conociéndole el ademán, se vuelve de repente, dobla una rodilla en tierra, y le abre los brazos en que ella se precipita llevada de su desesperación, diciendo: ¡Oh don Fernando, oh mi don Fernando!

¡Oh divina Gabriela!, dijo él, y sin levantar la rodilla del suelo, ciñéndole el brazo izquierdo por la cintura, extendió el derecho hacia don Julián que llegaba diciendo: ¡Qué es lo que veo! ¿Qué traición es ésta? Y don Fernando le responde: Esta es y será mi esposa, y ella, apretada como estaba del brazo de su amante, le dice también: Este es mi esposo don Fernando; quedando atónitos y suspensos, entre la admiración y el temor, los ánimos de Hardyl y de Eusebio que estaban allí presentes.

Entretanto, el padre bajó la escalera, bien ajeno de aquel caso; pero al reconocer a don Fernando que tenía abrazada a su hija, encendido en furor y atizado su enojo de las voces de don Julián, e impelido del rencor de su venganza, desenvaina la espada, diciendo: ¡Oh traidores! Me lo pagaréis, y dicho esto, arremete hacia don Fernando. Éste, al verlo venir, sin soltar a Gabriela, descubre con la derecha su pecho, diciendole: Al precio de mi vida vine a obtener de un padre la hija, que pudiera obtener con medios menos nobles. Don Pedro, sola la muerte me la sacará del brazo; si a este precio me la queréis quitar, herid: éste es mi pecho sin defensa.

Dio tiempo a don Fernando para decir esto la fuerza con que la madre se abrazó con su marido, al verlo con la espada, implorando ayuda a gritos. Acudieron los criados y cocheros de Eusebio, y el de don Fernando, que venía con la espada desenvainada para defender a su amo y resuelto a matar a don Pedro; pero se contuvo viéndolo también a él contenido de su mujer y de Hardyl. Éste, habiéndose acercado mientras su mujer lo tenía abrazado, se le puso delante, diciéndole: Señor don Pedro, lejos estoy de aprobar el arrojo de estos dos infelices amantes, ¿pero quién podrá aprobar tampoco el de vmd.? ¡Un padre ensangrentar su brazo en una hija! -¿Hija? No es hija, sino una traidora, una infame, dijo el padre encendido en nuevo furor, y dando un recio empujón a su mujer y a Hardyl, embiste a don Fernando, que con inmóvil fiereza tenía todavía a Gabriela asida de la cintura y con la rodilla en el suelo.

Aunque Gabriela se hallaba impedida del brazo de su amante y con el rostro pálido, lloroso y consternado vuelto hacia su padre, al ver que éste impelía su espada contra el pecho de don Fernando, opone con natural movimiento el brazo, como para defenderlo, al tiempo que la furiosa estocada, encontrando el brazo de la hija, lo pasa de parte a parte, sin impedir por eso que no quedase clavado el acero en el pecho acometido. La sangre brota de repente de una y otra herida.

Eusebio se arroja a tal vista sobre el furioso don Pedro, que iba a impeler de nuevo la espada sacada con rabia de las dos heridas, y se abraza con él, poniendo a prueba todo su esfuerzo, al tiempo que Hardyl, reparando que el criado de don Fernando iba con la espada desenvainada a matar a don Pedro, se echa también sobre él ayudado de don Julián. Los gritos, los lamentos, la confusión, aturdían la posada y el vecindario. Taydor, Altano, los cocheros, los mesoneros, acuden a unos y a otros según se les proporcionaba.

La asustada y confusa mesonera había corrido a la herida Gabriela a quien su herido amante sostenía apenas con vida, pues la madre, lejos de poder socorrer a su hija, hubiera dado consigo en el suelo enteramente desmayada, si su criado no hubiese estado pronto para sostenerla. Hardyl, don Julián, Taydor y uno de los cocheros apenas podían contener al criado de don Fernando, mientras Eusebio se debatía con el rabioso don Pedro, reprochándole su acción fea, indecorosa y bárbara, pudiendo entretanto Taydor desencajarle la espada de la mano, ayudado de uno de los cocheros.

Los mesoneros, que habían acudido a los heridos, especialmente a Gabriela que se había dejado caer privada de sentidos en los brazos de su amante, tiñéndose mutuamente de la mezclada sangre que les salía de las heridas, se los llevan a su cuarto, sosteniendo don Fernando a su desfallecida Gabriela, a quien parecía quisiese infundir el aliento con sus ardientes gemidos y expresiones. Don Julián, fuera de sí, dejando el cuidado a Hardyl de sosegar al criado de don Fernando, va para don Pedro que se debatía con Eusebio aconsejándole se fuese a sagrado, no sólo por la seguridad de su persona, sino también para alejarlo de la ocasión de otro funesto arrojo, y se lo lleva arrastrándolo del brazo, babeando él de furor y buscando, con los ojos encendidos de rabia, los infames traidores y asesinos de su honor, como decía, sin acordarse de su mujer y sin advertir en ella que, sentada en un poyo del zaguán y apoyada en los brazos de su criado, no daba señal de vida.

Eusebio, reparando en ella, luego que don Julián se llevó a don Pedro, acudió a socorrerla y lo consigue. Vuelta en sí, prorrumpe en llanto y lamentos buscando a su hija, temiendo que su padre la hubiese muerto. Eusebio la acompaña al aposento de la mesonera, a donde habían llevado a Gabriela. Estaba ésta sentada en una silla a la cabecera de la cama, sobre la cual dejaron caer su medio cuerpo sin sentidos, poniéndole debajo las almohadas, mientras la mesonera, y don Fernando, con lienzos y pañuelos, se esforzaban en atajar la mucha sangre que le manaba, entretanto que llegaba el cirujano que habían llamado. Mezclaba don Fernando sus tiernas lágrimas a los afectos con que desahogaba su dolor a los pies de Gabriela, olvidado de su herida.

En este estado los encontró la madre, que viendo a su hija medio tendida en la cama, toda manchada de su sangre, se confirma en que la hubiese muerto su marido, y avivándosele el horror con aquella vista, échase sobre su hija, aplicando su rostro al suyo y regándolo con sus lágrimas, diciendo haber sido ella la causa de su muerte, detestando la cruel violencia del padre y los rigores con que ella misma la había tratado, invocando los santos del cielo y esforzándose en llamarla a la vida con mil tiernas expresiones y caricias. Don Fernando estaba allí de pies gimiendo amargamente, teniéndose aplicada la mano a la herida, distrayéndolo de aquel éxtasis doloroso su criado, a quien Hardyl, para acabarlo de sosegar y de aplacar su enojo, le dijo que fuese a ver si la herida de su amo requería pronto remedio.

Desistiendo él entonces de su furioso empeño, fue con Hardyl al cuarto donde estaba su amo, a quien preguntó por su herida. No es mi herida, le responde, la que siento, Alonso, sino la de mi Gabriela; ¡ah!, ¿por qué no la recibí yo toda entera? Menos sensible me hubiera sido la muerte, si hubiese podido con ella ahorrar a mi Gabriela esa cruel herida. El bárbaro le pasó de parte a parte el brazo. -Pero, señor, mire vmd. que la sangre le asoma por las medias; y es sin duda la que le sale de la herida, permítame vmd. que lo vea. -No la siento, Alonso, no la siento -No importa, señor; siempre será bueno remediarla cuanto antes. Hardyl le aconseja entonces lo mismo, y le ofrece su cuarto; pero don Fernando no quiere ni sabe resolverse a dejar la presencia de su Gabriela; mucho menos, después que a fuerza del espíritu de la bujeta de Eusebio, comenzaba a volver en sí, llamando a su don Fernando.

Aquí está, aquí lo tenéis, adorable Gabriela, le decía, asiendole la mano y besándola con tierno respeto. ¡Oh madre mía!, exclamó ella con nuevo llanto al reconocer a su madre que se le nombraba y que le pedía perdón del desafuero de su padre, confundiéndose los afectos, los gemidos y las tiernas expresiones de la madre, de la hija y de don Fernando; y despertando iguales afectos en Hardyl, Eusebio y el criado, que se hallaban presentes, hasta que comparecieron dos cirujanos para curar los heridos, acompañados de la justicia, la cual quiso tomar declaraciones de los que se hallaban en el mesón.

Diéronlas Hardyl y Eusebio muy cumplidas en favor de los heridos; no obstante, tuvieron orden de no salir del mesón, y don Fernando se vio obligado a dejar el cuarto de Gabriela mientras el cirujano atendía a su cura, pasando a uno de los cuartos que dejaba vacíos la familia de don Pedro, donde el otro cirujano, presente Hardyl, Eusebio y su criado, habiendo puesto la tienta a su herida, halló no haber penetrado hasta dentro, consolando a todos y lisonjeándolos de su pronta cura. Pero don Fernando, no pudiendo sosegar por la penosa incertidumbre en que lo tenía la herida de Gabriela, rogó al cirujano fuese a informarse y le diese cuenta de ella.

El cirujano, habiendo cumplido con su encargo, volvió en compañía del otro que había venido con él, y que acababa de curar a Gabriela. De él supo don Fernando que, aunque su cura sería larga, no era peligrosa la herida, por haberle pasado la superficie del lomo del brazo, aunque atravesado el pellejo de parte a parte. Quedó con esto algo más sosegado don Fernando, contribuyendo también para ello la compañía de Eusebio y de Hardyl, que no pudieron proseguir su viaje al otro día por quedar arrestados en el mesón, y aunque se les levantó en breve el arresto, la amistad que entretanto contrajo Eusebio con don Fernando y las esperanzas que este tenía de poder efectuar su casamiento con Gabriela luego que curase, lo obligaron a detenerse en Toledo; a que se añadía el clima y terreno de que estaba prendado, como también la pureza del lenguaje de los nacionales, que contribuía para que Eusebio renovase muchas especies borradas del uso de la lengua inglesa y francesa, que hasta entonces mezclaba por necesidad con la propia.

Por este mismo motivo se complacía de la amistad y frecuente trato de don Fernando, que sabía muy bien su lengua por haberla estudiado y ejercitado en la poesía, la cual es el toque de toda lengua, y en que don Fernando se mostraba muy instruido como lo manifestaba su canción. De ella quiso Eusebio le diese una copia para conservar con la misma la memoria de tan extraña resolución, que probaba la entereza de los honrados sentimientos de su amigo y del detestable arrojo del padre de Gabriela; el cual, después que se vio en el convento a donde don Julián lo llevó a refugiarse, dándole el furor sofocado lugar a la reflexión y norma de lo que era la vida religiosa en el convento donde estuvo retirado algunos días, comenzó a mudarse en otro hombre, enviando frecuentemente a don Julián a informarse, de la salud de su querida Gabriela, luego a no mirar con repugnancia su casamiento con don Fernando y, finalmente, a ofrecer el dote entero para que se casase con él luego que hubiese ajustado su arrojo con la justicia.

Consiguió esto no sólo con el favor de sus parientes, sino también por no haber sido las heridas de consecuencia; de modo que pudo salir del convento antes que los amantes se viesen perfectamente restablecidos. Don Fernando, que sabía la mudanza de los sentimientos del padre de Gabriela y la hora en que había de restituirse al mesón, comunicósela a Eusebio; y de concierto quisieron hallarse en la estancia de Gabriela que estaba todavía en cama, y a quien don Fernando visitaba frecuentemente, permitiéndoselo la madre, no menos mudada que su marido.

Llegó pues el padre al mesón acompañado de don Julián, encontrándose don Fernando, Hardyl, Eusebio y la madre en el cuarto de Gabriela; donde entrando el padre arrebatadamente y descubriendo a su hija en cama, se precipita a ella de rodillas, prorrumpiendo en llanto con que bañaba la mano de la hija, y diciendo: ¡Oh hija mía!, hija de mis entrañas, he aquí a tu padre, reconócelo a éste, tierna demostración de tu amor, de su arrepentimiento, con que detesta su bárbaro, su cruel proceder para contigo. Gabriela, no pudiendo resistir a la demostración y lágrimas de su padre en aquella humilde postura, prorrumpe también en llanto, diciendo: No, padre mío, no puedo sufrir el ver a vmd. de esa manera; me despedaza vmd. el corazón; levántese vmd.; por cuanto más ama, se lo ruego. No, dulce hija mía, le decía él, deja que expíe de este modo, humillado basta el polvo de la tierra mi tiranía, mi inhumanidad, el más bárbaro proceder. ¡Oh cielos! ¡Tu padre, tu mismo padre mancharse en la sangre de su hija! ¡En esa tu sangre, hija mía, que es también mía, con que recibiste el ser del mismo que te desconoció, que intentó quitarte la vida! ¡Oh Dios! Yo me horrorizo. ¿Qué expiación habrá que baste para borrar mi atrocidad y apartar el horror que me asombra y que me atormenta? No, hija, no irás al convento, objeto de mi codicia y causa de mi cruel arrojo. Cúmplanse los honestos deseos de tu voluntad, en cuyos derechos te reponen mi amor, mi dolor y mi arrepentimiento.

De esta manera proseguía a decir el padre de Gabriela, regándole el rostro las lágrimas y sacándolas de los ojos de los presentes, sin atender al llanto y ruegos de Gabriela que instaba para que se levantase del suelo; hasta que después de haber desahogado su sentimiento, cedió a las instancias de su mujer, que temía que Gabriela no padeciese, como lo manifestaba en su llanto y expresiones, por ver a su padre tan humillado. Éste, finalmente puesto en pie, continuó a decir a Gabriela, besándole la mano: No, hija mía, no quiero que pase hoy sin darte la más sincera, la más tierna prueba de mi amor en el consentimiento de tu matrimonio con don Fernando...

Don Fernando, al oír esto se precipita de rodillas a los pies de don Pedro, pidiéndole la mano para besársela, para reconocerle por padre y para agradecerle aquel favor sumo, que era el colmo de su felicidad. Don Pedro echóle los brazos al cuello, apretándolo en ellos y pidiéndole perdón de los agravios que le había hecho, y principalmente del último arrojo en que intentó matarlo; y de esta manera insistieron buen rato, hasta que llegándose a ellos Hardyl, les dijo que era tiempo de borrar todo lo pasado y de entregar sus corazones al gozo de lo por venir; y que para ello sería a propósito comenzar desde entonces, uniendo el padre las manos de los amantes. El mismo don Pedro, oyendo esto, apresuró la ejecución, rebosando de gozo los corazones de don Fernando y de Gabriela, consiguiendo al precio de su sangre y con riesgo de sus vidas que los coronase el himeneo; difiriéndose las bodas a la semana siguiente, tiempo en que prometía el cirujano la perfecta cura de Gabriela.

Pero como la herida le permitiese de allí a dos días ponerse en viaje para Trujillo, donde querían los padres se efectuase el casamiento, partieron de Toledo, acompañados de Eusebio y de Hardyl que condescendieron con los ruegos, que les hizo don Fernando de honrar sus desposorios. Éstas fueron muy celebrados, no sólo en Trujillo, y Toledo, sino también en toda España, donde se divulgó el cruel caso del padre de Gabriela; sirviendo al mismo tiempo de ejemplo a todos los padres para no violentar la voluntad de sus hijas, forzándolas a tomar un estado a que repugnan, sin que la perfección y santidad de la vida religiosa, pueda autorizarlos a hacer de la libertad de sus hijos un violento sacrificio.

Como la detención en Toledo fue más larga de lo que Eusebio esperaba, envió desde allí a Gil Altano a S... con cartas para su apoderado, diciéndole las circunstancias que deseaba tuviese el alojamiento que le encargaba le previniese, en caso que no le fuese permitido ir a habitar la casa de sus padres. Tan ajeno estaba de imaginarse ni de temer la funestísima desgracia que les preparaba la suerte y que había de decidir de la vida de Hardyl. ¡Cielos, a cuán imprevistos y extraños accidentes no está sujeta la vida del hombre! ¡Qué mortal puede extrañar su fin por extravagante y desgraciado que sea! Dichoso aquél que, sin temer la muerte, vive dispuesto para ofrecerle su pecho resignado y exento de todos los motivos que pueden hacérsela amarga, y de los terrores que se forja el inconsiderado pavor, y con que, tal vez, apresura su llegada.

Disfrutaban entre tanto el mismo Hardyl y Eusebio de los agasajos y esmeros que usaba con ellos don Fernando en el hospedaje que les dio en su casa, hasta el día de su casamiento con Gabriela. Y aunque don Fernando hubiera deseado que difiriesen por más tiempo su partida, no lo pudo recabar de Eusebio, que después de haberle dado pruebas de su sincero cariño y reconocimiento, partió finalmente de Trujillo para Mérida, deseando satisfacer en ella su curiosidad en las antigüedades que le había celebrado don Fernando, y que, de hecho, lo obligaron a detenerse tres días en aquella ilustre colonia antiguamente de romanos, admirando y estudiando aquellos restos de grandeza que apocan tanto aquella de que vez nos jactamos.

Llenos de las grandiosas ideas que les habían excitado aquellos monumentos que respetaron los siglos, iban Hardyl y Eusebio camino de S... gozosos por tocar ya al término de su viaje, especialmente Eusebio, por acercársele el momento de rever y conocer a su patria que no conocía; de modo que faltándoles como una legua para llegar a ella y temiendo llegar más tarde de lo que deseaba, dio orden a los cocheros que apretasen. Ellos obedecen y azoran el paso a los caballos, los cuales caminaban con ardor cuando, al tiempo de embocar en otro camino, ven sobre sí una torada que venía corriendo y que acababa de dar espectáculo en S... en unas fiestas. No fue posible evitar el encuentro; ni los cocheros, que no tenían idea de la ferocidad de aquellos animales, lo sospecharon funesto después que habían tomado felizmente la vuelta de aquel camino. Pero los caballos, que iban ya azorados, al ver venir sobre si aquel ganado feroz, comienzan a dar que entender a los cocheros; éstos hubieran tal vez recabado el contenerlos sí uno de los toros, provocado tal vez del asombro de los caballos, no hubiese embestido con uno de los delanteros, dándole tal cornada que, a más de sacarle los intestinos, infundió tanto espanto en los otros que, arrebatando al coche y cocheros, sin poder éstos regirlos, los llevan por un ribazo volcando al coche y arrastrándolo largo trecho, hasta que el herido caballo, cayendo muerto, hizo enredar y caer a los demás.

Taydor, que iba solo en la zaga, aunque enajenado de aquella caída que le hicieron dar arrojándolo de su asiento, y aunque algo dolorido del golpe y contusión que recibió, se repone en pie y vuela a socorrer a su amo, semejante al despavorido Teramenes en pos del infeliz Hipólito, arrastrado también de sus caballos enfurecidos con la vista del toro marino, a que lo expuso Neptuno. Los cocheros, enredados también con la caída de los caballos, no habiendo recibido lesión, se desprenden de ellos dejándolos allí caídos para acudir a socorrer a su amo, a quien temían encontrar muerto o herido gravemente de la caída, no menos que Hardyl. Y aunque los encontraron con vida, conmovió sobremanera sus ánimos el ver a los dos teñidos de sangre, que le manaba a Eusebio de la herida que recibió en la cabeza y que arrojaba Hardyl por la boca de la fuerte contusión que recibió en el pecho.

Asustados los cocheros, no menos que el afligidísimo Taydor que entonces llegaba, al ver aquel espectáculo, los sacan del coche. No podía Hardyl tenerse en pie ni caminar, de modo que se vio obligado a sostenerse de su amado e inconsolable Eusebio, que penetrado su corazón del dolor que le causaba el ver tan desalentado a su adorable Hardyl, temiendo perderlo para siempre, sin poder contener las lágrimas que le arrancaban las mismas reprensiones cariñosas que Hardyl le daba por flaqueza y aflicción de ánimo que mostraba por su causa, mientras se encaminaban a una casilla de labradores que había allí en el campo cerca del camino.

Pero apenas había andado veinte pasos, cuando le sobreviene un nuevo vómito de sangre que acabó con sus fuerzas; y no pudiendo ya caminar por su pie, aunque sostenido de Eusebio y de Taydor, fue necesario que entre los dos formasen asiento de sus brazos cruzados y que acudiesen los cocheros para acomodarlo en él, teniéndose asido Hardyl con sus brazos del cuello de Eusebio y de Taydor, y de este modo llegaron a la casilla del labrador. No habiendo en ella sino un lecho, no quiso Hardyl servirse de él, aunque le instaba la labradora, prefiriendo una media barraca contigua a la casilla y que servía de pajar, donde lo acomodaron Eusebio y Taydor sobre la paja que allí había.

Luego que estuvo Hardyl recostado en ella, instó a Eusebio para que remediase su herida de que le iba saliendo mucha sangre. Eusebio, para acallar a Hardyl, dejósela lavar con un poco de vino que le suministró la labradora, mientras éste iba recogiendo telarañas, que le aplicó a la herida después de haberlas empapado en el aceite el candil. Había despachado antes Eusebio a uno de los cocheros a caballo a S... para que su apoderado le enviase inmediatamente médico y cirujano. El afanado Taydor entendía en hacer derretir un poco de lardo que le había pedido Hardyl para beberlo, mientras Eusebio, ya curado y asentado junto a él sobre la misma paja, le manifestaba con tiernas lágrimas los temores y poca esperanza que concebía por el estado de su salud deplorable.

Hardyl, que conocía el peligro de su mal y que podía expirar en uno de los vómitos de sangre, quiso descubrir a Eusebio el secreto que hasta entonces le había tenido oculto, y hacerle la confesión de los diversos sentimientos que concebía su alma a vista de la muerte. Tomándole pues la mano, en acto de la mayor confianza, comenzó a decirle así: Somos mortales, Eusebio, la muerte es el término de la vida, que sólo no siente perder el que no tiene por qué sentirlo. Te hablé tantas veces de esto, desde que la divina providencia te me presentó allá en la América por tan extraño camino, salvándote de las olas, que no es bien empleemos estos últimos momentos... ¡Oh cielos! ¡Oh Dios! ¡Qué decís, Hardyl!, exclamó Eusebio con llanto y sollozos. ¿Últimos momentos estos? ¿Perderos para siempre? ¿Perder mi padre, mi consolador?... ¿Pues qué, le dice Hardyl, quieres apocar hijo mío, con esos pueriles transportes la resignación de ánimo que debes a las disposiciones del cielo? ¿No te queda allí padre y consolador, en vez de este insecto que nació para acabar?

Eusebio sollozaba sin consuelo. Hardyl proseguía diciéndole con pausa y con fatigado aliento: Desiste, pues, amado Eusebio, de esos lloros y déjame acabar de decir, si puedo, lo que hasta ahora has ignorado acerca de mi condición y nombre, y lo que más importa, de mis sentimientos. Yo bendigo, hijo mío, y adoro con la más viva gratitud la poderosa mano del Criador que parece te llevó al nuevo mundo para que pusiese el colmo a la felicidad, a que aspiré en este suelo por medio del estudio y ejercicio de la virtud en que procuré también educarte. ¡Qué gran consuelo no prueba mi alma al pensar que viví y que muero en los brazos de mi sobrino Eusebio, a quien... Hardyl, Hardyl, ¡cielos, qué oigo! ¿Yo sobrino vuestro? ¿Vos sois mi tío? -Sí, querido Eusebio; soy español como vos, y vuestra madre era hermana mía. -¿Mas cómo? ¡Oh cielos! ¿Cómo pudisteis encubriros por tanto tiempo y negarme el consuelo sumo que ahora me dais, mezclado con el acerbo dolor de veros en tal estado? Si os llamáis Hardyl, ¿cómo es que mi madre se llamaba Vall...?

-Nada, hijo mío, contribuye todo eso para que quedes enterado de la verdad que te descubro. Otra más tremenda verdad es la que importa y conviene que te manifieste por todos títulos, y principalmente para sosegar mi conciencia, en que, a pesar de todas las máximas de la filosofía, triunfa la religión con toda su terrible majestad. ¡Ah!, no es posible Eusebio, no es posible al corazón humano, aunque el más pervertido, resistir a la fuerza omnipotente con que combate al alma en estos últimos momentos la vida. Dichoso yo que a lo menos la preparé con el estudio de la virtud, para rendirla con el más sumiso y vivo respeto, convencida y penetrada de la luz divina, que ahora la alumbra con todo su inefable esplendor. Ella me obliga al mismo tiempo a detestar las erradas máximas que alimenté en mi pecho por tantos años y que me indujeron a escoger la Pensilvania por asilo seguro de la libertad de la conciencia que deseaba en mi error, para conformarme con la virtud natural, creyendo hallar en ella una vida y muerte dichosa.

Mas ahora conozco mi engaño, Eusebio; éste fue el fatal efecto de algunas dudas que excitaron en mí la flaqueza y presunción de mis sentimientos, y que no tuve aliento para sofocar, en sus principios como debía, porque me cobró la vanidad para fiar antes de mis ciegas luces que en las de la divina sabiduría, que exigía de mi creencia un ciego respeto y rendida veneración a los misterios de la fe. Pude, es verdad hijo mío, acallar los remordimientos y escrúpulos de mi interior con el tiempo; pero ahora, a vista de la eternidad que me espera y que se me presenta toda su incomprensible extensión, truenan en mi pecho las verdades divinas y sus rayos penetran mis entrañas, forzándome a que reconozca mi errada conducta y a que la deteste.

No sé, hijo mío, si llegaste a penetrar lo que procuré ocultarte con suma reserva y con escrupulosa severidad. -No, mi adorable Hardyl, nada vi en vos, nada oí que no fuese santo y respetable para mí -Pero esto no basta para mi presente satisfacción, pues aunque nada hayas advertido contrario a nuestra santa y divina religión, pudieron tal vez algunas de mis máximas, sin advertirlo yo, engendrar en tu ánimo la indiferencia culpable a que insensiblemente me acostumbraron mis mismas dudas sobre la fe, y especialmente al aprecio tal vez sobrado que manifesté a la doctrina de los antiguos filósofos, y que pudo acarrearte la educación que te di a tenor de sus morales consejos.

¡Ah Eusebio! ¿Qué cosa hay en todos ellos, aunque estimables, que no nos enseñe con superior luz el sol de justicia y divina sabiduría en su santísimo evangelio? Ellos lucharon inciertos entre las tinieblas de sus mentes, anduvieron como perdidos caminantes entre las sombras de la humana ignorancia tras la luz de la virtud que se les mostraba escasamente y a lo lejos entre las nubes de la superstición. Nuestro divino Salvador Jesucristo viene a la tierra en el exceso de su infinita bondad, rompe el velo de los ojos de los mortales y les muestra los cielos abiertos con el triunfo de su muerte y les señala el seguro camino que deben seguir para coronarse de su inefable y eterno esplendor, precediéndolos con su ejemplo y dejándoles los medios en sus divinos y sublimes consejos.

Bien fue mi alma ingrata para con él, pues no advirtió que la certidumbre y seguridad que llevaba a la escuela de la eterna filosofía, las debía a la luz de la religión misma que alumbró mis ojos desde la cuna. Aquella me enseña a obrar bien, porque así gozaré de una vida dulce y tranquila en la tierra, conformándome con las leyes de la naturaleza: la religión me enseña y aconseja a obrar bien, no sólo por este fin terreno, sino por el premio de la eterna bienaventuranza que me promete. ¿Cuánto más sublime y consolante es esta promesa? ¿Qué otras leyes más ciertas y seguras puede tener el mortal que las de la divina justicia, ni qué tranquilidad y consuelo más puro y firme puede tener el hombre que el que saca del cumplimiento y observancia de aquellas mismas y del ejercicio de la religión?

Tarde conozco mi desacierto; mas doy lo primero gracias y adoraciones a la infinita bondad de mi Criador, que se dignó alumbrar y convencer a mi alma en esta hora; y por segundo, te pido a ti perdón, hijo mío, si no te propuse por único ejemplar de tu vida y conducta los solos consejos y doctrina de la divina sabiduría. Me consuela no poco haber fortalecido en ella tu creencia y el no haberte apartado de sus santas obligaciones. Y como una de ellas es el reconciliar la descarriada conciencia con sus santísimas leyes ofendidas, quiero ante todas cosas cumplir con lo que las mismas prescriben al sincero arrepentimiento, para que purificada mi alma en sus santos sacramentos pueda concebir la dulce esperanza que le avivan las promesas de nuestro divino redentor Jesucristo, y la tierna confianza que su infinita bondad y misericordia quiere que ponga el corazón contrito en los méritos de su dolorosa y adorable pasión, y en la sangre derramada, en los tormentos y en su muerte santísima.

Diciendo esto Hardyl, entró Taydor con la labradora para presentarle el lardo derretido que pidió él mismo para remediarse; pero no lo quiso tomar, rogando a la labradora que fuese a llamar al cura de la vecina aldea. A Taydor encargó que volviese aquel remedio al hogar, y vuelto el mismo Hardyl a Eusebio que se deshacía en llanto y sollozos, prosiguió diciéndole: Esto te sirva, Eusebio, de prueba de la fuerte y viva persuasión a que rendí mis sentimientos y de consejo, el más eficaz, para que mantengas firme tu creencia y fe contra todas las dudas que pueden hacer brotar en tu corazón las luces adquiridas con las ciencias, o las razones de aquellos cuya vana presunción, sacudiendo de sí la modestia y freno que pone a sus pasiones la superior grandeza de los misterios de la fe, siembran sus escritos de máximas dañadas mientras que no les humilla su desvanecimiento y altanería la vista de la muerte y de la eternidad.

Más créeme, Eusebio, que ninguno de ellos puede resistir al terrible poder de que se arma entonces la religión a los ojos del mortal moribundo; y si entonces una virtuosa vida no les merece la debida y sumisa docilidad a los decretos de la fe, sus corazones quedan hechos presa de las más amargas congojas y de los más agudos torcedores que los taladran y despedazan. ¿Y qué será si ciegos, si obstinados en un error, que a tan poca costa pueden detestar, mueren amarrados a la cadena de la rabiosa desesperación y pertinacia que por todos lados les aplica sus ardientes teas? ¿Qué será si a ella se sigue una condenación eterna? ¡Oh adorable y misericordioso padre de los mortales! ¡Dios eterno y justo! Sabiduría incomprensible, ante tu divina presencia me anonado penitente; confuso y arrepentido te pido quieras apiadarte de mi bajeza y ceguedad, y echar sobre mis contritos sentimientos una mirada de bondad, otorgándoles el perdón que te pido con la más viva efusión de la confianza que quieres tenga una alma reconocida en tu inmensa misericordia.

El fervor y ternura con que Hardyl pronunció esta corta plegaria, le causó un agudo dolor de pecho, que lo dejó sin fuerzas y sin aliento para proseguirla. Eusebio, fuera de sí creyendo que muriese, le instaba con ardiente cariño que tomase el remedio prevenido, cuando entraba el labrador avisándoles que, al tiempo que iba a llamar al cura, pasaba un religioso a caballo que venía de S... a quien contó el estado del enfermo y que se había ofrecido a consolarlo. Hardyl, oído esto, rogó al labrador que lo acompañase y a Eusebio le suplicó que hiciese entretanto avisar al cura para que le trajese el santísimo viático. Eusebio, prorrumpiendo entonces en más recio llanto, se sale y fue él mismo en compañía del labrador a la vecina aldea para satisfacer los deseos de Hardyl.

Cuando llegaron a la choza acompañando al Santísimo, acababa Hardyl de purificar su alma en el sacramento de la penitencia; y aunque el religioso le quería obligar a que recibiese el viático en la postura en que se hallaba, no lo pudo recabar, debiendo él mismo, y Eusebio que acudió al ademán, ayudarle a ponerse de rodillas en el suelo. Recibió así el cuerpo del Señor, cayéndole hilo a hilo las lágrimas por el rostro y haciéndolas derramar a todos los presentes.

El cura, que trajo una sola forma, quedó allí en vez del religioso que debía proseguir su viaje; y luego que Hardyl se repuso sobre la paja, volvió a rogar a su amado Eusebio que se sentase a su lado. Entonces le dijo: Oh Eusebio, ¿cómo podré explicarte el sumo consuelo y alborozo que regalan a mi alma en este momento en que me veo reconciliado con mi Criador y Salvador, y lleno de la suma confianza que aviva en mi pecho su infinita misericordia? ¡Qué aspecto tan diverso toman a mis ojos la muerte y la eternidad! ¡Ah, hijo mío, qué cosa tan dulce y divina es la religión en estos últimos instantes! Sólo te encomiendo, amado Eusebio, que la conserves pura y sin tacha. Los divinos consejos y doctrina de tu Salvador sean tu sola filosofía, pues ellos santificarán tu vida y te darán una muerte dulce y envidiable.

Sí, Hardyl, le decía Eusebio con lágrimas, no lo dudéis. Vuestras palabras quedan vivamente impresas en mi corazón, y lo penetran. Sosegaos, os ruego, y tomad el remedio que podrá, tal vez, restablecer vuestra salud. -Sí, hijo mío, hazlo traer, aunque poco o nada me puede aprovechar, pues el mal, Eusebio, trae a lento paso la muerte. Esta va a abrir las puertas de la eternidad a mi alma; quiera la infinita piedad y misericordia de mi Criador darle lugar en el seno de su bienaventuranza. ¡Ah!, deja, amado Eusebio, que antes que llegue el último momento te dé también la postrera prueba de la ternura, del amor, de los cuidados... ¡Oh Dios! ¡Oh hijo mío Eus...! ¡Oh mi adorable Hardyl!...

El ímpetu del tierno sentimiento con que quiso Hardyl abrazar a Eusebio, le causó un fuerte vómito de sangre con el que expiró. Eusebio, enajenado del dolor y sentimiento de todas las circunstancias de la muerte de su respetable tío, a quien sólo entonces reconoció por tal, y sofocado al mismo tiempo de la ternura y quebranto que le acometieron en fuerza del abrazo de Hardyl, cayó desfallecido y sin sentidos sobre la paja, quedando tenazmente abrazado con el cadáver del difunto Hardyl. El cura, que se hallaba presente y enternecido del coloquio del tío y del sobrino, asustándose de ver el vómito de sangre y la caída de entrambos sobre la paja, salió de la choza dando voces para llamar ayuda.

Taydor acude pasmado, y pareciéndole a primera vista que hubiesen muerto los dos, comenzó a llorar amargamente y a mesarse el cabello, invocando a su amado señor don Eusebio; y sin saber lo que se hacía, sale de la choza llamando a voces al cochero que había quedado con los caballos, como si necesitase de sus fuerzas para remediar a los muertos. El cochero acude, y entrando en la choza con Taydor, pónese a llorar también creyendo muerto a su buen amo. El cura, vuelto en sí de su primer susto, fue el primero que hizo la experiencia para ver si habían muerto, tomándoles el pulso, pues Eusebio no daba tampoco señal de vida. Pero reconociendo vital aliento en su pecho cuando le aplicó la mano, pidió vinagre para recobrarlo. Trájolo inmediatamente la oficiosa y pasmada labradora y entregóselo a Taydor, que quiso hacer a su amado señor aquel piadoso oficio, llamándolo con sollozos y lamentos, como si antes con ellos que con el vinagre debiese restituir la vida a su adorado amo.

Comenzó éste a recobrar los sentidos después de haberle bañado Taydor las sienes y frente con vinagre, sosteniéndolo con su brazo izquierdo y llamándolo a la vida con sus ardientes y amorosas expresiones. Eusebio abre entonces sus ojos confusos y vagos, como ignorando lo que le pasaba, moviéndolos a todas partes, fijando entonces su recobrado sentimiento en el llanto y afectos de Taydor, le dice con voz lánguida: ¿Qué es de mí, Taydor? Pero luego, reparando en el cadáver de Hardyl que tenía al lado, arroja un suspiro vehemente y cae de nuevo desfallecido en el seno de Taydor, llorando éste y pidiendo otra vez el vinagre a los labradores.

Pero no alcanzando entonces la fuerza del vinagre, hace traer un barreño de agua fría, en la cual, empapando el pañuelo, se lo aplicaba repetidas veces al rostro, con que comenzaba a volver en sí. Mas temiendo Taydor que si volvía Eusebio a reparar en el cadáver de Hardyl, volvería a su desfallecimiento, se lo llevó en brazos a la cama del labrador, ayudado de éste, donde poco a poco llegó a recobrarse enteramente, fortalecido de algunas gotas del espíritu que llevaba él mismo consigo y que destiló Taydor en una cucharada de agua.

Sintiéndose con algunas fuerzas y recobrado su entero conocimiento: ¿Dónde está, Taydor, le dice con voz débil, dónde llevaste mi amado Hardyl, mi tío adorable? ¡Oh Dios!... y prorrumpe en llanto. Taydor, que oía llamar a Hardyl su amado y adorable tío, creía que delirase, y así le dice: Señor, mire vmd. por su vida, porque a la verdad nos ha tenido en suma agitación y cuidado. ¡Triste de mí!, vuelve a exclamar Eusebio, ¿dónde está? ¿Dónde está mi adorable tío? Dímelo, Taydor, llévame allá para que lo abrace, para que muera, si puedo, en sus brazos, pues háceseme odiosa la vida. Por Dios, señor mío, no quiera vmd. exponerse otra vez al peligro en que lo hemos llorado, le decía afectuosamente Taydor; espere vmd. que venga el médico y cirujano, pues poco podrán tardar. No es posible, Taydor, quiero ir allá; quiero verlo, decía Eusebio, dame la mano.

Viendo Taydor que se levantaba de la cama, quiso oponerse de nuevo con respetuosas instancias, pero venciendo la ardiente porfía de Eusebio, hubo de ceder, acompañándolo hasta el cadáver de Hardyl. A su vista, cobrando fuerza su dolor y afectos, y comunicándola a su cuerpo, póstrase de rodillas al lado del cadáver; e inclinándose un poco con las manos cruzadas, cayéndole un río de lágrimas de los ojos, comenzó a decirle: ¡Oh varón digno de la veneración de la tierra que no te conoció, y digno de las adoraciones de éste tu amante sobrino que sólo te pudo conocer en la muerte! Recibe de él, de todos sus más ardientes sentimientos y afectos, este tributo debido a tu sublime virtud y sabiduría.

¡Cielos! ¿Cómo pudo resistir la fortaleza de tu corazón a los impulsos del afecto, para dejar de hacerme una declaración a que te forzaban en tantas ocasiones todos los sentimientos de aquel puro y santo amor con que me mirabais como a hijo que hubieseis engendrado? ¿Mas, por qué? ¡Oh cielos! ¿Por, qué ocultarme un secreto que hubiera sido mi mayor consuelo en la tierra? ¿Por qué encubrir a Henrique Myden, cuando te me entregó para que me educases?

¿Por qué encubrirlo a mi niñez, cuando trabajaba contigo en la tienda? ¿A mi mocedad, cuando la pasé contigo en las desgracias que sufriste por mi amor, para fortalecer en ella mi flaca virtud con tus ejemplos y consejos? ¡Todo, todo me falta contigo! Todo lo perdí con tu vida ¡oh cielos! ¿Por qué me robasteis mi Hardy?

¡Oh mi padre! ¡Oh mi consolador en la tierra!

¡Oh dulce amparo de mi vida, y guía de mis errantes pasos entre los errores y riesgos del mundo y de los engaños de los hombres! Tu esplendor extinguido me deja expuesto en las tristes tinieblas que agravan mi dolor, cual purísimo lucero ofuscado a la vista del perdido caminante en medio de su peligrosa carrera sembrada de escollos y despeñaderos. ¡Oh, si a lo menos hubieseis llegado conmigo al puesto donde el amor que purificaron tus consejos me esperaba para ceñirme la corona de la dicha en el altar del himeneo! Mas ahora sin ti, sin aquel puro y santo gozo que infundía tu presencia y compañía en mi alma, a mis sentimientos, triste, pesaroso, abatido, ¿qué dicha podré esperar cumplida en el suelo? ¿Cómo la podré esperar de mi Leonada? ¡Oh Leonada! ¡Oh amor mío! Perdiste tu libertador y yo lo perdí tal vez todo en aquel a quien te debo. No, no verás más a tu buen Hardy, cuyas máximas te eran respetables, y cuya bondad adorabas.

¡Oh cielos!, ¿merecí por ventura que descargarais sobre mí, en vuestro poderoso rigor, este terrible golpe? ¿Por que, por qué la muerte, si fue mensajera de vuestras iras, no vibró el dardo contra mi pecho? ¡Oh Dios! ¡Oh cielos! Respeto, respeto vuestros inescrutables designios. ¡Qué mortal se atreverá a sondearlos en el exceso de su dolor! Adoro y beso con llanto, y traspasado mi corazón de sentimiento, la mano omnipotente que rompió el velo mortal que detenía en la tierra, superior a toda ella, aquel espíritu que lo animaba, acreedor al trono de gloria que su excelsa virtud le preparaba en el esplendoroso seno de la inmortalidad.

¡Oh grande, oh sublime Hardy, a quien veneré en vida y cuyos despojos exigen todavía mi veneración aunque yertos!, ¡triste de mí e insensibles a mi justo dolor, a mi ardiente e inconsolable llanto! Derrama desde el cielo los destellos de la luz celestial, que te corona, sobre mi alma abatida y circundada de tristísima noche, para que alumbrada y fortalecida de ella experimente que no desamparaste enteramente a quien te invoca, a quien educaste con los consejos y máximas de tu sublime virtud y prudencia, y con los ejemplos de tus santas costumbres, tanto más adorables cuanto menos conocidas.

Con estas y otras muchas exclamaciones, acompañadas de llanto y de gemidos, aliviaba Eusebio el sentimiento entrañable que lo trastornaba por la pérdida de su adorable Hardy, cuando llegaron su apoderado y Altano. Ellos, impacientes, se habían adelantado al médico y cirujano que los seguían, y descubriendo a Eusebio que estaba de rodillas con las manos en cruz arrimadas al pecho, regando su rostro las lágrimas junto al cadáver de Hardy sin acabar sus lamentos, quisieron distraerlo, acercándose para darle aviso de su llegada. Aunque a su vista prorrumpiese Eusebio en más fuertes sollozos, eran bien inferiores a los que daba Altano y a las dolorosas demostraciones que hacía ante el cadáver de Hardy, besándole los pies y dándole en sus rudas expresiones respetuosos reproches, por haberse encubierto toda su vida a su señor don Eusebio.

Había sabido Altano esta circunstancia antes de llegar a la casilla; y como siempre lo había tenido en su concepto por artesano y mirándolo como tal, despertó en él este descubrimiento la veneración y respeto que no habían podido merecerle sus costumbres y porte, comunes a los demás en apariencia, y que sólo se hacían ahora sublimes a sus ojos, cotejándolos con su nacimiento y carácter; mucho más por haberlo tenido encubierto toda su vida a su mismo sobrino, cuya aflicción y postura contribuyó también para que Altano se enterneciese y prorrumpiese en iguales lamentos, haciéndolos desistir de ellos la llegada del médico y cirujano.

Éstos, ayudados del apoderado, consiguieron hacer levantar del suelo al tristísimo Eusebio, después de haber éste besado varias veces los pies del difunto Hardy. Ya en pie Eusebio, antes de perder de vista al cadáver de que no podía desprenderse, alzando los ojos al cielo: ¡Oh Dios, exclamó, a quién me habéis robado! ¡Qué pérdida me será ya sensible en la tierra! Y prorrumpiendo en nuevos sollozos, se dejó llevar al cuarto del labrador, donde examinó el cirujano la herida que había recibido en la cabeza y la contusión, que comenzaba a darle agudo dolor en el brazo; pero mientras lo curaba, tuvo la advertencia el apoderado de hacer examinar al médico el cadáver de Hardy, para que Eusebio no estuviese presente, y halló una fuerte contusión en el pecho, de donde infirió la rotura de algunas venas internas.

Aunque Eusebio, después de curado, no quería desamparar el cadáver ni la casilla hasta que no lo llevasen a enterrar, su apoderado se prevalió de los mismos deseos que Eusebio manifestaba de que fuese solemne el entierro, para llevárselo a S... y apartarlo del cadáver, no habiendo ninguna comodidad en la casa del labrador para pasar aquella noche; consiguiólo finalmente, uniendo el médico y cirujano sus instancias. Y así, después de haber desahogado de nuevo su dolor y ternura en el cadáver, encomendándolo con lágrimas a Taydor, partió en el calesín que había traído su apoderado, no pudiendo servirse del coche, que había padecido mucho en el vuelco; arrastráronlo con todo hasta S... los cocheros con los tres caballos, desamparando en el camino al que había muerto de la cornada.

Con tan siniestros agüeros entró Eusebio en su patria, habiendo perdido su adorable Hardy, expuesto a perder también la herencia de sus padres, que su tío paterno le contrastaba. ¿En qué bienes de la tierra podrá el hombre asegurar su confianza?




 
 
FIN DE LA TERCERA PARTE
 
 


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